172822.fb2
A la luz gris de la mañana, los temores de Vlado parecían infundados. Se despertó sofocado de calor seco. Las calderas del edificio de apartamentos habían funcionado a toda máquina durante la noche, y el aire olía a metal de horno. Vlado se sentó en la cama, con la boca reseca, los párpados pegados, el cabello apuntando rígido en todas las direcciones. El lado de Jasmina en la cama estaba vacío y con las sábanas echadas hacia atrás. Se levantó para abrir una ventana. El aire frío entró como un bálsamo, arremolinándose en torno a sus pies descalzos, aunque le pellizcó la nariz con el olor a carbón quemado. El sol estaba alto, y por la luz supo que ya llegaba al menos con una hora de retraso al trabajo. Jasmina apareció en la puerta.
– Decidí dejarte dormir -dijo-. Necesitarás tomar fuerzas para el viaje.
De modo que sería así de fácil. Se encontró con ella a los pies de la cama, le pasó los brazos alrededor de la cintura y la atrajo hacia él. Su cabello olía a champú, su aliento a café.
– Sólo tienes que prometerme dos cosas -dijo.
Vlado asintió con la cabeza, rozando con la barbilla la parte superior de su cabeza.
– Que no harás ninguna tontería. Y con eso me refiero a algo peligroso, o algo tan peligroso como lo fue para ti antes, en Sarajevo.
– De acuerdo. Con eso debería bastar.
– Eso es lo que siempre dices. Y lo que es peor, me parece que te lo crees de verdad.
– Quédate tranquila. La última vez que combatió, nosotros ni siquiera habíamos nacido. Es un anciano.
– Y un criminal de guerra. La gente que aprende a matar cuando es joven no lo olvida sólo porque se vuelva senil. Es como aprender a nadar, o a montar en bicicleta. Forma parte de su memoria muscular.
Vlado se echó a reír.
– Está bien. Te prometo no darle la espalda, sobre todo cuando acabe de tomarse su zumo de ciruelas pasas. ¿Y cuál es la segunda promesa?
– Que no tomes una decisión sobre la mudanza antes de que hablemos. -Levantó la vista, mirándole directamente a los ojos-. No pierdas la cabeza por las colinas y por unos viejos amigos. Por unas copas de rakija o unos bocados de cevapi. Danos la oportunidad de hablarlo racionalmente, de pensar en todo. Mientras estés aquí, no allí.
Él volvió a asentir con la cabeza.
– De acuerdo, te lo prometo. -Ella sonrió, negando ligeramente con la cabeza-. Puedo verlo ya en tus ojos, todo ese entusiasmo por volver. -Sus ojos también brillaban-. Ojalá pudiera yo también. Me desperté en plena noche, ansiando estar en casa. Quería mirar por la ventana esta mañana y ver todo aquello que antes veía, y después llevar a Sonja a dar una vuelta por su vieja ciudad para que conociera a sus nuevos amiguitos, y hablar con ella sin sentirme como si estuviéramos hablando una lengua especial que sólo nosotros tres conocemos, como una especie de código familiar. Eso es lo que piensa ella, ya sabes. Como si fuera nuestra lengua privada, nada que ver con el país de nadie ni con nadie excepto nosotros.
– Lo sé. Ella me lo ha dicho. Una mañana oyó a un chico hablando en bosnio en el U-Bahn y dijo: «Escucha, papá. Habla nuestro idioma». No le gustó. Creo que pensó que el muchacho había irrumpido en nuestra casa y había robado todas las palabras.
– Hola, papá.
Sonja estaba en la puerta, agarrando con fuerza su muñeco Sandmann, con su gorrito de pico rojo y su barbita de lana. Su niñita segura de sí misma que viajaba en el U-Bahn con la autoridad aburrida de un viejo usuario, que conocía todos los trucos para desenvolverse entre la muchedumbre y hacerse con los mejores asientos. Y también conocía los mejores puestos de wurst. Era verdad, era una alemana en miniatura, estaba a gusto allí.
Vlado le hizo una seña, y los tres se quedaron en la cama durante media hora, habladores y calentitos, mientras la corriente de aire de la ventana se movía por encima de ellos como una fría serpiente de terciopelo. En lo más hondo de su pecho, sintió la excitación de los preparativos del viaje. Jasmina le miraba a los ojos, viendo incendios lejanos, y dijo:
– Vamos. Levántate y llámalo antes de que se vaya o cambie de opinión.
Vlado cruzó descalzo el piso para telefonear a Pine desde la cocina, de repente necesitaba comprobar incluso que la noche pasada había tenido lugar, todas aquellas horas que ahora se mezclaban en un torbellino de fantasmas: los espíritus del frío y húmedo búnker, los sueños de Haris y el cadáver en el maletero. Sólo pensar en aquello era un peso muerto que se hundía en la luminosidad de la mañana. Se preguntó durante cuánto tiempo lo acosaría. Para siempre, quizá. Tuvo una visión fugaz de la hermana de Haris de hacía sólo ocho horas -¿sería posible?-, de su puerta aún oscurecida por la sombra de quien la hubiera visitado una semana antes.
Pero si Pine sabía algo de aquellos hechos, no lo iba a decir aquella mañana. Y su voz a través del teléfono pareció perfectamente real, desbordante de excitación cuando Vlado aceptó el trabajo. Una hora después Pine llamaba de nuevo a la puerta de Vlado, con un billete de tren en la mano, exhibiendo su propia cara de perrito y hablando a cien por hora. Le tendió un sobre pequeño y abultado.
– Mapas e instrucciones -dijo-. Después no tendrás que tragarte ni quemar nada de su contenido. Pero recuerda, no hables de los detalles con nadie antes de partir. Yo vuelvo a La Haya dentro de una hora. Tú viajarás después, esta misma mañana. Ya sé que es muy poco tiempo, pero el viaje en tren dura seis horas, así que apenas nos quedará tiempo para ponerte al corriente antes de partir rumbo a Bosnia al día siguiente.
– ¿Al día siguiente?
– Sí. Todo va muy rápido, ya lo sé. Pero lo han organizado a toda prisa. Aparentemente no hay mucho margen de maniobra, sobre todo en lo que respecta al general serbio, Andric. Él es problema del ejército francés, no nuestro. Pero su operación repercute en nuestro calendario, y parecen estar preocupados de que pronto se vaya a Kosovo. Se han recibido muchos informes sobre concentraciones de tropas, así que nunca se sabe. Lamento no haber podido reservarte un billete de avión, pero nuestro presupuesto es así. Detesto tener que decirte cuántos viajes al campo de operaciones he cancelado o interrumpido. Es lo que sucede cuando los contables están al otro lado del océano y la escena del crimen a miles de kilómetros de distancia.
»Llegarás a última hora de la tarde. Toma el tranvía número siete hasta Churchillplein. Te alojarás en el Hotel Dorint. El Tribunal está en la puerta de al lado, así que ve hasta allí a pie cuando te hayas registrado. Seguridad te estará esperando. Luego podremos comenzar con los informadores de antecedentes. Y estoy seguro de que Contreras querrá conocerte.
– ¿Contreras?
– El nuevo mandamás del Tribunal; su título oficial es fiscal jefe. Tomó posesión el mes pasado. Es un juez peruano que se hizo famoso por meter en la cárcel a señores de la droga. Sobrevivió a dos atentados con coche bomba y le quemaron la casa. Un gran héroe por allí. Piensa que los bosnios son corderitos después de tratar con Sendero Luminoso; no puede entender por qué no vamos y los encerramos a todos. En la OTAN ya están hartos de oír hablar de él. Piensan que amenaza con alterar el statu quo precisamente cuando las cosas comienzan a bullir en Kosovo.
– ¿Qué tiene que ver Kosovo con nosotros? Si comienzan los bombardeos, ¿cancelamos?
– Si comienza allí una guerra seremos lo último en que pensará cualquiera, así que seguiremos en marcha como si no pasara nada. Pero podría complicar el caso Andric. Estando los franceses en tan buenas relaciones como están con los serbios, puede que tengan ganas de cooperar si los americanos bombardean Belgrado. Pero nuestro tipo continuará activo, y le haremos una oferta que no podrá rechazar. Contreras es uno de esos tipos que dicen adelante a toda máquina, al menos hasta ahora. También es político cuando es necesario. Siempre parece tener a algunos diplomáticos por la oficina, para exhibirlos. Así que estamos un poco nerviosos en estos tiempos, preguntándonos quién será el primero en cagarla en su mandato de «nueva agresividad».
– Como nosotros, quieres decir.
– Sólo si encontramos la forma de convertirnos en un estorbo. Pero tú tienes que estar preparado para funcionar en cuanto llegues. Muy pronto sabremos si nuestro hombre va a hacer negocios con nosotros.
– ¿Y si decide no hacerlos?
– Entonces pasaremos al plan B.
– ¿Cuál es?
– Confidencial.
Pine sonrió, dio una palmadita a Vlado en el hombro y sacó una tarjeta de visita de un bolsillo. Su nombre y su cargo estaban grabados en relieve sobre un globo azul de la ONU y el largo nombre oficial del Tribunal.
– Mi número de teléfono, por si acaso. Más la dirección del Tribunal. Si te equivocas de tranvía para un taxi y enséñale esta tarjeta. La mayoría de los taxistas hablan inglés. No intentes hablar en bosnio con ellos. A los holandeses no les hacen demasiada ilusión los refugiados en estos tiempos. Menos aún que a los alemanes, a su propia y reprimida manera -le tendió la mano-. Bienvenido a bordo, Vlado. Tenemos un equipo fuerte. Sin duda el que tiene menos posibilidades, pero jugamos duro.
Le costaría algún tiempo acostumbrarse a toda aquella jerga americana, pero Vlado estrechó con firmeza la mano de Pine -«sellando el trato», aquello sí lo sabía- mientras examinaba su rostro radiante. El entusiasmo de aquel hombre era contagioso.
– Será divertido -dijo Pine antes de desacelerar un punto, con una sonrisa ahora casi avergonzada-. O interesante, claro. Ah, y guarda los recibos si quieres que se te reembolsen los gastos. Contreras es tan estricto con el dólar como sus predecesores.
Vlado sonrió. Algunas cosas del trabajo policial eran iguales sin importar para quién se trabajase.
El viaje en tren fue una cámara de descompresión perfecta para pasar de una vida a otra. Cuando habían terminado de cruzar lentamente Berlín para adentrarse entre los pinos del campo, Vlado sintió como si viejos circuitos surgieran de la noche a la mañana después de años de inactividad. Compró una Coca-Cola y una bolsa de patatas fritas a un vendedor que empujaba un carrito por el pasillo en movimiento, y después se quedó dormido durante media hora, se despertó fresco y pensando en su familia. Jasmina estaba excitada y un poco celosa. Era Sonja quien se había mantenido firme en contra de todo aquello, tirándole del abrigo cuando él cruzaba el umbral. El recuerdo enfrió su euforia. Seguía siendo demasiado fácil recordar el vacío de sus dos años en soledad, el tiempo, la energía que había dedicado a limar asperezas. Ahora había salido corriendo solo otra vez, dejándolas atrás por quién sabe cuántos días, incluso semanas. Pero cuando todo acabase tendrían nuevas posibilidades. Fácil, se advirtió a sí mismo. No empieces a decidirte. Disfruta sin más de la aventura.
Se levantó para estirar las piernas en el pasillo, balanceándose con el movimiento del tren mientras el paisaje decolorado de noviembre pasaba a 190 kilómetros por hora. Pensó por un momento en Tomas. Ahora debía de estar pilotando la JCB entre la arcilla y los escombros.
Ya por la tarde cruzaron la frontera de los Países Bajos, y la vista cambió poco a poco. Había canales separando los campos, con barcos que parecían aparcados en mitad de ninguna parte hasta que se caía en la cuenta de que el agua estaba por todos lados. Había incluso algunos molinos de viento. Vlado se puso de pie ante la ventana, con los codos apoyados en el cristal. Falanges de escolares en bicicleta esperaban en los pasos a nivel, rumbo a casa. El agua de lluvia estaba encharcada en los puntos bajos y en las irregularidades del terreno. Aquello junto con los canales dejaba la impresión de una campiña flotando como una balsa de tierra, a la que el más leve movimiento podía hundir bajo las olas.
La Haya era un típico acto de ocultación europeo, una aldea medieval envuelta dentro de siglos de construcción. Era posible trazar el mapa del rápido ritmo de la edificación reciente en los suburbios exteriores muy urbanizados, e incluso hacia el centro un nuevo sector de acero y cristal se cernía sobre los viejos parques y canales.
Pero el corazón envejecido de la ciudad seguía encorvado en estrechas callejuelas empedradas de bajos edificios de ladrillo. Estatuas de graves y antiguos holandeses observaban desde parques muy cuidados. Disciplinadas columnas de bicicletas negras dominaban el tráfico. El aire transmitía una sensación húmeda y salobre del mar del Norte, un frío cortante se metía bajo la piel como si estuviera dispuesto a quedarse hasta la primavera.
Un breve trayecto en tranvía llevó a Vlado a su hotel y desde allí fue a pie hasta la sede del Tribunal, un edificio en curva de cuatro plantas de acero y cristal. Parecía la oficina de seguros que en otros tiempos había sido. Ante la fachada una colección de esculturas abstractas surgían, desde un estanque de hormigón, residuos metálicos como restos lanzados desde un helicóptero.
Vlado vio a su primer bosnio mientras los hombres de seguridad examinaban sus pantalones con un detector de metales. Era una mujer, que pasó bulliciosa, hablando en su lengua materna a un guardia, que le respondió en su idioma. Los guardias indicaron a Vlado el camino de la cantina del segundo piso para esperar a Pine. Hombres y mujeres estaban sentados en torno a mesas pequeñas con tazas de café y ceniceros repletos, se oían voces en inglés, bosnio, alemán, francés. Ser extranjero aquí sólo era formar parte del decorado, no algo que ocultar. Pasó junto a él un hombre con el cabello oscuro y los ojos hundidos que sólo podían venir de su país, y Vlado sintió la tentación de saludarlo con un gesto familiar. Después Pine surgió de un conjunto cercano de puertas, caminando a paso ligero.
– Bienvenido a la gran central -dijo-. ¿Has tenido buen viaje?
– Por supuesto. Todo ha ido bien.
– Espero que estés descansado y dispuesto a trabajar. Vamos arriba y comenzaré a presentarte.
Subieron a la tercera planta y recorrieron pasillos cubiertos de moqueta azul hasta un grupo de cubículos separados por mamparas donde varios hombres estaban sentados ante escritorios, todos hablando por teléfono.
– Éste es mi equipo de investigadores -dijo Pine-. Un poco atestado como puedes ver, más o menos una docena cuanto todos están aquí. Veamos si Benny tiene un minuto. Eh, tal vez quieras tomar un café, ¿no?
– Sería estupendo.
– Iré a buscarlo abajo. Quítate el abrigo y ponte cómodo. Aunque parece que todo el mundo está ahora al teléfono. No te preocupes, ninguno muerde.
Vlado dejó su abrigo encima de una silla. Tres de los cubículos más cercanos estaban ocupados. Un hombre con un corte de pelo a la moda y una elegante camisa de color azul eléctrico hablaba en una lengua que parecía italiano mientras garabateaba en un pequeño cuaderno. Enfrente de él estaba un individuo calvo y huesudo que asomaba muy por encima de su escritorio, con la piel morena oscura estirada en torno a una cabeza estrecha, lo que daba a su frente el aspecto endurecido de un grano de café. Hablaba en un idioma que Vlado no pudo identificar, como el sonido de agua corriendo, y después pasó súbitamente al inglés sin perder el compás.
El que estaba más cerca de Vlado era el que Pine había llamado Benny, el más ruidoso del grupo. Era estadounidense, pero mucho más bajo que Pine, la barriga le caía por encima del cinturón y llevaba la corbata torcida. Estaba recostado en su silla mientras hablaba por teléfono, con los pies apoyados en una mesa desordenada. Una fotografía rasgada de Madonna, recortada de un periódico, estaba clavada en una esquina de su mampara, cerca de una pegatina en caracteres cirílicos que decía «A la mierda la SFOR». El respaldo de la silla crujía cuando Benny cambiaba de postura. El cable del auricular estaba retorcido y hecho nudos en una docena de puntos, y Benny sostenía el teléfono con su pie izquierdo para impedir que se cayera de la mesa. Hablaba entre dientes, asintiendo rápidamente con la cabeza, y parecía estar impacientándose con la persona que estaba al otro lado de la línea. Miró hacia Vlado, poniendo los ojos en blanco. Y entonces comenzó el espectáculo.
– Sí -dijo-. Sí, ya lo sé. Pero es porque es un criminal, ¿vale? -Su acento era muy marcado. Vlado había visto bastantes películas americanas para situarlo en algún lugar cercano a Nueva York-. He dicho criminal -gritando ahora, después susurrando-. Por Dios, estos teléfonos. -Volvió a alzar la voz-. Un maldito criminal de guerra, ¿vale? ¿Por qué si no íbamos a querer capturarlo? Ha oído usted hablar de nosotros por ahí, ¿no? -Miró de nuevo a Vlado, poniendo los ojos en blanco.
Humor de sala del equipo. Los cigarrillos y los calendarios atrevidos. Esto también era como una especie de hogar, y Vlado sintió un cálido arrebato de energía.
Sacó su cajetilla de cigarrillos del bolsillo. Benny lo vio y se giró en su silla, inclinándose hacia Vlado, que se preparó para ver un gesto admonitorio con un dedo o una negación con la cabeza. Pero Benny se limitó a acercarse, entre el rechinar de las ruedas de la silla. Como por arte de magia, sacó un encendedor y lo levantó hacia Vlado al tiempo que se incorporaba de la quejumbrosa silla. El encendedor chirrió y Vlado se inclinó hacia delante, inhalando, casi rozando los dedos de aquel hombre con los suyos mientras su aspiración hacía brotar la llama en el cigarrillo.
A Vlado se le vino a la mente una visión absurda de la escena, una parodia distorsionada de la Creación de Miguel Ángel, unas manos extendidas que se unen en el aire, y aquel pensamiento le hizo reír, el humo del dragón saliendo de los orificios nasales mientras el neoyorquino se alejaba, sonriendo como si lo comprendiera y lo aprobara.
– Soy Benny -susurró, tapando el micrófono con una mano-. Bienvenido al zoológico.
Luego reanudó su ataque verbal.
– Sí, sí. Sí. Bueno, si eso es así, dígale a su jefe… -Una pausa, movimientos impacientes de cabeza-. Entonces dígaselo a su capitán, dígale que no somos un simple grupo de burócratas cagados de miedo que se echan atrás a la primera señal de que hay que hacer más papeleo o cada vez que algún señor de la guerra local nos amenaza con un arma, y que vamos a ir a buscar a ese mierda en su sector tanto si están con nosotros como si no lo están.
A esas alturas, Benny tenía la frente cubierta de sudor, lo que recordó a Vlado la condensación de un frigorífico sobrecargado, una comparación que parecía totalmente adecuada porque, a pesar de sus bravatas, Benny le dio la impresión de ser un tipo frío, alguien que sería imperturbable sobre el terreno. Le encantaría ver cómo se las arreglaba Benny en los puestos de control pertinaces o ante los funcionarios selladores de papeles que intentasen frenar su marcha.
En el escritorio, Benny tenía debajo de un codo un grueso documento encuadernado con una cubierta de color azul brillante. En la parte superior podía leerse las palabras «acta de acusación» en negrita. Abrió una página y Vlado se apresuró a acercarse para echar un vistazo. Alcanzó a leer un párrafo en la parte inferior:
Los acusados, a menudo con la ayuda de guardias del campo, solían disparar a los detenidos desde cerca en la cabeza o la espalda. En muchos casos, los acusados y guardias del campo obligaban a los detenidos contra los que iban a disparar a poner la cabeza en una rejilla metálica que desaguaba en el río Sava, para reducir al mínimo la necesidad de hacer limpieza después de los disparos. Los acusados y los guardias ordenaban después a los detenidos que trasladaran los cadáveres a una de las dos áreas de depósito donde se amontonaban los cuerpos hasta que se cargaban en camiones y se llevaban a fosas comunes.
Benny vio que Vlado estaba mirando y deslizó otros papeles hacia él, con un leve movimiento de cabeza que quería decir: «Aquí tienes un montón».
El encabezamiento era «paraderos». Era una lista de sospechosos inculpados a los que no se había detenido todavía, una especie de tabla de puntuación confeccionada por un grupo que se hacía llamar Balkan Watch. Eran seis páginas en total, dedicadas a unos cuarenta hombres. Vlado leyó el primero:
CESIC, Nenad. Crímenes contra la humanidad, asesinato, violación. Frecuenta el restaurante Club Markala de Zvornik. Vive en el país, trabaja para la policía de reserva local. Comparte una motocicleta Honda roja con su primo, también inculpado. Los dos son vistos a menudo cruzando la ciudad en moto.
Pasó a otra página:
GOJKO, Dragan. Crímenes contra la humanidad, tortura. En junio de 1998 trabajaba como instructor de la policía en la escuela de Prijedor. Propietario del bar Express, frecuentado por Momcilo Zaric (también inculpado, véase más abajo).
Encontró a Zaric unos párrafos más abajo:
Crímenes contra la humanidad, asesinato, violación. Apodado «Juka». Bebe rajika todas las mañanas a eso de las 10 en el bar Krsma. Se lo puede ver en la ciudad conduciendo un VW Golf azul. Al volver a casa pasa todos los días por la sede local de la Policía Internacional.
Vlado miró a Benny para asegurarse de que no le estaba observando y pasó las páginas hasta que encontró la entrada que buscaba. La mera lectura de aquel nombre hizo que su pulso se acelerase:
POPOVIC, Branko. Genocidio, crímenes contra la humanidad, tortura. Comandante de la unidad paramilitar Los Leones de Popi. Se cree que está en Kosovo. Se lo ha visto con frecuencia en el bar del Grand Hotel, o conduciendo un Toyota Land Cruiser negro. Podría vivir en cuarteles militares de Pristina, pero también tiene casa en Belgrado. Viaja con frecuencia por Europa. Localizaciones confirmadas desde enero del 98 en Zúrich, Augsburg. Localizaciones sin confirmar en Viena, Berlín.
La referencia a Berlín le hizo estremecerse. Pero eso era todo. No había mención alguna a testigos, direcciones o una posible desaparición. Comprobó la fecha en la cubierta. De hacía dos semanas, sólo unos días después de que Haris, Huso y él hubieran dejado el cadáver en el vertedero industrial. ¿Quién sabía lo que cualquiera podía haber oído mientras tanto? Si alguien había visitado el apartamento de Haris, lo habría hecho más o menos una semana después de que aquel informe hubiera sido actualizado.
Benny volvió a levantar la voz, al parecer preparándose para la apoteosis final.
– ¿Queréis entrar en su casa? Entonces entrad en su puta casa. ¿Queréis estar en un puesto de control tocándoos las narices y escuchando los disparos? Pues hacedlo. Porque nosotros vamos a ir, con SFOR o sin SFOR, y no nos va a detener ningún imbécil militar-industrial del mundo, ¿entendido?… He dicho ¿entendido? -Una pausa-. ¿Oiga? -Cerró los ojos con fuerza, luego bramó-. ¡Por Dios! ¡Estos teléfonos de mierda! ¿Cómo puede esta gente tener un país si ni siquiera tiene teléfonos decentes? ¡Tío! -Colgó el teléfono con un golpe, mientras negaba con la cabeza-. Cinco minutos de trampas de primera calidad tirados a la basura. Creo que hasta había conseguido que ese tipo estuviera a punto de ordenar una operación para nosotros. O al menos de pensar en ella. -Suspiró-. De todos modos, me siento mucho mejor que hace cinco minutos.
Levantó la vista con una sonrisa burlona de exasperación que quería decir que había disfrutado de cada instante.
– Benny Hampton -dijo, tendiendo su mano derecha-. Tú debes de ser el bosnio de Pine. Y no es que yo deba saberlo. Pero, bueno, soy el jefe, así que supongo que debería ser capaz de averiguar unas cuantas cosas por aquí. Aunque si Spratt se entera de la última conversación puede que no sea el jefe de equipo durante mucho más tiempo.
Pine regresó. Depositó dos tazas de café humeantes en el escritorio y tiró la chaqueta en el respaldo de una silla.
– Benny, Benny, Benny -dijo en tono un tanto afectuoso, con un acento que parecía suave después de dos minutos de neoyorquino-. ¿Cuántas veces hay que decírtelo? La SFOR es amiga nuestra. Del mismo modo que la IFOR era amiga nuestra, y la UNPROFOR antes que ellas.
– Sí, el ejército de los mil nombres -dijo Benny entre dientes-. Dales otro año y volverán a cambiarlo. Deberían llamarlo WHAT-FOR -«para qué»-, y entonces alguien tal vez piense que no han estado haciendo nada en todo este tiempo. Todo el día sentados mirando cómo nuestros sospechosos se toman una cerveza.
Vlado conocía bien los acrónimos. Durante la guerra, las tropas llevaban cascos azules y se desplazaban en vehículos blindados blancos, y eran conocidas con el nombre de la UNPROFOR, la Fuerza de Protección de las Naciones Unidas. Después del acuerdo de paz pintaron los cascos y los vehículos de verde y se incorporaron a ellas veinticuatro mil norteamericanos mejor armados, y se cambiaron el nombre por el de IFOR, la Fuerza de Aplicación, que en cosa de un año redujo sus efectivos en unos miles de soldados y se convirtió en la SFOR, la Fuerza de Estabilización.
– Ya sabes cómo funciona esto, Benny -dijo Pine-. Se trata simplemente de que no somos una parte fundamental del mandato de la misión. Ah, Vlado, lo siento, pero no está permitido fumar aquí arriba. Esto es territorio de la Organización Mundial de la Salud, no los Balcanes. Tendrás que apagarlo o irte a la cantina.
– Maldita SFOR -seguía diciendo entre dientes Benny-. Maldita OTAN. El mayor y el peor ejército de Bosnia y ni siquiera son capaces de echar mano a un viejo serbio residual en pijama. Ese tipo no tiene guardaespaldas desde hace dos años y todavía aparece en las listas como «en libertad». Seguro que pasa todos los días por un par de controles suyos y lo único que hacen es saludar moviendo el brazo.
– Entonces ve tú a echarle mano, Benny.
– Pues claro, eso es lo que quiero hacer. Eso es lo que estaba diciéndole que voy a hacer. Puede que se diera cuenta de que me estaba marcando un farol, pero con este nuevo mandato de Contreras, quién sabe, puede que hasta tenga la oportunidad. No puede ser peor que llevar a cabo un proyecto en el Bronx. Le pondré las esposas y lo llevaré a rastras la mitad del camino hasta Budapest si me dejan.
– Que no te dejarán. Contreras habla mucho pero no tiene más probabilidades de montar una operación salvaje que los demás. Si comienza un tiroteo en el que la SFOR tenga que acudir al rescate, no volverán a mover un dedo por nosotros.
– Eso marcaría una gran diferencia.
– Pero eso no importa, Benny. Saluda a Vlado Petric. Vlado, te presento a Benny Hampton, que piensa que todavía está partiendo cabezas allá en Brooklyn.
– En el Bronx, por favor. Sí, ya nos conocemos más o menos, pero así es oficial.
Vlado estrechó su mano tendida. Era cálida y mullida, como meter la mano en una bola de masa caliente.
– Así que tú eres el que encabronó a medio Sarajevo al salir por la puerta. ¿Y dejas que este patán provinciano de Pine te convenza para volver allí?
– Gracias por hacerme la vida más fácil, Benny.
– Bueno, si necesitas ayuda mientras estés por allí, llámame al móvil. Estaré sobre el terreno durante la próxima semana más o menos si terminas en algún lugar cercano a Vitez.
– Ésa es la peculiar manera que tiene Benny de intentar averiguar qué estamos haciendo y adónde vamos a ir. Pero tendremos presente tu ofrecimiento, Benny.
Pine condujo a Vlado hacia su despacho, en el rincón opuesto.
– Sí, sí -dijo Benny a sus espaldas-. Manda el timbrazo secreto del descodificador y llegaré al instante. ¿Pero en qué andáis metidos, chicos, que ni siquiera el jefe de equipo puede saberlo? Llevo toda la semana oyendo que se está cociendo algo gordo.
– ¿Gordo? -preguntó Vlado.
– Descabellado -aclaró Benny-. Algo que no está del todo bien. En primer lugar, he oído que hasta los franceses están involucrados. Esos chicos encantadores que dejaron que el señor Karadzic se escapase el año pasado.
– ¿Es eso verdad? -preguntó Vlado, sorprendido al enterarse de que había faltado poco para que fuera capturado uno de los más grandes sospechosos, el presidente de los serbios de Bosnia durante la guerra.
– Tal vez -dijo Pine, fulminando con la mirada a Benny-. Pero lo cierto es que no debemos hablar de ello, ¿verdad?
– Hablaremos de todos modos, ahora que eres uno de los nuestros -dijo Benny entre dientes-. Se había planeado una redada, a finales del verano del noventa y siete, pero nunca llegó a realizarse porque un comandante francés avisó a Karadzic. Es como lo de la mierda y el ventilador.
– Puede que lo avisara -dijo Pine-. Y puede que se hubiera planeado una redada.
– Los franceses debían someter a un consejo de guerra al comandante. En cambio, lo destinaron a un despacho en París. No está mal, ¿eh? Y ahora oigo que en realidad vosotros vais a trabajar con ellos. Ardo en deseos de ver en qué acaba todo esto.
– Una lengua suelta puede hundir barcos, Benny.
– Cuéntale eso al comandante francés. Parece que su barco arribó a puerto sin novedad.
Pine lanzó a Benny otra mirada que quería decir que ya había hablado suficiente al margen de las normas.
– El expediente que tienes que ver está en mi mesa -dijo Pine, conduciendo a Vlado hacia su puerta-. Usa mi despacho. No estaremos aquí el tiempo suficiente para ponerte un despacho para ti solo. El nombre del sospechoso sigue siendo confidencial por lo que a cualquier otra persona respecta.
Dirigió una mirada elocuente a Benny, que sonrió burlonamente y pronunció unas palabras a modo de despedida.
– No te preocupes, Pine. He captado el mensaje. Me alegro de conocerte, Vlado. Si no tenemos tiempo para tomar una cerveza fría antes de que os pongáis en camino, tal vez nos encontremos en tu país.
Vlado cruzó el umbral. Como el escritorio de Benny, el de Pine era un revoltijo de carpetas y papeles. Pine tenía una ventana, con vistas a las vías del tranvía y a una callejuela de casas de ladrillo. Cerca de la ventana había un calendario azul con imágenes de jóvenes sonrientes encima de un programa de baloncesto de la Universidad de Carolina del Norte. Enfrente de los jugadores sonrientes, una fila de hombres adustos de Bosnia les devolvían la mirada en blanco y negro desde la pared opuesta del despacho. Era un cartel de «se busca» de cinco sospechosos, suficientes para formar su propio equipo de baloncesto. Pine se dio cuenta de que Vlado lo estaba mirando.
– Mi caso más importante -dijo-. Una matanza en el valle de Lasva en abril del noventa y tres. Dos están detenidos, tres en libertad. -Abrió una carpeta de papel manila que estaba encima de la mesa, dejando ver unas cuantas hojas escritas a un espacio-. Aquí está nuestro hombre. Esto es sólo el resumen. Habrá más que leer después. Expedientes del servicio de información del ejército, antiguos cables diplomáticos. Algunos siguen estando fuera de mi autorización de seguridad por el momento. Pero con esto ya puedes ponerte en marcha. -Miró su reloj-. Tienes más o menos media hora.
Vlado se sentó en la silla de Pine y se relajó. Leer expedientes de casos siempre había sido un trabajo monótono. En ese momento le parecía un privilegio. Nunca le había preocupado gran cosa el papeleo, como si cualquiera lo pudiera hacer, pero siempre había disfrutado desplegando los datos ante él a altas horas de la noche a medida que una investigación se desarrollaba, observando cómo los personajes y las tramas tomaban forma a la luz de una lámpara en una oficina vacía, buscando patrones y anomalías, sintiendo la excitación de avanzar hacia una solución mientras la ciudad dormía a su alrededor.
Cogió las hojas y retrocedió a su pasado como si estuviera sentado ante su viejo escritorio, en la cuarta planta de un edificio pardo de cristal en la orilla meridional del río Miljacka, con una taza humeante del terrible café Husayn en la mano. Levantó la vista, miró los calendarios y los blocs de notas de Pine, como para asegurarse de que no había dado un salto en el tiempo. Luego, sonriendo para sí mismo, un poco aturdido, comenzó a leer, feliz de volver al trabajo.