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Con Gregorio, Zoé no iba a tener una segunda oportunidad. De manera perversa, aquella última batalla entre ellos representaba otro tipo de vínculo. Reflexionó sobre ello durante el día, y por la noche permaneció despierta rememorando cómo era estar con él.
De pronto le cayó otra pieza en las manos. Lo que le dio la idea fue la agresión sufrida por Besarión en la calle y después el accidente que había tenido ella misma.
Lo primero era plantar en la mentalidad de la gente la semilla de que había una disputa entre Gregorio y Giuliano Dandolo. Debía ser apenas un rumor superficial, tan tenue que su significado se recordara sólo después, y se entendiera entonces.
Lo segundo era acudir a un fabricante de dagas que ella conocía y del que se había fiado en el pasado. Se puso su dalmática más recia y salió a las calles azotadas por el viento y bajo una ligera llovizna. Apretó el paso y dejó a Sabas más rezagado de lo habitual, discreto, sin ver ni oír nada. El dolor de la pierna ya casi no lo sentía.
– Sí, señora -dijo el herrero de inmediato, complacido de verla de nuevo. Tan sólo un necio se olvidaba de sus benefactores o incumplía la palabra dada a una mujer que nunca olvidaba ni perdonaba-. ¿Qué puedo hacer por vos en esta ocasión?
– Quiero una buena daga -dijo-. No tiene por qué ser la mejor, pero deseo que lleve un emblema de familia en la empuñadura y que seas discreto al fabricarla. Es un regalo, y si llegara a oídos de alguien la sorpresa se echaría a perder.
– Vuestros asuntos no incumben a nadie más, señora. ¿Qué emblema deseáis?
– El de Dandolo -respondió Zoé.
En cuanto tuvo la daga ya hecha, la cual era bellísima -Bardas trabajaba mejor que hablaba-, envió una carta a Giuliano Dandolo, que seguía alojado en el barrio veneciano. El mensaje era simple: había hecho nuevas averiguaciones acerca de su fallecida madre.
Y Giuliano fue a verla, tal como había esperado. Lo observó de pie en su magnífico salón. Aunque no se le notaba muy tranquilo e intentaba disimular el ansia que lo devoraba por dentro, se movía con elegancia, y Zoé tuvo que reconocer de mala gana que era más que bien parecido: poseía una vitalidad intelectual que ella no podía pasar por alto. Si fuera más joven, habría deseado acostarse con él. Pero era un Dandolo, y ni la expresión soñadora de sus ojos, la forma de sus pómulos, la anchura de sus hombros ni su manera de andar servían para perdonarlo.
Giuliano hizo todas las acostumbradas observaciones de cortesía sin apresurarse a preguntar por la nueva información, y Zoé siguió el juego, no muy segura de estar disfrutando con ello.
– He descubierto más datos acerca de vuestra madre -le dijo tan pronto como terminaron con los saludos habituales-. Era muy hermosa, pero es posible que eso ya lo sepáis. -Captó el parpadeo de emoción en su semblante, una punzada de dolor demasiado profunda para camuflarla-. Pero lo que tal vez no sepáis es que Maddalena tenía una hermana, Eudocia, también muy bella pero lamentablemente mancillada por el escándalo. -De nuevo advirtió una honda emoción en el veneciano. Era una lástima que ya no pudiera volver a ser joven-. Lo que yo no sabía en la ocasión anterior es que, según el decir de algunos, al llegar a la vejez se arrepintió y se inscribió en una orden sagrada. Desconozco cuál fue, pero puedo averiguarlo. Es posible que aún viva.
– ¿Que aún viva? -Giuliano abrió los ojos.
– Os lo ruego, dejadlo a mi cuidado -dijo Zoé-. Yo cuento con recursos que vos no tenéis, y además puedo actuar con discreción. Os informaré tan pronto como tenga algo seguro.
– Os lo agradezco.
Giuliano le sonrió. Era un hombre apuesto y seguro de sí mismo, dotado de un encanto que manaba de él sin ningún esfuerzo.
– Cuando mi madre murió yo tenía tres años -le dijo a Giuliano, consciente de que le temblaba la voz pero incapaz de dominarla.
– Lo siento mucho -respondió él con una súbita conmoción y una mirada de ternura.
Zoé no deseaba su compasión.
– En efecto. La violaron y la asesinaron. -Al momento deseó no haberle contado aquello. Fue una flaqueza y un error táctico. Giuliano podría calcular el año y las circunstancias de aquel hecho, y deducir que nunca podría fiarse de ella-. Tengo una cosa para vos -dijo a toda prisa en un intento de taparlo-. Lo he encontrado casi por casualidad, de modo que os ruego que no os sintáis obligado a aceptarlo.
Se apartó de Giuliano y fue hasta la mesa sobre la que reposaba la daga que llevaba el emblema de los Dandolo. Retiró la tela azul de seda que la envolvía y se la tendió a Giuliano con la empuñadura por delante y el emblema boca arriba. Bardas lo había hecho a la perfección: parecía vieja y muy usada, en cambio todos sus detalles se apreciaban con claridad.
Giuliano se la quedó mirando unos instantes.
– Tomadla-lo instó ella-. Debéis tenerla vos. Además, ¿de qué va a servirme a mí una daga que lleva un emblema de Venecia?
Giuliano no cometió la torpeza de ofrecerse a pagársela. Ya le haría un regalo que tuviera el valor apropiado, un poco por encima de lo que calculaba que valía aquel puñal.
Lo sopesó en las manos.
– Tiene un equilibrio perfecto -observó-. ¿De dónde ha salido?
– No lo sé -contestó Zoé-. Pero si lo averiguo, os lo diré.
– Os estoy muy agradecido. -No fue muy efusivo, pero el sentimiento que lo embargaba se traslució en su tono de voz, en los ojos, hasta en su postura y en la manera de tocar la daga.
– Llevadla encima-sugirió Zoé en tono natural-, os favorecerá mucho. -Pensaba rezar para que así fuera, se arrodillaría delante de la Virgen y le suplicaría que Giuliano le hiciera caso. Si no era de todos conocido que aquel cuchillo le pertenecía a él, no saldría bien el plan.
– La llevaré. -Giuliano sonrió. Pareció querer agregar algo más, pero cambió de idea y se fue.
Zoé lo vio marcharse con una extraña sensación dolorida en un costado, como si algo se le estuviera escapando de las manos. Ahora no había nada que hacer excepto esperar, dos o tres semanas como mínimo. Tenía que cerciorarse de que otras personas hubieran visto a Dandolo con la daga encima y supieran que era suya.
Aguardó un mes. El tiempo parecía arrastrarse como un animal herido, tirando de los días tras de sí. El calor del mediodía era paralizante, las tardes eran pesadas y silenciosas, las noches eran una máscara capaz de ocultarlo todo, cualquier crujido o pisada podía ser la de un asesino.
Tal como esperaba, Giuliano le envió un regalo: una fíbula para su dalmática. Le gustó más de lo que habría querido. Era de ónice negro y topacio, engastados en oro. No quería lucirla, pero no pudo resistirse. Sus dedos siempre terminaban yéndose solos, porque también era hermosa al tacto. ¡Maldito Dandolo!
Por fin ya no pudo esperar más y mandó llamar a un ladrón del que se había servido en el pasado, cuando sus actos los dictaba la necesidad. Le dijo que la daga le pertenecía a ella y que se la habían robado en un asalto y la habían vendido a Giuliano Dandolo. Ella misma había visto a Dandolo con la daga al cinto y se había dado cuenta de que él desconocía su origen. Se había ofrecido a recomprársela, pero no era de extrañar que él se hubiera negado, dado que llevaba el emblema de su familia. Zoé no había tenido más remedio que recurrir a robársela, igual que se la habían robado a ella.
El ladrón no hizo ninguna pregunta y prometió satisfacer el deseo de Zoé a cambio de un determinado precio.
Seguidamente escribió una carta a Gregorio disimulando la escritura para que pareciera la letra de Dandolo, la cual copió de una carta que le había enviado él para aceptar su invitación. Dijo que había tropezado accidentalmente con un revelador secreto sobre Zoé Crysafés y que estaba dispuesto a informarle del mismo, a condición de que él lo ayudara en cierto asunto diplomático que no iría en detrimento de Bizancio. Firmó con el nombre de Dandolo, también copiado.
Por último envió una carta similar a Giuliano, esta vez diciendo que había llegado a sus oídos que éste tenía interés por saber de Maddalena Agallón, a la cual él había conocido y admirado, y que gustosamente le contaría a Giuliano todo lo que pudiera. Firmó «Gregorio Vatatzés». Conocía sobradamente bien su letra para imitarla sin esfuerzo alguno.
Y después se sentó en el gran sillón rojo bajo las antorchas con la vista perdida en el techo, gozando del momento, con el corazón tan acelerado que apenas podía respirar.
Cuando llegó la noche de la cita entre Gregorio y Giuliano, Zoé estaba asediada por un mar de dudas. Se acercó a la ventana y contempló la oscuridad de la niebla y el leve resplandor de los faroles que recorrían las calles como luciérnagas que se arrastraran por el suelo. ¿Era absurdo hacer aquello? Pobre Zoé Crysafés, que antaño había sido una de las bellezas más rutilantes de Bizancio en el exilio, amante de emperadores, convertida ahora en una vieja chiflada que vagaba por las calles vestida con harapos e intentando matar a la gente.
Fue hasta la gran cruz que colgaba de la pared y la contempló largo rato, resuelta a recuperar la pasión vengativa que superase su debilidad. Los Cantacuzenos habían sido destruidos con Cosmas, los Vatatzés con Arsenio, los Ducas con Eufrosina, el resto no importaba. Sólo quedaba Dandolo, el cual también vería pronto su fin.
Después se acercó al icono de la Virgen María y se arrodilló.
– Santa Madre de Dios, dame fuerzas para llevar a cabo mi misión -suplicó.
Miró el rostro oscuro y orlado de oro, y le pareció que le sonreía. Como si alguien hubiera abierto una compuerta escondida en su interior, la sangre le palpitó en las venas y sus músculos adquirieron la vitalidad de una mujer joven.
Entonces se incorporó, se persignó y salió a la noche sin compañía de nadie, recorriendo las calles con zancadas livianas y ágiles como las de un ciervo. El aire era tibio y la brisa procedente del mar traía aroma a sal. Sólo cuando estuvo a media milla de su casa cayó en la cuenta de que la anciana vestida con harapos que fingía ser con el disfraz que se había puesto no podría caminar de aquella forma. Al doblar una esquina, se encorvó un poco y aminoró el paso. Caminó otra milla despacio, penosamente.
Gregorio tenía que pasar por allí para acudir a la cita con Giuliano. Aquél era el sitio indicado para sorprenderlo, en el barrio veneciano. Había calculado la hora en que debía pasar; tenía que ser justo antes de que pudiera llegar Giuliano. Exactamente. Tocó la daga que llevaba en el cinturón, oculta bajo la capa, y se santiguó otra vez. Ahora tenía que esperar.
De repente oyó que venía alguien por la calle. Eran dos hombres jóvenes, del brazo, borrachos, andando a trompicones y agitando las sombras. Los oyó reír y dar voces y se refugió en el umbral de una puerta.
¿Debería atacar a Gregorio desde atrás, apuñalarlo por la espalda? No, aquello era propio de cobardes. Él sospecharía de alguien que pudiera seguirle los pasos, pero no de una anciana que se encarase con él. Se encorvó un poco más, como si estuviera impedida por la edad.
En aquel momento se oyeron risas en la calle, luces que iban en la otra dirección. Allí, junto a la orilla del mar, la brisa era más salada.
Se acercó otro individuo, un hombre alto que portaba un farol. Zoé reconoció su forma de andar. Entonces avanzó unos pocos pasos más cojeando, mirando apenas su rostro, gimiendo con voz aguda y servil:
– ¿Tenéis unas monedas para una pobre vieja? Que Dios os lo pague…
El hombre se detuvo y se llevó una mano al costado. ¿Iría a coger el dinero, o un arma? No había tiempo para quedarse a esperar. Zoé extrajo el cuchillo de debajo de la capa y, blandiéndolo en alto, se arrojó sobre el hombre al tiempo que le propinaba una patada en la espinilla con toda su alma. Él, a causa de la sorpresa, se inclinó hacia delante, movimiento que Zoé aprovechó para rebanarle la garganta haciendo uso de todas sus fuerzas, ayudada por el propio peso del cuerpo de su víctima, que se había desequilibrado a consecuencia del puntapié. El farol cayó al suelo y se apagó, pero Zoé tenía la vista hecha a la oscuridad. De la garganta del hombre manaba sangre a chorros, caliente y pegajosa, Zoé percibió el olor. El hombre no dejó escapar un solo grito, únicamente emitió un terrible gorgoteo mientras se ahogaba, debatiéndose, intentando hacer presa en Zoé conforme la vida se le iba a borbotones. Alcanzó a aferrarse de su hombro y tiró de sus músculos causándole un dolor similar al de una cuchillada, pero ya estaba perdiendo el equilibrio y arrastrando consigo a su asesina. Ésta se notó caer y terminó chocando contra el suelo. El golpe le causó un violento dolor en el codo que le cortó la respiración.
Pero su víctima estaba aflojando la garra. Zoé no quería que muriera sin saber que lo había matado ella.
– ¡Gregorio! -exclamó con claridad-. ¡Gregorio!
Por un momento el hombre enfocó los ojos en ella y su boca formó una palabra que podría haber sido el nombre de Zoé, pero de pronto su luz se apagó y sus ojos negros como el alquitrán quedaron inexpresivos.
Poco a poco, con todos los huesos doloridos y los músculos agarrotados, Zoé se puso en pie y se volvió con la intención de marcharse. Tenía la visión borrosa y le resbalaban las lágrimas por la cara. No comprendía por qué tenía la sensación de que el vacío no estaba a sus pies, sino dentro de ella misma, y supo con toda certeza que jamás podría volver a llenarlo.