172827.fb2 El Buen Alem?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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PRIMERA PARTEESCOMBROS

1

La guerra lo había hecho famoso. No tanto como a Murrow, la voz de Londres, ni como a Quent Reynolds, en aquel momento la voz de los documentales, pero sí lo suficiente para conseguir primero una prometedora oferta de cuatro artículos para el semanario Collier's y después un pase de prensa para entrar en Berlín. Al final había sido Hal Reidy quien le había encontrado el codiciado pase haciendo malabarismos con las vacantes para reporteros, como si estuviera sentando a los invitados de una cena formal: la United Press junto al servicio de noticias Scripps-Howard, pero en el extremo de la mesa de Hearst, el magnate de la información, quien de todos modos ya había destinado a demasiada gente allí.

– Aunque no puedo hacerte salir antes del lunes. No nos darán plaza en otro avión, y menos ahora que se va a celebrar la conferencia. A no ser que conozca a alguien influyente.

– Sólo te tengo a ti.

Hal sonrió burlón.

– Pues estás en peor forma de lo que creía. Saluda de mi parte al capullo de Nanny Wendt. -Su censor de los viejos tiempos, de antes de la guerra, cuando ambos trabajaban en la emisora de la Columbia, un hombrecillo nervioso y mojigato como una institutriz al que le gustaba retocar con su pluma la copia de las noticias justo antes de que salieran al aire-. El Ministerio de Propaganda e Información Pública -dijo Hal con su tonillo de siempre-. Me pregunto qué habrá sido de él. Goebbels envenenó a sus propios hijos, según tengo entendido.

– No, fue Magda -corrigió Jake-. La gnädige Frau. Con chocolatinas.

– Ya, dulces para los más dulces. Qué gente más agradable… -Le dio a Jake sus órdenes de viaje-. Toma, que lo pases bien.

– Deberías venir conmigo. Es un momento histórico.

– Éste también lo es -dijo Hal señalando otro pliego de órdenes-. Dos semanas más y volveré a casa. Berlín, hay que joderse… Yo estaba impaciente por salir de allí, ¿y tú quieres volver?

Jake se encogió de hombros.

– Será la última gran historia de la guerra.

– ¿Que esos tres se sienten alrededor de una mesa a repartirse el botín?

– No, lo que sucederá después.

– Lo que sucederá es que volverás a Estados Unidos.

– Todavía no.

Hal lo miró.

– Crees que la encontrarás allí -dijo con un tono de voz inexpresivo.

Jake se guardó las órdenes en el bolsillo y permaneció callado.

– Ya ha pasado mucho tiempo, ¿no crees? La vida sigue.

Jake asintió con la cabeza.

– Estará allí. Gracias por esto, te debo una.

– Más de una -repuso Hal sin insistir en el tema-. Tú escribe buenos artículos, y no pierdas el avión.

El avión, sin embargo, llegó a Francfort con horas de retraso y aún permaneció varias horas más en tierra, descargando y dando la vuelta, de modo que ya era media tarde cuando despegaron hacia Berlín. El C- 47 era un transporte militar destartalado y equipado con bancos laterales. Los pasajeros, una partida de periodistas que, igual que Jake, no habían conseguido plaza en vuelos anteriores, tenían que gritarse por encima del ruido de los motores si querían conversar. Jake dejó de intentarlo al cabo de un rato, se reclinó en el asiento y cerró los ojos sin dejar de sentir náuseas cada vez que el avión daba una sacudida en su trayecto hacia el este. Habían estado tomando algo mientras esperaban, y Brian Stanley -el inglés del Daily Express que se había colado en el grupo estadounidense a saber cómo- ya estaba elocuentemente borracho. Casi todos los demás lo seguían muy de cerca: Belser, de la agencia de noticias Gannett; Cowley, que había llevado la oficina de prensa del Cuartel General Supremo de las Fuerzas Expedicionarias Aliadas desde un taburete de la barra del Scribe; y Cimbel, que había seguido a Patton hasta Alemania, igual que Jake. Todos ellos llevaban una eternidad en la guerra, con sus uniformes caquis y su insignia circular de corresponsales. Incluso Liz Yeager, la fotógrafa, que llevaba una enorme pistola en la cadera al más puro estilo vaquero.

Jake los conocía bien a todos, sus rostros eran como alfileres en su personal mapa de la guerra. Londres, después dejar la Columbia en el cuarenta y dos porque quería ver la contienda. El norte de África, donde por fin la presenció y acabó con un fragmento de metralla en el cuerpo. El Cairo, donde se estuvo recuperando y pasó largas noches bebiendo junto a Brian Stanley. Sicilia, desde donde echó de menos Palermo pero donde, de forma sorprenderte, acabó llevándose tan bien con Patton que, más adelante, después de Francia, volvió a unirse a él en su rápido avance hacia el este. Atravesaron Hesse y Turingia a una velocidad, días de avance y retroceso, de esperas intermitentes, al fin una guerra de pura adrenalina. Weimar y después, ya al final, Nordhausen y el campo de Dora, donde todo se detuvo. Allí pasaron dos días observando sin ser capaces de hablar siquiera. Al principio Jake había ido apuntando números, doscientos al día, pero luego también lo dejó. Una cámara filmó para los noticiarios las montañas de cadáveres con huesos protuberantes y genitales de trapo. Los vivos, con sus harapos de rayas y la cabeza afeitada, no tenían sexo.

El segundo día, en uno de los campos de trabajo de esclavos, un esqueleto lo cogió de la mano, se la besó y después se aferró a ella con una gratitud obscena mientras farfullaba algo en eslavo. ¿Polaco? ¿Ruso? Jake se quedó petrificado, intentando no oler, mientras sentía que su mano se combaba bajo el peso de ese fiero apretón.

– No soy soldado -dijo.

Sintió ganas de echar a correr, pero fue incapaz de apartar la mano, avergonzado, atrapado también; la historia que todos habían pasado por alto, la mano que no podías quitarte de encima.

– Una semanita en tu antiguo hogar, ¿eh, chaval? -comentó Brian, haciendo bocina con las manos para que Jake lo oyera.

– ¿Ya habías estado en Berlín? -preguntó Liz con curiosidad.

– Vivió aquí. Fue uno de los chicos de Ed Murrow, encanto, ¿no lo sabías? -explicó Brian-. Hasta que los kartoffel lo echaron. Claro que… echaron a todo el mundo. En realidad no tuvieron más remedio, si te paras a pensarlo.

– ¿O sea que hablas alemán? -preguntó Liz-. Gracias a Dios que alguien habla el idioma.

– Deutsch de Berlín -respondió Brian por él, medio en burla.

– No me importa qué clase de Deutsch sea -repuso ella-, mientras sea Deutsch. -Le dio unas palmaditas a Jake en la rodilla-. Tú no te separes de mí, Jackson -dijo con voz radiofónica, y después añadió-: ¿Cómo era la ciudad?

Sí, ¿cómo era? Como una mordaza que se cerraba lentamente. Al principio todo eran fiestas, días calurosos junto a los lagos y cierta fascinación ante los acontecimientos. Jake se había trasladado allí para cubrir los Juegos Olímpicos de 1936. Su madre conocía a alguien que conocía a los Dodd, y eso le permitió disfrutar de cócteles en su embajada y de un asiento especial en el palco que los diplomáticos tenían en el estadio. Y de la gran fiesta de Goebbels en Pfaueninsel: árboles engalanados con miles de farolillos en forma de mariposas, oficiales pavoneándose por los senderos, borrachos de champán e importancia, vomitando entre los arbustos. Los Dodd estaban horrorizados. Él decidió quedarse. Los nazis proporcionaban titulares, y hasta un corresponsal a tiempo parcial podía vivir de rumores mientras veía cómo la guerra se acercaba un poco más cada día. Cuando firmó con la Columbia, la mordaza ya se había cerrado del todo y los rumores no eran más que pequeñas bocanadas de aire. La ciudad se había contraído tanto a su alrededor que al final acabó siendo un círculo cerrado: desde el Club de Prensa Extranjera de Potsdamerplatz, subiendo por la lúgubre Wilhelmstrasse hasta el ministerio, para asistir a las dos sesiones informativas diarias, y luego más arriba, hasta el hotel Adlon, donde la Columbia tenía una habitación para Shirer y en cuyo bar elevado se reunían a comparar sus notas y contemplar a los oficiales de las SS, que holgazaneaban en la fuente de abajo con sus relucientes botas apoyadas en el borde, mientras las ranas de bronce escupían chorritos de agua en dirección al tragaluz. Después, por el Eje Este-Oeste hasta la emisora, en Adolf Hitler Platz, y las interminables discusiones con Nanny Wendt; más tarde en taxi hasta su casa, un apartamento con el teléfono intervenido y la vigilante mirada de Herr Lechter, el Blockleiter, que vivía en un piso arrebatado a unos desdichados judíos al final del pasillo. No se podía respirar. Pero eso había sido al final.

– Era como Chicago -respondió.

Rotunda, enérgica y pagada de sí misma, una ciudad nueva que intentaba ser antigua. Torpes palacios de estilo guillermino que siempre parecían bancos, pero también chistes irónicos y el olor de la cerveza derramada. Una atmósfera mordaz, como en el Medio Oeste estadounidense.

– ¿Chicago? Pues ahora no se parecerá en nada a Chicago.

Esto último, sorprendentemente, acababa de decirlo el voluminoso civil vestido de traje que en el aeropuerto había sido presentado como congresista del norte de Nueva York.

– No, en nada -repuso Brian con malicia-. Estará todo patas arriba. Aunque, ¿qué no lo está? Todo el país ha quedado arrasado por las condenadas bombas. ¿Le importa que le haga una pregunta? Nunca lo he sabido. ¿Cómo hay que hablarle a un congresista? Quiero decir que si hay que dirigirse a usted con «el honorable».

– Técnicamente sí. Al menos eso es lo que dice en los sobres, pero en realidad sólo utilizamos el «congresista» o el «señor».

– Señor. Muy democrático.

– Sí, lo es -convino el congresista sin ningún sentido del humor.

– ¿Participa usted en la conferencia o ha venido sólo a curiosear? -preguntó Brian, jugando con él.

– No, no participo en la conferencia.

– Entonces sólo viene a ver el raj.

– ¿Qué quiere decir?

– Oh, no se lo tome a mal. Aunque eso es lo que parece, ¿no cree? El Gobierno Militar. Son como pukkah sahibs.

– No sé de qué está hablando.

– La mayor parte del tiempo yo tampoco -dijo Brian en tono afable-. No es más que un pequeño concepto mío. No importa. Tenga, eche un trago -ofreció al tiempo que hacía lo propio, la frente sudada.

El congresista no le hizo caso. Muy al contrario, se volvió hacia el joven soldado que estaba apretado junto a él, un pasajero llegado en el último minuto y sin talego. Un mensajero, tal vez. Calzaba un par de botas de montar altas y sus manos se aferraban al banco como si fueran riendas. Tenía el semblante pálido bajo una profusión de pecas.

– ¿Tu primera vez en Berlín? -preguntó el congresista.

El soldado asintió con la cabeza y se agarró aún con más fuerza al banco; el avión había dado un bandazo.

– ¿Tienes nombre, hijo? -continuó, sólo por charlar.

– Teniente Tully -repuso el muchacho, después tragó saliva y se tapó la boca.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Liz. El soldado se quitó el sombrero. Tenía el pelo pelirrojo y mojado-. Toma, por si acaso -le dijo mientras le daba una bolsa de papel.

– ¿Cuánto falta? -preguntó el chico, casi en un lamento, sosteniendo la bolsa a la altura del pecho con una mano.

El congresista lo miró y apartó involuntariamente la pierna en el apretado espacio que había para no sufrir ningún percance. Al hacerlo, volvió un poco el cuerpo, de modo que se vio obligado a mirar otra vez a Brian.

– ¿Ha dicho que era de Nueva York?

– De Utica, Nueva York.

– Utica -repitió Brian fingiendo que intentaba ubicarlo-. Fábricas de cerveza, ¿verdad? -Jake sonrió. Lo cierto es que Brian conocía muy bien Estados Unidos-. Allí hay bastantes alemanes, si no me equivoco.

El congresista lo miró con disgusto.

– Mi distrito es americano al cien por cien.

Sin embargo, Brian ya se había aburrido de él.

– Lo que usted diga -comentó, y miró para otro lado.

– De todas formas, ¿cómo ha conseguido subir a este avión? Me parece que era sólo para reporteros americanos -insistió el congresista.

– Ahí tienes, una muestra del sentir aliado -le dijo Brian a Jake.

El avión bajó un poco, no mucho más que si descendiera una pendiente en una carretera, pero bastó para que el soldado lo notara y soltara un gemido.

– Voy a vomitar -masculló, y casi no logró abrir la bolsa a tiempo.

– Con cuidado -exclamó el congresista, atrapado.

– Tú sácalo todo -le dijo Liz con voz de hermana mayor-. Eso, enseguida te encontrarás mejor.

– Lo siento -dijo él medio atragantándose, a todas luces abochornado y con aspecto de no ser más que un adolescente.

Liz apartó la atención del chico.

– ¿Llegaste a conocer a Hitler? -le preguntó a Jake, y con su pregunta atrajo la atención de todos, como si corriera una cortina para conferir intimidad al soldado.

– A conocerlo, no. A verlo, sí -contestó Jake-. Muchas veces.

– De cerca, quiero decir.

– Una vez.

Una tarde sofocante, él volvía del Club de Prensa, la calle estaba casi en penumbra, aunque la nueva Cancillería retenía aún las últimas pinceladas de luz del día. Los amplios escalones que bajaban hasta el coche que lo esperaba eran de estilo prusiano moderne. Sólo un ayudante y dos guardias; iba curiosamente desprotegido. De camino al Sportpalast, casi seguro, a pronunciar otra arenga contra los taimados polacos. Se detuvo un segundo cerca del final de la escalera y miró a Jake, en la calle vacía. «Podría meter la mano en el bolsillo -pensó Jake-. Un disparo y pondría fin a todo esto, así de fácil.» ¿Por qué no lo había hecho nadie? Entonces, como si el aire hubiera transportado ese pensamiento igual que un aroma, Hitler alzó la cabeza, olfateó inquieto como una presa y le sostuvo la mirada a Jake. Un disparo. Lo observó un instante, tanteándolo, apenas con un nimio gesto del bigote, alzó la mano en un lánguido heil de despedida y avanzó hacia el coche. Con una sonrisa de satisfacción. Allí no había ningún arma y él tenía cosas que hacer.

– Dicen que tenía una mirada hipnótica -comentó Liz.

– No lo sé. Nunca estuve tan cerca -explicó Jake, cerrando los ojos y haciendo desaparecer así el resto del avión.

Ya no faltaba mucho. Primero iría a Pariserstrasse. Vio la puerta, las pesadas cariátides de arenisca que sostenían el balcón que colgaba sobre la entrada. ¿Qué le diría? Cuatro años. Aunque a lo mejor se había trasladado. No, estaría allí. Sólo unas horas más. Tomarían una copa en el café que había calle abajo, en Olivaerplatz, se pondrían al día, años de historias. A menos que decidieran quedarse en el apartamento.

– ¿Dulces sueños? -preguntó Liz.

Jake se dio cuenta de que estaba sonriendo, ya estaba allí. Berlín. No faltaba mucho.

– Estamos llegando -dijo Brian con el rostro pegado a la minúscula ventanilla-. Dios mío. Tenéis que ver esto.

Jake abrió los ojos y dio un respingo, como un niño. Todos se apretaron en la ventanilla, con el congresista a su lado.

– Dios mío -repitió Brian casi en un susurro, sobrecogido por el panorama-. Joder, Cartago.

Jake miró abajo, a tierra, y de pronto el estómago le dio un vuelco. Se sintió vacío, su entusiasmo desapareció como si se hubiese desangrado. ¿Por qué no lo habían avisado? Ya había visto otras ciudades bombardeadas: Londres, desde tierra, casas adosadas convertidas en ruinas y calles llenas de cristales; después Colonia y Francfort, desde el aire, con sus profundos cráteres y sus iglesias destrozadas. Sin embargo, nada era semejante a aquello. Cartago, una destrucción venida de la Antigüedad. Allí abajo no parecía existir el movimiento. Estructuras de casas, vacías como tumbas saqueadas, miles y miles, y áreas completamente pulverizadas donde ni siquiera se veían muros. Habían llegado desde el oeste sobrevolando los lagos, por lo que Jake sabía que aquello debía de ser Lichterfelde, luego Steglitz y el acceso a Tempelhof, pero los puntos de referencia habían desaparecido bajo cambiantes dunas de escombros. A medida que perdían altura, algunos edificios dispersos fueron tomando forma, destrozados, aunque aún permanecían en pie, unas cuantas chimeneas, incluso un chapitel. Debía de quedar alguna clase de vida. Una nube ocre se cernía sobre toda la ciudad; no era humo, sino una espesa neblina de hollín y polvo de yeso, como si las casas se negaran a marcharse del todo. Aun así, Berlín había desaparecido y los Tres Grandes se habían reunido para repartirse los escombros.

– Bueno, han recibido su merecido -dijo de pronto el congresista con una discordante voz estadounidense. Jake lo miró: un político en un velatorio-. ¿No es así? -insistió en un tono algo desafiante.

Brian volvió la cabeza desde la ventana, despacio, con una mirada llena de desprecio.

– Chaval, todos recibimos lo que merecemos. Al final.

Los alrededores del aeropuerto de Tempelhof estaban destruidos, pero habían limpiado alguna pista y la terminal seguía estando allí. Después de la ciudad cementerio que habían visto desde el aire, el aeropuerto les pareció vertiginoso y lleno de vida, no dejaban de distinguir rostros nuevos mientras desembarcaban. El soldado mareado fue el primero en bajar y salir corriendo a trompicones hacia e! servicio de caballeros, según imaginó Jake.

– ¿Geismar? -Un teniente le tendía una mano-. Ron Erlich, de la oficina de prensa. Vengo a por usted y a por la señorita Yeager. ¿Iba a bordo?

Jake asintió.

– Con todo esto -contestó señalando las maletas que había descargado del avión-. ¿Quiere echarme una mano?

– ¿Qué lleva ahí, su ajuar?

– El equipo -contestó Liz, detrás de él-. ¿Piensa seguir haciendo chistes o va a echarle una mano?

Ron vio entonces el uniforme, con sus inesperadas curvas, y sonrió.

– Sí, señor -dijo, parodiando un saludo militar. Después cogió todas las maletas a la vez como si no requiriera esfuerzo, como si quisiera impresionar a una chica-. Por aquí. -Los condujo hacia el edificio-. El coronel Howley le envía saludos -le dijo a Liz-. Dice que la recuerda de cuando él trabajaba en publicidad.

Liz sonrió con incomodidad.

– No se preocupe. Dígale que le sacaré una fotografía.

Ron le devolvió la sonrisa.

– Me parece que usted también lo recuerda a él.

– Como si fuera ayer. Eh, cuidado con eso. Son objetivos.

Subieron la escalera de la puerta detrás del congresista, que parecía haber encontrado un séquito, y llegaron a la sala de espera, con las mismas paredes de mármol tostado y los mismos techos altísimos de antaño, cuando volar era algo romántico y la gente iba al restaurante del aeropuerto sólo para ver los aviones. Jake apretó el paso para no quedarse atrás. Ron se movía igual que hablaba, abriendo una estrecha senda entre las hordas de militares que aguardaban allí.

– Se han perdido al presidente Truman -comentó-. Se ha ido a la ciudad después de comer. Llevaba a toda la Segunda Acorazada alineada en la Avus, la autopista. Menuda imagen. Siento que su avión se retrasara tanto, seguramente se han quedado sin imágenes de él en la ciudad.

– ¿No estaba en la conferencia? -dijo Liz.

– Todavía no ha empezado. El tío Stalin llega tarde. Dicen que está resfriado.

– ¿Resfriado? -preguntó Jake.

– Cuesta hacerse a la idea, ¿verdad? Truman se ha cabreado, tengo entendido. -Miró a Jake-. Eso es extraoficial, por cierto.

– ¿Qué dice la versión oficial?

– No mucho. Tengo unos comunicados de prensa para ustedes, pero seguramente los tirarán a la basura. Como los otros. De todas formas, no habrá nada que decir hasta que se sienten a la mesa. En el centro de prensa tenemos un horario de sesiones informativas.

– ¿Y dónde está el centro?

– Bajando por la calle que lleva a la sede central del Gobierno Militar. Argentinischeallee -dijo de corrido, como si fuera un nombre de chiste.

– ¿En Dahlem? -preguntó Jake, para ubicarse.

– Todo está en Dahlem.

– ¿Por qué no más cerca del centro de la ciudad?

Ron se lo quedó mirando.

– Porque ya no hay centro.

Estaban subiendo el gran tramo de escaleras que conducía a la entrada principal.

– Como decía, el centro de prensa está justo al lado de la sede central del GM, así que es fácil de encontrar. Su alojamiento también. Le hemos buscado a usted un buen lugar-le dijo a Liz, casi con cortesía-. El horario de las sesiones fotográficas es diferente, pero al menos podrá estar allí. En Potsdam, quiero decir.

– ¿La prensa no? -preguntó Jake.

Ron negó con la cabeza.

– Quieren que las sesiones sean a puerta cerrada. Sin periodistas. Se lo digo ya para no tener que oírle protestar más adelante, como con todos los demás. Yo no hago las normas, así que si quiere quejarse vaya a los que están por encima, a mí no me importa. En el centro haremos cuanto podamos. Todo lo que necesiten. Desde allí pueden realizar envíos, pero sus paquetes pasarán por mí, eso también debe saberlo.

Jake lo miró y se obligó a sonreír. Un nuevo Nanny Wendt, esta vez con chicle y mucho empuje.

– ¿Y qué pasa con la libertad de prensa?

– No se preocupe, tendrá mucho material. Realizaremos una rueda informativa después de cada sesión. Además, todo el mundo habla.

– ¿Y qué hacemos entre esas ruedas informativas?

– Beber, sobre todo. Al menos eso han estado haciendo los demás. -Se volvió hacia Jake-. No es que Stalin se dedique a conceder entrevistas, ¿sabe? Vamos allá -dijo al tiempo que abría las puertas del aeropuerto-. Los llevaré a su alojamiento. Querrán asearse.

– ¿Hay agua caliente? -preguntó Liz.

– Claro. Todas las comodidades del hogar.

Fuera, estaban subiendo al congresista a un Horch requisado con una bandera estadounidense pintada en la puerta. A los demás los montaban en jeeps descubiertos. Más allá se veían las primeras casas, en el cruce, ninguna de ellas intacta. Jake se las quedó mirando y volvió a sentirse vacío. Esta vez ya no era una vista aérea, era mucho peor. Unos cuantos muros en pie, agujereados por los impactos de proyectiles. Montañas de escombros, hormigón y tuberías destrozadas. Había un edificio partido en dos: una tira de papel de pared colgaba de una habitación descubierta y se veían marcas de calcinación en los huecos de las ventanas. ¿Cómo conseguiría encontrarla en aquel lugar? El mismo polvo que había visto desde el avión, suspendido en el aire, oscurecía la luz del atardecer. Allí abajo, además, olía a mampostería mojada y tierra revuelta, como en un solar en obras, y también a algo más. Jake intuyó que eran los cadáveres atrapados aún bajo los escombros.

– Bienvenidos a Berlín -dijo Ron.

– ¿Está todo así? -preguntó Liz en voz baja.

– La mayoría. Si falta el tejado, fueron bombas. Si no, los rusos. Dicen que lo peor fueron los ataques aéreos. Lo volaron todo por los aires, un infierno. -Lanzó las maletas al jeep-. Suban.

– Id vosotros -le dijo Jake a Liz, mirando aún la calle-. Antes quiero hacer una cosa.

– Suba -repitió Ron, era una orden-. ¿Qué cree que va a hacer? ¿Parar un taxi?

Liz miró a Jake a los ojos, después se volvió hacia Ron y le sonrió.

– ¿Qué prisa hay? Llévelo adonde quiera ir, y de camino puede hacerme a mí un recorrido turístico. -Dio unos golpecitos a la cámara que le colgaba del cuello, después se la llevó al ojo y se agachó un poco-. Sonría.

Sacó una foto de Ron con el concurrido Tempelhof al fondo. El teniente miró el reloj, fingiendo que no posaba.

– No tenemos mucho tiempo.

– Sólo una vuelta -insistió Liz mientras pasaba el carrete para hacer unas cuantas fotografías más-. ¿No forma eso parte del servicio?

Ron suspiró.

– Supongo que querrá ir a ver el búnker. Todo el mundo quiere ir al bunker, aunque no haya nada que ver. Además, los rusos no dejan entrar, dicen que está inundado. A lo mejor Adolf anda flotando por allí abajo, quién sabe. Pero, como está en su sector, pueden hacer lo que les dé la gana. -Le devolvió la sonrisa a Liz-. Podemos ir al Reichstag, eso sí. Todo el mundo quiere una fotografía, y a los rusos no les importa.

– Usted manda -repuso ella, y bajó la cámara.

– Si consigo encontrarlo… Sé llegar desde Dahlem, pero…

Liz hizo un gesto con el pulgar hacia Jake.

– Él vivió aquí.

– Pues usted dirige -dijo Ron, encogiéndose de hombros, y ayudó a Liz a subir al jeep-. Puede ir delante. -Otra gran sonrisa.

– Qué suerte, pero no quite las manos del volante. Todo el ejército de Estados Unidos tiene el mismo problema con las manos.

Jake no los escuchaba, los coqueteos no eran más que un rumor inofensivo. Vio que alguien salía de detrás de un montón de escombros. Eran dos mujeres. Las vio buscar un camino con cuidado entre los ladrillos, indiferentes, como si todavía estuvieran conmocionadas por los bombardeos. Llevaban puesto el abrigo a pesar del calor de pleno mes de julio, tenían miedo de dejarlo en casa, en el sótano de ese edificio derruido, donde todo, tal vez incluso ellas, quedaba expuesto a convertirse en posesión de cualquiera. ¿Cómo habrían sido esos últimos meses? Cartago. Puede que también ella estuviera escondida en alguna madriguera como esas mujeres. ¿Dónde? Mientras las contemplaba, Jake se dio cuenta por primera vez de que quizá no lograría encontrarla, de que las bombas debían de haber diseminado también a las personas como si fuesen ladrillos. O tal vez no fuera así. Se volvió hacia el jeep. De pronto estaba impaciente, sentía una urgencia absurda, como si todo lo que pudiera haberle sucedido a ella no hubiese sucedido aún.

Se sentó en la parte de atrás, junto a las maletas de Liz.

– ¿Adonde vamos primero? ¿Al búnker? -le preguntó Ron a Liz, que asintió. Después se volvió hacia Jake-. ¿Por dónde?

No era allí adonde quería ir, pero ya estaba metido en aquello. Un favor a Liz.

– Tuerza a la derecha al final de la calle.

Ron levantó el pie del embrague.

– No se moleste en tomar notas, en realidad todo el mundo dice lo mismo. Un paisaje lunar. Eso es lo que más se oye. Y dientes. Hileras de dientes podridos. Associated Press salió con lo de «muelas putrefactas», aunque a lo mejor a usted se le ocurre algo original. Sea bueno y encuentre algo nuevo.

– ¿Cómo lo describiría usted?

– Yo soy incapaz -repuso Ron, ya sin frivolidad-. Nadie puede. Es… Bueno, usted mismo lo verá.

Jake los condujo hacia el norte por Mehringdamm, pero se vieron obligados a desviarse hacia el este y al cabo de unos minutos ya se habían perdido. Las calles estaban bloqueadas o eran impracticables, todo el mapa había sido trazado de nuevo por los escombros. A los cinco minutos de intentar regresar volvieron a perderse. Mientras se abrían camino entre las ruinas, Ron se volvía para mirar a Jake como si fuera una brújula estropeada, hasta que, por suerte, otro desvío los dejó de nuevo en Mehringdamm. Esta vez era un tramo despejado que los llevó hasta el Landwehrkanal, una ruta más sencilla de seguir, el canal, que las imprevisibles calzadas. Sólo las calles principales tenían carriles practicables, las demás habían quedado reducidas a sinuosos senderos, si es que había alguno visible. Berlín, una ciudad plana, tenía por fin relieves, nuevas colinas de ladrillos. No había vida. Jake vio por un instante a unos niños saltando como grillos por encima de los escombros, y luego una escena de trabajo, mujeres que recogían ladrillos con pañuelos anudados a la cabeza para protegerse del polvo. Por lo demás, las calles estaban desiertas. El silencio lo desconcertaba. Berlín siempre había sido una ciudad ruidosa, los trenes elevados del S-bahn rugían sobre sus puentes de caballetes, las radios resonaban con sus interferencias en los patios de los edificios, los coches chirriaban al frenar en los semáforos en rojo, los borrachos discutían. De pronto lo único que se oía era el motor del jeep y el espeluznante rechinar de una solitaria bicicleta que iba delante, nada más. Un silencio de ultratumba. Por la noche estaría oscuro como boca de lobo, como la cara oculta de la luna. Ron tenía razón: los inevitables clichés.

En el Landwehrkanal había un poco más de actividad, pero también el hedor era más intenso, olía a cloaca y a los cadáveres que aún flotaban en el agua. Los rusos llevaban dos meses en la ciudad. ¿A tantos habían tenido que sacar del canal? Sin embargo, allí seguían, cuerpos atascados en los montículos de los puentes derruidos, o simplemente flotando boca abajo en mitad del canal, sostenidos sólo por el agua estancada. Liz había dejado la cámara y se tapaba la boca con un pañuelo para evitar el olor. Ninguno de ellos decía nada. En la otra orilla, la Hallesches Tor había desaparecido.

Siguieron el canal hacia el puente de Potsdam, por el que se podía circular. En uno de los puentes peatonales, Jake vio hombres por primera vez. Arrastraban los pies y vestían uniformes grises de la Wehrmacht, aún en retirada.

No pudo evitar rememorar aquella tarde en que había visto los vehículos de transporte que partían hacia Polonia, una gran exhibición pública que bajó por Unter den Linden, caras de mandíbulas cuadradas salidas de un noticiario. Esta vez los rostros tenían una expresión vacía, no estaban afeitados, eran casi invisibles; las mujeres simplemente caminaban a su alrededor sin dirigirles la mirada.

Por fin encontró puntos de referencia: el Reichstag a lo lejos y, allí, en Potsdamerplatz, los restos irregulares de los grandes almacenes Wertheim. Wertheim ya no existía. Un camión carbonizado yacía a un lado de la calzada, apartado, aunque el único tráfico que podía bloquear eran unas cuantas bicicletas y unos soldados rusos en un carro tirado a caballo. El cruce, antaño concurrido, irradiaba ahora cierto aire de película muda sin su acostumbrado ajetreo. En lugar de eso, todo sucedía como a cámara lenta, incluso las bicicletas avanzaban con miedo a pinchar y el carro se movía con pesadez por una calle tan desierta como la estepa. ¿Cuántas noches de bombardeos habían hecho falta? Cerca del camión había una familia sentada en unas maletas, mirando hacia la calle. Quizá acababan de llegar a Anhalter Station y esperaban a un autocar fantasma, o puede que estuvieran demasiado cansados y desorientados para seguir.

– Es imposible no sentir lástima por esos pobres idiotas -dijo Ron-. Imposible.

– ¿Por quiénes, los alemanes? -preguntó Liz.

– Sí, ya lo sé. Aun así…

Torcieron por Wilhelmstrasse. El nuevo Ministerio del Aire de Goering, o su estructura, había sobrevivido, pero el resto de la calle, esa larga hilera de ostentosos edificios gubernamentales, yacía en montículos carbonizados. Los ladrillos se derramaban por la calle como salidos de heridas abiertas. Allí había empezado todo.

Cerca de la Cancillería se había reunido un grupo de gente; unos inesperados fogonazos de lámparas de flash. Aplausos dispersos.

– Mira, es Churchill -dijo Liz al tiempo que cogía la cámara-. Pare.

– Supongo que todo el mundo quiere hacer el recorrido turístico -comentó Ron, fingiendo aburrimiento pero sin dejar de mirar hechizado hacia el edificio.

Jake bajó. En ese mismo lugar había visto a Hitler sonriendo. Esta vez era Churchill, con un fresco uniforme de verano y el puro apretado entre los dientes, rodeado de reporteros. Brian estaba junto a él. ¿Cómo había llegado tan deprisa? Sin embargo, Brian tenía una legendaria habilidad para aparecer de repente en cualquier sitio como por arte de magia. Churchill se había detenido en los escalones de la entrada, desconcertado por el aplauso. Levantó dos dedos haciendo la señal de la victoria, un acto reflejo, pero enseguida los bajó, aturdido, de súbito consciente de dónde se encontraba. Jake miró a los reunidos. Los que aplaudían eran soldados británicos. Los alemanes habían permanecido en silencio y después se alejaron, abochornados quizá por su propia curiosidad, como el que se detiene a mirar en un accidente. Churchill frunció el ceño y se apresuró al coche.

– Vamos a echar un vistazo -dijo Jake.

– ¿Es que han perdido el juicio? ¿Quieres dejar un jeep lleno de cámaras?

El coche de Churchill se estaba alejando, y la muchedumbre se iba con él. Ron encendió un cigarrillo y se reclinó en el asiento.

– Vayan ustedes, yo guardaré el fuerte. Tráiganme un souvenir, si es que queda algo.

En la entrada había unos guardias rusos, mongoles achaparrados armados con fusiles que no parecían más que una exhibición de fuerza, ya que la gente entraba y salía a voluntad y, en cualquier caso, tampoco había nada que custodiar. Jake dejó pasar primero a Liz al vestíbulo de la entrada, con su techo derrumbado, y después la acompañó por la alargada sala de recepciones. Había soldados rondando por todo el edificio, y entre todo aquel caos rebuscaban medallas, algo que llevarse consigo. Las grandes arañas de techo yacían por los suelos, una de ellas colgaba todavía a unos metros por encima de los destrozos. No habían limpiado nada. En cierto sentido era más espantoso que el desastre provocado fuera por el bombardeo: la furia visible del asalto final, una orgía de destrucción. Muebles hechos pedazos, tapicerías desgarradas a tajos de bayoneta, cuadros rajados. Cajones saqueados y luego tirados por ahí. En el despacho de Hitler habían volcado el gigantesco escritorio de mármol y habían desconchado los bordes para llevarse fragmentos como recuerdo. Por todas partes había papeles marcados por huellas de botas lodosas. Las inquietantes pruebas del pillaje. La horda mongola. Jake imaginó a los guardias de fuera soltando alaridos mientras recorrían esas salas a la carrera, devastando y apoderándose de cuanto podían.

– ¿Qué crees que será esto? -preguntó Liz sosteniendo en alto un puñado de tarjetas, papeles en blanco con los bordes dorados y el águila nazi y la esvástica grabadas arriba.

– Invitaciones.

Tocó una. El Führer solicita su presencia. Color sepia. Cajas llenas de tarjetas. Suficientes para toda la eternidad.

– Igual que la señora Astor -dijo Liz, guardándose unas cuantas en el bolsillo-. Mejor es esto que nada, ¿no te parece?

– Vamos -dijo él, nervioso entre aquel destrozo.

– Deja que saque unas cuantas fotos -repuso ella mientras enfocaba la sala.

Dos soldados estadounidenses, al oír hablar inglés, se acercaron a Liz ofreciéndole su cámara.

– Eh, ¿le importaría sacarnos una?

Liz esbozó una gran sonrisa.

– Claro que no. ¿Allí, junto al escritorio?

– ¿Puede sacar también la esvástica?

Había una enorme esvástica ornamental caída boca abajo en el suelo. Ambos pusieron una pierna encima, uno le pasó el brazo al otro por el hombro y sonrieron a la cámara. Niños.

– Otra -dijo Liz-. La luz no es muy buena. -Presionó el obturador y luego miró la cámara-. ¿De dónde la habéis sacado? No había visto ninguna de éstas desde la guerra.

– ¿Me toma el pelo? Prácticamente las regalan. Pruebe en el Reichstag. Con un par de botellas de Canadian Club le bastará. Acaba de llegar, ¿verdad?

– Hace sólo un rato.

– ¿Qué le parece si la invito a una copa? Podría enseñarle la ciudad.

– Bueno, pero ¿qué diría tu madre?

– ¡Eh!

– Tranquilo -dijo Liz, sonriendo, y luego señaló con la cabeza en dirección a Jake-. Además, a él no le sentaría muy bien.

El soldado lo miró y le guiñó un ojo a la fotógrafa.

– A lo mejor la próxima vez, preciosa. Gracias por la foto.

– Apunta ésa para los anales -le dijo Liz a Jake mientras los soldados se alejaban-. Jamás pensé que intentarían ligarme en el despacho de Hitler.

Jake la miró con sorpresa, no se le había ocurrido que pudieran estar ligando con ella. De pronto vio que, cubierta de la mugre del combate y directa como era, Liz resultaba atractiva.

– Preciosa -repitió, divertido.

– ¿Dónde está el bunker?

– Allí, supongo.

Señaló por una ventana hacia el oscuro patio, donde un grupo de soldados rusos montaba guardia. Un pequeño cobertizo de hormigón y una parcela de tierra vacía y llena de piedras. Los rusos estaban echando de allí a los dos soldados estadounidenses, pero los muchachos ofrecieron cigarrillos a todos hasta que los guardias se hicieron a un lado para dejarles sacar una fotografía. Jake pensó en Egipto, en aquel valle de búnkeres donde se habían hecho enterrar los faraones, enamorados de la muerte. Sin embargo, ni siquiera ellos se habían llevado consigo toda su ciudad.

– Dicen que al final se casó con ella -comentó Liz.

Mientras los rusos enloquecían en las calles, en el último instante.

– Esperemos que para ella significara algo.

– Siempre significa algo -repuso Liz en voz baja, y luego lo miró-. Ya volveré otro día. Veo que no estás de humor.

«Todo el mundo quiere ir al bunker», había dicho Ron. El último acto, hasta la macabra boda y, por fin, demasiado tarde, ese único disparo. Ahora era una historia para las revistas. ¿Tuvo flores Eva? Un brindis con champán antes de sacrificar al perro y de que Magda asesinara a sus hijos.

– No es un santuario -dijo Jake, que seguía mirando por la ventana-. Deberían demolerlo.

– Después de que le haya sacado una fotografía -dijo Liz.

Regresaron a la penumbra de la larga sala de recepciones. Allí estaban de nuevo las sillas destrozadas por las bayonetas, con el relleno saliéndose por los rotos. ¿Por qué se habían ensañado así los rusos? ¿Había sido una especie de lección bárbara? ¿Qué había que aprender de ella? Los dos soldados estadounidenses se hacían fotografías como alegres turistas junto a las arañas caídas. Cerca de la pared había un montoncito de medallas sacadas de los cajones. Cruces de Hierro. Al inclinarse para recoger una -un souvenir para Ron-, Jake se sintió como un sepulturero escarbando entre restos mortales.

Esa sensación de incomodidad lo siguió por las calles. Las montañas de escombros ya no eran un paisaje impersonal, sino el Berlín que él había conocido. También una parte de su vida había quedado arrasada. En la esquina se veía Unter den Linden, gris de ceniza. Incluso el Adlon había sido bombardeado.

– No -corrigió Ron-. Lo incendiaron los rusos después de la batalla. Nadie sabe por qué. Seguramente estarían borrachos.

Apartó la mirada, aunque ¿qué era un solo edificio en comparación con todo lo demás, todas esas manos que no podías quitarte de encima? La puerta de Brandeburgo seguía en pie al otro lado de la plaza, pero la cuadriga se había salido de su montura, un carro volcado en plena carrera. Banderas rojas y carteles con la efigie de Lenin cubrían las columnas y ocultaban algunos agujeros de proyectil. Cuando cruzaron hacia el Tiergarten, vieron una gran muchedumbre reunida alrededor del Reichstag: soldados estadounidenses que intercambiaban sus botellas de Canadian Club, soldados rusos que examinaban relojes de pulsera. Algunos alemanes, como las dos mujeres que habían visto cerca de Tempelhof, llevaban abrigos pese al calor de la tarde, seguramente para esconder lo que fuera que habían ido a vender. Cigarrillos, alimentos enlatados, antiguos relojes de porcelana. El nuevo Wertheim. Unas cuantas muchachas con vestidos de verano iban colgadas del brazo de unos soldados. Los soldados posaban para sacarse una foto frente al Reichstag, con sus paredes carbonizadas cubiertas de pintadas en cirílico, otra parada obligada en el nuevo circuito turístico.

En el parque, Jake se quedó sin aliento. Los edificios eran bajas esperables en cualquier guerra, igual que los soldados, pero los árboles también habían desaparecido. Todos. El frondoso bosque del Tiergarten y las sinuosas sendas con sus curiosas estatuas medio escondidas se habían quemado y habían quedado convertidos en un extenso campo repleto de basura, oscuros tocones carbonizados y el metal retorcido de las farolas. El jeep se dirigía al oeste por el Eje, y a lo lejos, más allá de Charlottenburg, los últimos rayos del sol enrojecían el cielo, de modo que por un momento Jake imaginó los incendios ardiendo aún e ilumi nando la noche para guiar a los bombarderos. Un fragmento de uno había caído en el parque y una única hélice sobresalía clavada en la tierra, un despojo surrealista, como esos viejos frigoríficos y esas partes de tractor oxidadas que a veces se ven en los patios delanteros de las granjas pobres.

– Por Dios santo -dijo Liz-. Míralos.

Un paisaje repleto de gente que se movía despacio a su alrededor. Maletas. Prendas de ropa convertidas en hatillos. Unas cuantas carretillas y cochecitos de bebé. Movimientos exhaustos, un paso cada vez. Ancianos y familias sin equipaje. «Desplazados», el nuevo eufemismo. Nadie les suplicaba ni les gritaba nada, sólo avanzaban penosamente junto a ellos. ¿Adonde irían? ¿Al sótano de unos parientes? ¿A otro campo, un despioje y un cuenco de sopa, sin dirección futura? Personas estupefactas al encontrar en pleno centro de la ciudad una devastación mayor que la que acababan de dejar atrás. Aun así, avanzaban hacia algún lugar, una expedición de supervivientes como los de los grabados antiguos, vagando por el paisaje arrasado de la guerra de los Treinta Años.

«No debía haber terminado así», pensó Jake. Sin embargo, ¿qué había esperado? ¿Desfiles? ¿Un Berlín tan animado como siempre, ahora que habían quitado de en medio a los nazis? ¿Cómo sí no? Lo extraño era que jamás había imaginado que habría un final. La vida después de la guerra no había existido para él, tan sólo una historia que lo llevaba a la siguiente, y luego a otra más. De pronto tenía ante sí la última, ¿qué sucedería cuando se hubiera acabado? «Volverás a Estados Unidos», había dicho Hal. Adonde hacía diez años que no iba. En lugar de eso había regresado a Berlín, un desplazado más en el Tiergarten. Sólo que él iba en un jeep y pasaba a toda velocidad junto a los rezagados, con una chica descarada que sacaba fotografías y un chófer que encendía otro cigarrillo que para ellos valía lo mismo que una comida. Todas aquellas personas se limitaban a mirarlos sin expresión y seguían andando. Con un repentino estremecimiento, Jake se dio cuenta de que lo que veían en él era un conquistador, uno de esos fogosos adolescentes en busca de souvenirs, y no un berlinés que regresaba a casa. También esa ilusión había desaparecido ya, igual que todo lo demás.

Sin embargo, tenía que quedar algo. Años de su vida. La gente sobrevivía, incluso a aquélla. Le dijo a Ron que torciera por la columna de la Victoria y los llevó hacia las torres de fuego antiaéreo del zoo mientras seguía inventariando mentalmente todo lo que faltaba. La iglesia del Káiser Guillermo, cuyo chapitel había volado por los aires. El café Kranzler's hecho pedazos. Ahora se veía a más gente. La Kurfürstendamm destrozada aunque reconocible. Los aparadores y los escaparates de las aceras no tenían cristales, pero sí algún que otro edificio, los ganadores de la ruleta del bombardeo. A lo lejos, a la izquierda, Fasanenstrasse.

– Eso no nos queda de camino -dijo Ron.

– Ya lo sé, pero quiero ver una cosa -repuso Jake con la voz crispada, expectante.

A la derecha, después de la iglesia de San Luis, una ruta que habría podido seguir con los ojos vendados después de todas esas noches de caminar a oscuras, la ciudad oculta a los aviones enemigos. Como ya no había castaños, la calle irradiaba una especie de resplandor antinatural, despejada hasta Olivaerplatz.

– Pare aquí -dijo de repente.

Habían pasado de largo porque allí no había nada. Por un momento Jake se quedó mirando sin saber dónde, después bajó del jeep y caminó despacio por la montaña de escombros. Nada. Cinco pisos derrumbados; la fachada marrón claro yacía ahora en losas. Incluso la pesada puerta de hierro forjado y cristal había volado por los aires. Buscó como un loco las cariátides a su alrededor. Ni rastro. Había un lavamanos en lo alto de uno de los montones de yeso destrozado.

– ¿Es aquí donde vivías? -preguntó Liz con una voz que sonó estridente en medio de la calle desierta.

Jake oyó el clic de la cámara.

– Yo no -repuso-. Otra persona.

Sólo habían estado allí unas cuantas veces, cuando Emil no iba a estar. Por la tarde, las frondosas ramas de fuera dibujaban formas en las cortinas corridas. Las sábanas mojadas de sudor. El le tomaba el pelo porque, después de hacerlo, se tapaba con la sábana hasta los pechos, aunque su cabello yaciera todavía enredado y húmedo sobre el cojín, tan ilícito como el calor de la tarde en esa habitación en la que no debían estar, juntos.

– Antes no te importaba.

– Eso era antes. No puedo evitarlo, soy recatada. -Lo había mirado a los ojos y después se había echado a reír, una risa de cama, íntima como una caricia. Se había vuelto de lado-. ¿Cómo puedes hacer bromas?

El se había dejado caer a su lado.

– Se supone que es divertido.

– Divertido para ti -había dicho ella con una mano en la mejilla de él, pero sonreía, porque el sexo era un juego, formaba parte de la aventura, de su secreto.

Al principio, antes de la culpabilidad.

Jake avanzó por un estrecho sendero que encontró entre los escombros. A lo mejor aún vivía alguien en el sótano, pero el camino no llevaba a ninguna parte. No había más que cascotes y ese olor empalagoso. ¿De quién sería el cadáver? Vio un poste con un trozo de papel sujeto entre varios pedazos de yeso, como si fuera una lápida. Se inclinó para leerlo. Frau Dzuris, la señora oronda de la planta baja, seguía con vida y se había trasladado a una calle de Wilmersdorf que Jake no conocía. «Frau Dzuris reside ahora en…», lenguaje pomposo y formal de tarjeta de visita. Sacó su cuaderno de notas y apuntó la dirección. Una mujer agradable y con debilidad por los pasteles de semillas de amapola cuyo hijo trabajaba en Siemens e iba a comer con ella todos los domingos. Las cosas que se recuerdan. Regresó al jeep.

– ¿Nadie en casa? -preguntó Ron.

Jake se detuvo, pero luego lo dejó correr y se limitó a menear la cabeza.

– Aquí no, al menos. -Pero sí en algún otro lugar-. ¿Cómo se puede encontrar a alguien? ¿En medio de todo esto?

Ron se encogió de hombros.

– Preguntando por ahí. Hablando con los vecinos. -Jake miró a la calle vacía-. O por los tablones de anuncios. Los encontrará en muchas esquinas. «Se solicita información sobre el paradero de…» Ya sabe, como en un club de corazones solitarios. -Ron vio entonces la expresión de Jake-. No sé cómo -dijo, aún en un tono despreocupado-, pero la gente se encuentra. Los que siguen con vida.

Un silencio incómodo. Liz, que había estado mirando a Jake, se volvió hacia Ron:

– ¿Lo crió su madre o ha llegado a ser así usted solito?

– Lo siento -le dijo a Jake-. No pretendía…

– Déjelo -dijo Jake, con desaliento.

– ¿Es esto lo que quería ver? Se está haciendo tarde.

– Sí, era esto -respondió Jake mientras subía de nuevo al jeep.

– Muy bien, pues a Dahlem.

Jake miró una última vez los escombros. ¿Por qué había esperado que quedara algo en pie? Un cementerio.

– ¿De verdad hay agua caliente? Me muero por darme un baño.

– Eso es lo que dice todo el mundo -repuso Ron, de nuevo alegre-. Después. Es por este polvo.

Los habían alojado en una gran villa de Gelferstrasse, una calle de las afueras que quedaba detrás del cuartel general de la Luftwaffe, en Kronprinzenallee, donde se había instalado el Gobierno Militar. Los edificios de la Luftwaffe eran del mismo estilo que el ministerio de Goering: mampostería gris y de líneas rectas, aquí con águilas decorativas que sobresalían de las cornisas prestas a alzar el vuelo, aunque el recinto estaba repleto de banderas estadounidenses que ondeaban en los tejados y en las antenas de los coches que bordeaban el camino de la entrada. Aquella zona también había sufrido daños, había solares calcinados que antaño habían sido casas, pero no era nada en comparación con lo que acababan de ver. Gelferstrasse, en concreto, estaba en bastantes buenas condiciones. Era una calle casi apacible y refrescada aún en parte por la sombra de los árboles.

Jake nunca había pasado mucho tiempo en Dahlem. Sus calles tranquilas y alejadas del centro le recordaban a Hampstead. Sin embargo, la sensación de alivio que sintió al ver casas en pie, con sus tradicionales tejados de tejas y sus aldabas de latón, hizo que le pareciera más familiar de lo que era. La mayoría de las ventanas seguían sin cristales, pero ya habían limpiado los añicos de la calle. Todo estaba recogido, por fin los abandonaba el hedor que los había acechado por toda la ciudad; la limpieza general también se había ocupado de los cadáveres.

La villa era un edificio de tres pisos de estuco amarillo pálido, no tan suntuosa como las mansiones millonarias de Grunewald, pero sí sólida, seguramente hogar de algún profesor del Instituto Káiser Guillermo, a unas pocas calles de distancia.

– He tenido que darle al congresista la habitación principal -dijo Ron, como si fuera un posadero, mientras los acompañaba al piso de arriba-, pero al menos no tendrán que compartir cuarto. Puedo trasladarla más adelante -le dijo a Liz-. Ese hombre sólo estará aquí unos días.

– Un ataque relámpago, ¿eh? -comentó Liz.

– Nadie se queda mucho tiempo. Sólo el personal del GM, y están todos en la segunda planta. Un piso más arriba. Por cierto, la cena se sirve a las siete.

– ¿Dónde se hospedan los soldados rasos?

– Por todas partes. La mayoría en barracones en la antigua fábrica de Telefunken. Algunos en Onkel Toms Hütte -explicó Ron, pronunciando a la inglesa.

– ¿La cabaña del tío Tom? -dijo Liz, divertida-. ¿Desde cuándo?

– Desde siempre. La población se llama así. Supongo que les gusta el nombre.

La habitación de Jake debía de haber pertenecido a la niña de la casa. Tenía una cama individual con una colcha de chenilla rosa, papel de flores en las paredes y un tocador con un espejo redondo y un faldón rosa con volantes. Incluso los cortinajes para ocultar la luz estaban forrados de rosa.

– Qué monada.

– Sí, bueno -repuso Ron-. Como le decía, podremos cambiarlo dentro de unos días.

– No importa. Tendré pensamientos virginales.

Ron esbozó una sonrisa.

– Eso es algo que no tendrá que preocuparlo en Berlín. -Se volvió hacia la puerta-. Deje cualquier cosa para lavar encima de la silla. Más tarde lo recogerán.

Cerró la puerta y desapareció.

Jake se quedó mirando aquella habitación con volantes. ¿Que lo recogerían más tarde? ¿Quiénes? Un personal doméstico para recoger y transportar cosas, el botín de la victoria. ¿Qué habría sucedido con esa niña a quien habían arrebatado su nidito rosa? Dio unos pasos hacia el tocador con tablero de cristal. Aún se veía un rastro de polvo, pero por lo demás estaba limpio. Fue abriendo los cajones para pasar el rato, todos vacíos salvo por unas cuantas postales de Viktor Staal con agujeros de alfileres en las esquinas; seguramente había dejado de ser su amor platónico. Sin embargo, al menos la niña había tenido tiempo de dejar su habitación. ¿Y Lena? ¿Había recogido ella sus frascos de perfume y sus polveras, había tenido la suerte de lograr salir a tiempo o había permanecido allí hasta que el techo se derrumbó?

Encendió un cigarrillo y caminó hacia la ventana desabrochándose la camisa. En el patio de abajo había habido una huerta, pero sus surcos se habían convertido en un lodazal, Jake supuso que pisoteados por soldados rusos en busca de alimento. Aun así, allí se podía respirar. A sólo unos kilómetros de distancia, la ciudad herida había empezado a desvanecerse, olvidada gracias a los árboles y las casas de las afueras, igual que un anestésico amortigua el dolor. Debería haber tomado notas, pero ¿qué había que decir? La historia ya había sucedido. Edificio a edificio, según parecía, ancianos y adolescentes habían disparado desde todas las puertas. ¿Por qué habían opuesto resistencia? Porque esperaban a los estadounidenses, le habían dicho. A cualquiera menos a los rusos. «La paz será peor…» La última advertencia de Goebbels, la única que se había cumplido. Y, entonces, la locura final. Calles enteras incendiadas. Se habían visto patrullas errantes de las SS colgando de farolas a los desertores, apenas niños. Para dar ejemplo. En los campos habían matado a gente hasta el último momento. En la capital se habían vuelto incluso contra los suyos. Ya no era una guerra, era sed de sangre.

Hacía dos meses que Jake no recogía una historia de verdad, desde los campos. Había estado esperando a Berlín, pero de pronto tenía la sensación de que Berlín también lo derrotaría, que todo lo que escribiera terminaría en los paisajes lunares y los dientes podridos de Ron, intentos fallidos. Se había quedado sin palabras. «Personalízalo. No hables de miles de personas, sólo de una.» Ella había estado allí. No era demasiado descabellado esperar encontrar a una sola superviviente. Miró de nuevo al jardín. Cerca de un cobertizo, en la parte de atrás, una anciana de pelo cano tendía la colada mojada en una cuerda improvisada. Una Hausfrau.

– Pero ¿qué vas a hacer? -le había dicho Jake-. Ven conmigo, lo prepararé todo. Te sacaré de aquí.

– Sacarme… -había repetido ella, rechazándolo, como si la sola palabra fuese ya improbable. Después había sacudido la cabeza-: No, es mejor así. -Sentada en su tocador, todavía en enaguas, de nuevo impecable, las uñas rojas-. Seré una Hausfrau -había dicho casi con alegría mientras se ponía carmín-. Una buena Hausfrau alemana. -Y entonces había mirado al suelo-. No esto, todas estas mentiras.

– No son mentiras -había sido la contestación de Jake, con las manos sobre sus hombros.

Ella lo había mirado a la cara en el espejo.

– Mentiras para él.

La anciana de pelo gris de abajo lo había descubierto mirando por la ventana. Vaciló, después inclinó la cabeza en un gesto servicial y recogió la cesta de mimbre. Jake la contempló atravesar el patio lodoso. «Personalízalo.» ¿Cómo había sido la guerra de esa mujer? A lo mejor había sido una de las fieles, a lo mejor había gritado a pleno pulmón en el Sportpalast, y ahora le hacía la colada al enemigo. O puede que no fuera más que una Hausfrau con suerte de haber conservado la vida. Jake fue hasta la cama y se quitó la camisa. De todos modos, ¿qué importaba? Eso eran historias de los perdedores. En Estados Unidos querían el glamour de la conferencia, a Truman haciendo chanchullos con Stalin, el gran mundo que habían ganado, y no los escombros y las personas sin futuro que vagaban por el Tiergarten.

Acabó de desnudarse y se envolvió una toalla alrededor de la cintura. El baño estaba al final del pasillo. Abrió la puerta y se encontró una nube de vapor y una exclamación de sorpresa.

– Oh.

Liz estaba en la bañera, sus pechos apenas rozaban el agua jabonosa y se había apartado el pelo mojado de la cara.

– ¿Es que no sabes llamar?

– Lo siento, es que… -dijo Jake, pero no se movió.

Vio cómo Liz se dejaba resbalar dentro del agua para taparse; su piel era tan rosada como los volantes del tocador.

– ¿Ya has echado un buen vistazo?

– Lo siento -repitió él, azorado.

Un cuerpo suave de mujer, sin su uniforme ni su funda de pistola, que ahora colgaban de una percha.

– No importa -dijo Liz, sonriendo, veterana de las tiendas compartidas y las letrinas de campaña-. Mientras no te quites la toalla. Salgo dentro de un segundo.

Hundió la cabeza en el agua para aclararse, luego se alisó el pelo hacia atrás y alcanzó una toalla.

– ¿Piensas darte la vuelta o quieres un espectáculo de cabaret?

Jake le dio la espalda mientras salía de la bañera. Un chapoteo en el agua y susurros de tela, sonidos íntimos en sí mismos.

– Supongo que debería tomármelo como un cumplido -soltó Liz, envolviéndose en una bata-. Antes no te habías fijado.

– Claro que sí -repuso Jake, aún de espaldas.

– Conque sí… -Jake oyó el agua que se colaba a borbotones por el desagüe-. Muy bien, ya estoy decente.

Se había envuelto el pelo con un pañuelo de seda a modo de toalla. Jake la miró y después ladeó la cabeza como el joven soldado estadounidense de la Cancillería.

– ¿Qué le parece si la invito a una copa?

– ¿Vestida? No puedo, tengo una cita.

– Qué rápida. ¿No será con el joven Ron?

Liz sonrió.

– No sabría de dónde sacar los ánimos. -Se hizo un turbante con el pañuelo de la cabeza-. Son negocios. Tengo que reunirme con un tipo. Otro día te tomo la palabra. -Hizo un gesto en dirección a la bañera-. Será mejor que abras el grifo. Tarda un rato.

Recogió sus cosas del taburete y luego se sentó.

– ¿Piensas quedarte?

– Jake, dime una cosa. Todo eso de esta tarde… ¿Quién era ella?

– ¿Por qué ella?

– Porque era una mujer. ¿Cuál es la historia? Sabes que acabaré sonsacándotelo.

– No hay ninguna historia -respondió él mientras abría los grifos-. Volvió con su marido.

– Ah -dijo Liz-, esa clase de historia. ¿Te dejó?

– Me fui de Berlín. A petición del doctor Goebbels. Tenía un problema de actitud.

– Apuesto a que sí. ¿Cuándo fue eso?

– En el cuarenta y uno. Me hizo un favor, supongo. Unos meses más y habría quedado atrapado. -Hizo un gesto con la mano para abarcar toda la ciudad-. En todo esto.

– O sea que sólo quedó atrapada ella.

Jake la miró un instante, luego siguió regulando los grifos.

– Se quedó con su marido -se limitó a repetir él.

– Yo no lo habría hecho -dijo ella, intentando sonar informal, una tímida disculpa-. ¿Quién era él? ¿Uno de la raza superior?

Jake sonrió para sí.

– No tan superior. Era profesor, en realidad. Catedrático.

– ¿De qué?

– Liz, ¿a qué viene todo esto?

– Es por darte conversación. No suelo pillarte en desventaja muy a menudo. Un hombre sólo habla cuando no lleva puestos los pantalones.

– Eso es cierto. -Jake se detuvo un momento-. De matemáticas, ya que lo preguntas.

– ¿De mates? -dijo ella, riendo a medias, verdaderamente sorprendida-. ¿Una lumbrera? No es muy sexy.

– Debía de serlo. Se casó con él.

– Y se acostaba contigo. Matemáticas. No sé, podría entenderlo si fuera un monitor de esquí o algo así…

– De hecho, esquiaba. Así se conocieron.

– ¿Ves? -repuso ella, bromeando-. Lo sabía. ¿Dónde sucedió?

Jake la miró con fastidio. Otro artículo de revista femenina, un encuentro en las laderas, tan sugerente como la última copa de champán de Eva Braun.

– No lo sé, Liz. ¿Acaso importa? No sé nada sobre su matrimonio. ¿Por qué habría de saber algo? Se quedó con él, eso es todo. A lo mejor creía que ganarían la guerra. -Lo último que pensaba ella. ¿Por qué lo había dicho? Jake cerró los grifos, molesto consigo mismo esta vez-. Ya tengo el baño listo.

– ¿Estabas enamorado de ella?

– Esa no es una pregunta de reportera.

Liz lo miró y asintió con la cabeza, después se puso de pie.

– Buena respuesta.

– Esta toalla va a caer al suelo dentro de dos segundos. Estás invitada a quedarte…

– De acuerdo, de acuerdo, ya me voy. -Sonrió-. Quisiera dejarle algo a la imaginación.

Recogió sus cosas, se echó al hombro el cinto de la funda de la pistola y se dirigió hacia la puerta.

– No olvides que has prometido tomarme la palabra otro día -dijo Jake.

Liz se volvió.

– Por cierto, un consejo. La próxima vez que invites a una chica a tomar una copa, no le hables de la otra. Por mucho que te pregunte. -Abrió la puerta-. Ya nos veremos por ahí.

2

La cena fue sorprendentemente formal. La sirvieron la mujer de pelo gris y un anciano, que Jake supuso que sería su marido, en una enorme sala de la esquina del edificio, en la planta baja. Habían puesto la mesa con un mantel blanco y almidonado, porcelana y copas de vino. Incluso la comida -raciones B estándar de sopa de guisantes, carne estofada y peras en lata- parecía haberse engalanado para la ocasión: la sirvieron de modo ceremonioso en una sopera de porcelana y la decoraron con una ramita de perejil, el primer vegetal que Jake veía desde hacía semanas. Imaginó a la mujer cortando briznas en el jardín lodoso, decidida a poner una buena mesa a pesar de todo. Los comensales, todos hombres, eran una mezcla de periodistas de visita y oficiales del GM, que estaban sentados a un extremo de la mesa con sus propias botellas de whisky, igual que los habituales de las casas de las posadas del Oeste. Jake llegó justo cuando servían la sopa.

– Vaya, qué lamentable espectáculo tenemos aquí. -Tommy Ottinger, de la Mutual, le tendió la mano-. ¿Cuándo has caído del cielo?

– Qué hay, Tommy.

Más calvo aún, como si todo su pelo hubiese emigrado al espeso mostacho que era su rasgo más característico.

– No sabía que estabas aquí. ¿Vuelves a trabajar con Murrow?

Jake se sentó y saludó con la cabeza al congresista, que estaba sentado al otro lado de la mesa entre Ron, claramente en calidad de acompañante, y un oficial del GM de mediana edad que era el vivo retrato de Lewis Stone en su papel de juez Harvey.

– Ya no retransmito, Tommy. Ahora soy gacetillero.

– ¿Sí? ¿Quién te subvenciona?

– Collier's.

– Oh -dijo Tommy alargando el sonido, fingiendo estar impresionado-. Qué profundo. Buena suerte. ¿Has visto el programa? Reparaciones. Podrías quedarte dormido sólo con pensar en ello. Bueno, ¿de qué te has enterado?

– No de mucho. Acabo de llegar. He dado una vuelta en coche por la ciudad, nada más.

– ¿Has visto a Truman? Ha llegado esta tarde.

– No, pero he visto a Churchill.

– Churchill no me sirve. Quieren a Truman, ¿cómo le va? Venga, ¿cómo cojones voy yo a saberlo, si todavía no ha hecho nada?

Jake le sonrió.

– Invéntate algo. No sería la primera vez.

El anciano le sirvió un plato de sopa y se sorprendió cuando Jake le dio las gracias en alemán.

– ¿Sabes qué ha dicho hoy? ¿En Berlín? «Esto es lo que pasa cuando un hombre se extralimita.»

Jake pensó en los kilómetros y kilómetros de escombros, resumidos en la lección del día.

– ¿Quién es tu informador? ¿Jimmy Byrnes?

– Es una frase típica de Truman, ¿no te parece?

– Lo será, si tú la usas.

– Hay que llenar las ondas con algo. Recuérdalo.

– El viejo turno de cementerio.

Las retransmisiones de las dos de la madrugada, calculadas para coincidir con las noticias de la noche en Estados Unidos.

– Peor aún. En Berlín se rigen por el horario ruso, así que es aún más tarde. -Bebió un trago y sacudió la cabeza-. Los rusos… -Se volvió hacia Jake, de pronto serio, como si le estuviera confiando un secreto-. Convirtieron esto en un infierno. Violaron a todo lo que se movía. Ancianas. Niñas. No darías crédito a las historias que cuentan.

– No -dijo Jake, pensando en las sillas rajadas por las bayonetas.

– Ahora quieren reparaciones-siguió explicando Tommy con su grave voz radiofónica-. No sé qué creen que queda aún. Ya han echado mano de todo lo que no estaba asegurado con clavos. Lo han desmontado todo y lo han enviado a su país. Todo: fábricas, tuberías, lavabos. Por el amor de Dios. Claro, cuando lo recibieron allí no supieron cómo volver a montarlo, así que todo el material está en vagones de tren, según he oído decir, oxidándose. Inservible.

– Ahí tienes tu historia.

– Tampoco quieren eso. No podemos reírnos de los rusos. Tenemos que llevarnos bien con ellos, ya sabes. Esos cabrones son muy susceptibles.

– ¿Qué quieren, entonces?

– A Truman. La partida de póquer. ¿Quién es mejor jugador, él o el tío Stalin? El póquer de Potsdam -dijo, para ver cómo sonaba-. No está mal.

– Y nosotros tenemos las de ganar.

Tommy se encogió de hombros.

– Nosotros queremos volver a casa y ellos quieren quedarse. Esas cartas no están nada mal.

El anciano, que no dejaba de moverse de un lado a otro con su traje raído, sustituyó la sopa por un estofado gris. Salado, seguramente ternera.

Tommy lo toqueteó un poco, después lo retiró y echó otro trago.

– Bueno, ¿tú qué vas a hacer?

– Todavía no lo sé. Pensaba buscar a algunas personas que conocía aquí y averiguar qué ha pasado con ellas.

– Corazones y flores, ¿eh?

Jake extendió las manos, no quería entrar en el tema.

– Pues me dedicaré a la partida de póquer, supongo.

– En otras palabras, que te quedarás por aquí sentado con nosotros y harás lo que dice Ron -repuso el otro alzando la voz-. ¿Verdad?

– Si tú lo dices, Tommy… -terció Ron, lanzándole una mirada asesina desde el otro lado de la mesa.

– Comunicados de prensa. Ni siquiera podemos acercarnos. Stalin tiene miedo de que alguien vaya a cargar contra él. ¿Es eso, Ron?

– Yo diría que le asusta más que lo citen fuera de contexto.

– Vaya, y ¿quién haría algo así? ¿Tú harías eso, Jake?

– Jamás.

– No puedo decir que le eche la culpa -comentó el congresista, sonriendo-. También yo he tenido mis experiencias en ese terreno.

Su forma de hablar era ahora más relajada, destilaba una simpatía de campaña. Jake se preguntó por un momento si la rigidez del avión no se habría debido simplemente a un miedo a volar mejor disimulado que el del joven soldado. Su ancha corbata, de un cachemir mareante, era como un cartel luminoso de neón en medio de la mesa uniformada.

– Usted es Alan Breimer, ¿verdad? -preguntó Tommy.

– Así es -contestó el congresista asintiendo con la cabeza, satisfecho de que lo hubieran reconocido.

– Del Consejo de Producción para la Guerra -dijo Tommy haciendo gala de su retentiva-. Nos conocimos cuando cubrí las vistas antimonopolio del treinta y ocho.

– Ah, sí -dijo Breimer, que estaba claro que no lo recordaba.

– ¿Qué lo trae a Berlín? -se interesó Tommy, con una voz tan suave que Jake se percató de que se lo estaba trabajando y de que la frase dirigida a Ron no había sido más que una forma de hacer que Breimer mordiera el anzuelo.

– Sólo unas investigaciones para mi comisión.

– ¿En Berlín?

– El congresista ha estado contemplando las condiciones de la zona -dijo Ron, incorporándose a la conversación-. Técnicamente, eso nos incluye también a nosotros.

– ¿Por qué no en Berlín? -dijo Breimer a Tommy con curiosidad.

– Bueno, su campo es el rendimiento industrial, y por aquí no queda mucho de eso.

– No queda mucho en toda nuestra zona -repuso Breimer intentando ganarse a los presentes-. Ya saben lo que dicen: los rusos se han quedado con los alimentos, los británicos con las fábricas y nosotros con el paisaje. Supongo que eso también tenemos que agradecérselo a Yalta. -Miró a Tommy esperando una contestación, pero después cambió de estrategia-. De todas formas, no he venido a ver fábricas, sólo a visitar a los oficiales del GM. Mañana tenemos al general Clay, ¿verdad, teniente?

– A primerísima hora -repuso Ron.

– Querrá ver también a Blaustein, de Economía -dijo Tommy, como si ayudara a llenarle la agenda-. ¿Lo recuerda? Fue el abogado de Justicia en las vistas antimonopolio.

– Recuerdo al señor Blaustein.

– Por otro lado, no es que fueran ustedes muy amigos.

– El tenía sus ideas y yo las mías -dijo Breimer en un tono informal-. ¿Qué está haciendo aquí?

– Lo mismo que hacía allí. Descartelización. Una de las cuatro des.

– ¿Las cuatro des? -preguntó Jake.

– La política del GM para Alemania -respondió Ron con su voz de noticiario-. Desmilitarización, desnazificación, descartelización y democratización.

– Y la última de todas ellas será la descartelización. ¿No es cierto, congresista? -dijo Tommy.

– No estoy seguro de saber a qué se refiere.

– A Tinturas y Productos Químicos de Estados Unidos, que está en su distrito. Me parece recordar que tenían las patentes de North American Farben. Creía que a lo mejor había venido usted a ver si…

Esperó que Breimer picara en el anzuelo, pero el congresista se limitó a suspirar.

– Va usted muy desencaminado. Igual que el señor Blaustein. -Meneó la cabeza-. Cuanto más éxito tenía un negocio, más se empeñaba él en hacerlo picadillo. Nunca logré entenderlo. -Miró directamente a Tommy-. Tinturas de Estados Unidos es sólo una de las empresas del distrito, sólo una.

– Pero la única con un socio alemán.

– Eso fue antes de la guerra, ¿señor…? ¿Cómo ha dicho que se llamaba?

– Tom Ottinger. De la Mutual. No se preocupe, esto es extraoficial.

– Por mí, podemos hablar con carácter oficial si quiere. No he venido de parte de Tinturas de Estados Unidos ni de nadie. Estoy aquí por el pueblo estadounidense.

Tommy esbozó una sonrisa amarga.

– Me ha puesto nostálgico. Aquí se olvida uno de cómo habla la gente en Washington.

– Me alegro que le parezcamos divertidos. -Se volvió hacia Ron-. Bueno, ya veo que aquí no me estoy ganando ningún voto. -Una salida inesperadamente airosa. Después, incapaz de contenerse, se dirigió otra vez a Tommy-: Verá, es fácil atacar a la industria. Lo he oído durante toda mi vida, casi siempre en boca de gente que no sabe lo más mínimo al respecto. A lo mejor deberíamos tener en cuenta que esas empresas que ustedes quieren desmantelar han ganado la guerra por nosotros.

– Aquí casi la ganan también, y ahora son criminales de guerra. Me pregunto dónde estarían los chicos de Tinturas de Estados Unidos si la cosa hubiera acabado al revés.

– Eso es algo espantoso de decir viniendo de un estadounidense.

Tommy alzó su vaso.

– Pero usted defendería hasta la muerte mi derecho a decirlo. -Se percató de la expresión de desconcierto de Breimer y añadió-: Oliver Wendell Holmes. Otro agitador del Departamento de Justicia.

– No, lo dijo Voltaire -dijo con serenidad el doble del juez Harvey; su primera intervención-. Si es que lo dijo. Seguramente también a él lo citaron mal. -Y le dirigió a Tommy una sonrisa taimada.

– Bueno, alguien lo dijo -siguió Tommy-. De todas formas, la idea es buena. ¿No le parece? -le dijo a Breimer con la copa aún levantada.

Breimer se lo quedó mirando unos instantes, un político valorando a un espontáneo. Después levantó su copa con una sonrisa forzada.

– Por supuesto que sí. Por el Departamento de Justicia, y por los caballeros de la prensa.

– Benditos sean sus corazoncitos -dijo Ron.

Bebieron. Breimer se volvió hacia Ron y posó su mano carnosa sobre un papel que había en la mesa.

– Aunque los informes de Clay van directos a Ike -dijo, como si no los hubiesen interrumpido en todo ese rato.

– Exacto -repuso Ron enseguida, antes de que Tommy pudiera intervenir de nuevo-. Aquí el ejército está para ofrecer apoyo, pero el GM informa directamente a Ike. Al Consejo de Control Aliado, técnicamente, que son Ike, Ismay y Zhukov. Nosotros somos el USGCC, el Consejo de Control del Grupo de Estados Unidos.

Dibujaba recuadros en el papel, un organigrama.

– El Consejo de Control es la máxima autoridad del país, al menos hasta la firma del acuerdo, pero el verdadero trabajo está aquí, en el Comité de Coordinación, que son Clay, como representante de Ike, y los demás representantes de los Aliados. Por debajo de Clay está todo el personal ejecutivo, como el coronel Muller, aquí presente -dijo volviéndose hacia el juez Harvey, que asintió con la cabeza.

– Es agradable ponerle cara a un recuadro -dijo Breimer con entusiasmo, pero Ron ya estaba avanzando página abajo.

– Después vienen los despachos funcionales: Asuntos Políticos, Servicios Secretos, Control de Información, etcétera.

Jake contemplaba las líneas y los recuadros que se repartían por toda la página como una especie de árbol genealógico burocrático.

– Las divisiones funcionales de aquí abajo son las que trabajan con los alemanes: Transporte, Recursos Humanos, Justicia, etcétera.

Breimer estudiaba el organigrama con atención, estaba familiarizado con la visión del mundo como pirámide de recuadros.

– ¿Dónde entra Francfort?

– Bueno, eso es la sección G-cinco del USFET, el Teatro de Operaciones Europeo de las Fuerzas de Estados Unidos, sección de asuntos civiles.

– USFET. Joder, el ejército tiene más sopas de letras que el New Deal -comentó Breimer.

Estaba claro que ésa era su idea de un chiste, porque levantó la mirada. Ron le sonrió con cortesía.

– Dicho de otra manera, solapamiento de competencias -añadió Breimer.

Ron volvió a sonreír.

– Eso no sabría decírselo.

– No hace falta. -Sacudió la cabeza-. Si dirigiéramos así un negocio, nunca haríamos dinero.

– No estamos aquí para hacer dinero -dijo Muller con su voz calmada.

– No. Para gastarlo -repuso Breimer, aunque con afabilidad-. Tal como pintan las cosas, tenemos a todo un país que necesita ayuda, y el que paga la cuenta es el contribuyente norteamericano. Menuda paz.

– No podemos dejar que se mueran de hambre.

– Que yo vea, aquí nadie se está muriendo de hambre.

Muller se volvió para mirarlo con una expresión grave y bondadosa, el juez Harvey que alecciona a su hijo Andy:

– La ración oficial es de mil quinientas calorías diarias. En la práctica se acerca más a las mil doscientas, a veces incluso menos. Eso es poco más que en los campos de concentración. Se mueren de hambre. -Su voz, tan precisa y racional como uno de los recuadros de Ron, acalló a Breimer-. A menos que trabajen para nosotros -prosiguió con calma-. Entonces tienen asegurada una comida caliente todos los días y cuantas colillas de cigarrillo puedan gorrear. -Hizo una pausa-. Es a ésos a quienes vemos.

Jake miró al hombre que recogía los platos en silencio y se dio cuenta de lo mucho que le bailaba el cuello de la camisa. Le quedaba enorme.

– Aquí nadie quiere que los alemanes se mueran de hambre -dijo Breimer-. No soy de la línea dura en cuanto a la paz. Eso el loco de Morgenthau, del Tesoro. -Miró a Tommy-. Otro de sus antimonopolios, por cierto. Quiere convertirlos a todos en granjeros y desmontar el país. Lo más idiota que he oído en la vida. Claro que esa gente tiene sus propios planes.

– ¿Qué gente? -preguntó Tommy, pero Breimer hizo caso omiso y siguió con su discurso:

– Yo soy realista. Lo que tenemos que hacer es conseguir que este país vuelva a ponerse en pie, no que viva de ayudas. Cuidado, no le estoy diciendo que su gente no esté haciendo un buen trabajo. -Eso se lo dijo a Muller, que asintió con cortesía-. Llevo dos semanas en Alemania y puedo decirle que nunca me había sentido tan orgulloso de ser estadounidense. Todo lo que he visto… Pero, joder, mire esto. -Señaló al organigrama-. No se puede hacer mucho si se tiene una presencia tan dispersa en el terreno. Un grupo aquí, otro en Francfort…

– Creo que el general Clay tiene intención de aunar los esfuerzos de las diferentes organizaciones -dijo Ron.

– Bien -dijo Breimer, molesto por la interrupción-. Por algo se empieza. Y aquí veo todo otro grupo sólo para Berlín.

– Bueno, verá, la ciudad se gestiona conjuntamente, así que no hay otra opción -dijo Ron, aún con su organigrama-. El Comité de Coordinación creó la Kommandatura para el gobierno de Berlín. Ese es Howley… Lo veremos después de a Clay.

– Kommandatura -repitió Breimer-. ¿Eso es en ruso?

– Es más internacional que ruso, me parece -contestó Ron, con evasivas-. Todo el mundo estuvo de acuerdo.

Breimer soltó un bufido.

– Los rusos. Le diré una cosa, aún no habremos conseguido que esta gente vuelva a ponerse en pie y ya estarán aquí los rusos, eso seguro.

– Bueno, es una forma de detener el desgaste del contribuyente norteamericano -dijo Tommy-. Que se encargue Iván de la cuenta.

Breimer lo fulminó con la mirada.

– La cuenta no es lo único de lo que se encargará. En fin, ustedes diviértanse -dijo, reclinándose en el respaldo-. Ya me he puesto a dar discursos y les estoy aguando la fiesta. Mi mujer siempre dice que no sé cuándo parar. -Ofreció una sonrisa calculada, pensada para desarmar al público-. Es sólo que, no sé, detesto ver tanto desperdicio. Eso es algo que se aprende en los negocios. -Volvió a mirar a Tommy-. A ser realista. -Sacudió la cabeza-. Las cuatro des. Lo que habría que hacer es poner a esa gente a trabajar en lugar de darles panfletos, desmantelar sus empresas y perder el tiempo buscando nazis debajo de todas las camas.

Un plato cayó al suelo y se rompió; todos se volvieron hacia la puerta. El anciano, alterado, miraba los añicos mientras el estadounidense bajo y nervudo que acababa de tropezar con él lo sostenía por el codo. Durante unos instantes nadie se movió, todos quedaron paralizados como en un fotograma de película, y después el rollo volvió a girar y todos se precipitaron hacia delante como en una escena cómica: la mujer de pelo gris llegó corriendo con las manos en las mejillas, el anciano empezó a lamentarse, el estadounidense se disculpaba en alemán. Al agacharse para ayudar a recoger los añicos, los expedientes que llevaba bajo el brazo se le cayeron al suelo y formaron una montaña de papeles sobre la vajilla rota. Más disculpas azoradas en alemán por parte del anciano. A Jake le pareció demasiado alboroto sólo por un plato. Tal vez fuera el miedo a perder un trabajo con una comida caliente al día. Al final la mujer apartó a los dos hombres del plato roto y, con una reverencia, dispuso una silla para el recién llegado.

– Lo siento, caballeros -dijo éste en la sala callada mientras apilaba las carpetas sobre la mesa.

Tenía una nariz afilada de terrier, desprendía una energía nerviosa y su rostro estaba cubierto por una oscura sombra de barba vespertina que no había tenido tiempo de afeitarse. En su presencia, incluso el aire parecía ir con retraso. También la corbata aflojada alrededor del cuello de la camisa parecía deberse a ese trajín.

– Congresista, su cita de mañana a las tres en punto -dijo Ron con ironía-. El capitán Teitel, de la División de Seguridad Pública. Bernie, el congresista Breimer.

– Encantado de conocerlo -dijo Teitel con presteza al tiempo que extendía la mano y casi volvía a chocar con un plato de estofado que traía el anciano.

Jake, divertido, miró cómo el hombre dudaba detrás de Teitel a la espera de un momento seguro para acercarse.

– Seguridad Pública -repitió Breimer-. ¿Eso es la policía?

– Entre otras cosas. Soy de desnazificación… e! tipo que desperdicia nuestro tiempo buscando debajo de las camas -dijo Teitel.

– Ah -repuso Breimer, sin saber por dónde seguir. Después se puso en pie.

– No, no se levante.

Breimer sonrió y señaló al soldado alto que aguardaba en la puerta.

– Mi chófer.

Sin embargo, Bernie no estaba dispuesto a dejarlo marchar así como así.

– Francfort me ha dicho que tiene usted un problema con el programa -dijo, agachando la cabeza como si se dispusiera a embestir.

Breimer bajó la vista para mirarlo, preparándose para lidiar con otro inoportuno espontáneo, pero Tommy lo había agotado.

– No tengo ningún problema -dijo con ánimo conciliador-. Sólo unas cuantas preguntas. Estoy seguro de que todos ustedes hacen una espléndida labor.

– Lo haríamos aún mejor si tuviéramos más personal.

Breimer sonrió.

– Esa parece ser una queja generalizada por aquí. Todo el mundo que conozco quiere otra secretaria.

– No me refiero a más secretarias, sino a investigadores cualificados.

El anciano dejó un plato en la mesa entre ambos y se retiró, como si sintiera que se estaban cuadrando.

– Bueno, ya hablaremos mañana de eso -dijo Breimer, disponiéndose a marcharse-. He venido aquí a aprender. Aunque me temo que no puedo hacer nada respecto al personal. Eso depende del GM.

– Pensaba que redactaba usted una especie de informe.

Breimer levantó un dedo hacia su chófer para indicarle que aguardara un segundo.

– No. Sólo me aseguro de que se cumplan nuestras prioridades.

– Esto es una prioridad.

Breimer volvió a sonreír, de nuevo en terreno conocido.

– Bueno, eso dicen todos los departamentos, pero, verá, no podemos hacerlo todo. -Señaló al organigrama-. A veces creo que nos dejamos llevar por nuestras buenas intenciones. -Le puso una mano en el hombro a Bernie, como un tío que da un consejo-. No podemos procesar a todo un país.

– No, sólo a los culpables -repuso Bernie mirándolo con firmeza.

Breimer bajó la mano, había perdido la salida fácil.

– Es cierto, sólo a los culpables. -Volvió a mirar a Bernie-. No queremos montar una inquisición. El pueblo norteamericano no quiere eso.

– ¿De verdad? ¿Y qué queremos? -preguntó Bernie, utilizando la primera persona del plural como pulla.

Breimer retrocedió un paso.

– Creo que todos queremos lo mismo -dijo Breimer con ecuanimidad-. Que este país vuelva a funcionar. Eso es lo importante ahora, y no se logrará encerrando a todo el mundo. Los peores casos, sí. Estoy de acuerdo en atrapar a los peces más gordos y llevarlos a juicio, pero después tenemos que seguir adelante, no perseguir a todos los de poca monta. -Se detuvo, otra vez con ese aire de tío aleccionador-. No queremos que la gente crea que una minoría está utilizando este programa para vengarse. -Sacudió la cabeza-. No queremos eso.

Era una voz instructiva, anodina y segura de sí misma. En el incómodo silencio que siguió, Jake sintió que Tommy cambiaba de postura en su asiento y se inclinaba hacia delante en espera de la respuesta de Bernie.

– Somos una minoría aún más pequeña -dijo Bernie con calma-. La mayoría estamos muertos.

– No me refería a usted personalmente, desde luego.

– Claro, sólo a todos los demás judíos del programa. Sin embargo, algunos de nosotros hablamos alemán, una de esas pequeñas ironías que tiene la vida, así que dependen ustedes de nosotros. Nací aquí. Si mis padres no se hubieran marchado en el treinta y tres, también yo estaría muerto. Personalmente. Así que me parece que es una prioridad. -Tocó el montón de documentos que había dejado en la mesa-. Siento que esto interfiera con la recuperación económica. Por lo que a mí respecta, lo puede archivar en la M de «Mala suerte». En Estados Unidos soy fiscal de distrito, por eso me han designado para este trabajo. Los fiscales de distrito no se cobran venganza. La mayoría de las veces tenemos suerte si conseguimos que se haga un poco de justicia.

Breimer, que se había puesto colorado, farfulló:

– No me refería a…

– Ahórreselo. Ya sé a qué se refería. De todas formas no quiero entrar en su club de campo. Limítese a enviarme más personal y estaremos en paz. -Acercó la silla que tenía detrás, se sentó e inclinó la cabeza hacia la puerta-. Me parece que su chófer lo espera.

Breimer se quedó inmóvil un momento, furioso. Después recobró el dominio de sí mismo e hizo un gesto con la cabeza en dirección a la silenciosa mesa.

– Caballeros. -Miró a Bernie-. Hablaremos mañana, capitán. Espero hacerme comprender mejor.

Toda la mesa lo vio marchar. Jake miró en derredor esperando a que alguien hablara. Sintió que la temperatura de la sala iba subiendo, como si el silencio dejase entrar el bochornoso aire nocturno. Al final, Muller, mirando su copa, dijo con sequedad:

– Ha venido aquí a aprender.

Tommy le sonrió y encendió un cigarrillo.

– Me pregunto qué habrá venido a hacer en realidad. Ese tío no echa una meada a menos que Tinturas de Estados Unidos le diga que vaya al baño.

– Eh, Tommy -dijo Ron-, hazme un favor. Déjalo correr. El que recibe las quejas soy yo.

– ¿Y qué harás tú por mí?

Sin embargo, la atmósfera de antes había quedado sustituida por una sensación de incomodidad, ni siquiera Ron quería jugar ya.

– Muy bien -le dijo a Bernie-. Tenemos que vivir con ese tipo, ¿sabes?

Bernie levantó la mirada de su estofado.

– Lo siento -dijo, aún arisco.

Ron bebió de su copa, mirando a Tommy.

– Parece sacar lo mejor de todo el mundo.

– Los de poca monta -repitió Bernie, imitando la voz de Breimer-. ¿Quiénes serán ésos?

– Todos menos Goering -dijo Tommy.

– De poca monta -repitió Bernie-. Aquí tengo a uno. -Alargó la mano hasta el montón de expedientes y sacó unas cuantas hojas de color crema-. Otto Klopfer. Quiere trabajar de chófer para nosotros. Con experiencia. Dice que condujo un camión durante la guerra, sólo que no explica de qué clase. Resulta que era una unidad móvil. El tubo de escape desembocaba directamente en la parte de atrás. Cargaban a unas cincuenta o sesenta personas allí dentro y el viejo Otto sólo tenía que mantener el motor en marcha hasta que morían. Lo hemos descubierto porque le escribió una carta a su comandante. -Sostuvo una hoja en alto-. Los gases del tubo de escape tardaban mucho. Recomendaba que sellaran el tubo para que fuera más rápido. La gente intentaba escapar, presa del pánico. Otto tenía miedo de que destrozaran el camión.

Otro silencio, esta vez tan sepulcral que hasta el aire parecía haberse detenido alrededor de Bernie. Miró el plato y lo apartó.

– Joder -soltó, avergonzado.

Después se levantó, recogió los expedientes y salió de la habitación.

Jake miraba el mantel blanco. Oyó al anciano, que recogía los platos poco a poco, después el sordo rumor de sillas que se produjo cuando Muller y el extremo de la mesa ocupado por el GM se levantaron para irse. Tommy aplastó el cigarrillo en el cenicero.

– Bueno, tengo una partida de póquer esperando -dijo, ya más contenido-. ¿Te vienes, Jake? Estarán todos allí.

El juego ambulante de la guerra, que aún seguía en marcha: tiendas de reporteros llenas de humo, máquinas de escribir maltratadas y el constante rumor de la baraja de cartas.

– Esta noche no -dijo Jake mirando a la mesa.

– Venga, Ron. Tráete tu dinero. -Se levantó de la mesa y luego miró a Jake-. Si sales, coge una pistola. Hay rusos por todas partes. En cuanto se achispan, lo de ahí fuera se convierte en la Ciudad Sin Ley.

Sin embargo, los rusos eran muy escandalosos, recorrían las calles en bandas y su jolgorio advertía de su presencia. Eran los otros, las sombras que se escurrían entre los escombros, los que podían tender emboscadas desde la oscuridad.

– ¿Adonde iba Breimer? -preguntó a Ron.

– Ni idea. Yo estoy en el turno de día. Esperemos que logre echar un polvo.

– Hablando de castigar a los alemanes… -comentó Tommy, y entonces también ellos se marcharon.

Jake se quedó solo en la sala. Se sirvió un poco más de vino. El anciano regresó y, tras dirigirle a Jake una mirada burlona, empezó a vaciar los ceniceros teniendo cuidado de enderezar las colillas e irlas dejando en un plato aparte. La moneda de la ocupación.

– ¿Querrá usted algo más? -preguntó en alemán mientras limpiaba el mantel.

– No. Sólo me acabaré esto.

– Bitte -dijo el hombre con toda la cortesía de un camarero del Adlon, y se fue.

Jake encendió un cigarrillo. ¿Habría fumado Otto Klopfer en la cabina mientras mantenía el motor en marcha, escuchando los golpes detrás de él? Debió de oír gritos y sentir violentas sacudidas. Y él allí sentado, con el pie en el pedal. ¿Cómo pudieron hacer algo así? Todas las preguntas se reducían a ésa. Lo había visto en los rostros de los soldados estadounidenses que habían detestado Francia y, después, desconcertados, en Alemania se habían sentido como en casa. Buena fontanería, carreteras amplias, niños rubios que les agradecían los caramelos, incansables madres que recogían los escombros. «Gente limpia. Trabajadora. Como nosotros.» Después habían visto los campos, al menos en los noticiarios. ¿Cómo habían podido? La respuesta, la única que tenía sentido para todos, era que no lo habían hecho ellos… que habían sido otros. Sin embargo, allí no había nadie más. Así que al final dejaron de preguntar. A menos que, como en el caso de Teitel, la estocada hubiese llegado demasiado adentro.

Jake miró en derredor, a la sala vacía en la que aún se sentía la tensión. En Chicago había trabajado una vez en la sección de sucesos, y allí aprendió que el escenario del crimen siempre desprende esa sensación, siempre se percibe el silencio perturbador que sigue al asesinato: el cadáver cubierto, pero todo lo demás desordenado. Recordó a los fotógrafos indiferentes, a los policías que recorrían la habitación buscando huellas con sus polvos, los rostros estupefactos de las demás personas, que no te devolvían la mirada sino que seguían sentados mirando el arma etiquetada, aturdidos, como si se hubiera disparado sola. Entonces se dio cuenta de que ese día había vuelto a verlo todo, que la ciudad no se había convertido en un solar arrasado por las bombas, sino en un gigantesco escenario del crimen, conmocionado, a la espera de que alguien trajera la camilla, borrara las marcas de tiza y recolocara los muebles. Sólo que ese crimen ni siquiera así se podría olvidar. Siempre habría un cadáver en mitad del suelo. ¿Cómo pudieron hacerlo? Sellar tubos, candar puertas, desoír gritos. Ésa era la única pregunta, pero ¿quién podía responderla? No un reportero con cuatro artículos para Collier's. Esa historia iba mucho más allá, una retorcida parodia de la gran mentira de Goebbels: si logras que el crimen sea lo bastante grande, nadie lo ha cometido. Todos los artículos que pudiera redactar, llenos de colorido local, con sus historias de la guerra y los chanchullos de Truman, no llegarían a ser siquiera notas para el fichero policial.

Se levantó de la mesa. Tenía la cabeza espesa por la bebida y el bochorno estival. En el vestíbulo, el anciano estaba de pie ante una puerta abierta, escuchando un piano. Una música suave, apenas más alta que el reloj de pared. Al ver a Jake se apartó, como si le cediera su asiento en el concierto. Jake quedó un momento parado intentando ubicar la melodía: delicada, ligeramente melancólica, algo del siglo XIX, igual que la casa, un mundo delicado y ajeno a la desagradable cena. Miró a través de la puerta y vio a Bernie inclinado sobre las teclas, iluminado por un foco de luz tenue, con su tirante pelo ondulado apenas visible al otro lado de la caja del piano. A esa distancia, su cuerpo quedaba escorzado y, por un instante, Jake vio el niño que debió de ser, un estudiante aplicado cuya madre escuchaba a escondidas desde el pasillo. «Es algo que tendrás toda la vida», le habría dicho. Un niño bueno, sin un don especial, que no apartaba la vista de las teclas. Todavía no era el terrier propenso a sentirse ofendido. Sin embargo, tal vez fuera sólo por la habitación, la primera habitación de verdad que Jake había visto en Berlín, con su alta estufa en un rincón y el piano cerca de la ventana para que le diera la luz. En los viejos tiempos habrían servido café y bizcocho.

Bernie no levantó la cabeza al terminar, de modo que Jake ya estaba junto al piano cuando lo vio.

– ¿Qué era? -preguntó.

– Mendelssohn. Una de las Canciones sin palabras.

– Muy bonito.

Bernie asintió con la cabeza.

– También ilegal, hasta hace unos meses. Por eso me gusta tocarlo. Aunque estoy algo oxidado.

– A tu público le ha gustado -comentó Jake señalando con la cabeza en dirección al pasillo, desde donde había escuchado el anciano.

Bernie sonrió.

– Sólo vigila el piano. La casa es de ellos. Viven en el sótano.

Jake comprendió.

– Por eso la preocupación por el plato.

– Es cuanto les ha quedado. Lo escondieron, supongo. Los rusos se llevaron todo lo demás.

Abarcó toda la sala con un gesto de la mano, y Jake vio entonces que había sido despojada de todos los muebles. Las tardes de café y el bizcocho no habían sido más que fruto de su imaginación. Miró al piano, lleno de quemaduras de cigarrillo y cercos de líquido de los vasos mojados de vodka.

– No nos han presentado. Soy Jake Geismar. -Le tendió la mano.

– ¿El articulista?

– A menos que haya otro -repuso Jake, halagado aun a su pesar.

– Escribió usted el artículo sobre Nordhausen. El campo de Dora -dijo Bernie-. Jacob… ¿Por ascendencia judía?

Jake sonrió.

– No, por la Biblia. A mi hermano le pusieron Ezra.

Bernie se encogió de hombros.

– Bernie Teitel -dijo, y al fin estrechó la mano de Jake.

– Eso he oído.

Bernie lo miró, desconcertado, hasta que Jake inclinó la cabeza hacia el comedor.

– Ah, antes. -Apartó la mirada-. Cabrón.

– En realidad haces bien en no ingresar en su club de campo.

Bernie esbozó una sonrisa.

– Lo sé. Aunque me gustaría mearme en su piscina. -Se levantó y cerró la tapa del piano-. ¿Qué has venido a hacer a Berlín?

– La conferencia. Busco una historia, como todos los demás.

– Supongo que no lograré que te intereses por el programa, ¿verdad? No nos vendría mal algo de prensa. Life estuvo aquí, pero sólo querían saber cómo les iba a nuestros muchachos.

– ¿Y cómo les va?

– Ah, bien, muy bien. Nadie confraterniza, así que nadie pilla la sífilis. Nadie saquea. Nadie se gana un sobresueldo en el mercado negro. Sólo reparten chocolatinas Hershey y evitan meterse en líos. Cualquier madre estaría orgullosa. Según Life.

Recogió sus expedientes para marcharse. Jake encendió un cigarrillo y lo miró con detenimiento a través del humo. Era un fiscal de distrito, no un chico que tocaba Mendelssohn.

– ¿Qué le pasará a Otto Klopfer?

Bernie se detuvo.

– ¿A Otto? Un juicio sumario. No es lo bastante importante para el equipo de Nuremberg. De tres a cinco años, seguramente. Después volverá a conducir un camión, pero no para nosotros.

– Creía que habías dicho…

– No podemos demostrar que los matara. No quedaron testigos en la camioneta. Si no hubiera enviado esa carta, no podríamos demostrar nada. Aquí insistimos mucho en la correcta aplicación de la ley. No queremos montar una inquisición -dijo, imitando al congresista-. Preferiríamos dejarles pasar alguna cosilla a los nazis.

– ¿Juicios sumarios? ¿Eso haces?

Bernie sacudió la cabeza.

– Intentamos que los representantes de minorías nacidos en el extranjero no participen en los tribunales. Por si no son… imparciales. Yo sólo soy el sabueso. Ahora mismo estoy con los Fragebogen. -Tocó los expedientes-. Cuestionarios -tradujo-. «¿Fue usted miembro del Partido? ¿De la Liga de Muchachas Alemanas?» Algo así. Tienen que rellenarlo si quieren trabajo o una cartilla de racionamiento.

– ¿No mienten?

– Claro, pero tenemos los archivos del partido, así que lo comprobamos. A esa gente se le daba muy bien dejar constancia de todo.

Jake miró los gruesos expedientes; como un centenar de postes con mensaje en los escombros.

– ¿Se podría localizar a alguien con eso?

Bernie lo miró.

– Puede. Si estaba en la zona americana -dijo, a modo de pregunta.

– No lo sé.

– Los expedientes británicos tardarán aún un tiempo. Los rusos… -Dejó la frase colgada. Después, con afabilidad, añadió-: ¿Algún pariente?

– Alguien a quien conocía.

Bernie sacó una pluma y garabateó algo en un trozo de papel.

– Veré qué puedo hacer -dijo, y le dio un número de despacho-. Ven a verme mañana. Tengo la sensación de que me habrán cancelado la cita de las tres. -Se alejó del piano y luego se volvió hacia Jake-. Tendrían que estar vivos, ¿sabes?

– Sí. Gracias. -Se guardó la dirección en el bolsillo-. ¿Puedo invitarte a una copa?

Bernie lo rechazó con la cabeza.

– Tengo que volver al trabajo.

Volvió a guardar los expedientes bajo del brazo, otra vez llegaba tarde.

– No podrás cogerlos a todos -dijo Jake con una leve sonrisa.

El rostro de Bernie se endureció.

– No. Sólo de uno en uno. Igual que hicieron ellos. De uno en uno.

A la mañana siguiente, Jake tardó más de una hora en encontrar a Frau Dzuris en una de las calles destrozadas que había no muy lejos del cuartel general británico de Fehrbelliner Platz. El yeso de la fachada del edificio se había desplomado; y había dejado parches de ladrillo visto, la escalera olía a moho y cubos de excrementos, indicios de una cañería rota. Un vecino lo acompañó hasta el segundo piso y se quedó en el descansillo por si había algún problema. Dentro se oían unos niños, pero se callaron en cuanto Jake llamó a la puerta. Cuando Frau Dzuris abrió, algo asustada, se percibió un leve aroma a patatas cocidas. La mujer lo reconoció enseguida, sus manos se alzaron para alisarse el pelo y hacer entrar a Jake, pero la bienvenida fue nerviosa, y él, en los rostros de los niños, vio que era por el uniforme. La mujer no sabía muy bien qué hacer, así que se lo presentó a todo el mundo -una nuera y tres niños- y lo sentó a la mesa. En la habitación contigua habían dispuesto dos colchones juntos.

– Vi su nota en Pariserstrasse -explicó Jake en alemán.

– Para mi hijo. No sabe que estamos aquí. Se lo llevaron a trabajar al este. Unas cuantas semanas, dijeron, y mire ahora…

– ¿Tuvieron que marcharse por las bombas?

– Oh, fue terrible. Los británicos de noche, los amis de día… -Una mirada rauda, para ver si lo había ofendido-. ¿Por qué querían bombardearlo todo? ¿Creían que todos éramos Hitler? A nuestro edificio lo alcanzaron dos veces. La segunda vez…

La nuera le ofreció agua y se sentó. Los niños miraban desde la puerta de la otra habitación.

– ¿Estaba Lena allí?

– No, estaba en el hospital.

– ¿En el hospital?

– No estaba herida, trabajaba allí. En el Elisabeth. Ya sabe, el de Lützowstrasse. Ya le dije yo que Dios la protegía por sus buenas acciones. Los demás estaban en el sótano y no sobrevivieron. Herr Bloch, su Greta, todo el mundo. Los mataron a todos. -Otra mirada-. Herr Bloch no quiso ir al refugio público. Él no. Yo nunca confié en el sótano. «No es lo bastante profundo», le dije, y ya ve que no lo era. -Había empezado a retorcerse las manos, y Jake vio que la carne del brazo le colgaba en pliegues, como tiras de masa-. Tantísimos muertos. Terrible, no puede hacerse una idea, toda la noche…

– Pero Lena… ¿sobrevivió?

La mujer asintió con la cabeza.

– Regresó, aunque luego tuvimos que trasladarnos.

– ¿Adonde fue?

– Tenía una amiga en el hospital. Después de eso, no lo sé. También lo alcanzaron, oí decir. Un hospital. Bombardearon incluso a los enfermos. -Meneó la cabeza.

– Pero ¿no dejó una dirección?

– ¿A mí? No, yo ya me había ido. Verá, no había tiempo para dejarse direcciones. Una buscaba lo que podía. A lo mejor tenía familiares, no lo sé. Nunca me dijo nada. No puede hacerse una idea de cómo fue. El ruido. Aunque ¿sabe lo más extraño? Los teléfonos funcionaron hasta el final. Eso es lo que recuerdo de Pariserstrasse. Las bombas, todo el mundo corriendo, y los teléfonos sonando. Incluso en ese momento.

– ¿Y su marido?

– En alguna parte. En la guerra. -Sacudió la mano-. A las mujeres nos dejaron para los rusos. Oh, fue terrible. Gracias a Dios que yo… -Miró a su nuera-. Tuve suerte.

– Pero tiene que estar en alguna parte -dijo Jake.

– No lo sé. Ya se lo dije a su amigo.

– ¿Qué amigo?

– El soldado de ayer. No sabía qué pensar. Ahora lo comprendo. No quería venir usted en persona, eso lo explica todo. Siempre fue usted muy cuidadoso, lo recuerdo. Por si Emil… -Se inclinó hacia delante y le puso una mano en el brazo, como una confidente inesperada-. Pero, verá, nada de eso importa ya. Tantos años.

– Yo no he enviado a nadie.

La mujer retiró la mano.

– ¿No? Bueno, entonces, no sé.

– ¿Quién era?

Frau Dzuris se encogió de hombros.

– No lo dijo. Nunca lo hacen, ¿sabe? Sólo preguntan: ¿Cuántos viven aquí? ¿Tienen cartillas de leche para los niños? ¿Dónde trabajó durante la guerra? Es peor que con los nazis. A lo mejor estaba haciendo recuento de los muertos. Lo hacen para que nadie pueda usar sus nombres para las cartillas de racionamiento.

– ¿Qué le dijo?

– Que si sabía dónde vivía, si había visto a Emil, nada más. Como usted. -Se lo quedó mirando-. ¿Sucede algo? Aquí somos buena gente. Tengo niños a los que…

– No, no. Nada. No vengo de parte de la policía. Sólo quiero encontrar a Lena. Éramos amigos.

La mujer esbozó una ligera sonrisa.

– Sí. Siempre lo creí. Ella nunca me dijo una palabra -comentó, como si aún esperara una charla tomando café-. Siempre tan correcta. En fin, ¿qué importa ahora? Siento no poder ayudarlo. A lo mejor en el hospital sabrán algo.

Jake sacó su bloc de notas y apuntó la dirección de Gelferstrasse.

– Si sabe algo de ella…

– Claro. No es probable, ¿sabe? Muchos se fueron de Berlín antes del final. Muchos. Era difícil encontrar un sitio, incluso como éste.

Jake contempló la habitación desvencijada y se levantó.

– No sabía lo de los niños. Les habría traído chocolate. ¿A lo mejor le va bien esto? -Le ofreció un paquete de cigarrillos.

La mujer abrió mucho los ojos, después le cogió la mano y la estrechó entre las suyas.

– Gracias. ¿Ves? -le dijo a su nuera-, siempre te he dicho que no eran los amis. Ya ves lo amables que son. Eran los británicos los que querían bombardearnos. Ese Churchill. -Se volvió hacia Jake de nuevo-. Recuerdo que usted siempre era muy cortés. Ojalá estuviéramos todavía en la zona americana y no aquí, con los británicos.

Jake se dirigió hacia la puerta y luego se volvió.

– El soldado de ayer… ¿Era británico?

– No, americano.

Se quedó quieto unos instantes, desconcertado. Entonces no había sido una visita oficial.

– Si regresa, ¿me lo hará saber?

La mujer asintió sin soltar los cigarrillos, otra vez nerviosa.

– ¿Está seguro de que no ha pasado nada?

Jake negó con la cabeza.

– A lo mejor no es más que otro viejo amigo. Puede que sepa algo.

– No -repuso ella, contestando a otra cosa-. Sólo estaba usted.

Jake pensó que en el hospital habría archivos, pero al llegar allí se encontró con que un incendio había arrasado todo ese tramo de Lützowstrasse y se había tragado el Elisabeth y todos sus papeles. No quedaban más que unos cuantos muros, negros, sin techos, otra de las muelas putrefactas de Ron. Una brigada de trabajo de mujeres estaba limpiando el solar. Se pasaban cubos de ladrillos en una fila que serpenteaba entre las montañas de vigas caídas y somieres carbonizados. La brisa que se había levantado durante la noche se había convertido ya en un viento cálido y constante que hacía volar la ceniza, de modo que las mujeres tenían que cubrirse la boca con pañuelos, como bandidos. Jake se quedó allí un rato, mirándolas e intentando no pensar en el intenso hedor que inundaba la calle. ¿Cuánto pasaría hasta que dejara de percibir el olor?

Se preguntó qué habría hecho Lena allí. Emil era un marido tradicional y no había querido que trabajara, así que Lena había dejado la Columbia para pasar las tardes muertas en casa. Para sustituirla tuvieron que contratar a Hannelore, una chica algo torpe que hablaba muy mal inglés y, según suponía Jake, tenía línea directa con Nanny Wendt. Sin embargo, Lena siguió acudiendo a las fiestas hasta que empezó a ser peligroso tratar con extranjeros y Emil le pidió que dejara de ir. Después de eso sólo veía a Jake. ¿Había sospechado algo Emil? Frau Dzuris parecía creer que no, pero ¿cómo iba a saberlo ella? Se habían visto muy pocas veces en Pariserstrasse, sólo cuando no podían ir al apartamento de él porque Hal estaba allí. Siempre con cuidado, alertados incluso por el movimiento de una cortina en la ventana de un vecino. No obstante, Frau Dzuris lo había sabido, a saber cómo, quizá sólo por la expresión de sus rostros.

Emil, sorprendentemente, fue a la Anhalter Station cuando todos fueron a despedir a Jake. Fueron una comitiva insolente y escandalosa, Hal y el resto del grupo estuvieron engullendo champán mientras Emil miraba con inquietud a los guardias del andén. Lena le había llevado flores, una despedida respetable para un antiguo jefe, y no cruzó con él ni una sola mirada hasta que uno de los presentes empezó a encontrarse mal y, entre la confusión que reinó mientras se lo llevaron a rastras al lavabo, por fin tuvieron un momento a solas.

– ¿Por qué lo has traído? -había preguntado Jake.

– Estaba allí cuando llamaron de la oficina. No podía venir sola. ¿Qué habría parecido? -Calló un momento y bajó la mirada-. Quería venir. Le caes bien.

– Lena -había dicho él, alargando una mano hacia ella.

– No, sin escenas. Quiero que me vea beber champán y decirte adiós con la mano, como los demás. Después volveremos a casa en taxi y todo habrá terminado.

– Volveré -había añadido él, deprisa, mientras oía los escandalosos gritos en inglés que procedían del lavabo de caballeros.

– No, no volverás. Ahora ya no -había dicho ella al tiempo que hacía un gesto con la cabeza en dirección a los uniformes del andén.

– Volveré por ti -había insistido él, mirándola hasta que ella levantó de nuevo la vista y su expresión se suavizó, sin la máscara pública.

Lena negó con la cabeza, despacio, mirando para ver si los demás seguían lejos. Después le puso una mano en la mejilla y la dejó allí un momento, mirándolo a la cara, como si intentara memorizar su rostro.

– No, pero piensa en mí alguna vez.

Jake se quedó allí de pie, mirándola.

– Lena -dijo, empujando la mejilla contra su mano, pero entonces ella la bajó.

Apenas un leve roce mientras miraba por encima de su hombro.

– Dios mío, es Renate -exclamó Lena, apartándose de él-. ¿También la han llamado a ella? Está loca… Aquí no está segura.

Jake volvió a oír las voces de sus compañeros en el andén, los instantes de intimidad habían acabado. Cuando se volvió, vio la perspicaz mirada de complicidad de Renate, que había visto la mano de Lena. Renate siempre lo veía todo. Su mejor informadora, sin papeles, porque no se podía contratar a judíos. Sin embargo, Renate se limitó a sonreír fingiendo no haberlos visto.

– ¿Qué hay de nuevo, forastero? -La jerga yanqui era una broma inagotable.

– ¡Eh, es Renate!

Los muchachos volvieron al andén y los rodearon. Berlín volvía a cerrarse sobre sí mismo. Jake intentó cruzar una mirada con Lena, pero ella lo evitaba, se quedaba junto a Emil, ayudaba a Hal a servir copas de champán. Más bebida y más chistes. Renate gorroneaba con descaro un cigarrillo de un policía con un coqueto «gracias». Sólo para demostrar que era capaz de hacerlo mientras Hal la miraba, horrorizado. Con el silbato del tren se produjo una última ronda de abrazos que aplastaron las flores. Emil le estrechó la mano a Jake, parecía sentirse aliviado de que la fiesta llegara a su fin.

– ¿Alguna novedad con el visado? -preguntó Jake a Renate al abrazarla.

Ella negó con la cabeza.

– Pronto -dijo, aunque no lo creía.

Ojos brillantes, una melena de rizos oscuros. El revisor estaba cerrando ya las puertas.

– Jacob. -La voz de Lena, luego su cara junto a la de él, un beso formal en cada mejilla, besos tenues que sólo le dejaron el aroma de su piel.

El la miró, pero no había nada que decir, ni siquiera su nombre. Unas manos tiraban de él hacia el vagón por la espalda. Se quedó de pie en la escalerilla mientras el tren empezaba a moverse, oyendo etílicos auf Wiedersehen, y entonces Lena dio un paso hacia delante y él creyó por un segundo, exultante, que lo haría, que correría tras el tren y se iría con él, pero sólo fue un paso, una forma de separarse de la multitud para que lo último que viera de Berlín fuera a ella de pie en el andén, con el brazo de Emil en su hombro.

Las mujeres de los escombros habían dejado de pasarse cubos y de encaramarse por los ladrillos para entrar en el edificio. Una de ellas gritó calle abajo, donde otras sacaban una camilla de un carro y se disponían a seguirla. Jake vio cómo desenterraban un cadáver de los escombros, apartando la cara para evitar el hedor y lanzándolo a la camilla con tanta indiferencia como si fuera otra carga de ladrillos. Las mujeres de la camilla regresaron con pasos pesados, tropezando a causa de la carga, y después la volcaron en el carro. Una mujer, con el pelo quemado. ¿Adonde llevaban todos los cadáveres? ¿A algún cementerio de pobres de los pantanos de Brandeburgo? Un horno era más probable, para completar la incineración. Renate habría muerto así. Su mirada perspicaz apagada al fin. A menos que hubiese logrado sobrevivir de algún modo y se hubiese convertido en uno de los esqueletos vivientes que Jake había visto en el campo de concentración, también con la mirada apagada, vivos a medias. Un crimen tan grande que nadie lo cometió. En los campos, no obstante, todo había quedado registrado en largas listas de nombres. Sólo allí, bajo los ladrillos, un cuerpo sin numeración podía desaparecer sin dejar rastro.

Jake corrió hacia el carro y miró en su interior. Un cuerpo fornido y sin rostro; no era Lena, no era nadie. Dio media vuelta. Aquello era tan inútil como lo había sido preguntar a Frau Dzuris. Los vivos no desaparecían. Emil había trabajado en el Instituto de Ciencia y Cultura, allí sabrían algo. En los archivos militares, si es que había participado en la guerra. En las listas de prisioneros de guerra. Lo único que hacía falta era tiempo. Ella estaría en algún lugar, no en un carro. A lo mejor incluso lo esperaba en uno de los cuestionarios de Bernie.

Sin embargo, Bernie había tenido que salir. Lo habían convocado a una reunión inesperada, según decía un mensaje clavado con chinchetas en la puerta de su despacho, así que Jake decidió acercarse al centro de prensa. Allí estaban todos, bebiendo cerveza con aspecto de aburridos. Las mesas con sus máquinas de escribir estaban llenas de insulsos comunicados de Ron. Stalin había llegado. Churchill había llamado a Truman. La primera sesión plenaria empezaría a las cinco. Los rusos habían preparado una recepción.

– No es gran cosa, ¿no te parece, chaval? -dijo Brian Stanley con un vaso de whisky en la mano.

– ¿Qué haces tú aquí? ¿Te has cambiado de bando?

– Tenéis mejor alcohol -repuso, y echó un trago-. Esperaba conseguir algo de información, pero como ves… -Dejó caer uno de los comunicados sobre la barra.

– Te vi con Churchill. ¿Dijo algo?

– Claro que no, pero al menos me lo dijo a mí. En exclusiva para Express. Muy amable.

– No tan amable con los demás.

Brian sonrió.

– Están que se suben por las paredes, así que he pensado que me pasaría un rato por aquí. Para evitar caer en desgracia. -Bebió otro trago-. Verás, no hay ninguna historia, deberíamos olvidarnos de todo esto, y en lugar de eso tenemos que preocuparnos por mañana. ¿Quieres ver lo que nos están repartiendo a nosotros?

Se metió la mano en el bolsillo y le dio un comunicado de prensa.

– Tres mil sábanas, quinientos ceniceros… ¿Qué es esto?

– Preparativos para la conferencia. La última gran juerga de la guerra, por lo que parece. Intenta sacar una historia de eso.

– Tres mil rollos de papel higiénico -dijo Jake.

– Todo de Londres. Bueno, te preguntarás dónde lo habrán tenido escondido. Yo hace años que no veo un papel higiénico decente. -Se guardó el papel, sacudiendo la cabeza-. Esta sí que es buena, ciento cincuenta botellas de cera para limpiar insignias. En la ruina, pero relucientes.

– ¿No pensarás publicar esto?

Brian se encogió de hombros.

– ¿Y tú qué? ¿Tienes algo?

– Hoy no. He ido a la ciudad. Aún están desenterrando cadáveres.

Brian hizo una mueca.

– No tengo estómago para eso, en serio.

– Te estás ablandando. En África nunca te importó.

– Aquello era la guerra. Esto no sé lo que es. -Bebió de su vaso con un semblante amargado-. Sería fantástico volver a El Cairo, ¿verdad? Sentarse en la terraza a ver pasar los barcos. Sería ideal después de esto.

Falucas al pairo, triángulos blancos esperando atrapar una tenue brisa, a un millón de kilómetros de distancia.

– Estarías en Londres en menos de una semana.

– Pues, verás, creo que no -dijo Brian con seriedad-. Ahora lo mío son los barcos.

– El que habla es el whisky. Cuando un hombre está cansado de Londres… -citó Jake.

Brian miró al interior del vaso.

– Eso era cuando subíamos. No quiero vernos caer, poco a poco. También aquello se ha acabado. Sólo quedan los rusos aquí. Esa es la historia que buscas. Por mí, puedes quedártela. Yo ya no tengo estómago. Son una gente horrible.

– También estamos nosotros.

Brian suspiró.

– Los afortunados estadounidenses. Vosotros no tenéis que contar los rollos de papel higiénico, ¿verdad? Os sobra. Me pregunto qué haréis después.

– Irnos a casa.

– No, tú te quedarás. Querrás arreglar las cosas. Esa es tu estupidez particular. Querrás arreglar las cosas.

– Alguien tiene que hacerlo.

– ¿Ah, sí? Bueno, pues te designo a ti para eso. ¿Por qué no? -Puso la mano sobre la cabeza de Jake-. Buena suerte y que Dios te bendiga. Yo me voy con los barcos.

– Pero ¿vosotros trabajáis alguna vez? -Una voz llegó desde atrás.

– Liz, encanto -exclamó Brian, efusivo al instante-. La dama del objetivo. Ven a beber algo. He oído decir que la señorita Bourke-White viene de camino con su cámara.

– Que te den a ti también.

Brian se echó a reír.

– Oooh. -Se levantó del taburete-. Ven, encanto, siéntate. Será mejor que me retire. Me iré a pulir mis insignias. Seguramente será la última ocasión que tendremos de sentarnos a la mesa de las autoridades, así que habrá que estar como nunca.

– ¿De qué está hablando? -preguntó Liz mientras Brian se marchaba.

– Sólo está siendo él mismo. Ten.

Jake sacó una cerilla para encenderle el cigarrillo.

– ¿Qué has estado haciendo? -preguntó Liz tras dar una calada-. ¿Aguantar la barra?

– No, he estado en la ciudad.

– Santo Dios, ¿por qué?

– He ido a buscar en los tablones de anuncios.

Cadáveres chamuscados.

– Ah. -Lo miró a los ojos-. ¿Ha habido suerte?

Jake negó con la cabeza y le dio un comunicado.

– Los rusos celebran un banquete esta noche.

– Ya lo sé. También va a haber sesión de fotos. -Miró su reloj-. Dentro de una hora más o menos.

– ¿En Potsdam? Llévame contigo.

– No puedo, me cortarían el cuello. Nada de prensa, ¿recuerdas?

– Te llevaré la cámara.

– No conseguirás entrar. Pase especial -dijo, enseñando el suyo.

– Claro que entraré. Tú pestañea con esos ojazos azules. Los rusos, de todas formas, no pueden leerlo. Vamos, Liz.

– Ella no estará en Potsdam, Jake -dijo Liz mirándolo a los ojos.

– No puedo quedarme aquí sentado. Es desesperante. Además, todavía no he encontrado nada sobre lo que escribir.

– Vamos a sacar fotografías, nada más.

– Pero estaría allí, al menos lo vería. Cualquier cosa es mejor que esto -repuso alzando el comunicado-. Vamos. Después te invito a una copa.

– Me han hecho ofertas mejores.

– ¿Cómo lo sabes?

Liz se echó a reír y se levantó.

– Nos vemos fuera dentro de cinco minutos. Si hay problemas, no te conozco, ¿entendido? No sé cómo te has subido al jeep. Te estará bien empleado si se te llevan detenido.

– Eres una amiga.

– Ya. -Le dio la cámara-. Y los tengo marrones, por cierto, no azules. Por si no te habías dado cuenta.

Otro fotógrafo iba al volante, así que Jake se apretó en la parte de atrás con todo el equipo, y desde ahí veía el pelo de Liz ondear al viento junto a la banderita de la antena. Fueron en dirección sur, hacia Babelsberg, por la vieja ruta que llevaba a los estudios de cine, y en el Lange Brücke se encontraron con el primer centinela ruso, que comprobó el pase del conductor, fingiendo que sabía inglés, y les hizo una señal con la ametralladora para que siguieran adelante.

Toda la ciudad de Potsdam había sido acordonada. Había líneas de soldados rusos apostados a intervalos regulares hasta Wilhelmplatz, que parecía haberse llevado la peor parte del bombardeo. La rodearon y luego siguieron por la ruta marcada a lo largo del Neuer Garren, con esas enormes villas que daban al parque, vacías pero intactas, afortunadas supervivientes. Después de Berlín, aquello parecía un santuario, un lugar ajeno a la guerra. Jake casi esperaba ver a las típicas ancianas con sombrero paseando a sus perros por los cuidados senderos. En lugar de eso, había más rusos con ametralladoras repartidos por la orilla del lago, como si esperasen un ataque anfibio.

El palacio de Cecilienhof estaba al final del parque. Era una gran mole residencial estilo Tudor con chimeneas de ladrillo y ventanas emplomadas, un inesperado pedazo de la campiña inglesa a orillas del Jungfernsee. En las puertas del parque había apostados unos guardias, más amenazadores pero no más rigurosos que los del puente. Después, un largo camino de grava los llevó hasta el jardín de la entrada del palacio, donde a los anfitriones rusos se les unían policías militares y soldados británicos. Aparcaron cerca de una hilera de vehículos oficiales negros. Por la entrada abierta al patio interior vieron que los rusos, en una muestra de ostentación, habían plantado cientos de geranios en forma de una enorme estrella de flores rojas. Sin embargo, antes de que Liz pudiera sacar una fotografía, un oficial de enlace los hizo rodear el edificio y los llevó al jardín de atrás, que daba al lago. Allí, en la terraza que había junto a un pequeño jardín de arbustos podados con formas artísticas, habían dispuesto tres sillones de mimbre para la sesión de fotos. Un pequeño ejército de fotógrafos y cámaras de noticiario ocupaban ya sus puestos. Fumaban, colocaban trípodes y dirigían miradas incómodas a los guardias que patrullaban el recinto.

– Ya que estás aquí, más vale que me sirvas de algo -dijo Liz, y le dio a Jake dos cámaras mientras ella cargaba una tercera.

Uno de los guardias se acercó para inspeccionar las maletas.

– Bueno, ¿dónde se han metido?

– Seguramente estarán dándose el toque final con el peine -repuso Liz.

Jake imaginó a Stalin frente a un espejo, alisándose la parte de atrás del pelo para la posteridad.

Lo único que se podía hacer era esperar, así que empezó a fijarse en los detalles del edificio: las ventanas saledizas de doble altura con vistas al lago serían seguramente las de la sala de la conferencia; los ladrillos de dos colores de las numerosas chimeneas formaban curiosos dibujos. Sin embargo, nada de todo aquello escondía una historia, sólo era arquitectura. Habían cortado el césped y podado los setos, todo estaba tan pulcro como si fuera un decorado enviado desde los estudios cinematográficos de Babelsberg. A pocos kilómetros de allí, las mujeres lanzaban cadáveres a un carro entre los escombros. En el lago soplaba una leve brisa, las olas destellaban al sol como reflectores en miniatura. La vista era preciosa. Jake se preguntó si el príncipe heredero Guillermo solía cruzar el jardín, toalla en mano, para darse un chapuzón matutino. Sin embargo, el pasado le parecía tan improbable como el peine de Stalin. Ya no había allí barcas de vela, junto a la orilla sólo se veían centinelas rusos con las manos sobre sus fusiles.

Churchill fue el primero. Salió a la terraza con su uniforme caqui y su puro, hablando con un grupo de ayudantes. Después Truman, con un desenfadado traje gris cruzado, intercambiando chistes con Byrnes y el almirante Leahy. Por último, Stalin, con una deslumbrante guerrera blanca, su baja estatura empequeñecida aún más por los guardias que lo rodeaban. Se hicieron unas cuantas fotografías informales estrechándose la mano, después tomaron asiento con ánimo distendido mientras los ayudantes se arremolinaban a su alrededor para disponerlos a cada cual en su sitio. Churchill le dio el puro a un soldado. Truman se tiró de la chaqueta para que no se le subiera al sentarse. ¿Habían decidido con antelación dónde se sentaba cada cuál? Truman estaba en el medio, sus gafas de alambre reflejaban la luz cada vez que volvía la cabeza de un hombre al otro. Todos sonreían con despreocupación, como si estuvieran posando para una fotografía de grupo en una reunión de clase. Truman cruzó las piernas y dejó ver un par de calcetines de cordoncillo de seda. Las cámaras disparaban.

Jake se volvió al oír el grito. Fuerte y claro, en ruso. ¿Qué estaba pasando? Un soldado gritaba a la orilla del lago y señalaba a algo que flotaba allí cerca. Para sorpresa de todos, se metió en el agua mojándose las botas y volvió a pedir refuerzos. Algunos de los ayudantes de la terraza miraron hacia el agua y después se volvieron de nuevo hacia los fotógrafos, claramente molestos por la interrupción. Jake, fascinado, vio que los soldados rusos empezaban a tirar del cadáver hacia la orilla. Otro cuerpo flotante, como los del Landwehrkanal. Sin embargo, éste iba de uniforme, aunque a tanta distancia no se veía de qué bando. De todas formas, era más interesante que las chimeneas. Echó a andar por el césped.

Nadie lo detuvo. Todos los guardias habían dejado sus puestos y corrían hacia el cadáver, desconcertados, mirando al palacio por si recibían órdenes. El primer soldado, mojado ya hasta las rodillas, tiraba del cadáver por el barro, pero entonces dejó caer el brazo sin vida, lo agarró del cinturón para sujetarlo mejor y dio un último tirón que lo dejó sobre la hierba. El cinturón cedió de pronto. Jake vio que llevaba una especie de cartuchera que se abrió y dejó caer su contenido. Con el viento empezaron a volar sobre la hierba trozos de papel desde el lago. Jake se detuvo. No era papel, era dinero: billetes que flotaban y daban vueltas en el aire como cientos de pequeñas cometas. Durante unos instantes surrealistas, del cielo llovió dinero.

Al principio los rusos se quedaron quietos, estupefactos, pero después se lanzaron a coger al vuelo cuantos billetes podían. Una ráfaga de viento los hizo subir más alto, de modo que los guardias empezaron a saltar. Ya no eran soldados, sino niños entusiasmados recogiendo caramelos. En la terraza, todo el mundo se puso de pie para mirar. Algunos oficiales rusos corrieron a restablecer el orden entre los billetes que se esparcían ya por todo el césped. Les gritaban a los guardias, pero ellos no prestaban atención. Al contrario, se gritaban unos a otros mientras perseguían los billetes voladores o los pisaban con fuerza para atraparlos y llenarse con ellos los bolsillos. Todo ese dinero flotando como confeti. Jake cogió un billete. Marcos de la ocupación. Cientos, tal vez miles. Cuánto dinero.

Los fotógrafos empezaron entonces a romper filas y acercarse también al lago, hasta que los oficiales rusos corrieron hacia ellos y los detuvieron apuntándolos con los fusiles. Sin embargo, Jake ya estaba allí. Se acercó al cadáver. Un uniforme estadounidense, el cinturón roto en el barro, algunos billetes en el agua. Pero ¿cómo era posible que un norteamericano llegase flotando a la deriva a la orilla del jardín más vigilado de todo Berlín, y en zona rusa? Se arrodilló junto al cuerpo. Un rostro enfermizamente blanco e hinchado a causa del agua, la cadena con la identificación colgando a un lado del cuello. Jake alargó la mano para ver el nombre, pero se detuvo, estupefacto. No hacía falta. No era un soldado cualquiera. La conmoción de ver un cadáver conocido. El chico del vuelo de Francfort, el de los nudillos blancos de tanto aferrarse al banco muerto de miedo, tenía ahora los dedos estirados y arrugados.

Jake vio entonces el agujero de bala, el tejido oscurecido y apelmazado donde había estado la mancha de sangre. No salía de su asombro.

Aún oía los gritos en ruso de los guardias por detrás, pero de pronto él volvía a estar en Chicago, en un escenario del crimen, en una habitación desbaratada. Tenía los ojos abiertos y una sola bota; la otra se la había llevado el agua. ¿Cuánto tiempo llevaba muerto? Jake le palpó la mandíbula, cerrada con fuerza, pero no tenía a ningún forense a quien preguntar, nadie buscaría huellas dactilares. Entonces sintió la punta roma de un arma en la espalda.

– Schnell -ordenó el ruso, estaba claro que era la única palabra que sabía en alemán.

Jake miró hacia arriba. Otro soldado, que también lo estaba apuntando, le hacía señas para que se alejara de allí. Al ponerse en pie, le cogió la cámara y le dijo algo en ruso. El primer soldado lo empujó con el arma hasta que Jake levantó las manos y dio media vuelta. En la terraza, los ayudantes hacían entrar a los Tres Grandes a empujones. Sólo Stalin permaneció plantado en su sitio, valorando la situación con una mirada inquieta como aquélla de los escalones de la Cancillería. Una brusca ráfaga de fuego de fusil sobresaltó el aire. Unos cuantos pájaros espantados emprendieron el vuelo desde las cañas. Los hombres de la terraza se quedaron quietos un segundo y después se apresuraron a entrar en el edificio.

Jake miró al lugar del que procedían los tiros. Un oficial ruso disparaba al aire para contener el caos. En el silencio que siguió, los guardias permanecieron inmóviles mirando cómo el resto del dinero volaba hacia el Neuer Garten. De pronto parecían avergonzados, temerosos de lo que pudiera pasar a continuación; la velada que tan a la perfección habían organizado había acabado siendo infame, una deshonra. Los oficiales les ordenaron formar y se incautaron de los billetes. El ruso de Jake señaló de nuevo hacia la casa. El teniente Tully, que tenía miedo a volar. Cuatro rusos lo estaban recogiendo. Le dejaron el cinturón del dinero sobre el pecho como si fuera una prueba, pero ¿de qué? Cuánto dinero.

– ¿Podría devolverme la cámara? -dijo Jake, pero el ruso le gritó una orden y lo empujó con el arma hacia donde estaban los demás fotógrafos.

El césped estaba repleto de ayudantes que hacían volver a todo el mundo a los coches, igual que guías turísticos. Se disculpaban por la interrupción como si Tully fuera un borracho que hubiese aguado la fiesta. Los guardias rusos, apesadumbrados, contemplaban cómo se desvanecía su único golpe de buena suerte.

– Lo siento -le dijo Jake a Liz-. Se han llevado la cámara.

– Tienes suerte de que no te dispararan a ti. ¿Qué estabas haciendo allí abajo?

– Era el chico del avión.

– ¿Qué chico?

– Tully. El chico de las botas.

– Pero ¿cómo…?

– Vamos, vamos. -Un brusco policía militar-. Se acabó la diversión.

Eran los últimos del grupo que iba hacia el aparcamiento. Antes de llegar a la grava, Jake se volvió para contemplar el lago.

– ¿Qué demonios estaba haciendo en Potsdam? -se preguntó.

– A lo mejor estaba con la delegación.

Jake negó con la cabeza.

– ¿Acaso importa? Puede que se cayera al agua.

Jake se volvió hacia ella.

– Tenía un disparo.

Liz se lo quedó mirando, y luego miró a los coches con nerviosismo.

– Venga, Jake. Vayámonos de aquí.

– Pero ¿por qué Potsdam? -En el parque, unos cuantos billetes aún saltaban por la hierba como hojas esperando a ser rastrilladas-. Y con todo ese dinero.

– ¿Has conseguido algo?

Jake desarrugó el único billete que había logrado esconder en la mano.

– Cien marcos -dijo Liz-. Qué suerte. Diez dólares, nada más y nada menos.

Sin embargo, en total eran más. Miles más. Y un hombre con una bala en el pecho.

– Vamos, los demás ya se han marchado -dijo Liz.

Otra vez al centro de prensa a beber cerveza. Jake sonrió para sí, la cabeza no dejaba de darle vueltas, se había acabado recorrer la ciudad en ruinas en un estado de aturdimiento. Un crimen. El camino de entrada. Su historia de Berlín.