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Cuando Jake llegó al centro de prensa, ya había corrido la noticia.
– El hombre que estaba buscando -dijo Tommy Ottinger apareciendo sobre la máquina de escribir en la que Jake tecleaba unas anotaciones-. Lo primero que sucede en toda la semana, y tú estabas allí, sobre el terreno. ¿Cómo, por cierto?
Jake sonrió.
– Estaba sacando unas fotografías.
– ¿Y?
– Y nada. Apareció un soldado muerto en la orilla del lago.
– Venga ya, tengo que retransmitir esta noche. Tú puedes tomarte tu tiempo con Collier's. ¿Quien era?
– ¿Cómo quieres que lo sepa?
– A lo mejor le has mirado la identificación -dijo Tommy, esperando.
– Ojalá se me hubiera ocurrido.
Tommy se lo quedó mirando.
– De verdad -reiteró Jake.
– Menudo reportero.
– ¿Qué dice Ron?
– Un fulano. Sin identificación.
Jake lo miró un instante, pensando.
– Entonces, ¿por qué me lo preguntas?
– Porque no me fío de Ron. De ti sí.
– Mira, Tommy, esto es lo que sé. Ha llegado un fiambre a la orilla, yo diría que muerto desde hacía un día. Llevaba dinero encima, lo cual ha puesto a los rusos como locos. Los Tres Grandes se han marchado a toda prisa. Te daré mis notas. Aprovecha lo que quieras. El rostro de Stalin… Es una bonita nota de color. -Se interrumpió y su mirada se cruzó con la de Tommy-. Sí llevaba placas de identificación, sólo que no las miré. ¿Por qué habrá dicho Ron…?
Tommy le sonrió y se sentó.
– Porque eso es lo que hace Ron: salvar culos. De los suyos. Del ejército. Nadie quiere dejar al ejército en evidencia. Sobre todo ante los rusos.
– ¿Por qué iba a quedar en evidencia?
– Porque todavía no saben lo que tienen. Sólo que han encontrado a un soldado en Potsdam.
– ¿Y eso los deja en evidencia?
– Puede -dijo Tommy mientras encendía un cigarrillo-. Potsdam es el mayor mercado negro de todo Berlín.
– Pensaba que era el Reichstag.
– El Reichstag, Zoo Station… pero Potsdam es el principal.
– ¿Por qué?
– Porque está en zona rusa -dijo Tommy con rotundidad, sorprendido ante la pregunta-. No hay policía militar. A los rusos no les importa, ellos son el mercado negro. Compran lo que sea. En las demás zonas, la policía militar hace una redada de vez en cuando y arresta a unos cuantos alemanes sólo para guardar las apariencias. No es que importe mucho, pero los rusos ni siquiera se molestan. Todos los sábados, en la calle mayor de Potsdam.
Jake sonrió.
– Así que no había ido allí por la conferencia.
– Ni hablar.
– Y Ron no quiere que la madre lea lo de su chico en los periódicos.
– Así no. -Tommy miró al hombre que acababa de aparecer detrás de Jake-. ¿Verdad, Ron?
– Quiero hablar contigo -le dijo Ron a Jake, visiblemente molesto-. ¿De dónde has sacado el pase?
– De ninguna parte. Nadie me lo ha pedido -respondió Jake.
– Verás, hay lista de espera para conseguir un pase de prensa, y puedo hacer que tu plaza quede vacante en cuanto me dé la gana.
– Relájate. No he visto nada. ¿Ves? -Señaló al papel que estaba en la máquina de escribir-. Una estrella de geranios. Muchas chimeneas. Colorido local, nada más. A menos que tengas un nombre para darme.
Ron suspiró.
– No me presiones con eso, ¿entendido? Si los rusos descubren que había un periodista, presentarán una queja formal y tendré que sacar tu culo de aquí en el primer camión.
Jake alzó las manos.
– No volveré a ir a Potsdam, ¿de acuerdo? Ahora tómate una cerveza y dinos dónde está el cadáver.
– Lo tienen los rusos. Estamos en trámites para que nos lo entreguen.
– ¿Por qué tanta demora?
– No hay ninguna demora. Es que son rusos, joder. -Se detuvo-. Seguramente es por el dinero. Estarán intentando ver con cuánto consiguen quedarse. -Miró a Jake-. A lo mejor puedes sernos útil, ya que estuviste allí. ¿Cuánto dinero llevaba encima?
– Ni idea. Mucho. Miles de marcos. Dobla la cantidad que te digan.
– Yo salgo al aire esta noche -dijo Tommy-. ¿Vas a hacer declaraciones oficiales?
– No tengo nada oficial -dijo Ron-. Que yo sepa, el tipo se emborrachó y cayó al lago. Si crees que eso es noticia, que te aproveche. -Jake lo miró. Ni una palabra sobre la identidad del soldado. Tampoco sobre la bala. Sin embargo, Ron seguía hablando sin parar-: Daremos un comunicado en la primera sesión, dentro de un par de horas. Por si le interesa a alguien.
– Los Aliados intercambiaron afables saludos -dijo Tommy-. El generalísimo Stalin hizo unas declaraciones en las que expresó su deseo de paz perdurable. Se aprobó el orden del día de la conferencia.
Ron esbozó una sonrisa.
– Y pensar que ni siquiera estuviste allí… No me extraña que seas el mejor.
– Un soldado cayó al lago por accidente.
– Eso me han dicho. -Se volvió hacia Jake-: No salgas de la ciudad. Lo digo muy en serio.
Jake lo miró mientras se alejaba.
– ¿Cuándo acordonaron Potsdam los rusos? -le preguntó a Tommy.
– Durante el fin de semana. Antes de la conferencia. -Miró a Jake-. ¿Qué pasa?
– Que no llevaba más de un día en el agua.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Tommy, alerta.
Jake hizo un gesto vago con la mano.
– No lo sé con seguridad, pero no estaba muy abotargado.
– ¿Y qué?
– Pues que ¿cómo llegó a Potsdam, si estaba acordonado?
– Qué narices. Tú también llegaste -repuso Tommy sin quitarle ojo-. Aunque, claro, tú tienes cara de buena persona.
La música del piano salía por las ventanas abiertas. Esta vez no era Mendelssohn, sino canciones festivas estilo Broadway. En el interior, la casa estaba llena de uniformes, humo y el tintineo de las copas. Gelferstrasse era pura diversión. Jake se quedó un minuto en el recibidor contemplando la escena. El habitual murmullo de las conversaciones se entremezclaba con la música, y también se oían algunas voces rusas procedentes de un grupo situado cerca de la mesa de los embutidos. Con todo, era un cóctel sin mujeres, extrañamente desanimado a falta de alguien con quien coquetear. Los hombres estaban reunidos en grupos, unos charlando, otros sin decirse nada. Cogían copas de las bandejas que les ofrecían la pareja de ancianos y las vaciaban deprisa, como si supieran ya que no iba a haber nada mejor. El coronel Muller parecía ser el anfitrión, su canosa cabeza se movía entre la concurrencia mientras iba haciendo presentaciones. De vez en cuando algún ruso lo agarraba del hombro con afabilidad, y él se mostraba tan incómodo y fuera de lugar en ese papel como lo habría estado el juez Harvey en persona. Jake se dirigió a la escalera.
– Geismar, adelante -dijo Muller al tiempo que le daba una copa-. Siento que hayamos tenido que ocupar el comedor, pero hay muchísima comida. Sírvase cuanto guste.
En la mesa del comedor, que habían retirado contra la pared, quedaban aún montañas de jamón, salami y pescados ahumados: todo un banquete.
– ¿Qué se celebra?
– Hemos invitado a los rusos -explicó Muller. Parecía que hablase de una pareja-. Les gustan las fiestas. Ellos nos invitan a Karlshorst, nosotros los invitamos aquí. Una vez cada uno. Engrasa los engranajes.
– Con vodka.
Muller sonrió.
– Tampoco le hacen ascos al whisky.
– Mejor lo dejamos para otro día. No hablo una palabra de ruso.
– Algunos hablan alemán. De todas formas, dentro de un rato importará bien poco. Siempre resulta algo incómodo al principio -dijo, contemplando la fiesta-, pero después de unas cuantas copas ellos te dicen algo en ruso, tú les asientes, ellos se ríen y todos somos buenos amigos.
– Aliados y hermanos.
– La verdad es que sí. Para ellos esto es importante. No les gusta que les demos de lado, así que intentamos no hacerlo. -Cogió una copa-. Esto no es lo que parece, es trabajo.
Jake levantó su copa.
– Y alguien tiene que ocuparse de ello.
Muller asintió con la cabeza.
– Eso es, alguien tiene que ocuparse de ello. Nadie me dijo nunca que acabaría dando de beber a un grupo de rusos, pero es lo que hay, así que eso hago. No me vendría mal una cara nueva para animar un poco la reunión. -Sonrió-. Además, me debe usted un favor. El teniente Erlich dice que es deber mío vigilarlo, pero yo pienso dejarlo correr.
– ¿Su deber?
– ¿Me pregunta que quién soy? Supongo que no nos han presentado, con el congresista dando discursos… Coronel Muller. Fred -dijo, tendiendo una mano-. Trabajo para el general Clay.
– ¿En calidad de qué?
– Estoy al cargo de algunos departamentos funcionales. Los pongo a raya cuando hace falta. El teniente Erlich es uno de ellos.
Jake sonrió.
– Alguien tiene que ocuparse.
Muller volvió a asentir con la cabeza.
– Los cambiaría por los rusos sin pensármelo dos veces. Son susceptibles, pero no escriben a casa. Ustedes dan muchos más quebraderos de cabeza.
– Entonces, ¿por qué piensa dejarlo correr?
– ¿Que fuera usted a Potsdam? Normalmente no lo haría, pero no veo que le haya hecho daño a nadie. -Hizo una pausa-. Serví con el general Patton, y él decía que veláramos por usted, que era un buen amigo del ejército.
– Todo el mundo es amigo del ejército.
– A juzgar por la prensa de Estados Unidos, nadie lo diría. Vienen aquí sin la menor idea de nada y se dedican a señalar con el dedo para hacerse notar.
– A lo mejor yo también soy como ellos.
– A lo mejor, pero un hombre que ha pasado meses con el ejército sabe pararse a considerar todas las implicaciones en lugar de intentar hacer una montaña de un grano de arena -repuso Muller.
Jalee miró por encima del borde de su copa.
– He encontrado un cadáver, y hasta ahora nadie me ha preguntado nada al respecto. ¿Es ése el grano de arena en el que está pensando?
Muller le devolvió la mirada.
– De acuerdo, yo le preguntaré. ¿Hay algo que debiéramos saber?
– Sé que murió de un tiro. Sé que llevaba un dineral en metálico. Puede que sea un buen amigo del ejército, pero si intenta hacerme callar será como azuzar a un perro con un trozo de carne roja. Empiezo a sentir curiosidad.
Muller suspiró.
– Nadie intenta ocultar nada. -Miró la fiesta, luego otra vez a Jake-. Pero tampoco piensan hacer nada. Hay casi doscientos reporteros destinados en Berlín, y todos buscan algo sobre lo que escribir. Van a visitar el bunker, se acercan a Zoo Station para hacer negocios con cigarrillos y, sin saber muy bien cómo, ya se han metido en el mercado negro. A lo mejor todo el mundo está un poco metido. Lo que es corriente aquí no tiene por qué serlo en Estados Unidos.
– ¿Es corriente morir de un disparo?
– Más de lo que cree -contestó Muller con desaliento-. Aquí la guerra no ha acabado. Mírelos -dijo señalando a los rusos-. Están brindando. Sus hombres siguen aún por toda la ciudad, borrachos casi siempre. La semana pasada, un grupo de rusos que iban en un jeep empezaron a hacer señas con los fusiles en Hermannplatz, en nuestra zona, y en un abrir y cerrar de ojos uno de nuestros policías militares se puso a disparar y aquello acabó en un tiroteo. Tres muertos. Uno nuestro. Así que presentamos una queja a los rusos y ellos presentan otra a su vez, pero sigue habiendo tres muertos. Es corriente.
Se volvió para mirar a Jake con ojos afables.
– Mire, aquí no somos santos. ¿Sabe qué hace un ejército de ocupación? Ocupar. Los soldados realizan labores de vigilancia apostados frente a edificios. Lo único que tienen es tiempo. Así que refunfuñan, persiguen a las chicas y se ganan un dinero extra vendiendo sus raciones del economato militar, cosa que se supone que no deben hacer. Pero ellos se creen con derecho, han ganado la guerra, y a lo mejor tienen razón. A veces se meten en líos. A veces incluso acaban recibiendo un tiro. Esas cosas pasan. -Se interrumpió un instante-. No tiene por qué ser un incidente internacional. Tampoco tiene por qué dar mala imagen del ejército. Es lo que sucede aquí.
– Pero redactarán un informe, ¿verdad? Tampoco es tan corriente.
– Y usted querrá leerlo.
– Siento curiosidad, nada más. Nunca había encontrado un cadáver.
Muller le dirigió una mirada inquisitiva.
– Puede que tarde un tiempo. Todavía no sabemos quién es.
– Yo sí lo sé.
El coronel lo miró fijamente.
– Pensaba que no llevaba ninguna identificación.
– Lo conocía. Vinimos en el mismo avión. Teniente Tully.
Muller se lo quedó mirando sin decir nada, después asintió lentamente con la cabeza.
– Venga mañana a mi despacho. Veré qué puedo hacer. Elssholzstrasse.
– ¿Dónde está eso?
– En Schöneberg, detrás de Kleist Park. Los chóferes lo sabrán.
– ¿En el antiguo Tribunal Supremo?
– Eso es -contestó Muller con asombro-. Es lo mejor que hemos podido encontrar, no sufrió muchos daños. A lo mejor Dios siente debilidad por los jueces. Aunque sean jueces nazis.
Jake esbozó una sonrisa.
– Por cierto, ¿le han dicho alguna vez que…?
– Sí, ya lo sé, el juez Harvey. Supongo que podría ser peor. No lo sé, no he visto sus películas. -Miró a Jake-. Mañana, entonces. Con eso ya son dos los favores que me debe. Ahora venga a conocer a algunos rusos, parece que la noche se está animando. -Hizo un gesto en dirección al comedor, donde el piano había cambiado a Cole Porter por una grandilocuente tonada rusa-. Ellos son la auténtica historia de Berlín, ¿sabe? Hace dos meses que lo dirigen todo, es su ciudad. Y mire cómo está. Recuérdeme que mañana le enseñe otro informe, sobre mortalidad infantil. Seis de cada diez bebés morirán durante este mes. Puede que más. Morirán. Claro, eso es política. El escándalo vende periódicos.
– Yo no busco escándalos -dijo Jake con una voz calmada.
– ¿No? Pues puede que los encuentre -repuso Muller, de nuevo cansado-. Supongo que ese teniente suyo no se traía nada bueno entre manos, pero, si quiere saber mi opinión, el auténtico escándalo no es ése. Seis de cada diez, y no un solo soldado. En Berlín la vida vale muy poco. ¿Por qué no prueba con esa historia? De ésa tengo todos los datos que necesita. -Se detuvo, recobró la compostura y vació su vaso-. Bueno, vayamos a fomentar un poco la cooperación entre Aliados.
– No parece que les vaya nada mal -dijo Jake con ánimo conciliador-. Esto se está convirtiendo en una fiesta rusa.
– Siempre es así-dijo Muller-. Nosotros sólo ponemos la comida.
Sin embargo, el idioma había dividido la fiesta en sus dos propias zonas de ocupación. Los rusos le dirigían a Jake educados gestos de cabeza, intentaban pronunciar un par de palabras en alemán y volvían otra vez a beber sin parar. El piano estaba de nuevo en territorio estadounidense con The Lady is a Tramp, pero el músico ruso no se apartaba de la espalda del pianista, dispuesto a reclamar otra vez las teclas para su bando. Incluso las risas, cada vez más sonoras, parecían provenir de distintos focos, separadas por chistes intraducibies. Sólo Liz, que llegó deslizándose entre los presentes y le dedicó un rápido guiño a Jake, logró reunidos a todos. De pronto, unos y otros arrastraron sus ansiosos uniformes aliados y la rodearon como si fuera Escarlata O'Hara. Jake miró en derredor con la esperanza de encontrar a Bernie y sus cuestionarios, pero, en lugar de eso, fue interceptado por un ruso fornido y cubierto de medallas que sabía hablar inglés y que, de forma sorprendente, también lo conocía a él.
– Viajó usted con el general Patton -dijo con ojos resplandecientes-. Leí sus reportajes.
– ¿De veras? ¿Cómo es eso?
– Verá, no está prohibido leer a nuestros aliados. -Asintió con la cabeza-. Sikorsky -dijo a modo de presentación. Su voz tenía acento pero era animosa y segura, dones conferidos por el rango de oficial-. En este caso, confieso que nos interesaba saber dónde estaban ustedes. Un soldado enérgico, el general Patton. Llegamos a pensar, incluso, que seguiría avanzando hasta Rusia. -Su rostro, carnoso pero sin papada, adoptó una expresión de buen humor-. Leí su descripción del campo de concentración de Dora. Antes de que el general se retirara otra vez a su zona.
– No creo que por aquel entonces pensara mucho en qué zona estaba. Sólo pensaba en los alemanes.
– Desde luego, dice bien -apuntó Sikorsky con cortesía-. Vio usted Nordhausen. Yo también. Un lugar extraordinario.
– Sí, extraordinario -dijo Jake.
Una palabra absurdamente inapropiada.
La fábrica subterránea de misiles: dos gigantescos túneles que se internaban en la montaña, surcados de pozos abiertos por cadáveres vivientes con pijama a rayas.
– Muy ingenioso, ubicar la fábrica allí, a salvo de las bombas. «¿Cómo lo habrán hecho?», nos preguntamos.
– Con trabajo de esclavos -apuntó Jake con una voz átona.
– Sí -dijo el ruso, asintiendo con solemnidad-. Aun así, es extraordinario. Lo bautizamos como «la cueva de Aladino».
Líneas de producción enteras, algunos misiles V-2 todavía allí, ya montados, talleres de maquinaria y túneles llenos de componentes, con paredes de roca que goteaban a causa de la humedad. Cadáveres tirados en rincones oscuros porque nadie se había molestado en sacarlos de allí en la desesperación de los últimos días.
– Claro está que -iba diciendo el ruso-, cuando llegamos nosotros, en la cueva ya no había ningún tesoro. ¿Qué cree usted que sucedería?
– No lo sé. Los alemanes debieron de llevárselo todo a otra parte.
– Hmmm. ¿Adonde? ¿Usted no llegó a ver nada?
Sólo la interminable hilera de camiones estadounidenses que transportaban el botín al oeste: cajas de documentos, toneladas de equipo, componentes de misiles cargados en los tráilers. Lo había visto todo, no había informado de nada; petición del general. Así se convirtió en buen amigo del ejército.
– No. Vi dónde ejecutaban a los prisioneros. Con eso me bastó. Y los campos de concentración.
– Sí, lo recuerdo. La mano que no se podía quitar de encima.
Jake se lo quedó mirando, atónito.
– Sí que leyó el artículo.
– Bueno, verá, es que Nordhausen nos interesaba. Menudo enigma. Tanto material, y desaparecer así… ¿Cómo se dice? ¿Como por ensalmo?
– En tiempos de guerra suceden cosas extrañas.
– También en tiempos de paz, creo yo. En nuestra fábrica de Zeiss, por ejemplo, cuatro personas. -Levantó cuatro dedos-. Desaparecieron, sin más. Otro truco de magia.
– ¿Contando batallitas, Vassily? -dijo Muller, que se les unió entonces.
– El señor Geismar no estaba enterado de lo de la fábrica de Zeiss. Me ha parecido que podía interesarle.
– Bueno, Vassily, eso mejor lo reservamos para la reunión del Consejo. No podemos controlar lo que hace la gente. A veces deciden marcharse por su cuenta.
– A veces les facilitan el transporte -repuso enseguida el ruso-. Nacht und Nebel. -«Noche y niebla», como los antiguos arrestos nocturnos.
– Esa técnica era de Himmler -adujo Muller-. No del ejército norteamericano.
– Aun así, uno oye historias. Y desaparece la gente.
– También nosotros oímos cosas -dijo Muller con precaución-, en la zona americana. Berlín está lleno de rumores.
– Pero ¿y si fueran ciertos?
– Este no lo es -contestó el coronel.
– Ah -repuso el ruso-. O sea que es un misterio. Igual que Nordhausen -dijo dirigiéndose a Jake, después levantó la copa vacía en un extraño brindis y se marchó educadamente a por una llena.
– ¿A qué ha venido eso? -preguntó Jake.
– Los rusos nos acusan de secuestrar a algunos científicos de su zona.
– Cosa que no haríamos jamás.
– Cosa que no haríamos jamás -repitió Muller-. Ellos sí, no obstante, de modo que siempre sospechan lo peor. No han dejado de secuestrar a gente, sobre todo por motivos políticos. Ya no tanto como al principio, pero siguen haciéndolo. Nosotros presentamos quejas, así que ellos también.
– Como lo de invitarse a unas copas unos a otros.
Muller sonrió.
– En cierta forma.
– ¿Qué es Zeiss?
– Material óptico. Miras de bomba, lentes de precisión. En eso los alemanes están mucho más avanzados que nosotros.
– No por mucho tiempo.
Muller se encogió de hombros.
– Usted nunca descansa, ¿verdad? Esta vez no puedo ayudarlo. Unos ingenieros decidieron marcharse, eso es cuanto sé de la historia, si es que hay una historia. Personalmente, no culpo a nadie que quiera salir de la zona rusa.
– De modo que nuestro amigo está jugando al despiste.
– Es lo que se le da mejor. No se deje engañar. El hecho de que hable inglés no implica que sea un amigo.
– ¿Quién es exactamente?
– ¿Vassily? El general Sikorsky. Está en el Consejo. Hace un poco de todo, igual que todos los camaradas, pero nuestros chicos de contraespionaje lo conocen, así que siempre he pensado que está metido ahí. Puede que incluso haya secuestrado él mismo a un par. De él, no me extrañaría.
– O sea que será mejor que me ande con cuidado.
– ¿Usted? -Muller sonrió, divertido-. No se preocupe. Ni siquiera los rusos querrían a un reportero.
Un grupo de soldados se habían puesto a cantar. Jake recorrió el salón y se acercó a la cristalera, que estaba abierta para dejar salir el humo. Todavía había luz, la noche era tardía en el verano septentrional. Jake miró el jardín de barro en el que debiera haber césped y sillas de lona, pero que estaba pisoteado y sin rastro de vegetación, como todo Berlín. También en Nordhausen había visto lodo, tanto que los camiones resbalaban en él y salpicaban a los equipos de trabajo cuando arrancaban para llevarse los tesoros de Aladino. Nada de Nacht und Nebel, sólo unidades enteras de soldados que mascaban chicle mientras cargaban en convoys el botín de acero para llevarlo al oeste. ¿Dónde estarían ya? En algún lugar al otro lado del Rin, o puede que en Estados Unidos, preparándose para la siguiente guerra. Si preguntase ahora, le dirían que jamás había sucedido. Un truco de magia. Él había dejado pasar la noticia sin remordimientos, gustoso de complacer, porque siempre había otras. Hasta que de pronto todas las grandes historias de la guerra desaparecieron y no dejaron más que escombros.
– Eh, Jackson -dijo Liz, de pie en el umbral, indecisa, como si temiera interrumpir algo-. ¿Qué pasa?
– Nada. Discutía conmigo mismo.
– ¿Quién ha ganado? -preguntó ella al tiempo que se acercaba.
Jake sonrió.
– Mis mejores instintos.
– Debe de haber sido por poco. -Encendió un cigarrillo y le ofreció uno a él-. ¿Has sido blanco de muchas críticas?
– No demasiado. Nadie parece creer que sea nada especial. No entienden por qué me importa.
– ¿Por qué te importa?
Jake se encogió de hombros.
– Una vieja superstición. Si te cae del cielo una historia, da mala suerte desperdiciarla.
– Una vieja superstición.
Liz resopló.
– Siento lo de la cámara.
– No, la he recuperado. Un ruso muy simpático la ha llevado al centro de prensa. Por lo visto creía que saldría con él en señal de gratitud.
– Tengo entendido que antes ni preguntaban. -La miró-. Ojalá la hubiera usado, por si necesito pruebas de que murió de un disparo.
– ¿Lo niegan?
– No, pero tampoco lo pregonan, y no sé por qué. Un soldado muerto de un disparo en la zona rusa… Yo diría que tendrían que estar subiéndose por las paredes. Se pasan la mitad del tiempo gritándose unos a otros. -Señaló con el pulgar en dirección a la fiesta-. ¿Por qué esta vez no?
Liz sacudió la cabeza.
– No quieren armar escándalo mientras se celebra la conferencia.
– No, conozco el ejército. Aquí hay algo… raro. No disparan a nadie sin motivo. ¿Qué estaba haciendo allí? Tú lo conociste. ¿Te dijo algo en el avión?
– No -respondió ella-. Estaba demasiado ocupado intentando que no se le volviera el estómago del revés.
– También he pensado en eso. ¿Por qué volaría, si tanto lo detestaba? ¿Qué era tan importante para hacerlo subir a un avión?
– Venga, Jake, hay mucha gente que vuela. A lo mejor era una orden. Está en el ejército, ¿no?
– Estaba. Si cumplía órdenes, ¿por qué no fue nadie a recibirlo? ¿Lo recuerdas, en el aeropuerto?
– Francamente, no.
– ¿Dónde se metió? Todo el mundo tenía un coche esperando. -Tomó aliento-. Aquí pasa algo.
Liz suspiró.
– Está bien, como tú quieras, Sherlock. ¿Vas a necesitar fotografías? Es algo fuerte para Collier's.
Jake sonrió.
– A lo mejor. También tengo otra cosa en mente. -Liz enarcó las cejas-. Localizar al antiguo personal de la radio y ver qué ha sido de ellos. Historias de Berlín. Esas fotos sí que las querrán publicar, si te interesa.
– Buena idea. Viejos amigos -comentó-. ¿No sólo una?
– No -repuso él, sin hacer mucho caso-. A todos a los que pueda encontrar. Quiero saber qué sucedió en la ciudad, no sólo en el búnker. En cuanto al otro asunto… No sé, a lo mejor tienes razón y no es nada. -Hizo una pausa para pensar-. Salvo por el dinero. Donde hay tanto dinero, siempre hay una historia.
Liz tiró el cigarrillo y lo apagó con el pie.
– Bueno, tú sigue discutiendo contigo mismo. Ya me dirás cómo acaba la cosa. Me parece que tengo que irme -dijo mirando al interior.
– ¿Otra vez?
– ¿Qué voy a hacerle si soy popular? -Justo en ese momento, un soldado alto y de rostro ligeramente familiar se acercó a la puerta-. Enseguida estoy contigo -le dijo Liz, dejando claro que no quería que saliera.
El soldado levantó su botella de cerveza y volvió a la sala.
– ¿El afortunado?
– Todavía no, pero dice que conoce un buen club de jazz.
– Seguro que sí. -Jake miró por la puerta-. Ah -dijo, cayendo en la cuenta-, el chófer del congresista. Liz.
– No seas esnob -repuso ella, algo aturullada-. De todas formas, no es chófer, es oficial.
– Y caballero.
– ¿Lo es alguno de vosotros? Al menos éste no habla con la boca llena.
Jake se echó a reír.
– Suena muy prometedor.
– No -dijo Liz mirándolo-. Eso es cuando alguien vuelve a por ti cuatro años después, pero me conformaré con él.
Jake se dispuso a seguirla al interior, pero una ráfaga de carcajadas lo interceptó en la puerta como una racha de aire caliente, y decidió dar media vuelta. Quería estar de nuevo en su Berlín y beberse una cerveza en un jardín de luces tenues, no en esa extraña reunión de buena voluntad aliada y copas que entrechocaban como espadas de esgrima. Sin embargo, a lo mejor ese Berlín había desaparecido hacía años. Debía de estar empaquetado en los sótanos, junto con los farolillos de jardín.
Atravesó el lodazal y abrió la verja de atrás. Un sendero que apenas era lo bastante ancho para ser un callejón lo llevó hasta la siguiente. Todas las casas estaban en silencio, por las ventanas no se oían las conversaciones de la cena ni ninguna radio, como si los edificios estuvieran agazapados a la espera de que el ruido de la fiesta de Gelferstrasse se convirtiera en una reyerta, otro ataque que pasaría. En ese silencio podía uno oír sus propios pasos.
Enfiló una de las estrechas calles que llevaban a la zona del Instituto, donde las calles no tenían nombres de generales ni de Hohenzollern, sino de científicos. Farradayweg. Allí había trabajado Emil, a kilómetros de distancia de Pariserstrasse, en su propio mundo. El barrio conservaba aún ese aire de frondoso enclave universitario, pero ahora las ventanas estaban rotas y el edificio de Química había quedado medio carbonizado y sin tejado. Al final de la calle vio un moderno edificio de ladrillos en el que había luz. El Instituto estaba a oscuras, pero el edificio principal seguía en pie. Thielallee. Un disparate de edificio, enorme, con torreones redondos acabados en punta en todas las esquinas, como yelmos de kaiser, Pickelhauben, Subió los escalones para verlo más de cerca. A lo mejor seguía abierto, quizá pudiera preguntar allí al día siguiente.
– Nein, nein!
Jake se quedó helado. En aquel silencio, una voz era tan alarmante como un disparo. Se volvió y vio a un anciano que paseaba a un perro escuálido. Llevaba chaqueta de tweed y sombrero de cazador, como si esperase que la noche estival fuese a refrescar. El animal, una perra, profirió un ruido que no llegó a ser un gruñido y después, sin fuerzas para nada, se apoyó en la pierna de su amo. El hombre dijo que no con el dedo en dirección a Jake, como corrigiéndolo, y luego señaló al edificio de ladrillo que había al otro lado del cruce.
– Kommandatura -dijo en voz alta, señalando de nuevo-. Kommandatura. -Pronunció despacio cada sílaba, instrucciones para un extranjero perdido.
– No, busco el Instituto -dijo Jake en alemán.
– Está cerrado -dijo el hombre automáticamente, aunque esta vez fue él quien se quedó atónito al oír alemán.
– Sí. ¿Sabe cuándo abre por la mañana?
– No abre. Está cerrado. Kaputt. -Agachó la cabeza en un acto reflejo de cortesía-. Perdóneme, me había parecido que… Creía que un americano buscaría la Kommandatura.
– ¿ La Kommandatura de Berlín? -preguntó Jake, acercándose antes de que el anciano pudiera marcharse-. ¿Es aquello? -Miró hacia el edificio de ladrillo y entonces reparó en las banderas y las luces que iluminaban el interior. Delgados pilares cuadrados guardaban la entrada-. ¿Qué era antes?
La perra empezó a olisquearle la pierna, y Jake se inclinó un poco para acariciarla. Ese gesto pareció sorprender más al anciano que el hecho de que hablara alemán.
– Una compañía de seguros -explicó-. Seguros contra incendio. Como ve, parece un chiste. Fue el único edificio que no ardió. -Miró a la perra, que seguía olfateando la mano de Jake-. No se preocupe, no le hará nada. Ya no le quedan muchas energías. Es por la comida, ¿sabe? Tengo que compartir mi ración con ella, y no nos basta.
Jake se levantó y vio entonces la delgadez extrema del hombre, un cruel ejemplo de ese viejo dicho de que los amos se parecen a sus mascotas. Sin embargo, las sobras de Gelferstrasse quedaban a manzanas de distancia. En lugar de eso, sacó una cajetilla.
– ¿Un cigarrillo?
El anciano aceptó uno y se inclinó.
– Gracias. ¿No le importa que lo reserve para más tarde? -dijo mientras lo guardaba con cuidado en un bolsillo.
– Tenga. Reserve ése y fúmese uno conmigo -comentó Jake, que de pronto necesitaba compañía.
El anciano se lo quedó mirando con asombro, era un regalo caído del cielo. Asintió con la cabeza y se inclinó hacia el mechero.
– Está usted a punto de ver algo interesante en Berlín: un cigarrillo que alguien acaba fumando de verdad. Otro chiste. Uno se lo vende a otro, ese otro a otro más, pero ¿quién se lo fuma? -Dio una calada y después le puso una mano en el brazo a Jake-. Perdóneme. Estoy algo mareado. Gracias. ¿Cómo es que habla usted alemán? -preguntó, por dar conversación. El tabaco le había soltado la lengua.
– Viví en Berlín antes de la guerra.
– Ah. Su alemán deja mucho que desear, ¿sabe? Tendría que estudiar. -Voz de aula.
Jake se echó a reír.
– ¿Cuánto me cobraría?
– Cinco marcos, a lo mejor. Es para ella. -Miró a la perra-. Yo no me quejo. Las cosas son como son, pero me resulta difícil verla así. «¿Cómo puede dar de comer a un perro -me dicen- cuando la gente pasa hambre?» Pero ¿qué voy a hacer? ¿Dejarla morir? ¿A una inocente? ¿Quién más es inocente en Berlín? Eso es lo que les digo yo: «Cuando eres inocente, alguien te da de comer». Con eso les callo la boca. Son los peores, los faisanes dorados.
Jake se lo quedó mirando, perdido, preguntándose si no se habría encontrado en la calle a un loco y no a un anciano.
– ¿Los faisanes dorados?
– Los miembros importantes del partido. Ahora, por supuesto, no saben nada. «Vosotros nos habéis hecho esto -les digo yo-, «¿y queréis comer? Antes le daría de comer a un perro. A un perro.»
– O sea que aún andan por ahí.
El anciano esbozó una sonrisa torcida.
– No, en Berlín ya no hay nazis. Ni uno. Sólo socialdemócratas. Muchísimos, todos estos años. ¿Cómo pudo sobrevivir el partido con tanta gente en contra? Bueno, hay que preguntárselo. -Dio otra calada y se quedó mirando la brasa candente-. Ahora todos son socialdemócratas. Qué cabrones. A mí me echaron. -Miró hacia el edificio del Instituto-. Años de trabajo. Ahora ya no lograré acabarlo, jamás. Está kaputt.
– ¿Es usted judío?
El viejo resopló.
– Si fuese judío, estaría muerto. Tuvieron que marcharse enseguida. A los demás nos dejaron respirar un tiempo con la esperanza de que nos uniéramos a ellos. Después fue una orden: o miembro del partido o fuera. Así que me despidieron. Yo sí que era socialdemócrata. -Sonrió-. Claro que seguramente no me creerá, pero puede comprobarlo en los archivos 1938.
– ¿Trabajaba en el Instituto? -preguntó Jake con súbito interés.
– Desde 1919 -respondió el hombre con orgullo-. Verá, después de la epidemia de gripe quedaron plazas vacantes, así que tuve suerte. Por aquel entonces estar ahí dentro sí era algo. Qué tiempos. Recuerdo cuando nos trajeron las mediciones del eclipse. Para comprobar la teoría de Einstein -añadió, como un profesor benévolo, al ver la expresión de incomprensión de Jake-. Si la luz tenía masa, la gravedad combaría los rayos. La luz de las estrellas. El eclipse hizo que fuera posible realizar la medición. Einstein dijo que la desviación sería de 1,75 segundos de arco. Y ¿sabe de cuánto fue? De 1,62. Así de cerca estuvo. ¿Se lo imagina? En ese instante, todo cambió. Todo. Newton se equivocaba. El mundo entero cambió, aquí, en Berlín. Justo ahí. -Extendió el brazo en dirección al edificio mientras su voz continuaba hablando como en una ensoñación particular-. Y, después, ¿qué? Champán, claro, pero también conversación… Pasamos toda la noche conversando. Creíamos que seríamos capaces de cualquier cosa. Eso sí que era ciencia alemana. Hasta que llegaron esos gángsters y, entonces, todo por la ventana…
– Yo tenía un amigo en el Instituto -dijo Jake, interrumpiendo al anciano antes de que pudiera seguir su disertación-. Estoy intentando dar con él. Por eso… Tal vez usted lo conociera. ¿Emil Brandt?
– ¿El matemático? Sí, claro. Emil. ¿Era usted amigo suyo?
– Sí -dijo Jake. Su amigo-. Esperaba que alguien supiera dónde se encuentra. ¿No sabrá usted…?
– No, no. Han pasado muchos años.
– Pero ¿sabe qué fue de él?
– No sabría decirle. Me fui del Instituto, como comprenderá.
– Y él se quedó -dijo Jake despacio, reconstruyendo las fechas-. Pero él no era nazi.
– Amigo, cualquiera que estuviera allí después de 1938… -Al ver la expresión de Jake, se detuvo y apartó la mirada-. Aunque a lo mejor él fue un caso especial. -Tiró el cigarrillo-. Gracias de nuevo. Ahora tengo que darle las buenas noches. Por el toque de queda.
– Yo lo conocía -dijo Jake-. El no era así.
– ¿Así cómo? ¿Como Goering? Mucha gente se afilió, no sólo los canallas. La gente hace lo que tiene que hacer.
– Usted no.
El anciano se encogió de hombros.
– ¿Y de qué sirvió? Emil era joven. Una mente privilegiada, eso lo recuerdo. Veía los números mentalmente, no sólo sobre el papel. ¿Quién puede decir que esté bien dejar el trabajo por cuestiones políticas? A lo mejor él amaba más la ciencia. Y al final… -Se interrumpió para mirar de nuevo al edificio, después otra vez a Jake-. A usted eso le incomoda. Me doy cuenta. Deje que le diga una cosa, por el precio de un cigarrillo. ¿Lo del eclipse? ¿En 1919? El Freikorps luchaba por entonces en las calles. Yo mismo vi cadáveres de espartaquistas en el Landwehrkanal. ¿Quién lo recuerda ahora? Es política pasada, una nota al pie. En ese edificio, sin embargo, cambiamos el mundo. Así que ¿qué es lo importante? ¿Un carnet de partido? Yo no juzgo a su amigo. No todos somos criminales.
– Sólo los faisanes dorados.
Una leve sonrisa que le daba la razón.
– Sí. A ellos no los perdono. Tampoco soy un santo.
– De todas formas, ¿qué quiere decir eso de faisanes dorados?
– Quién sabe. Plumas relucientes, los uniformes. Sus esposas se marcharon con sus abrigos de pieles antes de que llegaran los rusos. A lo mejor es porque salieron volando de los arbustos en cuanto oyeron los primeros disparos. Ja -rió su propio chiste-. A lo mejor por eso ya no hay nazis en Berlín. -Se detuvo y volvió a mirar a Jake-. Era una formalidad, ¿comprende? Sólo una formalidad. -Inclinó el sombrero-. Buenas noches.
Jake se quedó un minuto frente al lúgubre Instituto, intranquilo. Emil debió de afiliarse. No habría muchas excepciones. ¿Por qué se sorprendía? Millones de personas lo habían hecho. Era una formalidad. Sólo que Jake no lo había sabido. Fue algo que nunca le dijo, durante todo aquel tiempo. Un hombre agradable y de ojos dulces, callado en las fiestas, cohibido, que veía los números mentalmente… Alguien en quien Jake no pensaba nunca. No un nazi, sino uno de los alemanes buenos. De pie, rodeando a Lena con un brazo. ¿Lo había sabido ella? ¿Cómo pudo no contárselo a su mujer? ¿Cómo pudo ella quedarse con él, sabiéndolo? Sin embargo, es lo que había hecho.
Estaba oscureciendo, así que echó a andar por Thielallee. Un jeep aparcó frente a la Kommandatura y de él bajaron dos soldados con maletines que subieron corriendo los escalones de la entrada. Política actual, que pronto estaría tan pasada como el Freikorps. ¿Qué era lo importante? La gente hacía lo que tenía que hacer. Ella se había quedado. Jake se había ido. Así de simple. Sólo que Emil ya no era tan simple, lo cual cambiaba las cosas. ¿Lo había sabido Lena todas esas tardes, cuando corrían las cortinas para aislarse de Berlín?
De pronto Jake se sintió desorientado. Su mapa mental adquiría un nuevo trazado, igual que las calles de la ciudad, que ya no estaban donde se suponía que debían estar. Torció a la derecha desde Thielallee y, desconcertado, vio que se había perdido, literalmente. Aquella bocacalle no conectaba con Gelferstrasse, como él pensaba. «Y además tu alemán deja mucho que desear», se dijo, sonriendo. Sin embargo, él nunca había conocido bien esa parte de la ciudad, allí las calles siempre habían estado donde estaban. Era en el otro Berlín, el que él había conocido, donde hacía falta brújula para no perderse, una aguja atraída por esa gravedad lo bastante fuerte para doblegar la luz de las estrellas.
Casi todos los demás edificios de Elssholzstrasse se habían derrumbado, así que la sede del Consejo de Control parecía más enorme todavía. Un gigantesco bloque de piedra, de estilo prusiano, con una sombría fachada que debió de parecer una parada apropiada en los viejos tiempos de los tribunales, cuando los jueces del interior, todos ellos miembros del partido, sentenciaban a sus víctimas a cárceles peores. La entrada principal, no obstante, la del camino que daba a Kleist Park, presentaba un rostro más amable. Altas puertas con vidrieras flanqueadas por tallas de ángeles flotantes que miraban hacia abajo, donde en tiempos había habido un jardín bordeado de setos, en dirección a dos columnatas simétricas que había al otro lado; un inesperado pedazo de París. En aquel lugar reinaban el bullicio y el ajetreo -los coches hacían crujir la grava, un grupo de trabajadores reparaban el tejado, caía alguna que otra teja abajo-, parecía una casa de campo preparándose para una gran fiesta de fin de semana. Encima de la entrada ondeaban las cuatro resplandecientes banderas de los Aliados, y en la puerta había apostados guardias de la 82ª División Aerotransportada, con polainas blancas y cascos relucientes. Estaban arreglando incluso el jardín polvoriento: un destacamento de prisioneros de guerra alemanes, con letras estarcidas en la espalda, pasaban el rastrillo mientras un puñado de aburridos soldados estadounidenses montaban guardia a su alrededor, tomando el sol. Jake siguió a un grupo de fornidas rusas de uniforme por un vestíbulo con arañas de luces, y subió con ellas una majestuosa escalera de mármol digna de la entrada de un teatro de la ópera. Para su sorpresa, Muller en persona salió a recibirlo.
– Me ha parecido que le gustaría echar un vistazo -dijo Muller mientras lo guiaba pasillo abajo-. Aún estamos intentando ponerlo todo en orden. El edificio estaba muy dañado.
– Puede que no lo suficiente, teniendo en cuenta lo que era.
– Bueno, hay que aprovechar lo que se puede. Es el edificio más grande que hemos encontrado. Más de cuatrocientas salas, dicen, aunque no sé quién las ha contado. Aquí estará el Consejo.
Abrió la puerta de una estancia enorme, convertida ya en una sala de reuniones con largas mesas dispuestas en cuadrado. En cada esquina, cerca de sus respectivas banderas, había una mesa con una máquina de taquigrafía para las secretarias. Un montón de ceniceros y cuadernos de notas esperaban a ser distribuidos.
– Nadie ha estado aquí todavía -dijo Muller-. Es usted el primero, puede que le guste saberlo.
Jake miró a la sala vacía con la sensación de estar de nuevo en Cecilienhof, contando chimeneas.
– ¿No hay sección de prensa?
– No hay sección de prensa. No queremos dar pie a discursos… y es difícil resistirse cuando la prensa anda cerca. Les das un público y no pueden evitarlo. Queremos sesiones de trabajo.
– Agradables y en privado.
– No. -Señaló con la cabeza a las mesas de los taquígrafos-. Habrá actas. El consejo se reunirá una vez al trimestre -prosiguió-. El Comité de Coordinación una vez al mes, los subcomités… bueno, continuamente. Hay mucho que hacer.
Jake pasó un dedo por el montón de cuadernos de notas.
– Está todo organizado.
– Sobre el papel -apuntó Muller, y se apoyó en la mesa de espaldas a la ventana, de manera que su pelo plateado pareció adquirir un halo luminoso-. En realidad nadie sabe cómo funcionará. Hasta que empecemos. Vamos improvisando a medida que avanzamos. Nadie había planeado esto de gobernar el país. -Reparó en que Jake enarcaba las cejas-. Así no. Habían formado a unas cuantas personas, en algún lugar de Virginia, para ayudar a los alemanes con la transición -dijo, alargando la palabra-. Transición. No sé qué esperaban. Lo mismo que en la última guerra, supongo. Un tratado de paz, entregar el país a los buenos y volverse a casa. Pero esta vez no será así. Aquí no había nadie a quien entregárselo. Doce años. Hasta los carteros eran nazis. Y el país… ya lo ha visto, se ha ido al infierno. Nadie esperaba que lucharan hasta el final. ¿Por qué iban a hacerlo? Nadie espera que un país entero se suicide.
– Tuvieron ayuda del Mando de Bombardeo.
Muller asintió con la cabeza.
– No digo que no lo estuvieran pidiendo, pero ahora está todo arrasado y es nuestro. No hay comida, nada funciona, el cuartel general de Berlín no da abasto solo con arreglar las cañerías de distribución del agua. -Respiró hondo y miro a Jake de frente-. Tenemos veinte millones de personas que alimentar sólo en nuestra zona. Los que no se mueren de hambre roban bicicletas para desplazarse. Se avecina un invierno sin carbón. Y epidemias, si no tenemos suerte, que seguramente no tendremos. Los desplazados… -Agito la mano como si, abrumado, se hubiese quedado sin palabras-. No queríamos nada de todo esto -dijo con una voz tan cansada como sus ojos-, pero es lo que tenemos. Así que hay mucho que hacer. -Miró la sala-. ¿Ya ha visto suficiente.
Jake asintió.
– Gracias por la visita, y por el discurso -añadió en tono informal-. ¿No estaría intentando decirme algo, por casualidad?
Muller sonrió con paciencia, volvía a ser el juez Harvey.
– Puede que un poco. Toda la vida he pertenecido al ejército y estamos acostumbrados a proteger nuestros flancos. A lo mejor la gente que escribe sobre el Gobierno Militar debería tener cierta idea de qué tenemos entre manos. Un poco de perspectiva. No todos somos… Bueno, venga, le daré lo que ha venido a buscar.
– ¿Cómo ha acabado aquí, por cierto? -preguntó Jake, siguiendo lo por el largo pasillo.
– Como todo el mundo. Ya no nos necesitan en el campo de batalla, así que tenemos que servir en otro lugar. No me presenté voluntario, si se refiere a eso. Las unidades tácticas no recurren mucho al GM. creen que no somos más que oficinistas. Yo antes era como ellos. A nadie lo ascienden por arreglar el alcantarillado. Aunque ahora tampoco ascienden a nadie en el campo. La guerra ha acabado, según me han dicho, y a mí aún me queda mucho por delante antes de que me retiren, así que… Los civiles son otra cosa, casi siempre se trata de algún abogado que ha pasado la guerra en Omaha, lejos de la batalla, y ahora quiere una comisión para poder considerarse capitán. No se alistan en rangos inferiores. Lo que los demás hemos tenido que ganarnos en años. Escuece un poco, si uno lo permite.
– Pero usted no lo permite.
– Sí lo hice, pero es como todo lo demás. El trabajo te absorbe. Sirves a tu país -dijo sin ninguna emoción ni una pizca de ironía-. Yo no lo pedí, pero ¿sabe una cosa? Creo que aquí estamos haciendo un trabajo de mil demonios, dadas las circunstancias. ¿O eso también le suena a discurso?
– No. -Jake sonrió-. Suena a que deberían ascenderlo.
– No lo harán -repuso Muller con ecuanimidad, se detuvo y se volvió hacia él-. Verá, seguramente éste será mi último puesto. No querría encontrarme con… ningún escándalo. Si va a empezar a remover el barro, le agradecería que me lo advirtiera.
– No pretendo…
– Ya sé, sólo siente curiosidad. Nosotros también. Ha muerto un hombre, y lo cierto es que no tenemos forma de descubrir qué sucedió. Aquí no contamos con Scotland Yard, sólo con unos cuantos policías militares que arrestan a borrachos. Así que tal vez no lleguemos a saberlo nunca. Sin embargo, si hay algo que, bueno, pueda ser un problema para nosotros, eso sí que deberíamos saberlo.
– ¿Qué le hace pensar que será así?
– No es que lo piense, pero es lo que anda usted buscando, ¿verdad? -Echó a andar de nuevo-. Mire, lo único que le pido es que lleguemos a un acuerdo. No tengo porque darle ninguna información. Si no hubiera estado en Potsdam… Pero el caso es que estuvo allí y conocía al hombre. De manera que ahora tengo una situación peliaguda. No puedo fingir que no sucedió, pero tampoco puedo dejar que el tema se preste a muchas especulaciones. Lo informo a usted, a nadie más. Si descubre algo, está bien, tendrá usted una noticia.
– Pero si no…
– No haga conjeturas en voz alta. No hay ningún cadáver misterioso. No hay nada que resolver. Puede que usted obtuviera con ello cierto protagonismo en los periódicos, pero lo único que recibiríamos nosotros serían un montón de preguntas que no podríamos responder. Así sólo se malgasta tiempo. No podemos permitírnoslo. Hay demasiadas cosas que hacer. Lo único que le pido es discreción.
– Y que informe con antelación de lo que voy a escribir.
– No he dicho que no pueda escribir, sólo que me avise de lo que se avecina.
– ¿Para que usted pueda negarlo?
– No -respondió Muller, inexpresivo-. Para esquivar el golpe. -Se detuvo frente a una puerta de cristal translúcido-. Ya estamos. Jeanie debería tener listas las copias.
Jeanie pertenecía al Cuerpo Femenino del ejército. Sus uñas rojas parecían demasiado largas para mecanografiar. Estaba guardando unas hojas de papel carbón en dos carpetas color beige y le dirigió a Muller una sonrisa que Jake, divertido, consideró más que de secretaria. Muller, sin embargo, se mantuvo del todo profesional.
– ¿Tiene los informes?
La chica le dio una de las carpetas y después un mensaje:
– El general quiere verlo a las diez.
– Vamos, entonces -le dijo a Jake, y lo llevó a un despacho sencillo, con una bandera estadounidense en el rincón.
Muller era de los que prefieren un escritorio limpio: lo único que había sobre la mesa vacía era un juego de estilográficas y una fotografía enmarcada de un joven soldado.
– ¿Su hijo? -preguntó Jake.
Muller asintió.
– Lo alcanzaron en Guadalcanal.
– Lo siento.
– No, no murió. Lo hirieron. Al menos ahora ya no está allí. -Para evitar más confidencias, abrió la carpeta, sacó dos papeles de copia y se los pasó a Jake por encima de la mesa-. Hoja de servicios. Informe de baja.
– ¿Lo considera una baja?
– Así llamamos al informe -repuso Muller, ligeramente molesto-. Sólo es un impreso. De todas formas, ahora ya sabe lo que sabemos nosotros.
Jake echó una ojeada a la primera página, una sobria lista de fechas y misiones. Patrick Tully. Natick, Massachusetts. Algo mayor que el chico de la fotografía del escritorio. El propio Jake podría haber redactado ese informe de baja.
– No dice mucho, ¿verdad? -comentó.
– No.
– ¿Qué es lo que no se ha incluido? ¿Algún problema que sucediera con anterioridad?
– No que yo sepa. La hoja de servicios está limpia, no hay incidentes. Miembro distinguido de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos. Eso es lo que le escribiremos a su madre.
– Sí -dijo Jake. Una persona, no un número, un chico con familia que no había tenido tanta suerte como el joven Muller-. ¿Y el dinero?
– También lo recibirá ella, junto con sus efectos personales. Un envío monetario de Correos del Ejército. Era suyo, por lo que sabemos. Esperemos que su madre piense que estuvo ahorrando sus atrasos.
– ¿Cuánto había? Aquí no lo dice.
Muller lo miró y luego asintió con la cabeza.
– Cincuenta y seis mil marcos. Se cambian diez a uno. Así que unos cinco mil dólares. Al menos eso es lo que nos dieron los rusos. Dicen que algunos billetes volaron.
– O sea que más o menos el doble. Eso son muchos atrasos.
– A lo mejor se le daban bien las cartas -dijo Muller.
– ¿Qué da tanto dinero en el mercado negro?
– Relojes, sobre todo. Si hace tictac, los rusos lo compran. Uno de Mickey Mouse puede venderse por quinientos pavos.
– Eso siguen siendo un buen montón de relojes.
– Depende de cuánto tiempo llevara dedicándose a ello. Si es que es eso lo que hacía. Mire, ¿la versión oficial? No existe el mercado negro. A veces los depósitos de suministros se quedan cortos. Las cosas desaparecen. Estas cosas pasan, en la guerra. Los alemanes pasan hambre, compran alimentos como pueden. Es por la comida. Naturalmente, hacemos cuanto podemos por detenerlo.
– ¿Y la extraoficial?
– La extraoficial es que todo el mundo lo hace. ¿Cómo se detiene a un niño en una tienda de caramelos? ¿Quiere unos cálculos rápidos? Un soldado estadounidense recibe un cartón de cigarrillos a la semana en el economato militar. Cinco centavos la cajetilla, cincuenta el cartón. En la calle vale cien dólares: eso son cinco mil dólares al año. Añada un poco de chocolate y cuatro botellas de licor al mes: otros cinco mil dólares. ¿Un paquete con comida que le envían desde casa? ¿Atún, tal vez, una lata de sopa? Más. Mucho más. Vaya sumando. Cualquiera puede sacarse el salario de un año sólo con vender sus raciones. Intente poner fin a eso. Oficialmente tampoco existe la confraternización. ¿Cómo se explican entonces todas las enfermedades venéreas?
Jake miró la hoja.
– Sólo llevaba en Alemania desde mayo.
– ¿Qué quiere que le diga? Algunos de nuestros chicos son más emprendedores que otros. No hay que ser un gran empresario para hacer dinero aquí. El mes pasado nuestras tropas recibieron un millón de dólares en pagas, y ellos enviaron a casa tres. -Hizo una pausa-. Extraoficialmente.
Jake se quedó boquiabierto, pasmado por la cifra.
– No pensaba que los alemanes tuvieran tanto dinero.
– Los alemanes. Están vendiendo cuberterías de plata por una barra de margarina. Es cuanto les queda. El dinero lo tienen los rusos.
Jake pensó en la pandilla de guardias de la Cancillería, en los campesinos que empujaban carretillas por Potsdamerplatz, tan primitiva como un pueblo embarrado.
– ¿Los rusos tienen tanto dinero? -preguntó con ciertas dudas-. ¿Desde cuándo?
Muller se lo quedó mirando.
– Desde que se lo dimos. -Vaciló-. ¿Con cuánta extraoficialidad estamos hablando?
– Cada vez con más.
Muller se reclinó en su silla.
– Tendré que creerle. Verá, el plan originario era acuñar marcos de la ocupación. Una moneda que pudieran utilizar todas las fuerzas y que aceptaran también los alemanes, para no paralizar los trabajos con cuatro monedas diferentes. Bien. El Tesoro fabricó las planchas de impresión y, como idiotas, les entregaron un juego a los rusos. El mismo dinero. La idea era que los rusos llevaran un recuento estricto de cuánto acuñaban, claro, ya que tendría que cambiarse por divisas fuertes: dólares, libras, lo que sea. En lugar de eso, se han dedicado a hacer impresiones sin parar. Nadie sabe cuánto han acuñado. La mayoría de sus soldados no habían recibido una paga en los últimos tres años. De pronto lo cobraron todo en marcos de la ocupación. El problema es que no se los pueden llevar a su país, porque allí no los cambian. Ahora ya tiene usted a todo un ejército con más dinero del que han visto en la vida y un solo lugar para gastarlo. Aquí. O sea que compran relojes y todo lo que puedan llevarse a casa. A cualquier precio. Para ellos es dinero de Monopoly. Mientras tanto, puesto que la moneda es de curso legal, nuestros muchachos reúnen todos los marcos que pueden y los envían a casa para cambiarlos por dólares, con lo que ahora el Tesoro tiene un agujero de mil demonios. Ya pusimos el grito en el cielo, por supuesto, pero hasta me apostaría dinero con usted, dólares, a que jamás veremos un rublo por esas planchas. Los rusos dicen que sus marcos sólo circulan en Alemania para mantener en marcha los engranajes locales. Nosotros, además, tenemos un pequeño problema para explicar la avalancha de marcos que llega a Estados Unidos, dado que no hay mercado negro… Así que pagamos. De hecho, estamos pagando la ocupación rusa, pero nadie quiere meterse a investigar eso. -Sonrió-. Y usted tampoco.
– Ni siquiera estoy seguro de haberlo entendido.
– Nadie entiende de dinero. Sólo de cuánto se tiene en el bolsillo. Lo cual es una suerte para el Tesoro. Si nosotros hubiésemos hecho algo semejante, nos habrían formado un consejo de guerra en un abrir y cerrar de ojos.
– ¿Qué van a hacer al respecto?
– Esa es la reunión de las diez. El general Clay quiere limitar la cantidad que un soldado puede enviar a casa a la paga que recibe en realidad. Será un quebradero de cabeza para Correos del Ejército, tenerlo todo controlado, y no solucionará nada, pero al menos detendrá la mayor parte de la sangría. Por supuesto, podrán seguir enviando mercancías, pero el dinero se quedará aquí, donde tiene que estar. Al final lo único que funcionará es una nueva moneda, pero no se haga ilusiones. ¿Cree que los rusos accederán enseguida?
– Me refería a qué están haciendo sobre el terreno. ¿Cómo se controla algo así?
– Es un problema. La policía militar hace redadas de vez en cuando en los puntos más conflictivos, pero es como ponerle puertas al campo. Berlín es una ciudad abierta, la gente va y viene por todas partes, las zonas sólo son administrativas. No podemos patrullar en Zoo Station, eso es de los británicos. Alexanderplatz está en zona rusa.
– Como Potsdam.
Muller lo miró a los ojos.
– Como Potsdam. Allí no podemos hacer nada.
– ¿Y fuera de la calle? Con tanto dinero… alguien tiene que estar haciendo negocios.
– ¿Piensa en bandas organizadas? ¿Profesionales? Eso no lo sé. Lo dudo. Se oyen rumores sobre los desplazados, pero a la gente le gusta culpar a los desplazados de todo. Nadie los controla. Para encontrar algo como lo que dice usted habría que irse a Baviera o a Francfort, donde todavía queda algo que robar. Almacenes. Grandes reservas. También sucede, y supongo que Francfort debe de tener a alguien en ello, si le interesa. Pero ¿en Berlín? Lo han dejado bien limpio. Aquí lo que tenemos es un montón de calderilla que va sumando.
– También es una buena descripción de ese lío de números.
Una sonrisa reacia.
– Supongo que sí. -Muller se interrumpió y extendió las manos encima del escritorio-. Mire. Un soldado vende un reloj. A lo mejor no debería, y a lo mejor a usted le parece que no hacemos lo suficiente por detenerlo, pero le digo una cosa: he visto a muchísimos hombres morir en los últimos años. Hechos pedazos, sujetándose las tripas. Hombres buenos. Niños. Nadie creía entonces que fueran criminales. Ahora están sacando unos cuantos dólares. A lo mejor está mal, pero ¿sabe una cosa? Sigo siendo un soldado y creo que merecen esos dos millones al mes.
– También yo -dijo Jake despacio-. Sólo que no me gusta verlos morir de un tiro, no me parece bien. Por un reloj.
Muller se lo quedó mirando, desconcertado, y agachó la cabeza.
– No. Bien. ¿Algo más?
– Mucho más, pero usted tiene una reunión -dijo Jake levantándose-, y yo no quiero dejar de ser bien recibido.
– Cuando quiera -repuso Muller con afabilidad, y también se levantó, aliviado-. Para eso estamos.
– No, para esto no. Le agradezco su tiempo. -Jake guardó las copias dobladas en un bolsillo-. Y los papeles. Ah, una cosa más. ¿Podría ver el cadáver?
– ¿El cadáver? -repitió Muller, dando literalmente un paso atrás de asombro-. Pensaba que ya lo había visto. ¿No es eso por lo que estamos aquí? Ya no lo tenemos. Lo enviaron de vuelta a Francfort.
– Qué rápido. ¿Sin autopsia?
– No -contestó Muller, algo desconcertado-. ¿Por qué habría que hacerle una autopsia? Sabemos cómo murió. ¿Era necesario?
Jake se encogió de hombros.
– Al menos un informe del forense. -Reparó en la expresión de Muller-. Ya lo sé, no son ustedes Scotland Yard. Es que me parece un poco escueto, nada más -dijo, dando unas palmaditas a las hojas que tenía en el bolsillo-. A lo mejor habría servido de algo examinar el cuerpo. Me gustaría que hubiesen esperado.
Muller se lo quedó mirando y soltó un suspiro.
– ¿Sabe qué me gustaría a mí, Geismar? Me gustaría que no hubiese estado usted en Potsdam.
Jeanie estaba organizando sus copias de papel carbón cuando Jake salió. La chica lo miró y le sonrió sin dejar lo que estaba haciendo, como un crupier en un casino: colocaba la tercera hoja al final y luego dejaba la carpeta en una bandeja para archivarla más tarde.
– ¿Todo listo?
Jake correspondió a su sonrisa. El ejército nunca cambiaba, era un mundo gestionado por duplicado. Se preguntó si habría otra chica para archivar y no estropear así esas fantásticas uñas.
– De momento -repuso, aún sonriente, pero ella lo tomó por una insinuación, enarcó las cejas y le dirigió una mirada dura.
– Estamos aquí de nueve a cinco -dijo, para despedirlo.
– Está bien saberlo -contestó Jake, siguiéndole la corriente-. ¿El coronel la hace trabajar mucho?
– Todo el santo día. La escalera está al final del pasillo, a su derecha.
– Gracias -dijo Jake, y se llevó los dedos a la frente a modo de saludo.
En la entrada le cegó la luz de la mañana y tuvo que hacerse pantalla con la mano para orientarse. Los rayos del sol, que ya calentaban, llegaban desde el este filtrándose a través del polvo que se cernía sobre las ruinas, más allá de las gráciles columnatas. Los prisioneros de guerra, inclinados sobre sus rastrillos, se habían quitado la camisa pero, como vio entonces Jake, no las iniciales: P en una pernera, G en la otra. La guerra había marcado a todo el mundo, incluso a Tully, que ya era sólo unas iniciales en una copia de carbón.
Se quedó allí un minuto pensando en planchas de impresión y precios de relojes, cosas que no lo llevaban a ninguna parte; seguramente era allí donde Muller quería que acabara. Sonrió pensando en Jeanie: dos jarros de agua fría en una sola mañana, uno más directo que el otro. Era Muller quien le había hecho dar un rodeo que lo había vuelto a dejar en la entrada, sin estar muy seguro de haber pasado por la puerta. Salvo porque algo lo molestaba: una pieza perdida del rompecabezas que saltaría a la vista si la buscaba el tiempo suficiente. Le dijo al chófer que quería ir andando.
– ¿Andando? -preguntó el soldado, asombrado-. ¿Hasta su alojamiento?
– No, recójame en Zoo Station dentro de una hora más o menos. ¿Sabe dónde está?
El soldado asintió.
– Claro. Tiene una buena caminata.
– Lo sé. Me gusta caminar. Me ayuda a pensar -explicó.
Mentalmente apuntó pedirle a Ron un jeep propio.
Sin embargo, el soldado había vivido lo suyo, igual que Jeanie.
– Ya lo capto. ¿Está seguro de que no quiere que lo lleve hasta allí? Vamos, a mí no me importa, es asunto suyo.
«Todo el mundo lo hace -pensó Jake mientras cruzaba el malogrado parque-. Un montón de calderilla que va sumando.» ¿Con quién había hecho negocios Tully? ¿Con un ruso de gatillo fácil? ¿Con un desplazado que no tenía nada que perder? Con cualquiera. Cinco mil dólares, o más. En Chicago cada día morían personas asesinadas por menos. La vida valdría aún menos que en Berlín. Sin embargo, ¿por qué habría ido allí? Porque allí estaban los rusos, forrados de dinero. Nada de chismes de porcelana y vieja plata para intercambiar. Efectivo. Miel para los osos. «Todo el mundo lo hace.»
Las puertas del parque se abrían a Potsdamerstrasse, donde había unos cuantos camiones militares y civiles en bicicletas desvencijadas, todo lo que quedaba del tráfico que solía rugir en el centro. A pie, Berlín era una ciudad diferente del panorama que había visto desde el jeep en su primer recorrido. Era una vista más cruda, un primer plano de un naufragio. Antaño le había encantado pasear por la ciudad y explorar los kilómetros de calles llanas e irregulares como si sólo el roce físico de la suela del zapato lo hiciera partícipe de la vida de la ciudad. Domingos en Grunewald. Tardes recorriendo barrios a los que los demás periodistas no iban nunca, Prenzlauer o las calles de bloques de pisos de Wedding, sólo para ver cómo eran, para dejar pasear la mirada de un edificio a otro sin que nada lo detuviera. Esta vez tenía que pisar con atención, esquivar pedazos de cemento roto y abrirse paso entre el yeso y los cristales que crujían bajo sus pies. La ciudad se había convertido en una pista de senderismo llena de obstáculos y objetos punzantes ocultos bajo las piedras. Varas de acero retorcidas con formas puntiagudas, aún negras por el fuego. Ese olor a podrido ya tan familiar. En la esquina de Pallasstrasse encontró los restos del Sportpalast, por cuya pista ovalada solían pasar silbando las bicicletas, donde Hitler prometió mil años a los leales. Sólo la gigantesca torre de fuego antiaéreo seguía en pie, como las del zoo, demasiado sólidas para las bombas. Un soldado se apoyaba con una mano en la pared y le hablaba a una chica mientras le acariciaba el pelo, el mercado negro más antiguo del mundo. Al otro lado de la calle, unas cuantas muchachas con vestidos ligeros se apoyaban en un muro que había sobrevivido y hacían gestos en dirección a unos camiones de soldados. Las diez en punto de la mañana.
Las calles laterales estaban atascadas por los escombros, así que siguió por las vías principales. Torció a la izquierda por Bülowstrasse para llegar al zoo por el largo paseo. Conocía muy bien esa parte de la ciudad, la estación elevada se cernía sobre Nollendorfplatz. Una marquesina de un cine había caído casi intacta al pavimento, como si hubiesen hecho desaparecer el edificio de debajo con el truco de magia del mantel. Había unas cuantas personas fuera, una mujer empujaba un carrito de bebé lleno de enseres domésticos. Jake se dio cuenta de que el movimiento aturdido, lento y pesado que había visto desde el jeep dos días antes era el nuevo paso de la ciudad, tan cauteloso como el del propio Jake. Nadie caminaba deprisa sobre los escombros. ¿Por qué habría de ir nadie a Berlín? ¿Había estado Tully antes allí? Debía de tener órdenes de viaje, una misión. El ejército se gestionaba por duplicado.
Más bloques de edificios desplomados, más grupos de mujeres con pañuelos en la cabeza y viejos pantalones de uniforme recogiendo ladrillos. Una mujer con tacones salió de un edificio, iba vestida con elegancia, como si fuera a la calle como de costumbre para ir a hacer unas compras al KaDeWe. En lugar de eso, pasó tambaleándose sobre unos pedazos de yeso para llegar a un coche del ejército que la estaba esperando y se enderezó las medias de nailon al subir las piernas; otra clase de paseo. El KaDeWe, además, había desaparecido, las bombas lo habían despedazado, se había desplomado sobre Wittenbergplatz, no había quedado ni un solo maniquí de escaparate. Solían quedar allí, a veces junto a los puestos de Wurst de la planta baja, donde no era extraño que dos personas se encontraran por casualidad, y luego iban por separado hacia el piso de Jake, al otro lado de la plaza. Caminaban por lados diferentes para que Jake pudiera verla entre el gentío mientras esperaba en un semáforo, pendiente de comprobar que no los siguiera nadie. Nadie los seguía. Era un juego que lo hacía aún más excitante. Conseguir que no los pillaran. Después subían la escalera, donde ella lo había esperado, llamaban al timbre para asegurarse de que Hal no estuviera y entraban, a veces abrazándose ya antes de haber cerrado la puerta. También el piso habría desaparecido, igual que aquellas tardes, un recuerdo.
Sin embargo, no era así. Jake miró al otro lado de la calle protegiéndose del sol con una mano. Una parte de su antiguo edificio había caído, pero el resto seguía en pie y el piso de la esquina daba aún a la plaza. Dio un paso, entusiasmado, y luego se detuvo. ¿Qué diría? «¿Viví en este piso y me gustaría verlo otra vez?» Imaginó a otra Frau Dzuris con expresión de desconcierto y esperando conseguir chocolate. Una mujer se asomó a la ventana y la abrió para dejar que entrara el aire, y Jake, por un instante, dejó de respirar al tiempo que aguzaba la vista. ¿Por qué no iba a ser? Pero no era Lena, no se parecía en nada a Lena. Un camión le tapó la vista y, cuando hubo pasado, las anchas espaldas de la mujer estaban vueltas hacia la ventana, de modo que no logró verle el rostro. De todas formas, estaba claro que la habría reconocido, sólo por el movimiento de su brazo en la ventana, aun desde el otro lado de la plaza. Bajó la mano, se sentía ridículo. Debía de ser alguna amiga del propietario, seguro, encantada de quedarse con el apartamento cuando Hal al fin se fue. Alguien que no lo conocería, que a lo mejor ni siquiera creería que había vivido allí. ¿Por qué iba a creerlo? El pasado había quedado arrasado junto con las calles. Sin embargo, el piso seguía allí, era real, era una prueba de que todo lo demás también había sucedido. Si se quedaba mirando el tiempo suficiente, puede que viera resurgir el resto de la plaza, el ajetreo, la vida que solía inundarla.
Se volvió y vio un reflejo de sí mismo en un pedazo de cristal roto de un escaparate. Nada era como antes, ni siquiera él. ¿Lo reconocería Lena? Miró el reflejo. No era un extraño, pero tampoco el hombre que ella había conocido. Un rostro afable, mayor, con dos profundas líneas que le enmarcaban la boca. El pelo oscuro más ralo en las sienes. Un rostro que él veía todos los días al afeitarse sin darse cuenta de que había cambiado. La imaginó mirándolo y suavizando sus arrugas con los dedos para reencontrarlo. Sin embargo, tampoco los rostros se recuperaban. Quedaban marcados por las misiones, por telegramas desesperados, rasgos endurecidos por haber visto demasiado. Habían sido unos niños. Hacía sólo cuatro años, pero cuántas marcas. Su rostro seguía estando allí, igual que el piso, pero también tenía cicatrices. No era el mismo de antes. No obstante, la guerra cambiaba a todo el mundo. Al menos él estaba allí, no había muerto ni se había convertido en unas iniciales. PG, prisionero de guerra. DD, desplazados.
Se detuvo; una leve sacudida nerviosa. Iniciales. Sacó las copias de papel carbón y volvió a mirarlas. Eso era. Pasó la primera hoja, miró la segunda y luego, automáticamente, la pasó en busca de la tercera y se detuvo, con las manos vacías. Sin embargo, Jeanie hacía tres copias. Entrecerró los ojos intentando recordar. Sí, tres, una pequeña pila. Se quedó pensando unos momentos, después guardó las hojas y echó a andar de nuevo en dirección al zoo, donde la gente ganaba pequeñas fortunas.
El chófer lo llevó al despacho de Bernie, una pequeña sala en el antiguo edificio de la Luftwaffe. Estaba repleto de archivadores y cuestionarios que se desparramaban desde el sofá y que ascendían en pilas del suelo, un caos de papeles. ¿Cómo podía encontrar nada? El escritorio era peor aún. Más pilas y recortes sueltos, tazas de café de hacía días, incluso una corbata olvidada… De todo, en realidad, menos Bernie, que había salido. Jake abrió uno de los expedientes, un Fragebogen de color crema como el que tal vez Lena habría rellenado, una vida entera en seis páginas mecanografiadas. Aquél, sin embargo, era Herr Gephardt, cuyo inmaculado historial merecía, según afirmaba él, un permiso de trabajo.
– No toque nada -dijo un soldado desde la puerta-. Se dará cuenta, aunque no lo crea.
– ¿Tiene idea de cuándo volverá? No consigo dar con él.
– ¿Es usted el tipo de ayer? Me ha dicho que a lo mejor volvía. Pruebe en el Centro de Documentación. Suele estar allí. Wasserkafersteig -dijo, pronunciando sílaba a sílaba.
– ¿Dónde?
El soldado sonrió.
– Complicado, ¿eh? Si espera un segundo de nada, yo lo llevo. Ahora mismo salía para allá. Sé dónde está, aunque no pueda deletrearlo.
Fueron en coche hacia el oeste, más allá del centro de prensa, hasta la estación de metro de Krumme Lanke, donde había unos cuantos soldados y unos civiles reunidos en una versión en miniatura del mercado del Reichstag. Después torcieron a la derecha por una calle tranquila. Jake vio los árboles del parque de Grunewald al final. Pensó en aquellos domingos de verano con paseantes en pantalones cortos que salían hacia las playas en las que el Havel se ensanchaba y formaba todas esas bahías que en Berlín llamaban lagos. Ese día, con el mismo calor estival, sólo había unas cuantas personas que recogían ramas caídas y las cargaban en carretillas. Un hacha golpeaba contra un gran tocón.
– Patético, ¿verdad? -comentó el soldado-. Talan los árboles cuando no los ve nadie. En invierno ya no quedará nada.
Un invierno sin carbón, según Muller.
En la linde del bosque torcieron por una estrecha calle de villas de clase media, una de las cuales había quedado convertida en una fortaleza con una doble valla de alambre de espino, focos y patrullas de centinelas.
– No quieren arriesgarse -apuntó Jake.
– Los desplazados acampan en el bosque. Cuando es de noche…
– ¿Qué hay ahí dentro, oro?
– Aún mejor. Para nosotros, al menos. Los archivos del partido.
El soldado mostró un pase en la entrada y condujo a Jake hasta un libro de firmas que había en el vestíbulo. Otro guardia inspeccionaba el maletín de un soldado que salía. Nadie decía nada. En el cuartel general del Consejo se oía el ajetreo de pasos de una oficina gubernamental; allí había más silencio, reinaba la calma de la seguridad de un banco. Tras otro control de identificación, pasaron a una sala revestida de archivadores.
– Dios santo, esto es Fort Knox -dijo Jake.
– Bernie estará en la cámara -dijo el soldado, sonriendo-. Contando los lingotes. Por aquí.
– ¿De dónde han sacado todo esto? -preguntó Jake mirando los archivadores.
– De todas partes. El partido lo conservó todo hasta el último momento. Solicitudes de afiliación, antecedentes. Supongo que nunca creyeron que perderían. Después no tuvieron tiempo de destruirlo. -Extendió una mano hacia los archivadores mientras caminaban-. También tenemos los archivos de las SS, incluso uno personal de Himmler. Pero la gran cámara está abajo. Fichas. El registro central del partido guardaba en Munich duplicados de todas las fichas locales: absolutamente todos los nazis. Ocho millones y cada vez más. Al final enviaron las fichas a una fábrica de papel de Baviera para hacerlas papilla, pero antes de que pudieran ponerse a ello llegó el Séptimo de Caballería. Así que, voilá. Ahora lo tenemos nosotros. Allá vamos. -Empezó a bajar una escalera que conducía al sótano-. Teitel, ¿está usted aquí? He encontrado a su hombre.
Bernie estaba encorvado sobre una amplia mesa cuya superficie era un vivo reflejo del desorden de su escritorio. Las paredes de la sala, un sótano que tal vez antaño fuera una bodega, estaban cubiertas del suelo al techo por grandes cajones de madera, como los catálogos de fichas de una biblioteca. Bernie levantó la vista con una mirada de desconcierto, como si no tuviera ni idea de quién era Jake.
– Siento irrumpir así -dijo Jake-. Sé que estás ocupado, pero necesito tu ayuda.
– Ah, Geismar. Sí. Buscabas a una amiga. Lo siento, se me había olvidado.
Cogió un bolígrafo, dispuesto a ponerse a ello.
– No se olvide de hacer que firme a la salida -le dijo el soldado a Bernie, y luego subió por la escalera.
– ¿Cómo se llamaba?
– Brandt, pero también necesito otra cosa.
Bernie lo miró aún con el bolígrafo listo para escribir. Jake acercó una silla.
– Ayer mataron a un soldado en Potsdam. Bueno, debieron de matarlo anteayer. Ayer apareció en el recinto de la conferencia. ¿Lo sabías?
Bernie negó con la cabeza.
– No, supongo que no -dijo Jake-. Si estabas aquí abajo. Sea como fuere, yo estaba allí, así que me interesa. Llevaba bastante dinero encima, mucho, cinco mil, puede que casi diez mil. Eso también me parece interesante, pero por lo visto soy el único. El GM se me ha quitado de encima esta mañana, con cortesía, pero se han deshecho de mí, y con discurso incluido: que sucede todos los días, que el mercado negro es un juego de poca monta, que no hay grandes jugadores, que nadie se inquieta si un ruso dispara a uno de los nuestros, sólo cuando hacen alguna otra cosa. Así que váyase, por favor. Y ahora el asunto me interesa más aún. Después me entero de que ya han enviado el cadáver a Francfort, lo cual me ha parecido demasiado eficiente, sobre todo tratándose del GM. ¿Hasta ahora me sigues?
– ¿Quién se te ha quitado de encima?
– Muller -respondió Jake.
Bernie frunció el ceño.
– ¿Fred Muller? Es un buen hombre. Del viejo ejército.
– Lo sé. Le dicen que lo mantenga en secreto y él lo mantiene en secreto. Mira, no le culpo a él. Es un contemporizador y no quiere problemas. Seguramente piensa que soy un grano en el culo.
– Seguramente.
– Pero ¿por qué hay que mantenerlo en secreto? Primero me promete una exclusiva y luego me da un informe de baja al que le falta una hoja. -Jake hizo una pausa-. Es la clase de truco que solían hacer en la oficina del fiscal del distrito.
Bernie sonrió.
– Entonces, ¿por qué acudes a mí?
– Porque tú fuiste fiscal de distrito, y todavía no he conocido a un fiscal de distrito que haya dejado de serlo nunca. Aquí pasa algo. Es de esas cosas que uno huele.
Bernie sonrió.
– Yo todavía no huelo nada.
– ¿No? Pues espera. Muller quiere hacerme creer que se trata de un soldado raso que intentaba sacarse unos cuantos pavos extra. De acuerdo, no es bonito, pero tampoco nada extraordinario. Sin embargo, no era un soldado cualquiera. DSP, eso es la División de Seguridad Pública, ¿verdad?
– Es lo que dice el cartel -dijo Bernie, despacio.
– Bueno, también es lo que dice el informe de baja. DSP. Era uno de los vuestros. ¿Dónde se ha visto un departamento de policía que no se moleste cuando matan a un compañero? Es una organización que se preocupa de los suyos.
Bernie apartó la mirada y alargó el brazo para coger la taza de café.
– No somos exactamente un departamento de policía -aclaró con cautela-. No es lo mismo.
– Pero sois los responsables de la policía militar, dirigís la policía local, sois responsables de la ley y el orden. Aunque no sea mucho.
– Yo no dirijo nada. Hablas con el hombre equivocado. Soy de la Sección Especial. Yo sólo…
– Persigues ratas, ya lo sé. Aun así, eres del departamento. Seguro que conoces a alguien. De todas formas, eres el único al que conozco, así que…
Bernie bebió un poco más de café.
– ¿DSP de Berlín?
– No, vino de Francfort. Otro detalle interesante, por cierto.
– Entonces no es de extrañar que Frank lo enviara de vuelta allí. Le ha pasado el problema a otro. Así se hacen las cosas en el GM. -Hizo una pausa-. Mira, no tengo tiempo para esto. Buscas a alguien de la DIC, Investigación Criminal.
Jake negó con la cabeza.
– La DIC es del ejército, no del GM. Peleas callejeras. Esto es cosa de Seguridad Pública. -Sacó las hojas que llevaba en el bolsillo-. Ten, míralo tú mismo.
Bernie levantó una mano para detenerlo.
– No, lo digo en serio. No tengo tiempo.
– Le pasas el problema a otro -dijo Jake.
Bernie dejó la taza y suspiró.
– Pero ¿que es lo que quieres descubrir?
– Por qué nadie investiga. Quieren hacernos creer que los rusos saquean, pero que nosotros sólo nos hacemos con unos cuantos souvenirs. Yo mismo lo he explicado así. ¿Y Seguridad Pública? El último lugar en el que esperaría encontrarse una manzana podrida. No en ese cesto. Sin embargo, sospecho que ese chico estaba metido en algo más que en la venta de un par de cartones de cigarrillos, y apostaría lo que fuera a que Muller sospecha lo mismo. La diferencia es que él no quiere investigar y esta vez yo sí. Igual que un fiscal de distrito. Ha muerto un hombre.
Bernie se pasó la mano por los tirantes rizos de su pelo y se levantó como si la silla lo hubiese estado reteniendo. Colocó una carpeta encima de una pila y luego se acercó a otra, fingiendo estar ocupado.
– Aquí no soy fiscal -dijo por fin-. También soy del GM. A lo mejor Fred tiene razón, ¿sabes? Ese tipo cerró su propio caso. Puede que sea lo mejor para todos.
– Salvo por una cosa. ¿Y si no actuaba en solitario? Un hombre viene a Berlín para cerrar un trato y acaba muerto. ¿A quién venía a ver?
– A un ruso, según tú. -Y Bernie cambió de sitio unos expedientes.
– Seguramente, pero ¿quién lo preparó? ¿Operaba él solo? Tiene que haber más manzanas en ese cesto. Es probable que tuviera amigos. Estos negocios se hacen entre amigos.
– ¿Amigos de Seguridad Publica? -dijo Bernie. alzando la vista.
– De algún sitio. Así solía ser en Chicago.
– Chicago es Chicago -dijo Bernie, desestimándolo con un gesto de la mano.
– Y Berlín. Siempre es mas o menos lo mismo. Estamos en una gran ciudad sin policía y con un montón de dinero flotando por ahí. Cuando se tiene esa clase de queso, en todas partes aparecen los mismos ratones. Enseguida alguien tiene que organizarlo y asegurarse de conseguir un poco más que los demás. Siempre es igual, la única duda es si Patrick Tully era uno de los ratones humildes o una de esas ratas que sacan más tajada.
– ¿Quien?
– Patrick Tully, la victima. -Jake le dio las hojas a Bernie-. Veintitrés años. Con miedo a volar. ¿Por qué iba a venir a Berlín? ¿A quien venía a ver?
Bernie miro el papel, luego a Jake.
– Ese es el informe -dijo Jake-. O la mitad, al menos. A lo mejor la otra mitad nos lo diría.
– Y puedo decírtelo -dijo Bernie sin alterarse, dejando de moverse al fin-. Venia a verme a mí.
– ¿Qué?
Una pregunta para ganar tiempo. Estaba demasiado atónito para nada más. Por un momento, ninguno de los dos dijo nada. Bernie miró otra vez la hoja.
– Ayer-dijo con serenidad, pensando en voz alta-. No se presentó. Le dije a Mike que estuviera al tanto. Seguramente ha pensado que tú eras él. Por eso te ha traído aquí… No se permite entrar a la prensa.
– ¿Tully venía a verte? -dijo Jake sin acabar de asimilarlo-. ¿Quieres decirme por qué?
– No tengo ni idea. -Levantó la vista-. No es que quiera quitarme el problema de encima, de verdad que no lo se.
– ¿No se lo preguntaste?
Bernie se encogió de hombros.
– Todos los días llega gente de Francfort. Alguien de la DSP me pide una reunión, ¿qué voy a decirle? La mayor parte del tiempo sólo buscan una excusa para venir a Berlín. Todo el mundo quiere ver la ciudad, pero hay que tener un motivo para estar aquí. Así que vienen a colaborar y a perder el tiempo en reuniones para las que nadie tiene tiempo y luego se vuelven a casa.
– Con cinco mil dólares.
– No se los di yo, si es eso lo que preguntas -repuso, molesto-. No se presentó, ¿o quieres que Mike lo corrobore?
– No te sulfures. Sólo intento descubrir qué ha sucedido. ¿No lo conocías?
– De nada. De la DSP de Francfort, nada más. Nunca trabajé con el en ningún caso. Ni siquiera sé si era de la Sección Especial. Supongo que podría averiguarlo.
Una rendija abierta. Bernie seguía siendo fiscal de distrito, después de todo.
– Pero ¿qué crees que querría? Así, de buenas a primeras.
Bernie se sentó y volvió a toquetearse el pelo.
– ¿Alguien de Francfort que quiere verme? ¿De buenas a primeras? Podría haber sido cualquier cosa. Normalmente complicaciones. La última vez fueron los de Legal quejándose de mis métodos -dijo, pronunciando la palabra con retintín-. Les gusta hacerlo en persona, poner a la gente a raya. En Francfort creen que soy una bomba de relojería. No es que me importe una mierda.
– ¿Una bomba de relojería por qué?
Bernie esbozó una sonrisa.
– Soy conocido por haberme saltado las reglas. Un par de veces.
– Pues sáltatelas otra vez -dijo Jake, mirándolo fijamente.
– ¿Porque tú te hueles algo? Tampoco a ti te conozco de nada.
– No, pero alguien viene a verte, hace una alto en el camino y acaba muerto de un disparo. Ahora somos dos los que estamos intrigados.
Bernie le sostuvo la mirada, después volvió el rostro.
– Verás, no he venido a Alemania para atrapar a soldados corruptos.
Jake asintió con la cabeza sin decir nada, esperaba que Bernie volviera a estallar. En lugar de eso, no obstante, dejó de retorcerse y se inclinó hacia delante, como un negociador en Cecilienhof, entrando al fin en materia.
– ¿Qué quieres?
– La otra página. Aquí no hay nada. -Jake señaló al informe -Ni siquiera las pruebas de balística. Debe de haber alguien a quien puedas preguntar. Con discreción, tanteando el terreno.
Bernie asintió.
– Llama a Francfort. Es natural que sientas curiosidad, esperabas a un hombre que no se ha presentado. ¿Quién era, qué quería? Hay rumores. A estas alturas seguro que no se habla de otra cosa. Uno de sus hombres ha regresado en una caja. Ah, ¿lo conocía usted? ¿Qué demonios ha sucedido?
– ¿Intentas decirme cómo tengo que hacerlo?
– Cualquier rumor nos sirve -prosiguió Jake-. A lo mejor se ha perdido algo de valor. Algún souvenir. Dudo que resulte, pero nunca se sabe. Una fotografía tampoco estaría mal.
– ¿Para publicarla? -dijo Bernie, receloso.
– No, para mí. Tiene que haber una en su expediente, si pudieras conseguirla sin despertar a la fiera… No sé cómo, pero a lo mejor das con algo.
Bernie sonrió.
– A lo mejor sí.
– ¿Quién autorizó las órdenes del viaje? ¿Con qué motivo? Es normal que quieras saberlo, venía a verte.
– Sí -dijo Bernie, pensativo otra vez; después se levantó de un respingo y empezó a andar por la habitación haciendo sonar las monedas que llevaba en el bolsillo-. ¿Y qué sacas tú de todo esto?
– No mucho. Tampoco te pido demasiado. Sólo lo que querrías saber, aun sin haber hablado conmigo, si alguien a quien esperabas apareciera muerto.
– ¿Y qué más?
– Necesito un socio. No puedo hacerlo solo.
Bernie levantó la mano.
– Olvídalo.
– Tú no. Dame un nombre. ¿Quién cubre el mercado negro para Seguridad Pública? ¿Quién conoce a los soplones, a la gente de la calle? Si Tully traía algo grande para vender, ¿a quién habría ido a ver? Joder, está claro que no vino a Berlín a esperar de pie en una esquina. Necesito a alguien que conozca a los protagonistas.
– En eso no puedo ayudarte.
– ¿No?
– No tenemos a nadie así. No que yo sepa. ¿Quieres un infiltrado? Sigues en Chicago.
– Podrías preguntar -adujo Jake, y también se puso en pie, la inquietud de Bernie era contagiosa.
– No, no puedo. Estoy en Seguridad Pública, técnicamente, y no se muerde la mano que te da de comer, Al menos no por mucho tiempo. Nadie querrá ayudarte, en cuanto sepan qué pretendes. Tully también era de la DSP. Dices que tenía amigos. ¿Dónde crees que los tenía? Tengo cosas que hacer, no puedo jugar a polis y ladrones con mi propio departamento. Hazlo solo. -Lo miró, esbozando una sonrisa-. Ya veremos qué tal se te da.
– Pero harás esa llamada. ¿Eso sí?
– Sí, llamaré -dijo, ocupándose otra vez de la pila de carpetas-. Detesto que la gente no se presente. -Se detuvo y miró directamente a Jake con ojos afables-. Llamaré. ¿Ahora qué te parece si te esfumas y me dejas trabajar en paz?
Jake se acercó a los ficheros y rozó los tiradores de latón de los cajones.
– Para atrapar a criminales de verdad -dijo-. Aquí dentro.
– Eso es, criminales de verdad. Los que se preocupan por la mercancía. Eso es lo más valioso de Berlín.
– Me he enterado de lo de la fábrica de papel. Qué suerte.
– A lo mejor a Dios le pareció que nos debía una. Por fin -repuso Bernie con voz áspera.
– ¿Te importa que eche un vistazo? ¿Para ver cómo son? -dijo Jake, y abrió un cajón antes de que Bernie pudiera impedírselo.
La B estaba hacia el final, había toda una hilera de Brandt. Helga, Helmut, ninguna Helene. Apartó la mano con una sensación de alivio y vergüenza a partes iguales. ¿Cómo podía haber pensado que la encontraría allí? Aunque ¿podía estar seguro de quién era quién? Recordó la noche de su llegada, cuando se había hecho esas mismas preguntas mirando a la anciana del jardín. ¿Qué hizo? ¿Fue una de ellos? Las chicas de Potsdamerstrasse, las bicicletas que pasaban frente al KaDeWe, la mujer de su antiguo piso… En Berlín todos eran sospechosos. ¿Quién fue usted? Pero Bernie lo sabía, estaba todo allí, en letra de imprenta, en fichas mecanografiadas. Sus dedos volvieron a moverse. Aquel profesor había dicho que a lo mejor él había sido un caso especial. Berthold. Dieter. Allí estaba: Emil. No había sido especial. Quizá era otro Emil Brandt. Sacó la ficha. No, llevaba su dirección. La dirección de ella también. 1938. Desde que Jake lo conocía. Su mirada recorrió la ficha. Una condecoración del partido. ¿Por qué? Un nombramiento de las SS, en 1944. Emil. Un hombre afable que veía números mentalmente.
Alzó la mirada y se encontró a Bernie junto a él.
– ¿Tu amiga?
– No, su mando. Joder.
– ¿No lo sabías?
Jake negó con la cabeza.
– Dice que lo condecoraron. No figura por qué.
– Eso estará en su expediente del partido. Estas son las fichas del registro. ¿Quieres que lo averigüe? -Atrapar a las ratas.
Jake volvió a negar con la cabeza.
– Sólo quiero saber dónde está.
– Te refieres a si ella sigue con él -dijo Bernie, escrutando su rostro con la mirada.
– Sí. Si esta con él.
Aunque nunca los había imaginado juntos. Sólo a Lena, abriendo la puerta, la expresión de sorpresa en sus ojos al rodearle el cuello con los brazos. Dejó la ficha en su sitio y cerró el cajón.
– ¿Cómo se llamaba?
– Helene Brandt. Vivía en Pariserstrasse. Te lo apuntaré. -Se acercó al escritorio para buscar un papel-. ¿Puedo darte algunos nombres más? -preguntó mientras escribía-. Quisiera localizar al personal de la antigua oficina. Para un artículo. Ya sé que estás ocupado…
Bernie extendió las manos en un gesto que decía: «Menuda novedad…», después cogió la lista.
– Pondré a Mike a trabajar en ello. Así tendrá algo que hacer. Tendrían que estar en Berlín.
– Sí -repuso Jake-. Ya me dirás qué te ha contestado Francfort.
– Vete antes de que cambie de opinión -dijo Bernie, y se retiró tras el escritorio.
– Pero ¿harás la llamada?
Bernie lo miró.
– Puedes ser un verdadero grano en el culo, ¿lo sabías?
Jake subió la escalera y atravesó la silenciosa sala del archivo. Allí había constancia de todo, millones de cuentas que saldar. A lo mejor habían condecorado a Emil como miembro de un grupo, en una ceremonia con familias, aplaudidos por los servicios prestados al Estado. ¿Por hacer qué? ¿Enseñar matemáticas? Y había acabado en uno de esos archivadores para terminar siendo otro caso que procesar.
– Firme antes de salir, por favor -dijo el guardia, mascando chicle con indiferencia.
Jake hizo un garabato en el libro y salió. Justo entonces oyó el clic de una cámara fotográfica.
– Vaya, mira quién está aquí.
Liz estaba apoyada sobre una rodilla, fotografiando la entrada y al alto soldado rubio que posaba de pie frente a ella. El de la cita de la noche anterior. Jake se apartó mientras Liz sacaba otra. El soldado echó los hombros hacia atrás. Buenos ojos, mandíbula de ensueño, el aspecto ario que les habría gustado a Emil y a sus amigos.
– Muy bien -dijo Liz al acabar-. Jake, éste es Joe Shaeffer. Como las plumas. Joe…
– Ya sé quién es -repuso el soldado mientras le daba la mano-. Un placer. -Se volvió hacia Liz-. Cinco minutos -dijo, después le dirigió a Jake un gesto rígido y entró.
– ¿Para tu colección personal? -dijo Jake, señalando a la cámara.
– Pues sí.
– ¿Qué tal el jazz?
– No quieras saberlo. ¿Qué hay dentro? ¿Algo interesante?
Jake pensó en los expedientes, cada uno entendía una historia, y después se dio cuenta de que Liz se refería a cuestiones fotográficas.
– Es como una biblioteca.
– Genial. -Una mueca-. Aun así, menudo trofeo, ¿eh? ¿Sabes que lo habían llevado todo a una fábrica de papel? -explicó con una voz tan emocionada como la de Mike.
Jake la miró. La guerra se había convertido en una especie de caza de carroña. Misiles en Nordhausen. Ingenieros en la Zeiss. Ahora incluso trozos de papel, condecoraciones y ascensos. En el desplegable de la revista aparecería Joe, cuan alto era, abriendo un archivador.
– Sí, me lo han contado -repuso antes de marchar-. Ten cuidado ahí dentro. Hay un montón de rincones oscuros.
– Muy gracioso.
Jake esbozó una sonrisa y se disponía ya a bajar los escalones cuando oyó que alguien gritaba su nombre desde dentro.
– ¡Geismar! -Un segundo grito, seguido de Bernie corriendo como un loco, tanto que estuvo a punto de chocar con Liz, otro añico de porcelana de Gelferstrasse-. Bien. Llego a tiempo.
Jake sonrió.
– ¿Conoces a Liz? Compartís baño.
Bernie apenas logró hacerle un gesto confuso con la cabeza, después agarró a Jake del brazo.
– Necesito hablar contigo. -Tenía el rostro congestionado por el esfuerzo de la carrera-. Tu lista.
– Qué rápido -dijo Jake con alegría, pero después vio la mirada de Bernie, que lo inmovilizaba tanto como la mano que lo agarraba del brazo-. ¿Qué?
– Ven aquí -dijo Bernie, bajando con él los escalones para que nadie los oyera-. Naumann -dijo, sosteniendo la lista en alto-. Renate Naumann. ¿Cómo la conociste?
– ¿A Renate? Trabajaba para mí en la Columbia. Como los demás:
– Es la primera noticia que tengo.
Jake se lo quedó mirando con desconcierto.
– Extraoficialmente. La utilizaba como corresponsal local. Tenía muy buen ojo.
Bernie puso una expresión extraña, como si Jake le hubiera explicado un chiste malo, y después apartó la mirada.
– Muy buen ojo, sí -repuso con una voz llena de asco.
– ¿La conoces? -preguntó Jake, aún perplejo.
Bernie asintió.
– Creía que estaría muerta. ¿Sabes dónde está?
– En la cárcel.
Bernie miró alrededor, después volvió a coger a Jake del brazo y echó a andar más allá de los centinelas.
– Detesto esta mierda de alambre de espino. Me da escalofríos.
Cuando llegaron al jeep, Bernie se apoyó en él, se había quedado sin energía.
– ¿Qué quieres decir con que está en la cárcel? -preguntó Jake.
– Algunos de estos amigos tuyos… -Bernie sacó un cigarrillo-. La chica era una Greiferin. ¿Sabes qué es un Greifer?
– Un localizador, un delator. ¿De qué?
– De judíos.
– Imposible. Ella era…
– Judía, lo sé. Una judía para delatar a judíos. Lo tenían todo pensado. Incluso eso.
– Pero es que… -empezó a decir Jake, pero Bernie levantó una mano.
– ¿Quieres oírlo? -Dio una calada al cigarrillo-. La primera gran redada fue en el cuarenta y dos. En febrero. Después de eso, cualquier judío era ilegal en Berlín, clandestino. Los llamaban «submarinos». Seguía habiendo miles, imagínate. Algunos tenían casa… si un gentil los protegía. Los demás tenían que irse trasladando. De una casa a otra. Durante el día tenían que deambular constantemente para que los vecinos no sospecharan. Para que no los denunciaran -explicó, escupiendo casi la palabra-. Berlín es una ciudad grande. Podía uno perderse entre la muchedumbre si no se detenía mucho en ningún lugar. A menos que alguien te reconociera. Un Greifer.
– No me lo creo.
– ¿No? Pregunta a los judíos a quienes delató tu amiga. Unos cuantos sobrevivieron. Pocos. Si no, no la habríamos atrapado. Fue entonces cuando tuve que saltarme algunas normas. -Alzó la mirada-. Mereció la pena. ¿Atraparla? Mereció la pena. -Se alejó del jeep, caminando en un pequeño círculo-. ¿Cómo funcionaba? Algunos cubrían las estaciones del tren. A Renate le gustaban las cafeterías. Normalmente Kranzler's, o el Trumpf, cerca de la iglesia de la Memoria. La más grande, en Olivaerplatz, el Heil. Tomabas algo, observabas a la gente. A veces era algún judío que conocías de los viejos tiempos. A veces alguien de quien sólo sospechabas, así que hablabas un poco, tanteabas, insinuabas que tú mismo eras un submarino. Y ya estaba. Una visita al lavabo de señoras para llamar por teléfono. Normalmente los cogían en la calle, para no armar ningún escándalo en la cafetería. Tú te terminabas la bebida, sólo era una redada contra los judíos. Contra todos menos Renate. Al día siguiente, otra cafetería. Como verás, tenía muy buen ojo -dijo mirando a Jake-. Decía que los identificaba sólo con verlos. Ni siquiera Streicher podía hacer eso… Para él todos tenían narices de caricatura. Renate era mejor que los nazis, no necesitaba los parches de estrella. Sólo su buen ojo. ¿Y sabes?, la gente es idiota. Tanta cautela, un día tras otro. ¿Puedes imaginar lo que es eso? De pronto el alivio de ver un rostro amable. Si no puedes confiar en otro judío… Algunos incluso la invitaron a salir. Una cita, en esas circunstancias. «Deje que me retoque el maquillaje en el lavabo.» -Tiró el cigarrillo al suelo.
– ¿Y después? -preguntó Jake con impotencia, ansioso por saber.
– Al centro de recogida. Un edificio de la Gestapo, allí ya no tenían que preocuparse por el alboroto. Había muchos gritos. Los metían en camiones, y de allí los llevaban a los trenes para transportarlos al este. Los vecinos dicen que los ruidos eran espantosos. Tenían que cerrar las ventanas hasta que se iban los camiones.
– A lo mejor ella no lo sabía -dijo Jake, despacio.
– Vivía allí. Con los demás delatores. Los tenían atados en corto. Tal vez les recordaban «Tú podrías ser el siguiente», pero a ella nunca le tocó. Se salvó. -Hizo una pausa-. He visto la habitación donde vivía. Daba al patio. Veía cómo cargaban los camiones, a lo mejor también ella cerraba la ventana. -Miró a Jake con más dureza-. Lo sabía.
El día parecía haberse detenido a su alrededor, la calle vacía estaba tan calma como los archivos del edificio. Los centinelas aguardaban inmóviles al sol.
– Eso es… -balbució Jake, pero se le extinguió la voz, como una vela sin aire.
– ¿Lo peor que has oído en tu vida? -apuntó Bernie-. Quédate en Alemania. Cuando crees haber oído lo peor, siempre hay algo más. Siempre hay algo peor.
Cargados en camiones mientras ella miraba.
– ¿A cuántos? -preguntó Jake.
– ¿Importa eso?
Jake negó con la cabeza. Una chica de ojos resplandecientes y pelo rizado, pero ¿quién era quién?
– ¿Puedo verla? ¿Podrías conseguirme una visita?
– Si quieres. Aunque no serás el primero, te lo advierto. Tus colegas ya han estado por allí. Una nazi son noticias pasadas, pero ¿una judía? Eso sí que les interesa. Bah. -Hizo un gesto con la mano, como si los aplastara a todos igual que a un mosquito-. Pronto empezará el juicio. Si es que tienes aguante.
– ¿Ha confesado?
– Con ésta no hay dudas -repuso Bernie mirándolo fijamente-. Tenemos testigos.
– Pero si la obligaron…
– Lo hizo. Eso es lo que importa, ¿de acuerdo? Lo hizo. -Cogió aliento-. Las personas a quienes delató están muertas. Nadie buscó excusas para toda esa gente.
– No.
– No -repitió Bernie, espirando la palabra, caso cerrado-. No es lo que esperabas, ¿verdad?
– No.
– No -dijo Bernie-. Lo siento. Todo esto es un horror. Limítate al mercado negro.
– Aun así, quisiera verla.
Bernie asintió con la cabeza.
– A lo mejor a ti te dirá algo. Por qué. Jamás lo entenderé.
– Nosotros no estábamos, no sabemos cómo era esto.
– Yo tenía familia aquí -espetó Bernie-. Sé cómo fue para ellos.
Jake miró otra vez a la tranquila villa a través del alto alambre de espino que estremecía a Bernie.
– ¿Qué le sucederá?
– La cárcel -dijo Bernie, inexpresivo-. Es una mujer, no la colgarán. A lo mejor es peor, tendrá que vivir con ello.
– En una celda, con los nazis que la obligaron a hacerlo.
– Lo decidió ella misma al convertirse en una de ellos. Ya te he dicho que era asqueroso. ¿Cómo crees que me siento? Yo he sido su Greifer. Otro judío. ¿He hecho bien? Dímelo tú.
Jake agachó la cabeza.
– No lo sé.
– Tampoco yo -repuso Bernie con serenidad, aunque un ligero quebranto en su voz hizo que bajara la guardia y por un instante volvió a ser el niño que practicaba Mendelssohn-. Haces tu trabajo.
– ¿La detuviste tú?
– ¿Personalmente? No. Gunther Behn. Nuestro sabueso. -Se quedó callado y después agarró a Jake por el brazo-. Espera un momento, antes no se me había ocurrido. Pensaba en alguien dentro Seguridad Pública. ¿Buscas a una persona que conozca las calles? Gunther era agente de policía, conoce todos los callejones. Prueba con él. Suponiendo que quiera. ¿Tienes dinero para derrochar?
– A lo mejor. ¿Policía de Berlín?
– Detective. Bueno, cuando está sobrio.
– ¿Cómo lo conociste?
– Ya te lo he dicho, me ayudó con el caso Naumann.
– Creía que los policías eran nazis.
– Lo eran, pero ahora ya ni siquiera son policías. Al menos los que tenían una graduación de teniente o superior.
– O sea que estaba sin trabajo y tú le diste un empleo. Creía que no trabajabais con ellos.
– En teoría no. Sigue sin trabajo. Sólo me ayudó con el caso. -Alzó la mirada-. Me salté las normas.
– Utilizaste a un nazi.
Bernie alzó el rostro con un gesto imperioso de la mandíbula.
– La atrapamos.
– ¿Cuánto le pagaste?
– Nada. El hombre tenía un interés especial. Renate delató a su mujer.
– ¿Estaba casado con una judía?
– Se divorciaron para que él pudiera conservar el trabajo. Después… -Calló y dejó que las piezas se fueran uniendo por sí solas. ¿La había escondido o la había dejado deambular por las calles a la espera de la emboscada?-. Estás en Berlín. Siempre hay algo peor.
– ¿Crees que me ayudará?
– Eso depende de ti. Llévale una botella de coñac, le gusta. A lo mejor logras convencerlo.
– ¿Conoce el mercado negro?
– De eso se trata -dijo Bernie, con el primer atisbo de sonrisa de toda la conversación-. A eso se dedica.
Gunther Behn vivía lo más al este que se podía estar dentro del barrio de Kreuzberg sin salir del sector estadounidense. En los viejos tiempos habría estado a un pequeño paseo de la jefatura de policía de Alexanderplatz. Ahora, el camino estaba bloqueado por una montaña de ladrillos y un tranvía destripado que habían volcado como barricada contra tanques y que nunca habían quitado de allí. La parte superior del edificio de Behn había volado por los aires, sólo quedaban la planta baja y el primer piso, medio abierto al cielo. Jake tuvo que llamar varias veces para conseguir que le abriera la puerta. Unas gafas gruesas lo miraron con suspicacia desde el marco.
– ¿Gunther Behn? Me llamo Geismar. Me envía Bernie Teitel.
Una mirada de asombro al oír hablar alemán, después un gruñido.
– ¿Puedo pasar?
Gunther abrió la puerta.
– Es americano, puede hacer lo que le dé la gana -dijo, y se arrastró con indiferencia hasta un sillón junto al que ardía un cigarrillo.
La sala estaba abarrotada: una mesa, un sofá cama, una vieja consola de radio, estanterías de libros y un mapa gigantesco del área metropolitana de Berlín que cubría toda la pared. En un rincón había una pila de latas del economato militar que no se había molestado en esconder.
– Le he traído esto -dijo Jake, mostrándole el coñac.
– ¿Un soborno? -repuso el hombre-. ¿Qué quiere saber Teitel? -Cogió la botella-. Francés. -Se había puesto una chaqueta de lana pese a que en la habitación hacía calor. Llevaba el pelo casi tan rasurado como la incipiente barba gris que le cubría la mandíbula sin afeitar. Aún no era viejo, tendría unos cincuenta y tantos. Tras las gafas, ojos vidriosos de bebedor. Sobre el sillón había un libro abierto-. ¿De qué se trata? ¿Ya hay fecha para el juicio?
– No. Me ha dicho que a lo mejor podía usted ayudarme.
– ¿Con qué? -preguntó al tiempo que abría la botella y la olfateaba.
– Con un trabajo.
El hombre miró a Jake, después volvió a poner el tapón y le devolvió la botella.
– Dígale que no. Ya no hago esos trabajos. Ni siquiera por coñac.
– No es para Bernie. Es un trabajo para mí. -Jake hizo un gesto en dirección a la botella-. Quédesela de todas formas.
– ¿Qué es esta vez? ¿Otro greifer?
– No, un americano.
Su mejilla se movió con un tic de sorpresa que intentó disimular caminando hasta la mesa y sirviéndose dos dedos de coñac en un vaso.
– ¿Por qué que habla alemán? -preguntó.
– Una vez viví en Berlín.
– Ah. -Echó un buen trago-. ¿Qué te parece?
– Conocí a Renate -dijo Jake a su espalda, con la esperanza de encontrar un punto en común.
Gunther dio otro trago.
– Como mucha gente. Ese es el problema.
– Bernie me lo ha contado. Siento lo de su esposa.
Sin embargo, Gunther pareció no oírlo; una sordera voluntaria. En el silencio incómodo que siguió, Jake reparó por primera vez en que no había cuadros en la habitación, ningún recuerdo, debían de estar ocultos en el fondo de algún armario, o quizá los había tirado después del divorcio.
– Bueno, ¿qué es lo que quiere?
– Ayuda. Bernie me ha dicho que es usted detective.
– Retirado. Los amis me retiraron. ¿Eso no se lo ha dicho?
– Sí, y también que era bueno. Intento resolver un asesinato.
– ¿Un asesinato? -Resopló-. Un asesinato en Berlín. Amigo, ha habido millones. ¿A quién le importa uno más?
– A mí.
Gunther se volvió y lo miró de arriba abajo con apreciación policial. Jake no dijo nada. Después el hombre se acercó de nuevo a la botella.
– ¿Una copa? -ofreció-. Ya que lo ha traído.
– No, es temprano.
– ¿Un café, entonces? Café de verdad, no sucedáneo. -Era una invitación a que se quedara.
– ¿Tiene?
– Otro regalo -dijo, levantando el vaso-. Un minuto. -Se fue a la cocina, pero dio un rodeo para mirar por la ventana-. ¿Ha inutilizado el motor? ¿El tapón del distribuidor?
– Me arriesgaré.
– No se arriesgue en Berlín -le dijo el hombre-. Ya no. -Negó con la cabeza-. Americanos.
Jake vio cómo abría la puerta de la cocina. Más cajas de embalaje, una pila de productos enlatados, cartones de cigarrillos. Regalos. Seguía dando tragos de coñac, pero se movía por la pequeña habitación con una eficiencia tranquila. Era uno de esos bebedores que no parecen afectados por el alcohol hasta que por la noche pierden el conocimiento. Jake se acercó a las estanterías. Hileras de novelas del Oeste. Karl May, el Zane Grey alemán. Tiroteos en Yuma. Sheriffs y pelotones avanzando entre artemisas. Una afición insólita en Kreuzberg.
– ¿De donde ha sacado ese mapa? -preguntó Jake.
La ciudad entera, marcada con alfileres.
– De mi despacho. Con las bombas no estaba a salvo en la Alex. La jefatura de Alexanderplatz. A veces me gusta mirarlo. Me recuerda que Berlín sigue estando ahí fuera. Todas las calles. -Volvió a la sala con dos tazas-. Es importante saber dónde se está cuando se es policía. El dónde es muy importante. -Le dio una taza a Jake-. ¿Dónde ha tenido lugar ese asesinato?
– En Potsdam -dijo Jake. mirando al mapa en un acto reflejo, como si el cuerpo fuese a aparecer en las líneas dibujadas por los lagos de la esquina interior izquierda.
– ¿En Potsdam? ¿Un americano? -Siguió la mirada de Jake hasta el borde del mapa-. ¿De la conferencia?
– No. Llevaba diez mil dólares encima -dijo Jake para cebar el anzuelo.
Gunther se lo quedo mirando, luego le hizo un gesto en dirección a una silla de la mesa.
– Siéntese. -Él se desplomo en el sillón, apartando el libro-. Cuénteme.
Tardó diez minutos. No había mucho que explicar, y la expresión de Gunther desalentaba cualquier especulación. Se había quitado las gafas y sus párpados habían quedado convertidos en ranuras. Escuchaba sin inmutarse, la única señal de vida que daba era el movimiento constante de su mano: de la taza de café al vaso de coñac.
– Sabré más cuado Bernie me dé noticias -terminó de relatar Jake.
Gunther se pellizcó el puente de la nariz y se lo frotó, reflexionando, después se puso otra vez las gafas.
– ¿Qué es lo que sabrá? -preguntó.
– Quién era, cómo era.
– Cree que eso será útil -comentó Gunther-. Quién era.
– ¿Usted no?
– Normalmente sí -dijo, y bebió-. Si esto fuera como antes. ¿Ahora? Deje que le cuente una cosa. Salvé el mapa. -Ladeó la cabeza en dirección a la pared-. Pero todo lo demás se perdió. Archivos de huellas dactilares. Archivos de fotografías de delincuentes. Archivos generales. En Berlín ya no se sabe quién es nadie. No hay archivos con direcciones. Se han perdido. Cuando roban algo, ya no se puede buscar en las casas de empeño ni en los lugares habituales. Han desaparecido. Si le venden la mercancía a un soldado, él la envía a su país. Sin dejar pistas. En Berlín ya no hay policías capaces de resolver un crimen. Ni siquiera uno retirado.
– No es un crimen alemán.
– Entonces, ¿por qué ha venido a verme?
– Porque usted conoce el mercado negro.
– ¿Eso cree?
– Tiene muchos regalos.
– Sí, nado en la abundancia -dijo el hombre, levantando una mano hacia la habitación-. Carne de ternera en conserva. Una fortuna.
– Usted sabe cómo funciona, o no tendría qué comer. Sabe cómo funciona Berlín.
– Cómo funciona Berlín -repitió Gunther, gruñendo de nuevo.
– Incluso ahora, el mercado lo dirigen alemanes. Seguramente los mismos que controlaban las cosas antes. Usted los conocerá. Así que ¿a quién conocía Tully? No iba a cerrar un trato cualquiera. No estaba destinado en Berlín, vino a Berlín.
Gunther sacó un cigarrillo, despacio, y miró a Jake mientras lo encendía.
– Bien. Ésa es la primera clave. Ya la ha encontrado. ¿Qué más?
Parecía un detective poniendo a prueba a un recluta. Jake se inclinó hacia delante.
– La clave es el dinero. Llevaba demasiado dinero.
Gunther meneó la cabeza.
– No, ahí no encontrará la clave. La clave es que aún lo llevaba encima.
– No le sigo.
– Herr Geismar. Un hombre vende algo. El comprador le pega un tiro. ¿No recuperaría el dinero? ¿Por qué iba a dejarlo allí?
Jake se reclinó en el respaldo, desconcertado. La pregunta más evidente, la que todos habían pasado por alto excepto un policía corrupto que seguía ejerciendo tras la bruma del coñac.
– ¿Qué quiere decir?
– Quiero decir que el comprador y el asesino no tienen por qué ser la misma persona. De hecho, no lo son. ¿Cómo iban a serlo? Busca al hombre equivocado.
Jake se levantó y se acercó al mapa.
– Lo uno lleva a lo otro. Tiene que ser así. Aún está lo del dinero.
– Sí, el dinero -dijo Gunther, siguiéndolo con la mirada-. Eso le interesa a usted. A mí me interesa el otro punto clave. El dónde.
– Potsdam -dijo Jake sin entusiasmo, mirando el mapa.
– Potsdam -repitió Gunther-. Que está acordonado por los rusos. Hace días que nadie va allí. Ni siquiera la gente que cree usted que conozco. -Echó otro trago-. Para ellos es una verdadera molestia. Si no hay día de mercado, tienen muchas pérdidas. Pero no pueden entrar, y su soldado pudo. ¿Cómo?
– A lo mejor lo invitaron.
Gunther asintió con la cabeza.
– La clave definitiva. Para usted, también el final. ¿Un ruso? Niños con armas. No necesitan una razón para disparar. Nunca lo encontrará.
– El mercado negro no funciona por sectores. Está por toda la ciudad. Con tanto dinero, aunque fuera un ruso, alguien sabría algo. La gente habla. -Jake regresó a su silla y volvió a inclinarse hacia delante-. Con usted hablarían. Lo conocen.
Gunther alzó la cabeza.
– Puedo pagar -dijo Jake.
– No soy un soplón.
– No, es policía.
– Retirado -dijo Gunther con amargura-. Con pensión.
Levantó el vaso hacia las cajas del rincón.
– ¿Cuánto cree que le durará eso? En cuanto la policía militar empiece… Ha muerto un americano, tendrán que hacer algo al respecto. Limpiarán el mercado, al menos durante un tiempo. Le iría bien un pequeño seguro.
– De los americanos -dijo Gunther, inexpresivo-. Para encontrar a alguien que ellos no quieren que se encuentre.
– Sí querrán. Tendrán que encontrarlo si alguien se pone a armar jaleo. -Calló, sosteniéndole la mirada-. Nunca se sabe cuándo un favor puede resultar útil.
– Es usted el alborotador, ya veo. -Gunther miró hacia otro lado y se quitó otra vez las gafas-. ¿Y yo qué salgo ganando? Por mis servicios. ¿Un Persilschein?
– ¿Persil? -preguntó Jake, desconcertado, intentando traducir-. ¿Como el detergente?
– Persil lo lava todo -explicó Gunther, limpiando las gafas con la. chaqueta-. ¿Recuerda los anuncios? El Persilschein también lo lava todo, incluso los pecados. Un norteamericano firma un certificado y… -chasqueó los dedos-… la hoja de servicio queda limpia. Sin pasado nazi, podría volver a trabajar.
– Eso no puedo conseguirlo -dijo Jake, aunque luego dudó-. A lo mejor podría hablar con Bernie.
– Herr Geismar, no lo digo en serio. No me hará un Persil. Pertenecí al partido y él lo sabe. Ahora estoy metido en… negocios. Mis manos están… -Se interrumpió, se las miró-. Sea como sea, no quiero volver a trabajar. Esto está acabado. Cuando se vayan ustedes, los rusos se harán con el control. Ni siquiera un Persilschein me haría trabajar para ellos.
– Pues trabaje para mí.
– ¿Por qué? -preguntó el hombre, más como declinación que como pregunta.
Jake contempló la habitación mal ventilada. No estaba muy lejos de su antigua oficina; los teletipos y las llamadas de la radio ya no eran más que un mapa en la pared.
– Porque aún no está para retirarse, y sin usted pasaré por alto todas las claves. -Hizo un gesto en dirección al libro-. Puede quedarse sentado todo el día leyendo a Karl May. Ya no escribe libros.
Gunther lo miró un instante con el ceño fruncido de agotamiento, después se puso las gafas y cogió el libro.
– Déjeme en paz -espetó, y volvió a retirarse tras la bruma.
Sin embargo, Jake permaneció sentado, esperando. Durante unos minutos sólo se oyó el sonido del quedo tictac del reloj de pared, un silencio de callejón sin salida, como el de la portada del libro, con un revólver de seis tiros. Al fin, Gunther miró por encima de las gafas.
– Puede que haya otra clave.
Jake enarcó las cejas, seguía esperando.
– ¿Hablaba alemán?
– ¿Tully? No lo sé. Lo dudo.
– Sería una dificultad añadida en una transacción de ese tipo -dijo Gunther con cautela, como si comprobara puntos de una lista-. Si iba a ver a un alemán. Que son quienes dirigen el mercado. Según usted.
– Está bien. ¿Quién más?
– Esta conversación ¿es privada? Tengo que proteger mi pensión -comentó el hombre.
– Como en un confesionario.
– ¿Conoce Ronny's? ¿En la Ku'damm?
– Puedo encontrarlo.
– Vaya allí esta noche. Pregunte por Alford -dijo, pronunciando correctamente en inglés-. Le gusta ir a Ronny's.
– ¿Americano?
– Inglés. No es alemán, así que a lo mejor se ha enterado de algo. Quién sabe. Es un comienzo. Déle mi nombre.
Jake asintió.
– Pero usted estará allí.
– Eso depende.
– ¿De qué?
Gunther miró a la página y dejó de hacerle caso.
– De si termino el libro.
Al regresar a Gelferstrasse se encontró con una muchedumbre a mitad de la manzana de su alojamiento. Había policía militar en jeeps y un camión lleno de soldados reunidos alrededor de dos mujeres que estaban de pie mirando una casa con las manos en las mejillas, como si estuvieran presenciando un accidente. En la parte de atrás del camión también estaba Ron, de pie junto a unos cuantos cámaras de noticiarios, abandonado por el resto de los reporteros, que contemplaban el espectáculo desde la acera. Los policías militares intentaban sin mucho éxito que las mujeres se apartaran, les gritaban en inglés mientras ellas se lamentaban en alemán. De las ventanas salía polvo de yeso flotando como si fuera humo.
– El habla alemán -le dijo Tommy Ottinger a un policía mientras le hacía señas a Jake para que se acercara.
– Dígales en kartoffel que no pueden entrar -dijo el policía militar, frustrado-. Ya se ha desplomado un piso y el resto está a punto de caer.
– ¿Qué ha sucedido? -preguntó Jake a Tommy.
– Una bomba debilitó la parte de atrás del edificio y ahora toda la estructura es inestable. El techo de la cocina acaba de derrumbarse, hay otra pared a punto de caer y ellas aún intentan entrar.
Las dos mujeres se pusieron a gritar a Jake.
– Quieren recuperar sus cosas -tradujo éste-. Antes de que se venga abajo.
– No puede ser -dijo el policía-. Joder, no saben la suerte que han tenido. Podrían haber estado ahí dentro. Hay que darles en la cabeza para lograr que comprendan cualquier cosa.
– Mi ropa -decía una de las mujeres en alemán-. Tengo que recuperar mi ropa. ¿Cómo voy a vivir sin ropa?
– Es peligroso -le dijo Jake-. Espere a que se asiente. A lo mejor no pasa nada.
La casa respondió con un quejido, un sonido casi humano, las vigas aplastadas por el peso. Dentro cayó un trozo de yeso que provocó otra nube de polvo.
– Helmut -exclamó la otra mujer, conteniéndose, esta vez alarmada de verdad.
– ¿Quién es, su perro? -preguntó el policía militar.
– No lo sé -dijo Jake-. ¿Va a venir alguien a ayudar?
– ¿Está de broma? ¿Qué cree que vamos a hacer?
– Apuntalar las paredes.
Había visto hacerlo en Londres. Se colocaban vigas de soporte contra una casa dañada, como arbotantes improvisados. Sólo unas piezas de madera.
– Amigo… -dijo el policía, y se detuvo ahí, le parecía una idea demasiado absurda para merecer contestación.
– Entonces, ¿qué están haciendo? -pregunto Jake señalando a los soldados.
– ¿Esos? Iban de camino al partido. ¿Por qué no se relaja un poco y les dice a estas kartoffel que se aparten de ahí antes de que nadie se haga daño? Que les jodan a sus pertenencias.
Jake miró hacia el camión y vio a Ron con los brazos en jarras, claramente molesto por el retraso.
– Vamos a llegar tarde -les dijo a los hombres.
– ¿Qué partido?
– El de fútbol americano -respondió Ron-. Venga, chicos. Vámonos.
Unos cuantos se movieron y subieron al camión a regañadientes.
– Los ingleses esperarán -dijo Tommy.
– No puedo dejarlo ahí-dijo la mujer.
– Esto podría llevarnos todo el día -adujo Ron, pero la casa volvió a gemir, tan fascinante como una hoguera, avanzando hacia algún fin.
– Helmut -dijo la mujer al temer el derrumbe y, antes de que nadie pudiera detenerla, echó a correr por la acera hacia la puerta y entró.
– ¡Eh! -gritó el policía militar, pero nadie se movió, petrificados como si los amenazaran a punta de pistola-. Joder -dijo al verla desaparecer-. Bueno, una menos de la que preocuparse.
Esas palabras parecieron empujar a Jake por los hombros. Fulminó con la mirada al policía y luego, sin pensarlo, echó a correr tras la alemana. La entrada estaba llena de yeso.
– Meine Dame! -gritó-. Vuelva, no es seguro.
No hubo respuesta. Se detuvo en la casa quejumbrosa intentando oír el gemido de algún animal, el aterrado Helmut al que iban a rescatar. En lugar de eso, oyó un tranquilo «Un momento» desde el salón. La mujer estaba en el centro de la sala, mirando en derredor con un marco de fotografía en las manos.
– Tiene que salir -le dio Jake con dulzura mientras se le acercaba-. No es seguro.
Ella asintió.
– Sí, lo sé. Es todo lo que tengo, ¿sabe? -dijo mirando la fotografía. Un chico con uniforme de la Wehrmacht.
Jake la agarró del codo.
– Por favor -dijo, llevándosela de allí.
La mujer empezó a caminar con él, pero se detuvo en una mesa cerca de la puerta y cogió una figurita de porcelana, una de esas pastorcillas de mejillas sonrosadas que acumulan polvo en los salones.
– Para Elisabeth -dijo, como si se disculpara por recoger sus propias cosas.
La casa, que llevaba unos minutos conteniendo el aliento, espiró entonces de nuevo con un fuerte golpetazo procedente de la parte de atrás. La mujer se sobresaltó y Jake la cogió del hombro para hacerla avanzar, de modo que cuando salieron encorvados a la calle la rodeaba con su brazo.
– ¡Alto! -Una extraña voz de policía deteniendo a unos saqueadores.
Sin embargo, era Ron, que estaba junto a un cámara de noticiario. En ese instante, aún encorvado, Jake se dio cuenta de que la cámara estaba en marcha y, peor aún, que habían esperado grabar su muerte. «Periodista americano muerto en Berlín», al fin algo que merecía la pena filmar.
– ¡Anna! -gritó la otra mujer, histérica-. ¿Estás loca? ¿Estás loca?
Sin embargo, nada podía perturbar a Anna, que aferraba la fotografía contra su pecho. Se apartó de Jake, bajó con calma los escalones y le dio la figurita a la otra mujer.
– Boy scout de mierda -dijo el policía militar.
– ¿A que sí? -comentó Tommy-. Seguramente haría lo mismo por un gato.
– ¿Y dónde está Helmut, joder? -preguntó el policía, asqueado.
– Es su hijo -contestó Jake. Se volvió hacia el camión-. ¿Has conseguido buenos planos? -le preguntó a Ron-. Siento que no se haya desplomado para que pudieras grabarlo.
– A lo mejor la próxima vez. -Ron esbozó una sonrisa burlona-. Vamos, salta. Próxima parada, los juegos de los Aliados. Los muchachos que luchan juntos juegan juntos. A Collier's le encantará.
Jake le lanzó una mirada fría. Lo cierto era que a Collier's le encantaría. Aliados en tiempos de paz; de la mesa de la conferencia al campo de juego. Nada de policías nazis y berlineses sin hogar. Podría entregarlo esa misma semana, antes de que empezaran a llegar los impacientes telegramas.
– ¿Los rusos también?
– Los hemos invitado.
– Eh, amigo -dijo el policía, ya más tranquilo-. Pregúnteles si tienen adonde ir.
Jake habló con las mujeres, que se habían dado del brazo y se apartaban de los soldados.
– Esa mujer tiene otra hermana en Hannover.
– Para eso necesitará un permiso de viaje. Dígale que la llevaremos al campo de desplazados de Teltowerdamm. No está mal.
Sin embargo, al traducir, la palabra hizo que se sobresaltaran como si oyeran el estrépito de la puerta de una celda al cerrarse.
– ¡A un campo no! -gritó la mujer de la figurita-. A un campo no. No pueden obligarnos.
Se aferró al brazo de Jake.
– ¿Qué quiere decir Lager? -preguntó el policía.
– Campo. Tienen miedo. Creen que es un campo de concentración.
– Sí, como los suyos. Dígales que es un campo americano -repuso, convencido de que eso las tranquilizaría.
– ¿Le parece que estas dos mujeres se dedicaran a eso?
– Qué cojones. Son kartoffel.
Antes de que Jake pudiera decir nada, el muro lateral de la casa cedió al fin, cayó hacia dentro y, con un rugido, se llevó consigo toda la débil estructura. Se oyó un estrépito, madera astillándose, mampostería derrumbándose. Sonidos propios de una explosión. Por eso, cuando la enorme nube de polvo se levantó desde el centro del edificio, pareció que acababan de bombardearlo. Una de las mujeres ahogó un grito y se llevó la mano a la boca. Todos se quedaron quietos, estupefactos. Las cámaras del camión volvieron a ponerse en marcha, agradecidas al tener un poco de espectáculo después del rescate fallido. Algunos vecinos habían llegado corriendo y se habían unido a la muchedumbre, algo apartados de las dos mujeres, como si su mala suerte fuera contagiosa. Nadie decía nada. Una parte de la pared trasera se combó. Otro estruendo, más polvo, después una serie de sacudidas, como réplicas, a medida que pedazos de la casa se separaban y resbalaban hacia el montón del centro. Al final el ruido cesó; ante sí, tras la fachada, que aún seguía en pie, tenían otra de las muelas putrefactas de Ron. La mujer de la figurita se echó a llorar, pero Anna simplemente se quedó mirando el desastre sin ninguna expresión en el rostro y después dio media vuelta.
– Muy bien, de acuerdo -dijo el policía militar, agitando su vara blanca-, todo el mundo a casa. El espectáculo ha terminado.
Jake miró a la casa. Cientos de miles de casas.
El conductor del camión puso el motor en marcha, una señal. Los soldados empezaron a subir entre bromas y empellones jocosos.
– ¿Y las mujeres? -dijo Jake al policía-. No puede dejarlas aquí.
– ¿Usted quién es, el Ejército de Salvación?
– Vamos, Jake -dijo Tommy-. Aquí ya no puedes hacer nada.
Era cierto. ¿Qué podía hacer? ¿Llevárselas a casa y pedirles que le explicaran sus problemas para Collier's? La pareja de ancianos de la casa donde se alojaba ya se las estaba llevando. Un par de noches en un sótano incómodo, tal vez, viviendo de las raciones B de los pisos superiores. Después un permiso para viajar a Hannover, y a otro sótano. O tal vez no. A lo mejor sólo les aguardaba caminar por el Tiergarten con los demás, desplazadas a causa de un breve derrumbe de yeso.
– Mire, nosotros no empezamos esta condenada guerra -dijo el policía, que había leído la expresión de su rostro.
– No. Fueron ellos -repuso Jake, desconcertándolo, y subió con Tommy al camión.
Se internaron en el sector británico, pasaron la torre de radio desde la que Jake había realizado retransmisiones para la Columbia, y llegaron al estadio olímpico. La zona presentaba los destrozos habituales, árboles convertidos en tocones, pero el estadio, pese a haber quedado marcado por el bombardeo, estaba tal como Jake lo recordaba. Puede que fuese la mejor de las monumentales construcciones nazis, engañosamente horizontal hasta que cruzaba uno la entrada y veía la larga escalera que bajaba hasta el anfiteatro hundido. Reconoció el lugar en el que había visto tantos partidos junto a los Dodd. Su primer trabajo en Berlín. Habían conectado kilómetros de altavoces que salían del estadio y recorrían toda la ciudad para anunciar las novedades de todos los eventos. Había sido idea de Goebbels, una maravilla de la modernidad para impresionar a los visitantes. Aquélla fue la primera vez que vio a Hitler, respondiendo al saludo desde su palco imperial. Recién llegado de Chicago, años antes de Lena.
Ahora había grupos de soldados sin camisa tumbados en la hierba estropeada, bebiendo cerveza y tomando un poco el sol antes del partido,. Las innumerables filas de asientos que antaño albergaran a miles de espectadores contenían sólo a unos cuantos cientos. Aun así, eran más de lo que había esperado Jake, más o menos como en un partido de instituto en Estados Unidos. Estaban todos reunidos en un extremo del gran óvalo, donde habían pintado con cal las líneas de un campo de fútbol americano. Británicos y estadounidenses juntos, y unos cuantos franceses al fondo, reconocibles por sus sombreros de borlas rojas. No había rusos. Unos cuantos soldados jugaban a las cartas sentados en círculo cerca de las bandas, y protestaron cuando tuvieron que moverse para dejar sitio a un equipo de cámaras de noticiarios. En el campo, los jugadores, con jersey y pantalón corto, saltaban de aquí para allá haciendo calentamientos. Un ejército de ocupación que no tenía nada que hacer más que ocupar.
– ¿Así que los rusos no se han presentado? -le dijo Jake a Ron-. ¿Quién juega contra los franceses?
– Han venido para las pruebas de atletismo. Es lo único a lo que se han apuntado también los rusos, así que seguramente aparecerán. ¿Quieres entrevistar a algún jugador?
– Sólo vengo a mirar. ¿Dónde han aprendido a jugar los ingleses?
Ron se encogió de hombros.
– Dicen que es parecido al rugby. Estamos mezclando los equipos, por si acaso. Para que sea justo.
– Eres un diplomático nato.
– No. Tenemos que pensar en los rollos de película ingleses -dijo, y señaló a otro equipo con trípodes-. No les gustará filmar cómo les dan una paliza a sus muchachos, ¿verdad? ¿Quién querría ver eso? Son los juegos de los Aliados, ¿recuerdas?
No obstante, de hecho, después del saque inicial se produjo un recital estadounidense. Los soldados americanos, como mariscales de campo, dirigían el juego mientras los británicos bloqueaban. Todos acabaron llenos de rasguños a causa de la dureza del terreno en los placajes. El público jaleaba todas las jugadas, incluso cuando los árbitros sacaban banderines rojos de falta. El dinero de las apuestas cambiaba de manos, se oían alaridos, al final la alegría resultaba tan contagiosa como en un sábado cualquiera de la liga estadounidense. Un pedazo de patria. También los jugadores, sanos y rosados al sol, parecían estar en un país diferente, a kilómetros de distancia de los cuerpos pálidos y sombríos de las calles de fuera.
Hacía años que Jake no veía fútbol americano, y en ese momento, de improviso, los sonidos del campo le trajeron a la memoria aquellas tardes soleadas en que sólo importaban las siguientes diez yardas y a quién vería después del partido. En Estados Unidos, donde todas las casas seguían intactas. Sin embargo, era la nostalgia de un exiliado: lo que echaba de menos no era un lugar, sino su juventud. Desde que se sentara por primera vez en ese estadio sólo había regresado una vez a Estados Unidos, una semana entre dos trabajos. Después de eso, sólo había recibido noticias del Estados Unidos de la guerra, al otro lado del océano, los envíos de alimentos y las películas para levantar la moral de las tropas. Allí ahora sería un extranjero.
¿Acaso no le sucedía eso a todo el mundo? Todos ellos llevaban fuera demasiado tiempo, habían cambiado mucho. Incluso el policía militar de aquella casa, tal vez un jugador de fútbol americano que ahora creía que una mujer muerta era un alemán menos del que preocuparse. Cambió de postura en su asiento, abochornado por su propia nostalgia. Que se quedara Quent Reynolds con toda la gloria. El lo veía claro. El Estados Unidos del que se había marchado, las ediciones de última hora y los policías dispuestos a dejarse sobornar, era la misma basura que se encontraba en cualquier otro lugar. Sin embargo, no podía evitar sentir ese anhelo inesperado, desencadenado por un partido de fútbol americano. Su identidad, tan ineludible y permanente como una marca de nacimiento.
Touchdown. El público saltó gritando y dándose palmadas en la espalda. Alguien le pasó una cerveza. Jake vio entonces que Ron se alejaba de los cámaras para ir a saludar al congresista Breimer. Se lo presentó a un pequeño grupo de soldados -chicos de Utica, por lo visto- que le dieron la mano y posaron para los fotógrafos del ejército. Souvenirs para los viejos. Después se llevó a Breimer ante los periodistas, lo dispuso frente al partido y comprobó el micrófono. Jake se levantó y avanzó por la banda. Breimer ya había empezado a hablar.
– En este estadio, donde el gran americano Jesse Owens demostró que la superioridad racial era un embuste nazi, vemos hoy la prueba de otra victoria. Esta gran coalición de Aliados que ha ganado la guerra está ahora ganando la paz, juntos aún, decididos aún a demostrarle al mundo que podemos trabajar unidos. Y también jugar un buen partido de fútbol. -Hizo una pausa mientras los soldados que había a su alrededor reían-. Nuestro cometido aquí no es sencillo, pero ¿acaso puede dudar nadie, al ver a estos espléndidos muchachos, de que lo vamos a conseguir? Ayudaremos a este país a resurgir de las cenizas, tenderemos las manos a los buenos alemanes que rezaron por la democracia durante todos esos años oscuros, y construiremos un mundo en el que la guerra no volverá a tener lugar. Por eso luchamos ahora. Hoy, estos hombres están jugando, pero mañana volverán al trabajo. Un trabajo duro. Construir nuestro futuro. Si pudieran verlos aquí, en Berlín, como yo, sabrían que también van a ganar esa batalla.
Espontáneo, sin notas, la clase de discurso que se puede recitar de un tirón sin pensarlo. Bombos y platillos. Otro pedazo de patria. Jake lo miró y se preguntó cómo habría sido de pequeño; seguramente el niño que levantaba la mano en clase y se presentaba voluntario para limpiar los borradores y repartir las botellas de leche, destinado ya entonces a cosas mejores.
– Y ahora, según me cuentan, la Octogésima Segunda División Aerotransportada nos ha preparado un espectáculo para la media parte.
Ron hizo una señal de director de escena y las cámaras viraron hacia una abertura que había bajo las gradas. Una hilera de cascos blancos salió desfilando e interpretando una marcha de Sousa. Los soldados los vitorearon. Las cámaras siguieron a la banda hasta el campo de juego, cubierto de maleza: los metales brillaban en formación, el ruido era ensordecedor.
– ¿Dónde están las chicas con los pompones? -le dijo Jake a Ron.
– Muy gracioso -repuso éste. Señaló a los asientos-. Les encanta.
Era cierto. Jake miró al público, que pataleaba y silbaba ganando la paz para Movietone News. Entonces vio a Brian Stanley unas cuantas gradas más arriba, apoyado sobre los codos en un lugar donde daba el sol, con los ojos cerrados, el único personaje inmóvil de toda la gradería. La banda se había arrancado con otra marcha. Jake subió la escalera.
– ¿Disfrutas del partido?
Brian abrió los ojos un instante, después los volvió a cerrar.
– Hasta que ha llegado el Honorable.
Jake se sentó a su lado y miró a la banda, allá abajo. La música resonaba por todo el estadio.
– Dios mío -dijo Brian-. ¿Crees que podrían bajar un poco el volumen?
– ¿Trasnochaste ayer?
Brian consiguió emitir un gruñido y después se fue recobrando despacio mientras se frotaba la frente.
– ¿Sabes?, estoy preocupado por Winston. Últimamente no dice más que tonterías sobre las fronteras de Polonia. ¿Por qué?
– ¿Por qué no? -repuso Jake, dejando de mirar el campo.
La conferencia, casi se había olvidado de ella tomándose aquel café con Gunther.
– Porque quedaron decididas en cuanto el tío Stalin las cruzó. Tanto alargar el tema no es típico de él.
– A lo mejor intenta ganar tiempo.
– No, está distraído. Las elecciones, supongo. Una pena que coincidan con la conferencia. Creo que está afectando a su juego. No como tu Honorable. -Hizo un gesto en dirección a Breimer, que aplaudía a la banda mientras salía ya del campo sin dejar de atronar al público-. Todo un profesional, ¿no te parece? Cómo tiende la mano -dijo al tiempo que realizaba una imitación nada desdeñable.
– Tender la mano es lo que suele hacer. Siempre que tengas algo que dejar en ella.
Brian sonrió.
– Pues con eso los alemanes quedan excluidos. «Tenderemos las manos.» En el avión, creo recordar que habían recibido su merecido. Ah, paz, al fin. -Eso lo dijo mirando al campo, donde la banda había quedado finalmente sustituida por el pito de un árbitro que daba comienzo al tercer cuarto; apenas un ruido de fondo, en comparación. Brian volvió a apoyarse en los codos.
– ¿Y tú dónde has estado, por cierto? Te he buscado en la sesión informativa.
– Estoy con un artículo sobre el mercado negro.
– No lo dices en serio -repuso Brian cerrando los ojos-. Eso está pasado, pasadísimo.
– Como las fronteras de Polonia.
Brian suspiró y volvió a centrarse en el sol. Abajo, en el campo, Breimer se apartó de los periodistas y se dirigió hacia un soldado que lo aguardaba: el ligue de Liz, esta vez solo y con pose enérgica y grave. Breimer le puso una mano en el hombro y se lo llevó aparte en un abrazo de privacidad. Jake los observó unos minutos mientras sus cabezas gesticulaban, conversando. Era algo más que un chófer.
– Uña y carne, ¿verdad? -comentó Brian al seguir la mirada de Jake.
– Hmmm.
– ¿Por qué ese interés?
– Está saliendo con Liz.
– No puedes tomárselo a mal. A mí tampoco me importaría una oportunidad.
El público empezó a gritar de repente -otro touchdown-, pero las dos cabezas no se volvieron.
– Bueno, y ¿qué hace con Breimer?
Brian bostezó, indiferente.
– Construir nuestro futuro. Llevan días en ello, los dos. Lo fue a recoger al aeropuerto.
– ¿Ah, sí? -Jake miró a Brian, inmóvil como un lagarto-. No se te pasa ni una, ¿verdad?
– Bueno, es mi trabajo, ¿no? Lo único que hay que hacer es tener los ojos abiertos -respondió, y volvió a cerrar los suyos.
Los dos hombres se separaron entonces, habían concluido sus negocios. Breimer le hizo una seña a un soldado para comunicarle que estaba listo para marchar. Shaeffer se apresuró a salir del estadio sin mirar siquiera el partido.
– Eh, Brian -dijo Jake, reflexivo-. Tú ibas en el avión. ¿Recuerdas al chico que tenía miedo a volar?
– ¿El de las botas?
– ¿Quién fue a recogerlo? ¿Lo viste?
– No. ¿Por qué?
– ¿Hablaste con él en el avión? ¿Te fijaste en algo en concreto?
Brian abrió los ojos.
– Supongo que lo preguntas por algo.
– Ha aparecido muerto. En Potsdam.
– ¿Qué? ¿El que pescaron del agua?
Jake asintió.
– ¿Y qué?
– Pues que me gustaría descubrir por qué. Creo que ahí hay una historia.
– Querido Jake. Tú de vuelta a las andadas, y la pobre Polonia pendiendo de un hilo…
– Bueno, ¿sí o no? ¿Hablaste con él?
– Ni una palabra. No creo que nadie hablara. Por lo que recuerdo, fue el Honorable quien no paró. ¿Es ésa tu historia del mercado negro?
– Vino a hacer negocios. Se llevó unos cuantos billetes.
– ¿Ese agradable jovencito? -comentó Brian.
– A lo mejor no tan agradable. Entre cinco y diez mil dólares.
– ¿En serio? -dijo Brian, esta vez con interés-. ¿Con qué?
– ¿Qué quieres decir?
– Bueno, no llevaba equipaje. ¿Con qué hizo negocios?
– ¿No llevaba equipaje? -preguntó Jake intentando evocar la escena de Tempelhof.
– No. Me fijé porque me pareció extraño. Después pensé: «Bueno, será de Berlín».
– No, no era de aquí. ¿Te fijaste en algo más?
– Chaval, ni siquiera había reparado en ello hasta que has sacado el tema. Un tipo sin equipaje… ¿Qué más da?
Jake guardó silencio. ¿Qué vería Gunther, cuál era la clave evidente que se le pasaba por alto? Un negocio en el que no había nada que vender. Pero a nadie le daban diez mil a cambio de nada. Algo lo bastante pequeño, entonces, para que cupiera en un bolsillo.
– Mierda -exclamó Brian al oír otro rugido desde el campo-. También una de las nuestras, ahora tendré que escribir algo. -En las gradas inglesas, unos soldados enarbolaban una bandera del Reino Unido.
– Supón que le disparara un ruso.
– Ah -empezó a decir Brian, despacio-. Un poco extraño, justo ahora, ¿no te parece? -Hizo un gesto en dirección al partido-. Justo cuando todos nos llevamos tan bien. ¿Es ahí adonde quieres llegar con eso? ¿Una pequeña bomba fétida para la conferencia?
– No lo sé.
– No les gustará.
– ¿A quiénes?
– A ninguno de ellos.
Jake paseó la mirada por el estadio. A ninguno de ellos. El artículo que nadie quería que escribiera. Lo cual significaba que era el único que merecía la pena escribir. Miró a los equipos de los noticiarios, casi esperando ver otra vez a Breimer ganando la paz. En lugar de eso, vio a Bernie, que se acercaba mirando al suelo con su acostumbrada presteza de terrier. Entonces buscó entre el público, sonrió y le hizo a Jake una seña para que bajara. Jake tomó aliento. Lo había ido a buscar hasta allí: una noticia que no podía esperar. Entusiasmado, dejó a Brian solo y corrió escalera abajo.
– ¿La has encontrado?
– ¿Qué? Ah, a la mujer -dijo Bernie algo aturdido-. No. Lo siento. No figura.
Sin embargo, seguía sonriendo.
– ¿Has buscado bien?
– No hay constancia. He solicitado información sobre el marido. Puede que con él sea más fácil si es prisionero de guerra. -Hizo una pausa para dejar que Jake asimilara la idea mientras escrutaba su rostro-. Podrías intentarlo en los tablones de anuncios. A veces da resultado.
Jake asintió, no le prestaba demasiada atención. Todo el mundo rellenaba un Fragebogen si quería una cartilla de racionamiento. A menos que estuviera enterrada bajo algún muro caído. No había constancia.
– Bueno, gracias de todas formas -dijo, perdiendo la voz-. Supongo que ya está.
¿Qué había esperado?
– La gente acaba apareciendo. Ya te dije que era…
– Lo sé. De todas formas, has sido muy amable al venir.
– No -repuso Bernie, abochornado de nuevo-. No era eso. Quiero decir, hay otra cosa.
Jake levantó la mirada.
– Algo interesante -añadió Bernie mientras su sombra de barba esbozaba otra sonrisa-. He descubierto por qué Muller no quería que vieras la tercera hoja. Tenías razón. Había un informe de balística. -Sacó una copia de papel carbón del bolsillo e hizo una pausa para impacientar a Jake-. Era una bala americana.
No fue difícil encontrar Ronny's. A los ingleses les había tocado la ostentosa Kurfurstendamm en la partición, y el enjambre de vehículos del ejército británico que había a la entrada del club lo distinguía como una señal de neón. Los chóferes fumaban sentados en los guardabarros, montando guardia, y oían jirones de música cada vez que los oficiales entraban por la puerta con una chica agarrada de la cintura, algunos pidiendo ya una copa con la mano. Muy pocos coches pasaban por delante de los escaparates destrozados y los hoteles destruidos. Las bicicletas habían desaparecido con la luz del crepúsculo. Al cabo de una hora, la Ku'damm estaría tan oscura como un camino vecinal, iluminada apenas por una delgada luna y los resquicios de luz de las ventanas tapadas.
Jake aparcó detrás de un jeep británico y caminó por la acera vacía hasta la entrada. La tienda de al lado estaba en ruinas, el cristal del escaparate había sido sustituido por un tablón de contrachapado cubierto de trozos de papel y pedazos de cartón con mensajes, dispuesto por la parte de dentro para proteger la tinta de la lluvia. Había la luz justa para poder leer. Algunos mensajes estaban cuidadosamente redactados con la formal caligrafía gótica de los institutos, pero la mayoría eran notas garabateadas a toda prisa cuyos trazos contenían una urgencia descorazonadora. «Botas de invierno. Forradas de fieltro. En muy buen estado. Las cambio por zapatos de niño.» «Quisiera cualquier noticia de Anna Millhaupt, vivía en el 18 de Marburgerstrasse.» «Leo el futuro. Madame Renaldi. Cartas personalizadas. 25 marcos o cupones.» «Viuda de guerra, dos hijos. Atractiva. Busca marido alemán. Piso imprescindible. Excelente cocinera.» Jake se alejó de allí y abrió la puerta a un torrente de música.
Había esperado encontrar una cueva en un sótano, algo salido de los viejos dibujos de Grosz, pero Ronny's era un local bien iluminado y bullicioso, engalanado con manteles blancos y cuadros en las paredes. Los camareros, vestidos con camisas almidonadas, pasaban como anguilas entre las mesas apiñadas, sosteniendo bandejas y cuidando de no acercarse a los empujones de la pequeña pista de baile.
Una banda de cinco músicos tocaba Sweet Lorraine a ritmo rápido, y un buen número de uniformes aliados y chicas con vestidos de verano brincaban por la abarrotada pista en un apresurado foxtrot. Las chicas se habían arreglado para salir: vestidos de verdad, carmín brillante y zapatos con los dedos al descubierto; no los pantalones de uniforme y el pañuelo de las limpiadoras de escombros. Sin embargo, aquel olor familiar había penetrado incluso allí, se percibía inconfundiblemente por debajo del humo y el perfume. A Jake se le ocurrió pensar, como detalle para un artículo, que en esa pista llena y estridente bailaban literalmente sobre tumbas.
Gunther estaba sentado en medio de una espesa neblina de humo al final de la barra elevada que recorría todo un lateral. Jake pasó junto a una explosión de carcajadas y el ruido de vasos al chocar. Un pequeño grupo de rusos se puso a golpear la mesa para que los sirvieran. La banda empezó con This Year's Kisses sin pausa alguna.
Gunther estaba con otro civil y apenas dio muestras de reconocer a Jake cuando llegó a la barra, después asintió levemente y le indicó con la cabeza una mesa de un rincón.
– Está allí.
Jake siguió su mirada hasta la mesa. Un joven soldado de pelo ralo peinado hacia atrás, como el de Noel Coward, estaba sentado entre dos rubias de bote que cenaban con la cabeza inclinada sobre el plato.
– Pero tengo noticias -dijo Jake.
– Déjeme acabar mi trabajo -repuso Gunther-. Enseguida me reúno con usted. Un momento.
– El arma -prosiguió diciendo Jake-. Era americana.
Gunther lo miró fijamente y con ojos despiertos detrás de la película de coñac.
– Vaya -dijo, evasivo.
– ¿Quién es éste? -preguntó el otro alemán.
Gunther se encogió de hombros.
– Uno nuevo de la Alex -dijo, la vieja jefatura-. Lo estoy ayudando a entrar.
Al otro le pareció gracioso.
– De la Alex. -Se echó a reír-. Qué bueno.
– Estaré con usted dentro de un minuto -dijo Gunther, y volvió a hacer una señal hacia la mesa de las rubias.
Jake se abrió camino entre las mesas hasta llegar al soldado inglés. Un niño, flacucho y de mirada despierta, no el matón entrecano que había imaginado.
– ¿Alford?
– Danny. ¿Eres el amigo de Gunther? Tómate algo -propuso, y le sirvió una copa-. Gunther me ha dicho que te consiga lo que se te ofrezca.
– ¿Podemos hablar? -preguntó Jake mirando a las chicas mientras tomaba asiento.
– ¿Qué, por ellas? Perfectamente. La única palabra que saben en inglés es «joder». ¿Verdad, Ilse?
– Hola -dijo una de las chicas.
Esa debía de ser la otra palabra que conocía, y siguió con su plato, un pedazo de carne gris y dos patatas del tamaño de una pelota de golf. Danny debía de haber cenado en algún otro lugar; frente a él no había más que una botella de whisky escocés.
– No sé de dónde saca ese apetito -dijo Danny-. Alegra el corazón, ¿verdad?, verla comer así. Bueno, ¿querías algo especial? ¿Algo sólo un poco fuera de lo común, o de otra galaxia? Eres un oficial, ¿verdad? -preguntó mirando las charreteras de Jake-. No se animan si no es con un oficial, pero son todas muy limpias. Siempre insisto en ello. Pasan una revisión todas las semanas. No queremos llevarnos ninguna sorpresa a casa, ¿verdad? ¿Era algo especial?
– No -dijo Jake, avergonzado-, no es eso. No vengo por las chicas.
– Ya -comentó Danny, y levantó el vaso sin perder el ritmo-. Error mío. Bueno, los chicos cuestan un poco más, como comprenderás. Sólo salen una vez por noche. Si no, se agotan. Ya sabes. -Miró a Jake-. De las Juventudes Hitlerianas. Con uniforme, si lo prefieres. -Alegre como un vendedor ambulante de Whitechapel.
Jake, aturdido, negó con la cabeza.
– No, no lo entiendes. Busco información.
– ¿Eres de la pasma? -preguntó Danny con recelo.
– No.
– Bueno, un amigo de Gunther. Serás de fiar, ¿verdad? -Encendió un cigarrillo mirando a Jake mientras prendía-. ¿Qué clase de información?
– El lunes un hombre ganó diez mil dólares. ¿Habías oído algo por el estilo?
– Diez mil -repitió, impresionado-. ¿De una sola vez? No está nada mal. ¿Amigo tuyo?
– Conocido.
– ¿Por qué no se lo preguntas a él?
– Ha regresado a Francfort. Quiero saber de dónde lo sacó.
– También quieres hacer negocios por tu cuenta. ¿Qué vendes?
Jake volvió a negar con la cabeza.
– Quiero saber qué fue lo que vendió.
Tras ellos sonó un aplauso cuando la banda paró para hacer un descanso, el vacío del repentino silencio se llenó de conversaciones a mayor volumen.
– ¿Por qué has venido a verme? Diez mil. Con las chicas no se gana eso, imposible.
– Gunther me ha dicho que sabes cosas.
– No había oído hablar de nada así -dijo Danny con firmeza, y aplastó el cigarrillo en el cenicero.
– ¿Querrías preguntar por ahí? Puedo pagar.
Danny lo miró de reojo.
– También puedes descolgar un teléfono y llamar a Francfort.
– No. Está muerto.
El inglés se lo quedó mirando.
– Podrías haberlo dicho, eso demuestra falta de confianza. Será mejor que te largues. No quiero problemas.
– Nada de problemas. Mira, empecemos otra vez. Un hombre al que conocía vino a Berlín el lunes para cerrar un negocio, y lo mataron. Quiero descubrir quién fue.
– ¿Gunther también lo conoce?
– No. Me está ayudando. El hombre sólo hablaba inglés. Gunther ha creído que a lo mejor tú sabías algo. Muere un hombre, la gente habla.
– Conmigo no ha hablado nadie. Largo.
– Sólo quería saber si habías oído algo.
– Pues ya lo sabes. -Danny sacó otro cigarrillo-. Oye, aquí me gano la vida más o menos bien. Un poco de esto, un poco de aquello. Sin problemas. No tengo diez mil dólares y no mato a nadie. Tampoco me meto donde no me llaman. Aquí hay gente de toda clase. Vive y deja vivir, así vivirás más. ¿Verdad que sí, Ilse?
La chica alzó la mirada y sonrió sin comprender nada.
– Si alguien tuviera diez mil dólares, ¿qué podría comprar? -preguntó Jake, cambiando de táctica.
– ¿De una sola vez? No sé, nunca he tenido tanto. -Sin embargo, ya estaba intrigado-. Con la mercancía grande se hacen trueques, sobre todo. Un amigo mío consiguió una remesa de fábrica de una tela preciosa, calidad de paracaídas, y enseguida tuvo camiones bajando desde Dinamarca. Jamón enlatado. Ahora sí que tiene algo bueno. Eso puede venderse en cualquier lado. Pero de dinero nada hasta que se llega a la calle, ¿entiendes lo que quiero decir? ¿En metálico? Antigüedades, quizá, pero yo no sería capaz de distinguir una buena de una falsa, así que me mantengo al margen.
– ¿Qué más?
– Medicamentos, se pagan en metálico. Pero eso es algo sucio. Yo no lo tocaría.
Jake lo miró con fascinación. Jamón sí, pero penicilina no; una nueva clase de sutileza.
– Lo llevaba encima, lo que fuera -explicó Jake-. Nada de camiones, ni siquiera una caja. Era lo bastante pequeño para llevarlo consigo.
– Joyas, entonces. Eso sí que es algo especial -dijo Danny, como si se estuviera refiriendo a una de sus chicas-. Hay que saber qué tiene uno entre manos.
– ¿Preguntarás por ahí?
– Podría. Como favor a Gunther, cuidado. Ahí van de nuevo -dijo al ver subir a los músicos al escenario. Le sirvió otro trago a Jake y siguió entrando en materia-: ¿Lo bastante pequeño para llevarlo consigo? Oro no… Pesa demasiado. Papel, quizá.
– ¿Qué clase de papel?
La banda se arrancó con Elmer's Tune y provocó un nuevo asalto a la pista de baile. Alguien empujó la silla de Jake por detrás. Un ruso pasó maniobrando con la mano firmemente pegada al trasero de una chica. Otro se acercó a la mesa, sonrió a Ilse e hizo girar un dedo, el signo internacional del baile.
– Largo, amigo. ¿No ves que la señorita está comiendo?
El ruso retrocedió, sorprendido.
– No se ha dado cuenta de que estaba con usted -dijo en inglés una voz con acento-. Discúlpelo. -Jake se volvió-. Ah, señor Geismar.
– General Sikorsky.
– Sí, qué buena memoria. Disculpen a mi amigo. Creía…
– ¿Lo conoces? -le preguntó Danny a Jake-. Bueno, entonces está bien. Ilse, sé buena chica y dale unas vueltas.
– ¿Baila? -le dijo la chica al ruso mientras se levantaba y lo cogía del brazo.
– Gracias -dijo Sikorsky-. Muy amable.
– No tiene importancia -repuso Danny, todo simpatía-. ¿Y usted?
– En otra ocasión -dijo el general mirando a la otra rubia-. Un placer volver a verlo, señor Geismar. Una fiesta de otra clase. -Miró hacia la pista de baile, donde Ilse y el ruso ya estaban abrazados-. Me gustó hablar con usted.
– La cueva de Aladino -dijo Jake, intentando recordar.
– Sí. A lo mejor podemos volver a discutirlo otro día, si le apetece visitar nuestro sector. No es tan animado como esto, me temo. Buenas noches. -Se volvió hacia Danny e hizo una pequeña reverencia, antes de irse-. Mi camarada le agradece su ayuda.
– Más le vale volver a traerla aquí -dijo Danny, por fastidiar.
Sikorsky lo miró, después sacó un fajo de billetes, desprendió unos cuantos y los dejó caer junto al vaso de Danny.
– Con eso debería bastar -apuntó, y se marchó.
Danny miró los billetes, resentido, como si le hubieran dado un bofetón. Jake apartó la mirada y siguió los movimientos de Sikorsky por la sala, hasta la barra, donde saludó al amigo de Gunther.
– Pues no basta, ni de lejos, joder -estaba diciendo Danny-. Rojos de mierda.
– ¿Qué clase de papel? -preguntó Jake al volverse otra vez.
– ¿Qué? Ah, de cualquier clase. Me preguntas qué compraría con diez mil dólares, y lo que pienso es: «Ya lo he hecho». Comprar papel. Ya sabes, escrituras.
– ¿Tienes propiedades aquí?
– Un cine. Eso fue lo primero. Después pisos. Claro que hay que es coger buenas zonas. Un cine, por el contrario, siempre vale algo. ¿No crees?
– ¿Qué pasará cuando vuelvas a Inglaterra? -preguntó Jake con curiosidad.
– ¿A casa? No. Esto me gusta. Aquí hay montones de chicas… que parece que nunca hagan bastante por ti. Y tengo propiedades. ¿Qué me espera en Londres? ¿Cinco libras semanales y gracias? En Londres no hay nada, y aquí tengo todas las oportunidades del mundo.
Jake se quedó sentado en silencio un minuto, sin palabras. Otro artículo que Collier's no querría: el soldado irreverente con mesa en un rincón de Ronny's.
– Dudo que vendiese escrituras -opinó.
– Es sólo un ejemplo, ¿no? Ten, bebe un poco más -dijo mientras le servía con entusiasmo-. Es pura malta, no como vuestras mezclas. -Dio un trago-. Hay muchísimas cosas de valor en papel. Documentos de identidad. Documentos exculpatorios que lo hacen a uno honorable. Falsos, pero ¿quién se va a enterar? Claro que los compradores son siempre alemanes.
– Persilscheine-dijo Jake-. Para lavar los pecados.
– Eso es. Se pueden pedir hasta dos mil por uno de ésos, si es bueno. Se venden unos cuantos y… -Se detuvo, dejó el vaso-. Espera un momento. Te diré lo que sí ha estado circulando. Yo no he visto ninguna, claro, pero he oído que… Y muy buenos precios, además.
– ¿Qué?
– Cartas de los campos. Testimonios personales. Un judío escribe que tal persona estaba en el campo con él, o que tal otra intentó evitar que se lo llevaran. El mejor Persilschein de todos, el que limpia todo el historial de un plumazo.
– Si es auténtico.
– Bueno, quienes las escriben lo son. La mayoría no quiere hacerlo, claro, es comprensible. Pero si de verdad necesitas el dinero, para salir del país, pongamos, o algo así, en fin, ¿qué es una carta?
Jake miró su vaso, abatido. Exonerar a tu propio asesino. Siempre hay algo peor.
– Dios santo -dijo, un suspiro de indignación casi inaudible a causa del ruido de la banda.
Danny cambió de postura, volvía a estar incómodo, como si Jake hubiese lanzado dinero a la mesa.
– Yo no lo veo así. En esta vida no puede guardarse rencor. Vamos, mírame a mí. Tres años en un campo de prisioneros de guerra, y puedo decirte que fue un infierno. Esto nunca será lo mismo. -Se tocó la oreja-. Sordo como una tapia. Me sucedió allí, pero también aprendí algo de alemán. Esa es la parte buena, no sabía que me sería útil, pero ahora todo ha terminado y está zanjado, ¿de qué sirve darle vueltas? Hay que seguir adelante, eso creo yo.
Por un descabellado instante, Jake oyó la voz de Breimer, un eco improbable.
– Era otra clase de campo -dijo Jake.
– Déjame decirte una cosa, amigo. Cuando pases tres años como prisionero de guerra, ya me dirás lo diferente que es.
– Lo siento. No pretendía…
– No pasa nada -dijo Danny con afabilidad-. No me lo he tomado a mal. A decir verdad, no es que me vayan mucho las cartas de los campos. Apesta, en realidad, después de todo lo que han tenido que pasar. No es que se presenten voluntarios precisamente, ¿entiendes? Necesitan el dinero, es por eso. Pobres tipos. A veces se los ve por aquí, aún con esos pijamas, se queda uno destrozado. Así que las cartas… Yo no tocaría esa clase de mercancía. Es aprovecharse.
Jake lo miró; el hombre que ofrecía chicos con uniforme de Hitler.
– ¿Podrías descubrir quién las pasa?
– ¿Por qué?
Una cita con un abogado de Seguridad Pública. Puede que fuera un contacto, después de todo. Pensó en el despacho de Bernie, lleno de montañas de papeles.
– Una corazonada. No eran joyas, no lo creo. Sigamos la pista del papel. -Vio la expresión dudosa de Danny-. Te pagaré, por supuesto.
– Te diré una cosa, amigo de Gunther. Me encantaría ayudarte, hasta aquí está claro. Deja que sondee un poco. No prometo nada, cuidado. Si me encuentro con algo, le pondré un precio. No puedes pedir un trato más justo, ¿no te parece?
– No.
– Hola, Rog -dijo Danny mirando a un soldado británico-. ¿Todo listo?
– Tengo al comandante esperando fuera.
– Bien. Ése es para ti, cariño -le dijo a la rubia, que dejó la servilleta y sacó un pintalabios-. Sé tú misma, cielo. No tiene mucho sentido pintarse los labios sabiendo cómo van a acabar. Vete ya.
– Wiedersehen -se despidió cortésmente de Jake antes de levantarse y seguir al soldado.
– Llega a salvo a casa -exclamó Danny tras ella-. Esa tiene muchas posibilidades. Le gusta. ¿Seguro que no quieres probar?
– ¿Puedo preguntarte una cosa? ¿Por qué…? -empezó a decir Jake, pero luego se interrumpió sin saber muy bien cómo formular la pregunta-. En fin, yo creía que bastaba con un par de cigarrillos. ¿Por qué…?
– Bueno, algunos caballeros son tímidos, no sé. Así empezó. Verás, yo no soy nada tímido, empecé haciendo algunas presentaciones. Hay quien te lo agradece. Es por la comodidad. Los oficiales no quieren pillar nada en las calles. Nunca sabes dónde te metes, ¿no? Menuda sor- presita para la mujer. Vaya, ¿qué es esto? Muy desagradable. En realidad es por la higiene. Tengo a un médico que las examina. Un tipo decente. También se ocupa de los accidentes, ya sabes a qué me refiero. Desde luego, las chicas lo prefieren. Les ahorra mucho desgaste, tanto caminar por ahí.
– ¿Por qué sólo oficiales?
Danny sonrió.
– Para empezar porque son los que tienen dinero. Pero, verás, en realidad es por las chicas. Son todas iguales, ¿no? Buscan amor, y un billete para salir de aquí. A Londres, ¿por qué no? A cualquier lugar que no sea esto. Un soldado raso no va a hacer nada por el estilo, ¿verdad? Tiene que ser un oficial.
– ¿Y lo hacen?
– ¿El qué? ¿Llevárselas de aquí? Qué va. Lo que quieren es una mamadita y un polvo rápido. Aun así, nunca se sabe. Yo les digo a las chicas que miren el lado positivo. Siempre cabe la posibilidad. Sólo hay que entregarse en cuerpo y alma, y a lo mejor sale algo.
– ¿Y se lo creen?
Danny se encogió de hombros.
– Bueno, no son putas, son buenas chicas. Algunas de ellas ocasionales. Sólo intentan salir adelante. Hay que darles cierta esperanza.
– Y a los chicos ¿qué les dices?
– Eso es caso aparte -dijo Danny. Se pasó la mano por el pelo alisado, avergonzado otra vez-. Hay gente para todo.
– ¿De verdad son de las Juventudes Hitlerianas?
– Desde luego. Por lo menos Viktor. Es hermano de Ilse.
– Vaya familia.
– Bueno, verás, creo que él ya era así antes. Los demás, no sé. Al principio se mostraban un poco reacios, pero agradecen el dinero y ¿quién sabe, en realidad? Los busca Viktor, son amigos suyos. Como te digo, es cosa aparte. Mira a ése. Sí que es bueno, todo un Benny Goodman.
Señaló al escenario, donde un clarinetista se había levantado y chupaba la lengüeta mientras esperaba su introducción. Cuando empezó a tocar, sonó Goodman, Memories of You. Las tristes notas introductorias eran melosas, casi líquidas. Otro sonido de la patria, una música tan inesperadamente hermosa que parecía una especie de reproche en esa sala llena de humo. En la pista de baile, las parejas se abrazaron más y empezaron a balancearse en lugar de saltar, como si el clarinete los hubiera hechizado. También el músico se balanceaba, con los ojos cerrados para olvidar esa espantosa sala iluminada y dejar que la música se lo llevara a otro lugar.
«Everything seems to bring…» Música romántica, no de toqueteos y achuchones rápidos; una canción para chicas en busca de amor. Jake miraba cómo se movían por la pista, igual que en un sueño, con las cabezas apoyadas en hombros uniformados, dándose esperanzas. En las mesas, los presentes estaban más callados. Fingían mirar al solista cuando en realidad era otra cosa lo que cautivaba su atención: el mundo que habían conocido antes de Ronny's estaba allí de nuevo, casi podían tocarlo gracias a esas notas sentimentales. «… memories of you.» Aun en ese lugar. Ahí estaba el vestido de Lena, al otro lado de la sala. El mismo azul intenso, su vestido de salir. Jake recordó la forma en que se alisaba la parte de atrás al levantarse, un roce raudo para quitar las arrugas, de modo que la tela se pegaba a su cuerpo, se movía con ella. En la parte de delante llevaba unas vetas de lentejuelas relucientes que le subían hasta el hombro, como una lluvia de estrellas. Aunque el de Lena era de lana, demasiado cálido para una noche de verano en una sala abarrotada, y ese que estaba viendo quedaba muy tirante entre los omoplatos, le estaba muy pequeño a una chica demasiado grande, una chica con la melena rubia recogida en lo alto de la cabeza como Betty Grabie. Aun así, era el mismo azul intenso.
Cuando la banda se puso a tocar y puso fin al solo de clarinete, en las mesas se produjo cierta agitación, una especie de alivio por haber salido del hechizo y volver a disfrutar solamente de música.
– ¿Qué te decía? -preguntó Danny con los ojos brillantes, pero Jake seguía mirando el vestido.
La mano de un soldado estadounidense tapaba ahora ese trozo de tela tirante. Fragebogen. Tablones de anuncios. ¿Por qué no allí, bailando en Ronny's? Sin embargo, tenía una cintura demasiado ancha que sobresalía del cinturón.
Gunther avanzaba por la sala con tranquilidad, esquivando a los bailarines. Se oyó un repentino clamor en la puerta, era un gran grupo que buscaba mesa. Memories of you se desvaneció.
– Gunther, viejo zorro -dijo Danny, y se levantó como muestra de respeto-. Siéntate.
Ofreció una silla.
Gunther se sentó y se sirvió una copa.
– ¿Le han presentado al general? -preguntó Jake con un gesto en dirección a Sikorsky.
– Conozco al general. A veces es una fuente útil.
– Pero no esta vez -dijo Jake, interpretando la expresión de su rostro.
– Todavía no. -Dejó el vaso y se apoyó en el respaldo-. Bueno. ¿Han charlado a gusto?
– Danny me ha estado hablando de sus bienes inmuebles. Es un terrateniente.
– Sí. Un Kino a cambio de seda de paracaídas -dijo Gunther sacudiendo la cabeza, divertido.
– Frena un poco -dijo Danny-. No cuentes batallitas.
Gunther, que no le hizo caso, levantó el vaso.
– Vestirás a la mitad de las mujeres de Berlín. Te aplaudo. Paracaídas.
– No hay seda de mejor calidad -repuso Danny.
Sin embargo, la seda todavía no había llegado a la pista de baile, allí sólo había baratos estampados de algodón del último suministro de guerra. El vestido de Lena había desaparecido de la pista y se había escondido entre las concurridas mesas. La banda tocaba una versión jazz de Chicago.
– ¿Tiene el informe de balística? -preguntó Gunther.
Jake se sacó la copia del bolsillo de la pechera y vio cómo Gunther lo examinaba, dando algún trago mientras leía.
– Una Colt -dijo, asintiendo, fan de los westerns-. Modelo 1911.
– ¿Eso es especial?
– No, es muy corriente. Calibre cuarenta y cinco. Muy corriente.
Le devolvió el papel.
– ¿Y ahora qué?
– Ahora buscamos una bala americana. Eso lo cambia todo.
– ¿Por qué?
– No por qué, Herr Geismar. Dónde. Potsdam. Eso ha sido un problema desde el principio. Los rusos cerraron el mercado, pero en Potsdam hay dos cosas. El mercado, sí, pero también la conferencia. Con muchos americanos.
– No estaba en la conferencia.
– Pero a lo mejor sí en el recinto de Babelsberg. Invitado. ¿Qué otra cosa podría ser? Todos los americanos están allí, incluso Truman. Sólo hay que bajar por la carretera desde el emplazamiento de la conferencia. En el mismo lago de hecho. -Miró a Jake fijamente-. Lo encontraron en Cecilienhof, pero ¿le dispararon allí? ¿La noche anterior a la conferencia? ¿Cuando no había nadie, sólo los guardias? -Sacudió la cabeza-. Los cadáveres flotan. Una clave muy evidente.
– Como esos cabrones de Scotland Yard, ¿eh? -dijo Danny, admirándolo con sinceridad-. Eres un tío raro, Gunther. No cabe duda.
– Pero lo que no es tan evidente es el dinero -dijo Jake.
– Usted siempre con el dinero -dijo Gunther.
– Porque lo llevaba. Digamos que tenía un pase para entrar en el recinto y que se reunió con un norteamericano. Aun así, cogió diez mil dólares. Esa cantidad sólo se gana en el mercado negro. Así que tenemos a un americano del mercado… ¿que también está en la conferencia? La mayoría de ellos acaban de aterrizar. No se les permite salir. Aquí no se ve a ninguno. -Hizo un gesto con la mano en dirección a la sala ruidosa.
– Cosa que dice mucho y bien de ellos -comentó Gunther con sequedad-. Aun así, estaba en Potsdam. Como la bala americana.
– Sí -dijo Jake.
– Bien, ¿a quién tenemos en la conferencia? Podemos ahorrarnos a Herr Truman.
– Gente de Washington. Del Departamento de Estado. Ayudantes -enumeró Jake.
– No en la reunión. En Babelsberg.
– De todo -dijo Jake, pensando en la lista que le había enseñado Brian. La última gran juerga de la guerra-. Cocineros. Camareros. Vigilantes. Incluso tienen a alguien para podar el césped. De todo menos periodistas.
– Una red muy amplia -adujo Gunther sombríamente-. Tendremos que ir eliminando. No todo el mundo puede conceder un pase. Primero hay que descubrir quién le proporcionó los papeles. Después… -Se quedó ensimismado con su propia lista.
– Pero eso sigue sin aclararme qué fue lo que vendió.
– O compró -terció Danny como si nada.
– ¿Qué has dicho? -preguntó Gunther, muy despierto, con la mano en el brazo de Danny.
– Bueno, en cualquier transacción siempre hay dos partes, ¿no?
Por un instante Gunther no dijo nada, después le dio unas palmaditas en el brazo.
– Gracias, amigo. Una clave simple. Sí, dos partes.
– Quiero decir -prosiguió Danny, envalentonado- que es normal que llevara dólares, ¿no? Era estadounidense. ¿Qué…?
– No eran dólares -corrigió Jake-. Eran marcos. Marcos de la ocupación.
– Ah, podrías haberlo dicho. ¿Rusos o americanos?
– Pensaba que eran iguales.
Las mismas planchas de impresión.
– Valen lo mismo, claro, pero no son iguales. Mira. -Danny cogió uno de los billetes que había dejado Sikorsky-. ¿Ves? Este es ruso. ¿Ves esa pequeña raya delante del número de serie? Los americanos no la llevan.
Al final resultaba que en el Departamento del Tesoro alguien había ido con cuidado. Jake se preguntó si Muller lo sabía.
– ¿Estás seguro?
– Estas cosas se ven -dijo Danny-. Al principio pensaba que eran falsos, ¿sabes?, por eso pregunté. En realidad no influye en nada, sólo sirve para seguirles la pista, supongo.
– ¿Quién tiene el dinero? -le preguntó Gunther a Jake.
– Yo tengo un billete, pero no lo llevo encima. -Estaba en el cajón del tocador con volantes rosa, junto a una postal de Viktor Staal.
– Pues compruébelo -dijo Gunther.
– Pero pasan de un lado al otro, ¿no?
Gunther asintió.
– Podría indicarnos algo, no obstante. -Se volvió hacia Danny y levantó el vaso-. Bien, amigo mío, por tu buen ojo. Nos ha sido de gran ayuda.
– Invita la casa, Gunther, invita la casa -dijo Danny, satisfecho consigo mismo, mientras hacían chocar los vasos.
– Pero, si iba a comprar, ¿qué compraba? -preguntó Jake con insistencia.
– Interesante pregunta -repuso Gunther mientras Danny les llenaba los vasos-. Más compleja.
– ¿Por qué?
– Porque, fuera lo que fuese, no lo consiguió. Aún tenía el dinero -dijo Gunther, como si repitiera un punto anterior a un pupilo lento.
Jake sintió que se cerraba una puerta. ¿Cómo podía seguirse la pista de algo que no había llegado a cambiar de manos?
– Y ahora ¿qué?
– Averiguaremos quién era, qué querría comprar. ¿Teitel ha hablado ya con Francfort?
– No lo sé.
– Entonces esperaremos -dijo Gunther, reclinándose y entrecerrando los ojos-. Un poco de paciencia.
– De modo que no hacemos nada.
Gunther abrió un ojo.
– No, usted jugará a policías. Descubra quién autorizó ese pase. Yo estoy retirado. Voy a tomarme un coñac.
Jake dejó el vaso, dispuesto a irse. La sala estaba aún más llena, casi no se veía la barra tras el muro de personas, y el ruido aumentaba con el humo y ahogaba a la banda. Sleepy Time Down South, otra vez el clarinete, pero con más garra, luchando por hacerse oír. En alguna parte chilló una chica, que después se echó a reír. Jake tomó aliento, sentía claustrofobia. Sin embargo, a nadie más parecía pasarle. Todos eran jóvenes, algunos tanto como Danny, que daba golpecitos en la mesa al ritmo de la música. Jake nunca había sacado a Lena a bailar con su vestido azul. Los clubs, por entonces, se habían convertido ya en algo oscuro, apagado por los nazis, que tomaban notas entre el público durante los números cómicos. Ya no era divertido, sólo algo que enseñar a los turistas que querían ver el Femina, con los teléfonos en las mesas. Nadie había podido ser joven entonces, no así, y eso sólo sucedía una vez.
– Enseguida vuelvo -dijo Danny mientras se levantaba-. Hay que ir a vaciar el depósito, ¿verdad? Vigílame a Gunther… Se descontrola cuando se queda medio dormido.
Jake vio cómo la cabeza de pelo alisado avanzaba entre la muchedumbre. ¿Cuántas noches pasaría Gunther allí sentado, finalmente ajeno incluso al olor? Los contornos de las parejas de la pista se habían vuelto borrosos. Quizá fuera eso lo que veía, siluetas saltando entre la bruma, la música casi reducida a un eco. Jake pensó entonces que a lo mejor también él estaba un poco borracho. Otra canción de ensueño, I’ll Get By. Allí volvía a estar el vestido azul, inclinado en un soldado. La rubia entrada en carnes.
Entornó los ojos. Si cerraba los ojos a todo lo demás, tal vez pudiera ver el vestido tal como había sido, sin esas protuberancias ni esas tiranteces, moviéndose con ella. Recordó aquella fiesta del Club de Prensa en la que él la había estado mirando desde otra sala, su vestido se volvió al fin y sus ojos le sonrieron en secreto con un fugaz destello, como las lentejuelas.
La rubia se volvió entonces y el vestido quedó oculto por el uniforme. Jake sólo veía el hombro, lleno de lentejuelas relucientes. Al ver que la rubia alzaba la mirada con expresión de alarma, Jake comprendió la impresión que debía de dar: un borracho que avanzaba pesadamente entre la gente con paso resuelto y seguro, igual que un sonámbulo. La chica miró a otro lado, asustada. No, no estaba asustada, lo había reconocido. No estaba tan regordeta como en los tiempos de la Columbia, pero seguía siendo una chica robusta. Fräulein Schmidt. Mala mecanógrafa, espía de Goebbels.
– Hannelore -dijo Jake al acercarse.
– Vete. -Brusca, nerviosa. -¿De dónde has sacado el vestido? -preguntó Jake en alemán.
El soldado, molesto, había dejado de bailar.
– Eh, usted, piérdase.
Jake la cogió del brazo.
– El vestido. ¿De dónde lo has sacado? ¿Dónde está ella?
La chica se zafó de él.
– ¿Qué vestido? Déjame.
– Es de ella. ¿Dónde está?
El soldado se interpuso entre ambos y agarró a Jake del hombro.
– ¿Qué le pasa, es usted sordo o algo así? Largo.
– La conozco -dijo Jake, intentando quitarlo de en medio.
– ¿Sí? Bueno, pues ella no quiere verlo. Aire -dijo el soldado, y le dio un empellón.
– Que te jodan.
Jake lo empujó también, y el soldado se tambaleó un poco. Jake volvió a coger a la chica del brazo.
– ¿Dónde está?
– Déjame en paz. -Un alarido lo bastante fuerte para llamar la atención. La gente que estaba alrededor se detuvo a medio paso de baile. La chica alargó un brazo hacia su soldado-. ¡Steve!
El soldado cogió a Jake de un hombro y le hizo girar sobre sí mismo.
– Esfúmate o te dejo KO, capullo.
Jake le apartó la mano y volvió a avanzar hacia la chica.
– Sé que es de ella.
– ¡Es mío! -gritó la muchacha, alejándose.
Jake no dejaba de mirarla, por lo que no vio venir el puñetazo, un golpe directo al estómago que lo hizo doblarse, sin respiración.
– Y ahora largo.
Detrás de ellos se oyó cómo corrían sillas. La boca de Jake se llenó de un sabor a whisky amargo. Sin pensarlo, se abalanzó sobre el soldado para intentar empujarlo, pero el chico lo estaba esperando. Se hizo a un lado, le plantó el puño en la cara y lo envió hacia atrás. Jake oyó gritos a su alrededor mientras estiraba los brazos intentando asirse al aire. Una ingravidez pasmosa, mientras caía. Y sintió que su cabeza golpeaba contra el suelo. Oyó otro golpe cuando la gente se retiró contra una mesa, después todos se inclinaron sobre él y apartaron al soldado con el puño aún alzado. Cuando Jake intentó levantar la cabeza, la boca se le llenó de sangre y sintió náuseas, cerró los ojos para controlarlas. «No te desmayes.» La banda dejó de tocar. Más gritos. Unos hombres se llevaban al soldado a rastras. Otro soldado se inclinó sobre él.
– ¿Está bien? -Después se dirigió a la gente-: Dejen que corra el aire, por el amor de Dios. -Jake intentó levantarse otra vez y volvió a cerrar con fuerza la boca sobre otra bocanada de bilis, mareado-. Tranquilo.
Rostros inclinados hacia él: una chica con pintalabios rojo, pero no era Hannelore.
– Espere. No los dejen marchar -dijo Jake, intentando ponerse de pie-. Tengo que…
El soldado lo retuvo.
– ¿Está loco o qué?
– Ha empezado él -dijo alguien-. Yo lo he visto.
Entonces llegó Gunther, alerta, y le limpió la comisura de los labios con un pañuelo. Se levantó, cogió una botella de la mesa de al lado y empapó la tela con whisky.
– Eh. Malgasta tu propia bebida, joder.
Un latigazo intenso y cauterizante, tan sorprendente como el primer puñetazo. Jake se estremeció.
– Heroicidades -dijo Gunther mientras le limpiaba la boca-. ¿Puede mover la cabeza?
Jake asintió, otro dolor agudo, después se agarró al brazo de Gunther para levantarse.
– No los deje marchar -dijo mientras miraba desesperado en torno a él y se dirigía ya a la puerta.
Una docena de manos lo retuvieron por los brazos.
– Siéntese, joder. ¿Quiere que venga la policía militar?
Lo sentaron en una silla. Alguien le hizo una señal a la banda para que volviera a tocar.
– Era su vestido -le dijo Jake a Gunther, que lo miraba sin abrir la boca.
– ¿Está con usted? -le preguntó el soldado a Gunther-. Aquí no queremos problemas.
– No lo entiende -dijo Jake mientras se ponía en pie.
El soldado lo obligó a sentarse una vez más.
– No, el que no lo entiende es usted. Se acabó. Verstebenf. Como se mueva, también yo lo dejo KO.
– Lo llevaré a casa -dijo Gunther con calma, apartando la mano del soldado-. No dará más problemas.
Lo agarró del brazo y lo obligó a caminar despacio hacia la puerta. La gente los miraba mientras avanzaban entre las mesas.
– Tengo que encontrarla -dijo Jake.
Fuera, los mismos coches aparcados y los chóferes de antes, la calle negra. Jake miró en ambas direcciones, la oscuridad se lo había tragado todo.
– Bueno, amigo, ¿qué ha sucedido?
Jake se tocó la nuca, un reguero de sangre.
– No tengo mucho tiempo. Vuelva. Estaré bien. -Se acercó a uno de los chóferes-. ¿Ha visto a una rubia vestida de azul?
El chófer lo miró con recelo.
– Vamos, es importante. Una chica grande con un soldado.
– ¿A usted qué le importa?
– Dígaselo -ladró Gunther. De pronto le salía el policía.
El chófer apuntó con el pulgar hacia el este, hacia la iglesia de la Memoria. Gunther lo detuvo.
– Se han marchado -dijo sin más-. Es peligroso.
Sin embargo, Jake ya se había deshecho de su mano y había echado a correr. Oía a Gunther gritar detrás, pero también ese sonido se desvaneció enseguida, ahogado por el ruido irregular de su respiración.
Las nubes habían cubierto la poca luna que había, así que la oscuridad parecía tangible, como una niebla que se podía apartar con la mano. Se habían marchado hacía pocos minutos, no podían haber desaparecido, pero en la calle no había ni un alma. ¿Y si el chófer le había mentido? Corrió más deprisa, pero metió el pie entre unos adoquines sueltos del pavimento. El dolor lo recorrió de arriba abajo y se sumó a la sorda molestia de la cabeza. Se detuvo con las manos en el estómago para recobrar el aliento. No podían estar muy lejos. Se habrían quedado en la Ku'damm con la esperanza de encontrar las luces de un bar en algún sótano. Las calles laterales eran imposibles, impracticables, a causa de los escombros invisibles. Suponiendo que hubieran seguido ese camino.
Por delante, una pequeña luz titilaba en un umbral. Jake echó a andar de nuevo cojeando un poco, el pie dolorido lo frenaba.
– Hola, soldadito -llamó una voz melosa desde donde había visto la luz.
Después vio otro resplandor, una linterna debajo de la barbilla de la puta, que bañaba todo su rostro cansado con una luz fantasmal.
– ¿Has visto pasar a una pareja? -preguntó en alemán-. Una rubia.
– Ven conmigo. ¿Por qué no? Cincuenta marcos.
– ¿Los has visto? -repitió Jake con insistencia.
– Vete al cuerno.
La mujer apagó la linterna para ahorrar pilas y desapareció en la oscuridad.
Jake logró distinguir la silueta irregular de la iglesia bombardeada contra el cielo nocturno cuando un camión pasó por el cruce. El viejo corazón del oeste de la ciudad, lleno de luces de teatros que ahora eran sombras oscuras. Recordó Londres sumida en la oscuridad, autobuses que aparecían de la nada, con los faros reducidos a ranuras, como ojos de cocodrilo. Siempre había detestado esa ceguera, tropezar en las aceras, pero las ruinas lo hacían aún peor. Inquietantes y retorcidas formas de pesadilla. Un jeep salió desde la amplia Tauentzienstrasse e iluminó unos instantes la acera. Un grupo de soldados salían de un bar y, entre ellos, sosteniendo una linterna, vio a un soldado alto con una rubia.
Jake apretó el paso sin hacer caso al dolor que sentía en el pie. Caminaban en dirección a Wittenbergplatz, la ruta que Jake solía seguir para ir a su casa, por delante de los escaparates del KaDeWe. No podía perderla. Habían ido a pie, de modo que no podían ir muy lejos. Quizá otro club. Hannelore Schmidt, espía de Goebbels, no quería reconocerlo. Cogida del brazo con el nuevo orden. Se preguntó qué habría explicado Hannelore en su Fragebogen. Seguro que no las llamadas a Nanny Wendt. ¿De dónde habría sacado el vestido? Desvalijando el viejo piso de Pariserstrasse. Quizá lo había cambiado por cupones de alimentos. La chica sabía algo. Esta vez no era una búsqueda ciega en los archivos de Bernie, sino una conexión real.
Jake los vio entonces cruzar la calle guiados por la zigzagueante luz de la linterna, que iluminó a un grupo de desplazados acurrucados en la plaza. Hannelore estaría a salvo con Steve, un hombre que resultaba útil en una pelea. Jake se tocó la comisura de los labios, dolorida, aún ensangrentada. Ya habían cruzado Wittenbergplatz.
Fue entonces cuando se detuvo frente al escaparate roto mirando cómo el pequeño haz de luz avanzaba hacia la conocida puerta maciza. Casi le pareció un chiste; iban precisamente allí. Su viejo piso, por el que había pasado todo el personal de la Columbia, hasta que al final también Hal Reidy se había marchado. ¿Se lo habría pasado Hal como gratificación de despedida? ¿O se habría instalado ella sin más, haciéndose con otro botín, como con los coñacs franceses y los jamones daneses que habían llegado en grandes cantidades a la ciudad aquel último año? Los mansos heredaban, al fin y al cabo, incluso Hannelore Schmidt. ¿Y ahora qué? ¿Subía corriendo la escalera para tener otra sesión de boxeo con Steve? Ya sabía dónde vivía la chica. Podía regresar al día siguiente, llevarle café como ofrenda de paz y hablar con ella de forma serena. Se encendió una luz en la ventana. La ventana de Jake. Imaginó a Hannelore tendida con el soldadito en su sofá, el vestido de Lena tirado por ahí, las lentejuelas por el suelo. ¿De dónde lo habría sacado?
Cruzó la plaza teniendo cuidado de evitar a los desplazados y entró en su calle, un camino que había recorrido un millón de veces. Abrió la gran puerta de madera. Reinaba una oscuridad total, la luz del vestíbulo había desaparecido, o la habían robado. Oyó agua goteando en un cubo en un rincón, pero era su casa, una escalera que podía subir con los ojos cerrados. Fue caminando a tientas, rozando la barandilla. Un giro en el descansillo, luego su piso y siguiendo la barandilla hasta la puerta. Llamó, no muy fuerte, la fuerza de la costumbre. El sonido más aterrador de toda Alemania, un golpe en la puerta. Esta vez más fuerte.
– Hannelore.
¿Y si se negaba a abrir? Intentó con el pomo. Cerrado. Su piso. Volvió a llamar, aporreó la puerta con toda la palma de la mano, unos golpes constantes.
– ¡Hannelore!
Por fin el sonido de la cerradura que se abría, la puerta que abría una rendija, luego más ancha. Una mujer de mirada asustada, a contraluz. No era Hannelore, sino una mujer demacrada, de pelo ralo, palidez, enfermiza, otra ruina. Sin embargo, sus ojos se abrieron más sobre las oscuras ojeras.
– Lo siento -dijo Jake, abochornado, y dio media vuelta.
– Jacob -susurró ella.
Jake volvió a mirar, desconcertado. Esa voz. También el rostro, familiar, iba cobrando forma bajo esa piel pálida. No fue como Jake había imaginado. De nuevo la sensación de ingravidez que había sentido al caer entre las mesas de Ronny's.
– Lena. Dios mío. -También su voz fue un susurro, como si el sonido pudiera hacerla desaparecer, un fantasma, no del todo real.
– Jacob. -Alzó una mano y le tocó la sangre de la boca, y entonces Jake se dio cuenta de que el fantasma era él, ensangrentado y con ojos desorbitados, venido de otro mundo-. Has vuelto.
Jake le apartó la mano de la herida ensangrentada y se la llevó a la boca, la besó, acarició sus dedos, todavía incapaz de asimilar nada más. Sólo los dedos, reales, vivos.
Ella recorrió sus labios como si leyera Braille, intentando comprender sus relieves.
– Has vuelto.
Él asintió, demasiado feliz para decir nada, ingrávido pero aún en pie. Esta vez flotaba, como un globo, al ver que los ojos de ella se llenaban de lágrimas, demasiado asombrada aún para sonreír.
– Estás herido -dijo, tocándolo, pero él le apartó los dedos y los apretó en su mano mientras negaba con la cabeza.
– No, no. No importa. Lena, Dios mío.
La abrazó, la estrechó contra su pecho, la estrechó entre sus brazos. Le besó las mejillas, moviendo su cabeza con la de ella, besándola por todas partes como si todavía tuviese miedo de que fuera a evaporarse en cuanto dejara de tocarla.
– Lena.
No podía decir otra cosa.
Entonces la estrechó con fuerza, hundió su rostro en la melena de ella y sintió cómo Lena se apretaba contra él, cómo lo sostenía, hasta que de pronto, se desplomó como un peso muerto, y Jake comprendió que Lena se había desmayado.
Jake la llevó dentro. Había un cojín en el sofá en el que Hal solía tumbarse; la cama de Lena, sin duda. Pasó por delante del baño con ella a cuestas y llegó a la puerta del dormitorio. No tenía manos para abrirla, así que dio una patada. Steve abrió la puerta de golpe, en placas de identificación y calzones, con los calcetines aún puestos. Detrás de él, Hannelore, en combinación, soltó un gritito.
Steve avanzó hacia él.
– ¿Es que no te rindes?
– Se ha desmayado. Ayúdame a dejarla en la cama.
Steve no salía de su asombro.
– No pasa nada, soy un viejo amigo. Pregúntale a ella. -Inclinó la cabeza hacia Hannelore-. Venga, échame una mano.
Steve se hizo a un lado.
– ¿Quién es? -le preguntó a Hannelore.
– Lo conozco de antes de la guerra. No -le dijo a Jake, que entraba con Lena-. Ésa es mi cama. Ella está en el sofá. Dijo que serían sólo unos días, y mira ahora.
– Por mí podéis iros a joder al descansillo. Está enferma, necesita la cama. -La dejó con cuidado, pisando el vestido azul que estaba en el suelo-. ¿Tienes coñac?
– ¿Coñac? ¿De dónde voy a sacar coñac?
Steve sacó una petaca de su uniforme y se la dio. Unas gotas en los labios de Lena, un pequeño ahogo, los ojos medio abiertos. Jake le enjugó el sudor de la frente. Febril.
– ¿Vas a explicarme qué está pasando aquí? -dijo Steve.
– ¿Qué le pasa a Lena? -le preguntó Jake a Hannelore.
– No lo sé. Dejé que se quedara, estaba bien. Bueno, pensé que tendríamos dos raciones. Una ayuda. Y ahora esto. Se pasa el día ahí tumbada. Siempre pasa lo mismo cuado se tiene buen corazón. La gente se aprovecha. -Su voz sonaba dura y ofendida.
– ¿La ha visto un médico?
– ¿Quién tiene dinero para médicos?
– Parece que te va bien.
– No me hables así. ¿Qué sabes tú de nada? Te presentas así, ya no es tu piso. Ahora es mío.
– ¿Ésta casa es tuya? -preguntó Steve.
– Lo era. Ella trabajaba para mí -dijo Jake, mirando a Hannelore-, y para el doctor Goebbels. ¿Ya te lo ha dicho?
– Eso no es verdad. No puedes demostrar nada. -Miró a Steve, después se acercó a la mesita de noche y encendió un cigarrillo en actitud desafiante-. En cuanto te he visto he sabido que traerías problemas. Nunca te caí bien. ¿Qué mal he hecho? Acoger a una amiga, con buen corazón, y ahora me vas a meter en un lío.
– Jacob -dijo Lena sin apenas voz, después le apretó la mano y se la sostuvo con los ojos cerrados.
– Tráele algo para beber. Está ardiendo. Un poco de agua. Eso sí puedes permitírtelo, ¿verdad?
Hannelore lo fulminó con la mirada y fue a la cocina.
– A lo mejor está bien que hayas aparecido, ahora la alimentarás tú. Yo ya he hecho bastante.
– Una buena chica -comentó Jake cuando salió-. ¿Amiga tuya?
Steve se encogió de hombros.
– De vez en cuando. No está mal.
Jake lo miró.
– Seguro que sí.
– Toma -dijo Hannelore, alcanzándole un vaso de agua.
Jake le levantó la cabeza a Lena y la obligó a beber, después mojó su pañuelo en el agua y se lo puso en la frente. Lena abrió los ojos.
– Has vuelto -dijo-. Jamás creí que…
– Ahora está todo bien. Te traeré a un médico.
– No, no te vayas -dijo Lena, aferrando aún su mano.
Jake miró a Steve.
– Oye, necesito que me ayudes. Tenemos que encontrar a un médico.
– Es alemana, ¿verdad? Los médicos del ejército no tratan a civiles.
– En Ronny's hay un hombre que me conoce. Pregunta por Alford.
– ¿Alford? Yo conozco a Alford -dijo Hannelore.
– Bien, pues ve con él. Dile que es urgente… esta misma noche, y que su médico traiga medicamentos. Penicilina, supongo, todo lo que tenga. Dile que es un favor especial para mí. -Se levantó y sacó la cartera-. Ten. Dile que es un anticipo. Si cuesta más, se lo pagaré mañana. Lo que él quiera.
Los ojos de Hannelore se abrieron mucho al ver el dinero.
– Ni se te ocurra -apuntó Jake-. Ni un solo marco. Lo comprobaré.
– Vete al cuerno -dijo la chica, ofendida-. Ve a buscarlo tú.
– Escucha, Hannelore, te delataría por dos céntimos, y ellos te convertirían en una dama de los escombros. Es un infierno para las uñas. -Miró su manicura roja-. Vístete y ve.
– Eh, no puedes hablarle así…
– Y a ti te denunciaré por confraternizar con una nazi y asaltar a un oficial. Eso también puedo hacerlo.
Steve se lo quedó mirando.
– Qué tipo más duro.
– Por favor -pidió Jake-. Está enferma, por el amor de Dios, ¿no lo ves?
Steve miró la cama, asintió con la cabeza y empezó a ponerse los pantalones.
– Yo no soy nazi -adujo Hannelore-. Nunca fui nazi. Nunca.
– Calla y vístete -dijo Steve lanzándole el vestido.
– Siempre me trajiste problemas -le dijo a Jake, aún contrariada, mientras se ponía el vestido-. Siempre. ¿Qué te hacía tan perfecto? Siempre a escondidas con ella por todas partes. Lo supe desde el principio. Todos lo sabíamos.
– Toma -dijo Jake tendiéndole el dinero a Steve-, llévalo tú. Es un chico joven con el pelo alisado hacia atrás. -Se sacó una llave del bolsillo-. Tengo el jeep allí, por si quieres volver en coche.
Steve negó con la cabeza.
– Hannelore puede caminar.
– ¿Qué quieres decir con que puedo caminar? ¿Adonde vas? -preguntó la chica, discutiendo con él, mientras salían por la puerta.
– No te enfades con ella -dijo Lena en el repentino silencio-. Lo ha pasado muy mal.
Jake se sentó en la cama, mirándola, sin poder creerlo aún.
– Estabas aquí. Todo este tiempo -dijo, como si fuera algo extraordinario-. El otro día pasé…
– Sabía que Hannelore tenía el piso. No sabía adonde ir. Las bombas…
Jake asintió.
– Pariserstrasse, lo sé. Te he buscado por todas partes. Vi a Frau Dzuris. ¿Te acuerdas?
Lena sonrió.
– Pasteles de semillas de amapola.
– Ahora ya no está gorda. -Le limpió la frente y dejó la mano sobre su mejilla-, ¿Has comido algo?
– Sí, me trata bien. Comparte su ración, y además consigue algo más de los soldados.
– ¿Desde cuándo lo hace?
Lena se encogió de hombros.
– Comemos.
– ¿Cuánto hace que estás enferma?
– Un tiempo. No sé. La fiebre, esta semana.
– ¿Quieres dormir?
– No puedo dormir. Ahora no. Quiero oír… -Pero se le cerraban los ojos-. ¿Cómo me has encontrado?
– He reconocido el vestido.
Lena sonrió con los ojos todavía cerrados.
– Mi vestido azul bueno.
– Lena -dijo Jake mientras le acariciaba el pelo-. Dios mío.
– Oh, debo de estar horrible. ¿Puedes siquiera reconocerme?
Jake le besó la frente.
– ¿Tú qué crees?
– Es una bonita mentira.
– Estarás mejor aún en cuanto el médico te cure. Ya verás. Mañana traeré comida.
Ella apretó la mano de él contra su cara, mirándolo.
– Pensaba que no volvería a verte. Nunca. -Reparó en el uniforme-. ¿Eres soldado? ¿Has estado en la guerra?
Jake se volvió un poco y señaló la charretera del hombro.
– Corresponsal.
– Dime… -Lena se interrumpió y parpadeó, como si hubiese sentido un dolor repentino-. ¿Por dónde empezar? Cuéntame todo lo que te ha pasado. ¿Volviste a América?
– No. Una vez, de visita. Después Londres y por todas partes.
– Y ahora aquí.
– Te dije que volvería. ¿No me creíste? -La cogió de los hombros-. Todo será como antes.
Lena apartó la cabeza.
– No es tan fácil que todo sea como antes.
– Sí lo es. Ya verás. Nosotros somos los de antes.
Sus ojos, brillantes a causa de la fiebre, se humedecieron más aún, pero sonrió.
– Sí, tú eres el de antes.
Jake se frotó la cabeza.
– Casi. -La miró-. Ya verás. Será igual.
Lena cerró los ojos y él mojó otra vez el pañuelo, desconcertado ante sus propias palabras. Nada era como antes.
– Así que encontraste a Hannelore -dijo Jake, intentando darle conversación. Luego preguntó-: ¿Dónde está Emil?
– No lo sé -respondió ella con una voz curiosamente impersonal-. Muerto, quizá. Esto fue horrible, al final.
– ¿Estaba en Berlín?
– No, en el norte. Con el ejército.
– Ah -repuso él sin atreverse a decir más. Se levantó-. Voy a por más agua. Intenta dormir un poco antes de que llegue el médico.
– Como una enfermera -dijo ella, y cerró los ojos.
– Eso es, voy a ocuparme de ti. Duerme. No te preocupes, estaré aquí.
– Me parece imposible. Sólo he abierto la puerta.
Su voz se fue desvaneciendo.
Jake se volvió para ir a la cocina, pero se detuvo.
– ¿Lena? ¿Qué te hace pensar que está muerto?
– Habría sabido algo. -Levantó la mano para taparse los ojos-. Todos están muertos. ¿Por qué no él?
– Tú no lo estás.
– No, aún no -dijo con cansancio.
Jake la miró.
– Hablas así por la fiebre. Ahora vuelvo.
Cruzó el salón y entró en la cocina. Todo estaba igual. En el dormitorio, con la ropa de Hannelore y frascos de loción por todas partes, podía imaginar que estaban en algún otro lugar, pero lo de ahí fuera seguía siendo su piso: el sofá contra la pared, la pequeña mesa junto a la ventana. Ni siquiera los habían cambiado de sitio, como si sólo hubiese estado fuera un fin de semana. Los estantes de la cocina estaban vacíos: tres patatas y unas cuantas latas de raciones C, un bote de sucedáneo de café. No había pan. ¿Cómo vivían? Al menos Hannelore cenaba en Ronny's. Sorprendentemente, el hornillo de gas funcionaba. Un hervidor para preparar café. No había té. La cocina misma parecía hambrienta.
– Está frío -comentó Lena cuando le puso otro paño húmedo en la frente.
– Te bajará la fiebre. Sostenlo ahí.
Se quedó sentado mirándola un minuto. Una vieja bata de algodón llena de manchas de sudor, las muñecas tan delgadas que parecían a punto de quebrarse. Era como los adustos desplazados que había visto caminar con esfuerzo por el Tiergarten. ¿Dónde había estado Emil?
– Fui al Elisabeth -dijo-. Frau Dzuris me dijo que trabajabas allí.
– Con los niños. No había nadie para ayudarlos, así que… -Se estremeció-. Fui.
– ¿Lograste salir? ¿Antes del bombardeo?
– No fueron bombas. Proyectiles. Los rusos. Después el fuego. -Volvió la cabeza, los ojos anegados en lágrimas-. Nadie pudo salir.
Jake le dio la vuelta al paño, se sentía impotente.
– No pienses en eso ahora.
– Nadie pudo salir.
Ella sí, no obstante, de algún modo. Otra historia de Berlín.
– Ya me lo contarás más tarde -le dijo él con dulzura-. Duerme un poco.
Volvió a acariciarle el pelo, como si así pudiera evitar que recordara, y al cabo de unos minutos pareció funcionar. Los pequeños suspiros empezaron a suavizarse y se volvieron casi inaudibles, de modo que sólo el leve movimiento de su pecho indicaba que seguía respirando. ¿Dónde se había metido Hannelore?
Jake estuvo mirando un rato cómo dormía, después se levantó y curioseó por la habitación revuelta. Había ropa encima de la silla, un par de zapatos en el asiento. Sin pensarlo, se puso a recoger para llenar el tiempo. «Una habitación desordenada es señal de una mente desordenada», el viejo dicho de su madre, que se le había quedado grabado. Se dio cuenta de que estaba recogiendo por el médico, qué absurdo. Como si importara.
Abrió la puerta del armario. Le había dejado a Hal unas cuantas cosas suyas, pero ya no estaban, seguramente las habrían cambiado en los tablones de anuncios. En su lugar colgaba un abrigo de pieles junto a algunos vestidos. Pieles, un poco ajadas, pero pieles a fin de cuentas. Jake había oído decir que las habían recogido todas para enviarlas a las tropas del frente oriental. Sin embargo, Hannelore había conservado su abrigo. Un regalo, sin duda, de algún amigo del ministerio. O puede que lo rescatara después de algún bombardeo, cuando su propietaria ya no estaba.
Fue al salón. Allí no había mucho que arreglar: el sofá desvencijado bajo el que había una maleta guardada, algunas tazas sueltas que nadie había fregado. Cerca de la mesa de la ventana encontró algo nuevo: una jaula vacía, la contribución de Hannelore a la decoración. Por lo demás, todo como antes. Fregó las tazas con agua fría, limpió la encimera y el fregadero. Cuando no quedó más por hacer, se puso a fumar junto a la ventana, pensando en el hospital. ¿Qué más habría visto Lena? Todo aquel tiempo la había imaginado en el viejo piso, vistiéndose para salir, poniendo caras en el espejo, a salvo bajo la campana de cristal del recuerdo. Los últimos cuatro años sólo le habían sucedido a él.
Unos cuantos cigarrillos después, Jake oyó a Hannelore en la escalera.
– Deja la puerta abierta -dijo la chica, y apagó la linterna-. Si no, no lo encontrará.
– ¿Dónde está el médico?
– Ahora viene. Han tenido que ir a buscarlo. ¿Cómo está?
– Dormida.
Hannelore gruñó algo y se fue a la cocina, donde sacó una botella que estaba escondida en el estante más alto.
– ¿Dónde está Steve? -preguntó Jake.
– Me lo has fastidiado -dijo la chica mientras servía una copa-. No volverá.
– No te preocupes, hay muchos más donde encontraste a ése.
– ¿Crees que es fácil? ¿Qué voy a hacer ahora?
– Te lo compensaré. También te pagaré la habitación. No puede dormir aquí fuera.
– No, pero yo sí, ¿verdad? ¿Cómo voy a traer a nadie a un sofá?
– Te he dicho que te pagaré. Puedes tomarte vacaciones, descansar. Te sentará bien.
– Vete al cuerno -repuso ella, y entonces reparó en que había recogido las tazas de la encimera-. Vaya. Además, servicio de limpieza. Me ha tocado el premio gordo. -Esta vez sonaba aplacada, como si ya contase el dinero-. ¿Tienes un cigarrillo?
Jake le dio uno y lo encendió.
– Me la llevaré en cuanto esté mejor. Toma, acepta esto. -Le dio algo de dinero-. Ahora no puedo moverla.
– Está bien, está bien, nadie la está echando. Aprecio a Lena. Siempre se portó bien conmigo. No como otros -dijo, mirándolo-. Durante la guerra venía a veces, traía café, me hacía una visita. No por mí. Yo sabía por qué venía. Quería estar aquí, en el piso. Quería asegurarse de que seguía existiendo. Le traía recuerdos, supongo. Qué tontería. Todo tenía que estar igual. «Hannelore, has movido la silla. ¿No te gustaba ahí?» Yo sabía lo que pretendía, pero ¿qué importaba, con bombas todas las noches, dónde estuviera la silla? «Si te hace feliz, vuélvela a colocar donde estaba», decía yo, y ¿sabes?, lo hacía. Qué tontería. -Terminó la copa.
– Sí -dijo Jake. Otra campana de cristal-. ¿Te dejó Hal el apartamento?
– Claro. Era amigo mío, ¿sabes?
– No, no lo sabía -repuso Jake con verdadera sorpresa.
– Ah, es que tú no te dabas cuenta de nada. Sólo tenías ojos para ella. No veías nada más. Hal era muy amable. Siempre me gustaron los americanos. Incluso tú, un poco. No erais un mal grupo. A veces… -añadió, pero se detuvo-. No me traigas problemas. No fui nazi, no me importa lo que pienses. Nunca. Sólo de la Liga de Muchachas, todas las chicas del colegio tenían que inscribirse, pero nazi no. ¿Sabes qué harían? Me darían una cartilla de racionamiento V. Eso es una sentencia de muerte. No se puede vivir con eso.
– No quiero causarte problemas. Te estoy agradecido.
– Hmmm -masculló ella mientras apagaba el cigarrillo-. Pero sigo en el sofá. Bueno, espera a que vaya por mis cosas.
Cuando salió del dormitorio llevaba puesto un camisón de seda que dejaba ver la gran prominencia de sus grandes pechos. La amiga de Hal.
– ¿Te incomoda? -preguntó casi con coquetería-. Bueno, si tengo que estar aquí fuera, no puedo evitarlo.
Extendió una sábana sobre el sofá.
– ¿Sigue durmiendo?
Hannelore asintió con la cabeza.
– No tiene buena cara -dijo.
– ¿Cuánto hace que está enferma?
– Una semana, puede que dos. Cuando llegó, creí que sólo estaba cansada. Ahora todo el mundo está cansado. No me di cuenta. ¿Qué podía hacer? No había mucho que comer.
– Mañana traeré comida. Para las dos.
– ¿Y cigarrillos?
Se estaba limpiando la cara con un paño húmedo; se quitaba años al borrar el carmín. ¿Cuántos debía de tener, veinticinco?
– Claro.
– Herr Geismar -dijo para sí, sacudiendo la cabeza-. Otra vez en Berlín. ¿Quién lo habría dicho? Y en el piso de siempre, ¿eh?
– Esperaré despierto -dijo Jake-. Tú duerme, si quieres.
– Con un hombre en la habitación, lo dudo. Quizá descanse un poco.
Sin embargo, al cabo de un rato ya estaba dormida, con la boca abierta y la sábana tapándole apenas los pechos: el sueño despreocupado de una niña. La espera se alargaba. Escrutaba la siniestra oscuridad de Wittenbergplatz. Hacía listas mentales: comida, medicamentos, si lograba que le dieran algo en el dispensario fingiendo una enfermedad. Si no, Gunther podría conseguir de todo. Aunque ¿qué medicamento? Miró su reloj. La una y media. ¿Qué clase de médico se presentaba a las dos de la madrugada?
Llegó a las tres. Unos golpecitos en la escalera y luego un cuerpo esquelético en el umbral. Se aclaró la garganta como si estuviera llamando al timbre. Grotescamente delgado, tenía los ojos hundidos de campo de concentración. ¿De dónde lo había sacado Danny? Llevaba mochila en lugar de maletín de médico.
– ¿Es usted el médico?
– Rosen. -Asintió con formalidad-. ¿Dónde está la chica?
Jake señaló hacia el dormitorio y vio que Rosen reparaba en Hannelore, dormida en el sofá.
– Primero necesito un sitio donde lavarme las manos.
Jake supuso que era un eufemismo, pero Rosen se las lavó en el baño y luego las secó metódicamente, como un cirujano.
– ¿Hiervo agua? -preguntó Jake, perdido.
– ¿Por qué? ¿Está de parto?
En el dormitorio, Jake la despertó con dulzura y se apartó mientras Rosen le tocaba la garganta con las manos limpias en busca de alguna hinchazón. En lugar de termómetro, la palma de la mano en su frente.
– ¿Cuánto hace?
– No lo sé. Dice que hace una semana, más o menos.
– Demasiado. ¿Por qué no han avisado antes?
Era demasiado complicado de explicar, así que Jake se quedó allí de pie, no muy lejos.
– ¿Puedo hacer algo?
– Puede preparar café. No suelo estar despierto a estas horas.
Jake fue a la cocina, el médico se lo había quitado de encima como a un impaciente futuro padre que está de más. Llenó el hervidor y oyó la pequeña explosión del gas al encenderse. En el salón, Hannelore protestó y se dio la vuelta.
Jake regresó al dormitorio, pero se detuvo en la puerta. Rosen le había abierto la bata, así que estaba desnuda sobre la cama, y las manos del médico le separaban las piernas para examinarla con una inesperada intimidad. El cuerpo que Jake había visto tantas veces, al que había acariciado para despertarlo, estaba siendo manipulado como en una mesa de autopsias. «¡No es una de las chicas de Danny!», quería gritar, pero Rosen ya había reparado en su mirada de consternación.
– Ya lo llamaré -dijo con brusquedad-. Vaya a hacer café.
Jake se apartó del umbral. ¿Por qué la examinaba ahí abajo? Debía de ser lo único que hacía el médico de Danny, pero ¿a quién más podría haber avisado? Vio las manos sobre sus muslos blancos.
En la cocina se puso a darle vueltas al sucedáneo de café en una taza. Sin azúcar, sin nada. Los oía desde el pasillo; preguntas, las débiles respuestas de Lena. Cogió la taza para llevársela al médico, pero Rosen no lo quería allí. Jake dejó el café en la mesa y se sentó a mirar cómo se enfriaba. Hannelore se había despeinado, era una chica descuidada incluso durmiendo.
Cuando Rosen salió por fin, volvió a lavarse las manos en el grifo de la cocina. Jake se acercó al dormitorio.
– No. Le he dado algo para que duerma. -Vertió un poco de agua del hervidor en una taza y metió dentro una aguja hipodérmica-. Debería estar en un hospital. ¿Por qué ha esperado?
– ¿Qué le sucede?
– Estas chicas -dijo Rosen, negando con la cabeza-. ¿Quién le practicó el aborto?
– ¿Qué aborto? -dijo Jake, perplejo.
– ¿No lo sabía? -Se acercó a la mesa y dio un sorbo al café-. No tendrían que esperar tanto.
– ¿Está bien?
– Sí, ya ha pasado, pero tiene una infección. Falta de higiene, seguramente.
Jake se sentó, mareado. Otra cama y otras manos que la examinaban, no tan limpias.
– ¿Qué clase de infección?
– No se preocupe. No es venérea. Podrá volver a trabajar.
– No lo entiende. Ella no…
Rosen levantó la mano.
– Eso es cosa suya. Yo no hago preguntas, pero necesitará más penicilina. Sólo me quedaba una dosis. ¿Sabe poner inyecciones? No, eso pensaba. Volveré. Mientras tanto, déle esto. -Dejó unas pastillas en la mesa-. No son tan fuertes, pero hay que bajarle la fiebre. Que se las tome, no importa cómo sepan.
– Gracias -dijo Jake, y las guardó.
– Son caras.
– Eso no importa.
– Una chica valiosa -dijo Rosen con ironía.
– No es lo que cree.
– No importa lo que yo crea. Déle las pastillas. -Miró al sofá-. ¿Tiene a dos?
Jake apartó la mirada. Se sentía como Danny, insultado por el dinero de Sikorsky. Aunque ¿a quién le importaba lo que pensara Rosen?
– ¿Le ha dicho ella lo del aborto? -preguntó Jake.
– No ha sido necesario, me dedico a eso.
– ¿Es médico de verdad?
– Menudo es usted para pedir credenciales -dijo Rosen, después suspiró y bebió algo más de café-. Estudiaba medicina en Leipzig, pero me echaron, claro. Me hice médico en el campo. Allí nadie me pedía el título. No se preocupe, sé lo que me hago.
– Y ahora trabaja para Danny.
– Hay que ganarse la vida. Eso también se aprende en el campo. -Dejó la taza, preparado para irse-. Bien, las pastillas, no se olvide -dijo mientras se levantaba-. Vendré mañana. ¿Tiene algo para darme a cuenta?
Jake le dio algún dinero.
– ¿Bastará?
El médico asintió.
– La penicilina costará más.
– Lo que sea. Consígala. Pero ¿se pondrá bien?
– Si la mantiene alejada de las calles. Al menos de los rusos. Están todos enfermos.
– No es una prostituta.
– Bueno, tampoco yo soy médico. Sutilezas. -Se dispuso a marchar.
– ¿Mañana, a qué hora?
– Por la noche, pero no tan tarde como hoy, por favor. Ni siquiera por Danny.
– ¿Cómo puedo agradecérselo?
– No tiene que agradecerme nada. Págueme.
– Se equivoca con ella -dijo Jake, preguntándose por qué importaba-. Es una mujer respetable y la quiero.
Las facciones de Rosen se suavizaron ante esas inesperadas palabras de un idioma olvidado.
– ¿Sí? -Se volvió de nuevo con ojos cansados-. Entonces no pregunte por el aborto. Sólo déle las pastillas.
Jake esperó hasta que los pasos dejaron de oírse en la escalera y entonces cerró la puerta. «No pregunte.» ¿Cómo no iba a preguntar? Había puesto su vida en peligro. Cuestión de higiene. Dejó la taza en el fregadero, apagó la luz y cruzó el pasillo, agotado.
Lena estaba dormida, su rostro suave a la tenue luz de la lámpara. Tal como lo había imaginado, los dos en la cama, en su propia cama, abrazándose como si la guerra no hubiera sucedido. Pero todavía no. Se dejó caer en el sillón y se quitó los zapatos. Esperaría hasta que fuera de día, después despertaría a Hannelore para que la cuidara. Sin embargo, los muelles del sillón lo mortificaban tanto como sus pensamientos. Se levantó y se tumbó en su lado de la cama con el uniforme puesto. Por encima de la sábana, para no molestarla. Cuando alargó el brazo para apagar la luz, Lena se movió con inquietud, en sueños. Después, mientras miraba la oscuridad tumbado, ella le cogió la mano y se la sostuvo.
– Jacob -susurró.
– Chsss. No pasa nada, estoy aquí.
Lena se agitó un poco, su cabeza se movía a un ritmo lento, de modo que Jake se dio cuenta de que estaba dormida, de que él formaba parte del sueño.
– No se lo digas a Emil -dijo ella. Su voz perturbó el silencio de la habitación-. Lo del niño. Prométemelo.
– Te lo prometo -repuso él, y entonces el cuerpo de Lena se relajó, su mano aún en la de él, en paz, mientras Jake seguía mirando el techo, muy despierto.
Lena pasó casi todo el día siguiente dormida, como si el hecho de que Jake estuviera allí le hubiera permitido al fin enfermar de verdad y no tener que hacer el esfuerzo de levantarse. Jake aprovechó el tiempo para ir a buscar cosas: el jeep, que seguía allí milagrosamente; dinero de su cuenta del ejército; suministros en el economato militar, productos que abarrotaban los estantes y se apilaban en el suelo; una muda en Gelferstrasse. Recados cotidianos. Metió su maltratada máquina de escribir en la bolsa de la ropa, les dijo a los ancianos que estaría fuera un par de días y les pidió algo de comida para llevarse. Más latas. El anciano le dio algo del tamaño de una pastilla de jabón envuelto en papel.
– En Alemania hace mucho que nadie tiene mantequilla -dijo, y Jake asintió cual conspirador.
Fue al centro de prensa a recoger sus mensajes. Había bocadillos y rosquillas. Llenó otra bolsa.
– Vaya, veo que alguien ha tenido suerte -comentó Ron mientras le pasaba un comunicado-. El programa de hoy, por si te interesa, con detalles sobre la cena estadounidense: todos pasaron una agradable velada. Y así fue. He oído decir que Churchill se enfadó. Llévate bocadillos de jamón, es lo que más les gusta. Las Fräulein nunca se cansan del jamón. ¿Necesitas gomas?
– Alguien debería darte unos azotes.
Ron esbozó media sonrisa.
– Me lo agradecerás, créeme, no querrás volver a casa con pus entre las piernas. Por cierto, a los del noticiario les encantó tu actuación. A lo mejor aprovechan las tomas.
Jake se lo quedó mirando con desconcierto, pero después se encogió de hombros. No le apetecía discutir.
– No nos abandones -exclamó Ron mientras se marchaba a toda prisa.
Ya lo había hecho. Potsdam, incluso el bueno de Churchill, parecían quedar a un millón de kilómetros. Cuando pasó frente a las banderas del edificio de la sede central, sintió que salía de un país extranjero y lo aplaudió, pues lo había provisto de latas. Miró las bolsas llenas del asiento del acompañante. Comerían de lata, pero comerían. Las villas y los árboles de Grunewald estaban tan bonitos como siempre bajo la reluciente luz del sol. ¿Por qué no se había fijado antes? No vio escombros al recorrer la Kurfürstendamm a toda velocidad, sólo la alegre luz de la mañana. Por un momento tuvo la sensación de que seguía estando llena de tiendas. Lo importante era que bebiera líquido para no deshidratarse. Sopa, el remedio de todas las madres.
Tal como había predicho Ron, Hannelore se abalanzó sobre los bocadillos.
– Jamón, Dios mío, y pan blanco. No me extraña que ganarais la guerra si comíais así. Nosotros nos moríamos de hambre.
– Deja uno, ¿quieres? -dijo Jake mientras la veía engullir-. ¿Cómo está Lena?
– Dormida. Cómo duerme, menuda es. ¿Qué es eso?
– Sopa -contestó Jake, y puso un cazo al fuego.
– Sopa -repitió ella, como una niña en Navidad-. ¿No tendrás otra lata? Mi amiga Annemarie te lo agradecería mucho.
Al pensar que saldría de la casa, Jake se sintió generoso. Le dio dos latas y un paquete de cigarrillos.
– Esto es para ti.
– Lucky -dijo, pronunciando en inglés-. No eres mala gente.
Cuando entró con la sopa, Lena se había despertado y miraba por la ventana. Seguía pálida. Jake le puso una mano en la frente. No estaba tan caliente como antes, pero aún tenía fiebre. Empezó a darle la sopa, pero ella le quitó la cuchara y se sentó.
– No, puedo comer sola.
– Me gusta hacerlo.
– Me convertirás en una inválida. Me siento como una holgazana.
– No importa, no tengo nada mejor que hacer.
– Deberías trabajar -comentó ella, y se echó a reír; una señal de vitalidad.
La misma forma en que solía regañarlo para que volviera a la máquina de escribir.
– ¿Quieres algo?
– Un baño, pero no hay agua caliente. Es horrible cómo olemos.
– No me había dado cuenta -dijo Jake, y le dio un beso en la frente-. Déjame ver qué puedo hacer.
Tardó una eternidad. El agua hirviendo parecía enfriarse en cuanto tocaba la porcelana, así que tuvo que ir llevando cazos desde el hornillo, como si fuera una lenta cinta transportadora, hasta que al final consiguió llenar un poco la bañera, no con agua del todo caliente, pero sí algo más que tibia. Pensó en Gelferstrasse y su baño humeante.
– Jabón -dijo Lena-. ¿De dónde lo has sacado?
– Del ejército de Estados Unidos. Venga, métete.
Sin embargo, Lena dudó un instante, el viejo pudor.
– ¿No te importa? -preguntó señalando la puerta.
– Antes no eras tan tímida.
Esa misma bañera, burbujas que le cubrían los pechos, risas de Jake mientras la secaba a ella y se mojaba él.
– Por favor, estoy muy flaca.
Él asintió, salió, cerró la puerta y se fue al dormitorio. Olía a humedad, a pesar de que la ventana estaba abierta; sábanas arrugadas que Hannelore no debía de haber cambiado en semanas. Aunque ¿cómo lavarlas? La más insignificante tarea doméstica se había convertido en toda una hazaña. Jake encontró otro juego en el armario y cambió la cama mientras oía los chapoteos de la bañera. Cama de hospital, sábanas bien estiradas.
Ya estaba recogiendo la cocina cuando Lena salió secándose el pelo con una toalla. Parecía más alegre, como si las oscuras ojeras de debajo de los ojos no hubieran sido más que suciedad.
– Déjame hacerlo a mí -dijo.
– No, métete en la cama. Voy a mimarte unos cuantos días.
– Tu máquina de escribir -dijo ella, se acercó a la mesa y tocó las teclas.
– No es la de antes. Aquélla se quedó en algún lugar de África. Me costó una barbaridad conseguir ésta.
Lena volvió a tocar las teclas. Jake vio que le temblaban los hombros, se acercó a ella y la volvió hacia sí.
– Qué bobada -dijo Lena, llorando-, una máquina de escribir.
Después se dejó caer sobre su hombro y lo abrazó. El rostro de Jake se hundió en su melena, que ahora olía a limpio.
– Lena -comentó al sentirla estremecerse contra él, aún llorando, tal como debería haber sido en la estación del tren, un arrebato involuntario.
Lena asintió con la cabeza. Permanecieron así un minuto, abrazados, hasta que él sintió el calor de su frente, se apartó un poco y le limpió las lágrimas de los ojos con los dedos.
– Descansa un rato, ¿eh?
Ella volvió a asentir.
– Es por la fiebre -dijo mientras se enjugaba los ojos y recuperaba el control de sí misma-. Qué bobada.
– Sí, es por la fiebre.
– Abrázame, como solías hacer.
Por un instante, Jake no quiso nada más. Estaba tan feliz que la habitación pareció desvanecerse. El pelo de Lena, sin embargo, volvía a estar húmedo de sudor, y sintió que se quedaba sin fuerzas.
– Vamos, te llevaré a la cama -dijo, y la abrazó mientras la acompañaba por el pasillo-. Sábanas limpias -dijo, ufano, aunque ella no pareció darse cuenta.
Se metió en la cama y cerró los ojos.
– Te dejaré dormir.
– No, háblame. Es como una medicina. Cuéntame algo de África. No de la guerra. Cómo era.
– ¿Egipto?
– Sí, Egipto.
Jake se sentó en la cama y le acarició el pelo.
– El río es precioso, ¿sabes? Hay barcas de vela.
Lena entornó los ojos como si quisiera verlas.
– ¿Barcas? ¿En el desierto?
– Y templos. Enormes. Algún día te llevaré -dijo y, al ver que no respondía, continuó y le describió El Cairo, el viejo zoco, las pirámides de especias, hasta que vio que el sueño se la había llevado lejos, como una barca en la corriente.
Terminó de recoger y, después, por costumbre, se sentó a la máquina de escribir. Lena tenía razón; tenía que trabajar, esperarían recibir algo al cabo de un par de días, y allí tenía la vieja mesa donde solía escribir sus artículos contemplando el ajetreo de la plaza. Ahora la calle estaba casi desierta. Sólo el escaso flujo de camiones y refugiados. Pero Jake estaba hechizado por ese escenario que tan bien conocía. Empezó a escribir y el repiquetear de las teclas llenó la sala como un viejo disco de fonógrafo encontrado en el fondo de un cajón.
«Potsdam de cerca», algo que pudiera extraer de los rumores y las fotografías, pero que le diera ocasión de colocarse cara a cara con los Tres Grandes, como si también él hubiera estado en la mesa de juego, hablando con ellos, el único periodista presente. Algo que le gustara al Collier's. A lo mejor incluso conseguía un titular en portada. Adornado con detalles de testigos oculares: la estrella roja de geranios, las chimeneas, las patrullas de rusos. Después, el contraste con el centro de Berlín: su recorrido del primer día, Churchill en la Cancillería. Se pondría en el lugar de Brian Stanley, a quien no le importaría nada y puede que ni siquiera llegara a enterarse. Nuestro hombre en Berlín. No era lo que había sucedido en realidad -un vil asesinato, su antigua vida reencontrada-, pero sí lo que importaba en Collier's. Bastaría para que no le rescindieran el contrato. El partido de fútbol americano como colofón: mientras los Tres Grandes negociaban, se construía la paz. Al terminar le sobraban mil palabras, pero ya se ocuparían de eso. El volvía a estar en marcha. Que recortaran a Quent Reynolds.
Rosen llegó antes de la cena, esta vez no de manera furtiva, sino incluso disculpándose.
– El señor Alford me ha explicado la situación. Perdone si…
– Qué más da. Está usted aquí, eso es lo que importa. Ha estado durmiendo.
– Sí, bien. ¿No le ha dicho nada… de lo que le dije? A veces es un tema delicado, después de lo que han sufrido. Sus novios regresan, creen que todo el mundo espera. Es difícil.
– A mí no me importa.
– ¿No? No siempre es el caso.
Otra historia de Berlín que no llegaría a imprenta, discusiones y lágrimas. Pensó en los soldados que cruzaban el Landwehrkanal aquel día, casi en casa.
Esta vez Rosen había traído un termómetro.
– Está algo mejor -dijo-. La penicilina debe de estar haciendo efecto. Un fármaco milagroso. Extraído del moho. Imagínese.
– ¿Hasta cuándo lo necesitará?
– Hasta que mejore -repuso el médico con vaguedad-. La infección no se cura con una única inyección, por muy milagrosa que sea. Y usted, gnädige Frau, beba, y duerma, nada de salir de compras. -Una afable frase para reconfortar a una enferma, como si aún quedaran tiendas-. Piense en cosas bonitas. A veces eso es lo mejor.
– El me cuida -dijo Lena-. Ha cambiado las sábanas.
Sí se había dado cuenta.
– Vaya -dijo Rosen, asombrado, alemán después de todo.
Jake le dio el dinero en el salón.
– ¿Quiere algo de comida? -preguntó, y señaló las latas que había en la encimera-. Del economato.
– Quizás algo de carne enlatada, si puede.
Jake le ofreció una lata.
– Las recuerdo -dijo Rosen, mirándola-. Los americanos nos dieron de éstas cuando nos sacaron de allí. No podíamos digerir, la comida era demasiado fuerte. No se quedaba dentro. Lo devolvíamos todo, allí, delante de ellos. Creo que se ofendieron. ¿Cómo iban a saberlo? Discúlpeme por ayer noche. A veces no sólo vomita el cuerpo, al espíritu también le pasa.
– No tiene que explicarme nada. Estuve en Buchenwald.
Rosen asintió y se dirigió a la puerta.
– Siga con las pastillas, no se olvide.
Lena insistió en levantarse para cenar, así que los tres se sentaron a la mesa. Hannelore rebosaba buen humor, como si el bocadillo de jamón también hubiese sido una inyección para ella.
– Espera a ver lo que he conseguido en Zoo Station, Lena. Por diez cigarrillos. La mujer quería la cajetilla entera, y yo le he dicho: «¿Quién cambia una cajetilla por un vestido?» Diez ya me parecían muchos, pero no he podido resistirme. Además, está en buen estado. Te lo enseñaré.
Se levantó y se pegó el vestido al cuerpo.
– ¿Ves qué buen corte? Creo que esa mujer conocía a alguien. Ya sabes. Mira cómo me sienta. No es nada estrecho por aquí.
Se desnudó sin una pizca de pudor y se puso el vestido nuevo encima de la combinación.
– ¿Ves? A lo mejor se podría meter un poco de aquí, pero por lo demás es perfecto, ¿no te parece?
– Perfecto -dijo Lena, tomándose la sopa. Ya tenía mejor color.
– No me creo la suerte que he tenido. Me lo puedo poner esta noche.
– ¿Vas a salir? -preguntó Jake.
Un regalo inesperado, el piso para ellos solos.
– Claro que voy a salir. ¿Por qué no? Han abierto un cine nuevo en Alexanderplatz.
– Los rusos -dijo Lena con gravedad.
– Bueno, algunos son simpáticos. Además, tienen dinero. ¿A quién más tenemos?
– A nadie, supongo -dijo Lena con indiferencia.
– Exacto. Los americanos son más agradables, claro, pero no hablan alemán, sólo los judíos. ¿Vas a terminarte eso?
Jake le pasó su pedazo de pan.
– Pan blanco -dijo, como una niña con un dulce-. Bueno, será mejor que me arregle. Van con el horario de Moscú y lo hacen todo muy temprano. ¿No es una locura, con todos esos relojes que tienen? Deja los platos, ya lo haré yo después.
– No pasa nada -repuso Jake, que sabía que no lo haría.
Al cabo de un minuto oyeron el grifo del baño, después un pulverizador de perfume. Al terminar, Lena se recostó en la silla y miró por la ventana.
– Voy a hacer café -dijo Jake-. Tengo un regalo para ti.
Lena le sonrió y luego volvió a mirar por la ventana.
– No hay nadie en Wittenbergplatz. Antes estaba llena de gente.
– Toma, prueba -dijo Jake dándole un café con una rosquilla-. Está mejor si la mojas.
– Es de mala educación -repuso ella, riendo, pero la hundió con delicadeza y dio un mordisco.
– ¿Ves? Jamás dirías que están secas.
– ¿Qué tal estoy? -preguntó Hannelore, peinada otra vez igual que Betty Grable-. ¿No me queda bien? Con una pinza aquí. -Se recogió el costado y luego cogió el bolso-. Que te mejores, Lena -dijo con despreocupación.
– No traigas a nadie -dijo Jake-. Lo digo en serio.
Hannelore hizo una mueca de adolescente rebelde y dijo:
– ¡Ja! -Demasiado engreída para molestarse-. Miraos, menuda pareja de viejos. No me esperéis levantados -dijo, y se fue.
– Pareja de viejos -repitió Lena mientras removía el café-. Aún no tengo treinta.
– Treinta no son nada. Yo tengo treinta y tres.
– Tenía dieciséis cuando llegó Hitler. Piénsalo. Toda mi vida, sólo nazis. -Volvió a mirar las ruinas de fuera-. Nos lo han robado todo, ¿verdad? -comentó con ánimo sombrío-. Todos estos años.
– Todavía no necesitas bastón -bromeó Jake y, cuando Lena logró sonreír, le cogió la mano desde el otro lado de la mesa-. Empezaremos de nuevo.
Ella asintió.
– A veces no es tan sencillo. Pasan cosas.
Jake apartó la mirada. ¿Por qué sacar el tema? Sin embargo, parecía una invitación.
– Lena -dijo, aún sin mirarla-. Rosen dice que te han practicado un aborto. ¿Era de Emil?
– ¿Emil? -Fue casi una carcajada-. No. Me violaron -se limitó a decir.
– Ah -repuso él, sólo un sonido.
– ¿Te molesta?
– No. -Una mentira instantánea, sin perder ni un solo segundo-. ¿Cómo…?
– ¿Cómo? Como siempre. Un ruso. Cuando atacaron el hospital, violaron a todo el mundo. Incluso a las embarazadas.
– Cielo santo.
– No es tan extraño. Al final era lo habitual. Qué aprensivos sois los hombres. Violan, pero nunca quieren hablar de ello. Las mujeres sí. Era lo único de lo que hablábamos por aquel entonces… ¿Cuántas veces? ¿Te han contagiado algo? Durante semanas tuve miedo de haberme contagiado de alguna enfermedad. Pero no, en lugar de eso tenía un pequeño ruso. Después, cuando me deshice de él, cogí otra clase de infección.
– Rosen dice que no es venérea.
– No, pero creo que no podré tener hijos.
– ¿Dónde te lo hicieron? -preguntó, imaginando un callejón oscuro, el tópico de su juventud.
– En una clínica. Éramos tantas que los rusos montaron una clínica. «Excesos de las tropas.» Primero violan y luego…
– ¿No había un médico?
– ¿En Berlín? No había de nada. Mis padres estaban en Hamburgo. Sabe Dios si seguirán vivos. No tenía adonde ir. Una amiga me habló de ese sitio y dijo que era gratis. Otro regalo de los rusos.
– ¿Dónde estaba Emil?
– No lo sé. Muerto. Aquí no, en cualquier caso. Su padre sigue vivo, pero no se hablaban. No podía acudir a él. Culpa a Emil de todo esto, ya puedes imaginarte.
– ¿Porque se afilió al partido?
Lena asintió.
– Por su trabajo. Sólo fue por eso, pero su padre… -Levantó la vista-. ¿Lo sabías?
– Nunca me lo dijiste.
– No. ¿Qué habrías dicho?
– ¿Crees que me habría importado?
– A lo mejor a mí sí, no sé. Esta habitación, además… Cuando veníamos aquí, estaba muy lejos de todo aquello. De Emil, de todo. Era un mundo aparte. ¿Lo entiendes?
– Sí.
– De todas formas no era uno de ellos. No estaba metido en política. El Instituto, eso era lo único que le importaba. Sus números.
– ¿Qué hizo durante la guerra?
– Nunca me lo dijo. No le permitían hablar de ello, pero está claro que eran armas. Es lo que hacían todos los científicos, fabricar armas. Incluso Emil, con la cabeza siempre metida en un libro. ¿Qué otra cosa podían hacer? -Levantó la mirada-. No lo disculpo. Era la guerra.
– Lo sé.
– «Quédate en Berlín, es mejor», me dijo. No quería que participara en todo aquello, pero los bombardeos se hicieron tan terribles que al final dejaron que las mujeres nos fuéramos con ellos. Para que los maridos no se preocuparan. Pero ¿cómo iba a irme entonces? -dijo, mirando la taza mientras los ojos se le llenaban de lágrimas-. ¿Qué importaba? No podía irme de Berlín. No después de lo de Peter… -Se le ahogó la voz, perdida en algún pensamiento íntimo.
– ¿Quién es Peter?
Lena lo miró.
– Se me olvidaba. No lo sabes. Peter era nuestro hijo.
– ¿Un hijo? -preguntó Jake, herido aun a su pesar. Una familia, con otro hombre-. ¿Dónde está?
Lena volvió a mirar a la taza.
– Murió -dijo sin emoción en la voz-. En un bombardeo. Con casi tres años. -Volvieron a afluirle lágrimas a los ojos.
Jake le cogió la mano.
– No tienes por qué explicármelo.
Sin embargo, ella no lo oía. Las palabras salían solas, como si fuera una purga.
– Lo dejé en la guardería. ¿Por qué lo hice? Lo había tenido toda la noche en el refugio conmigo. Dormía en mi regazo, no lloraba como los demás niños. Bueno, pensé, ya se ha acabado, una noche más, pero llegaron los americanos. Fue entonces cuando empezó: los británicos de noche, los americanos de día. Sin tregua. Eran las once, lo recuerdo. Estaba comprando cuando sonó la alarma y, por supuesto, volví corriendo, pero los guardias me detuvieron, todo el mundo al refugio. Pensé que en la guardería estaría a salvo, tenían un sótano profundo. -Calló unos instantes, mirando por la ventana-. Después del bombardeo fui allí. Todo había desaparecido. No quedaba nada. Todo estaba derruido. Las madres… tuvimos que desenterrarlos. Pasamos todo el día cavando, aún quedaba una posibilidad. Luego todos esos gritos cuando los íbamos sacando, uno a uno. Tuvimos que identificarlos, ¿sabes? Entre gritos. Perdí la cordura. «Calma, calma, los vais a asustar.» Imagínate, decir algo así. Lo más descabellado fue que… Peter no tenía ni un rasguño, nada de sangre, ¿cómo podía estar muerto? Pero estaba muerto, claro. Estaba azul. Después me explicaron que había sido por asfixia, que dejas de respirar, sin dolor. ¿Cómo lo sabían? Me quedé sentada en la calle con él todo el día. No podía moverme, aunque me lo ordenaran los guardias. ¿Por qué? ¿Sabes lo que es perder a un hijo? Mueres con él. Nada vuelve a ser lo mismo.
– Lena -la interrumpió.
– Lo único que piensas es: «¿Por qué lo dejé allí? ¿Por qué lo hice?».
Jake se levantó, se quedó de pie detrás de ella y le pasó las manos por los hombros para tranquilizarla.
– Pasará -dijo con calma.
Ella sacó un pañuelo y se sonó la nariz.
– Sí, ya lo sé. Al principio no lo creía, pero está muerto, lo sé, y eso es todo. A veces ya ni siquiera lo pienso. ¿No te parece horrible?
– No.
– No pienso en nada. Así es ahora. ¿Sabes qué solía pensar durante la guerra? Que vendrías y me rescatarías, de las bombas, de todo esto. ¿Cómo? No sé. Que caerías del cielo, a lo mejor, alguna locura semejante. Que aparecerías en la puerta, como ayer, y me llevarías contigo. Un cuento de hadas. Como la princesa del castillo. Ahora estás aquí y es demasiado tarde.
– No digas eso -repuso Jake. Volvió la silla y se inclinó para mirarla de cerca-. No es demasiado tarde.
– ¿No? ¿Todavía quieres rescatarme? -Le pasó los dedos por el pelo.
– Te quiero.
Lena se detuvo.
– Volver a oír eso. Después de todos estos horrores.
– Se ha terminado. Ya estoy aquí.
– Sí, estás aquí -dijo Lena, con las manos en las mejillas de él-. Creía que nunca volvería a pasarme nada bueno. ¿Cómo voy a creerlo? ¿Aún me quieres?
– Nunca he dejado de quererte. Es imposible.
– Pero todo este horror… y ahora soy una vieja.
Jake alargó una mano y le tocó el pelo.
– Somos una pareja de viejos.
Esa noche durmieron muy juntos. Jake la abrazó como si fuera un escudo que ni siquiera las pesadillas podían atravesar.
Lena mejoraba día a día, así que el siguiente fin de semana ya pudo salir. Hannelore había encontrado «temporalmente» un nuevo amigo, y Jake y Lena habían pasado días enteros solos, en un feliz aislamiento que al final se había convertido en reclusión. Jake había escrito un segundo artículo -«Aventuras en el mercado negro», rusos y relojes de Mickey Mouse, la escasez de alimentos, siempre omitiendo con discreción a Danny y a sus chicas-, y Lena había dormido y leído mientras se recuperaba.
Sin embargo, los días se habían vuelto bochornosos; el húmedo verano berlinés que solía llevar a todo el mundo a los parques arremolinaba el polvo de los escombros y cubriría las ventanas de arenilla. Incluso Lena estaba inquieta.
Ninguno de los dos había visto el sector ruso; Lena se negaba a ir allí sola. Así que Jake la hizo subir al jeep y fueron en dirección este, cruzando el barrio de Mitte, por Gendarmenmarkt y luego Opernplatz, donde habían tenido lugar las quemas de libros. Todo había desaparecido. Al ver la catedral de Berlín desplomada a lo lejos, se desalentaron tanto que decidieron cambiar de planes y dar un paseo por Unter den Linden, la vieja actividad de los domingos. Nadie paseaba ya. Encontraron una cafetería improvisada entre las ruinas, justo antes del tramo en que Friedrichstrasse se llenaba de rusos sudando al sol.
– No se irán nunca -dijo Lena-. Todo se ha acabado.
– Los árboles volverán a crecer -comentó Jake mirando los tocones negros.
– Dios mío, mira el Adlon.
Jake, sin embargo, miraba al personaje que cruzaba la puerta del hotel. Por lo visto el edificio sólo estaba medio derruido. Sikorsky lo vio a él en ese mismo instante y se les acercó.
– Señor Geismar, al final se ha decidido a hacernos una visita -dijo mientras le daba la mano-. Para el té de la tarde, quizá.
– ¿Todavía lo sirven?
– Por supuesto, es una tradición, según me han dicho. Ahora no es tan elegante, pero sí más democrático, ¿verdad?
De hecho, todos los hombres que Jake veía en la puerta lucían refulgentes medallas y condecoraciones. Un paraíso de generales.
– En la parte de atrás aún quedan algunas habitaciones. Desde la mía se ve el jardín de Goebbels, o eso me han dicho que era. Discúlpeme -dijo, volviéndose hacia Lena-. Soy el general Sikorsky. -Una cordial reverencia.
– Lo siento -dijo Jake-. Fräulein Brandt. -¿Por qué no Frau?
– ¿Brandt? -repuso el general, mirándola con atención-. Es un nombre muy común en Alemania, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Es berlinesa? ¿Tiene familia aquí?
– No. Murieron todos. Cuando llegaron los rusos -dijo Lena, una inesperada provocación.
Sin embargo, Sikorsky se limitó a asentir con la cabeza.
– Los míos también. Mi esposa, dos hijos. En Kiev.
– Lo siento mucho -dijo Lena, avergonzada esta vez.
El general respondió con otro gesto de la cabeza.
– La suerte de la guerra. ¿Cómo es que una mujer tan hermosa sigue sin casarse?
– Estuve casada. El murió.
– Entonces, lo siento. Bueno, disfruten del paseo. Una triste vista -dijo Sikorsky mirando a la calle-. Hay mucho que hacer. Adiós.
– Hay mucho que hacer -repitió Lena cuando el general se hubo alejado-. ¿Quiénes lo han dejado así? Los rusos. ¿Has visto cómo me ha mirado?
– No le culpo, sabe reconocer a una chica guapa. -Jake se detuvo, le puso la mano en la mejilla y le tocó el pelo-. Eres guapa, ¿sabes? Mírate. Te ha vuelto el color a la cara. Como antes.
Lena lo miró y luego negó con la cabeza, tímida otra vez.
– No, no es eso. Recelo. Los rusos lo miran todo con recelo.
– Me han dicho que era de los servicios secretos. Miran a todo el mundo así. Vamos.
Cruzaron la puerta de Brandeburgo, forrada aún de carteles gigantescos de los Tres Grandes.
– No hay árboles -dijo Lena-. Oh, Jake, volvamos.
– Iremos a Grunewald a dar un paseo por el bosque. ¿Te apetece?
– ¿No está como esto?
– No, y seguro que allí no hace tanto calor -dijo mientras se enjugaba el sudor de la cara.
– ¿Algo para la dama? -preguntó un alemán con abrigo y sombrero tirolés que se les había acercado desde el Reichstag.
– No -dijo Lena-. Váyase.
– Tejido de antes de la guerra -dijo el hombre, abrió el abrigo y sacó una prenda doblada-. Muy bonito. De mi esposa. Casi no se lo ha puesto. ¿Ven? -Desdobló el vestido.
– No, por favor. No me interesa.
– Piense en lo guapa que estará -le dijo a Jake-. Para el verano, fresco. Tenga, toque.
– ¿Cuánto cuesta?
– No, Jake, no lo quiero. Mira qué viejo, es de antes de la guerra.
Sin embargo, eso era lo que había llamado la atención de Jake, era como los vestidos que solía llevar ella.
– ¿Tiene cigarrillos? -preguntó el hombre con avidez.
Jake sostuvo el vestido frente a Lena. La cintura fruncida, la parte de arriba ablusada; tal como Lena había vestido siempre.
– Es bonito -dijo-. No te vendría mal.
– No, de verdad -insistió Lena, azorada, como si la estuvieran vistiendo en público y todo el mundo pudiera verla. Miró en derredor con la esperanza de ver a la policía militar con sus silbatos-. Lléveselo.
– Te sentaría muy bien.
Jake sacó un paquete de cigarrillos. ¿Cuál había dicho Hannelore que era la tarifa? Sin embargo, justo entonces apareció la policía militar, soldados británicos con porras blancas que dispersaban a la multitud como si fueran gallinas. El alemán agarró el paquete y le tiró el vestido a Jake.
– Mil gracias -dijo a toda prisa-. Una ganga, no lo lamentará. -Y echó a correr hacia el gran arco con el abrigo ondeando al viento.
– Oh, qué estupidez. Además, es demasiado. Un paquete entero.
– No pasa nada. Me siento rico. -La miró-. Hacía mucho que no te compraba nada.
Lena dobló el vestido.
– Mira, está arrugado.
– Te lo plancharé, estarás preciosa. -Le puso la mano en el pelo-. Con la melena suelta.
Ella lo miró.
– Ya no lo llevo así.
– A lo mejor un día, con horquillas -dijo, quitándole una.
Ella le apartó la mano.
– Ay, eres imposible. Ya nadie lo lleva así.
Regresaron al jeep. Pasaron por Charlottenburg, recorrieron largas avenidas en ruinas y con el aire lleno de polvo, hasta que al final vieron los árboles de las lindes de Grunewald y, más allá, el agua, donde el río se ensanchaba y formaba los lagos. Allí hacía menos calor, aunque no mucho menos. Las nubes cubrían el sol y el agua parecía una pizarra. La atmósfera seguía cargada de apático bochorno. En el viejo club de yates había banderas británicas, pero la leve brisa no lograba moverlas. Vieron dos barcas en el agua, quietas, con las velas tan inmóviles como dos pinceladas blancas en un cuadro. Sin embargo, por fin habían dejado atrás la ciudad. Frente a ellos no sólo estaban los amplios lagos y, al otro lado, las villas residenciales de Gatow, que se vislumbraban entre los árboles. Siguieron la carretera que bordeaba la orilla sin prestar atención a las zonas carbonizadas del bosque, oliendo los pinos, el aire limpio de antes.
– Esas barcas deberían volver, va a caer una tormenta. Dios santo, qué calor. -Lena se secó el rostro con un pañuelo.
– Vamos a meter los pies.
Sin embargo, el pequeño tramo de playa desierta estaba lleno de botellas y trozos de proyectiles que habían quedado varados en la orilla, una marea de escombros, así que cruzaron la carretera hacia los bosques. El aire era bochornoso pero apacible, no había excursionistas gritándose ni caballos chacoloteando por los caminos de montar. Estaban solos como nunca antes lo habían estado, siempre escondiéndose del gentío de los domingos. Una vez habían hecho el amor allí, detrás de unos arbustos, entre el trotar de los caballos a sólo unos metros de distancia y el peligro de ser descubiertos, que los excitaba tanto como la desnudez.
– Recuerdo aquel día… -empezó a decir él.
– Sí. Ya sé en qué piensas. Estaba muy nerviosa.
– Te gustó.
– Y a ti.
– Sí -repuso él, mirándola, sorprendido al sentirse excitado sólo con recordarlo.
– Seguro que nos vieron.
– Ahora no hay nadie -dijo Jake, e impulsivamente la apoyó contra un árbol y la besó.
– Oh, Jake -lo reprendió ella-, aquí no. -Pero dejó que la besara otra vez. Abrió la boca y de pronto lo sintió contra su cuerpo, ahogó un suspiro y se apartó-. No, no puedo.
– No pasa nada. No hay nadie…
– No es eso -dijo Lena, negando con la cabeza, angustiada-. Cualquiera que me toque…
– Yo no soy cualquiera.
– No puedo evitarlo. -Agachó la cabeza-. Da igual. Por favor.
Jake le acarició la mejilla.
– Lo siento.
– No sabes cómo fue -dijo, aún mirando al suelo.
– No será así -repuso él con suavidad, pero ella se apartó y se alejó del árbol.
– Como un cuchillo -dijo, asfixiándose-. Desgarrador…
– Calla.
– ¿Cómo voy a callar? Tú no lo sabes. Crees que todo acaba pasando. Pues no pasa. Aún veo su cara. Me tocas y veo su cara. ¿Es eso lo que quieres?
– No -dijo él despacio-. Quiero que me veas a mí.
Lena no dijo nada más, corrió hacia él y le puso la mano en el pecho.
– Te veo, pero es que… no puedo. -Jake asintió-. No me mires así.
¿Cómo la miraba? ¿Con un arrebato de vergüenza y decepción? El primer día soleado después de su enfermedad se había vuelto tenebroso como el cielo encapotado.
– No es importante -dijo Jake.
– No lo crees.
El le puso un dedo bajo la barbilla y se la levantó.
– Quiero hacer el amor contigo, es diferente. Esperaré.
Lena apoyó la cabeza en su pecho.
– Lo siento. Es que aún…
– Iremos poco a poco. -Un beso suave-. ¿Ves? -Paró y la cogió por los hombros-. No será así.
– Para ti no -espetó ella, hiriéndolo, y así consiguió que se apartara un poco.
Una voz nueva, que Jake nunca le había oído, pero ¿quién la conocía mejor que él, quién conocía cada pequeña parte de ella?
– Poco a poco -repitió, y le dio otro beso para tranquilizarla.
– ¿Y después qué? -preguntó ella, de mal humor.
– Después un poco más -repuso él. Sin embargo, antes de poder besarla, en el cielo estalló al fin un estruendoso trueno seguido de un destello de luz. Jake sonrió, qué oportuno-. Después esto. Esto es lo que pasa. ¿Ves?
Lena lo miró.
– ¿Cómo puedes bromear con algo así?
Jake le acarició el rostro.
– Se supone que es divertido. -Empezaron a caer las primeras gotas-. Vamos, no deberías mojarte.
Lena miró al suelo y se mordió el labio.
– ¿Y si nunca ocurre? -Se detuvo y lo cogió de la camisa sin hacer caso de la lluvia-. Lo haré si tú quieres -dijo, sin ninguna emoción-. Aquí mismo, como la otra vez. Si quieres.
– Con los ojos cerrados.
– Lo haré.
Jake negó con la cabeza.
– No quiero que veas la cara de otro.
Lena miró hacia otro lado.
– Te has enfadado. Pensaba que querías…
– Como antes, no así. -Le pasó un dedo por el pelo-. De todas formas, me estoy mojando, y no hay nada como una ducha fría para quitarse esas ideas de la cabeza -dijo en un intento de quitarle hierro al asunto, aunque todavía la notaba incómoda.
– Lo siento -dijo Lena, cabizbaja.
– No lo sientas -repuso él, limpiándole la lluvia de las mejillas-. Tenemos mucho tiempo. Todo el tiempo que queramos. Vamos, estás empapada.
Lena seguía con la cabeza gacha, ensimismada, mientras él la llevaba de vuelta a la carretera. La lluvia arreciaba, había inundado el jeep y azotaba sus rostros cuando se pusieron en marcha. Jake salió de la carretera principal y se internó en los bosques, como si los árboles fueran a cobijarlos, menuda locura, olvidando que en esa parte del parque los caminos eran de tierra, llenos de surcos y charcos. Cuando llegaron a la carretera recta que iba al este aceleró más, le preocupaba que Lena cogiera frío con la lluvia y enfermara otra vez. Ella iba agachada tras el parabrisas, acurrucada para evitar la lluvia, la excusa perfecta para recluirse en sí misma.
Los bosques eran inhóspitos y sombríos, y Jake se maldijo por haber tomado ese atajo, que no estaba más seco y además estaba lleno de sombras, igual que el resto del día. ¿Qué había esperado, praderas soleadas y una manta de picnic húmeda de sexo? Era demasiado pronto. ¿Y si siempre era demasiado pronto? Con Lena temblando junto al árbol, Jake se había sentido igual que en aquella casa a punto de derrumbarse: llena de crujidos, demasiado débil para apuntalarla y mantenerla en pie. Un grito ahogado, sólo un roce. No sería así… ¿Qué sabía él? Era ella quien lo había pasado. Jake había intentado presionarla, puede que lo hubiera estropeado todo, como un chaval impaciente por echar un polvo. Sólo que no lo había planeado, había ocurrido sin más en un intento por recuperar el pasado, una de aquellas tardes en las que todo había sido hermoso, cuando ambos lo habían deseado. Era demasiado pronto.
Se detuvieron para refugiarse bajo el paso a desnivel de la Avus mientras los camiones del ejército rugían en el puente de hormigón encima de ellos. Lena seguía tiritando, no entraba en calor, no más que bajo la lluvia. Las paredes goteaban de humedad. Lo mejor sería darse prisa y cambiarse de ropa, no quedarse allí acurrucados y mojados. Sin embargo, ¿dónde? Wittenbergplatz quedaba a kilómetros de distancia. Al menos tenían que salir del bosque. Pasaron por Krumme Lanke, ya no quedaba mucho, y entonces Jake vio la calle que llevaba al Centro de Documentación. A lo mejor Bernie estaba allí, acurrucado en su sótano lleno de fichas, pero ¿de qué les serviría? Miró a Lena sobresaltado. Seguía encogida, tiritando. El reposo de la semana anterior no habría servido de nada. Un baño caliente. Recordó lo mucho que había costado calentar el agua de la bañera cargando cazos calientes. Pasó por delante del centro de prensa a toda velocidad. A lo mejor Liz tenía algo seco que prestarle. No estaba permitido llevar a civiles al alojamiento, pero ¿quién lo detendría? ¿La pareja de ancianos?
Tuvo suerte. En Gelferstrasse no había nadie, la casa estaba tan vacía que se podía oír el reloj de pared. Lena dudó antes de entrar.
– ¿Vives aquí? ¿Puedo pasar?
– Diremos que eres mi sobrina -dijo Jake tirando de ella.
Los zapatos mojados rechinaron en la escalera y dejaron huellas mojadas.
– Es ahí -dijo Jake señalando su puerta-. Te prepararé un baño.
Un agua tan caliente que desprendía vapor. Abrió el grifo al máximo, después vio el bote de sales de baño que Liz había dejado en el estante y echó un poco en el agua. Espuma, olor a lavanda… Quizá fuera un regalo del apuesto Joe.
Lena miraba a su alrededor desde la puerta. Tenía el vestido empapado.
– Tu habitación es muy divertida. Rosa, como la de una niña.
– Era de una niña. Toma. -Le dio una toalla-. Será mejor que te quites eso. El baño es todo tuyo.
Jake se acercó al armario, se desnudó e hizo un montón con la ropa mojada. Sacó una camisa limpia y fue a la cómoda a por ropa interior. Cuando se volvió, encontró a Lena mirándolo y, pudoroso de pronto, levantó la camisa para cubrirse.
– Aún estás vestida -dijo.
– Sí -repuso ella.
Jake se dio cuenta de que esperaba que la dejara sola, que de nuevo se mostraba tímida, temerosa de revelar nada.
– Está bien, está bien -dijo al tiempo que cogía unos pantalones-. Esperaré abajo. Tómate el tiempo que quieras, el calor te sentará bien.
– Se me había olvidado -dijo ella- cómo eras.
Jake la miró, desconcertado, cogió unos zapatos secos y se fue hacia la puerta.
– Así tendrás algo en qué pensar en la bañera. Venga, quítate eso -dijo señalándole el vestido-. No te preocupes, no miraré. Aquí al lado se hospeda una chica, no le importará que cojas algo prestado.
– No, tengo el vestido nuevo -repuso ella mientras lo desdoblaba-. Sólo está un poco mojado por aquí.
– ¿Ves? Una ganga -dijo Jake, y cerró la puerta.
Una vez abajo, se calzó y se sentó a mirar la lluvia por la ventana. Poco a poco. No obstante, acababan de estar desnudos en una habitación, mirándose. Jake oía el grifo, ahora a menos presión, sólo para mantener el agua caliente mientras ella se bañaba. Como extraños, como si nunca hubieran estado juntos en la cama. Tumbados, mirándola en el espejo. Todo eso había sido antes.
Se sirvió una copa de una de las botellas etiquetadas del comedor -de Muller, que seguramente podía permitírselo- y se la llevó a la ventana. La lluvia caía a plomo, ni siquiera mojaba el alféizar de la ventana abierta, era esa clase de lluvia constante que podía durar horas, buena para las cosechas y para quedarse en casa. Cerca del piano había un fonógrafo, se acercó y ojeó la pila de discos. Vinilos del Nat Cole Trio, a todas luces el preferido de alguien. Sacó un disco de la funda y lo puso. Straighten Up and Fly Right, música ligera y animosa, muy estadounidense. Se sentó con un cigarrillo y apoyó los pies en el alféizar, melancólico a pesar de la música. Aquello era lo último que había imaginado, siempre había estado seguro de cómo iba a ser.
La canción volvió a empezar. Jake frunció el ceño y se levantó para quitar el disco. Ya no se oía el agua, no había ruidos en el piso de arriba. Estaría secándose, pasándose una toalla por el pelo, recogiéndoselo. Jake oyó un suave movimiento, como de ratones, y supo que Lena había cruzado el pasillo. Estaba en su habitación. Cogió unos cuantos discos y los puso todos para no oír nada más, ningún crujido, nada que le hiciera pensar. Sólo un piano, un bajo, una guitarra y la lluvia incesante. Volvió a poner los pies sobre el alféizar. Antes, las tardes nunca se habían hecho tan largas; se vestían deprisa, volvían a la ciudad. Ahora los minutos se alargaban sin ningún lugar al que ir, tan informes y perezosos como el humo del cigarrillo que ascendía en volutas por la casa vacía.
No la oyó entrar, sólo sintió un cambio en la atmósfera tras el telón de la música, y el aroma a lavanda. Volvió la cabeza y encontró a Lena de pie, muy quieta, esperando a que la viera. Entonces entró, insegura. Jake se puso de pie sin dejar de mirarla, pensando en mil cosas. El baño le había devuelto el color, rosado como su habitación, el antiguo rostro de Lena. Sin embargo, había algo más. El vestido le quedaba un poco grande, así que se había apretado el cinturón y se lo había ablusado por la parte de arriba; un vestido de 1940. También se había peinado como entonces, con la melena suelta al viejo estilo. Todo dispuesto, como una invitación. Todo lo que él le había pedido. Lena sonrió con timidez, tomando el silencio de él por aprobación, y se le acercó unos pasos. Después se volvió hacia el fonógrafo. Parecía una chiquilla en una cita, sin saber qué decir.
– ¿Qué significa You´re the cream in my coffee? -preguntó, leyendo el disco.
– Que hacen buena pareja -contestó Jake, distraído, mirándola aún.
– ¿Es un chiste? -preguntó Lena, sólo por charlar.
El asintió al tiempo que escuchaba la letra, ahora que ella parecía prestar atención.
– Igual que eso de My Worcestershire, decir.
– ¿Worcestershire? -repitió Lena en inglés, tartamudeando.
– Una salsa.
Volvió a mirarlo.
– ¿Estoy bien? -Sí.
– Le he cogido unos zapatos.
No dijo más, se lo quedó mirando, expectante, mientras el disco cambiaba. Una lenta, I'll String Along with You, como las que hacían soñar en Ronny's. Lena se le acercó, tambaleándose un poco por los zapatos prestados, y le puso la mano en el hombro.
– ¿Aún te acuerdas? Creo que a mí se me ha olvidado.
Jake sonrió, le puso la mano en la cintura y empezó a moverse con ella.
Bailaron en un pequeño círculo, no muy juntos, dejándose llevar por la canción. A través de la fina tela, Jake sintió que Lena no llevaba nada debajo y se sorprendió, como si estuviera desnuda. No habría que luchar con cierres y corchetes para desvestirse, Lena estaba lista. Se apartó un poco, no sabía muy bien qué querría ella, pero Lena lo retuvo sin dejar de mirarlo, apretada contra él. Sólo se oía la lluvia.
– No tenías por qué hacerte esto -dijo mientras le acariciaba el pelo.
– Pero quería. A ti te gusta así.
Lena sonreía con satisfacción. Seguía mirándolo. Jake no sabía qué había sucedido arriba, sólo sabía que lo estropearía si preguntaba, y que se estaban moviendo juntos. Bailaban, con lentitud. El disco cambió. Lena se acercó más, su cuerpo era cálido. Jake sintió el monte de su pubis, el leve roce de su vello a través de la tela, provocándolo. Empezó a retroceder.
– No pasa nada -dijo Lena-. Quiero sentirte.
Sin embargo, igual que en el árbol había ahogado un grito, esta vez había parpadeado. Al descansar la cabeza en su hombro fue para cerrar los ojos y obligarse a tocarlo.
– Lena, no tienes que…
– Abrázame.
Bailaron toda la canción sin escucharla, sólo era una excusa para estar cerca. Sus pies se movían solos, la música daba resultado. Jake sintió que ella se dejaba llevar y se recostaba contra él. Un poco más. Sin embargo, Lena volvió a sorprenderlo y se apretó aún más para sentirlo, le pasó los brazos por la espalda y llevó la boca a su oreja.
– Vamos arriba -susurró.
– ¿Estás segura?
No respondió, pero empezó a andar llevándolo de la mano, de modo que su partida pareció un pase de baile, rítmico y soñador, un pie tras otro, escalera arriba. Esta vez era él quien se sentía inseguro, quien no sabía qué hacer. La seguía a ella. Vio cómo se detenía a media escalera a quitarse los zapatos, un gesto lento y erótico, se desnudaba para él. Se agachó a recogerlos. A Jake, sus pies descalzos, pálidos, le parecieron la parte más íntima de su cuerpo. La siguió hasta lo alto de la escalera contemplando cómo la falda le rozaba las piernas, y de pronto estaban en su habitación, la música había quedado lejos, sólo se oía su respiración. Jake seguía esperando sin saber qué hacer, y entonces Lena dejó caer los zapatos, se volvió hacia él y le desabrochó el primer botón de la camisa, después el siguiente, con movimientos tan lentos como sus pasos. Le abrió la camisa y apoyó ambas manos en su pecho. A Jake se le tensó toda la piel. Después siguió desabrochándole los botones, casi hasta el último. Entonces se detuvo y apoyó la cabeza contra su piel desnuda.
– Ayúdame -le dijo.
Jake le tocó el cuello, le apartó el pelo y la acarició con suavidad, hasta que Lena echó la cabeza hacia atrás para mirarlo de nuevo. Le hizo un gesto para que siguiera. Él le desabrochó el cinturón y lo oyó caer al suelo, empezó a subirle el vestido, lo fue recogiendo hasta que ella levantó los brazos, como en trance, y se lo quitó. La tela cayó al suelo, y Lena estaba desnuda. Jake le acarició el cuello con las dos manos mientras le besaba la cabeza y hundía el rostro en su melena. Sus manos bajaron por la espalda y permanecieron quietas al final. Caminaron juntos hasta la cama, y Jake la sentó sobre la colcha rosa.
Empezó a desabrocharse la hebilla del cinturón, pero ella terminó por él. La camisa cayó al suelo. Después le bajó la cremallera y puso las manos en sus caderas para bajarle pantalón y ropa interior al mismo tiempo. Se libró de ellos. Lena se lo quedó mirando. Le acarició el pene con suaves movimientos de la mano, familiarizándose con él. Jake seguía rígido, con los ojos cerrados, intentando no sentirla. Al final Lena apartó la mano y él se dejó caer en la cama, a su lado, frente a ella, con la mano en su cadera mientras se besaban.
Despacio, poco a poco. Empezó a acariciarla suavemente. Cada centímetro de su piel le resultaba familiar, la curva de su espalda, la depresión justo antes de la cadera, la parte inferior de sus pechos, que acarició con el dorso de la mano hasta que se alzaron junto con su respiración. Intentaba imaginar cómo lo sentiría ella, quería hacerlo todo por ella. Todo era familiar. Excepto el placer, la sensación misma, que siempre era nueva y diferente, como el cielo, algo demasiado inmediato para retenerlo en la memoria. Podías recordar la piel o la forma de una curva, pero el resto desaparecía, y te pasabas la vida repitiéndolo, una y otra vez, para descubrir que nunca era igual, que cada vez era una sorpresa. Algo tan íntimo que nadie más podía sentirlo. Jake intentó contenerse, no pensar en nada, pero ella se apretó contra él con insistencia para volver a sentirlo. No; poco a poco, disfrutaría del grato placer de tocarla y nada más. Cuánto tiempo, y sólo recordaba sus contornos, lo suficiente para seguir deseándola.
– Lena -susurró-, ¿estás segura?
Lena le tapó la boca con un beso húmedo, dispuesta a hacerlo callar, y Jake se preguntó dónde estaría ella. No se había perdido en el mismo sentimiento que él, se había recluido en algún lugar de su mente, tal vez en el pasado, un lugar al que ya no tenían por qué ir.
Jake le acarició el muslo intentando excitarla. La suave cara interna, el lugar más vulnerable del mundo, con suavidad, con la delicadeza necesaria para ganársela de nuevo. Cuando le pasó el dedo por el vello, intentando abrirle los labios, sintió que seguía seca, encerrada a pesar de todos los besos y las caricias. No estaba preparada. Un poco más. Se metió el dedo en la boca para humedecerlo, después lo bajó hasta el clítoris y lo dejó descansar allí hasta que la oyó tomar aire, una conexión, y empezó a moverlo en un suave círculo, un levísimo roce, con movimientos cada vez más amplios y muchísima delicadeza, logrando que se mojara con su propia humedad. Lena empezó a mover la pelvis contra él, como si intentara cerrar las piernas, pero en lugar de eso se aflojaron, se abrieron a su dedo.
– Oh.
Un suspiro involuntario cuando Jake bajó más el dedo, sin dejar de acariciarla suavemente, hacia atrás y hacia delante, hasta que estuvo lo bastante húmedo. Después le abrió los labios, entró al fin en ella y sintió el calor de su cuerpo cerrándose a su alrededor. Se detuvo un instante para dejar que Lena recobrara el aliento, pero ella puso su mano sobre la de él y lo obligó a seguir moviéndola, su dedo siguió acariciando atrás y adelante, rezagándose cerca del clítoris para rodearlo antes de volver hacia abajo, mientras los labios se abrían cada vez más, hasta que estuvo del todo abierta y húmeda al tacto de su dedo. Lena se volvió, le ofreció de nuevo la boca abierta, tan húmeda como su sexo, y le agarró la nuca con la mano para apretarlo contra sí mientras seguía moviendo las caderas. Se separó un poco, intentando recuperar el aliento, temblando ligeramente, y le cogió el pene.
– Contigo -dijo.
Lo acercó hacia sí y sintió el estremecimiento de la cabeza al tocar su suave piel expuesta.
Despacio. Jake se apoyó en los brazos para ponerse encima, y Lena lo guió hasta su interior. El sintió que las paredes cedían y se obligó a frenar, a dejarse resbalar despacio, poco a poco, para sentir que era ella quien lo hacía penetrar cada vez más. Cuando sus cuerpos se encontraron del todo, ella lo rodeó con sus brazos y le sostuvo la cabeza contra la suya. Así permanecieron inmóviles un instante, escuchando la respiración del otro. Jake notó un leve movimiento, tan pequeño que parecía imposible que pudiera causar la sensación que lo recorrió, y se sintió dispuesto a hacerlo durar, a no abandonarse, porque la quería a ella con él. Despacio, como un bailarín practicando pasos, sin acelerar el ritmo, oyendo su respiración, casi un jadeo. Una larga caricia hacia dentro y hacia fuera, lenta, después breves movimientos continuos en su interior, uno tras otro, tan profundos que se sintieron unidos y, entonces, de pronto, Jake sintió que ella se estremecía, que ya no podía esperar más, y oyó un gemido junto a su oído que le dijo que se estaba corriendo, agarrándole la espalda. Permaneció inmóvil un momento para asegurarse, Lena volvió la cabeza hacia otro lado mientras su interior lo asía con un espasmo inconfundible.
Lena volvió de nuevo la cara para besarlo, su respiración seguía siendo irregular, abrió los ojos. Te veo. Cuando se besaron, él empezó a moverse otra vez, todavía despacio porque no había prisa, allí estaban los dos, y sintió que jamás tendrían que separarse si él no aceleraba el ritmo, que jamás tendrían que dejar escapar ese instante. Su rostro estaba ahora enmarcado por las manos de ella, que lo besaba, su cuerpo suspendido aún por encima, y entonces se dio cuenta de que Lena se movía más deprisa, lo apresuraba, cada vez más húmeda.
– Estoy bien -dijo ella-, estoy bien.
Casi un sollozo, pero sonriente, dándole libertad para disfrutar.
Pero aquello era ya todo cuanto Jake deseaba, esa intimidad, estar allí los dos, y siguió moviéndose igual, sin ser ni siquiera consciente de que tenía el miembro a punto de explotar. «Sigue moviéndote. No pares.» Sintió las manos de ella en las nalgas, aterrándolo, empujándolo más al fondo porque también ella se movía, se balanceaba, algo que Jake no había esperado, y entonces tuvo que aguantar porque oyó unos tenues gritos y sintió que ella se envolvía a su alrededor. Una sensación que ya no era individual, que se extendía a ambos y. así, cuando Lena volvió a correrse con una serie de estremecimientos, también él estalló y vio que lo que había creído desear no lo era todo, a fin de cuentas, que también deseaba aquello, por fugaz que fuera.
No supo cuándo cayó junto a ella, abrazándola todavía, tampoco de cuándo salió su pene. Sólo veía los hombros de Lena, que temblaban a su lado.
– No llores -le dijo, acariciándole el pelo.
– No estoy llorando. No sé qué es. Nervios.
– Nervios.
– Hacía tanto tiempo…
Jake le pasó la mano por el hombro y sintió que los temblores empezaban a remitir.
– Te quiero. ¿Lo sabes?
Ella asintió mientras se frotaba los ojos.
– No sé por qué. Hago cosas horribles. ¿Cómo puedes querer a una persona que hace cosas horribles?
Balbuceos. Siguió acariciándole el hombro.
– Será por tus chistes -dijo él en voz baja.
– Mis chistes. Si dices que nunca hago chistes…
– Entonces no sé por qué.
Lena sonrió un poco, después estornudó.
– ¿Tienes un pañuelo?
– En los pantalones.
La vio levantarse, lánguida, caminar hasta la montaña de ropa, sacar su pañuelo y sonarse la nariz con delicadeza, con todo su cuerpo aún con partes enrojecidas, marcas del amor. Se quedó de pie un minuto, dejando que él la mirara, y luego sostuvo en alto los pantalones.
– ¿Quieres un cigarrillo? Siempre te gustaba fumarte uno.
– Me los he dejado abajo. No importa. Ven.
Se acurrucó junto a él, con la cabeza en su pecho.
– No te has dado cuenta de que las cortinas estaban abiertas.
– No, no me he dado cuenta -repuso ella, y tampoco hizo ningún movimiento para cubrirse ni intentar taparlos a los dos con la colcha.
– ¿Por qué has…?
– Cuando te he visto antes -contestó ella-. Tan blanco. Como un niño.
– Un niño.
– Mi amante -dijo, y le puso la mano sobre el pecho-. He pensado: «Lo conozco. Lo conozco, es mi amante».
– Sí.
– A lo mejor puedo volver a sentirlo. -Volvió la cabeza para mirarlo-. Cómo era estar contigo.
Esas palabras lo recorrieron por dentro en una oleada de bienestar tan completo que no deseó más que quedarse allí tumbado, abrazándola y escuchando la lluvia.
– Solía darme miedo -explicó Lena-, sentirme así. Pensaba que estaba mal. Quería tener una vida normal. Ser una buena mujer. Me criaron para eso.
– No -dijo él, acariciándola-. Para esto.
– De todas formas ahora, esa vida ha desaparecido. Ya no importa. -Echó la cabeza hacia atrás, se tumbó apaciblemente y miró la habitación por encima del pecho de él-. ¿Qué va a pasar ahora? -preguntó.
– Nos iremos a América.
– ¿Los alemanes son bien recibidos?
– La guerra ya ha terminado.
– Me parece que no para nosotros. Incluso aquí, los americanos te miran… ¿Qué creen que hicimos?
– No te preocupes por ellos. Iremos a alguna otra parte, donde nadie sepa quiénes somos. A África -dijo, medio en broma.
– África. ¿Qué harías allí?
– Esto. Todo el día. Si hace calor, cerraremos las persianas.
– Esto podemos hacerlo en cualquier lugar.
– Esa es la idea -dijo él.
La atrajo hacia sí y la besó. Ella se recostó sobre él y dejó caer la melena en su rostro.
– Un lugar nuevo -dijo.
– Eso es. -Le acarició las nalgas-. Sin más horrores.
Esas palabras ensombrecieron el rostro de Lena, que miró hacia la pared.
– Ese lugar no existe.
– Sí existe. -Le besó el hombro-. Olvidarás.
– No puedo -repuso ella, y volvió a mirarlo-. He matado. ¿Sabes lo que significa eso? No puedo olvidar la sangre. Estaba por todas partes, en mi pelo…
– Chsss -hizo él, y le puso la mano en la cabeza para acariciarla-. Ya no está ahí. Ha desaparecido.
– Pero es que maté a una persona…
– Tuviste que hacerlo.
– No. Ya había terminado. Ya no podía impedírselo y lo maté de todos modos. Con su pistola, mientras aún estaba encima de mí. Lo maté, y no tenía por qué hacerlo. Crees que soy la misma persona. -Ocultó el rostro-. Querría serlo. Querría fingir ser como antes, pero esto ya no es como antes.
– No, esto es ahora. Lena, escúchame. Te violó. Podría haberte matado. Todos hemos tenido que hacer cosas horribles en la guerra.
– ¿Tú también?
– Sí.
– ¿Qué cosas?
Jake tomó su rostro con ambas manos y la miró de frente.
– Las he olvidado.
– ¿Cómo puedes olvidar?
– Porque te he encontrado otra vez. El resto lo he olvidado.
Lena apartó la mirada.
– Y quieres que yo haga lo mismo.
– Lo harás. Seremos felices. ¿No es eso lo que quieres?
Ella esbozó una sonrisa.
– Empezaremos aquí. -Jake le cogió el rostro y empezó a besarlo, primero las mejillas, luego los labios, dibujando un mapa de ese nuevo lugar-. Ya hemos empezado. Todo se olvida cuando se hace el amor. Por eso lo inventaron.
Por fin se relajaron. No llegaron a dormirse pero sí se quedaron traspuestos, cobijados por el vapor que flotaba fuera después de la lluvia. Seguían allí tumbados, abrazados, cuando Jake oyó una puerta que se cerraba y pasos en la habitación de al lado. El mundo regresaba.
– Deberíamos vestirnos -dijo Lena.
– No, espera un poco -repuso él sin dejar de abrazarla.
– Tengo que lavarme -insistió, pero tampoco se movió, satisfecha con estar allí tumbada, aún medio dormida, hasta que oyeron unos breves golpes en la puerta.
– Oh -exclamó ella, y enseguida tiró de un extremo de la colcha para taparlos a los dos, aunque sólo a medias, cuando Liz abrió la puerta y se detuvo, sorprendida, avergonzada.
– Oh, lo siento -dijo, tragó saliva, retrocedió y cerró la puerta.
– Dios mío -dijo Lena mientras se levantaba de la cama, cogía su ropa y hacía con ella un bulto-. ¿No has cerrado con llave?
Jake la miró desde la cama con una sonrisa.
– ¿Cómo puedes reírte?
– Mírate, tapándote. Ven aquí.
– Esto es absurdo -comentó Lena, sin hacerle caso-. ¿Qué va a pensar?
– ¿Qué te importa?
– No es agradable -repuso Lena y, entonces, al oírse, se echó a reír también-. Soy una mujer respetable.
– Lo eras.
Lena se llevó una mano a la boca para ocultar una sonrisa, un gesto infantil, después le tiró los pantalones a la cama y empezó a vestirse.
– ¿Qué vas a decirle?
– Que la próxima vez llame más veces -dijo Jake, que ya se había levantado y se estaba poniendo los pantalones.
– Pasa a menudo, ¿es eso?
– No -repuso él, acercándose para besarla-. Sólo esta vez.
– Vístete -insistió Lena, pero con una sonrisa. Se volvió hacia el espejo-. Oh, mírame. Llevo el pelo hecho un desastre. ¿No hay un peine?
– En el cajón. -Jake hizo un gesto en dirección al tocador de volantes. Se abotonó la camisa y empezó a atarse los cordones de los zapatos mientras la miraba en el espejo con la misma concentración absorta de siempre. Lena abrió el cajón y buscó dentro-. A la derecha -comentó él.
– No deberías dejar el dinero por aquí -advirtió Lena-. No es seguro.
– ¿Qué dinero?
Lena le enseñó el billete de cien marcos de Tully.
– Y sin cerrojo. Cualquiera podría…
Jake se acercó al tocador.
– Ah, eso. No es dinero. Es una prueba -dijo sin más, una palabra que quedaba tan lejos de su pensamiento como Tully y todo lo sucedido.
– ¿Qué quieres decir con una prueba?
Sin embargo, Jake ya no la escuchaba, miraba el billete. ¿Qué había dicho Danny? Una raya antes del número. Lo giró. Una raya, dinero ruso. Se quedó de pie un segundo, intentando pensar qué podía significar, después se rindió, todavía tenía la mente adormilada y no quería que nada le estropeara el día. Volvió a guardar el billete en el cajón y se inclinó para darle un beso a Lena en la cabeza. Aún olía a lavanda, mezclada con el aroma de ambos.
– Bajaré dentro de un par de minutos -dijo ella, ansiosa por marcharse, como si estuvieran en una habitación de hotel que habían reservado esa la tarde.
– Está bien. Nos iremos a casa -dijo Jake, contento al oír cómo sonaba eso.
Recogió los zapatos de Liz al salir. Llamó a su puerta y esperó en el pasillo a que le abriera.
– Hola, Jackson -dijo ella, aún avergonzada-. Lo siento mucho. La próxima vez cuelga una corbata en el pomo.
– Tus zapatos -dijo él al tiempo que se los devolvía-. Te los he cogido prestados.
– Seguro que estabas fenomenal con ellos.
– Los suyos estaban mojados.
Liz lo miró.
– Te has saltado las reglas de la casa, lo sabes, ¿no?
– No es lo que crees.
– ¿No? Podrías haberme mentido.
– Bueno, ¿qué era lo que querías? -preguntó, se sentía demasiado bien para querer explicar nada.
– Sobre todo, saber si estabas vivo. Todavía vives aquí, ¿verdad?
– He estado ocupado.
– Ajá. Y yo aquí, preocupada. Hombres. Ha venido gente preguntando por ti, por cierto.
– Después -repuso él, despreocupado-. Gracias por los zapatos, de verdad.
Liz se llevó uno a la frente a modo de saludo.
– Cuando quieras. Eh, Jackson -dijo, y lo retuvo un instante sin dejarlo marchar-. No te dejes acaramelar, es…
– No es lo que piensas -repitió él.
Liz sonrió.
– Pues deja de sonreír.
– ¿Eso hago?
– De oreja a oreja.
¿Eso hacía? Bajó la escalera preguntándose si su rostro sería como un letrero luminoso que los delataba. Qué descuidados. Aunque ¿qué importaba?
Apagó el fonógrafo y por fin se fumó ese cigarrillo, de pie en lugar de en la cama; el ritual de siempre pero reinventado, como todo lo demás. ¿Cuánto había tardado Lena en bajar vestida así, deseándolo? Fuera, las hojas mojadas brillaban con la nueva luz, relucientes como monedas. Dinero ruso. Tully llevaba dinero ruso. Su mente, aún algo ida, jugaba con esa idea cuando oyó fuertes pisadas en la entrada. Era Bernie, que se limpiaba los pies en la estera y sacudía un paraguas, un chico cuidadoso que practicaba al piano.
– ¿Dónde demonios te habías metido? -espetó, apremiándolo-. Hacía días que te buscaba. -Una pequeña acusación.
– He estado trabajando -dijo Jake, su única excusa legítima. ¿Sonreía?
– Tengo más cosas que hacer, ¿sabes?, aparte de ser tu chico de los recados. Y encima desapareces -dijo Bernie con una voz tan chirriante como un despertador.
– ¿Has recibido noticias de Francfort? -preguntó Jake, cayendo en la cuenta.
– Muchas. Tenemos que hablar. No me dijiste que las dos cosas estaban relacionadas.
Dejó los expedientes que llevaba encima del piano, como si estuviera a punto de arremangarse y ponerse a trabajar.
– ¿Puede esperar? -preguntó Jake, que seguía en otro planeta.
Bernie lo miró sin salir de su asombro.
– Está bien -cedió Jake-. ¿Qué te han dicho?
Sin embargo, Bernie seguía mirando fijamente a su espalda, a Lena, que bajaba la escalera con el pelo recogido otra vez, otra vez decente, aunque el vestido se balanceaba con ella: otra gran entrada. Se detuvo en la puerta.
– Lena -dijo Jake-. Quiero presentarte a alguien. -Se volvió hacia Bernie-. La he encontrado. Bernie, ésta es Lena Brandt.
Bernie no dejaba de mirarla, después asintió con torpeza, tan cohibido como Liz.
– Nos ha pillado la lluvia -dijo Jake, sonriendo.
Lena masculló un educado saludo.
– Deberíamos irnos -le dijo a Jake.
– Espera un momento, Bernie me ha estado ayudando con un artículo. -Lo miró-. ¿Qué te han dicho?
– Puede esperar -repuso Bernie sin apartar la mirada de Lena, azorado, como si hiciese semanas que no veía a una mujer.
– No, no pasa nada. ¿Que relación hay? -Ya sentía curiosidad.
– Hablaremos después -dijo Bernie, mirando a otro lado.
– Después no estaré aquí. -Entonces, al reparar en el azotamiento del fiscal de distrito, añadió-: No pasa nada. Lena… está conmigo. Vamos, habla. ¿Ha habido suerte?
Bernie asintió, muy a su pesar.
– Un poco -dijo, pero la miraba a ella-. Hemos localizado a su marido.
Por unos instantes, Lena permaneció inmóvil. Después se dejó caer en la banqueta del piano, sosteniéndose en el borde.
– ¿No está muerto? -dijo al fin.
– No.
– Pensaba que estaba muerto -dijo con una voz inexpresiva-. ¿Dónde está?
– En Kransberg. O allí estaba, al menos.
– ¿Es una cárcel? -preguntó Lena, con su voz aún impasible.
– Un castillo. Cerca de Francfort. No es exactamente una cárcel. Es más bien una casa de huéspedes, para gente con la que queremos hablar. El cubo de la basura.
– No lo entiendo -repuso ella, desconcertada.
– Así lo llaman. Hay otro cerca de París: Ashcan. Ambos de basura en los que han confinado a los científicos. ¿Sabe que formó parte del equipo de los misiles?
Lena negó con la cabeza.
– Nunca me hablaba de su trabajo.
– ¿De verdad?
Lo miró fijamente y repitió:
– Nunca. Yo no sé nada.
– Entonces le parecerá interesante -dijo Bernie con crudeza-. A mí me lo pareció. Se encargaba de los cálculos numéricos. Trayectorias. Capacidad de combustible. Todo excepto las bajas de Londres.
– ¿Lo culpa por eso? También hubo bajas en Berlín.
Jake estaba de pie, como si siguiera un partido de tenis, y en ese momento la miró a ella, sorprendido ante la firmeza de su réplica. Una guardería cubierta de lápidas de cemento.
– No causadas por proyectiles dirigidos -adujo Bernie-. Nosotros no contábamos con sus conocimientos.
– Pero ahora se los sacarán -dijo Lena con inesperada amargura-. En la cárcel. -Se levantó y caminó hasta la ventana-. ¿Puedo verlo?
Bernie asintió.
– Si lo encontramos.
Esa frase dejó a Jake atónito.
– ¿Qué quieres decir?
Bernie se volvió hacia él.
– Ha desaparecido. Hace unas dos semanas. Un buen día se marchó. Los tiene a todos subiéndose por las paredes. Por lo visto era uno de los elegidos de Von Braun -dijo, mirando a Lena-. No podía prescindir de él. He querido hacer unas averiguaciones rutinarias y medio Francfort se me ha echado encima. Por lo visto creen que ha venido a buscarla a usted -le dijo a Lena-. Por lo menos Von Braun. Dice que ya lo había intentado antes, que estaban en Garmisch, seguros y a salvo, esperando el desenlace, y él vino a Berlín para sacar de aquí a su esposa antes de que llegaran los rusos. ¿Es eso cierto?
– No me sacó de aquí -repuso Lena con calma.
– Pero ¿estuvo aquí?
– Sí. Vino a por mí… y a por su padre, pero ya era demasiado tarde. Los rusos… -Miró a Jake-. No consiguió entrar. Pensé que lo habían matado. Esos últimos días… Era una locura arriesgarse así.
– A lo mejor él creyó que valía la pena -dijo Bernie-. De todas formas, eso es lo que creen ahora. De hecho, la buscan a usted.
– ¿A mí?
– Por si están en lo cierto. Quieren dar con él.
– ¿Quieren detenerme a mí también?
– No, creo que la idea es que sea usted el señuelo. El vendrá a buscarla. ¿Para qué otra cosa querría salir de allí? Todos los demás intentan entrar. Kransberg está reservado a huéspedes especiales. Nos gusta tener cómodos a los grandes nazis.
– El no es un nazi -dijo Lena sin entusiasmo.
– Bueno, eso es cuestión de opiniones. No se preocupe, no puedo tocarlo. Los de las unidades técnicas han restringido el acceso a Kransberg. Los científicos resultan demasiado valiosos para ser nazis. No importa lo que hicieran. Debería haberse quedado donde estaba, a gusto y bien cómodo. Jugando al ping-pong por las tardes, según me han dicho. Da que pensar, ¿verdad?
– Bernie… -empezó a decir Jake.
– Sí, ya lo sé, que lo deje. No se puede luchar contra ellos. Cada vez que nos acercamos a algo, los chicos de las unidades técnicas nos quitan el expediente de las manos y dicen que es un caso especial. He oído que ahora quieren llevárselos a Estados Unidos, a todo el condenado equipo. Negocian sueldos. Sueldos. No me extraña que quisieran rendirse. -Le hizo un gesto a Lena-. Esperemos que la encuentre pronto, no querrá usted perder el barco. -Hizo una pausa-. O a lo mejor sí -dijo, mirando a Jake.
– Eso está totalmente fuera de lugar-dijo Jake.
– Lo siento. No me haga caso -le dijo a Lena-. Son gajes del oficio, nos falta personal. -Volvió a mirar a Jake-. Aunque, las unidades técnicas son otra cosa. Allí les sobra gente. -Se dirigió otra vez a Lena-. Si aparece, llame a alguno de ellos. Se alegrarán de recibir noticias.
– ¿Y si no aparece? -preguntó Jake-. Has dicho que hace ya dos semanas.
– Pues empezad a buscar. Supongo que queréis encontrarlo.
Jake lo miró con desconcierto.
– ¿De qué lo acusan exactamente?
– En sentido estricto, de nada. Sólo de marcharse de Kransberg. Una falta de respeto, viniendo de un huésped honorable. Sin embargo, ha hecho que los demás se pongan algo nerviosos. Les gusta estar juntos, supongo que porque así tienen una posición más fuerte para negociar. Además, los chicos de las unidades técnicas han tenido que reforzar la seguridad, claro, lo cual va en detrimento de la atmósfera de club de campo que exuda el lugar. Así que les gustaría que volviera.
– ¿Se fue sin más?
– No. Esa es la parte que te interesará. Tenía un permiso, todo era oficial.
– ¿Por qué va a interesarme?
Bernie se acercó al piano y abrió un expediente.
– Mira la firma -dijo mientras le pasaba a Jake una copia de papel carbón.
– Teniente Patrick Tully -leyó Jake en voz alta, con gran esfuerzo.
Alzó la vista y vio que Bernie lo estaba mirando.
– Me preguntaba si lo sabías -dijo Bernie-. Veo que no. Por tu cara. ¿Te interesa ahora?
– ¿Quién es? -preguntó Lena.
– Un soldado al que mataron la semana pasada -dijo Jake sin dejar de mirar el documento.
– ¿Y está acusando a Emil? -le preguntó angustiada a Bernie.
Él se encogió de hombros.
– Lo único que sé es que dos hombres desaparecieron de Kransberg y que uno de ellos está muerto.
Jake meneó la cabeza.
– Te equivocas. Lo conozco.
– Ah, eso lo hará todo mucho más agradable.
Jake lo miró, pero lo dejó correr.
– ¿Por qué le firmaría Tully un permiso para salir?
– Ésa es la cuestión, ¿no te parece? Se me había ocurrido que un documento así debe de ser muy caro. El único problema es que los huéspedes de Kransberg no tienen dinero, o al menos no deberían. ¿Quién necesita dinero en metálico cuando se tiene servicio de habitaciones por cortesía del gobierno de Estados Unidos?
Jake volvió a negar con la cabeza.
– El dinero no era de Emil -dijo pensando en la raya de delante del número de serie, pero Bernie ya había pasado a otra cosa.
– Pues sería de otro, pero entre ellos había negocios. Tully no era un filántropo. -Abrió otra carpeta-. Toma, para antes de dormir. Se metió en un chanchullo tras otro desde que cruzó el Canal. Claro que, por este informe, nadie lo diría. Sólo aparecen una serie de traslados. La habitual solución del GM: pasarle el problema a otro.
– Entonces, ¿por qué lo enviaron a un sitio como Kransberg?
Bernie asintió con la cabeza.
– Ya lo he preguntado. Querían apartarlo de los civiles. Fue el representante del GM en una ciudad de Hesse, y las cosas se pusieron tan feas que los alemanes llegaron a presentar quejas. Hauptmann Sobornos, lo llamaban… Una locura. Se paseaba por ahí con sus botas, y hasta con una fusta. La gente creía que habían vuelto las SS. Así que el GM tuvo que llevárselo a otra parte. Después lo castigaron al campo de detenidos de Bensheim. Allí no había mercado negro, puede que sólo unos cuantos cigarrillos, pero ¿qué demonios? Según me han dicho, empezó a vender papeles de descargo. No te molestes en leer nada, el informe sólo dice que lo «relevaron». Precioso. Lo descubrieron porque se quedó sin clientes y empezó a arrestarlos de nuevo cuando ya estaban fuera. Creía que volverían a pagarle. Uno de ellos puso el grito en el cielo y, de pronto, ya lo habían trasladado a Kransberg. Seguramente pensaron que allí no podría hacer de las suyas. Nadie quiere largarse de Kransberg.
– Excepto Emil -apuntó Jake.
– Evidentemente.
– Pero ¿qué dijeron cuando vieron que Emil no estaba? ¿La gente va y viene como si nada?
– Como tenía los papeles en regla, los guardias no creyeron que hubiera nada raro. Además, el propio Tully lo sacó en coche. Verás, la idea es que no se trata de una cárcel, y de vez en cuando los científicos van a la ciudad escoltados. Así que nadie pensó que hubiera nada extraño. Después, al ver que no volvía, Tully dijo que él era el primer sorprendido.
– ¿No tendría que haberlo vigilado?
– ¿Qué se le va a hacer? Tully tenía un permiso de fin de semana, no quería hacer de niñera. Dijo que confiaba en él, que Emil le dijo que era algo personal, un asunto de familia, y él no quiso entrometerse -explicó Bernie, y miró de nuevo a Lena.
– ¿Y nadie dijo nada?
– Sí, claro, pero no se le puede montar un consejo de guerra a un hombre por ser estúpido. No si cree que le está haciendo un favor a un huésped respetable. Lo mejor es trasladarlo a otra parte. Me jugaría un buen dinero a que sólo era cuestión de tiempo que le cambiaran el destino, pero entonces se fue a Potsdam. Y ahí entras tú.
Jake había abierto el expediente y estaba mirando la fotografía grapada en la primera hoja: un rostro joven, y no abotargado tras una noche flotando en el Jungfernsee. Intentó imaginar a Tully paseándose por un pueblo de Hesse con una fusta, pero su rostro era anodino y franco, como el de los chicos que se ven en los taburetes de las cafeterías de Natick, Massachusetts. La guerra, no obstante, cambiaba a todo el mundo.
– Sigo sin entenderlo -dijo al fin-. Si había tan poca seguridad, ¿por qué pagar para salir? Tal como lo explicas, podría haber saltado por una ventana y haber echado a correr.
– En teoría. Lo que pasa es que nadie intenta escapar de Kransberg, no sé les ocurre. Son científicos, no prisioneros de guerra. Quieren conseguir un pasaje a la tierra prometida, no huir. A lo mejor él quería el permiso… Ya sabes cómo son con los documentos. Para no «ausentarse sin permiso».
– Era muchísimo dinero para un permiso. De todas formas, ¿de dónde lo sacó?
– No lo sé. Pregúntaselo a él. ¿No era eso lo que querías saber desde el principio?
Jake apartó la vista de la fotografía.
– No, quería saber por qué mataron a Tully. Por lo que dices, podría haber cientos de motivos.
– Puede -dijo Bernie, despacio-. O puede que sólo uno.
– ¿Porque un hombre firmó un trozo de papel?
Bernie volvió a extender las manos.
– Podría ser una coincidencia, o podría estar relacionado. Un hombre sale de Kransberg y se dirige a Berlín. Una semana después, el hombre que lo sacó de allí viene a Berlín y aparece muerto. Yo no creo en las coincidencias, tiene que estar relacionado. Si sumas dos más dos…
– Conozco a ese hombre, no ha matado a nadie.
– ¿No? Pues a mí me encantaría oír su versión. Pregúntale por la medalla de las SS, de paso, puesto que lo conoces tan bien. -Se acercó al piano-. De todas formas, es tu única pista, y ni siquiera tendrás que salir a buscarlo, él acudirá a ti.
– Todavía no ha aparecido.
– ¿Usted sabe dónde está? -le preguntó a Lena, que había vuelto a desplomarse en la banqueta y miraba al suelo.
– Tal vez su padre lo sepa.
– Pues prepárese. Aparecerá. Aunque a lo mejor preferirías que no fuera así -le dijo a Jake-. Sería algo embarazoso, pensándolo bien.
– Pero ¿qué te ha picado? -espetó Jake, molesto por su tono.
– No me gusta alojar a nazis en hoteles, sólo eso.
– El no lo hizo -repuso Jake.
– A lo mejor no, o a lo mejor tú ya no quieres sumar. Haz los cálculos. Dos más dos. -Recogió los expedientes del piano-. Llego tarde. Frau Brandt -dijo, y le dirigió un gesto cortés que se convirtió en una despedida. Se volvió hacia Jake-: Hay relación.
Había cruzado ya media sala cuando Jake lo detuvo.
– ¿Bernie? Prueba con esto. Dos más dos. Tully viene a Berlín, pero el único a quien sabemos que venía a ver eres tú.
Bernie se quedó callado unos instantes.
– ¿Qué quieres decir?
– Que los números mienten.
Cuando Bernie se fue, la sala quedó tan silenciosa y con tan poco oxígeno como un tubo de vacío. El único movimiento era el tictac del reloj del pasillo.
– No le hagas caso -dijo Jake-. Le gusta hablar con dureza, enfurecerse.
Lena no dijo nada. Se levantó y fue a la ventana, cruzó los brazos en el pecho y miró fuera.
– Así que ahora todos somos nazis.
– Es sólo Bernie. Para él todo el mundo es nazi.
– ¿Será diferente en Estados Unidos? Tu novia alemana. «¿También ella fue nazi?» Así me mira él, y es amigo tuyo. Frau Brandt -dijo, imitándolo.
– Es sólo él.
– No, soy Frau Brandt. Por un momento lo había olvidado. -Se volvió para mirarlo-. Ahora es otra vez como antes. Somos tres.
– No. Dos.
Lena sonrió débilmente.
– Sí, ha sido bonito. Deberíamos irnos, ya ha parado de llover.
– No le quieres -dijo él, una pregunta.
– Quererlo… -repuso ella. Se volvió hacia el piano-. Apenas lo veía. Siempre estaba fuera. Además, después de Peter todo cambió. Era más fácil no vernos. -Apartó la mirada-. Pero tampoco lo enviaré a la cárcel. No puedes pedirme eso.
– No lo estoy haciendo.
– Sí. Soy el señuelo, ¿no es eso lo que ha dicho? He visto tu expresión de policía. Todas esas preguntas.
– No va a ir a la cárcel. No ha matado a nadie.
– ¿Cómo lo sabes? Yo lo he hecho.
– Eso es diferente.
– A lo mejor también para él fue diferente.
Jake la miró.
– Lena, ¿qué sucede? Sabes que no lo ha hecho.
– ¿Crees que a ellos les importa? ¿Un alemán? Nos culpan de todo. -Calló y apartó otra vez la mirada-. No lo enviaré a la cárcel.
Jake se acercó y, con un dedo, le volvió el rostro para que lo mirara.
– ¿De verdad crees que yo te pediría algo así?
Lena se apartó.
– Yo ya no sé nada. ¿Por qué no podemos dejarlo todo como está?
– Porque las cosas están así -repuso él con calma-. Ahora deja de preocuparte. Todo saldrá bien, pero tenemos que encontrarlo. Antes que ellos. ¿Eso lo comprendes?
Asintió.
– ¿De verdad acudiría a su padre? Has dicho que no se hablaban.
– Pero no tiene a nadie más. Vino a buscarlo, ¿comprendes?, aun después de todo. Así que…
– ¿Tú dónde estabas? ¿En Pariserstrasse?
Lena negó con la cabeza.
– Ya lo habían bombardeado. En el hospital. Dijo que lo esperara allí, pero luego no consiguió entrar.
– De modo que no sabrá dónde buscarte. Probará con su padre.
– Sí, eso creo.
– ¿Alguien más? Frau Dzuris no lo había visto.
– ¿Frau Dzuris?
– Fue a quien acudí yo, ¿recuerdas? No eres fácil de encontrar. -Se interrumpió-. Espera un momento. Dijo que había ido a verla un soldado. A lo mejor para eso vino Tully, para buscarte.
– ¿A mí?
– A Emil. Para obligarlo a volver. Eso explicaría por qué quería ver también a Bernie, para buscarte en los Fragebogen del departamento de Bernie. A lo mejor creyó que encontraría el tuyo. Sólo que tú no rellenaste ninguno. ¿Por qué no, por cierto?
Lena se encogió de hombros.
– ¿La esposa de un miembro del partido? Me habrían puesto a trabajar en los escombros, y no podía, estaba demasiado débil. Además, ¿para qué? ¿Por una cartilla de raciones V? Eso ya lo tenía con Hannelore.
– Pero Tully no podía saberlo. Yo no lo sabía. Así que quería comprobarlo.
– Si es que me estaba buscando.
– Tiene sentido. Encontrar a Emil lo habría librado de muchísimas complicaciones.
– Pero si ya había pagado…
Jake sacudió la cabeza.
– Bernie se equivoca. El dinero no era de Emil, en Francfort no abundan los marcos rusos. Lo consiguió en Berlín.
– Entonces, ¿por qué lo dejó salir?
– Eso es lo que quiero preguntarle a Emil.
– Ya vuelves a ser un policía.
– Un reportero. Bernie lleva razón en una cosa. Emil es la única pista que tengo. Tiene que haber alguna relación… sólo que no la que el cree.
– Quiere buscarte problemas a Emil. Es evidente. ¿Tan importante es ese soldado? ¿Quién era?
– Nadie. Sólo una historia. Antes, al menos. Ahora ya es otra cosa. Si de verdad quieres evitarle problemas a Emil, será mejor que descubramos quién mató a Tully.
Lena asimiló la información con tristeza. Se acercó al fonógrafo y tocó uno de los discos como si esperase que la música empezara a sonar otra vez.
– Hace un rato nos íbamos a África.
Jake se le acercó y le tocó el hombro.
– Nada ha cambiado.
– No. Sólo que ahora tú eres policía y yo un señuelo.
Al día siguiente volvía a hacer calor. Berlín era literalmente un baño de vapor. La lluvia había limpiado el polvo del aire y el aire que ascendía en volutas sobre las ruinas mojadas intensificaba el hedor. El padre de Emil vivía en Charlottenburg, a unas cuantas calles del palacio, en lo que quedaba de un edificio modernista con apartamentos divididos en habitaciones para familias desahuciadas por las bombas. La calle seguía llena de escombros, así que tuvieron que dejar el jeep en Schloss Strasse y avanzar como pudieron por un sendero salpicado de postes con números de edificios plantados a modo de indicadores entre los restos de mampostería. Cuando llegaron, estaban sudando. El profesor Brandt, sin embargo, vestía un traje, con el cuello alto y almidonado de la época de Weimar, envarado aun en aquel calor que hacía languidecer. Su estatura dejó a Jake atónito. Emil no era tan alto como Jake, pero el profesor Brandt le sacaba un buen palmo. Era tan alto que, al besar a Lena en la mejilla, se inclinó por la cintura como en una reverencia oficial.
– Lena, me alegro de que hayas venido -dijo, más con cortesía que con afabilidad, como si recibiera a una antigua alumna.
Entonces reparó en el uniforme de Jake y se le crispó la mirada.
– Está muerto -dijo sin ninguna emoción.
– No, no. Es amigo de Emil -explicó Lena, y los presentó.
El profesor Brandt ofreció una adusta mano.
– De días más felices, supongo.
– Sí, de antes de la guerra -repuso Jake.
– Entonces es usted bienvenido. Creía que se trataba de una visita oficial. -Un atisbo de alivio que ni siquiera su rostro contenido logró ocultar-. Lo siento, no tengo nada que ofrecerles. Ahora se hace difícil -dijo, y señaló a la sala apretada, donde la luz entraba en rayos irregulares a través de una ventana rota y parcheada con tablones-. ¿A lo mejor les gustaría dar una vuelta por el parque? Es más agradable, con este tiempo.
– No podemos quedarnos mucho.
– Un paseo corto, entonces -dijo, claramente abochornado por el aspecto que ofrecía la habitación e impaciente por salir de allí. Se dirigió a Lena-: Pero antes tengo que decirte lo mucho que lo siento. El doctor Kunstler estuvo aquí. Ya sabes que le pedí que hiciera averiguaciones en Hamburgo. Tus padres. Lo siento -dijo, pronunciando sus palabras con tanta formalidad como si fueran un panegírico.
– Oh -dijo ella. El sonido quedó atrapado en su garganta en forma de gemido-. ¿Los dos?
– Sí, los dos.
– Oh -repitió.
Se dejó caer en una silla y se cubrió los ojos con una mano.
Jake esperaba que el profesor Brandt se acercara a consolarla, pero el hombre, por el contrario, se apartó y la dejó a solas con la noticia. Jake la miró con torpeza, atrapado con impotencia en su papel de amigo de la familia, incapaz de hacer otra cosa que guardar silencio.
– ¿Un poco de agua? -ofreció el profesor Brandt.
Lena negó con la cabeza.
– Los dos. ¿Seguro?
– Los archivos… Había mucha confusión, ya puedes imaginarte, pero los identificaron.
– Así que ya no queda nadie -dijo para sí en voz baja.
Jake recordó a Breimer mirando por la ventanilla del avión aquel paisaje desolado. Su merecido. Edificios destrozados.
– ¿Estás bien? -preguntó Jake.
Lena asintió, después se puso en pie y se alisó la falda, para recuperar la compostura.
– Sabía que tenía que ser así. Pero al oírlo… -Se volvió hacia el profesor Brandt-: Quizá me vendría bien dar una vuelta. Un poco de aire.
El hombre cogió el sombrero con alivio y los hizo salir por el pasillo, pero en dirección contraria a la entrada principal. Lena iba algo rezagada y no hacía caso del brazo que le ofrecía Jake.
– Iremos por la parte de atrás. El edificio está vigilado.
– ¿Quién lo vigila? -preguntó Jake con sorpresa.
– El joven Willi. Le pagan, creo. Siempre está en la calle, él o alguno de sus amigos. Con cigarrillos. ¿De dónde los sacan? Ese chico siempre ha sido un chivato.
– ¿Quién le paga?
El profesor Brandt se encogió de hombros.
– Ladrones, quizá. Claro que puede que no me estén vigilando a mí, sino a alguien más del edificio. Esperan una oportunidad, pero yo prefiero que no sepan dónde estoy.
– ¿Está seguro? -comentó Jake mirando su pelo blanco. Imaginaciones de un anciano que protege su habitación de ventanas tapiadas.
– Señor Geismar, todos los alemanes somos expertos en estos temas. Hace doce años que vivimos vigilados. Lo sabría hasta con los ojos cerrados. Ya hemos llegado. -Abrió la puerta trasera y dejó pasar la luz cegadora-. Nadie, ¿lo ve?
– ¿Deduzco que Emil no ha estado aquí? -preguntó Jake, dándole aún vueltas a la cabeza.
– ¿Por eso ha venido? Lo siento, no sé dónde está. Quizá muerto.
– No, está vivo. Ha estado en Francfort. El profesor Brandt se detuvo.
– Vivo. ¿Con los americanos?
– Sí.
– Gracias a Dios. Pensaba que los rusos… -Echó a andar de nuevo-. Así que logró salir. Dijo que el puente de Spandau seguía abierto. Pensé que estaba loco. Los rusos estaban…
– Se fue de Francfort hace dos semanas -lo interrumpió Jake-. Vino a Berlín. Esperaba que hubiera venido a verlo.
– No, a mí no vendría a verme.
– Para encontrar a Lena, quiero decir -añadió Jake con torpeza.
– No, sólo el ruso.
– ¿Lo buscaba un ruso?
– A Lena -respondió el hombre con ciertas dudas-. Como si yo fuera a ayudarlo. El muy cerdo.
– ¿A mí? -terció Lena, que sí seguía la conversación. El profesor Brandt asintió con la cabeza, pero evitó su mirada.
– ¿Para qué? -preguntó Jake.
– No hice preguntas -contestó el profesor con voz casi remilgada.
– Pero no quería nada de Emil -insistió Jake, pensando en voz alta.
– ¿Por qué habría de querer a Emil? Pensaba que…
– ¿Dejó algún nombre?
– No dan nombres. Ellos no.
– ¿Usted no preguntó? ¿Un ruso que hace averiguaciones en el sector británico?
El profesor Brandt se detuvo, molesto, como si lo hubieran pillado haciendo algo indecente.
– No quería saberlo. Verá… Creía que era personal. -Miró a Lena-. Lo siento, no te ofendas. Pensé que a lo mejor era amigo tuyo. Hay tantas alemanas que… Se oye todos los días.
– ¿Qué creías? -preguntó ella, enfadada.
– No soy quién para juzgar estas cosas -repuso el hombre en un tono correcto y distante.
Lena se lo quedó mirando con una expresión dura.
– No, pero las juzgas. Lo juzgas todo. Ahora a mí. ¿Eso pensaste? ¿La puta de un ruso? -Apartó la mirada-. Oh, no sé de qué me sorprendo. Siempre piensas lo peor. Mira cómo juzgaste a Emil, tu propia sangre.
– Mi propia sangre. Un nazi.
Lena hizo un gesto con la mano.
– Nada cambia. Nada -dijo, y echó a andar por delante de ellos para calmar su enfado.
Cruzaron la calle con tranquilidad. Jake se sentía como un intruso en una pelea familiar.
– Ella no es así -dijo al fin el profesor Brandt-. Debe de ser por las malas noticias. -Miró a Jake-. ¿Ha pasado algo? Ese ruso… ¿Tiene que ver con Emil?
– No lo sé, pero avíseme si vuelve.
El profesor Brandt miró a Jake con atención.
– ¿Puedo preguntar qué hace usted exactamente en el ejército?
– No estoy en el ejército. Soy reportero. Nos hacen llevar uniforme.
– Por su trabajo. Eso es también lo que decía Emil. ¿Lo está buscando como amigo? ¿Nada más?
– Como amigo.
– ¿No está arrestado?
– No.
– Pensé que a lo mejor… esos juicios. ¿No van a juzgarlo?
– No, ¿por qué iban a hacerlo? Que yo sepa, no ha hecho nada.
El profesor Brandt lo miró con curiosidad y luego suspiró.
– No, sólo esto -dijo, y señaló en dirección al palacio derruido-. Esto es lo que han hecho, él y sus amigos.
Se estaban acercando al palacio desde el oeste, donde el terreno seguía cubierto de añicos de cristal del invernadero destrozado. El Versalles de Berlín. El edificio había recibido un impacto directo, el ala este había quedado demolida y los pálidos muros amarillentos que seguían en pie estaban tiznados de negro. Lena caminaba por delante, hacia los jardines que ahora eran irreconocibles: un lodazal yermo lleno de restos de metralla.
– Estaba claro que acabaría así -dijo el profesor Brandt-. Eso lo veía cualquiera. ¿Por qué él no? Destruyeron Alemania. Primero los libros, después todo lo demás. No era suyo, no podían destruirlo así. También era mío. ¿Dónde está ahora mi Alemania? Mírela. Ha desaparecido. Asesinos.
– No fue Emil.
– Trabajó para ellos -repuso el hombre, y su voz subió de tono, como si estuviera en un tribunal con un caso que llevaba años defendiendo-. Tenga cuidado al ponerse un uniforme. En eso te conviertes. Siempre el trabajo. ¿Sabe qué me dijo? «No puedo esperar a que la historia cambie las cosas. Tengo que hacer mi trabajo. Después de la guerra podremos hacer maravillas. El espacio.» Podremos. ¿Quiénes, la humanidad? Después de la guerra. Me lo decía mientras caían las bombas. Mientras hacinaban a personas en trenes. No veía la relación. «¿Qué vais a hacer en el espacio? -le decía yo-. ¿Contemplar desde allí a los muertos?» -Se aclaró la garganta y se tranquilizó un poco-. Usted piensa como Lena. Cree que soy muy duro.
– No lo sé -adujo Jake, incómodo.
El profesor Brandt se detuvo a mirar el palacio.
– Me partió el corazón -dijo, con tanta sencillez que Jake se estremeció, como si al anciano le hubieran quitado una venda y su herida hubiese quedado al descubierto-. Lena cree que lo juzgo. Ni siquiera lo conozco -dijo, y sus palabras parecieron desmoronarse con él. Sin embargo, cuando Jake levantó la mirada, el hombre estaba tan erguido como antes, el cuello de la camisa mantenía firme el suyo. Echó a andar por el parque-. Bueno, ahora lo harán los americanos.
– No hemos venido a juzgar a nadie.
– ¿No? ¿Quién lo hará, entonces? ¿Cree que podemos juzgarnos nosotros mismos? ¿A nuestros propios hijos?
– A lo mejor nadie puede.
– Entonces se habrán salido con la suya.
– La guerra ha terminado, profesor Brandt. Nadie se ha salido con la suya.
Jake miró los restos carbonizados del edificio.
– La guerra no. La guerra no. Sabe lo que sucedió. Todos lo sabían. En Grunewald Station. ¿Sabe que los enviaban desde allí y no desde el centro, donde la gente podía verlos? Miles de personas, en vagones. Niños. ¿Acaso creíamos que se iban de vacaciones? Lo vi con mis propios ojos. Dios mío, pensé, ¿cómo pagaremos por esto, cómo? ¿Cómo pudo suceder? ¿Aquí, en mi país, un crimen así? ¿Cómo pudieron hacerlo? No los Hitler ni los Goebbels, a esos tipos se los puede ver cualquier día. En un zoológico. En un manicomio. Pero ¿Emil? Un chico que jugaba con trenes. Con bloques. Siempre construyendo algo. Un millón de veces me he preguntado, una y otra vez, cómo pudo ese chico participar en todo eso.
– Y ¿qué respuesta ha encontrado? -preguntó Jake con serenidad.
– Ninguna. No hay respuesta. -Se detuvo para quitarse el sombrero, sacó un pañuelo y se enjugó la frente-. No hay respuesta -repitió-. Verá, su madre murió cuando él nació, así que estábamos sólo nosotros dos. Los dos solos. Quizá fui muy estricto. A veces creo que fue por eso, pero él no daba problemas, era tranquilo. Tenía una mente extraordinaria. Se la veía en funcionamiento mientras jugaba: un bloque tras otro, así. A veces me quedaba sentado, contemplando sólo su mente.
Jake intentó imaginar al hombre sin el alto cuello almidonado, estirado en el suelo de una habitación infantil entre un montón de bloques de construcción.
– Después, en el Instituto, un prodigio, claro. Todos predecían grandes cosas para él, todos. Y en lugar de eso, esto. -Extendió la mano para abarcar el pasado junto con el jardín revuelto-. ¿Cómo? ¿Cómo pudo no verlo una mente como la suya? ¿Cómo pueden verse sólo los bloques y nada más? Le faltaba una pieza. Igual que a todos los demás, les faltaba una pieza. A lo mejor nunca la tuvieron. Pero ¿Emil? Un buen chico alemán. ¿Qué pasó? ¿Por qué se fue con ellos?
– Al final regresó a por usted.
– Sí, ¿sabe cómo? Con las SS. «¿Esperas que me suba a ese coche? -le dije-. ¿Con ellos?»
– ¿Las SS vinieron a buscarlo?
– ¿A mí? No. Unos documentos. Aun entonces, con los rusos aquí ya, venían a buscar documentos. Para salvarse. ¿Acaso creían que no sabíamos lo que habían hecho? ¿Cómo puede ocultarse algo así? Qué tontería. «Es la única forma de hacerlo -dijo Emil-. Ellos tienen coche, te llevarán.» -Le cambió la voz-. «Dile a esa vieja mierda que se dé prisa o le pegamos un tiro a él también», dijeron. Borrachos, creo, pero eso hacían, disparaban a la gente, incluso en esos últimos días, cuando todo estaba ya perdido. «Muy bien -les dije-. Disparadle a esta vieja mierda. Así habrá una bala menos.» «No digas eso -dijo Emil-. ¿Estás loco?» «El loco eres tú -le dije yo-. Los rusos te colgarán si te ven con estos cerdos.» «No, Spandau está abierto, podemos marcharnos al oeste.» «Prefiero los rusos a esta escoria», le dije. Incluso entonces discutimos. -Otra vez la voz de las SS-: «Déjelo. No tenemos tiempo para esto.» Era verdad, desde luego, ya se oía el fuego de artillería por todas partes. Así que se marcharon. Ésa fue la última vez que lo vi, subiéndose a un coche de las SS. Mi hijo.
Su voz se fue desvaneciendo hasta que dejó de oírse, como si su recuerdo estuviera rebobinando un carrete de película para visionar de nuevo la escena.
– Intentaba salvarlo -dijo Jake.
El profesor Brandt, sin embargo, retomó la conversación anterior.
– ¿De qué lo conoce?
– Lena trabajaba conmigo en la Columbia.
– La radio, sí, lo recuerdo. Hace mucho tiempo. -Miró a Lena, que los estaba esperando cerca del borde del jardín, donde las lentas aguas del Spree formaban un recodo-. No tiene buen aspecto.
– Ha estado enferma, se está recuperando.
El profesor asintió con la cabeza.
– Por eso no había venido. Antes venía, después de los bombardeos, a ver si estaba bien. La leal Lena. No creo que se lo dijera a Emil.
Lena se volvió mientras ellos se acercaban.
– Mirad los patos -dijo-. Siguen ahí. ¿Quién les dará de comer? -Una especie de disculpa por su arrebato, simplemente sin mencionarlo-. Bueno, ¿habéis terminado?
– ¿Terminado? -preguntó el profesor Brandt, y luego miró a Jake de soslayo-. ¿Qué era lo que quería?
Jake sacó la fotografía de Tully del bolsillo de la pechera.
– ¿Ha estado aquí este hombre? ¿Lo ha visto?
– Un americano -dijo el profesor, mirándola-. No. ¿Por qué? ¿También busca a Emil?
– Puede que lo haya hecho. Lo conoció en Francfort.
– ¿Es de la policía? -preguntó el profesor enseguida, tanto que Jake lo miró sorprendido. ¿Cómo sería vivir doce años vigilado?
– Lo era. Está muerto.
El profesor Brandt se lo quedó mirando.
– -Y por eso quiere encontrar a Emil. Como a un amigo. -Miró a Lena-. ¿Es eso cierto? ¿No quiere detenerlo?
– ¿Crees que lo ayudaría a hacer algo así? -repuso ella.
– No -terció Jake, respondiendo por ella-, pero estoy preocupado. Hoy en día, dos semanas son mucho tiempo para estar desaparecido en Alemania. Este hombre fue el último que lo vio, y está muerto.
– ¿Qué me está diciendo? ¿Cree que Emil…?
– No, no lo creo, pero no quiero verlo acabar de la misma forma. -Hizo una pausa para asimilar la expresión de asombro del profesor Brandt-. Puede que sepa algo, nada más. Tenemos que dar con él. No ha ido a casa de Lena. El único lugar al que también acudiría es a su casa.
– No, a mi casa no.
– Lo hizo una vez.
– Sí, y ¿qué le dije? Ese día de las SS -dijo, volviendo a ver la película-. «No vuelvas.» -Apartó la mirada-. No vendrá aquí. Ahora no.
– Si lo hace, ya sabe dónde está Lena -dijo Jake mientras guardaba la fotografía.
– Lo eché de aquí -insistió el profesor Brandt, perdido aún en sus recuerdos-. ¿Qué otra cosa podía hacer? Las SS. Hice bien.
– Sí, hiciste bien. Siempre haces lo correcto -dijo Lena, cansada, mirando a otra parte-. Y ahora mira.
– Lena…
– No, ya no. Estoy cansada de discutir. Siempre política.
– No es política -repuso él, negando con la cabeza-. No es política. ¿Crees que lo que hicieron fue política?
Lena le sostuvo unos instantes la mirada, después se volvió hacia Jake:
– Vayámonos.
– ¿Volverás? -preguntó el profesor Brandt con una voz de pronto frágil y anciana.
Lena se acercó y le puso una mano en el hombro. Le limpió la solapa del traje como si estuviera a punto de enderezarle la corbata, un gesto de inesperada ternura. Él permaneció bien erguido y dejó que le alisara la chaqueta, en lugar de darle un abrazo.
– La próxima vez te lo plancharé -dijo-. ¿Necesitas algo? ¿Comida? Jake puede conseguir comida.
– A lo mejor un poco de café -dijo él con ciertas dudas, reacio a pedir nada.
Lena le dio una última palmadita al traje y se apartó sin esperar que ninguno de los dos hombres la siguiera.
– Daré un pequeño paseo -dijo el profesor Brandt, y miró la espalda de Lena-. Para mí es como una hija.
Jake se limitó a asentir con la cabeza sin saber qué decir. El profesor Brandt se enderezó, echó los hombros hacia atrás y se puso el sombrero.
– ¿Señor Geismar? Si encuentra a Emil… -Se interrumpió para escoger con cuidado las palabras-. Sea buen amigo. Con los americanos creo que hay problemas, así que ayúdelo. ¿Le sorprende que se lo pida? Este viejo alemán, tan estricto. Pero uno siempre lleva a un hijo en el corazón. Aunque se convierta en… en lo que se ha convertido. Aun así.
Jake lo miró: erguido, alto y solo en aquel lodazal.
– Emil no metió a nadie en un tren. No es lo mismo.
El profesor Brandt alzó la cabeza hacia el edificio carbonizado, después miró otra vez a Jake y bajó el ala de su sombrero.
– Eso júzguelo usted.
Cuando regresaron al jeep, Jake se tomó un minuto para observar la calle del profesor Brandt, pero no vio a nadie, ni siquiera al joven Willi montando guardia por unos cigarrillos.
En casa de Frau Dzuris no había cambiado nada: el mismo pasillo con goteras, las mismas patatas hervidas, los mismos niños de ojos hundidos que espiaban furtivamente desde la habitación.
– Lena, Dios mío, eres tú. Veo que la ha encontrado. Niños, mirad quién está aquí, es Lena. Venid.
Sin embargo, fue Jake quien cautivó su atención al ofrecerles unas chocolatinas que ellos le arrebataron de las manos. Antes de que Frau Dzuris pudiera impedirlo estaban arrancando los brillantes envoltorios de Hershey.
– Qué modales. Niños, ¿qué se dice?
Un «gracias» mascullado entre mordiscos.
– Vengan, siéntense. Oh, a Eva le dará mucha pena no haber estado. Ha vuelto a ir a la iglesia. Va todos los días. «¿Por qué rezas? -le digo yo-. ¿Por maná? Dile a Dios que nos mande patatas.»
– ¿Está bien, entonces? ¿Y su hijo?
– Sigue en el este -repuso la mujer en voz más baja-. No sé dónde. A lo mejor reza por él, pero en Rusia no hay Dios.
Jake había esperado estar allí sólo un par de minutos, hacer una pregunta sencilla, pero se encontró sentado a la mesa y rindiéndose ante la inevitable visita de cortesía. Fue una conversación muy berlinesa, compararon listas de supervivientes. Greta, la del piso de abajo. La presidenta de escalera, que escogió un mal refugio. El hijo de Frau Dzuris, que escapó del ejército pero quedó atrapado en la planta de Siemens, de donde se lo llevaron los rusos.
– ¿Y Emil? -preguntó la mujer mirando a Jake de reojo.
– No lo sé. Mis padres han muerto -contestó Lena, cambiando de tema.
– ¿Un ataque aéreo?
– Sí, acabo de saberlo.
– Tanta gente, tanta gente -comentó Frau Dzuris sin dejar de sacudir la cabeza. Después se alegró un poco-. Pero veros a vosotros juntos otra vez es toda una suerte.
– Sí, para mí -dijo Lena con una débil sonrisa, mirando a Jake-. Me ha salvado la vida. Me consiguió medicamentos.
– ¿Ves? Los americanos. Siempre dije que eran buenos, aunque el de Lena es un caso especial, ¿eh? -le dijo a Jake, casi bromeando.
– Sí, especial.
– Oye, a lo mejor no vuelves a verlo -le dijo a Lena-. Las mujeres tienen la culpa. Los maridos hacen la guerra y las mujeres tienen que esperarlos, pero ¿cuánto tiempo? Eva sigue esperando. Bueno, él es mi hijo, pero no sé. ¿Cuántos vuelven de Rusia? Además, tenemos que comer. ¿Cómo va a alimentar a sus hijos sin un hombre?
Lena miró a los niños, que seguían comiendo chocolate. Se le suavizó la expresión.
– Han crecido. No los habría reconocido.
Por un momento pareció otra persona. Ésa era una parte de su vida que Jake no había conocido, que había tenido lugar sin él.
– Sí, ¿qué va a ser de ellos? Vivir así, sólo de patatas… Es peor que durante la guerra, y ahora, además, tendremos a los rusos. Jake aprovechó eso para intervenir.
– Frau Dzuris, ¿el soldado que buscaba a Lena y a Emil era ruso?
– No, era ami.
– ¿Era este hombre? Le alcanzó la fotografía.
– No, no, ya se lo dije. Era alto, rubio, como un alemán. Incluso tenía nombre alemán.
– ¿Le dijo cómo se llamaba?
– No, aquí -dijo, y señaló con un dedo sobre su pecho, donde habría estado la placa identificativa.
– ¿Cómo se llamaba?
– No me acuerdo, pero era alemán. Pensé que es cierto lo que dicen. No es de extrañar que ganaran los americanos, con todos esos oficiales alemanes. Mire a Eisenhower -dijo, como si fuera un chiste.
Jake guardó la fotografía, decepcionado. Había perdido la pista.
– Así que no buscaba a Emil -dijo Lena con cierto alivio, refiriéndose a la fotografía.
– ¿Sucede algo? -quiso saber Frau Dzuris.
– No -contestó Jake-. Sólo pensaba que podía ser este hombre. ¿El americano que estuvo aquí le dijo por qué había venido a verla?
– Igual que usted, por el cartel de Pariserstrasse. Pensé que sería amigo tuyo -le dijo a Lena-. De antes, cuando trabajabas para los americanos. Oh, no como usted -le dijo a Jake con una sonrisa. Se volvió hacia Lena-: Ya sabes que siempre lo supe. Una mujer sabe estas cosas. Y, ahora, volver a encontraros… ¿Puedo decirte algo? No esperes como Eva. Hay muchísimos que no vuelven. Tienes que vivir, y éste… -Para bochorno de Jake, le dio unas palmaditas en la mano-. Se ha acordado del chocolate.
Tardaron otros cinco minutos en salir de allí. Frau Dzuris no dejaba de hablar mientras Lena se entretenía con los niños y les prometía que volvería a verlos.
– Frau Dzuris -dijo Jake en la puerta-, si viniera alguien…
– No se preocupe -dijo la mujer en tono conspirativo-. No los delataré. -Hizo un gesto en dirección a Lena, que ya bajaba la escalera-. Llévesela a Estados Unidos. Aquí no queda nada.
En la calle, Jake se detuvo y miró el edificio sin salir de su asombro.
– ¿Qué sucede? -preguntó Lena-. No era él. Eso es bueno, ¿verdad? No hay ninguna relación.
– Pero debería. Tiene sentido. Ahora vuelvo a estar como al principio. De todas formas, ¿quién vino?
– Tu amigo dijo que a Emil lo buscan los americanos. Alguien de Kransberg, a lo mejor.
– Pero no Tully -insistió él con obstinación, aún ensimismado.
– Crees que todo el mundo anda buscando a Emil -dijo Lena mientras subía al jeep.
Jake dio la vuelta hasta el asiento del conductor, pero se detuvo con la vista fija en el suelo.
– Menos el ruso, que te buscaba a ti.
Lena lo miró.
– ¿Qué quieres decir?
– Nada. Intento sumar dos más dos. -Subió al jeep-. Pero para eso necesito a Emil. ¿Dónde demonios estará?
– Nunca habías tenido tantas ganas de verlo.
Jake giró la llave.
– Nunca habían asesinado a nadie.
Emil no aparecía. Pasaron los siguientes días sumidos en una especie de espera apática, mirando por la ventana y oyendo pasos en el silencioso descansillo. Cuando hacían el amor, se daban prisa, como si esperasen que alguien apareciera en cualquier momento en la puerta, que se les acabara el tiempo. Hannelore había vuelto, su ruso había seguido camino, y su presencia y su parloteo incesante, tan ajeno a la espera, acrecentaba la tensión. Jake tenía la sensación de estar caminando de un lado para otro incluso cuando estaba sentado, mirando cómo la chica se echaba las cartas en la mesa durante horas, hasta que el futuro le sonría.
– ¿Lo ves? Ahí vuelve a aparecer él. Las picas simbolizan fuerza, eso dice Frau Hinkel. Lena, tienes que ir a verla, no creerás todo lo que ve. Yo pensaba que, bueno, que sería divertido, pero esa mujer sabe cosas. Sabía lo de mi madre. ¿Cómo podía saberlo? Yo no le dije una palabra. Además, no es que sea una gitana… es alemana. Imagínate, todo este tiempo ha estado justo detrás del KaDeWe. Tiene un don. Mira, otra vez la jota. ¿Lo ves? Dos hombres, como dijo ella.
– ¿Sólo dos? -comentó Lena con una sonrisa.
– Dos matrimonios. Yo le digo que con uno basta, pero no, ella dice que siempre me salen dos.
– ¿De qué sirve saber todo eso? Durante el primer matrimonio no dejarás de preguntarte por el segundo.
Hannelore suspiró.
– Supongo que sí. Pero deberías ir.
– Ve tú -dijo Lena-. Yo no quiero saberlo.
Era cierto. Mientras Jake esperaba y trabajaba en el crucigrama que ocupaba su pensamiento -Tully vertical, Emil horizontal; cómo encajarlos-, Lena parecía extrañamente satisfecha, como si hubiese decidido dejar que las cosas se solucionasen solas. La noticia de sus padres la había entristecido, pero enseguida pareció olvidarla, con una especie de fatalismo que Jake suponía que había llegado con la guerra, cuando bastaba con despertar con vida. Por la mañana, Lena iba a una guardería de desplazados a ayudar con los niños; por la tarde, cuando Hannelore salía, hacían el amor; por la noche, convertía las latas de raciones en un banquete. Se mantenía ocupada con la vida cotidiana sin mirar más allá. Era Jake quien esperaba sin saber qué hacer.
Salieron. Había música en una iglesia sin tejado, la noche era húmeda y los cansados civiles alemanes movían la cabeza al ritmo de un rasgueante trío de Beethoven. Jake tomaba notas para un artículo, seguro que a Collier's le gustaría la idea de que surgiera música de entre las ruinas, una ciudad que revivía. Luego fueron a Ronny's para ver a Danny, pero cuando llegaron allí los gritos de los borrachos se oían hasta en la calle y Lena se plantó. Jake entró solo, pero no encontró a Danny ni a Gunther, así que siguieron camino a lo largo de la Ku'damm hasta un cine que habían abierto los ingleses. En la sala, calurosa y abarrotada, proyectaban Un espíritu burlón y, para su sorpresa, al público -todo soldados- le encantó. Clamaban cuando salía Madame Arcati, silbaban al ver el vaporoso camisón de Kay Hammond. Vestirse para la cena y luego tomar el café y el coñac en el salón… Todo aquello parecía salido de otro planeta.
No se sintieron otra vez en Berlín hasta que el exuberante color cambió al blanco y negro granulado del noticiario: Attlee llegaba para ocupar el lugar de Churchill, otra sesión fotográfica en Cecilienhof, los nuevos Tres dispuestos en la terraza igual que los antiguos Tres la primera vez, antes de que empezara a volar dinero por todo el jardín. Después se vio el partido de fútbol americano entre Aliados, con Breimer al micrófono, ganando la paz, y puños alzados al fondo cuando los británicos lograron su único tanto. Jake sonrió. En aquella amalgama de escenas empalmadas, al menos, habían ganado el partido. La siguiente escena era la de una casa derrumbándose. «Otra clase de touchdown: un periodista americano ha protagonizado un arriesgado rescate…»
– Dios mío, eres tú -dijo Lena mientras lo agarraba del brazo.
Jake se vio en la entrada de la casa con el brazo alrededor de la alemana, como si acabasen de salir del derrumbe, y por un instante él mismo llegó a olvidar lo que había sucedido en realidad, pues la cronología de la película resultaba más convincente que el recuerdo.
– No me lo habías dicho.
– No sucedió así -susurró él.
– ¿No? Pero si se ve…
¿Qué iba a decirle? ¿Que sólo parecía que estuviera allí? La película lo hacía real. Cambió de postura en el asiento, incómodo. ¿Y si nada era lo que parecía? Un partido, un héroe del noticiario. La forma en que se miraban las cosas determinaba lo que eran. Un cadáver en Potsdam. Un fajo de billetes. Una cosa llevaba a la otra, pieza a pieza, pero ¿y si estaban mal ordenadas? ¿Y si la casa se había derrumbado después?
Cuando se encendieron las luces, Lena tomó su silencio por modestia.
– Y no me lo habías dicho. De modo que ahora eres famoso -dijo, sonriendo.
Jake la llevó hasta el enjambre de uniformes caquis británicos del pasillo.
– ¿Cómo la sacaste de allí? -preguntó Lena.
– Salimos andando. Lena, eso no sucedió.
Sin embargo, en la expresión de ella vio que sí había sucedido, y se rindió. Llegaron al vestíbulo, junto al grupo de oficiales británicos y sus Hannelores.
– Vaya, el hombre del momento en persona. -Brian Stanley, tirándole de la manga-. Un héroe, nada menos. No salgo de mi asombro.
Jake esbozó una sonrisa.
– Yo tampoco -dijo, y le presentó a Lena.
– Fräulein -dijo Brian mientras le daba la mano-. ¿Qué pensamos ahora de él? Muy de héroe de película, debo decir. ¿Os apetece una copa?
– En otra ocasión -dijo Jake.
– Ah, conque ésas tenemos. ¿Te ha gustado la película? Aparte de tu aparición, quiero decir.
Cruzaron la puerta para salir al tibio aire nocturno.
– Claro. ¿A ti te ha puesto nostálgico?
– Querido chaval, ésa es la Inglaterra que nunca existió. Ahora somos la tierra del hombre de a pie, ¿no te habías enterado? El señor Attlee insiste en ello. Claro que yo mismo soy muy de a pie, así que no me importa.
– Aun así, en la película se ve una Inglaterra bastante fastuosa -dijo Jake.
– Como ha de ser. La filmaron antes de la guerra, ¿no lo sabías? No podían estrenarla mientras la estuvieran representando en el teatro y, como estuvo una eternidad en cartel, ahora empiezan a proyectarla. Ya ves lo joven que se ve a Rex.
– Cuánto sabes -apuntó Jake. Otro truco cronológico.
Brian encendió un cigarrillo.
– ¿Cómo llevas tu caso del chico de las botas?
– No lo llevo. He estado entretenido.
Brian miró a Lena.
– Con la conferencia no, desde luego. Nunca te veo por allí. El caso es que has logrado que le dé vueltas a la cabeza. Sobre el equipaje y todo eso. Lo que me intriga, para empezar, es cómo subió al avión.
– ¿Qué quieres decir?
– Bueno, las plazas estaban muy disputadas, como recordarás. Había que mover todos los hilos posibles para subir a ese trasto.
– ¿Qué hilos movió él? -dijo Jake para terminar el razonamiento.
– Algo así. Allí estábamos todos como sardinas en lata. El Honorable y todos los demás. De repente sube uno más. En el último momento. Sin maletas, como si no hubiese esperado viajar. Más bien como si lo hubiesen convocado, no sé si me sigues.
Sin embargo, Jake ya había ido mucho más allá, hasta algo completamente diferente: ¿cómo lo había logrado Emil? Nadie subía a un avión como si tal cosa, y menos aún un alemán.
– Supongo que no encontrarían órdenes de viaje -estaba diciendo Brian.
– No que yo sepa.
– Claro que pudo recurrir a la vieja treta de untar a alguien… Yo mismo lo he hecho. Pero ¿y si alguien lo hubiera autorizado? Si tanta curiosidad sientes, a lo mejor te sería útil saberlo.
– Sí-dijo Jake.
¿Quién habría autorizado a Emil?
– Con el ejército nunca se sabe. Guardan registros de todo menos de lo que es útil, pero tiene que haber alguna clase de manifiesto. De cualquier forma, sólo era una ocurrencia.
– Pues sigue pensando un poco más -dijo Jake-. ¿Cómo entraría aquí un alemán?
– ¿Cómo entra cualquier persona? Con transporte militar. Tendría que conseguir que lo llevaran. El transporte civil no existe. Supongo que podría intentarlo en bicicleta, si no le importara que los rusos lo echaran de la carretera. Tengo entendido que lo hacen por diversión.
– Sí-dijo Lena.
Brian la miró sorprendido al ver que seguía la conversación.
– ¿Tienes en mente a alguien en concreto? -preguntó.
– Un amigo mío -contestó Jake enseguida, antes de que Lena pudiera decir nada-. Hace más de una semana que debería haber llegado.
– Bueno, no es nada raro. ¿Tienes idea de lo que son las cosas ahí fuera? -Hizo un amplio gesto con la mano que abarcó el espacio oscuro de más allá de la ciudad-. El caos. Un maldito y absoluto caos. ¿Has visto las Autobahnen? Refugiados que van en una dirección y en otra. Polacos que regresan a casa. Buena suerte para ellos. Duermen donde pueden. Tu amigo estará seguramente en algún pajar, frotándose los pies.
– Un pajar.
– Bueno, algo de colorido local. Yo no me preocuparía, aparecerá.
– Pero si llegó en avión… -dijo Jake, aún reflexionando.
– ¿Un alemán? Para eso tendría que mover unos hilos muy gordos. De todas formas, estaría aquí, ¿no?
Jake suspiró.
– Sí, estaría aquí.
Miró al gentío, cada vez menos numeroso, como si Emil pudiera aparecer de pronto paseando por la Ku'damm.
– En fin, tengo una copa esperando. Fräulein. -Le hizo un ademán a Lena-. Y tú cuídate de las casas con peligro de derrumbe -añadió, guiñándole el ojo-. Ya has tentado una vez a la suerte. Una maravilla cómo ganamos el partido, ¿no te parece?
– Una maravilla -repuso Jake con una sonrisa.
– Otra cosa, por cierto. ¿Qué está tramando el Honorable?
– ¿Por qué iba a estar tramando nada?
– Sigue aquí. No sé, los peces gordos suelen hacer visitas relámpago. No es que yo se lo eche en cara. El Honorable, sin embargo, se queda, se queda. Pica la curiosidad, ¿no?
Jake lo miró.
– ¿Sí?
– ¿A mí? No, pero sí a Tommy Ottinger. Dice que no es más que un enviado de Tinturas de Estados Unidos.
– ¿Y qué?
– Pues que Tommy se vuelve a casa, y yo no soporto ver cómo se desperdicia un buen artículo. A lo mejor te apetece investigarlo un poco. Bueno, si encuentras tiempo. -Otra rauda mirada a Lena.
– ¿Ahora Tommy regala historias?
– Ya conoces a Tommy. Unas copas y te cuenta lo que sea. Se trata de un asunto estrictamente americano, claro, así que a mí no me vale. De todas formas, viene con propina. Debo admitir que me atrae la idea de pillar al Honorable con las manos en la masa.
– ¿Con las manos en qué masa?
– Bueno, Tommy cree que podría ir tras una reparación particular. Un pellizco para Tinturas de Estados Unidos. Lo cual, a su modo de ver, es también muy bueno para el país, de modo que en realidad se trata de un saqueo patriótico. En Potsdam se les llena la boca hablando de reparaciones de guerra y, mientras, están dejando esto limpio.
– Creía que eran los rusos quienes lo estaban limpiando.
– Y no vuestros elegantes muchachos americanos. Todos ellos jugadores de fútbol, si ha de creer uno lo que ve en las películas. No, la jugada es la siguiente: los rusos no saben qué llevarse, se limitan a recoger grupos electrógenos y todo lo que brille y encomendarse a la suerte. Los Aliados, sin embargo… Oh, sí, también nosotros lo hacemos, que Dios nos bendiga… Pero nuestro caso es algo diferente. Tenemos expertos, unidades técnicas por todo el país que van arramblando con lo que vale la pena. Planos. Fórmulas. Documentos de investigación. Se diría que van tras los cerebros. Tú estuviste en Nordhausen. De allí se llevaron todos los documentos: catorce toneladas de papel. Cuesta creerlo. Y, claro, nadie lo cree, porque nadie puede investigar esa historia. En cuanto te acercas, puf, desaparece. Información confidencial. Fantasmas. Ahí va una idea: a lo mejor deberíamos darle una oportunidad a madame Arcati, puede que ella llegue a alguna parte.
Se detuvo con expresión de seriedad.
– Eso es lo que yo investigaría, Jake. Esa sí que es una historia de verdad, y nadie la tiene… Sólo se ve un atisbo de vez en cuando. Los rusos se alborotan y nos ladran: «¡Vosotros secuestrasteis a los ingenieros de la Zeiss!». Claro que luego se dan media vuelta y hacen lo mismo. Supongo que la cosa seguirá así hasta que no quede nada que robar. Reparaciones de guerra. Eso es lo que investigaría yo.
– ¿Por qué no lo haces?
– No tengo piernas para eso. Ya no. Tiene que ser alguien joven a quien no le importe meterse en jaleos.
– ¿Por qué Breimer? -preguntó Jake-. ¿Qué te hace pensar que está haciendo algo más que dar discursos estúpidos?
– Bueno, por el tipo del estadio, para empezar. ¿Te acuerdas? Uña y carne. Está en una de las unidades técnicas.
– ¿Cómo lo sabes?
– Lo he preguntado -contestó Brian, levantando una ceja.
Jake lo miró fijamente y luego sonrió.
– No se te escapa ni una, ¿eh?
– No mucho -repuso él, y le devolvió la sonrisa-. Bueno, me largo. Tienes a una joven cansada esperando para volver a casa y aquí estoy yo, que no dejo de decir disparates. Fräulein. -Volvió a dedicarle una inclinación de cabeza a Lena y luego se dirigió a Jake-: Piénsatelo, ¿quieres? Me encantaría volver a verte trabajar.
Jake rodeó a Lena con el brazo y juntos caminaron hacia Olivaerplatz, lejos de los transeúntes y de los jeeps ocasionales. A la luz de la luna, los tejados quebrados de los edificios se distinguían contra el cielo, irregulares, como trazos puntiagudos de letra gótica.
– ¿Es cierto lo que ha dicho? ¿Lo de los científicos? ¿También van tras el cerebro de Emil?
– Éso depende de lo que sepa -repuso él con una evasiva, y luego asintió con la cabeza-. Sí.
– También ellos. Todo el mundo quiere encontrar a Emil.
– Debe de haber huido -dijo Jake, todavía pensando-. Nadie sale a pie de Francfort. Así que, o bien no ha llegado todavía, o está escondido en alguna parte.
– ¿Por qué tendría que esconderse?
– Ha muerto un hombre. Si se vio con él…
– El policía otra vez.
– O consiguió un transporte. Ya lo había hecho antes.
– Cuando vino a buscarme, quieres decir.
– Con las SS. Eso es un transporte.
– No era de las SS.
– Vino con ellos. Su padre me lo ha explicado.
– Oh, ese hombre diría cualquier cosa. Qué amargura. Pensar que la única familia que me queda es un hombre así. Echar a su propio hijo como lo hizo…
– Ya no es un niño.
– Pero las SS… ¿Emil?
– ¿Por qué iba a mentir, Lena? -preguntó Jake con dulzura, mirándola-. Tiene razón.
Volvió la cara para no enfrentarse a él.
– Tiene razón. Siempre tiene razón.
– Pero le tienes cariño, me he dado cuenta.
– Me da lástima. Ya no le queda nada, ni siquiera su trabajo. Dimitió cuando despidieron a los judíos. Fue entonces cuando empezaron las peleas con Emil. Y tenía razón, pero ya ves ahora.
– ¿De qué daba clases?
– De matemáticas. Como Emil. En el Instituto decían que era su Bach, porque había pasado el don, ¿sabes? Eran iguales. Los dos profesores Brandt. Después sólo uno.
– A lo mejor también Emil debería haber dimitido.
Lena caminó un rato sin contestar nada a eso.
– Es fácil decirlo ahora, pero entonces… ¿Quién sabía que iba a terminar? A veces parecía que los nazis estarían aquí para siempre. Era el mundo en el que vivíamos, ¿puedes entenderlo?
– Yo también estaba aquí.
– Pero no eras alemán. Para ti siempre había algo más, pero ¿para Emil? No sé, no puedo responder por él. A lo mejor su padre tiene razón, pero tu amigo quiere convertirlo en un criminal. Nunca lo fue. No fue de las SS.
– Le dieron una medalla. Está en su expediente. Lo he visto. Por servicios prestados al Estado. ¿Lo sabías?
Lena negó con la cabeza.
– ¿No te lo dijo? Pero ¿es que no hablabais? Estabais casados. ¿Cómo puede ser que no hablarais?
Lena se detuvo, miró hacia Olivaerplatz, vacía e iluminada por la luz de la luna.
– De modo que quieres hablar de Emil. Sí, ¿por qué no? Está con nosotros. Como en la película de hoy, es el fantasma que regresa. Siempre está en la habitación. No, nunca me dijo nada. A lo mejor creyó que era mejor así. Servicios prestados al Estado. Dios mío. Por sus números. -Alzó la mirada-. No lo sabía. ¿Qué quieres que te diga? ¿Cómo se puede vivir con alguien y no conocerlo? ¿Crees que es duro? Es fácil. Al principio hablas, pero luego… -Perdió la voz, volvió a sumirse en el recuerdo-. No sé por qué. Porque era trabajo, supongo. No hablábamos de eso. ¿Cómo íbamos a hacerlo? Yo no lo entendía, pero él vivía para su trabajo. Luego, cuando empezó la guerra, todo era secreto. Secreto. No se lo permitían. Así que hablas de cosas cotidianas, minucias, y al cabo de un tiempo ni siquiera de eso, porque ya has perdido la costumbre. No tienes nada de qué hablar.
– Teníais al niño.
Lena lo miró, incómoda.
– Sí, teníamos al niño. Hablábamos de él. A lo mejor por eso no me di cuenta. Emil pasaba mucho tiempo fuera y yo tenía a Peter. Así eran las cosas entre nosotros. Luego, después de lo de Peter… dejamos incluso de hablar. ¿Qué había que decir? -Se apartó-. No le culpo. No podría. Fue un buen padre, un buen marido. ¿Y yo? ¿Fui una buena esposa? Una vez lo intenté. Durante todo el tiempo que estuvimos… -Volvió a mirarlo-. No fue él. Fui yo. Yo dejé de hablarle.
– ¿Por qué te casaste con él?
Lena se encogió de hombros y esbozó una amarga sonrisa.
– Quería casarme. Tener mi propia casa. En aquellos tiempos no era tan fácil, ¿sabes? Si eras una buena chica, te quedabas en casa. Cuando llegue a Berlín tuve que vivir con Frau Willentz, que conocía a mis padres, y eso era peor, siempre estaba esperándome en la puerta cuando llegaba. Verás, a esa edad… -Se interrumpió-. Ahora parece una tontería. Quería mi propia vajilla. Platos. Además, le tenía cariño a Emil. Era agradable, de buena familia. Su padre era profesor, ni siquiera mis padres podían oponerse. A todo el mundo le parecía bien y yo conseguí mis platos. Tenían flores, amapolas. Los perdí en el primer ataque aéreo. Así sin…
Miró a los edificios desmoronados y luego retomó el hilo de la conversación:
– Ahora me pregunto por qué quería eso. Toda esa vida. No sé, ¿quién sabe por qué hacemos lo que hacemos? ¿Por qué me fui contigo?
– Porque te lo pedí.
– Sí, me lo pediste -dijo ella, mirando aún a los edificios-. Lo supe, incluso esa primera vez. En esa fiesta del Club de Prensa. Recuerdo que pensé que nadie me había mirado nunca así. Como si conocieras un secreto mío.
– ¿Qué secreto?
– Que te diría que sí. Que yo era así, y no una buena esposa.
– No digas eso -repuso Jake.
– De modo que no pude serle fiel -dijo Lena como si no lo hubiera oído-. Pero no quiero hacerle daño. ¿No basta con abandonarlo? ¿Ahora también tenemos que hacer de policías y esperarlo aquí, como arañas, para atraparlo?
– Nadie intenta atraparlo. Según Bernie, quieren ofrecerle un trabajo.
– Van tras su cerebro. ¿Y después qué? Oh, vayámonos de aquí. Vayámonos de Berlín.
– Lena, no puedo sacarte de Alemania, ya lo sabes. Tendrías que ser…
– Tu mujer -terminó de decir ella con un ademán de resignación-. Y no lo soy.
– Aun no -dijo él, y la tocó-. Esta vez será diferente. -Le sonrió-. Compraremos platos nuevos. En Nueva York las tiendas están llenas.
– No, eso sólo se quiere una vez. Ahora es algo distinto.
– ¿Qué?
Lena volvió la cabeza sin responder y se apoyó en él.
– Sólo querernos. Con eso me basta -dijo-. Sólo eso. -Echó a andar otra vez mientras le estrechaba la mano con fuerza-. Mira dónde estamos.
Habían llegado sin darse cuenta al final de Pariserstrasse: los montículos de escombros eran como pozos de sombras en la calle iluminada por la luna. El lavamanos seguía en lo alto de un montón de ladrillos, justo donde se había levantado el edificio de Lena, su porcelana parecía gris en la luz tenue. El cartel de Frau Dzuris se había caído, y la tinta se había corrido con la lluvia.
– Deberíamos poner otro cartel -dijo Jake-. Por si acaso.
– ¿Por qué? Sabe que no estoy aquí. Sabe que lo bombardearon.
Jake la miró fijamente.
– El americano que fue a ver a Frau Dzuris no lo sabía. Primero vino aquí.
– ¿Y qué?
– Pues que no había hablado con Emil. ¿Adonde fuiste después?
– A casa de una amiga del hospital. A veces nos quedábamos en el trabajo. Allí los sótanos eran seguros.
– ¿Qué le sucedió?
– Murió. En el incendio.
– Tiene que haber alguien. Piensa. ¿Adonde iría Emil?
Lena meneó la cabeza.
– A casa de su padre. Iría allí. Como siempre.
Jake suspiró.
– Entonces no está en Berlín. -Se acercó y enderezó el poste del cartel Calzándolo con ladrillos-. Habrá que hacerlo por ella, para que sus amigos la encuentren.
– Amigos -dijo Lena casi en un bufido-. Todos los demás nazis.
– ¿Frau Dzuris?
– Por supuesto. Durante la guerra siempre llevaba la insignia, la de la esvástica. Justo aquí. -Se tocó el pecho-. Le encantaban los discursos. Solía decir que eran mejor que ir al teatro. Subía el volumen de la radio para que los oyéramos todos los del edificio. Si alguien se quejaba, decía: «¿No quiere oír al Führer? Le denunciaré». La entrometida de siempre. -Apartó la mirada de los escombros-. Bueno, también eso se ha acabado. Al menos ya no hay discursos. ¿No lo sabías?
– No -respondió, desconcertado.
Una mujer que adoraba los pasteles de semillas de amapola.
Un camión pasó rugiendo por la calle e iluminó a Lena con los faros.
– Cuidado. -Jake la cogió de la mano y tiró de ella hacia los ladrillos.
– Frau! Frau! -Gritos guturales, seguidos de risas. En la parte de atrás del camión iba un grupo de soldados rusos con botellas en la mano-. Kommen! -gritó uno de ellos mientras el camión aminoraba la marcha.
Jake sintió cómo Lena se tensaba. Todo su cuerpo estaba rígido. Dio unos pasos en la calle para que vieran su uniforme.
– Largo -dijo mientras les enseñaba un dedo.
– Amerikanski -gritó uno de ellos, pero el uniforme había surtido efecto.
Los hombres que habían empezado a bajar se detuvieron, uno de ellos levantó entonces una botella para brindar por Lena, propiedad de otro hombre. Un chiste en ruso recorrió todo el camión. Los hombres saludaron a Jake y rieron.
– Largo -repitió, esperando que el tono de su voz bastara como traducción.
– Amerikanski -repitió el soldado, echándose un trago, y de pronto señaló detrás de Jake y gritó algo en ruso.
Jake se volvió. A la luz de la luna, una rata se había parado sobre el lavamanos con el morro levantado. Antes de que pudiera moverse, el ruso sacó un arma y disparó, el sonido estalló a su alrededor y obligó a Jake a contraer el estómago. Se agachó. La rata se escabulló, pero ya había más armas disparando, una práctica de tiro improvisada que fue alcanzando la porcelana con una serie de tintineos hasta que se partió, toda una pieza se elevó y salió volando, igual que la rata. Jake sintió a Lena agazapada detrás de él, tirando de su camisa. Unos pocos pasos y estarían en la línea de fuego, tan imprevisible como la puntería de un borracho. De súbito, los hombres dejaron de disparar y se echaron a reír otra vez. Uno de ellos dio unos golpes en el techo de la cabina para que el camión arrancara de nuevo y, mirando a Jake, le lanzó una botella de vodka mientras se alejaban. Jake la cogió con ambas manos, como una pelota de fútbol americano, y se quedó mirándola. La arrojó contra los ladrillos.
Lena temblaba de la cabeza a los pies, como si el estallido de la botella hubiese liberado todo lo que su miedo había mantenido callado.
– Cerdos -dijo, aferrándose a él.
– Sólo están borrachos -dijo Jake, aunque también él había perdido la calma.
Podía morir uno en cuestión de segundos, al antojo de un niño con gatillo fácil. ¿Y si él no hubiera estado allí? Se imaginó a Lena corriendo calle abajo, su propia calle, perseguida hasta las sombras. Mientras seguía al camión con la mirada, vio que en un sótano se encendía una luz; alguien había esperado en la oscuridad a que cesara el tiroteo. Sólo las ratas eran lo bastante rápidas.
– Volvamos a la Ku'damm -dijo Lena.
– No pasa nada. No volverán -la tranquilizó él mientras la abrazaba-. Casi hemos llegado a la iglesia.
Sin embargo, en realidad a él también le daba miedo esa calle, tan siniestra con aquella luz pálida, anormalmente tranquila. Pasaron junto a un muro que seguía en pie, la luna desapareció tras él durante unos instantes y volvieron a sentirse como en aquellos primeros días de oscuridad absoluta, cuando había que llegar a casa siguiendo el espeluznante resplandor de las ranuras luminiscentes de las ventanas tapadas. Pero entonces al menos había ruido, tráfico, silbatos y guardias gritando órdenes. Allí el silencio era absoluto, ni siquiera la radio de Frau Dzuris los perturbaba.
– No cambian -dijo Lena en voz baja-. Cuando llegaron, fue tan horrible que pensamos que sería el fin, pero no lo fue, y sigue siendo igual.
– Al menos ahora ya no disparan contra personas -repuso él con ligereza, para cambiar de tema-. Son soldados, nada más. Es su forma de divertirse.
– También entonces se divertían -disintió ella con voz amarga-. ¿Sabes que en el hospital violaron a las que acababan de dar a luz, a las embarazadas? No les importaba. Cualquiera valía. Les gustaban los gritos. Se reían. Creo que los excitaba. Jamás lo olvidaré. Gritos por todo el edificio.
– Eso ya pasó -dijo él, pero ella no parecía oírlo.
– Después tuvimos que vivir bajo su mando. Dos meses, una eternidad. Sabías lo que hacían y después los veías en la calle, y te preguntabas cuándo empezarían de nuevo. Cada vez que miraba a uno, oía los gritos. Pensé que no podría vivir así. Con ellos no…
– Chsss -hizo Jake, y le acarició el pelo igual que un padre que tranquiliza a su hija enferma, intentando hacer que todo pase-. Eso se acabó.
Sin embargo, en su rostro vio que no era así. Lena apartó la cara.
– Vayámonos a casa.
Jake la miró, de espaldas. Quería decirle algo más, pero los hombros de Lena se habían encorvado y lo habían dejado de lado, temerosos de encontrar más soldados en la calle oscura.
– No volverán -dijo, como si importara.
Como la fiesta de despedida de Tommy Ottinger coincidió en parte con el final de la conferencia y sin que fuera ésa su intención, se convirtió en una juerga de despedida a Potsdam. Al menos la mitad de la prensa acreditada se marchaba también de Berlín, y más o menos con la misma información sobre las negociaciones que cuando habían llegado. Después de dos semanas de comunicados insulsos y apretados alojamientos, estaban de sobra dispuestos a celebrar la marcha. Cuando Jake llegó al centro de prensa, ya reinaba un estruendo ensordecedor. Había botellas como para un banquete. Las mesas de las máquinas de escribir se habían apartado a un lado para hacerle sitio a un grupo de jazz, y unas cuantas soldados del Cuerpo Femenino y unas enfermeras de la Cruz Roja se turnaban como reinas del baile en la pista improvisada. Los demás sólo bebían, sentados en los escritorios o apoyados en la pared, gritándose unos a otros para oírse. En un extremo se jugaba una partida de póquer que había empezado hacía semanas, ajena al resto de la sala, aislada por su propia cortina de humo rancio. Ron, con un aspecto muy ufano, circulaba por allí con una carpeta sujetapapeles, apuntando a la gente para visitar Cecilienhof y el complejo de Babelsberg, abierto al fin a la prensa ahora que ya no quedaba nadie.
– ¿Quieres ver el escenario de la conferencia? -le preguntó a Jake-. Claro que tú ya has estado allí.
– Dentro no. ¿Qué hay en Babelsberg?
– Se puede ver dónde dormía Truman. Muy bonito.
– Paso. ¿Qué te tiene tan contento?
– Lo hemos superado, ¿verdad? Harry ha vuelto con Bess. El tío Stalin está… Bueno, quién coño sabe. Y todo el mundo se ha portado bien. Al menos casi todos -dijo, y miró a Jake antes de esbozar una sonrisa-. ¿Has visto el noticiario?
– Sí. De eso quería hablarte.
– Es sólo parte del servicio. Creo que saliste muy bien.
– Vete a la mierda.
– ¿Así me lo agradeces? Cualquier otro estaría encantado. Por cierto, deberías comprobar tus mensajes. Hace días que tengo esto para ti. -Sacó un telegrama y se lo dio.
Jake lo desdobló. «Noticiario por todas partes. ¿Dónde estás? Envía relato primera persona sobre rescate enseguida. Exclusiva Collier's. Enhorab. Qué hazaña.»
– Joder -dijo Jake-. Deberías contestarles tú.
– ¿Yo? No soy más que un chico de los recados. -Volvió a sonreír-. Usa la imaginación, ya se te ocurrirá algo.
– Me preguntó qué harás cuando se acabe la guerra.
– ¡Eh, estrella del celuloide! -Tommy se acercó y le puso a Jake una mano en el hombro-. ¿Y tu copa?
Ya tenía toda la calva reluciente de sudor.
– Aquí -dijo Jake al tiempo que le quitaba el vaso de la mano-. Parece que estés bebiendo por dos.
– ¿Por qué no? Auf wiedersehen a este infierno. Bueno, Ron, ¿quién se queda con mi habitación? Lou Aaronson me lo ha preguntado.
– ¿Qué soy, el recepcionista? Tenemos una lista así de larga. Claro que hay quien no usa la suya. -Otra mirada a Jake.
– He oído decir que Breimer sigue por aquí -dijo Jake.
– Hará falta que aprueben una ley en el Congreso para sacar de aquí a ese gilipollas -repuso Tommy, atragantándose un poco con las palabras.
– Bueno, bueno -terció Ron-. Un poco de respeto.
– ¿Qué está tramando? -preguntó Jake.
– Nada bueno -contestó Tommy-. No ha tramado nada bueno desde que ese Harding era presidente, joder.
– Ya estamos otra vez -dijo Ron, torciendo el gesto-. El viejo lobo de Tinturas de Estados Unidos. Déjalo ya de una vez, ¿quieres?
– Vete a cagarte en tu sombrero. ¿Qué sabes de eso?
Ron se encogió de hombros con afabilidad.
– No mucho. Sólo que nos han hecho ganar la guerra.
– ¿Ah, sí? Bueno, pues yo también, pero yo no soy rico y ellos sí. ¿Qué te parece eso?
Ron le dio un palmetazo en la espalda.
– Rico de espíritu, Tommy, rico de espíritu -dijo, sirvió una copa y se la dio-. Invita la casa. Hasta luego. Allí hay una enfermera que quiere ver dónde dormía Truman.
– No te olvides de la habitación -exclamó Tommy a su espalda mientras Ron se perdía ya en el gentío. Bebió un poco-. Y pensar que no es más que un crío, con años por delante…
– Bueno, ¿y tú qué sabes, Tommy? Brian me ha dicho que a lo mejor tenías una historia para mí.
– ¿Conque sí? ¿Te interesa?
– Te escucho. ¿Qué pasa con Breimer?
Tommy meneó la cabeza.
– Es una historia de Washington. -Levantó la mirada-. Mía, por cierto. Destaparé a ese hijo de puta aunque tenga que revisar todas las patentes yo mismo. Es la leche. Cómo enriquecerse más y más.
– ¿Cómo lo hacen?
– ¿Quieres que te lo cuente? Sociedades de cartera. Licencias. Un jodido laberinto de papelorio. La mayoría de las veces ni siquiera sus abogados saben desentrañarlo. Tinturas y Productos Químicos de Estados Unidos. Ya sabes que estaban ahí con Farben -explicó, y levantó dos dedos cruzados-. Antes de la guerra. También durante la guerra. Se comparten las patentes y una mano lava a la otra. Sólo que, cuando hay una guerra en marcha, no se hacen negocios con una empresa del enemigo. Da mala imagen. Así que el dinero se paga en otro lugar: en Suiza, a una empresa diferente. Nada que ver contigo, salvo, qué curioso, que en la junta directiva se sientan los mismos. Así cobras gane quien gane.
– No es muy bonito -dijo Jake-. ¿Puedes demostrarlo?
– No, pero lo sé.
– ¿Cómo?
– Porque soy un gran periodista -dijo Tommy tocándose la nariz, después miró al interior de su vaso-. Si logro aclararme entre tanto papel. Debería ser sencillo descubrir quién es el dueño de algo, ¿verdad? Pues esta vez no. Está todo confuso, tal como les gusta. Pero yo lo sé. ¿Te acuerdas de Blaustein, el del cartel? Farben era su criaturita. Dijo que me echaría una mano. Está todo allí, en Washington, en algún lugar. Sólo hay que echarle mano al documento adecuado. Claro que hay que querer encontrarlo -dijo al tiempo que levantaba su vaso en dirección a sus colegas, que atestaban la bulliciosa sala bailando con las soldados del Cuerpo Femenino.
– Entonces, ¿qué está haciendo Breimer en Berlín?
– Cerrar acuerdos tácticos para agilizar las cosas. Ayudar a sus viejos amigos. Aunque no está avanzando mucho. -Sonrió-. Hay que entregárselo a Blaustein. Si haces suficiente ruido, al final alguien se para a escucharte. Joder, incluso nosotros prestamos atención de vez en cuando. Por eso ahora nadie quiere acercarse a Farben, apesta demasiado. El GM ha establecido un tribunal especial sólo para ellos. Y los pillarán bien: están de crímenes de guerra hasta el cuello. Ni siquiera Breimer podrá quitárselos de encima. Intenta desprestigiar el programa de desnazificación con todos esos discursos que da, pero ni siquiera eso le servirá de nada esta vez. Todo el mundo sabe lo de Farben. Joder, pero si construyeron una planta en Auschwitz. ¿Quién va a arriesgarse por gente así?
– ¿Ya está? ¿Discursos? -soltó Jake, que empezaba a tener la sensación de que, al final, a lo mejor Ron tenía razón y Tommy estaba con lo mismo de siempre, sin tocar con los pies en el suelo. ¿Qué otra cosa podía estar haciendo Breimer?
– Bueno, hace lo que puede. Los discursos son una parte. Nadie está muy seguro de qué significa eso de la desnazificación. ¿Dónde está el límite? Así que él sigue arremetiendo contra el tema y dentro de nada todo el mundo tendrá las cosas mucho menos claras. La gente quiere irse a casa, no descubrir nazis, que es justamente lo que espera Tinturas de Estados Unidos, para que sus amigos puedan volver a trabajar. Pero no todos están en la cárcel. Según tengo entendido, les está ofreciendo contratos de trabajo.
Jake levantó la cabeza.
– ¿Contratos de trabajo?
– Las patentes ya las tienen, ahora quieren conseguir personal. Nadie quiere quedarse en Alemania. De cualquier forma, seguramente todo esto acabará siendo comunista, ¿qué haremos entonces? Ahora el problema es hacerlos entrar. El Departamento de Estado ha tomado la curiosa decisión de no expedir visados a los nazis, pero, puesto que todo el mundo fue nazi y, aun así, el ejército los quiere, la única manera de entrar es encontrar un avalista. Alguien que pueda decir que resultaron fundamentales para sus operaciones.
– Como Tinturas de Estados Unidos.
Tommy asintió.
– Y tendrán los contratos del Departamento de Guerra para demostrarlo. El ejército se queda con los lumbreras y Tinturas de Estados Unidos consigue un buen contrato para ponerlos a trabajar. Todo el mundo contento.
– ¿Estamos hablando de gente de Farben? ¿Químicos?
– Por supuesto. Serían trabajadores perfectos para Tinturas de Estados Unidos. Hablé con uno. Quería saber cómo era Utica.
– ¿Alguien más, que no sea de Farben?
– Podría ser. Mira, piénsalo así: Tinturas de Estados Unidos hará todo lo que quiera el ejército, su negocio es el ejército. El ejército quiere un experto en túneles aerodinámicos, pues ellos se lo encuentran, sobre todo si el ejército les consigue una concesión para un túnel aerodinámico. Ya sabes cómo funciona eso. La historia de siempre.
– Sí, con un nuevo elemento, trabajos para nazis.
– Eso depende de lo mucho que apesten los informes. Nadie va a buscarle trabajo a Goering. Sin embargo, la mayoría se limitaron a agachar la cabeza. Fueron nazis sobre el papel. Qué demonios, éste era un país nazi. Y lo cierto es que son buenos, ésa es la cuestión. Los mejores del mundo. Si hablas con los de las unidades técnicas, se les ponen los ojitos soñadores sólo con pensar en ellos. Como si en realidad hablaran de coñitos. Ciencia alemana. -Meneó la cabeza y echó otro trago-. Este país es la leche, si lo piensas. No tienen recursos. Lo han sacado todo de laboratorios. Goma. Combustible. Lo único que tenían era carbón, y mira lo que han conseguido.
– Casi -repuso Jake-. Míralo ahora.
Tommy esbozó una sonrisa triste.
– Bueno, no he dicho que estuvieran bien de la cabeza. ¿Qué clase de gente seguiría a Hitler?
– Frau Dzuris -se dijo Jake.
– ¿Quién?
– Nadie, pensaba en voz alta. Oye, Tommy -comentó con aire sombrío-. ¿Has oído comentar que una gran cantidad de dinero cambiara de manos?
– ¿Para los alemanes? ¿Me estás tomando el pelo? No hace falta sobornarlos, están deseando marcharse. ¿Qué les queda aquí? ¿Has visto últimamente alguna planta química con un cartel de «Se necesita personal»?
– Y, mientras tanto, Breimer los va reclutando.
– A lo mejor, un poco por su cuenta. Es de los que no saben estarse quietos. -Levantó la vista del vaso-. ¿Por qué te interesa?
– Tendrá muchísimo dinero para repartir por ahí -dijo Jake sin responder-. Si quería algo…
– Hmmm -repuso Tommy, mirándolo de reojo-. ¿Adonde quieres ir a parar?
– A ningún sitio. De verdad. Estoy curioseando.
– ¿Y eso por qué? Te conozco. Farben no te importa una mierda, ¿verdad?
– No. No te preocupes, la historia es toda tuya.
– Entonces, ¿por qué me estás sonsacando?
– No sé. La fuerza de la costumbre. Mi madre decía que, siempre que se escucha, se aprende algo.
Tommy se echó a reír.
– Tú no tuviste madre -dijo-. No puede ser.
– Claro que sí. Incluso Breimer tiene una -bromeó Jake-. Seguro que está muy orgullosa.
– Sí, y él sería capaz de venderla si le dejas el dinero a cuenta. -Dejó el vaso en la mesa-. Seguramente es la presidenta de su condenado club de campo y, mientras, su chico va acumulando sobres de Tinturas de Estados Unidos. Qué gran país.
– Como ningún otro -repuso Jake con ligereza.
– Estoy impaciente por volver y destapar todo este embrollo. Oye, hazme un favor. Si tropiezas con alguna información sobre Breimer, dímelo, ¿quieres? Ya que estás curioseando…
– Serás el primero en saberlo.
– Y no me llames a cobro revertido, joder, que me debes una.
Jake sonrió.
– Te voy a echar de menos, Tommy.
– A mí y a Muelas Podridas. ¿Qué narices se propone ahora? -dijo, inclinando la cabeza hacia el redoble que procedía de la banda.
Ron estaba de pie frente al grupo con un vaso en la mano.
– Atención, por favor, no puede haber una fiesta sin brindis.
– ¡Brindis! ¡Brindis! -Gritos en toda la sala, seguidos de un coro de llaves repiqueteando contra los vasos.
– Ven aquí, Tommy.
Gruñidos y silbidos, el simpático alboroto de una fiesta de hermandad. La gente no tardaría mucho en hacer equilibrios con el vaso sobre la cabeza. Ron empezó a decir algo sobre el más excelso grupo de reporteros con el que había trabajado jamás y después sonrió mientras el público lo hacía callar a gritos, alzó la mano y finalmente acabó levantando el vaso con un «Buena suerte». Algunos aviones de papel amarillo para máquina de escribir volaron desde la concurrencia y aterrizaron en la cabeza de Ron, que tuvo que agacharse, riendo.
– ¡Que hable! ¡Que hable!
– Que os den por culo -dijo Tommy, acertando en el tono, y el público estalló una vez más en silbidos.
– Vamos, Tommy, ¿qué tienes que decir? -Una voz junto a Jake: Benson, de Stars and Stripes, afónico de tanto gritar.
Tommy sonrió y alzó su vaso.
– En esta ocasión histórica…
– ¡Anda ya!
Abucheos y otro avión de papel que salió volando.
– Bebamos por la navegación libre y no restringida de todas las vías fluviales internacionales.
Para sorpresa de Jake, el público enloqueció y prorrumpió en alaridos de risa seguidos de proclamas de «¡Por las vías fluviales navegables! ¡Por las vías fluviales navegables!». Tommy vació su vaso y la banda empezó a tocar otra vez.
– ¿Qué broma es ésa? -le preguntó Jake a Benson.
– La gran ocurrencia de Truman en la conferencia. Dicen que la cara que se le quedó al tío Stalin valía un millón de pavos.
– Me tomas el pelo.
– Qué va. De verdad insistió en que fuera uno de los puntos del día.
– Pensaba que las sesiones eran secretas.
– Esa fue demasiado buena para mantenerla en secreto. Se produjeron algo así como cinco filtraciones en cuestión de cinco minutos. ¿Dónde has estado?
– Ocupado.
– No hubo quien se lo quitara de la cabeza. El camino hacia una paz duradera. -Se echó a reír-. Abrir el Danubio.
– ¿Supongo que no llegaría al acuerdo final?
– ¿Estás loco? Fingieron que no había ocurrido. Como un pedo en una iglesia. -Miró a Jake-. ¿Ocupado en qué?
Después del brindis, la fiesta se alborotó aún más, el escándalo de la música constante y las voces que cada vez gritaban a mayor volumen siguió incrementándose hasta que al final se convirtió en un único sonido penetrante, como el vapor que sale silbando de una válvula. A nadie parecía importarle. Las enfermeras estaban muy solicitadas en la pista de baile, pero el bullicio tenía ese timbre masculino de todas las fiestas de la ocupación, casi como una despedida de soltero, porque las normas de no confraternización confinaban a las chicas civiles al mundo de sombras de los clubs de la Ku'damm y los manoseos entre las ruinas. Liz llamó a Jake desde la pista y le pidió con gestos que fuera a bailar con ella, pero él declinó con una imitación de saludo militar y se fue a la barra. Un cuarto de hora más, por cortesía, y volvería a casa con Lena.
La sala entera daba saltos, como si todo el mundo estuviese bailando, excepto los jugadores de póquer del rincón, cuyo único movimiento era el de ir dejando metódicamente cartas sobre la mesa. Jake miró al final de la barra y sonrió. Otro reducto de tranquilidad. Muller tenía cara de estar allí a regañadientes. Era más que nunca la viva imagen del juez Harvey: pelo canoso, sobrio, como un vigilante en un baile de instituto.
Jake recibió un codazo y sintió que la cerveza se le derramaba por la manga. Se apartó de la barra para dar una última vuelta por la sala. Oyó carcajadas procedentes de un grupito: Tommy volvía a las andadas. En la pared, cerca de la puerta, había un tablón de corcho repleto de hojas de noticias clavadas con chinchetas y titulares fuera de contexto. Allí estaba su artículo sobre Potsdam; los márgenes, como los de todos los demás, estaban llenos de comentarios garabateados en clave. NETMA, no es tu mejor artículo. Una pieza sobre la salida de Churchill de la conferencia. DEO, digno de la edad de oro. Los acrónimos encomiosos del centro de prensa, tan crípticos y burlones como las contraseñas de un club de colegiales. Cómo había pasado la guerra.
– ¿Admirando tu obra?
Jake se volvió y se encontró con Muller. Su uniforme del ejército seguía bien almidonado en aquella sala sudorosa.
– ¿Qué significa, por cierto? -preguntó el coronel señalando a los garabatos.
– Son comentarios, en siglas. UDM -dijo Jake-. Uno de los mejores. NETMA, no es tu mejor artículo. Cosas así.
– Tienen ustedes más siglas que en el ejército.
– Aún tiene que llover mucho para eso.
– La única que no dejo de oír últimamente es JRO: joderos, he recibido las órdenes. De volver a casa -explicó, como si Jake no lo hubiera entendido-. Supongo que también usted regresará pronto, ahora que Potsdam ha concluido.
– No, todavía no. Sigo trabajando en algo.
Muller se lo quedó mirando.
– Es cierto. El mercado negro. Lo vi en Collier's. ¿Hay más?
Jake se encogió de hombros.
– Verá, cada vez que sale un artículo así, alguno de nosotros acaba con un día extra de trabajo para explicarlo.
– A lo mejor lo que deberían hacer es acabar con el mercado.
– Lo intentamos, aunque no lo crea.
– ¿Cómo?
Muller sonrió.
– Como lo hacemos todo. Con nuevas regulaciones, aunque incluso en regular se tarda.
– Sobre todo si parte de quienes tienen que hacerlo también envían dinero a casa.
Muller le lanzó una mirada hiriente, pero luego se contuvo.
– Venga a fumar un cigarrillo -dijo, una orden discreta.
Jake salió tras él. Una hilera de jeeps se extendía a lo largo de la polvorienta explanada de Argentinischeallee, pero, por lo demás, la calle estaba desierta.
– Ha estado muy ocupado -dijo Muller mientras le pasaba un cigarrillo-. Lo he visto en el noticiario.
– Sí, ¿qué le parece?
– También me han dicho que alguien ha estado preguntando en Francfort por nuestro amigo Tully. ¿Supongo que ha sido usted?
– Se le olvidó comentarme que era un personaje tan pintoresco. Hauptmann Sobornos.
– Meister Sobornos, ya que le tiene usted tanto amor a la exactitud. No es que eso importe. Viene a ser lo mismo. -Otra débil sonrisa-. No era nuestro mejor hombre.
– La fusta es un bonito toque. ¿Llegó a utilizarla?
– Esperemos que no. -Dio una calada-. ¿Ha encontrado lo que buscaba?
– Estoy en ello. No gracias al GM. ¿Quiere decirme por qué ha estado intentando despistarme? Por amor a la exactitud.
– Nadie ha intentado despistarle.
– ¿Y el informe de balística? Faltaba una hoja. Supongo que se traspapeló.
Muller no dijo nada.
– Se lo preguntaré otra vez, ¿por qué estaba intentando despistarme?
Muller suspiró y tiró el cigarrillo al suelo.
– Es muy sencillo. No quiero que escriba ese artículo. ¿Me expreso con suficiente claridad? Algún personaje de los bajos fondos se mete en líos en el mercado negro, y los periódicos se ponen a clamar sobre la corrupción del GM. No necesitamos eso. -Miró a Jake-. Nos gusta limpiar nuestra propia porquería.
– ¿También un asesinato? Con una bala americana.
– También eso -dijo Muller con serenidad-. No sé si sabrá que tenemos una División de Investigación Criminal. Saben hacer su trabajo.
– Mantenerlo en secreto, quiere decir.
– No, llegar al fondo del asunto… sin escándalos. Vuelva a casa, Geismar -dijo con desaliento.
– No.
Muller alzó la vista, asombrado ante una respuesta tan brusca.
– Podría obligarle. Está aquí con un permiso, igual que los demás.
– No hará nada semejante. Soy un héroe, salgo en las películas. No querrá expulsarme de la ciudad justo ahora. ¿Qué impresión daría?
Muller se lo quedó mirando unos instantes y luego sonrió con renuencia.
– Admito que hay opciones mejores. De momento.
– Pues ¿por qué no deja esa formalidad militar durante cinco segundos y coopera un poco conmigo? Tiene un cadáver americano. La DIC no va a hacer nada al respecto y usted lo sabe. No le vendría mal algo de ayuda.
– ¿La suya? No es policía, sólo es un grano en el culo. -Hizo una mueca-. Bueno, ¿y qué me dice de dejar que cumpla mi servicio con tranquilidad? Vaya a causar problemas a alguna otra parte.
– Mientras tanto, quizá le interese saber que el dinero que llevaba encima era ruso.
La cabeza de Muller se alzó como por un resorte, después permaneció inmóvil. Lo único que siempre conseguía llamar la atención del GM.
– Sí, me interesa -dijo, mirándolo fijamente-. ¿Cómo lo sabe?
– Por el número de serie. Pregunte a los chicos de la DIC, si son tan profesionales. ¿Aún me quiere fuera del caso?
Muller miró al suelo y movió un pie en un pequeño círculo, como si estuviera tomando una decisión.
– Oiga, nadie intenta despistarle. Le conseguiré el informe de balística.
– No se moleste, ya lo he visto.
Muller levantó la cabeza.
– No preguntaré cómo.
– Pero, puesto que está siendo tan amable, podría hacerme otro favor. Para compensármelo. No llevaba encima órdenes de viaje.
– No.
– ¿Ni un visto bueno para el aeropuerto? ¿Quién lo dejó subir al avión? Necesito que alguien hable con los despachadores de vuelos. El dieciséis de julio.
– Pero eso tardaría…
– Supongo que su secretaria encontrará el tiempo. Si pudiera hacer unas llamadas por mí, se lo agradecería. A ustedes les harán caso. A mí me costaría semanas.
– Hasta ahora no ha tenido ningún problema -dijo Muller mirándolo con cautela.
– Pero esta vez tendría algo de ayuda de arriba. Para variar. Ya sabe cómo son estas cosas. Y, ya que la chica se pone, ¿una cosa más? Comprueben si Emil Brandt aparece en alguna lista de pasajeros. Desde la semana anterior. -Reparó en la expresión de desconcierto de Muller-. Es un científico al que Tully hizo saltar de Kransberg. El cubo de la basura. ¿Ha oído hablar de ese sitio?
– ¿Adonde quiere llegar con todo esto? -preguntó Muller con tranquilidad.
– Usted haga que se ocupe de ello.
– El cubo de la basura es una instalación secreta.
Jake se encogió de hombros.
– La gente habla. Pásese más por el centro de prensa. Se sorprendería de lo que se entera uno.
– No puede escribir sobre eso. Es confidencial.
– Ya lo sé. No se preocupe, el cubo no me interesa, sólo Meister Sobornos.
– No estoy seguro de captar la relación.
– Si tengo razón, espere un poco y podrá leerlo en los periódicos.
– Eso es algo que no tengo intención de hacer.
Jake sonrió.
– ¿Por qué no espera a ver cómo acaba? A lo mejor cambia de opinión. -Lo miró con detenimiento y gravedad-. Sin descréditos.
– ¿Me da su palabra?
– ¿La aceptaría? ¿Por qué no decir simplemente que cuenta con mis mejores intenciones y lo dejamos ahí? Aunque le agradeceré esas llamadas.
Muller asintió con calma.
– Está bien, pero quiero que haga una cosa por mí, que trabaje con los chicos de la DIC.
– ¿Copias por triplicado? No, gracias.
– No pienso dejarlo suelto como una bomba de relojería. Trabajará con ellos, ¿entendido?
– ¿Ahora estoy en el equipo? Hace un minuto me estaba enviando a casa.
Muller dejó caer los hombros.
– Eso era antes de que los rusos estuvieran involucrados -dijo con ánimo sombrío-. Ahora tenemos que saberlo. Aunque nos obligue a contar con usted. -Hizo una pausa para pensar-. ¿Está seguro de lo del dinero? ¿Los números de serie? Es la primera noticia que tengo. Pensaba que eran todos iguales.
– Llevan una raya. Un amigo del mercado negro me ha informado. Ellos se fijan en esos detalles. Resulta que en el Departamento del Tesoro no son tan idiotas como creía usted.
– Eso hace que me sienta muchísimo mejor. -Muller se irguió-. Ojalá le sucediera lo mismo a usted. Está bien, volvamos dentro antes de que cambie de opinión -dijo.
Condujo a Jake hacia la puerta, pero se detuvieron en el umbral, aturdidos por el ruido. Una conga serpenteaba por la sala y se veían piernas volando al son de «Un, dos, tres, ¡patada!», aunque cada cual a su ritmo.
– Las damas y los caballeros de la prensa -dijo Muller, sacudiendo la cabeza-. Dios mío, ojalá estuviera todavía con el ejército. ¿Una copa?
– Tómese una por mí, yo me voy a casa.
– ¿Y eso dónde es, últimamente? No lo he visto mucho en las cenas. ¿Está de visita en algún otro sitio?
– Coronel. Hay ciertas normas al respecto.
– Hmmm, y se cumplen estrictamente -replicó él con ironía-. Como todo lo demás. -Hizo ademán de marcharse, pero se detuvo-. ¿Geismar? No haga que me arrepienta de esto. Todavía puedo enviarlo a casa de una patada en el trasero.
– Lo tendré presente -repuso Jake-. Pero haga esas llamadas, por favor.
Se despidió de Tommy, que ya se había puesto sentimental y daba abrazos de oso. La conga se había deshecho y con ella se había acabado el baile, pero la fiesta no daba muestras de decaer. El nivel etílico había alcanzado ese punto en que los chistes podían convertirse en discusiones sin que nadie se diera cuenta. Liz sacaba fotografías de grupo: una fila de reporteros con los brazos sobre los hombros y rígidas sonrisas de agotamiento. Alguien llegó con más hielo y recibió una gran aclamación. Era hora de irse. Jake estaba casi en la puerta cuando Liz lo alcanzó.
– Eh, Jackson. ¿Qué tal tu vida amorosa?
Llevaba los zapatos en una mano y la funda de la cámara en la otra, sus ojos brillaban por el alcohol.
– Bien. ¿Qué tal la tuya?
– Inexistente, ya que preguntas.
– ¿Ya no estás con el apuesto Joe?
– No te quites la camisa todavía, que vuelve mañana. -Puso una cara divertida-. Siempre vuelven. ¿Y si me llevas? No creo que pueda llegar con esto -dijo levantando los zapatos.
– ¿Los pies no te sostienen? -preguntó Jake con una sonrisa.
– ¿Estos? Hace una hora que se han rendido.
– Vamos.
– Toma -dijo Liz, y le dio los zapatos-. Espera que recoja la bolsa.
Jake se quedó allí de pie, con los zapatos colgando de los dedos, y vio cómo Liz se abría paso hasta la mesa y se peleaba con una correa que le resbalaba del hombro cada vez que ella se la colocaba. Al final, Jake se acercó, le cogió la bolsa y se la echó al hombro.
– Vaya, qué amable eres. Es un asco de correa.
– Vamos, te irá bien el aire fresco. ¿Qué llevas aquí dentro?
Liz soltó una risita.
– Ah, se me olvidaba. A ti. Te llevo a ti. Espera un momento -dijo, lo hizo parar y empezó a toquetear la cremallera-. Recién salidas del cuarto oscuro. Bueno, no tanto… Hace días que las llevo encima. -Sacó unas fotografías y las fue pasando para encontrar la que buscaba-. Aquí la tenemos. Nuestro hombre en Berlín. No está nada mal, teniendo en cuenta las circunstancias.
Jake se vio en la mitad derecha de la imagen, saliendo del Centro de Documentación. Poco pelo en las sienes, expresión de sorpresa.
– He salido mejor en otras -dijo.
La misma sensación que había tenido al ver su reflejo en el escaparate del KaDeWe: otra persona, no el hombre de la foto de su pasaporte.
– Eso es lo que tú crees.
A la izquierda se veía a Joe posando, alto y rubio como una postal aria. Uno de los chicos de las unidades técnicas, según Brian. Amigo de Breimer. Jake dejó la fotografía sobre el montón, pero después se paró un momento y volvió a cogerla para mirarla otra vez.
– Eh, Liz -dijo, mirándola-. ¿Cómo se apellidaba Joe?
– Shaeffer. ¿Por qué?
Un nombre alemán. Meneó la cabeza.
– Por nada, a lo mejor. ¿Puedo quedármela?
– Claro -dijo Liz, alegre-. Tengo un millón más de donde he sacado ésta.
Rubio, como un alemán, eso había dicho Frau Dzuris. Todo encajaba, pero ¿sería él? En la fotografía se los veía a Jake y a él en los escalones, como si hubiesen estado juntos todo el rato, otro truco de la cámara. Nada era lo que parecía.
Se miró el reloj. Frau Dzuris estaría acostándose ya. La molestaría llamando a la puerta, pero aún no estaría dormida. Agarró a Liz del brazo y tiró de ella por la pista.
– ¿Dónde está el fuego?
– Vayámonos ya, tengo que ver a alguien.
– Aaah -exclamó ella. Alargó el brazo y cogió los zapatos-. Esta vez no. Que se ponga los suyos.
Jake no le hizo caso y se apresuró hacia el jeep.
– No es asunto mío, pero… -empezó a decir Liz mientras subía.
– Pues no digas nada.
– Qué susceptible -dijo ella, pero no insistió más. Se reclinó en el asiento cuando arrancaron-. ¿Sabes lo que eres? Un romántico.
– Primera noticia.
– Sí que lo eres -dijo ella, y asintió con la cabeza como si mantuviera una conversación consigo misma.
– ¿Qué hace Joe en Berlín? -preguntó Jake.
Sin embargo, el alcohol se había llevado a Liz a alguna otra parte. Se echó a reír.
– Tienes razón. Él sí que no lo es. De todas formas, ¿a ti qué te importa? -Lo miró-. No es nada serio, ¿sabes? Él sólo… está por aquí.
– ¿Haciendo qué?
Liz hizo un ademán con la mano.
– Nada, está por aquí.
Apoyó la cabeza en el asiento como si fuera una almohada, como si le costara demasiado sostenerla erguida con los baches de la calzada. Jake creyó por un momento que iba a quedarse dormida, pero entonces Liz, distraída, dijo:
– Me alegro de que te guste la foto. Es un disparador rápido. Zeiss. Nada borroso.
Lo borroso, en cambio, parecía estar en su dicción. Habían rodeado el antiguo edificio de la Luftwaffe y se dirigían a Gelferstrasse, ya casi habían llegado. Jake dejó el motor en punto muerto frente al alojamiento y cogió la bolsa.
– ¿Te las arreglarás? -preguntó mientras le colgaba la correa.
– ¿Todavía tienes prisa? Pensaba que vivías aquí.
– Esta noche no.
– Está bien, Jackson -dijo Liz con dulzura-. Iré andando.
Entonces, para su asombro, se inclinó y le dio un beso en la boca.
– ¿Y esto por qué? -dijo Jake cuando Liz se enderezó.
– Quería saber cómo era.
– Has bebido demasiado.
– Sí, bueno -repuso ella con pudor mientras recogía la bolsa y bajaba del jeep-. Tampoco es que tenga el don de la oportunidad. -Se volvió hacia el coche-. Es curioso cómo funciona esto. Aunque podría haber sido bonito, ¿no te parece?
– Quizá.
– Todo un caballero -dijo ella, tirando de la bolsa-. Seguro que también fingirás haberlo olvidado por la mañana.
Lo cierto es que no pudo quitárselo de la cabeza hasta llegar a Wilmersdorf: el inesperado misterio de las personas, de quiénes eran en realidad. Había estado en lo cierto respecto a Frau Dzuris. Estaba a punto de acostarse cuando le abrió la puerta, tapándose con la bata, asustada por la visita tardía. También había acertado con la fotografía.
– Sí, ¿lo ve? Igual que un alemán -dijo Frau Dzuris-. Ése fue. ¿Lo conoce? ¿Es amigo suyo?
Sin embargo, en la penumbra de la entrada, los ojos de Jake no miraban la fotografía, sino la tela vacía del pecho izquierdo de la mujer, donde una vez había lucido una insignia.
Al día siguiente era Liz la que no recordaba nada. Se iba a Potsdam en una de las visitas guiadas de Ron, con un grupo menguado por las resacas, y pareció sorprenderse de que Jake sacara a Joe a colación.
– ¿Para qué quieres verlo?
– Tiene una información que me interesa.
– Ah. ¿Qué clase de información?
– Personas desaparecidas.
– ¿Piensas explicármelo?
– ¿Piensas decirme dónde está?
Liz se encogió de hombros en señal de rendición.
– Ha quedado conmigo, de hecho. En Potsdam.
– ¿Por qué en Potsdam?
– Me va a conseguir una cámara.
Jake señaló la que llevaba encima, la del valioso disparador rápido.
– ¿También te consiguió ésa?
– ¿A ti qué te importa? -Sonrió y volvió las palmas de las manos hacia arriba-. Es generoso.
Jake esbozó una sonrisa.
– Sí, con las cámaras requisadas. ¿Te dijo de dónde la sacó?
– Pregúntaselo tú mismo. ¿Vienes o no?
Señaló el vehículo de Ron, un viejo Mercedes.
En la parte de atrás había dos reporteros medio dormidos, con las piernas estiradas, esperando a que empezara la excursión.
– Vais completos. Os seguiré.
– Será mejor que no te alejes de mí. Ya ves lo que pasó la última vez.
Así que al final Liz fue con él en el jeep. Siguieron al Mercedes de Ron hasta llegar a la Avus, pero después lo perdieron cuando aceleró por la autopista para adelantar a la caravana de coches que salían de Berlín. Le sorprendió encontrar tanto tráfico. Parecía que, con aquel día soleado, todo el mundo iba a Potsdam: camiones, jeeps y coches como el de Ron, requisado de un garaje y con nuevo propietario. Un viejo Horch negro repleto de rusos los seguía con cierta dificultad, pero los demás vehículos aceleraban por la autopista, como antes de la guerra, mientras los árboles de Grunewald pasaban a toda velocidad.
Al llegar a la ciudad, Jake reparó en los estragos de los bombardeos, que la vez anterior le habían pasado por alto. El Stadtschloss, una ruina sin tejado, se había llevado la peor parte. De la larga columnata sólo quedaban algunas secciones que daban a la plaza del mercado. La iglesia de San Nicolás, enfrente, había perdido la cúpula. Las cuatro torres de sus esquinas parecían más que nunca extraños minaretes. Sólo el viejo ayuntamiento parecía haber sobrevivido. Allí Atlas seguía en lo alto de su torre redonda, sosteniendo una bola del mundo dorada. Parecía un chiste malo: los bombarderos británicos habían salvado el kitsch.
La plaza de Alten Markt, sin embargo, bullía de actividad. Un tranvía desvencijado pasaba por delante del obelisco, y la gran explanada estaba muy concurrida: cientos, tal vez un millar de personas caminaban entre pilas de mercancías, negociando sin esconderse, con tanto bullicio como en el mercado medieval que había dado nombre a la plaza. A Jake, curiosamente, le recordó al zoco de El Cairo: un denso escenario de intercambio, vendedores que cazaban a los clientes tirándoles de la manga, una atmósfera llena de idiomas; pero deslavazado, sin sandías abiertas ni pirámides de especias, sólo pares de zapatos desgastados, figuritas de cerámica desconchadas y ropa de segunda mano, armarios vaciados y puestos a la venta. Sin embargo, al menos carecía del aire furtivo del mercado del Tiergarten, donde siempre había que estar ojo avizor por si aparecía la policía militar. Los rusos no vigilaban, compraban, ansiosos por volver a los negocios después de la interrupción de la conferencia. Nadie hablaba en susurros. Pasaron dos soldados cargados con un reloj de pared en equilibrio sobre la cabeza. Nada de eso habría estado allí cuando llegó Tully. Jake imaginó, por el contrario, una reunión en alguna esquina tranquila. Quizás en el Neuer Garten, a unos pasos del agua. ¿Para vender qué?
Dejaron el jeep cerca del espacio vacío en el que se había alzado el Portal de Fortuna y caminaron hacia el gentío. Liz no dejaba de hacer fotografías. El coche de Ron no se veía por ninguna parte, seguramente seguía camino de la villa de Truman. A Jake le hizo gracia ver que el Horch que los habían seguido había tenido que encajarse detrás del jeep; el único lugar de Berlín con problemas de aparcamiento.
– ¿Dónde has quedado con él? -preguntó Jake.
– Junto a la columnata, pero aún es pronto. Mira eso. ¿Crees que es porcelana Meissen auténtica?
Levantó una sopera con asas de bordes dorados y rosadas flores de manzano, algo que habría encontrado a montones en Karstadt antes de la guerra. La demacrada y encorvada alemana que la vendía cobró vida de repente.
– Meissen, ja. Natürlich.
– ¿Qué vas a hacer con eso? -preguntó Jake-. ¿Sopa?
– Es bonita.
– Lucky Strike -dijo la mujer con un fuerte acento-. Camel.
Liz le dio la sopera y le indicó por gestos que posara. Cuando la cámara disparó, la mujer sonrió con nerviosismo sosteniendo la sopera, esperando venderla aún. Jake se apartó, incomodado. Se sentía avergonzado, como si le estuvieran robando algo, igual que en esos pueblos primitivos donde creían que la cámara capturaba el alma.
– No deberías hacer eso -dijo cuando se fueron.
La mujer, decepcionada, les gritaba en alemán.
– Colorido local -dijo Liz con despreocupación-. ¿Por qué todas llevan pantalones?
– Son uniformes viejos. A los hombres no les está permitido, así que los llevan las mujeres.
– Ellas no -repuso, señalando a dos chicas con vestidos de verano que hablaban con unos soldados franceses cuyas boinas rojas relucían como plumas de pájaro entre todo ese caqui y ese gris.
– Ellas venden otra cosa.
– ¿En serio? -preguntó Liz con curiosidad-. ¿Sin esconderse de nadie?
Sin embargo, las chicas posaron para ella con un brazo alrededor de la cintura de los soldados, menos tímidas que la mujer de la porcelana.
Habían recorrido un semicírculo alrededor del obelisco, pasando por delante de vendedores de cigarrillos, relojes y montones de latas del economato militar. Un hombre había extendido varias alfombras en los escalones de la iglesia de San Nicolás, un irreal toque de Samarcanda. No muy lejos había un veterano con un solo brazo; ofrecía una caja de herramientas que ya no le eran útiles. A su lado, una mujer con dos niños sostenía un par de zapatos de bebé.
Encontraron a Shaeffer cerca del extremo norte de la columnata, mirando unas cámaras.
– ¿Recuerdas a Jake? -preguntó Liz despreocupadamente-. Te buscaba.
– ¿Ah, sí?
– ¿Has encontrado algo? -se interesó Liz al tiempo que le cogía una cámara de las manos y se la llevaba a la cara.
– Sólo una Leica vieja. Nada que valga la pena. -Se volvió hacia Jake-. ¿Buscas una cámara?
– No, a menos que tenga una lente de Zeiss -dijo Jake mientras señalaba con la cabeza a la cámara de Liz-. ¿La conseguiste en la fábrica?
– Esa fábrica está en zona soviética, que yo sepa -repuso Shaeffer, mirándolo con atención.
– Tenía entendido que una de nuestras unidades técnicas les había hecho una visita.
– ¿Ah, sí?
– Pensaba que a lo mejor se habían llevado unos cuantos recuerdos.
– ¿Por qué iban a hacer eso? Aquí puede uno encontrar lo que quiera. -Extendió la mano en dirección a la plaza.
– ¿Así que no has estado allí?
– ¿Qué es esto, el juego de las mil preguntas?
– No te embales -le dijo Liz al devolverle la Leica -. Jake siempre hace preguntas. A eso se dedica.
– ¿Sí? Bueno, pues vete a preguntar a otra parte. ¿Estás lista? -le dijo a Liz.
– El bombón de la cámara. -Dos soldados estadounidenses corrían hacia ellos-. ¿Se acuerda de nosotros? ¿Del despacho de Hitler?
– Como si fuera ayer -dijo Liz-. ¿Cómo os va, chicos?
– Ya tenemos las órdenes -dijo uno de ellos-. Nos vamos a finales de semana.
– Qué suerte -dijo Liz, sonriendo-. ¿Queréis una foto para la vuelta? -Y levantó la cámara.
– Eh, genial. Que salga el obelisco, si puede.
Jake siguió la mirada de la cámara hacia los soldados; tras ellos, el mercado girando tras ellos. Se preguntó cómo explicarían aquello en casa: rusos llevándose relojes de muñeca al oído para comprobar que funcionaban, alemanas exhaustas con soperas de porcelana. En la iglesia, dos rusos alzaban una alfombra y un general con medallas se apartaba hacia un lado. Un tranvía llegó a la plaza dividiendo en dos al gentío, y el ruso volvió el rostro hacia la columnata. Sikorsky, con un cartón de cigarrillos. Jake sonrió para sí. Incluso el jefazo iba a sacarse algún extra el día de mercado. ¿O acaso era día de pago para los informantes?
El soldado garabateó algo en un trozo de papel.
– Puede enviarla aquí.
– Vaya, Saint Louis -dijo Liz.
– ¿Usted también?
– De Webster Groves.
– ¡No me diga! Estamos lejos de casa, ¿eh? -comentó el chico mirando al palacio bombardeado.
– Saluda a la gente de allí de mi parte -dijo Liz mientras se alejaban, y luego se dirigió a Shaeffer-: ¿Qué te parece?
– Vamos -dijo, aburrido.
– ¿Una pregunta más? -dijo Jake.
Pero Shaeffer ya había echado a andar.
– ¿Por qué estás buscando a Emil Brandt?
Shaeffer se detuvo y se volvió. Se quedó inmóvil un instante, mirándolo con expresión interrogadora.
– ¿Qué te hace pensar que ando buscando a nadie?
– ¿Porque también yo fui a ver a Frau Dzuris?
– ¿A quién?
– A la vecina de Pariserstrasse.
Otra mirada cruda.
– ¿Qué quieres?
– Soy un viejo amigo de la familia. Al intentar localizarlo me he encontrado con tus huellas en la puerta. ¿Por qué?
– Un viejo amigo de la familia -repitió Shaeffer.
– De antes de la guerra. Trabajaba con su mujer. Así que permíteme que te lo vuelva a preguntar: ¿por qué lo estás buscando?
Shaeffer no dejaba de mirar a Jake, intentaba interpretar su expresión.
– Porque ha desaparecido -dijo por fin.
– De Kransberg, ya lo sé.
Shaeffer parpadeó, sorprendido.
– Entonces, ¿cuál es la pregunta?
– La pregunta es por qué. ¿Por qué lo buscas?
– Si sabes qué es Kransberg, también sabrás eso. Es un huésped del gobierno americano.
– Con una estancia prolongada.
– Eso es. Todavía no hemos acabado de hablar con él.
– Cuando acabéis, ¿podrá marcharse libremente?
– Eso no lo sé. No es mi departamento.
– ¿En qué departamento estás exactamente?
– Eso no es asunto tuyo, joder. ¿Qué coño quieres?
– Yo también quiero encontrarlo. Igual que tú. -Lo miró-. ¿Ha habido suerte?
Shaeffer volvió a mirarlo con gran dureza, después se relajó y respiró hondo:
– No, y ya hace varios días. Nos iría bien un cable. A lo mejor puedes ser tú, un amigo de la familia. No sabemos nada sobre su vida personal, sólo lo que guarda en su cabeza.
– ¿Que es?
Shaeffer miró al suelo.
– Mucho. Es una maldita bomba andante, si habla con quien no debe.
– Te refieres a los rusos.
Shaeffer asintió.
– ¿Dices que conocías a su mujer? ¿Sabes dónde está ahora?
– No -mintió Jake, evitando la mirada de Liz-. ¿Por qué?
– Suponemos que está con ella. No dejaba de hablar de su mujer. Lena.
– ¿Lena? -preguntó Liz.
– Es un nombre muy corriente -le dijo Jake, una señal que dio resultado, porque Liz apartó la mirada y guardó silencio. Jake se dirigió otra vez a Shaeffer-: ¿Y si no quiere que lo encuentren?
– Esa opción no existe -repuso Shaeffer con severidad. Miró su reloj-. Aquí no podemos hablar. Ven a la sede central a las dos.
– ¿Es una orden?
– Lo será si no te presentas. ¿Quieres ayudar o no?
– Si supiera dónde está, no te lo habría preguntado.
– Su pasado, puedes informarnos sobre eso. Tiene que haber alguien a quien haya ido a ver. A lo mejor eres el cable que necesitamos -repitió, después meneó la cabeza-. Joder, nunca se sabe, ¿no?
– Ha pasado mucho tiempo. No sé quiénes eran sus amigos, eso puedo decírtelo ya. Ni siquiera sabía que había sido nazi.
– ¿Y qué? Todo el mundo ha sido nazi. -Shaeffer miró a Jake otra vez con recelo-. ¿Eres uno de ésos?
– ¿De quiénes?
– De los que siguen luchando en la guerra y buscando nazis. No pierdas el tiempo con eso. No me importa que fuera el mejor amigo de Hitler. Lo que queremos saber es lo que tiene aquí -dijo, y se llevó un dedo a la sien.
Un eco de otra conversación a la mesa de la cena.
– Una pregunta más -dijo Jake-. La primera vez que te vi, fuiste a recoger a Breimer. Gelferstrasse, dieciséis de julio. ¿Te suena? ¿Adonde fuisteis?
Shaeffer lo miró y apretó los labios.
– No me acuerdo.
– Esa noche mataron a Tully… Veo que te suena el nombre.
– Me suena, sí -dijo Shaeffer, despacio-. De la DSP de Kransberg. ¿Y qué?
– Pues que está muerto.
– Eso tengo entendido. Que se pudra, si quieres saber mi opinión.
– ¿No quieres saber quién lo hizo?
– ¿Por qué? ¿Para darle una medalla? Sólo le evitó a otra persona tener que hacerlo. Ese tipo no era buena gente.
– Sacó a Emil Brandt de Kransberg, pero eso no te interesa.
– ¿Tully? -preguntó Liz-. ¿El hombre que encontramos?
Jake la miró, sorprendido por su interrupción, y luego miró a Shaeffer: un momento incómodo, porque entonces pensó que a lo mejor Shaeffer había ido detrás de eso desde el principio, que había coqueteado con Liz para averiguar qué sabía. ¿Quién era quién?
– Eso es -respondió, y luego se dirigió a Shaeffer-: Pero eso no te interesa, y tampoco recuerdas adonde llevaste a Breimer.
– No sé adonde quieres ir a parar, pero vete a buscarlo a otra parte. Antes de que se me vaya la mano.
– Muy bien, ya basta -dijo Liz-. Guardaos eso para el ring, yo he venido por una cámara, no a ver cómo os cuadráis. Sois como niños. -Fulminó a Jake con la mirada-. Estás tentando a la suerte. ¿Qué te parece si me sonríes un poco, que quiero acabar este carrete, y luego te vas por ahí como un niño bueno? Y eso va por los dos -le dijo a Shaeffer.
Sorprendentemente, Joe obedeció y se volvió hacia la cámara para posar junto a Jake.
– A las dos en punto, no lo olvides -dijo sin apenas abrir la boca.
– Silencio -ordenó Liz mientras se agachaba un poco para encuadrar la fotografía-. Vamos, sonreíd.
Mientras se inclinaba, en la plaza resonó un disparo seguido de un grito. Jake miró por encima del hombro de Liz. Un soldado ruso corría frente al obelisco, esquivando a la gente que huía ante él como gansos espantados. Otro disparo, a la derecha, de un grupo de rusos que habían empuñado las armas cerca del Horch. Sin embargo, en esa fracción de segundo, Jake vio que los cañones no apuntaban al obelisco, sino que su trayectoria llegaba mucho más allá, justo a la espalda de Liz.
– ¡Al suelo! -exclamó, pero ella, sorprendida, hizo todo lo contrario y se levantó, de modo que la bala la alcanzó en el cuello.
Apenas un instante y, después, otro estallido, un silbido agudo. Shaeffer se tambaleó hacia atrás, también lo habían alcanzado, y se desplomó en el suelo. Antes de que Jake pudiera moverse, el cuerpo de Liz cayó hacia delante y lo empujó contra la columnata hasta que su peso le hizo perder el equilibrio y se dio con la cabeza en un pilar. Se oían gritos por toda la plaza, también el sonido de pies corriendo sobre el pavimento de piedra. Otro disparo rebotó contra una columna. Jake intentó respirar bajo el peso del cuerpo de Liz y se dio cuenta de que lo que le obstruía la boca era la sangre que manaba de la garganta de ella y lo estaba cubriendo. Más disparos. En el mercado no dejaban de aparecer armas, tantas que parecían disparar al azar, sin apuntar a nada en concreto. La gente se había escondido para evitar el fuego cruzado.
Jake, aterrorizado, quiso quitarse a Liz de encima empujándola de las caderas, pero otro borbotón de sangre se derramó sobre su cara. Al fin consiguió liberarse, alargó el brazo para alcanzar la pistola que Shaeffer llevaba en la funda y se arrastró detrás de una columna respirando con dificultad. Los rusos del Horch seguían disparando en todas direcciones, pues los soldados que había en la plaza habían tomado posiciones y respondían al fuego. Jake apuntó, intentando calmar el temblor de su mano, pero erró el tiro y le dio a un faro del coche. Una bala procedente de algún otro lugar alcanzó a uno de los rusos y lanzó su cuerpo contra el vehículo.
Entonces, antes de que Jake pudiera disparar otra vez, todo terminó. Los rusos se escabulleron detrás del Horch, rápidos como ratas, y desaparecieron. La plaza quedó vacía, salvo por el cadáver de un soldado que yacía junto al obelisco. Todo estaba inmóvil. Jake oyó un gorgoteo a su lado y después un grito en alemán cerca de la iglesia. Se acercó a gatas hasta Liz con la camisa pegada por la sangre. La chica tenía los ojos abiertos, aún aterrados, pero conmovedores. La sangre había dejado de manar, ya no era más que un pequeño reguero que acababa en un charco junto a su cabeza. Jake apretó el cuello con la mano para detener la hemorragia, pero entre sus dedos empezó a rezumar un chorrito.
– No te mueras -dijo-. Conseguiré ayuda.
¿A quién podía acudir? Shaeffer gimió. En la plaza no se movía un alma.
– No te mueras -repitió con la voz entrecortada.
Los ojos de Liz lo miraban directamente. Por un instante se preguntó si podría verlo, y si él lograría hacer que aguantara sólo con sostenerle la mirada. Una chica de Webster Groves.
Volvió el rostro hacia la plaza.
– ¡Que alguien me ayude! -gritó, pero ¿quién hablaba inglés?-. Hilfe! -exclamó entonces, como si en una ciudad sin ambulancias fuera a llegar una rechinando por la calle.
Volvió a mirarla a los ojos.
– Todo saldrá bien. Aguanta.
Le apretó el cuello con más fuerza, ya tenía toda la mano roja. ¿Cuánta sangre había perdido? Oyó pasos tras él, levantó la mirada. Uno de los soldados estadounidenses de turismo, atónito ante tanta sangre.
– Dios santo -dijo.
– Ayúdame -rogó Jake.
– Han alcanzado a Fred -repuso el chico, atontado, como si eso fuera una respuesta.
– Pide ayuda a algún alemán. Tenemos que llevarla a un hospital. Krankenhaus.
El soldado se lo quedó mirando, perplejo.
– Krankenhaus -repitió Jake-. Pregunta.
El chico se alejó con inseguridad, sonámbulo, y cayó de rodillas junto al obelisco, donde yacía su compañero. Unas cuantas personas habían vuelto a la plaza, mirando a izquierda y derecha, atentos por si había más disparos.
– No te preocupes -le dijo a Liz-. Aguanta. Lo conseguiremos.
Sin embargo, en aquel momento, con un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo, supo que no lo conseguirían, que Liz iba a morir. No iba a llegar ninguna ambulancia, no la curaría ningún médico de bata blanca. No había nada más. Vio que Liz también lo sabía y se pregunto cómo eran esos últimos minutos. ¿Sentiría un zumbido en la cabeza, o estaría en absoluto silencio, contemplando el cielo? En lo que se tardaba en sacar una fotografía. Los ojos de Liz se movieron, asustados, y los de él se movieron también para no dejarla marchar. Liz abrió la boca como si estuviera a punto de decir algo. Jake oyó una boqueada, no dramática, tranquila, una leve inspiración de aire que se interrumpió y no volvió a oírse más, atrapada en algún lugar. Muy diferente a la escandalosa escena de un nacimiento, tan sólo una respiración interrumpida y te ibas de esta vida.
Los ojos de Liz habían dejado de moverse, sus pupilas estaban fijas. Jake le quitó la mano del cuello. Se la limpió en los pantalones, embadurnados de sangre. Qué olor más intenso. Recogió la cámara que estaba en el suelo. Estaba aturdido, cualquier movimiento le costaba esfuerzo. Todo había desaparecido en un segundo, un destello, demasiado deprisa incluso para una lente Zeiss.
Shaeffer volvió a gemir y Jake se acercó a él, todavía arrodillado. Más sangre, una mancha que se le extendía por el hombro izquierdo.
– Tranquilo -dijo Jake-. Te llevaremos a un hospital.
Shaeffer levantó el brazo bueno para agarrar el de Jake y apretarlo.
– A uno ruso no -dijo en un ronco susurro-. Sácame de aquí.
– Está demasiado lejos.
Shaeffer volvió a apretarle el brazo.
– A uno ruso no -dijo casi con agresividad-. No puedo.
Jake miró la plaza, que ya se estaba llenando de gente que caminaba sin rumbo y arrastrando los pies, el momento inmediatamente posterior a un accidente. Había rusos por doquier; era una ciudad rusa.
– ¿Puedes moverte? -preguntó Jake.
Le puso una mano bajo la cabeza. Shaeffer se estremeció, pero se incorporó poco a poco. Se detuvo a medio camino, como quien se sienta en la cama. Parpadeaba, aturdido por la conmoción. Jake lo cogió por debajo del brazo y tiró de él, esforzándose por alzar su peso.
– El jeep está allí. ¿Podrás caminar?
Shaeffer asintió, después se inclinó hacia delante y quedó equilibrado. Jake volvió a mirar la plaza. Buscaba a cualquiera.
– ¡Eh, Saint Louis! -gritó, y le hizo señas al soldado americano sin dejar de sostener a Shaeffer mientras esperaba a que se acercase-. Ven, échame una mano. Hay que subirlo al jeep.
Juntos lograron poner en pie a Shaeffer y arrastrarlo. Cada paso parecía un kilómetro, apenas lograba respirar. De la herida seguía brotando sangre fresca.
– A uno ruso no -masculló otra vez Shaeffer.
Parecía delirar, y gritó de dolor cuando su cuerpo se golpeó contra el asiento del acompañante. Un último tirón y perdió el conocimiento. La cabeza le cayó sobre el pecho.
– ¿Lo logrará? -preguntó el soldado.
– Sí. Ayúdame con la chica.
Cuando llegaron y vieron a Liz en el charco de sangre, el soldado se quedó petrificado. Jake se agachó con impaciencia y la levantó él solo. Le temblaban las rodillas, pero avanzó tambaleándose hacia el jeep, como si estuvieran cruzando juntos un umbral, la cabeza de ella colgando. Dejó el cadáver con delicadeza y regresó a por el arma. El soldado seguía allí de pie, pálido, con la cámara de Liz en la mano.
– Se ha manchado usted de sangre -dijo, aturdido.
– Quédate con tu amigo. Enviaré a alguien -le aseguró Jake, y cogió la cámara.
El soldado miró al otro chico, en el suelo.
– Por Dios bendito -dijo con voz entrecortada-. Ni siquiera sé qué ha pasado.
Acababa de llegar otro grupo de rusos que ya habían rodeado el Horch, como si fueran de la policía militar y estuvieran examinando el cadáver. El soldado que había echado a correr y había provocado todo aquello había desaparecido, se había esfumado en Potsdam. No había más cadáveres, sólo Liz y aquel chico que habría vuelto a casa a finales de semana. Cuando Jake subió al jeep, impaciente por salir de allí, uno de los rusos echó a andar hacia él señalando a Shaeffer, que iba desplomado en el asiento delantero. Preguntas, un médico soviético, justo lo que Shaeffer quería evitar. Jake puso el motor en marcha. El soldado le gritó algo, seguramente que se detuviera. No había tiempo. El hospital del ejército más cercano debía de ser el de Lichterfelde, a kilómetros de allí.
El ruso se plantó delante del coche y levantó una mano. Jake alzó el arma y apuntó. El ruso se asustó y se hizo a un lado. Era un chico no mucho mayor que el soldado estadounidense. Tenía miedo y un loco cubierto de sangre le apuntaba con un arma. Los demás levantaron la mirada y también se pusieron a cubierto. El poder de un arma, tan excitante como la adrenalina. Nadie te detenía cuando empuñabas un arma. Retrocedieron hacia el Horch mientras el jeep daba la vuelta a la plaza y se alejaba de allí en dirección al puente.
El cuerpo de Shaeffer se zarandeó con la sacudida inicial, después cayó laso hacia el lado de Jake y se apoyó en él mientras salían de Potsdam. Cuando atravesaron el paso de un sector a otro a toda velocidad, Jake vio las expresiones de alarma de los guardias y recordó que todavía llevaba el rostro embadurnado de sangre. Se lo limpió con la manga: sudor mezclado con rojo intenso. Ya estaban en la carretera y, al acelerar, descubrió que le costaba respirar. Llenó el pecho de aire como si hubiese estado conteniendo la respiración bajo el agua. Como en un sueño, salvo por el cadáver que llevaba en el asiento de atrás y el peso del soldado que se apoyaba en él con la cabeza oscilante. «Ni siquiera sé qué ha pasado.» El sí lo sabía. Al repasar mentalmente ese sueño, se detuvo justo después de que el soldado saliera corriendo hacia el obelisco, cuando vio las armas que apuntaban más allá de él, a Liz. Una maniobra de distracción, esos cañones siempre habían apuntado a otro lugar. Sin embargo, ¿quién querría matar a Liz? Había sido un error. Miró a Shaeffer. Debían de apuntar a otro. A un hombre que prefería poner su vida en peligro a que se lo llevaran los rusos.
El cuerpo de Liz fue repatriado mediante transporte militar, y Shaeffer se recuperaba en una cama de hospital sin recibir visitas. El GM presentó una queja oficial a los rusos, que de inmediato enviaron otra a su vez, y el incidente fue pasando por diferentes bandejas de entrada a la espera de que la Kommandatura se reuniera a discutirlo. Jake se recluyó en su piso e intentó escribir un artículo sobre Liz, pero acabó por rendirse. En Stars and Stripes ya habían convertido a la fotógrafa en una especie de heroína del frente, ¿para qué añadir más? Otra vez lo mismo que con el noticiario; más real que la realidad misma. ¿Qué parecería la muerte de Liz vista en una pantalla? Un accidente en un fuego cruzado, no la muerte de una chica que se había interpuesto en la trayectoria de una bala dirigida a otra persona. Sólo Jake había visto el arma que apuntaba por encima de su hombro.
Cuando al fin fue a Gelferstrasse, lo desconcertó oír pasos en la habitación contigua. Era Ron, que estaba doblando la ropa de Liz y la iba dejando en una pila cerca de una mochila abierta.
– Échame una mano, ¿quieres? -dijo mientras cogía una prenda interior-. Resulta incómodo recoger todas estas cosas.
– ¿Nunca habías visto unas bragas?
– Resulta incómodo, nada más -dijo Ron con una extraña sumisión.
Jake sabía qué quería decir. A medida que cada pieza de seda caía en la mochila, sentía que Liz se había ido de verdad, que ya sólo era un fardo lleno de efectos personales bien doblados.
– ¿Por qué no le dices a la anciana de abajo que lo haga?
– ¿Una alemana? No dejaría mucho. Ya sabes cómo son.
Jake cogió el par de zapatos con los que había bailado Lena y se los quedó mirando un momento.
– Para ti, si los quieres -dijo Ron.
¿Por qué no? Toda esa maleta estaba llena de cosas que podrían venirle bien a Lena y que era imposible comprar. Se había convertido en todo un berlinés, ya incluso rebuscaba algo de provecho entre los cadáveres. Tiró los zapatos a la mochila.
– A lo mejor significan algo para alguien. ¿Tiene familia?
Ron se encogió de hombros.
– ¿Y esto? -preguntó señalando unos cuantos productos cosméticos-. Santo cielo, mujeres.
Media barra de carmín, colorete, un frasco de crema. Todo corriente, nada que valiera la pena enviar de vuelta.
– Que se lo queden abajo.
– ¿La anciana?
– Puede cambiarlo por otra cosa.
– Seguro que les ha echado el ojo a las cámaras. Ya están quejándose por los trastos del sótano… Ya sabes, donde Liz había montado el cuarto oscuro. Dicen que necesitan el espacio.
– Ya lo recogeré yo -dijo Jake, cogiendo una cámara que había en la cama, la que Liz había usado en Potsdam, aún manchada de sangre. Pasó todas las fotografías hasta el final y sacó el último carrete-. Será mejor que la limpies antes de guardarla -dijo, y se la dio a Ron, que la miró con aprensión-. ¿Adonde vas a enviarlo, por cierto?
– A Estados Unidos.
– ¿No a la DIC?
– ¿Por qué a la DIC? -preguntó Ron con sorpresa.
– Bueno, la han matado, ¿no?
– También podría haberla atropellado un autobús, y no les enviaríamos el autobús. ¿De qué me estás hablando?
¿De qué? Jake miró el carmín, una blusa doblada. Aquello no eran pruebas, la única prueba era lo que había visto apenas un instante, poco fiable como un noticiario. Se acercó al escritorio, repleto de fotografías.
– Vaya una forma de morirse -decía Ron mientras acababa de guardarlo todo-. Toda la guerra sin un rasguño, y, de pronto, ¡pam!
Jake se puso a curiosear entre las fotografías. Churchill en la Cancillería. Ron en el aeropuerto, entre uniformes borrosos. Otra de Joe.
– ¿Cómo está Shaeffer?
– Ha perdido sangre, pero le han hecho un buen remiendo.
– Dicen que nada de visitas.
– Ha sido mucha sangre -dijo Ron, mirándolo-. ¿Desde cuándo sois tan amigos?
– Sólo me interesaba por él. ¿Qué vas a hacer con todo esto? -preguntó Jake sosteniendo algunas fotografías en alto.
– Ni idea. Serán para el servicio de noticias, supongo. Técnicamente. ¿Crees que hay algo que le gustaría tener a la familia?
– Lo dudo. Ella no sale en ninguna.
Al otro lado de la cámara, uno se iba sin dejar rastro.
– Echa un vistazo, pero sácalas de aquí. Vamos a necesitar la habitación. -Cerró la mochila-. Ya está. No es mucho, ¿verdad?
– Le gustaba viajar con poco equipaje.
– Sí, salvo por su maldito equipo -dijo Ron mirando la maleta que había junto a la puerta-. Qué chica, ¿eh?
– Sí.
Ron se lo quedó mirando.
– ¿Vosotros dos alguna vez…?
– ¿Alguna vez qué?
– Ya sabes. Siempre he pensado que tenía debilidad por ti.
– No. -Habría estado bien.
– Sólo con el viejo Shaeffer, ¿eh? Salvaste a quien no debías, si quieres mi opinión.
– Ya estaba muerta.
Ron meneó la cabeza.
– Qué asco de Ciudad sin Ley. Ahí fuera nadie está a salvo.
Jake pensó en Gunther, leyendo sus novelas del Oeste y repasando sus claves.
– Así que disparamos a la policía -añadió él.
– La policía somos nosotros -dijo Ron, mirándolo de forma peculiar-. De todas formas, ¿qué importa? -Hizo ademán de marcharse-. Nunca se sabe, ¿verdad? Cuando te llega la hora, no hay nada que hacer.
– No fue así. La mataron.
– Sí, claro -dijo Ron, volviéndose-. ¿Qué quieres decir?
– Digo que alguien le disparó, que no fue un accidente.
Ron lo miró de soslayo.
– ¿Estás seguro? Es que hay sólo un centenar de testigos, ¿sabes?
– Se equivocan.
– Todos menos tú. Entonces, ¿quién lo hizo?
– ¿Qué?
– ¿Que quién lo hizo? Si alguien la apuntaba, si no fue un accidente, eso es lo primero que querría saber.
Jake se lo quedó mirando.
– Tienes razón. ¿Quién era ese soldado?
– Un ruso cualquiera -dijo Ron para zanjar el tema.
– Nadie es sólo un ruso. ¿Quién era? -se dijo, después recogió las fotografías, antes de irse-. Gracias.
– ¿Adonde vas?
– A ver a un policía. A uno de verdad.
Sin embargo, fue Bernie quien le abrió la puerta en Kreuzberg.
– Menudo momento has escogido. Pasa, ya que has venido. Tenemos que conseguir levantarlo.
Jake contempló la habitación: la misma mezcolanza desordenada de cosas de la otra vez, con olor a café recién hecho. Gunther estaba inclinado sobre una taza, aspirando el vapor. Cabeceaba, el mapa de Berlín estaba detrás de él.
– ¿Qué pasa?
– El juicio. Tiene que estar declarando en calidad de testigo dentro de una hora y ¿qué hace? Se corre una juerga. Llego aquí y me lo encuentro en el suelo, joder.
– ¿Qué juicio?
– El de tu amiguita Renate. La Greiferin. Es hoy. Ven, ayúdame a levantarlo.
– Herr Geismar -dijo Gunther alzando la mirada desde la taza con ojos vidriosos.
– Bébete el café -espetó Bernie-. Todas estas semanas… y ahora me sale con éstas. -Gunther se puso en pie con dificultad-. ¿Crees que conseguirás afeitarte, o lo hacemos nosotros por ti?
– Puedo yo solo -repuso Gunther con frialdad.
– ¿Y la ropa? -dijo Bernie-. No puedes ir con esa pinta.
Una camiseta interior usada y con lamparones.
Gunther hizo un gesto en dirección al armario y se volvió hacia Jake.
– ¿Cómo va su caso? Pensaba que ya habría abandonado.
– No. Tengo mucho que contarle.
– Bien -dijo Bernie-. Háblale. A lo mejor así se despierta. -Abrió el armario y sacó un traje oscuro-. ¿Esto te va bien?
– Claro que sí.
– Más vale. Menuda impresión causarás, si tengo que sostenerte en pie.
– ¿Tanto te importa? -preguntó Gunther con voz distante.
– Envió a tu mujer a los hornos. ¿Para ti no es importante?
Gunther bajó la mirada y bebió otro sorbo de café.
– ¿Y usted qué es lo que quiere, Herr Geismar?
– Necesito que hable con sus amigos rusos. Que busque a una persona. Hubo un tiroteo en Potsdam.
– Siempre en Potsdam -gruñó Gunther.
– Un disparo ruso alcanzó a una amiga mía. Quiero saber quién fue. Quién era. -Gunther levantó la mirada-. Alguien le devolvió el tiro.
– ¿Su nombre no aparece en el informe? -dijo Gunther, siempre con una pregunta de policía.
– No quiero sólo su nombre, quiero saber quién era.
– Ah, el quién -comentó el hombre, y bebió más café-. Vaya, otro caso.
– El mismo caso.
– ¿El mismo? -preguntó Bernie, que seguía la conversación desde el armario-. Dicen que fue un accidente. Un robo. Salió en los periódicos.
– No fue un robo -repuso Jake-. Yo estaba allí, fue un montaje. -Miró a Gunther-. Lo habían preparado todo para disparar. Sólo que alcanzaron a la persona equivocada.
– Tu amiga.
Jake asintió.
– El hombre al que querían recibió un disparo en el hombro.
– Pues no era muy buen tirador -dijo Gunther, como si fuera una frase sacada de sus novelas.
– Es fácil fallar entre la multitud. Ya sabe cómo es un mercado. Se armó una buena, tiros por todas partes. Pregúntele a su amigo Sikorsky.
Gunther levantó la mirada de su taza de café.
– ¿Estaba en el mercado? ¿En Potsdam?
Jake sonrió.
– Pasando cigarrillos. A lo mejor había ido a comprar una alfombra, yo qué sé. Se largó de allí a toda prisa en cuanto empezó el tiroteo, como todo el mundo.
– Entonces no vio los primeros disparos.
– Yo sí.
– Siga -lo apremió Gunther.
– Hablad mientras te afeitas -dijo Bernie al tiempo que lo empujaba al cuarto de baño-. Haré más café.
Gunther, obediente, se arrastró hasta el lavabo y se quedó todo un minuto de pie ante el espejo, mirándose. Después empezó a enjabonarse con una brocha. Jake se sentó en el borde de la bañera.
– No tardes -dijo Bernie desde la otra habitación-. Tenemos que repasar tu testimonio una última vez.
– Ya lo hemos repasado -replicó Gunther ante el espejo mientras su rostro quejumbroso desaparecía poco a poco bajo una película de jabón.
– No vayas a olvidar nada.
– No te preocupes -dijo Gunther, esta vez para sí, inclinado sobre el lavabo-. No olvidaré nada.
Cogió una cuchilla de borde afilado con una mano temblorosa.
– ¿Está seguro? -dijo Jake con calma-. ¿Quiere que lo haga yo?
– ¿Cree que podría hacerme daño? No. -Sostuvo la cuchilla y la miró-. ¿Sabe cuántas veces he pensado lo fácil que sería? Sólo un corte, y todo terminaría. -Meneó la cabeza-. No he sido capaz. No sé por qué. Lo intenté, me puse la cuchilla aquí -dijo, tocándose el cuello-, pero no pude cortarme. ¿Cree que ahora me cortaría, por accidente? -Se volvió de lado para mirar a Jake-. No creo en los accidentes. -Se miró otra vez en el espejo-. Hábleme de nuestro caso.
Jake cambió de postura en el borde de la bañera, desconcertado. La voz que hablaba no era la del alcohol, sino la que había tras él, de pronto desnuda, ni siquiera consciente de haber quedado al descubierto, como una persona que se desviste junto a una ventana. ¿Qué le pasa a uno por la cabeza cuando se lleva una cuchilla al cuello? Sin embargo, allí estaba Gunther, deslizando la hoja con calma y buen pulso hacia arriba, sobre el jabón, con la mano tranquila de un superviviente.
Jake empezó a hablar. Sus palabras seguían el movimiento rítmico de la cuchilla, que intentaba seguir el camino lógico del afeitado, mejilla abajo, trazando una curva en las comisuras de los labios, pero el relato no tardó en tomar sus propios derroteros y saltar de un lado a otro, tal como había ido sucediendo. Había mucho que Gunther no sabía. La raya del número de serie. Kransberg. Frau Dzuris. Incluso el joven Willi, que pasaba las horas muertas en la calle del profesor Brandt. A veces Jake pensaba que Gunther había dejado de escucharlo, que se estiraba la piel para pasar la cuchilla más cerca del nacimiento del pelo sin cortarse, pero entonces gruñía, y Jake sabía que estaba registrando todos los puntos clave, que su mente se iba despejando con cada pasada de cuchilla por su rostro enjabonado.
Bernie llegó con más café y se quedó con ellos, inclinado en la puerta y mirando la expresión de Gunther en el espejo. Por una vez, no interrumpió. Un ruso arrodillado delante de un Horch apuntando con un arma. Meister Sobornos. Gunther aclaró la hoja y se lavó la cara.
– ¿Te parezco lo bastante respetable? -le preguntó a Bernie.
– Como nuevo. Aquí tienes una camisa -dijo al tiempo que se la alcanzaba.
– Bueno, ¿qué le parece? -preguntó Jake.
– Que está todo mezclado -dijo Gunther, distraído, mientras se secaba la cara.
– Lo he confundido.
– Me parece que más bien se ha confundido usted.
Jake se lo quedó mirando.
– Herr Geismar, no se puede realizar una labor policial por intuición. Hay que ir punto por punto, como un contable. Tiene usted dos problemas, así que haga dos columnas y conserve esa separación, no salte de una columna a otra.
– Pero es que están relacionadas.
– Sólo en Kransberg. ¿Quién sabe? A lo mejor es una coincidencia. Verá, la clave más evidente es que Tully no estaba buscando a Herr Brandt. Los demás, sí. Él, no. -Negó con la cabeza mientras se ponía la camisa-. Ordene sus números, cada uno en su columna correspondiente. Sólo tendrá una conexión, sólo habrá relación, cuando el mismo número aparezca en ambas.
– Quizá la conexión es Potsdam. Parece que todo sucede allí.
– Sí, y ¿por qué? -preguntó Gunther, abotonándose-. Nunca he entendido lo de Potsdam. ¿Qué hacía allí? Ese día, además, con la ciudad acordonada.
– Me pediste que comprobara los permisos para entrar en el complejo americano -dijo Bernie-. Cero. Ningún Tully.
– Pero lo encontraron allí -dijo Jake-. En el sector ruso, con dinero ruso.
– Sí, el dinero. Es una clave útil. -Gunther volvió a coger el café y bebió-. Si tenía dinero ruso, tuvo que estar allí, pero me parece que no fue a que ningún Iván le vendiera un reloj. ¿Quién cuenta con sumas tan grandes? ¿Alford le ha dicho algo?
– No.
– Vuelva a intentarlo. ¿También la corbata? -le preguntó a Bernie.
– Tienes que estar lo más elegante posible para el juez -repuso éste.
Jake suspiró, exasperado.
– Con Danny no llegaremos a ninguna parte. Tenemos que encontrar a Emil.
Gunther se volvió hacia el espejo y se pasó la corbata por debajo del cuello de la camisa.
– No mezcle las columnas. Todavía no están relacionadas.
– Y supongo que el tiroteo de Potsdam tampoco estaba relacionado con nada.
– Sí, ahí coincide un número.
– Se refiere a Shaeffer.
– Herr Geismar, tiene usted el don de no ver lo evidente, un don. -Se inclinó hacia el espejo para hacerse el nudo-. Hay tres personas en el mercado. Muy juntas. Cuando lo describe usted, se ve un arma que apunta a la fotógrafa, pero yo la veo a ella agachada y veo que el arma lo apunta a usted.
Por un instante, Jake se quedó mirando a Gunther y sus ojos perspicaces sin rastro ya de confusión, despejados por la cafeína.
– ¿A mí? -dijo, poco más que un suspiro de sorpresa.
– Un hombre que encuentra un cadáver, que investiga un asesinato. ¿Me está diciendo que no se le había ocurrido? ¿A quién, si no? ¿A un soldado, por haber asaltado la Zeiss? Tal vez. ¿A la dama? Podría ser, claro… Fue usted rápido al apartar la mirada de ella. La bala suele alcanzar a la persona a la que va dirigida, pero digamos que esta vez tiene usted razón, que fue cuestión de suerte. Suerte, para usted.
Liz se interpuso en la trayectoria de su bala, murió porque él había tenido suerte.
– No lo creo.
– ¿Cuándo vio el Horch por primera vez? Ha dicho que en la Avus. Poco después de salir de Gelferstrasse.
– Eso no quiere decir nada. Pruebe con esta clave: nadie empezó a disparar hasta que nos encontramos con Shaeffer.
– Lejos de la gente. ¿Y si los hubieran disparado a los dos? Un incidente. Ya no sería sólo usted.
– Pero ¿por qué…?
– Porque es usted peligroso para alguien, está claro. Un detective siempre lo es.
– No me lo creo -repuso Jake, su voz sonaba cada vez menos segura.
Gunther cogió un cepillo y se lo pasó hacia atrás por las sienes.
– Piense lo que quiera, pero le sugiero que haga algún movimiento. Si conocen la dirección de Gelferstrasse, pueden conocer la otra. Supongo que es allí donde vive su otra amiga, ¿la buena de Lena? Una cosa es que se ponga usted en peligro…
Jake lo interrumpió.
– ¿De verdad lo cree?
Gunther se encogió de hombros.
– Por precaución.
– ¿Por qué habría de estar en peligro Lena?
– ¿Por qué la buscaba un ruso? ¿Esa clave no le ha parecido interesante? El ruso que fue a casa del profesor Brandt preguntó por ella, no por el hijo.
– Para encontrar al hijo -explicó Jake sin dejar de mirar a Gunther.
– Entonces, ¿por qué no preguntó por él?
– Muy bien, ¿por qué no? ¿Otra clave evidente?
Gunther negó con la cabeza.
– Más bien una posibilidad que se desprende de ello. -Miró a Jake-. Que ya sepan donde está el hijo.
Jake no contestó nada, esperaba oír más. Gunther, sin embargo, se volvió, cogió la taza de café y se fue a la otra habitación.
– ¿Ya es la hora? -le preguntó a Bernie.
– ¿Estás sobrio? Extiende las manos.
Gunther estiró un brazo: un ligero temblor.
– O sea que ahora es a mí a quien juzgan -comentó.
– Queremos un testigo creíble, no un borracho.
– Soy policía, ya he estado más veces en un tribunal.
– No como éste.
Jake los había seguido sin dejar de darle vueltas a la cabeza.
– Eso no tiene sentido -le dijo a Gunther.
– Todavía no. Como digo, es una posibilidad. -Dejó la taza-. Pero yo trasladaría a la chica, la escondería.
Jake lo miró con inquietud.
– Todavía quiero hablar con Shaeffer -explicó-. Es a él a quien dispararon, y estaba impaciente por alejarse de allí. Incluso herido, era lo único en lo que podía pensar. -Calló un instante-. De todos modos, ¿adonde podríamos ir? No es fácil moverse por Berlín.
– No. A menos que no tenga más remedio. Yo trasladé a Marthe catorce veces -explicó Gunther mirando al suelo-. Catorce. Recuerdo cada una de ellas. Eso no se olvida. Güntzelstrasse. Blücherstrasse. Todas ellas. ¿Me preguntarán por eso? -le dijo a Bernie.
– No -contestó él-. Sólo por la última vez.
– Con la Greiferin -repuso Gunther, asintiendo-. Un café. Creímos que era seguro. Marthe tenía documentación. Era seguro.
Jake lo miró con asombro. El rastro de un submarino, con ayuda de Gunther.
– Pensaba que se habían divorciado -dijo.
– Se divorció de mí. Era lo mejor. -Alzó la mirada-. Pero ¿cree que la abandoné? ¿A Marthe? Era mi esposa. Hice lo que pude. Pisos. Documentos. A un policía no le resulta difícil. Pero no fue suficiente. La Greiferin la descubrió. Por casualidad, sin más. Así que fue todo en vano. Todos esos movimientos. -Se detuvo y se volvió hacia Bernie-. Perdón, hoy no soy yo mismo.
– ¿Estás mareado?
Gunther sonrió sin fuerzas.
– Mareado no. Un poco… -Le falló la voz, frágil de pronto-. Quizás una copa. Para los nervios.
– Ni hablar -atajó Bernie.
Sin embargo, Jake lo miró, vio ese cuerpo enjuto dentro del viejo traje y unos ojos intranquilos; se acercó a la mesa y sirvió un dedo de coñac. Gunther se lo bebió de un solo trago, como si fuera un medicamento, y luego se detuvo un segundo para dejar que le llegara al estómago.
– No te preocupes -le dijo a Bernie-. No se me olvidará nada.
– Esperemos que no. -Rebuscó en los bolsillos y sacó un caramelo de menta-. Toma, mastica esto. Los rusos te lo olerán a un kilómetro.
– ¿Los rusos? -preguntó Jake.
– Es un juicio ruso. Para demostrarnos que ellos también pueden, que no sólo saben colgar a la gente. Sobre todo cuando les hemos ayudado a atraparlos. Vamos, llegaremos tarde.
– ¿Puedo entrar yo también? Quisiera verlo. Ver a Renate.
– Las vacantes de la prensa están cubiertas desde hace días. Todo el mundo quiere ver este juicio.
Jake lo miró con la sensación de ser Gunther pidiendo otra copa.
– Está bien -accedió Bernie-. Te incluiremos en el equipo de la acusación. Así podrás tener vigilado a nuestro amigo, cosa que se está convirtiendo en todo un trabajo. -Miró a Gunther-. Ya no más.
Gunther le devolvió el vaso a Jake.
– Gracias. -Luego, como para devolverle el favor, añadió-: Hablaré con Willi por usted.
– ¿Con Willi?
– Lo conozco bien. No se negará a hablar conmigo.
– Quiero decir que por qué con él -dijo Jake, intrigado al ver que Gunther seguía trabajando, a pesar de todo lo demás.
– Para tener claros a los personajes. Los pequeños detalles. ¿Cómo es esa expresión? Para atar todos los cabos.
– Policía hasta la médula.
Gunther se encogió de hombros.
– Merece la pena ser meticuloso, no pasar nada por alto.
– ¿Qué más he pasado por alto?
– Tal vez no lo ha pasado por alto, puede que lo haya dejado de lado. A veces, cuando algo es desagradable, preferimos no verlo.
– ¿Como qué?
– El coche.
– ¿Otra vez el Horch? ¿Qué importancia tiene el Horch?
– No, el coche de Herr Brandt. Cuando entró en coche a Berlín aquella última semana. ¿Cómo lo logró? La ciudad estaba en llamas, era un campo de batalla, y él consigue entrar para ir a buscar a su mujer. ¿Cómo se lo permitieron?
– Era un coche de las SS.
– Sí, suyo. ¿Cree que las SS se ofrecían a llevar a la gente mientras la ciudad caía? O era uno de ellos o era su prisionero. Pero pararon para ir a buscar a su padre, de modo que no era un prisionero. Era uno de ellos. Una misión para las SS, ¿de qué tipo? Ni siquiera las SS enviaban coches para ir a buscar a familiares aquellos últimos días.
– Su padre dijo que iban a recoger unos documentos.
– Y se arriesgaron a entrar en Berlín. Qué documentos, me pregunto.
– Eso es fácil de averiguar -terció Bernie-. Se rindieron en el oeste, en algún sitio habrá quedado constancia. Si hay algo que no nos falta, son documentos.
– Más expedientes -dijo Gunther, mirando a la pila que Bernie había traído consigo para el juicio-. De todos los malos alemanes. Veamos qué dicen de Herr Brandt.
– ¿Qué le hace pensar que aparecerá en esos documentos? -preguntó Jake.
– ¿Qué se salva cuando una ciudad arde? Te salvas a ti mismo.
– Intentó salvar a su mujer.
– Pero no lo hizo -repuso Gunther, y después miró a algún otro lugar-. Por supuesto, a veces no se puede. -Cogió la chaqueta y se la puso, listo para irse-. Esa última semana… no estuvo usted aquí. Incendios. Rusos en las calles. Creímos que era el fin del mundo. -Se volvió para mirar a Jake-. Pero no lo fue. Ahora tenemos esto, cuentas que saldar.
El tribunal parecía improvisado, como si los rusos hubiesen preparado un escenario sin saber muy bien dónde iban los accesorios. Su programa de desnazificación se había decantado más por las ejecuciones en grupo que por los juicios, pero el caso de la Greiferin era especial, así que habían ocupado una sala cerca de la antigua jefatura de Alexanderplatz, habían dispuesto una plataforma elevada de tablones de madera sin barnizar para la magistratura y habían asignado a la prensa unas descuidadas filas de sillas plegables que rechinaban y arañaban el suelo cada vez que los reporteros se inclinaban hacia delante para oír mejor. Los abogados de la acusación y sus consejeros aliados se apretaban sentados a una misma mesa. Parecían un castillo de naipes a punto de caer en comparación con el abogado de la defensa y su único ayudante, que estaban sentados solos a otra. A lo largo de la pared, varias soldados rusas tecleaban transcripciones y se las pasaban a dos chicas civiles para que las tradujeran.
El juicio iba a ser en alemán, pero era evidente que los jueces, tres oficiales de rango que se pasaban papeles e intentaban no parecer aburridos, no entendían más que lo básico, así que los abogados, también de uniforme, cambiaban de vez en cuando al ruso por miedo a que sus argumentos se perdieran entre el repiquetear de las teclas de los taquígrafos. Había una silla maciza para los testigos, una bandera soviética y no mucho más. Parecía un formato de inquisición, aún más inhóspito que los toscos tribunales de frontera de las novelas Karl May, ni una túnica a la vista. En la entrada registraban a la gente.
Renate estaba de pie detrás de una barandilla de madera contrachapada que parecía una jaula, junto al tribunal y de cara a la sala, como si su expresión durante el testimonio fuera a grabarse como prueba. Detrás de ella había dos soldados con ametralladoras mirando impasiblemente a su espalda. Bernie le había dicho que la chica había cambiado, pero Jake la reconoció al instante: más delgada y con la misma mirada vacía que se veía por todo Berlín, pero seguía siendo Renate. Sólo su pelo oscuro estaba diferente, cortado casi al rape y de un prematuro e indeterminado color pálido. Llevaba una amplia bata gris de presidiaría, sujeta por un cinturón. Las clavículas le sobresalían, y su rostro, que Jake recordaba hermoso y alegre, parecía haberse transformado: golpeado, quizá, o desfigurado por la vida. Sin embargo, sus ojos, perspicaces y cómplices, miraban fulgurantes en derredor como si aún estuvieran buscando noticias. Jake pensó que de esa misma forma debía de haber buscado judíos.
Renate lo vio enseguida y alzó las cejas, sorprendida, pero después las bajó con perplejidad: un amigo que se sentaba a la mesa de sus acusadores. ¿Pensaría que había acudido a testificar contra ella? ¿Qué habría podido decir? Una chica con una sonrisa rápida a quien le gustaba arriesgarse, lo bastante intrépida para pedirle un cigarrillo a un nazi en un andén. Una mirada perspicaz, entrenada para localizar a sus presas en la calle. ¿Cómo pudo hacerlo? Sin embargo, era la pregunta de siempre: ¿cómo pudo hacerlo nadie? Jake sintió el repentino impulso de hacerle un absurdo gesto para decirle que todo iría bien. «Recuerdo quién eras. No eras ningún monstruo, no entonces. ¿Cómo puedo juzgarte?» ¿Quién podía? Tres oficiales rusos cuyos rostros carnosos no parecían hacer ninguna pregunta encima de la improvisada plataforma de madera.
Sólo habían pasado unos minutos de juicio cuando Jake comprendió que no se habían reunido para determinar su culpabilidad, sino sólo la sentencia. ¿Acaso había alguna duda? Los alemanes tenían toda su actividad registrada, más columnas de números. Mientras la acusación leía sus imputaciones, Jake vio que Renate agachaba la cabeza, como si también ella estuviese abrumada por el peso de todo aquello, de todas las capturas, una tras otra, hasta que al final fueron bastantes para llenar furgones. Cuántas personas. ¿Los habría conocido a todos, o sólo imaginaba su identidad al oler el miedo cuando entraban en uno de sus cafés? Para ella cada número habría sido un momento cara a cara, real, no anónimo, como para un piloto que abre el compartimento de bombas.
El método era tal como lo había descrito Bernie: el momento de reconocimiento, la llamada apresurada, el gesto de la cabeza que señalaba a la víctima del arresto y, después, sus compañeros de trabajo metían a la persona a empujones en un coche mientras ella se alejaba paseando. ¿Por qué no seguía paseando sin rumbo? En lugar de eso, volvía a su habitación del centro de recogida; una especie de correa, pero no una cárcel. ¿Por qué no seguir caminando? Gunther había trasladado a su mujer catorce veces, pero él tenía documentos y amigos dispuestos a ayudar. Ningún submarino podía sobrevivir solo. A fin de cuentas, ¿adonde habría podido ir?
Curiosamente, el acusador ruso pasó entonces a ofrecer un detallado relato de la captura de la propia Renate, de cómo habían dado finalmente con ella en un sótano de Wedding, Al principio Jake pensó que los soviéticos sólo se estaban felicitando ante los chicos de la prensa, que no dejaban de tomar notas. Después vio que Bernie cuchicheaba algo con los demás abogados y oyó que mencionaban el nombre de Gunther como el detective que le había dado caza. Entonces comprendió que era algo más, era la vieja estratagema de fiscal de distrito: presentar a tu testigo como el hombre bueno de traje y corbata. No tendría por qué haberse molestado. La historia de la intensa persecución no parecía interesar lo más mínimo al primer juez, que cambió de postura y encendió un cigarrillo. El ruso que tenía al lado se inclinó y le susurró algo. El juez, molesto, lo apagó y miró por la ventana, donde un ventilador de pie movía perezosamente el aire sofocante. Por lo visto era una costumbre occidental que el juez no había esperado. Jake se preguntó cuánto tardaría en decretar un receso.
Por la propaganda que le habían hecho, supuso que Gunther sería el testigo estrella. ¿Quién, si no? Los informes hablaban de los mecanismos del delito, pero las víctimas habían muerto, ya no podían acusar a nadie. Gunther la había visto hacerlo, y un fiscal de distrito siempre empezaba con la policía. El plato fuerte del caso siempre al principio. La primera persona a la que convocaron, sin embargo, fue Frau Gersh, una elección más teatral, una frágil mujer a la que tuvieron que ayudar a llegar con muletas a la silla de los testigos. El fiscal, con muchas atenciones, empezó por sus pies.
– Los perdí por congelación. En la marcha de la muerte -explicó la mujer, titubeante pero en un tono objetivo-. Nos obligaron a salir del campo para que los rusos no lo descubrieran. Tuvimos que caminar sobre la nieve. Si te caías, te mataban de un tiro.
– Pero usted tuvo suerte.
– No. Me caí, y me dispararon. Aquí -dijo, y se señaló la cadera-. Creyeron que había muerto, así que me abandonaron. No podía moverme. En la nieve. Por eso perdí los pies.
Hablaba con sencillez y en voz muy baja, así que algunas sillas crujieron cuando los periodistas se inclinaron hacia delante para oírla. Entonces miró a Renate.
– El campo al que ella me envió -dijo en voz más alta, escupiendo las palabras.
– No lo sabía -dijo Renate, negando con la cabeza-. No lo sabía.
El juez la fulminó con la mirada, sorprendido de oírla decir nada pero sin saber muy bien qué hacer al respecto. Nadie parecía saber cuáles eran las normas, y menos que nadie el abogado defensor, que se limitó a hacerla callar con un gesto de la mano y un ademán de la cabeza al juez como incómoda disculpa.
– ¡Fue ella! -exclamó la mujer, con contundencia-. Y lo sabía.
– Frau Gersh -prosiguió el fiscal, como si el arrebato no hubiese tenido lugar-, ¿reconoce a la prisionera?
– Por supuesto, es una Greiferin.
– ¿La conocía personalmente?
– No, pero la reconozco. Ella vino por mí, con esos hombres.
– ¿Fue ésa la primera vez que la vio?
– No, ya había hablado conmigo en un zapatero. Debería haberme dado cuenta, pero no lo pensé. Después, esa misma tarde…
– ¿En el zapatero? -preguntó uno de los jueces, confundiendo el pasado con las muletas que veía en ese momento.
– Uno de sus contactos -explicó el fiscal-. La gente que se escondía desgastaba mucho los zapatos… de tanto andar, de no dejar de deambular. Así que Fräulein Naumann entabló amistad con los zapateros. «¿Quién ha estado hoy por aquí? ¿Algún extraño?» Así lo averiguaba. Ese establecimiento en concreto… -Comprobó sus notas ostentosamente-. En Schóneberg. Hauptstrasse. ¿Es así?
– Sí, Hauptstrasse -corroboró Frau Gersh.
Jake miró a Renate. Qué lista, si era eso lo que buscaba. Localizar elementos en los zapateros remendones. Todos sus trucos de buena informadora al servicio de unos asesinos.
– ¿De modo que la abordó en ese establecimiento?
– Sí, ya sabe, hablamos del tiempo, de los bombardeos. Sólo por charlar. No me gustó, tenía que ir con cuidado, así que me marché.
– ¿A casa?
– No, tenía que ir con cuidado. Caminé hasta Viktoria Park, y luego de un lado a otro, pero, al volver, ella seguía allí. Con esos hombres. Los otros, alemanes buenos que me ayudaban, ya no estaban. También había hecho que se los llevaran a ellos.
– Debo puntualizar -dijo el abogado defensor- que en aquellos momentos, en 1944, la ley prohibía a los ciudadanos alemanes ocultar a judíos. Era un acto ilegal.
El juez lo miró con asombro.
– No nos interesa la ley alemana -espetó-. ¿Insinúa que Fraulein Naumann actuó correctamente?
– Insinúo que actuó conforme a la ley. -Bajó la mirada-. En aquel momento.
– Prosiga -le dijo el juez al fiscal-. Y termine ya.
– Entonces se la llevaron. ¿De qué la acusaban?
– ¿De qué? Era judía.
– ¿Cómo supo eso Fräulein Naumann? ¿Se lo dijo usted?
Frau Gersh se encogió de hombros.
– Decía que siempre lo notaba. «Yo tengo papeles», dije. «No -les dijo ella-. Es judía.» Y, por supuesto, la creyeron. Trabajaba para ellos.
El fiscal se volvió hacia Renate.
– ¿Dijo usted eso?
– Era judía.
– Lo notó. ¿Cómo?
– Por su aspecto.
– ¿Qué aspecto era ése?
Renate miró hacia abajo.
– De judía.
– ¿Puedo preguntar a la prisionera si, con esa habilidad, se equivocó alguna vez?
Renate lo miró a los ojos.
– No, nunca. Siempre estaba segura.
Jake se enderezó en la silla, se encontraba mal. Estaba orgullosa. Su antigua amiga.
– Continúe, Frau Gersh. ¿Adonde la llevaron?
– A la Residencia de Ancianos Judíos. Grosse Hamburger Strasse. -Un detalle preciso, preparado.
– ¿Y qué sucedió allí?
– Nos retuvieron hasta que fuimos suficientes para llenar un camión. Después, al tren. Y luego al este -dijo sin apenas voz.
– Al campo -concretó el fiscal.
– Sí, al campo. A las duchas de gas. Yo estaba sana, así que me pusieron a trabajar. Los demás… -Se desmoronó, después volvió a mirar a Renate-. A los demás a los que enviaste los mataron.
– Yo no los envié allí. No lo sabía -dijo Renate.
Esta vez fue el juez quien alzó una mano para hacerla callar.
– Lo viste. ¡Lo viste! -gritó la mujer.
– Frau Gersh -dijo el fiscal, con una voz tan calmada que actuó como sustituto de un mazo-, ¿puede identificar sin ninguna duda a la prisionera como la mujer que fue a arrestarla?
– Sí, sin ninguna duda.
Bernie se inclinó para cuchichear algo más.
– ¿Volvió a verla?
Jake miró al fiscal preguntándose adonde quería ir a parar.
– Sí, desde el camión. Nos miraba desde su ventana cuando se nos llevaron. Miraba.
Un eco de la historia de Bernie. Un zapatero de Schóneberg, en el sector estadounidense, así que a esa testigo también la había encontrado Bernie. Otro regalo para los rusos.
– La misma. ¿Sin ninguna duda?
La mujer estaba temblando, empezaba a perder el aplomo.
– La misma. La misma. -Empezó a levantarse de la silla, sin dejar de mirar a Renate-. Una judía. Matabas a los tuyos. Mirabas mientras nos llevaban. -Un sollozo ahogado, ya no estaba en el tribunal-. A tu gente. ¡Animal! Devorabas a los tuyos, como un animal.
– ¡No! -gritó Renate.
El juez dio un golpe en la mesa con la palma de la mano y exclamó algo en ruso, seguramente para suspender la sesión, pero el fiscal se acercó enseguida al tribunal y le susurró algo. El juez asintió con la cabeza, algo desconcertado, y luego dijo con formalidad para toda la sala:
– Haremos un receso de quince minutos, pero antes dejaremos entrar a los fotógrafos. La prisionera seguirá en pie.
Jake siguió la señal que hacía el fiscal hacia el fondo de la sala, y vio que Ron aparecía entre la prensa y abría la puerta para dejar pasar a los fotógrafos. Un pequeño grupo desfiló por el centro de la sala. La luz de los fogonazos iluminó el rostro de Renate y la obligó a parpadear y volverse sacudiendo la cabeza, como si fueran moscas. Los jueces siguieron sentados, muy erguidos, posando. Un soldado ayudó a Frau Gersh a ponerse de pie con sus muletas. Jake casi esperó ver a Liz sacando instantáneas de la historia. Después las bombillas dejaron de brillar y el juez se puso en pie.
– Quince minutos -repitió, encendiendo ya un cigarrillo.
Fuera, en el pasillo, los numerosos reporteros tuvieron que apretarse contra la pared para dejar pasar a Frau Gersh. Estaba claro que no iba a haber preguntas por parte de la defensa. Brian Stanley aguardaba algo apartado, bebiendo de una petaca.
– No está a la altura de los estándares de Moscú, ¿verdad? -Ofreció un trago a Jake-. No es lo mismo sin confesiones. Eso es lo que les gusta, ese jodido retorcer de manos. Claro que los rusos tienen mucho que confesar.
– Es una farsa -comentó Jake mientras veía marchar a Frau Gersh.
– Claro que lo es. ¿No esperarías el tribunal londinense de Old Bailey? -Miró la petaca-. De todas formas, no es que sea la chica más guapa de Berlín.
– Antes lo era. Era guapa.
Brian se lo quedó mirando con perplejidad, no sabía que se conocían.
– Sí, bueno -dijo, por decir algo, y luego meneó lentamente la cabeza-. No hay confusión posible. La guerra sacó lo mejor de cada cual, ¿eh? Por cierto, te he encontrado una barca.
– ¿Una barca?
– Me pediste una barca, ¿verdad? Aún les quedan algunas, en el club de yates. Deja caer mi nombre. -Levantó la mirada-. Me lo pediste.
La tarde en el lago que le había prometido a Lena, navegando lejos de todo.
– Sí, lo siento. Se me había olvidado. Gracias.
– Ojo con hundirla. Me la harán pagar.
– ¿Eso es un trago? -preguntó Benson, que apareció con Ron.
– Lo era -repuso Brian pasándole la petaca.
– ¿Qué haces aquí? -le preguntó Benson a Jake, y después se volvió hacia Ron-: Me habías prometido la exclusiva para Stars and Stripes.
– A mí no me mires. ¿Cómo has entrado? -le preguntó a Jake-. No había más pases de prensa.
– Colaboro con la acusación. La chica era amiga mía.
Un silencio incómodo.
– Dios bendito -exclamó Ron por fin-. Pase lo que pase, siempre estás en medio.
– ¿Podrías conseguirme una entrevista?
– Puedo solicitar una. Hasta ahora, nada. La chica no está muy habladora. ¿Qué se dice después de algo así? ¿Qué explica uno?
– No lo sé. A lo mejor conmigo sí quiere hablar.
– Tendrás que compartir la información -dijo Ron, profesional-. Todos quieren la noticia.
– Bien, pues consigue hacerme entrar. -Miró a Benson-. Hiciste un gran trabajo con el artículo de Liz. Le habría gustado.
– Gracias -dijo Benson, algo incómodo con el cumplido-. Una desgracia. Aunque creo que el novio está bien. Ha salido esta mañana.
Jake levantó la cabeza.
– ¿Qué? ¿Ayer no podía recibir visitas y hoy ya está fuera? ¿Cómo es posible?
– He oído decir que tiene amigos en el Congreso -dijo Benson, intentando hacer un chiste-. ¿Quién coño quiere quedarse en el hospital? Matan más de lo que curan. De todas formas, está bien cuidado. Hasta le han puesto a una enfermera en el alojamiento. ¿A ti qué más te da?
Jake se volvió hacia Ron, aún exaltado.
– ¿Tú lo sabías?
– ¿De qué me hablas?
– Te lo dije -insistió Jake sin soltar el brazo de Ron-. La bala de Liz iba dirigida a él… Alguien quiere verlo muerto. ¿Está vigilado? ¿Quién está con él?
– ¿Qué quieres decir con que iba dirigida a él? -preguntó Benson.
Ron apartó la mano de Jake mientras lo fulminaba con la mirada.
– El ejército estadounidense -le dijo Ron a Jake-. Ellos están con él. Monta guardia tú mismo si tan nervioso te pone, joder.
– ¿Qué pasa aquí? -preguntó Benson.
– Nada -dijo Ron-. Que Geismar ha estado viendo cosas, nada más. A lo mejor también tú deberías ir al hospital a que te echen un vistazo. Últimamente no estás muy en tus cabales.
– ¿Siempre hay alguien con él?
– Sí -dijo Ron sin dejar de mirarlo-. No dejan entrar a ningún ruso.
– ¿Así que puedo ir a verlo?
– Eso depende de ti. Él no se irá a ninguna parte. ¿Por qué no le ¡levas unas flores, a ver qué consigues? Dios bendito, Geismar. -Miró a la gente que volvía a entrar en la sala arrastrando los pies-. El timbre. ¿Vienes, o quieres irte a jugar a enfermeras? -le espetó, y luego miró a Jake con gravedad-. No sé de qué va todo esto, pero no tienes que preocuparte por él. Está tan seguro como tú. -Hizo un gesto de cabeza en dirección a los rusos que había junto a la puerta-. Puede que más.
– No sabía que Shaeffer y tú fueseis amigos -dijo Benson, aún con curiosidad.
– Geismar tiene amigos escondidos por todo Berlín, ¿verdad? -dijo Ron mientras se disponía a entrar-. ¿A ésta cómo la conociste, por cierto? -preguntó, y señaló con el pulgar hacia el tribunal.
– Era reportera -contestó Jake-. Igual que nosotros. Yo la formé.
Ron se detuvo y se volvió.
– Eso debería darte que pensar -comentó, luego cruzó la puerta detrás de Benson.
Bernie estaba de pie junto a la mesa con Gunther, pero se acercó cuando Jake se sentó. Los jueces regresaban caminando en fila.
– Bueno -le dijo a Jake-, ¿cómo crees que va de momento?
– Joder, Bernie. Muletas.
El rostro de Bernie se crispó.
– Las muletas son de verdad. Igual que lo del gas.
– ¿Por qué no la sacáis fuera y le pegáis un tiro?
– Porque queremos que quede constancia… de cómo lo hicieron. Debería saberse.
Jake asintió.
– Entonces, ¿qué es Renate? ¿Una extra de película?
– No, es real. Es igual que Otto Klopfer. Igual. -Reparó en la expresión vacía de Jake-. El tipo que quería que arreglaran el tubo de escape. ¿O es que ya se te ha olvidado? La gente olvida. -Se volvió hacia la sección de la prensa, un chirrido nervioso de sillas-. A lo mejor esta vez prestarán atención.
– La obligaron a hacerlo, y lo sabes.
– Eso es lo que dice Otto. Lo que dicen todos. ¿Los crees?
Jake levantó la mirada.
– A veces sí.
– ¿Y adonde te lleva eso? Todo el mundo tiene una historia triste, y el final es siempre igual. Como fiscal del distrito aprendí una cosa: si empiezas a sentir lástima de la gente, nunca consigues condenar a nadie. No desperdicies tu compasión. La chica es culpable, sin un atisbo de duda.
El fiscal empezó llamando a Gunther al estrado, pero, antes de que pudiera sentarse, el abogado defensor se puso en pie de un salto y al fin se dispuso a hacer algo.
– ¿Podría acercarme a hablar al tribunal? ¿Qué fin tienen estos testimonios? Este sentimentalismo. Aquí no se cuestiona la naturaleza del trabajo de la prisionera. Ella misma lo ha descrito ante el tribunal. -Sostuvo en alto una transcripción-. Un trabajo, añadiré, que realizó bajo amenaza de muerte. Recordemos también que nos ha ayudado a identificar a sus superiores, que ha ofrecido toda su cooperación para que el pueblo soviético pueda hacer justicia con los auténticos fascistas. ¿Cuál es su recompensa? ¿Esta? Éste es un asunto que debe decidir el pueblo ruso, no la prensa occidental. Pido que prescindamos de este teatro y prosigamos el juicio con seriedad.
El discurso fue tan claramente inesperado que, por un instante, los jueces, se quedaron sin expresión. Después se miraron unos a otros. Lo que pidieron, no obstante, fue que el abogado repitiera el discurso en ruso, y Jake volvió a preguntarse cuánto estaban entendiendo de todo el juicio. Renate permaneció de pie, impasible, mientras el abogado pronunciaba su alegato otra vez en ruso. Toda su cooperación. ¿Conseguida a golpes? ¿O se había sentado por propia voluntad a llenar papeles con nombres? Un nuevo encargo, perseguir a los perseguidores. Cuando el abogado terminó, el juez le dirigió una mueca.
– Siéntese -dijo, y luego miró a Gunther-. Proceda.
El abogado agachó la cabeza como un escolar al que han reñido por hablar cuando no le tocaba, y Jake comprendió que su alegato había sido desestimado. El tribunal se había organizado precisamente por todo aquel teatro. ¿Qué venía ahora, una vez pasado todo, el verano de después de la guerra? No la limpieza de los escombros ni el traslado de los desplazados… Eso eran historias secundarias. Lo que venía eran unos meses de denuncias, represalias personales, reparaciones morales imposibles. Tribunales, cabezas afeitadas, dedos que señalaban: autos de fe para purgar el alma. Todos, igual que Gunther, ajustarían cuentas.
Empezaron el testimonio con cautela; una lenta descripción de sus años de servicio en la policía, con una voz calma y monótona, un reencuentro con el orden después de los gritos de Frau Gersh. Bernie conocía a su público. Podía ablandarlos con unas muletas, pero al final claudicarían ante Gunther, la sobria afirmación de la autoridad. Los jueces escuchaban con educación, como si, irónicamente, por fin hubiesen reconocido a uno de los suyos.
– ¿Sería justo decir que esos años de servicio lo han convertido en un buen observador?
– Tengo ojo de policía, sí.
– Descríbanos, entonces, lo que vio aquel día en… -Se interrumpió para comprobar sus anotaciones-… en el Café Heil de Olivaerplatz. -Al final de la calle de Lena, donde una vez el mundo girara alrededor de ambos-. ¿Conocía usted ese café?
– No. Por eso me fijé con especial atención. Para ver si era seguro.
– Para su esposa, quiere decir.
– Sí, para Marthe.
– Que se estaba escondiendo.
– En aquella época tenía que pasar el día caminando para que su casera creyera que iba a trabajar. Lugares públicos, donde la gente no se fijara en ella. Zoo Station, por ejemplo. El Tiergarten.
– ¿Y usted se encontraba con ella durante esos paseos?
– Dos veces por semana. Los martes y los viernes -explicó Gunther con exactitud-. Para asegurarme de que estaba bien y darle comida. Yo tenía cupones. Cada semana, durante años, esperaba un roce en el hombro.
– ¿Dónde sucedía eso?
– Normalmente en Aschinger's. Junto a la estación de Friedrichstrasse. Allí siempre había mucho gentío. -La gran cafetería a la que el propio Jake había ido tantas veces a comer algo de camino a la radio. Jake los imaginó fingiendo que se encontraban por casualidad entre los empujones de la gente que iba a comer los especiales en plato azul en las mesas altas sin sillas-. Pero era importante ir cambiando de lugar antes de que su rostro acabara sonándole a alguien. Por eso aquel día fue en Olivaerplatz.
– ¿Eso fue en 1944?
– El siete de marzo, a la una y media.
– ¿Qué importa todo eso? -espetó el abogado defensor, en pie.
– Siéntese -dijo el juez mientras hacía un gesto con la mano.
Las grandes redadas habían empezado en 1942. Dos años ocultándose entre la muchedumbre.
– Tiene una memoria extraordinaria, Herr Behn -dijo el fiscal-. Por favor, cuéntenos el resto de la historia.
Gunther miró a Bernie, que asintió con la cabeza.
– Yo llegué primero, como siempre, para asegurarme.
– ¿La prisionera estaba allí?
– Al fondo. Con un café, un periódico… nada fuera de lo normal. Entonces entró Marthe. Me preguntó si el asiento estaba libre. Verá, fingíamos para que no pareciera que íbamos juntos. Vi que la prisionera nos miraba y pensé que a lo mejor deberíamos marcharnos, pero volvió a leer el periódico, nada raro, así que pedimos un café. Volvió a mirarnos. Pensé, bueno, que me miraba a mí, que a lo mejor era alguien a quien había detenido, a veces pasa. Pero no, era muy curiosa. Entonces se fue al lavabo. Allí había un teléfono, eso lo vi después, así que fue entonces cuando llamó a sus amigos.
– ¿Y volvió?
– Sí, terminó su café. Después pagó la cuenta y pasó a nuestro lado de camino a la salida. Fue entonces cuando vinieron a por Marthe. Dos hombres, con esos abrigos de cuero. ¿Quién más tenía abrigos de cuero en el cuarenta y cuatro? Por eso lo supe.
– Perdone, Herr Behn. ¿Sabe sin lugar a dudas que los llamó la prisionera? ¿Cómo es eso?
Gunther bajó la mirada.
– Porque Marthe habló con ella. Un despiste muy tonto, después de haber tenido tanto cuidado. Aunque cómo cambió las cosas….
– ¿Habló con ella?
– La conocía. Del colegio, de pequeñas. «Renate, ¿de verdad eres tú?», le dijo. Así, sin más, sorprendida al verla. Marthe debió de pensar que también se estaba escondiendo. Otro submarino. «Cuántos años -dijo Marthe-, y estás igual.» Qué tontería.
– ¿Fräulein Naumann la reconoció?
– Oh, sí, por supuesto. «Se equivoca», le dijo, y está claro que en eso acertó. Marthe no debería haberle dicho nada. Era peligroso que alguien te reconociera. A veces torturaban a los submarinos para descubrir a otros, para conseguir nombres. Pero ella lo sabía. -Se detuvo, sus ojos miraron a otra parte, y siguió hablando más deprisa, quería terminar con aquello-. Intentó marcharse entonces, claro, pero ya llegaban los de los abrigos, así que no pudo salir. Yo los vi. La miraron, era una de ellos. Primero buscaron por todo el local y luego la miraron a ella. Para que les dijera quién era. Podría haberles dicho que se había ido, que ya no estaba allí. Podría haber salvado a su vieja amiga del colegio, pero no. «Es ésa -dijo-. Es judía.» Así que cogieron a Marthe. «Renate», dijo ella, nada más, sólo su nombre, pero la Greiferin ni siquiera la miró.
– ¿Y usted? -preguntó el abogado en la sala silenciosa-. ¿Qué hizo usted?
– En aquel momento la gente ya nos estaba mirando, por supuesto. «¿Qué sucede? -pregunté-. Tiene que haber un error.» Y ellos le dijeron, a la Greiferin : «¿Él también?». No tenían ni idea de quién era yo, también estaban dispuestos a llevarme a mí, pero Marthe me salvó. «No es nadie -dijo-. Sólo compartíamos mesa.» Nadie, y se fue con ellos para que no lo pensaran ni un momento más. Con calma, ¿sabe? Sin armar escándalo. Ni siquiera una mirada más que pudiera delatarme.
Jake se enderezó en la silla, los pensamientos se acumulaban en su mente. Claro. Si no conocían a su víctima, alguien tenía que señalarla. Podían cometerse errores. Una cafetería abarrotada. Un mercado abarrotado. Sin embargo, nadie había salvado a Liz.
– Herr Behn, siento preguntárselo otra vez. Para que no haya lugar a confusión: afirma usted sin lugar a dudas que vio y oyó a la acusada identificar a su mujer para que la deportaran. Una mujer que la conocía. ¿No hay duda posible?
– No hay duda, yo lo vi. -Miró a Renate-. Ella la envió a la muerte.
– No -dijo Renate en voz baja-. Decían que los enviaban a campos de trabajo.
– A la muerte -repitió Gunther, después volvió a mirar al fiscal-. Y se marchó con ellos en el coche, en su mismo coche. Todos los Greiferin juntos.
– Yo no quería -dijo Renate, un detalle sin importancia.
– Gracias, Herr Behn -dijo el abogado dando por concluido el testimonio.
– Entonces… ¿Sabe una cosa? -prosiguió Gunther.
Bernie alzó la cabeza con asombro, se estaba saliendo del guión.
– ¿Qué? -preguntó el abogado con vacilación.
– ¿Quiere saber cómo fue? ¿Cómo eran en aquellos días? La camarera se acercó. «¿Piensa pagar por los dos? -preguntó-. Han pedido dos cafés.» -Hizo una pausa-. Así que pagué.
El final de la columna, su clave final.
– Gracias, Herr Behn -repitió el fiscal.
El abogado defensor se levantó.
– Una pregunta. Herr Behn, ¿fue usted miembro del Partido Nacional Socialista?
– Sí.
– Que quede constancia de que el testigo se ha reconocido como fascista.
– Toda la policía tenía que estar afiliada al partido -alegó el fiscal-. Es irrelevante.
– Lo que insinúo es que este testigo no es imparcial -dijo el abogado defensor-. Un oficial nazi. Que hizo cumplir las leyes criminales del régimen fascista. Que testifica por motivos personales.
– Esto es absurdo -se defendió el fiscal-. El testimonio es auténtico. Pregúntenle a ella. -Señaló a Renate. Los dos abogados estaban en píe, todos los procedimientos formales se habían perdido en un fuego cruzado que iba de los abogados al testigo y, de él, a la acusada-. ¿Estuvo usted en el Café Heil? ¿Delató a Marthe Behn? ¿La identificó? Conteste.
– Sí -dijo Renate.
– No era una extraña, sino una mujer a quien conocía -insistió el fiscal subiendo el tono de voz.
– Tuve que hacerlo. -Bajó la mirada-. No lo entienden. Necesitaba a uno más esa semana. La cuota. Ya no quedaban muchos. Necesitaba a uno más.
Jake sintió que se le revolvía el estómago. Una cuota para llenar el camión.
– Para salvarse.
– No lo hacía por mí -dijo, negando con la cabeza-. Por mí no.
– Fräulein Naumann -dijo el defensor, recuperando la serenidad-. Explique al tribunal, por favor, a quién tenían retenida también en Grosse Hamburger Strasse.
– A mi madre.
– ¿En qué condiciones?
– La retenían allí para que yo regresara por las tardes después de terminar el trabajo -explicó, resignada, consciente de que no importaba. Sin embargo, había alzado la cabeza y miraba a Jake, igual que un orador escoge un rostro del público y le habla sólo a él, como dando una explicación privada, la entrevista que seguramente nunca tendría lugar-. Sabían que no la abandonaría. Nos llevaron juntas. Primero a trabajar a Siemenstadt. Como esclavas. Después, cuando empezaron las deportaciones, me dijeron que no incluirían su nombre en la lista si yo trabajaba para ellos. Un número cada semana. No podía enviarla al este.
– Así que enviaba a otros judíos -puntualizó el fiscal.
– Pero entonces ya no quedaban muchos -dijo, hablándole todavía a Jake.
– ¿A los… cómo lo ha llamado… campos de trabajo?
– Sí, a campos de trabajo, pero ella era ya muy mayor. Sabía que las condiciones eran muy duras. Sobrevivir a eso…
– Pero no es eso todo lo que hizo, ¿verdad? -preguntó el fiscal, presionándola-. Su superior -miró un papel-, Hans Becker. Tenemos un testimonio que afirma que mantenían relaciones íntimas. ¿Es así?
– Sí -respondió mirando a Jake-. Eso también.
– ¿Y él se ocupó de que su madre no estuviera en las listas a cambio de su buena disposición?
– Al principio. Después la envió a Theresienstadt. Decía que allí sería más fácil. -Se detuvo-. Se quedaba sin nombres.
– Dígale al tribunal qué le sucedió allí-pidió el abogado defensor.
– Murió.
– Pero usted continuó trabajando después de eso -dijo el fiscal-. Seguía volviendo allí todas las noches, ¿verdad?
– ¿Adonde podía ir ya? Los judíos me conocían, no podía esconderme con ellos. No tenía a nadie.
– Salvo a Hans Becker. Siguió teniendo relaciones con él.
– Sí.
– Aun después de que deportara a su madre.
– Sí.
– ¿Y sigue diciendo que la protegía a ella?
– ¿Acaso importa lo que diga? -preguntó, exhausta.
– Si es la verdad, sí.
– ¿La verdad? La verdad es que me forzaba. Una y otra vez. Le gustaba. Yo mantenía a mi madre con vida. Me mantenía a mí misma con vida. Hice lo que tenía que hacer. Pensé que no había nada peor que aquello, pero que terminaría, que llegarían los rusos. No tardarían mucho. Entonces llegaron ustedes y me persiguieron como a un perro. La novia de Becker, así me llamaban. Novia, cuando me había hecho aquello. ¿Qué crimen he cometido? ¿Seguir viva?
– Fräulein, ése no es el crimen que se juzga aquí.
– No, es el castigo -dijo ella dirigiéndose a Jake-. Seguir viva.
– Sí -dijo Gunther de pronto desde la silla de los testigos, pero sin mirar a ningún sitio, así que nadie supo muy bien qué quiso decir.
El fiscal ruso se aclaró la garganta.
– Estoy seguro de que a todos nos aclara mucho las cosas oír que los nazis son los culpables de todo, Fräulein. Una lástima, tal vez, que usted les hiciera tan bien el trabajo.
– Hice lo que tenía que hacer -dijo ella, todavía mirando a Jake, hasta que él tuvo que apartar la mirada.
¿Qué esperaba que le dijera? «¿Te perdono?»
– ¿Ha terminado con el testigo? -preguntó el juez, inquieto.
– Una última pregunta -dijo la defensa-. Herr Behn, usted un hombre grande. Fuerte. ¿No opuso resistencia a los hombres de la cafetería?
– ¿A la Gestapo? No.
– No, se salvó usted. -Una mirada intencionada hacia Renate-. O, para ser exactos, su mujer lo salvó. Creo que eso es lo que ha dicho.
– Sí, ella me salvó. Una vez lo supieron, ya era muy tarde para ella.
– ¿Después de eso continuó en la policía?
– Sí.
– Haciendo cumplir las leyes del gobierno que había detenido a su esposa.
– Las leyes raciales no eran responsabilidad nuestra.
– Comprendo. Algunas leyes, entonces, no todas. Pero ¿usted detenía a gente?
– A criminales, sí.
– ¿Y adonde los enviaban?
– A la cárcel.
– ¿A esas alturas de la guerra? La mayoría acababan en «campos de trabajo», ¿no es cierto?
Gunther no dijo nada.
– Díganos, ¿cómo decidía qué leyes hacer cumplir para los nacionalsocialistas?
– ¿Decidir? Yo no decidía nada, era un policía. No tenía elección.
– Entiendo. Así que sólo Fräulein Naumann podía elegir.
– Protesto -exclamó el fiscal-. Esto no tiene ningún sentido. Su situación no era en modo alguno semejante. ¿Qué insinúa la defensa?
– Que este testimonio es dudoso de principio a fin. Esto es una rencilla personal, no justicia soviética. ¿Pretenden hacer a esta mujer responsable de todos los crímenes nazis? No tuvo elección. Escuchen a su propio testigo. Nadie tenía elección.
La única defensa que quedaba. Todo el mundo era culpable; nadie era culpable.
– Ella tenía elección -dijo Gunther con una voz pastosa.
El abogado defensor asintió, satisfecho consigo mismo, al fin estaban dónde él quería.
– ¿Y usted?
– No responda -se apresuró a intervenir el fiscal.
Sin embargo, Gunther alzó la cabeza, impávido. Había aguardado ese momento, a diferencia de Bernie. La otra cuenta que debía pagar. No podía seguir fingiendo que no había ocurrido, ni siquiera ocultándolo con una botella. Miró al frente con ojos pétreos.
– Sí, yo también pude elegir, y también yo trabajé para ellos -dijo con una voz tan firme y segura como la mano que sostenía la cuchilla-. Para sus asesinos. Incluso después de aquello.
La sala, de súbito avergonzada, guardó silencio. No era la respuesta que ninguno de ellos deseaba; una pequeña muerte que había salido de la boca de Gunther, como la boqueada de Liz. Un corte de cuchilla.
Se volvió hacia Renate.
– Todos tuvimos elección -comentó con una voz mucho más suave-. Pero tú… podrías haber apartado la mirada. Era tu amiga. Sólo por una vez.
Entonces ella apartó la mirada y se volvió hacia las taquígrafas, de modo que sus palabras apenas se oyeron:
– Necesitaba a uno más -comentó, como si con eso lo respondiera todo-. Uno más.
Otro silencio incómodo en la sala, al que el juez puso fin.
– No estamos aquí para juzgar al testigo -dijo-. ¿Está rebatiendo lo que vio?
El abogado defensor negó con la cabeza, impaciente como el que más por seguir adelante.
– Bien. Entonces ya ha terminado -le dijo el juez a Gunther-. Baje. -Miró su reloj-. Nos reuniremos mañana.
– Pero tenemos más testigos -dijo el fiscal, inquieto, que no quería perder ímpetu.
– Pues convóquelos mañana. Por hoy es suficiente. Y la próxima vez cíñase a los hechos.
Jake se preguntó cuáles serían los hechos. Otra columna de números.
Como nadie se movía, el juez hizo un gesto con la mano en dirección a la sala.
– Se suspende la sesión, se suspende -dijo con irritación, después se levantó y les indicó a los otros dos que hicieran lo mismo.
Jake oyó las sillas que se movían, el leve murmullo, a los abogados recogiendo papeles. Gunther seguía sentado en su silla, mirando al frente. Los guardias, sorprendidos por el abrupto final de la sesión, apartaron a Renate de la barandilla y se dispusieron a llevársela a punta de pistola. Jake la vio pasar por delante del tribunal, y sus miradas se cruzaron cuando se acercó a la mesa de la acusación. Se detuvo.
– Así que de verdad eres tú -dijo, la voz de siempre-. Has vuelto.
Los guardias, que no estaban seguros de si le estaba permitido hablar, miraron alrededor esperando órdenes, pero los jueces se habían ido y la sala se había vaciado con ellos.
Jake asintió sin saber qué decir. ¿Me alegro de volver a verte? Le sobresalían las clavículas.
– No lo hice por mí -le dijo sin dejar de mirarlo, expectante.
Jake bajó la mirada, no podía contestar. Bernie los miraba, expectante también. ¿Qué podía decir nadie? Un guardia la cogió del brazo. Al cabo de unos instantes ya no estaría allí. Una palabra, algo.
Recurrió a la vaga gentileza de una visita penitenciaria.
– ¿Quieres que te traiga algo?
Renate lo miró un instante, decepcionada, y después dijo que no con la cabeza. Más ruso, esta vez en tono insistente. Los guardias se la llevaron de la mesa.
Jake esperó hasta que la sala quedó casi totalmente vacía. Sólo se escuchaba un murmullo procedente del pasillo. Gunther seguía en su silla. Cuando Bernie se le acercó, levantó la mirada, lo apartó con la mano, se levantó con rigidez y caminó hacia Jake, un premeditado paso después de otro.
– Te llevaré a casa -dijo Bernie, pero Gunther no le prestó atención.
Se detuvo un momento ante la mesa.
– Hablaré con Willi -le dijo a Jake, y luego siguió caminando hacia la salida.
Bernie, perplejo, se acercó y empezó a guardar expedientes en su maletín.
– ¿Y tú qué vas a hacer? -preguntó.
Jake lo miró.
– Tengo el jeep. -Se levantó para marcharse, pero dio media vuelta-. ¿Todavía crees que todas las historias terminan igual?
Bernie metió el último expediente en el maletín.
– Así acabó la de Marthe Behn.
Al salir, Jake evitó pasar por delante de la Alex, donde había aparcado todo el mundo, y se decidió por una de las calles laterales. Estaba muy aturdido para enfrentarse a Ron y a los demás, que estarían intercambiando notas. Gunther ya había desaparecido entre los escombros. Un paseo, cualquier cosa con tal de evadirse. Sin embargo, el tribunal lo seguía, era una mano muerta en el hombro. Lo que sucede cuando todo ha terminado. Miró alrededor. En la calle no había nadie, ni siquiera los niños que solían trepar por los ladrillos. Los ataques aéreos habían sido especialmente crudos en esa zona: no quedaba un solo muro en pie y el aire seguía cargado de polvo acre. Las moscas zumbaban por encima del profundo cráter de una bomba que se había convertido en una charca gris de aguas residuales procedentes de una cañería rota. Pero, el veneno llevaba años infiltrándose en Berlín. ¿Cuándo le había hablado Hans Becker a Renate de su madre? ¿Mientras estaban en la cama? Siempre había algo peor, aunque fuera corriente. Una camarera que quería cobrar, cómplice de todo. Así era, un día tras otro. Por primera vez, Jake se preguntó si Breimer no tendría razón, si esa desolación no era lo que merecían, un justo castigo bíblico para limpiar la ponzoña de una vez por todas. Allí seguía, no obstante, un agujero gigantesco que se llenaba de fango.
– Uri.
El ruso, salido de la nada, le sobresaltó.
– Uri.
– No quiero relojes.
El ruso frunció el ceño.
– Ja, uri -repitió, señalando el viejo Bulova que Jake llevaba en la muñeca.
Sacó un fajo de billetes del bolsillo y se los tendió.
– No. Largo.
Su mirada dura y amenazadora hizo que a Jake le diera de pronto un vuelco el corazón. Un ataque de miedo. Una calle desierta. Podía ser así de fácil y azaroso, como practicar la puntería con unas ratas. Otro incidente más. Sin embargo, el ruso se apartó, contrariado, y guardó los billetes en el bolsillo.
Al verlo alejarse, Jake respiró de nuevo y sintió que la calle se quedaba aún más vacía. Allí no había la muchedumbre del mercado. Si Gunther tenía razón, si el blanco había sido él, en ese momento lo tendrían fácil. Ni un solo testigo. Si lo querían a él. Se quedó quieto un momento, otra vez en Potsdam. Una farsa de crimen, se sabía quién era el asesino pero no la víctima. Habían sido tres. ¿Y si lo querían a él? Se llevó la mano a la cadera, un acto instintivo, y deseó ir armado. Aunque a Liz no le había servido de nada su pistola. Se detuvo. Aquel día no llevaba su pistolera. ¿Dónde estaría? ¿De vuelta en Webster Groves, en Estados Unidos? Intentó recordar a Ron en la habitación, doblando su ropa. Ningún arma. ¿Qué más daba? Sin embargo, era algo que quedaba por explicar.
Miró a la charca, inquieto. «Sigue las claves. Elimina posibilidades.» Tres personas en el mercado. Normalmente alcanzaban al que querían, pero ¿por qué querría nadie matar a Liz? Eso dejaba a dos, y uno de ellos ya podía recibir visitas en Gelferstrasse. Dio media vuelta y echó a andar por la calle con la mano aún en la cadera. Cuando llegó al jeep vio a otro ruso leyendo un periódico. Levantó la mirada, lo miró con nerviosismo y se alejó, como si de verdad fuera armado.
Encontró a Breimer leyendo un periódico en el alojamiento de Shaeffer, una villa que quedaba justo enfrente de la casa derrumbada. Una enfermera del ejército ojeaba una revista Life y escuchaba a medias a Breimer, que leía párrafos en voz alta, por lo visto incapaz de dejar de hablar aun delante de la habitación de un enfermo.
– Dos mil veces más que la Townbuster, que era la mayor bomba que teníamos. ¡Dos mil veces! -Levantó la vista al ver entrar a Jake-. Ah, muy bien. Ha preguntado por usted. Vaya, es un gran día, ¿verdad? Ya no falta mucho. -Como Jake, perplejo, no dijo nada, le ofreció el periódico-. Veo que no se ha enterado -dijo-. Y usted se considera periodista… Todos regresaremos a casa después de esto. Veinte mil toneladas de TNT. Del tamaño de un puño. Cuesta imaginarlo.
Jake cogió el periódico. Stars and Stripes. ee.uu. desvela el uso de la bomba atómica utilizada por vez primera contra los japoneses. La otra guerra, casi olvidada. Una ciudad de la que no había oído hablar. Cinco kilómetros cuadrados devastados con una única explosión; el desastre de la Alex, en comparación, sólo había sido un precalentamiento.
– Ahora seguro que sí se ha acabado -dijo Breimer, pero Jake sólo veía el rostro del ruso junto al jeep, nervioso.
– ¿Cómo funciona? -preguntó echando un vistazo a la página.
Había un gráfico de las demás bombas, las más grandes en la parte de abajo.
– Eso tendrá que preguntárselo a los lumbreras. Yo lo único que sé es que ha funcionado. Dicen que todavía no se ve a través del humo. Dos días. No me extraña que el viejo Truman estuviera tan duro con los rojos. Hay que reconocérselo, está claro que se lo tenía bien guardado.
Truman, muy desenvuelto, con su traje cruzado en la terraza de Cecilienhof, sonriendo a la cámara de Liz. Con un as en la manga.
– Sí señor, un gran día -repitió Breimer sin perder entusiasmo-. Cuando pienso en todos esos muchachos que regresarán a casa… Todos volverán a casa, y de una pieza, gracias al Señor.
Jake miró el rostro carnoso que entonaba otro de sus discursos. Aunque ¿acaso no era cierto? ¿Quién querría que un solo marine perdiera la vida en una playa de Honshu? En Okinawa habían tenido que sacar a los japos de las cuevas con lanzallamas, uno a uno. Aun así, era algo nuevo, peor que lo de antes. Breimer volvía a empezar otra vez.
– ¿Cómo está el paciente? -lo interrumpió Jake.
– Va mejorando, va mejorando -contestó Breimer-. Gracias a la cabo Nelly. Demasiado guapa para ser enfermera, para mi gusto, pero tendría que ver cómo los cuadra. No se anda con tonterías.
– Al menos no con una hipodérmica en la mano -intervino ella con sequedad, pero su sencillo rostro sonreía, halagado.
– ¿Puedo verlo?
– A Joe le gustaría verlo -le dijo Breimer a la enfermera, dejando claro quién estaba al mando. Le puso a Jake una mano en el hombro-. Hizo usted algo encomiable sacándolo de allí. Todos le estamos muy agradecidos, se lo aseguro.
– ¿Todos, quiénes?
– Todo el mundo -repuso Breimer, y bajó la mano-. Los americanos. El chico de ahí dentro es muy valioso, uno de los mejores. Lo último que querríamos es que los rusquis le echaran el guante.
– ¿No les cae muy bien?
Breimer se tomó el comentario a broma y sonrió.
– No exactamente. Joe no. -Bajó la voz-: Lástima lo de la chica.
– Sí. -Jake fue hacia la puerta-. ¿Cuándo está de guardia? -preguntó señalando a la enfermera con la cabeza.
– Dos veces al día. Se asegura de que todo marche bien. Yo vengo siempre que puedo, claro. Es lo menos que puedo hacer. Joe me ha sido de mucha ayuda.
– ¿No puede hacer que haya alguien las veinticuatro horas? ¿Que se turnen? Tendría que haber alguien aquí.
Breimer sonrió.
– No se ponga nervioso. No está tan mal. El principal problema es conseguir que se quede en la cama. Quiere hacer las cosas demasiado rápido.
– Los rusos ya le han disparado una vez. Pueden volver a hacerlo.
Jake señaló con la mano la puerta principal, que se abría de par en par a la calle.
Breimer lo miró con preocupación.
– Dicen que fue un accidente.
– Ellos no estaban allí. Yo sí, y pondría a alguien por si acaso.
– A lo mejor está usted un poco susceptible. Esto no es zona rusa.
– Congresista, toda la ciudad es zona rusa. ¿Prefiere arriesgarse?
Breimer lo miró a los ojos, esta vez con gravedad.
– Déjeme ver qué puedo hacer. -Ni una objeción.
– Alguien armado -insistió Jake, y abrió la puerta.
Shaeffer estaba sentado en la cama con el pecho descubierto y el hombro vendado con gasas y esparadrapo. Le habían cortado el pelo en el hospital y, con las orejas visibles, parecía diez años más joven. Ya no era una postal aria, parecía más escuálido sin el uniforme, como un atleta de instituto sin sus hombreras. También él leía el periódico, pero lo dejó encima de la sábana cuando entró Jake.
– Vaya, por fin. Esperaba que vinieras. Quería darte las gracias…
– Ahórratelo -dijo Jake quitándole importancia mientras escrutaba la habitación. Una planta baja, la ventana abierta frente a la cama. La sala había sido una biblioteca; en las estanterías todavía quedaban unos cuantos libros tumbados que por lo visto no había merecido la pena llevarse en el saqueo-. Deberías haberte quedado en el hospital.
– Ya estoy bien -dijo Shaeffer, tomándolo por preocupación médica-. Si te quedas por allí mucho tiempo, algún matasanos quiere cortarte una pierna. Ya sabes cómo es el ejército.
– Me refería a que allí estabas más seguro. ¿No hay habitaciones arriba? -Se acercó a la ventana y miró afuera.
– ¿Más seguro?
– Le he pedido a Breimer que te ponga guardia en la puerta.
– ¿Para qué?
– Eso dímelo tú.
– ¿Que te diga qué?
– ¿Por qué probaron puntería contigo los rusos?
– ¿Conmigo?
– El congresista cree que no les caes muy bien.
– ¿Breimer? Ve rusos hasta en sueños.
– Sí, bueno, yo los vi en Potsdam, y te estaban disparando. Ahora supón que me explicas por qué lo hicieron. -Acercó una silla a la cama.
– No tengo la menor idea.
Jake no dijo nada, se quedó mirándolo desde la silla. Por fin, Shaeffer, incómodo, apartó la mirada.
– ¿Tienes un pitillo? -preguntó-. La enfermera se ha llevado los míos. Dice que viviré más.
– No, si sigues así -soltó Jake, luego encendió un cigarrillo y se lo pasó, aún mirándolo.
– Oye, supongo que te debo algo, pero no una historia. No puedo. El trabajo es confidencial.
– No he sacado ningún cuaderno de notas. Esto es para mí, no para los periódicos. Casi consigues que me maten a mí también, creo que tengo derecho a saber por qué. Bueno, ¿qué me dices?
Shaeffer dio otra calada y siguió el humo con ¡a mirada, como si saliera con él de la habitación.
– ¿Conoces la FIAT?
– No.
– La Agencia de Información de Campo, sección Técnica. Una forma curiosa de decir que nos ocupamos de los científicos. Informes sobre operaciones. Centros de detención. De todo.
– Como Kransberg -dijo Jake.
Shaeffer asintió.
– Como Kransberg.
– ¿Qué es ese «de todo»?
– Encontrarlos, para empezar. Puede que hayamos montado un equipo para cubrir Berlín. Puede que a los rusos no les haya gustado mucho.
– ¿Por qué? Llevan aquí desde mayo. ¿Quién queda?
Shaeffer sonrió, sociable.
– Mucha gente. Los rusos han estado muy ajetreados llevándose toda la maquinaria, tardaron un tiempo en darse cuenta de que necesitaban a los hombres que la manipulaban. Para entonces, muchos de ellos habían desaparecido: se habían ido al oeste, seguramente escondidos. A los rusos les está costando reclutar, nadie se desvive precisamente por irse al este.
– No si pueden conseguir un suculento contrato con Tinturas de Estados Unidos -dijo Jake, e hizo un gesto con la cabeza en dirección a la puerta.
Shaeffer lo miró y luego apagó el cigarrillo.
– No me presiones. Él está fuera, o lo dejamos aquí. ¿Comprendido?
– Te escucho.
– De todas formas, no es eso. Los rusos también ofrecen buenos sueldos. Si te quieres ir a trabajar a los condenados Urales.
– En lugar de a la bella Utica.
Shaeffer volvió a mirarlo.
– Lo digo en serio.
Jake levantó una mano.
– Está bien, nadie se va a Utica.
– No. A Dayton, ya que quieres saberlo. Hay unas instalaciones cerca de Wright Field. -Se detuvo, consciente de que había dado información gratuita, y se encogió de hombros-. El primer grupo irá a Dayton. Si conseguimos sacarlos. ¿Satisfecho?
– No me importa la ruta elegida. ¿Por qué se está retrasando tanto?
– Por la desnazificación. Esos hombres… Tendríamos mucha suerte si Ike les diera el visto bueno. Sólo quieren a los alemanes buenos. Así que hay que encontrarlos. No creas que a los rusos les importa una mierda.
Jake se levantó y se acercó a la estantería.
– Pero tú sí les importas… Suponiendo que tu equipo exista.
– Suponiendo que exista.
– ¿Has estado haciendo algo que no debías?
– ¿En opinión de ellos? Ganarles. Los rusos llevan aquí dos meses y todavía no han acabado con su lista. Nosotros, en tres semanas, nos los hemos llevado a todos. En cuanto tienes a uno, te lleva a los demás. Nos estaban esperando. La Luftwaffe: todo el equipo aeromédico. Incluso han conservado los documentos de investigación. En el Instituto de Ciencia y Cultura hay todavía muchos cadáveres calientes, si sabe uno desenterrarlos. No es difícil, sus amigos ayudan. Están por aquí. -Dando una vuelta, paseando al perro.
– ¿Ingenieros de la Zeiss? -preguntó Jake.
– Eso queda en la zona oriental. En la zona oriental no nos metemos.
– Eso no es lo que dicen los rusos.
– Les encanta armar barullo. Lo que yo he oído decir es que los ingenieros querían venir aquí.
– Sólo necesitaban que les echaran una mano.
Shaeffer lo observó un momento y luego apartó la mirada.
– Puede que la óptica de visores de bombardeo estuvieran años por delante de la nuestra. Años por delante… Merecía la pena arriesgarse. Puede que alguien quisiera enviarles un mensaje a los rusos. Tienen la costumbre de secuestrar a la gente. Puede que quisieran demostrarles que también nosotros sabemos hacerlo. Para que la próxima vez se lo piensen dos veces.
– ¿Y dio resultado?
– Más o menos. Al menos hace ya algún tiempo que no desaparece nadie.
– Salvo Emil Brandt.
– Sí, salvo Emil Brandt.
– Así que ahora lo tienes en tu lista.
– Todo el mundo lo tiene en su lista. Fue él quien hizo todos los cálculos, conoce todo el programa. Ya te dije que no se nos podía escapar. Y menos ahora.
Jake enarcó las cejas.
– ¿Por qué ahora no?
– ¿El equipo de los misiles? -Shaeffer cogió el periódico-. ¿Te imaginas que los V-2 llevaran una de esas bellezas?
– No, no me lo imagino -dijo Jake. Londres arrasado.
– Todo el mundo los busca -repuso Shaeffer-, pero están con nosotros, y pensamos conservarlos. A todos.
– ¿Y si no quieren ir?
– Sí quieren. Incluso Brandt. Sólo quiere llevarse consigo a su mujer. Siempre la mujer. Una vez casi lo perdimos, después de Nordhausen. Conseguimos los misiles, los planos, al equipo escondido en Oberjoch, y él nos da esquinazo y va a Berlín a remover cielo y tierra, joder. Tuvo suerte de salir con vida.
– Y con sus documentos -dijo Jake como si tal cosa, por probar.
Shaeffer hizo un vago gesto con la mano.
– Papeles administrativos. No valían nada. Todos los documentos técnicos estaban en Nordhausen. Sólo fue una excusa para ir a buscar a su mujer.
– ¿Administrativos? Creía que eran archivos de las SS.
– El programa era de las SS. Lo dirigían ellos. Por aquel entonces dirigían todo. Por si te interesa.
– Le dieron una medalla.
– Dieron medallas a todo el mundo. A los científicos no les hacía mucha gracia que las SS estuvieran al mando. No eran la gente más agradable del mundo. Pero, qué coño, ¿quién puede elegir a su jefe? Les reparten unas cuantas medallas y todo vuelven a ser sonrisas. Tenían una tonelada de medallas.
Un suelo lleno de montañas de Cruces de Hierro en la Cancillería.
– Al final los llevamos a Kransberg -seguía explicando Shaeffer-. Para tenerlos a todos juntos, ¿entiendes? Y él vuelve a conseguirlo. A los demás les dijimos que los reuniríamos con los suyos más adelante y no les gustó demasiado. Pero él no, él tenía que venir a juntarse con ella, un pequeño reencuentro. Como si no tuviéramos bastante que hacer. Encima tener que buscarla a ella. Ya nos falta personal y, ahora, además, esto. -Se señaló la herida.
– No está con su mujer -dijo Jake-. Ella no sabe dónde está.
Shaeffer lo miró un momento sin decir nada. Después cogió otro cigarrillo del paquete que había encima de la cama, todavía intentaba ganar tiempo.
– Gracias por ahorrarme el trabajo de campo -dijo con calma-. ¿Quieres decirme dónde está la mujer?
– No.
– ¿En nuestra zona?
Jake asintió.
– No sabe nada.
– Bueno, es un alivio, de todas formas.
– ¿Qué?
– Que esté aquí. ¿Qué crees que me ha tenido tantas noches despierto? ¿Y si los rusos la encuentran primero? Esa sería una oferta con la que no podríamos competir. Lo perderíamos, seguro.
Un señuelo. Jake miró por la ventana. Le dio otro vuelco el corazón, como si hubiese vuelto a ver al soldado de detrás de la Alex.
– Con nosotros le irá mucho mejor, ya lo sabes -dijo Shaeffer, aún con serenidad.
– Está muy bien donde está.
¿Era eso cierto? Un ruso había preguntado por ella.
– ¿Quieres explicarme cómo la has encontrado? -dijo Shaeffer sin dejar de mirarlo-. Lo hemos intentado todo. Ni en los Fragebogen, ni los vecinos, nada.
– Podrías haber probado suerte con el padre de él. ¿Por qué no lo hiciste, por cierto?
– ¿Su padre? -preguntó Shaeffer con sorpresa-. Su padre está muerto.
– ¿De dónde has sacado eso?
– El propio Brandt me lo dijo. Fui yo quien lo interrogó.
– No me lo habías dicho.
– No me lo habías preguntado -repuso Shaeffer; jaque.
– Pues está vivo. Lo he visto. ¿Por qué te diría eso Emil?
Shaeffer se encogió de hombros.
– ¿Por qué no me habías dicho tú dónde estaba su mujer? A la gente le gusta guardarse algo. Cuestión de confianza, tal vez. ¿Sabe algo?
– No, él tampoco lo ha visto. Nadie lo ha visto, desde Tully, pero él no te interesa.
Shaeffer bajó la mirada y alisó la sábana.
– Mira, vamos a tomárnoslo con calma. Ya que has metido las narices donde no debías, no me iría mal un poco de ayuda.
– ¿Con qué?
– Con lo que has estado haciendo. Todavía tenemos que encontrarlo. Yo estoy fuera de servicio, tú no.
– No gracias a ti. Empecemos por Tully y ya veremos qué se puede hacer.
– En Kransberg eran amigos. Bueno, amigos… Brandt hablaba inglés y a Tully le gustaba escuchar conversaciones por las noches. Brandt era tristón. Depresivo. Hablaba de lo mal que había ido todo. Ya sabes, conversaciones de borrachos.
– ¿Te lo dijo Tully?
– Puede que hubiera micrófonos en las habitaciones. Así que puede que oyéramos lo que tenían que decir los huéspedes.
– Qué bien.
– Las pusieron los nazis. Nosotros sólo las aprovechamos al llegar.
– Eso es muy diferente.
– No creo que comprendas cómo son las cosas allí. Los científicos negocian. Quieren asegurarse el trabajo, algún acuerdo que los saque del país. Así que no lo desvelan todo de buenas a primeras, sino poco a poco, para mantener nuestro interés. Antes de decirnos nada, lo consultan con Von Braun. No los culpo, no pierden de vista al número uno. Pero nosotros necesitamos saber, no sólo lo que está sobre papel, sino lo que pasa por aquí dentro. -Se dio un golpecito en la sien.
– Bien, así que son amigos.
– Brandt se larga de allí. Tully lo saca en coche y a nosotros no nos lo dice nadie. Así que, para cuando nos enteramos, él se hace el inocente, Brandt no está por ninguna parte y nadie ata los cabos.
– ¿Qué son?
– Creen que fue un error, que Brandt embaucó a Tully para conseguir un permiso. Como si fuera un buen tipo.
– ¿Y tú no lo crees?
– Tampoco creo en el conejo de Pascua. Lo comprobé. Ese tipo es muy vivo. ¿Sabes que estuvo vendiendo papeles descargo?
– Eso había oído.
– Un trabajazo. Hasta dos veces a la misma persona, así lo descubrieron, pero no pudieron demostrarlo. Era su palabra contra la de ellos. Un puñado de alemanes quejándose. ¿Quién tiene tiempo de investigar eso? Pero Brandt… era otra cosa. Me interesó. El caso es que la idea de salir de allí fue de Tully. Así que supongo que había vuelto a las andadas.
– ¿Fue idea de Tully?
– A nadie se le ocurrió pensar en las escuchas -dijo Shaeffer-. Sólo hacemos transcripciones cuando los huéspedes hablan de ciencia. El resto del tiempo, nuestros chicos leen tiras cómicas, aprovechan para ir a! baño o cualquier otra cosa. Así que fui a ver al supervisor de aquella noche y le pregunté de qué habían estado hablando. «De nada -me dijo-. De cosas personales.» «¿Como qué?» «Nada, Tully le dijo que habían encontrado a su mujer.» Nada -repitió con sarcasmo.
– Pero no era cierto.
– No, pero yo entonces no lo sabía. Lo que sabía era que Tully había conseguido un cliente. Lo único que quería Brandt. Así que supongo que llegarían a un pequeño trato. Brandt no avisó a nadie de que se marchaba. No le comentó nada a Von Braun, se largó sin más. Tully lo sacó en coche. Cuando me enteré, llamé a algunas puertas para echarle el guante a Tully, pero también él se había marchado ya.
– A Berlín. ¿Por qué?
– A por el pago, seguramente. En Kransberg nadie tenía dinero. Supuse que Brandt conseguiría el efectivo de su esposa.
– Pero no llegó a dar con ella.
– Entonces Tully tenía a un alemán bien jodido en sus manos.
– No -disintió Jake, negando con la cabeza, pensando-. No se encontraron en Berlín. ¿Por qué querría hacerlo Tully si le había mentido sobre su mujer?
– Bueno, yo eso no lo sabía. ¿Ves? Ya te he dicho que nos vendrías bien. -Se tumbó-. El caso es que vino.
– ¿Y sus amigos de Berlín? ¿Tully conocía a alguien aquí?
Shaeffer lo miró.
– Conocía a Emil Brandt.
– ¿Quieres decirme que lo mató Emil?
– Quiero decir que no me importa. Sólo quiero encontrarlo. Tully no es importante.
– Era lo bastante importante para que lo mataran.
– ¿Él? A lo mejor sólo se puso en medio -dijo Shaeffer, malhumorado, mientras se arreglaba la venda.
– A lo mejor -dijo Jake. Como una chica que sacaba fotografías-. Sería útil saberlo.
– Ya no -repuso Shaeffer, con un gesto de dolor, distraído con el vendaje-. Lo único que sé es que iba a llevarme hasta Brandt y que no lo hizo. -Miró a Jake-. Pero me alegra tener noticias de su mujer. Ya es algo. Al menos el muy capullo no consiguió que le pagaran.
– Sí lo consiguió.
Jake miró de nuevo por la ventana, sobresaltado de nuevo. Dinero ruso.
– Sí, supongo -repuso Shaeffer, refiriéndose a la bala-. ¿Qué pasa? -preguntó al seguir la mirada de Jake.
– Nada. Estaba pensando. -Tenía que trasladarla. Cogió la gorra-. Tengo que marcharme. ¿Quieres que llame a la enfermera? -Señaló al vendaje.
– Estabas pensando, ¿eh? -dijo Shaeffer. Entonces endureció sus facciones, otra vez de cartel-. Pues no pienses tanto. Quiero encontrarlo. No me importa lo que hiciera.
– Si es que lo hizo.
– Tú encuéntralo -dijo sin ninguna emoción, luego sonrió-. Dios bendito, su mujer. Tú y yo formaríamos un buen equipo.
Jake negó con la cabeza.
– A tu alrededor muere gente. -Volvió a mirar por la ventana-. ¿Y si ya lo tienen los rusos?
– Entonces también quiero saberlo. Dónde.
– ¿Para poder organizar otra expedición? A los rusos no les gustaría.
– ¿Y qué?
– Que la próxima vez a lo mejor no tienes tanta suerte. Liz no estará allí para parar la bala.
Shaeffer lo fulminó con la mirada.
– Cómo se te ocurre decirme algo así.
– Está bien, déjalo.
Miró al suelo.
– Liz me gustaba. Era de buena pasta. -Un niño en una heladería.
– Está bien -repitió Jake, disculpándose.
– Qué mala uva tienes. De todas formas, ¿qué te hace estar tan seguro de que me querían a mí? Con los rusos nunca se sabe. ¿Cómo sabían que iba a estar allí? Respóndeme a eso.
– ¿Por qué estabas allí? Comprar en la zona rusa no es algo muy inteligente dedicándote a lo que te dedicas.
– Fue por Liz. Quería una cámara. Pensé que por qué no. ¿Cómo iban a enterarse? ¿Cómo se enteraron?
– A lo mejor te vio algún Greifer.
– ¿Qué es eso? ¿Una palabra en kartoffel?
– Algo así como un explorador. -Jake se fue hacia la puerta, pero se volvió. Un Greifer-. ¿El nombre de Sikorsky te dice algo?
– ¿Vassily?
– Exacto. Estaba aquel día en el mercado. ¿Te conoce de vista?
Shaeffer miró hacia otro lado y no dijo nada. Jake asintió.
– Asegúrate de que Breimer te pone vigilancia.
– No te preocupes. Sé cuidarme yo solo.
Sacó un arma de debajo de la sábana y le dio unos golpecitos. Jake se quedó quieto un segundo. Apenas una extensión natural de su mano, como el guante de un jugador de béisbol.
– ¿Siempre guardas una en la cama? ¿O sólo últimamente? -Puso la mano en el pomo-. Y no te acerques a la ventana.
Shaeffer apuntó al exterior, prácticas de tiro.
– Una Colt 1911 detendría a cualquiera a esta distancia.
Jake lo miró.
– También una Colt 1911 detuvo a Tully.
Shaeffer se volvió con el ceño fruncido, aún empuñando el arma.
– ¿Quién dice eso?
– El informe de balística.
– ¿Y qué? Es un arma reglamentaria del equipo. Debe de haber un millón repartidas por aquí.
– No en manos de un alemán. ¿O crees que Tully le dio una con el permiso?
– ¿Qué se supone que quiere decir eso?
– Que Emil no lo hizo. No con una de ésas.
Shaeffer alzo la mirada y luego esbozó una sonrisa de satisfacción.
– Es verdad, se me olvidaba. Crees que lo hice yo. «¿Dónde estabais Breimer y tú la noche del…?» Del día que fuera, joder.
– El dieciséis de julio -dijo Jake-. ¿Dónde estabais?
Shaeffer bajó el arma.
– Que te jodan. -Volvió a guardarla bajo las sábanas-. No escuchas. Soy el único que lo quería vivo. Iba a llevarme hasta Brandt, ¿recuerdas? -Miró a Jake fijamente unos instantes, después lo dejó correr y meneó la cabeza-. Tienes una forma muy curiosa de hacer amigos.
– ¿Eso somos? Yo aún no lo tengo muy claro.
Otra mirada penetrante.
– Encuéntralo. -Shaeffer se dejó caer sobre las almohadas con un gemido y se obligó a sonreír-. Sois todos iguales. Mucha palabrería. Siempre con alguna agudeza. -Sus ojos volvían a ser de acero, gris ario-. Que no se te olvide qué uniforme vistes. Estamos en el mismo bando.
– ¿El mismo en el que estaba Liz?
– Sí, bueno -repuso Shaeffer, y bajó la mirada-. Estas cosas pasan, ¿no? Es la guerra.
– No estamos en guerra con los rusos.
Shaeffer miró el periódico y su negro titular y luego levantó la cabeza.
– ¿Quién dice eso?
La luz de la tarde inundaba el piso, pero Hannelore ya se estaba poniendo el carmín para salir.
– Un poco temprano, ¿no? -comentó Jake al verla mirarse en el espejo.
– Es un té. Se supone que empieza temprano. Una Jause, ¿no?
– ¿Un té ruso? -preguntó Jake.
Le hizo gracia; una mesa de impasibles comisarios tomando té.
– No. Mi nuevo amigo, un soldado inglés. Me ha dicho que será un té de verdad. Ya sabes, como antes, con tazas buenas y todo.
Algo especial, seguida por otra clase de fiesta en el sofá.
Hannelore se arregló el carmín de los labios.
– Lena acaba de marcharse. Ha ido a ver a Frau Hinkel. Tú también deberías ir, no te imaginas lo que sabe.
– ¿Ha ido a ver a una adivina?
– No es eso. No es una gitana. Sabe cosas, de verdad.
Jake miró por la ventana hacia Wittenbergplatz, buscando la calle. Ventanas que daban a la plaza, desprotegidas, la maravillosa luz parecía de pronto una pega.
– ¿Hannelore? ¿Has visto a alguien deambulando por ahí fuera? ¿Algún ruso?
– No seas tonto -repuso la chica mientras cogía el bolso-. Volvió a su país, no me está buscando.
– No, me refería a… -dijo él, pero se interrumpió. ¿Por qué había de haber notado nada Hannelore?
– Ven, te diré dónde es -dijo-. Está detrás del KaDeWe.
Jake cerró la puerta con llave al salir y siguió a la chica escalera abajo.
– Tus amigos… -le dijo-. ¿Alguno sabrá de algún otro piso?
Hannelore se volvió, herida.
– ¿Quieres que me vaya? Este piso es mío, ya lo sabes. Mío. Sólo porque tengo buen corazón…
– No, no para ti. Para Lena. Para que tenga su casa. Para ti esto es una molestia.
– Ah, no me importa, de verdad. Estoy acostumbrada. Resulta acogedor, ¿sabes? Y tú eres muy bueno con la comida. ¿Cómo comeríamos? ¿Adonde iría Lena? Nadie tiene un piso, a menos que…
– ¿A menos que qué?
– A menos que tenga un amigo. Ya sabes, importante.
– No como yo -añadió Jake con una sonrisa.
– No. Un general, quizá. Alguien gordo. Esos tienen pisos, y las putas. -Un mundo de diferencia para ella.
Había un grupo de trabajo limpiando un extremo de Wittenbergplatz, mujeres con pantalones de uniforme que cargaban carretillas. Bajo el calor del sol, todo olía a humo.
– Mi amigo es de Londres -explicó Hannelore mientras cruzaban la calle y sus tacones altos se tambaleaban sobre el pavimento destrozado-. ¿Crees que me gustaría la ciudad?
– Antes sí.
– Bueno, ahora todo es igual. -Señaló la plaza en ruinas con la mano-. Todo es como esto.
– Como esto no.
– Sí, lo han dicho por la radio. Durante la guerra lo bombardearon todo.
– No. Sólo algunas zonas.
– ¿Por qué mentirían sobre eso? -preguntó, con seguridad. Somos público de Goebbels-. Es ahí -exclamó cuando llegaron al KaDeWe-. En la próxima calle. Hay un cartel con una mano. ¿Qué tal estoy?
– Como una dama inglesa.
– ¿Sí? -Se ahuecó el pelo y se miró en un escaparate hecho añicos que seguía allí, después se despidió de él con la mano-. Cómo eres… -dijo, riendo, y se marchó bamboleándose hacia el oeste.
El cartel era un burdo dibujo de la palma de una mano con tres líneas: la del Pasado, arriba, la del Presente, en medio, y un tramo con el Futuro serpenteando en la base. ¿Cuántos querrían ahora que les leyeran la primera línea? Frau Hinkel estaba en la segunda planta, tras una puerta marcada con un zodíaco. Jake la abrió y se encontró con un grupo de mujeres sentadas en silencio en varias sillas, como pacientes en la sala de espera de una consulta médica. Berlín se había convertido de nuevo en una ciudad medieval: mercados negros que transmutaban relojes en oro, brujas que leían el futuro en una baraja de cartas. Hacía unos cuantos años habían medido la desviación de la luz.
Sin embargo, ¿qué importaba? Allí estaba Lena, con una sonrisa de gran sorpresa en el rostro al verlo entrar. «Una mujer que se alegra de verte -pensó Jake-. No hay nada igual, es aún mejor que la buena fortuna.»
– Jacob -dijo. Las demás también lo miraron, con franco interés, después bajaron la vista al suelo, la reacción acostumbrada ante un uniforme. La mujer que estaba junto a Lena se movió para hacerle sitio-. ¿Cómo has sabido que estaba aquí?
– Por Hannelore.
– Ya sé que es una tontería, pero ha insistido tanto -dijo Lena, sonriendo, inclinándose hacia él para susurrarle en privado-. ¿Qué sucede? Pareces algo…
Jake meneó la cabeza.
– Nada. Un mal día. He estado en un juicio.
– ¿Qué juicio?
Pero Jake quería su sonrisa, no otra historia de horror. No quería a Renate, a Gunther, a ninguno de ellos. Cielos azules. Miró el reloj.
– Vayámonos de aquí. Me han conseguido una barca. Todavía hay luz, podríamos dar una vuelta.
– Una barca -repuso ella, encantada, pero luego frunció el ceño-. Es que no puedo. Esperamos a unos niños en la guardería. Tengo que ayudar al padre Fleischman. No te pongas triste. Mañana, ¿de acuerdo? Mira cómo vienes de polvo -dijo mientras le pasaba la mano por la manga-. ¿Qué?
– Sólo te miro.
Lena se sonrojó, después se ocupó otra vez de la manga.
– Tendrías que darte un baño.
– Hannelore acaba de salir -dijo él, una invitación-. Tenemos el piso para nosotros.
– Chsss. -Miró a las mujeres.
– Podrías darte un baño conmigo.
Lena dejó de mover la mano y puso cara picara mientras le decía con los ojos que los estaban oyendo.
Él se le acercó más y le susurró:
– Yo te leeré el futuro.
Una leve risa alentada por la respiración de él en su oído.
– ¿Sí? -repuso, y luego esbozó una sonrisa-. Está bien. Vendré otro día. Hoy hay mucha cola.
Sin embargo, cuando se levantaban, un niño, seguramente el pequeño de los Hinkel, salió como una flecha de detrás de la cortina de la otra habitación y, antes de que llegaran a la puerta, apareció Frau Hinkel en persona apartando la cortina y mirando a Jake.
– Pasa -dijo-. Tú.
Jake miró a la cola de clientas avergonzado, pero nadie rechistó. Estaban resignadas a cederles su puesto a los soldados. Lena tiró de él con entusiasmo en dirección a la cortina.
La sala, igual que Frau Hinkel, era muy normal. No había collares de cuentas, turbantes ni bolas de cristal, sólo una mesa con unas sillas y una desgastada baraja de cartas.
– Las cartas pueden decirnos lo que es y lo que podría ser, pero no lo que será. ¿Comprendéis? -explicó mientras tomaban asiento.
La póliza de seguros de una adivina, pero expresada con sencillez, con una voz suave y reconfortante.
Le tendió las cartas a Lena para que barajara.
– Tú primero -dijo Lena, nerviosa, sin tocarlas.
– Yo no… -empezó a decir Jake, pero Frau Flinkel ya se las había puesto en las manos.
Una baraja vieja, gastada por el uso, las figuras parecían de los Hohenzollern.
Cuando la mujer empezó a colocarlas en fila, Jake sintió una inesperada punzada de aprensión, como si, en contra de toda lógica, realmente pudieran desvelar algo. Sabía que era todo teatro, una estafa benévola, pero descubrió que deseaba que le dieran buenas noticias, fueran ficticias o reales. El mensaje de una galletita de la fortuna, lleno de viajes y de una larga vida sin nubes. ¿No era eso lo que quería todo el mundo? Pensó en los rostros cansados de la otra sala, todos esperando una señal de buenaventura.
– Tus cartas son afortunadas -dijo Frau Hinkel, como si lo hubiera oído-. Has tenido suerte en la vida.
Por absurdo que pareciera, se sintió aliviado. Aunque, por veinticinco marcos, ¿había alguien allí con mala suerte?
– Sí, está bien. Porque has estado cerca de la muerte. -«Una suposición segura después de años de guerra», pensó Jake, que empezaba a disfrutar de la representación-. Pero protegido. Aquí, ¿lo ves? Por una mujer, por lo visto.
Jake la miró, pero la mujer estaba absorta colocando una segunda fila de cartas sobre las primeras.
– ¿Una mujer? -preguntó Lena.
– Sí, eso creo, pero a lo mejor ha sido sólo su suerte, no sabría decirlo. Es un símbolo. Ahora es todo lo contrario -continuó diciendo al mirar la nueva fila-. Ahora eres tú el protector. Hay un riesgo, un peligro, pero la suerte sigue ahí. Una casa.
– El noticiario -dijo Lena con calma.
– Ahí está otra vez. El protector, como un caballero. Una espada. Puede que un rescate. ¿Eres un guerrero? -preguntó con naturalidad, pese a lo arcaico de la palabra.
– No.
– Pues juez. La espada de un juez. Sí, tiene que ser eso. A tu alrededor hay papeles. Muchos papeles.
:-Sí, ¿lo ves? -dijo Lena-. Es escritor.
Frau Hinkel fingió no oírla, ocupada en las cartas.
– Pero te resulta difícil, ser juez. ¿Ves esto? Los ojos miran en dos direcciones, no sólo en una, así que es difícil. Pero lo conseguirás. -Colocó otra fila-. Tienes unas cartas interesantes. Contradicciones. Los papeles siguen aumentando. Suerte, pero también engaño. Eso explica los ojos, que miran en dos direcciones, porque a tu alrededor hay engaño. -Hablaba como si dijera todo aquello por primera vez, aunque debía de estar más que acostumbrada-. Y siempre hay una mujer. Fuerte, en el centro. Lo demás… es difícil decir nada, pero la mujer siempre está ahí, no dejas de regresar junto a ella. En el centro. ¿Me dejas verte la mano?
La mujer alargó el brazo y le trazó una línea en la palma.
– Sí, lo imaginaba. Dios mío, qué línea. En un hombre. Qué profunda. ¿Ves qué recta? Uno, en toda tu vida. Tienes un corazón fuerte. Lo demás son contradicciones, pero no en el corazón. -Lo miró fijamente-. Debes andar con cuidado al juzgar. El corazón es muy fuerte. -Se volvió hacia Lena sin soltar la mano de Jake-. La mujer que lo encuentre será muy afortunada. Un solo amor, ningún otro. -Su voz sonó emotiva, a fin de cuentas era una profesional.
Lena sonrió.
La mujer colocó otra fila de cartas.
– Veamos. Sí, lo mismo. De nuevo la muerte, cerca. Aún sigue la suerte, pero ten cuidado. Sólo vemos lo que podría ser. Y de nuevo el engaño.
– ¿Dice de quién?
– No, pero lo descubrirás. Los ojos miran ya en una sola dirección. Lo verás.
Jake cambió de postura, se sentía incómodo.
– ¿Hay algún viaje? -preguntó para volver al tono de galletita de la fortuna.
– Sí, muchos viajes. -Lo soltó sin pensarlo, como si fuera tan obvio que no mereciera la pena detenerse en ello-. Un viaje por agua, pronto. -Otra suposición segura, tratándose de un estadounidense.
– ¿A mi país?
– No, más corto. Muchos viajes. Nunca volverás a casa -dijo en voz baja, una abstracción-. Siempre estarás en alguna otra parte, pero eso no te traerá tristeza. El lugar no es importante. Siempre vivirás aquí. -Dio unos golpecitos sobre la línea del corazón de la palma de su mano-. Así que es una vida afortunada, ¿verdad? -comentó mientras recogía las cartas y se las daba a Lena para que barajara.
– Entonces la mía también lo será -comentó ella con alegría.
«Eso tenlo por seguro -quería decirle Jake-. Sólo con pagar veinticinco marcos.»
Sin embargo, cuando Frau Hinkel echó las carras de Lena, se las quedó mirando unos instantes, perpleja, y las recogió enseguida.
– ¿Qué dicen?
– No puedo decirlo. A veces, cuando vienen dos personas, las cartas se confunden. Inténtalo otra vez. -Volvió a darle la baraja a Lena-. Tienes que haberlas tocado sólo tú.
Jake la observó mientras barajaba, muy seria, igual que Hannelore debía de escuchar la radio.
– Sí, ahora lo veo -dijo Frau Hinkel al tiempo que disponía-. Son las cartas de una madre. Muy cariñosa… muchos corazones. Los niños son muy importantes para ti. Sí, hay dos.
– ¿Dos?
– Sí, dos -dijo Frau Hinkel, con seguridad, sin volver a mirar las cartas para confirmarlo.
Jake miró a Lena, quería hacerle un guiño, pero Lena se había quedado pálida, desconcertada.
– Dos de todo -prosiguió diciendo Frau Hinkel-. Dos hombres. Reyes. -Levantó la mirada con aire íntimo-. ¿Hubo otro?
Lena asintió. Frau Hinkel cogió su mano, igual que había hecho con Jake, para obtener una segunda opinión.
– Sí, ahí está. Dos. Dos líneas en el mismo lugar.
– Se cruzan -dijo Lena.
– Sí -corroboró Frau Hinkel, después siguió hablando sin explicar más-. Pero al final sólo hay uno. ¿Puede que el otro muriera? -Otra suposición segura para cualquiera de las que esperaban en la sala contigua.
– No.
– Ah. Entonces es que ya has decidido. -Volvió la mano de lado-. Ahí están los niños. ¿Ves? Dos.
Volvió a colocar otra fila de cartas.
– Mucho dolor -dijo, sacudiendo la cabeza-. Pero también felicidad. Hay una enfermedad. ¿Has estado enferma?
– Sí.
– Pero ya no. ¿Ves esta carta? Lucha contra la enfermedad.
– ¿La de la espada? -preguntó Jake.
Frau Hinkel sonrió con afabilidad.
– No, ésta. Suele estar relacionada con la medicina. -La miró-. Me alegro por ti. Tantos días… sin medicina, ni siquiera en las cartas.
Otra fila.
– ¿Estuviste en Berlín durante la guerra?
– Sí.
Frau Hinkel asintió con la cabeza.
– Destrucción. Ahora lo veo continuamente. Bueno, las cartas no mienten. -Echó una carta negra, y enseguida sacó otra para taparla.
– ¿Eso que quiere decir? -preguntó Lena, alarmada.
Frau Hinkel la miró.
– ¿En Berlín? Suele simbolizar a un ruso. Perdón -comentó, tímida de pronto-. Pero eso es del pasado. ¿Ves cómo vienen ahora? Más corazones. Tu natural es bondadoso. No debes mirar al pasado. ¿Ves cómo intenta regresar? ¿Ves esto? Pero no tiene fuerza, no es tan fuerte como los corazones. Puedes enterrarlo -dijo, expresándose con extrañeza-. Tienes las cartas necesarias. -Y siguió echándolas, otra fila de rojas.
– ¿Y ahora? ¿Qué pasará?
– Qué podría pasar -le recordó Frau Hinkel sin apartar la mirada de las cartas-. Sigue habiendo dos. Decídete por un hombre. Cuando lo hayas hecho encontrarás la paz. Has pasado mucho dolor en la vida. Ahora veo… -Se quedó callada.
Recogió todas las cartas y, cuando empezó de nuevo, su voz fue más despreocupada, auténtica voz de galletita de la fortuna. Buena salud. Prosperidad. Amor que daba y recibía.
Cuando Lena le dio el dinero, sonriendo, Frau Hinkel le tocó la mano con si le diera una especie de bendición. Sin embargo, al descorrer la cortina para hacerlos salir, fue el brazo de Jake al que se aferró para retenerlo un instante.
– Espera -le dijo, y aguardó a que Lena estuviera al otro lado-. No me gusta decir qué sucederá. No es cosa mía.
– ¿Qué pasa?
– Sus cartas no son buenas. No se puede ocultar todo con corazones. Hay problemas. Te lo digo porque he visto tus cartas mezcladas con las suyas. Si el protector eres tú, protégela.
Por un instante, pasmado, Jake no supo si echarse a reír o enfurecerse. ¿Era así como conseguía que todos volvieran a verla, con trucos para que se preocuparan? Pensamientos que lo asaltan a uno por la noche. Una Hausfrau con una sala de espera llena de viudas afligidas.
– A lo mejor conoce a otro extranjero guapo. Seguro que ve a muchos en las cartas.
La mujer sonrió débilmente.
– Sí, es cierto. Ya sé lo que piensas. -Miró a la otra sala-. Bueno ¿qué hay de malo en ello? Pero ¿quién sabe? A veces aciertan. A veces las cartas me sorprenden incluso a mí.
– Bien. Tendré los ojos abiertos… para mirar en dos direcciones.
– Como quieras -repuso ella, y lo hizo salir dándole la espalda.
– ¿Qué quería? -preguntó Lena en la puerta.
– Nada. Cigarrillos americanos.
Bajaron la escalera. Lena iba en silencio.
– Bueno, adiós a cincuenta marcos -comentó Jake.
– Pero sabía cosas -dijo Lena-. ¿Cómo sabía todo eso?
– ¿Qué cosas?
– ¿Qué quería decir con eso de cerca de la muerte, una mujer?
– ¿Quién sabe? Charlatanerías.
– No, he visto cómo la mirabas. Para ti tenía sentido. Cuéntamelo.
Se detuvo en el umbral, sin salir al resplandor de la calle.
– ¿Recuerdas a la chica de Gelferstrasse? ¿En mi alojamiento? Murió el otro día. Fue un accidente. Yo estaba junto a ella, y he creído que se refería a eso. Nada más.
– ¿Un accidente?
– Sí.
– ¿Por qué no me lo habías dicho?
– No quería preocuparte. Sólo fue un accidente.
– Frau Hinkel no pensaba lo mismo.
– ¿Y ella qué sabe?
– Sabía lo de los niños -dijo Lena mirando al suelo.
– Dos.
– Sí, dos. El hijo del ruso. ¿Cómo podía saberlo? -Apartó la mirada, contrariada-. Las cartas de una madre, y lo maté. Para ése no tuve corazón.
– Vamos, Lena. -Le tocó la barbilla y le levantó la cara-. No son más que tonterías. Ya lo sabes.
– Sí, ya lo sé. Ha sido lo del niño. No me gusta pensarlo. Matar a un niño.
– No fue así. No es lo mismo.
– Es así como lo siento. ¿Sabes que a veces sueño con él? Que ha crecido. Un niño.
– No sigas -dijo Jake, acariciándole el pelo.
Ella asintió con la cabeza apoyada en su mano.
– Ya lo sé. Sólo hay que pensar en el futuro. -Levantó la cabeza, como si físicamente apartara esos pensamientos aciagos, le cogió la mano y le recorrió la palma con un dedo-. ¿Esa soy yo?
– Sí.
– Qué línea. En un hombre -dijo, imitando la voz de Frau Hinkel.
Jake sonrió.
– Tienen que acertar en algo, si no la gente no vendría. Bueno, ¿qué me dices de ese baño?
Lena le giró la mano para mirar la hora en su reloj.
– Vaya. Se ha hecho tarde. Lo siento. -Se puso de puntillas y le dio un beso cariñoso-. No tardaré mucho. ¿Qué harás tú? -preguntó cuando echaban a andar hacia la plaza.
– Voy a buscarnos un piso nuevo.
– ¿Por qué? El de Hannelore no está tan mal.
– Es que me parece buena idea.
– ¿Por qué? -Se detuvo-. Hay algo que no me has dicho.
– No quiero que sigas siendo un señuelo.
– ¿Y Emil?
– Hannelore seguirá allí, si va al piso.
Lena lo miró.
– Porque no crees que vaya a ir. Dímelo.
– Creo que es posible que lo tengan los rusos.
– No, no pienso creer eso -repuso ella, tan deprisa que Jake la miró, molesto. Dos líneas.
– He dicho que es posible. El hombre que lo sacó de Kransberg tenía dinero ruso. Creo que les vendió información, el paradero de Emil. No quiero que lleguen hasta ti.
– Los rusos -se dijo-. ¿Quieren encontrarme?
– Quieren a Emil. Tú eres su mujer.
– ¿Creen que me iría con ellos? Eso nunca.
– Ellos no lo saben. -Se dispusieron a cruzar la plaza, en la que todavía había mujeres recogiendo ladrillos-. Es por precaución.
Lena miró a su edificio, que seguía en pie en mitad de aquel destrozo.
– ¿Ya no es seguro? Aquí siempre me he sentido segura. Durante la guerra sabía que aquí estaría bien.
– Sí es seguro. Sólo quiero algo más seguro aún.
– El protector -dijo Lena-. Así que tenía razón.
– Venga, sube -dijo Jake, montando en el jeep de un salto.
Ella volvió a mirar al edificio y esperó a que Jake arrancara.
– Seguro. En el hospital querían que me hiciera monja. Que me pusiera el hábito, ¿sabes? «Ponte esto, estarás segura», dijeron, pero no fue así.
El padre Fleischman había perdido todo el exceso de carne que habría podido tener antaño: estaba chupado y la nuez le sobresalía por encima del alzacuello blanco. Los estaba esperando frente a Anhalter Station con una carretilla, cosa que, unida a su vestimenta clerical, le confería un extraño aspecto, como de mozo de estación.
– Lena. Empezaba a preocuparme. Mira qué he encontrado. -Señaló la carretilla-. Vaya, un coche… -Miró al jeep con ilusión.
Lena, avergonzada, se volvió hacia Jake.
– ¿Te importaría? No me gusta pedir cosas, sé que no está permitido, pero llegan muy cansados después del viaje en tren, y es mucho trecho a pie. ¿Nos ayudarás?
– No hay problema -le dijo Jake al párroco. Después le tendió una mano y se presentó-. ¿A cuántos espera?
– No estoy seguro. Puede que a unos veinte. Es muy amable.
– Entonces habrá que llevarlos por turnos -dijo Jake, pero el párroco apenas si asintió con la cabeza.
Los detalles no le preocupaban, era como si el Señor le hubiera otorgado el jeep, igual que los panes y los peces.
Esperaron en el concurrido andén, que se abría al cielo por un tórax de vigas retorcidas. Fleischman había traído a otra mujer para que los ayudara y, mientras ella y Lena charlaban, Jake se apoyó en un pilar a fumar un cigarrillo y mirar a la gente. Había personas sentadas en grupos, desalentadas, aferradas a mochilas y bolsas, el alboroto típico de estación estaba amortiguado, convertido en una especie de estupor lánguido. Una pandilla de adolescentes, salvajes, buscaban algo que birlar. Un soldado ruso caminaba arriba y abajo, seguramente tras alguna chica. Mujeres cansadas. Cotidianidad, que pasaba por paz. Jake recordó su fiesta de despedida, el andén lleno de champán y uniformes recién planchados, Renate guiñándole el ojo tras alguna travesura.
– ¿Cómo es que habla alemán? -le preguntó el padre Fleischman, pregunta de cortesía para entretener la espera.
– Una vez viví en Berlín.
– Ah. ¿Conoce Texas?
– ¿Texas?
– Perdone. Americano. Claro, es un país muy grande. Verá, es que allí hay una iglesia. En Fredericksburg, Texas. Una iglesia luterana, así que supongo que alguna vez habría alemanes allí. Se han ofrecido a acoger a algunos niños. Para ellos es una buena oportunidad, por supuesto. Un futuro. Pero enviarlos tan lejos, después de todo esto… No sé. ¿A quiénes elijo?
– ¿A cuántos quieren?
– A cinco. Pueden acoger a cinco. -Suspiró-. Ahora enviamos a nuestros hijos fuera. En fin, Dios cuidará de ellos.
«Igual que hizo aquí», pensó Jake, mirando el muro carbonizado.
– ¿Son huérfanos?
Fleischman asintió.
– De los Sudetes. Sus padres murieron durante la expulsión. Después Silesia. Ahora aquí. Mañana quién sabe. Con los cowboys.
– Seguro que son buena gente, si se han ofrecido.
– Sí, sí, ya lo sé. Es la selección. ¿Cómo los elijo?
Se apartó sin esperar respuesta antes de que Jake pudiera decir nada. Nombres en un sombrero. Fuera, la luz iba disminuyendo. La gente seguía recorriendo la estación sin rumbo. El tren llevaba ya una hora de retraso.
– Lo siento -dijo Lena-. No lo sabía. ¿Quieres irte?
– No, estoy bien aquí. Ven, siéntate. Descansa un poco.
Se dejó caer hasta la base del pilar, tiró de ella y le apoyó la cabeza sobre su hombro.
– Te estás aburriendo.
– No, me da tiempo para pensar.
Sin embargo, durante la semivigilia de la espera su mente no dejó de pensar en las cartas, en esos ojos que miraban en dos direcciones. Engaño. Tonterías. Deseó tener un crucigrama en el que una solución lo llevara a la siguiente, un ejercicio racional. Un hombre sube a un avión, horizontal. Sin equipaje pero con cierta información, lo único que no es necesario llevar encima. Información que vale dinero. Dinero ruso. Información para un ruso. En Potsdam. Donde muere esa misma noche. ¿En qué ocupó el resto del día? No en buscar a Emil. Aunque tampoco el ruso que había ido a casa del profesor Brandt. Una posibilidad, eso había dicho Gunther, que ya supieran dónde estaba. Entonces, ¿quién quería ver a Tully muerto? El pagador no, supuestamente, ¿o por qué pagarle antes? Quizá sólo se interpuso en el camino de alguien. ¿De quién?
La cabeza le cayó sobre el pecho y abrió los ojos de par en par. Por un segundo se preguntó si de verdad estaba despierto. La estación estaba oscura, salpicada apenas de pequeñas charcas de luz cruda que procedía de una fila de bombillas desnudas colgadas entre los pilares, un paisaje onírico en el que todo reptaba en las sombras. Lena seguía apoyada en su hombro y respiraba tranquila, segura. Jake cerró los ojos. No se podía resolver un crucigrama sin una clave. Lo mirara por donde lo mirase, la pieza central siempre era Emil, que sabía dónde se cruzaban las columnas. Sin él, no había más que posos de café, el azar de las cartas. «A veces me sorprenden incluso a mí.» Pero la gente oye lo que quiere oír.
El chillido del silbato del tren los despertó a todos. La gente se puso en pie con más o menos dificultad. Los umbríos raíles resplandecieron de pronto cuando el faro de la locomotora llegó avanzando hacia el andén penosamente, como si arrastrara demasiado peso. Los techos de los vagones estaban cubiertos de gente, también había personas agarradas a los lados, subidas a estribos o sujetas a cualquier pieza metálica que hubieran encontrado. Igual que los trenes que Jake había visto en Egipto, repletos de fellaheen. Por las puertas correderas de algunos vagones colgaban pies. Todos estaban cansados y entumecidos, así que, al bajar al andén, se movían lentamente, con torpeza, aquejados de calambres. Al fin se oyó el silbido del vapor cansado y el chirrido metálico de los frenos. La gente que ocupaba el andén avanzó con sus bultos, todos empezaron a empujarse para subir antes de que el tren se hubiera vaciado. El padre Fleischman corría de aquí para allá entre aquel caos intentando localizar a los niños que estaban a su cargo. Le hizo un gesto a Lena para que se acercara. Frau Schaller, la otra mujer, ya estaba bajando a niños del tren.
Les habían rasurado la cabeza para despiojarlos, parecían esqueletos. Pantalones cortos, piernas como palillos. Del cuello les colgaba un cordel con un trozo de papel como documentación improvisada. Miraban aturdidos. La gente los empujaba, pero ellos seguían allí de pie, inmóviles, parpadeando. Algunos tenían marcas oscuras en la piel.
– Mira eso. ¿Les han pegado? -preguntó Jake.
– No, es el edema. De no comer. Cualquier llaguita se convierte en una magulladura.
El padre Fleischman empezó a cargar a los más pequeños en la carretilla mientras los demás lo miraban sin entender nada, apretados unos contra otros. No llevaban equipaje. Una niñita con mocos pegados en la nariz, otro artículo que Collier's no publicaría: quién había perdido verdaderamente la guerra.
Jake se acercó para ayudarlo a cargar y fue a coger en brazos a uno de los más pequeños, pero el niño retrocedió gritando: «Nein! Nein!». Algunas personas del andén se volvieron, alarmadas. Lena se les acercó, se inclinó y le habló al niño con voz dulce. Luego miró a Jake por encima de su hombro.
– Es por el uniforme. Le dan miedo los soldados. Dile algo en alemán.
– Sólo quería ayudarte -le dijo Jake-. Pero puedes ir con la señorita, si lo prefieres.
El niño se lo quedó mirando y luego se escondió detrás de Lena.
– A veces pasa esto -dijo ella a modo de disculpa-. Con cualquier uniforme.
Jake se acercó a otro niño.
– ¿Te doy miedo?
– No. El que tiene miedo es Kurt. Es pequeño. ¿No ve que se ha hecho pis? -Luego señaló el bolsillo de Jake-. ¿Tiene chocolate?
– Hoy no. Lo siento. Mañana traeré.
El chico miró al suelo, mañana quedaba muy lejos para imaginarlo.
Frau Schaller había abierto una bolsa y repartía pedazos de pan que los niños aferraban contra el pecho mientras comían. Empezaron a avanzar por el andén: el padre Fleischman tiraba de la carretilla y los demás intentaban seguirlo mientras Lena y Frau Schaller los vigilaban desde atrás. Los más mayores miraban a su alrededor con ojos como platos. No era el Berlín del que habían oído hablar toda su vida, con luces en la Ku'damm y frondosos bulevares. En lugar de eso, por entre los arcos veían manadas de refugiados, muros carbonizados por los incendios y oscuras montañas de ladrillos. Los adultos reaccionaban igual que ellos, salían por las puertas completamente aturdidos. Ahora que ya habían llegado, ¿adonde irían? Jake pensó en los extenuados desplazados del Tiergarten aquel primer día, siempre caminando.
Consiguieron subir al grupo de los más pequeños al jeep, Lena con el niño que se había hecho pis en su regazo. La guardería estaba en una iglesia de Schoneberg, y los niños empezaron a quedarse dormidos cuando aún no estaban ni a medio camino, mecidos por un vaivén semejante al del tren. No podían saber adonde los llevaban, las calles eran un laberinto de ruinas iluminadas por la luna. ¿Y todos aquellos a quienes no había ido a buscar nadie? Jake recordó el día que llegó a Tempelhof, tan desorientado como los refugiados de la estación, y se perdió por las calles que llevaban a la Hallesches Tor. Y él conocía Berlín. Aunque, claro, a ellos sí habían ido a buscarlos; Breimer se había montado en su coche oficial, Liz y Jake se habían subido con Ron, todos habían encontrado a alguien. Menos Tully. ¿Cómo podía ser? Un viaje apresurado, convocado por alguien, según creía Brian. ¿Alguien que lo había abandonado a su suerte en medio de los escombros? ¿A un hombre que no conocía Berlín? Alguien tuvo que ir a recogerlo. Berlín era una ciudad muy grande. Potsdam quedaba a kilómetros de allí. Alguien de entre el gentío de Tempelhof. Jake pensó en la fotografía que Liz le había hecho a Ron, con uniformes borrosos al fondo. ¿Por qué no le había sacado una a Tully? Así todo sería más fácil. Tenía que estar por allí, tenía que ser uno de esos uniformes borrosos junto a la entrada, y Jake se lo había perdido mientras miraba los escombros del otro lado de la calle. Otro vistazo. Puede que la conexión estuviera allí. Sólo los refugiados de Silesia llegaban a Berlín sin un motivo.
El sótano de la iglesia había sido acondicionado con unos cuantos camastros y filas de colchones rescatados de los edificios bombardeados… En un rincón había una vieja estufa de leña en la que estaban calentando sopa. La sala estaba desnuda, no había dibujos de lápices de colores, ni recortes, tampoco pilas de juguetes. Mientras miraba cómo Lena acomodaba a los niños, Jake vio por primera vez lo agotador que debía de ser intentar tenerlos entretenidos con juegos imaginarios. Kurt seguía abrazado a ella y escondía la cara cada vez que Jake lo miraba, pero los demás corrieron a la estufa.
– Será mejor que vaya a por los demás antes de que la sopa desaparezca -dijo Jake, contento de tener una excusa para marcharse.
El trayecto de regreso fue más largo. Fleischman insistió en llevar la carretilla y colocarla en la parte de atrás, encajada de tal modo que cada bache amenazaba con dar al traste con ella. Daba la sensación de que avanzaban centímetro a centímetro, tan despacio como el tren. La carretilla acabó por caer en la iglesia, y entonces hizo falta un gran esfuerzo para darle la vuelta.
– Gracias. Es por la madera. Si no, la estufa…
Jake lo imaginó con su alzacuello, rebuscando trozos de muebles destrozados entre los escombros.
Tuvieron que coger en brazos a los niños que se habían quedado dormidos, pesos muertos; aun el más ligero de ellos pesaba. Cuando apareció en la puerta del sótano con la cabeza de un niño contra su pecho, Lena levantó la mirada y le sonrió con la misma alegría indefensa que en casa de Frau Hinkel, aunque esta vez algo más aplacada, como si ya se hubieran acostado y se estuvieran abrazando.
La sopa era de col, insípida, espesada con unos cuantos trozos de patata, pero los niños se la acabaron y se tumbaron en los colchones a esperar la hora de dormir. Una cola para ir al único lavabo que había, algunas riñas resueltas por un Fleischman agotado. Lena lavaba caras con una toalla húmeda. Una noche interminable. La niña de los mocos estaba llorando y Frau Schaller la consolaba acariciándole el pelo.
– ¿Adonde irán los demás? -le preguntó Jake al párroco.
– Al campo de desplazados de Teltowerdamm. No está mal, al menos tendrán qué comer. Aun así, es un campo. Intentamos encontrarles casa. A veces la gente se ofrece, por las raciones extra, pero es difícil, claro. Son muchos.
A los pocos que aún estaban despiertos les dieron cuentos, el viejo ritual de la hora de acostarse, y Lena y Frau Schaller se los leían en murmullos. Jake cogió uno. Un cuento ilustrado de la Biblia, recuerdo de la catequesis de los domingos. Su alemán alcanzaría para eso. Se sentó con el niño del chocolate y abrió el libro.
– Moisés -dijo el niño, alardeando.
– Sí.
Leyó un poco, pero el pequeño estaba más interesado en los dibujos, y se contentaba con estar sentado a su lado y mirar. Egipto, exactamente igual a como seguía siendo, el primer paisaje imaginario de todo el mundo: el río azul, juncos, un niño en un burro que hacía girar una noria de agua, datileras en una estrecha franja de verde y después el desierto pardo hasta la parte de arriba de la página. En la ilustración, unas mujeres acudían a la orilla a rescatar el cesto de mimbre que había llegado flotando. Estaban entusiasmadas, en corrillo, igual que cuando el cadáver de Tully había aparecido en Potsdam. Flotando en la orilla.
Sin embargo, a Moisés lo habían dejado en la corriente para que encontrara un futuro mejor. A Tully habían querido hacerlo desaparecer. ¿Cómo? ¿Lo habrían tirado del puente de la entrada de la ciudad? ¿O habían tenido que arrastrarlo hasta que se lo llevó la corriente? Un peso muerto, un hombre hecho y derecho, mucho más pesado que un niño escuálido, un gran esfuerzo para alguien. ¿Por qué molestarse? ¿Por qué no dejarlo allí donde había caído? ¿Qué era un cadáver más en Berlín, donde los escombros seguían escondiéndolos a miles?
Jake volvió a mirar a las mujeres entusiasmadas de la ilustración. Porque nadie tenía que encontrar a Tully. ¿Qué implicaba eso? No bastaba con quitárselo de encima, tenía que desaparecer. Primero ausente sin permiso, después desaparecido, desertor y, por último, irrecuperable. Un expediente que nadie investigaría, porque no habría nada que investigar. Habría desaparecido sin dejar rastro junto con las placas de identificación, que en teoría tendrían que haber acabado con él en el fondo del Jungfernsee. Sin embargo, las botas de montar se le habían salido, al no estar atadas, y el cadáver había flotado. El agua y el viento lo habían transportado hasta que un soldado ruso, como la hija de! faraón, lo había sacado del lago. Donde se suponía que nadie debía encontrarlo.
Levantó la vista y vio que Lena lo miraba; el rostro demacrado, los ojos cansados, frágiles, casi a punto de echarse a llorar. El niño se había quedado dormido sobre su hombro.
– Ya podemos irnos. Inge se quedará con ellos.
Jake movió al niño con cuidado, lo dejó sobre el colchón y lo arropó.
El padre Fleischman les dio las gracias mientras los acompañaba a la salida, por educación.
– ¿Y el tiempo? Allí hace mucho calor. A lo mejor debería enviar a los más sanos. -Soltó un suspiro-. ¿Cómo voy a elegirlos?
Jake volvió la mirada hacia los niños dormidos, acurrucados bajo las mantas.
– No lo sé -dijo.
– Es un buen hombre -le dijo Lena, ya en el jeep-. Los nazis lo arrestaron, ¿sabes? Estaba en Oranienberg, y sus feligreses lo sacaron. Hacer algo así era muy poco corriente.
¿Cómo debió de ser, día a día? Una camarera que cobra una cuenta, un millar de crueldades, y luego un insólito acto de gracia.
– ¿Lo conocías de antes? Me refiero a si ésta era tu parroquia.
– No. ¿Por qué?
– Me preguntaba sí alguien podría encontrarte a través de él.
– Ah -dijo ella, en voz baja.
Jake la miró. Estaba cansada, aún no se había quedado dormida pero sí adormilada, tan serena como cualquiera de los niños. No sólo era un señuelo, además vivía con un hombre que le hacía preguntas, vulnerable por partida doble. Tenía que haber algún lugar en el que nadie supiera nada. Pero ¿quién tenía pisos? Las chicas de los generales y las putas.
– Te has pasado la calle -murmuró Lena al ver que Jake aceleraba por Tauentzienstrasse hacia la iglesia de la Memoria.
– Tengo que hacer un recado. Será sólo un minuto.
Aparcó delante de Ronny's en doble fila, junto a muchos otros jeeps.
– ¿Aquí? -preguntó Lena con asombro.
– No tardaré. -Se dirigió a uno de los chóferes que esperaban fuera-. ¿Me harías un favor? ¿Tendrás cuidado de la señora?
– ¿Ahora necesito un guardián? -dijo Lena a media voz.
– Vigílala tú -dijo el soldado estadounidense, después reparó en el uniforme de Jake y se enderezó-. Señor -dijo con un saludo.
Al cruzar la puerta oyó el habitual estruendo de la música, una trompeta interpretaba Let Me Off Uptown demasiado alto incluso para aquella sala bulliciosa. El club parecía más abarrotado que de costumbre, pero Danny seguía en su mesa del rincón, con el mismo pelo alisado hacia atrás de Noel Coward, tamborileando con los dedos al ritmo de la música, parte permanente del mobiliario. Esa noche sólo tenía a una chica, y junto a él estaba Gunther, mirando fijamente un vaso.
– Ah, qué placer -dijo Danny-. ¿Has venido a animar un poco al bueno de Gunther? -Le dio un codazo a su amigo, que apenas logró mirarlo antes de volver a su vaso-. Está algo deprimido. No es muy buena publicidad para las chicas. ¿Te acuerdas de Trude?
Una sonrisa esperanzada por parte de la rubia.
– ¿Tienes un momento? -preguntó Jake-. Necesito un favor.
Danny se levantó.
– ¿Qué quieres?
– ¿Podrías conseguirme una habitación? Un piso, si tienes alguno.
– ¿Para ti?
– Para una dama -respondió Jake acercándose más, no quería que nadie lo oyera.
– ¿Cuánto tiempo lo necesitarás? -preguntó Danny, mirándose el reloj.
– No. Un piso para vivir.
– No creo que te interese meterte en algo así. Te echan el gancho y luego ¿qué? Hay que diversificar. Al final resulta más barato.
– ¿Podrías encontrarme uno?
Danny lo escrutó, dispuesto a hacer negocios.
– Te costará caro.
– Eso no importa, pero no tiene que saberlo nadie. -Le sostuvo la mirada-. Tiene marido. ¿Podrías arreglar los detalles con el propietario?
– Bueno, ése sería yo, ¿no?
– ¿El piso es tuyo?
– Ya te dije que no hay nada como las propiedades. ¿Ves como resulta muy útil? Cuidado, tendré que darles la patada a los inquilinos, y no les va a gustar. Querrán algo de líquido para encontrar otro sitio. Eso será aparte.
– Hecho.
Danny alzó la mirada, sorprendido por no tener que regatear.
– Bien. Dame un día.
– Que no sea con las otras chicas. No quiero que ande entrando y saliendo gente.
– Algo respetable.
– Sí.
– Bueno, allá tú. ¿Quieres uno? -Abrió una pitillera de oro-. Sigue mi consejo, no lo hagas. Aquí no hay que sentar cabeza, después es más difícil. A mí me gusta poder elegir.
– Te lo agradezco -dijo Jake sin prestarle atención. Sacó unos billetes-. ¿Quieres que te anticipe algo?
Danny miró a otra parte, avergonzado de nuevo al tener dinero delante.
– Se te da bien esto, ¿verdad, amigo de Gunther? -Se volvió y apartó una silla-. Ven, tómate una copa. Venga, Gunther, para todos. Sirve, sirve.
– Mejor no -dijo Jake-. Me están esperando. -Hizo un gesto en dirección a la botella-. Me parece que me lleva mucha ventaja. ¿Lleva todo el día aquí? -le preguntó a Gunther.
– No -repuso él con calma-. He estado trabajando para usted. -Y lo miró intensamente, de modo que Jake supo que debía dejar de lado el juicio de la mañana, que era algo que había desaparecido junto a lo que faltaba de la botella-. He hablado con Willi.
– Déjeme adivinar -dijo Jake, y se sentó un momento-. Un ruso le ha estado pagando para que vigile la casa.
– Sí.
– ¿Ha descubierto algo sobre el del mercado? ¿El tirador?
– He preguntado, sí.
– ¿Un hombre de Sikorsky?
– Debió de ser, sí. Vassily ha dicho que no lo conocía, y Vassily conoce a todo el mundo, así que… -Alzó la vista-. ¿Cómo lo ha sabido usted?
– He hablado con Shaeffer, el hombre al que dispararon. Sikorsky y él llevaban semanas jugando al gato y al ratón. Sikorsky le tendió una trampa y él se fue derechito a ella.
– Pero el ratón escapó. Al final no necesitaba usted mis servicios. ¿Qué más ha descubierto?
– Que Tully sabía dónde estaba Brandt. No sólo lo dejó marchar, él lo envió aquí. Fue una trampa. Después cobró dinero de los rusos. Está todo relacionado. Eso fue lo que vendió: información sobre Brandt.
Gunther lo pensó unos instantes, después levantó el vaso.
– Sí. Lo desconcertante era el dinero. Una cantidad tan alta. En Berlín las personas valen poco, se las puede vender por menos.
– A éste no. Es importante. A su amigo Sikorsky le interesaría, por ejemplo.
– Mi amigo -dijo, casi resoplando-. Lo conozco por negocios. -Y esbozó una sonrisa al ver la expresión de Jake-. Todo el mundo hace algún tipo de negocios.
– Emil tiene que estar con los rusos. Esta mañana pensaba usted eso.
Gunther asintió.
– Es lo lógico, pero ¿cree que Vassily me lo diría? En estas cuestiones me temo que es un hombre de principios. Si es que sabe algo.
– Entonces a lo mejor le dijo quién llevó a Tully a Potsdam. También he estado pensando en eso. ¿Cómo consiguió llegar?
– El general no es chófer, Herr Geismar.
– Alguien fue a buscar a Tully al aeropuerto. Alguien lo llevó a Potsdam y lo mató. Tuvo que ser un ruso.
– ¿El mismo hombre?
– ¿Qué quiere decir?
– ¿Pasaría usted todo el día con alguien a quien pretende matar? ¿Qué haría con él todo el día? No, lo mataría sin más.
Hizo un gesto contundente con el dorso de la mano.
– Ahí te ha pillado, amigo -dijo Danny.
Jake se sobresaltó, había olvidado que Danny seguía con ellos.
– Pero el chófer, de todas formas -insistió Jake, molesto por la interrupción-, tenía que ser ruso. ¿Por qué no preguntar?
– Porque no nos enteraríamos de nada nuevo -respondió Gunther con seriedad-. De nada. Y usted llamaría la atención. Nunca hay que llamar la atención de los rusos. No son gente paciente. Atacan. -Alzó un dedo para dar énfasis a sus palabras-. Manténgase a cubierto hasta que lo descubra. Sea un policía, siga los números.
– Es ahí adonde apuntan.
Gunther se encogió de hombros.
– El aeropuerto, sí, es interesante. El chófer, ¿qué me diría eso? A menos que hubiera sido el mismo hombre… Pero ¿cómo podría serlo? -Negó con la cabeza-. No es la pregunta adecuada. Además, verá, yo también tengo que proteger mis intereses.
– Sí. Todo el mundo hace negocios.
Gunther echó un trago mirando el fondo del vaso.
– Olvida que soy amigo del pueblo soviético. -imprimió a sus palabras el acento ruso del fiscal, amargo; el juicio seguía presente-. ¿Quién sabe? -dijo, esta vez casi con despreocupación, jugando con las palabras-. A lo mejor dentro de poco trabajo para ellos. El general admira mi labor. No hay muchas oportunidades.
– ¿Trabajaría para él? -preguntó Jake, desconcertado al oír eso-. ¿Trabajaría para los rusos?
– Amigo mío, ¿qué importa eso? Cuando ustedes se marchen, ¿quién se quedará aquí? Tenemos que vivir. Cálmese -dijo, moviendo la mano de un lado a otro-. Por ahora no me resulta atractivo. Estoy trabajando en un caso. -Alzó el vaso, un brindis conciliador.
– ¿Lo ves? -dijo Danny-. Eso es lo que le gusta. Viejo Sherlock. No es el dinero lo que le va.
– Entonces intentaré tenerte a ti interesado -dijo Jake, y se levantó. Miró a Gunther, que vaciaba su vaso con placidez-. Es un gran futuro ese en el que piensa, usted y Vassily. ¿Sabe que estaba en el mercado cuando dispararon a Shaeffer? Supongo que eso lo convierte a él en Greifer.
Gunther bajó el vaso, conmocionado al oír esa palabra. Su rostro palideció; sus ojos miraban perdidos y vacíos, como los de los niños en el andén. Miró a Jake un instante y luego soltó un gruñido, apartó el vaso, despacio, para quitarlo de en medio junto con todo lo demás.
– Pues tenga cuidado de que no lo cace a usted -dijo con una voz serena, neutral.
– Pero… -Jake se interrumpió.
– Pero lo están esperando -terminó de decir Gunther-. El otro asunto del que hablamos, lo de la vivienda.
– Ya me he ocupado de eso -explicó Jake, cuidándose de no mirar a Danny.
– Bien. A veces basta sólo con trasladarse. -Bajó la vista-. Claro que no siempre.
Fuera, la calle estaba llena de chóferes, aburridos soldados vestidos de caqui que mataban el tiempo mientras sus oficiales bailaban. El soldadito de guardia estaba hablando con Lena, inclinado contra el jeep con naturalidad.
– Dice que conoce Texas -dijo Lena con una sonrisa al ver acercarse a Jake-. Que allí hay colinas, eso está muy bien.
Jake, ensimismado, tardó unos instantes en darse cuenta de que le estaba hablando de los niños.
– Sí, muchas colinas -dijo el soldado con un acento muy vaquero.
A cualquier chófer, tal vez incluso a ése, podrían haberle asignado la tarea de acompañar a un visitante por la ciudad.
– Eso les gustará -dijo Lena mientras Jake ponía el motor en marcha-. Se sentirán como en casa. -Las onduladas colinas de Silesia.
– Esperemos que sí.
– ¿Qué estabas haciendo?
– Preguntarle a un tipo por un piso. Mañana lo tendremos.
Empezó a avanzar por la calle.
– ¿Tan pronto?
– ¿Por qué no? No hay que hacer muchas maletas.
– Claro, tú lo tienes fácil. Así vives, como un nómada -dijo, aunque sonriendo.
– Estoy acostumbrado -repuso él. Tiendas, hoteles y habitaciones alquiladas.
– No, te gusta.
Jake la miró.
– ¿Lo harás?
– Por supuesto -repuso Lena con una alegría forzada-. Seremos nómadas. Con una sola maleta. ¿No me crees capaz?
Jake sonrió.
– Bueno, a lo mejor con dos.
En la calle, frente al piso, no había nadie. Seguía siendo seguro. Tampoco había nadie dentro. La fiesta de Hannelore, como era de esperar, se había alargado.
– Tengo que lavarme -dijo Lena-. No tardaré. Mira cómo ha dejado esto, hecho un desastre. Eso no lo añoraré.
– Ahora lo recojo.
– No, por la mañana. Es muy tarde. ¿Sigo de pie?
Sin embargo, cuando se cerró la puerta del baño, Jake fue al fregadero y allí recordó el día en que la había encontrado enferma y había lavado los platos para llenar los minutos mientras esperaba al médico, como si recoger le hubiera servido de alivio. Sólo habían pasado tres semanas. No había mucho que recoger: unas tazas y unos cuantos papeles revueltos junto a la máquina de escribir. La mayor parte de su ropa estaba en Gelferstrasse. Ni siquiera llenaría una maleta. Marcharse de allí no le llevaría más que unos minutos, y luego a otra habitación. Aun así, pensó que Frau Hinkel se equivocaba, que él allí se sentía en casa; todos aquellos años de antes de la guerra, y luego esas últimas semanas, en las que el piso se había convertido en una especie de santuario. Había vivido más tiempo allí que en ningún otro lugar. Era su casa. No era nada extraordinario: el sofá desvencijado donde Hal solía quedarse traspuesto, la mesa a la que Lena se sentaba a tomar café con la luz del sol derramándose en su bata. Su pedazo particular de Berlín, que ya no era un refugio, sino una trampa.
Oyó la puerta del baño cuando Lena salió. Se acercó a la ventana y apagó la luz. Nada. Wittenbergplatz estaba en calma. Miró hacia uno y otro lado de la calle, en dos direcciones. A lo mejor Frau Hinkel también se había equivocado con eso, pero los submarinos nunca dejaban de moverse. Sus cartas eran afortunadas. Pariserstrasse había quedado convertida en escombros y al día siguiente perdería ese piso, pero Lena seguía allí, seguramente cepillándose el pelo, sentada en camisón en la cama, esperándolo. Miró en derredor, a oscuras. Sólo eran habitaciones.
En el baño se lavó los dientes y luego se quitó la capa de mugre del día, revivió bajo el agua. Lena se habría puesto el camisón de seda de antes de la guerra, una emotiva elección de vestuario para la última noche que pasarían allí, con los tirantes caídos por los hombros. A lo mejor ya estaba haciendo las maletas, dispuesta a irse al nuevo lugar. Sin embargo, cuando Jake abrió la puerta, la vio tumbada en la cama a la tenue luz de la lamparilla, acurrucada como uno de los niños, con los ojos cerrados. Un largo día. Se quedó unos momentos mirándole el rostro, sudado a causa del calor, no de la fiebre de los días en que la había estado cuidando. Había doblado algunas prendas en una pila ordenada. La vida en una maleta, lo último que Lena querría. Jake apagó la luz, se desvistió y se tumbó con cuidado en su lado de la cama, intentando no despertarla, pensando en aquella primera noche en la que tampoco habían hecho el amor, sólo habían dormido uno junto al otro. Se volvió y Lena se movió un poco.
– Jacob -dijo, despierta sólo a medias-. Oh, lo siento.
– No pasa nada. Duérmete.
– No, quería…
– Chsss. -Le acarició la frente y le susurró-: Duerme un poco. Mañana. Iremos a los lagos. -Como una promesa a un niño para lograr que se durmiera.
– Una barca -murmuró ella con vaguedad, en realidad no seguía la conversación, estaba adormilada-. Está bien. -Un silencio-. Gracias por todo -dijo con extraña cortesía.
– De nada -dijo él, sonriendo al oír sus palabras.
En aquel silencio pensó que Lena ya se había dormido, pero ella se le acercó más, cara a cara, esta vez con los ojos abiertos, y le puso una mano en la mejilla.
– ¿Sabes una cosa? Nunca te había querido tanto como esta tarde.
– ¿Y cuándo ha sido eso exactamente? -preguntó a media voz-. Para poder hacerlo otra vez.
– No bromees -dijo ella, y acercó su cabeza a la de él. Le acarició la mejilla-. Nunca te había querido tanto. Cuando le leías el cuento. He visto cómo habría sido. Si no hubiese sucedido nada.
Jake vio otra vez sus ojos en el sótano, no cansados, sino a punto de llorar por otro motivo, por una tristeza inconmensurable que pendía en el aire entre ellos dos como el polvo de los escombros.
– Duerme -le dijo, y le puso la mano sobre los ojos para cerrárselos, pero ella la estrechó en la suya.
– Déjame ver la línea otra vez -dijo, recorriéndola con el dedo-. Sí, ahí está.
Satisfecha, sus ojos se cerraron al fin.
Brian había hecho honor a su palabra. El nombre de Jake aparecía en la lista del club náutico de Grunewald y la barca sería suya a cambio de una firma.
– Dijo que pasaría por aquí -corroboró el soldado británico en el embarcadero del puerto deportivo-. Le diré a Roger que se la traiga. ¿Sabe manejar la vela? -Jake asintió con la cabeza-. Claro que sólo es una barca, no tiene ningún secreto. Aun así, nos gusta preguntarlo por si acaso. Algunos de los chicos… -Señaló con la cabeza hacia la cafetería de la terraza, donde los soldados bebían cerveza bajo una ristra de banderas ondeantes del Reino Unido, una mesa todavía revestida de manteles y con las galas del desfile-. Espere aquí, sólo será un segundo.
Lena estaba de pie con la cara vuelta al sol, ajena a todo lo que no fuese el buen tiempo. En el lago soplaba un poco de viento, una brisa fresca, y no se percibía ni siquiera un resquicio del olor de la ciudad.
Era una pequeña barca de un solo mástil, apenas lo bastante grande para que cupieran dos personas, con barra del timón y remos que parecían de juguete. Se balanceó violentamente cuando Jake subió a bordo, así que separó las piernas y se agarró al poste del muelle antes de tender la mano a Lena, pero ella se rió de su gesto de preocupación, se quitó los zapatos y subió de un salto, con pie firme y la falda meciéndose al viento. Media terraza parecía estar observando la escena, con la cabeza ladeada para verle las piernas.
– Siéntate primero -le dijo a Jake, haciéndose con el control de la situación, y luego apartó la barca del muelle de un empujón.
– Cuidado con la corriente -los advirtió el soldado-. En realidad no es un lago, a la gente se le olvida.
Lena asintió con la cabeza y desplegó la vela por el foque, como una auténtica veterana. Empezaron a deslizarse por el agua.
– No sabía que supieses navegar -comentó Jake, viéndola amarrar el cabo.
– Soy de Hamburgo, allí todo el mundo sabe de barcos. -Miró a su alrededor y olisqueó el aire con gesto teatral-. A mi padre le gustaba; en verano íbamos al mar. Siempre, todos los veranos. Me llevaba a bordo con él porque mi hermano era demasiado pequeño.
– ¿Tenías un hermano?
– Lo mataron. En el ejército -contestó, sin deje de emoción en la voz.
– No lo sabía.
– Sí, Peter. El mismo nombre.
– ¿Tenías más familia?
– No, sólo él y mis padres. Ahora ya no queda nadie de aquella vida… Excepto Emil. -Se encogió de hombros y luego volvió a erguir la cabeza-. Vira a la izquierda, tenemos que darle la vuelta. Dios mío, qué día tan estupendo… Qué calor…
Se fueron alejando despacio de la costa.
Y de hecho, cuanto más se alejaban, mejor se volvía todo, la guerra se convertía en un murmullo lejano, los parches quemados de bosque desaparecían en el horizonte y sólo se veían los pinos aún en pie. No parecía Berlín, en absoluto, con aquellas suaves olas que atrapaban el sol a ráfagas centelleantes, bajo un azul de postal. Jake contempló el agua, protegiéndose la vista del brillo cegador. No estaba sembrada de cadáveres como en el estancado Landwehrkanal, la corriente lo había arrastrado todo al mar del Norte, salvo lo que había quedado en el fondo: botellas, fragmentos de proyectiles, incluso botas de montar. La superficie, de todos modos, estaba brillante y limpia.
– Un hermano. No lo sabía. ¿Y qué más? Quiero saberlo todo de ti.
– ¿Para poder tomar una decisión? -dijo ella, sonriendo, decidida a mostrarse alegre-. Demasiado tarde. Ya has probado el producto. Es como en Wertheim, no se admiten devoluciones, todas las ventas son definitivas.
– En Wertheim no decían eso.
– ¿Ah, no? Bueno, pues yo sí. -Le salpicó con un poco de agua.
– Me parece bien, porque no quiero devolver nada.
Lena se recostó en la proa y se subió la falda hasta los muslos, estirando sus piernas blancas al sol.
– Hoy estás muy guapa.
– ¿Ah si? Entonces, no volvamos. Quedémonos a vivir aquí, en el agua.
– Ten cuidado, no vayas a quemarte con el sol.
– Me da igual, es muy sano.
La brisa había amainado y la barca apenas se movía; todo estaba tan inmóvil que parecía una playa. Se tumbaron boca arriba como si fueran bañistas, con los ojos cerrados, hablándole al aire.
– ¿Cómo crees que será? -preguntó Lena con voz indolente, como el suave azote del agua contra el costado de la barca.
– ¿El qué?
– Nuestra vida.
– ¿Por qué las mujeres siempre preguntan lo mismo? Qué pasa a continuación…
– ¿Tantas te lo han preguntado?
– Absolutamente todas.
– A lo mejor es que necesitamos hacer planes. ¿Qué les dices?
– Que no lo sé.
Lena trazó un surco en e! agua con la mano.
– ¿Así que ésa es tu respuesta? «¿No lo sé?»
– No. Lo sé.
No dijo nada durante un minuto, y luego se incorporó.
– Voy a nadar.
– No, aquí no vas a nadar.
– ¿Por qué no? Hace muchísimo calor…
– No sabes lo que hay en el agua.
– ¿Crees que me dan miedo los peces?
Se levantó y se agarró al mástil para mantener el equilibrio.
– No me refiero a los peces -repuso él. Se refería a los cuerpos-. No está limpia. Podrías coger algo.
– Bah -exclamó ella, quitándole importancia. A continuación, se metió la mano debajo del vestido para quitarse las bragas-. ¿Sabes qué? Durante los ataques aéreos era así. Había noches en que te daba miedo todo y otras, en cambio, no le tenías miedo a nada. Por ninguna razón en concreto, simplemente sabías que no pasaría nada. Y no pasaba nada.
Se quitó el vestido y luego se quedó con los brazos extendidos hacia arriba, desperezándose, todo el cuerpo blanco salvo por el vello ensortijado de entre las piernas, provocador.
– Menuda cara has puesto… -dijo, burlándose de él-. No te preocupes, no pienso tragar agua.
– Vamos, Lena. No es seguro.
– Ah, seguro. -Arrojó el vestido a un lado-. Mira, como una gitana -dijo, extendiendo los brazos hacia el agua. Miró hacia atrás-. Sujeta la barca -le ordenó, siempre pragmática-. No querrás que se inunde. -Y a continuación, dando un saltito, se tiró al agua y su chapuzón salpicó la cubierta mientras la barca se balanceaba tras su estela.
Jake se inclinó por la borda y la vio relucir bajo la superficie, apartando el agua con unos brazos largos, trazando unos arcos perfectos y suaves, y con el pelo ondeando tras ella hacia la curva redonda de sus caderas, avanzando como un destello libre de carne blanca, tan grácil que, por un momento, Jake se preguntó si no la habría imaginado, si no sería sólo la idea de una mujer. Pero Lena salió a la superficie, escupiendo agua y riendo, real.
– Pareces una sirena -dijo Jake.
– Con aletas -repuso ella, deslizándose de espaldas con movimientos fluidos para apuntar hacia arriba con los dedos de los pies y luego chapotear en el agua-. Es maravilloso. Suave como la seda. Ven, anda.
– Prefiero mirar.
Lena se zambulló hacia atrás y describió un círculo por debajo del agua, actuando para él. Cuando volvió a salir a la superficie, se puso a flotar de nuevo, con los ojos cerrados bajo el sol y la piel brillante bajo la luz. Jake observó el agua. Se habían ido acercando cada vez más a la orilla de Grunewald, y distinguió la playa en la que habían estado aquel día, cuando los había sorprendido la lluvia. Encerrada en sí misma, sin ni siquiera querer besarlo, cómo había tiritado después en el trayecto en coche por el bosque. Después había bailado con los discos del gramófono, con ganas de volver a estar viva. La recordó bajando por la escalera con los zapatos de Liz, con paso vacilante. Y ahora, ahí estaba, chapoteando como un delfín bajo el sol, otra persona, una chica normal capaz de tirarse de cabeza al agua desde una barca. Había tenido suerte.
Lena se acercó nadando y se agarró al costado de la barca.
– ¿Ya has tenido bastante? -le preguntó él.
– Sólo un minuto más. Es genial. ¿Cuándo tenemos que volver?
– Cuando queramos. No quiero salir hasta que oscurezca.
– Como ladrones. ¿Dónde es?
– Todavía no lo sé.
– Tengo que decírselo al profesor Brandt. No sabrá dónde estoy.
– Y yo no quiero que lo sepa. Están vigilando su casa.
– ¿Por Emil?
– Por ti.
– Ah -dijo ella, y luego sumergió la cabeza en el agua sin apartar la mano del costado de la barca.
– Ya haré que alguien vaya a ver cómo está, no te preocupes.
– Es que está solo. No tiene a nadie.
– A Emil no, desde luego. Dijo que su padre estaba muerto.
– ¿Muerto? ¿Por qué iba a decir eso?
Jake se encogió de hombros.
– Muerto para él, tal vez. No lo sé. Eso es lo que dijo cuando lo interrogaron en Kransberg.
– Para que no lo molestasen. O para que no lo arrestasen. Eso es lo que hacía la Gestapo… se llevaba a las familias.
– Los Aliados no son la Gestapo.
Lena lo miró fijamente.
– Para ti es distinto. Cuando lo planteas de ese modo… -Volvió al agua-. ¿Dijo que yo también estaba muerta?
– No, a ti quería encontrarte. Ése era el problema. Fue así como empezó todo.
– Entonces, ¿por qué no dejar que me encuentre? ¿Y acabar de una vez? Yo no quiero esconderme.
– No es el único que te busca en estos momentos.
Lena levantó la vista y una nube fugaz de preocupación le ensombreció el rostro. Luego volvió la cara hacia el sol y se alejó de la barca.
– Lena…
– No te oigo -dijo, alejándose con largas brazadas.
Vio cómo la cabeza de ella se dirigía hacia el club, éste apenas una mota a lo lejos, y luego se volvía y regresaba flotando hacia la barca, tendida inmóvil sobre el agua quieta. Tully habría hecho exactamente lo mismo, sólo que aquella noche soplaba suficiente viento para levantar el oleaje y hacer que arrastrase el cuerpo consigo.
A Lena, le costó más volver a subir a bordo que saltar al agua. Tomó impulso con torpeza y deslizó la pierna por el costado de la barca para impedir que zozobrase. Se sacudió el agua de encima, se escurrió el pelo y luego volvió a tumbarse para secarse al sol.
Después, ambos se contentaron con dejarse llevar acompañados de aquel suave movimiento balanceante, como Moisés en su cesto. La barca había vuelto a virar y se dirigía hacia Pfaueninsel, la isla en la que Goebbels había dado su fiesta de las Olimpiadas. Esta vez no había luces, la mitad de los árboles habían desaparecido y la isla tenía el aire tétrico de un cementerio. Los cadáveres debían de haber ido a parar allí con el resto de los despojos, meciéndose lentamente, como el de Tully en Cecilienhof, flotando en círculos hasta llegar a un lugar donde nadie debería haberlo encontrado.
Jake sintió cómo le caían un par de gotas en la cara. No era lluvia, sino Lena, que lo mojaba para despertarlo.
– Será mejor que empecemos a movernos. No sopla demasiado viento, así que tardaremos un buen rato. -Se había incorporado y ya se había puesto el vestido mientras él seguía inmerso en sus pensamientos.
– Deja que nos lleve la corriente -repuso él, perezoso, con los ojos aún cerrados-. Nos llevará justo delante del club.
– No, ése no es el rumbo.
Jake hizo un gesto, con los dedos.
– Geografía pura. Al norte de los Alpes, el curso de los ríos va hacia el norte. Y al sur, hacia el sur. No tenemos que hacer nada.
– En Berlín, sí. El Havel va hacia el sur pero luego se desvía hacia arriba. Mira cualquier mapa.
Sin embargo, los mapas sólo mostraban una franja azul, apartada, en el rincón izquierdo.
– Mira dónde estamos ya -dijo Lena-, si no me crees.
Jake levantó la cabeza y miró por la borda. El club quedaba a lo lejos, a mucha distancia, y el viento seguía sin soplar.
– ¿Lo ves? Si no damos media vuelta, iremos a parar a Potsdam.
Jake se incorporó de repente y estuvo a punto de golpearse la cabeza contra el mástil.
– ¿Qué has dicho?
– Que iremos a parar a Potsdam -repitió Lena, perpleja-. Ahí es donde va el río.
Jake miró a su alrededor, al agua reluciente, y giró sobre sí mismo, examinando atentamente la orilla de la costa.
– ¡Eso es! No lo llevaron allí. Nunca llegó a ir.
– ¿Cómo?
– Sólo fue a parar allí. No es que fuera allí expresamente. Nos equivocábamos en el dónde.
Volvió a girar sobre sí mismo, escrutando la orilla, como si de repente todas las piezas hubiesen encajado porque una sola había desbloqueado todas las demás. Sin embargo, lo único que se veía era la larga costa de Grunewald. Así que, ¿adonde había ido?
– ¿De qué estás hablando?
– De Tully. Nunca llegó a ir a Potsdam. Estuvo en otro sitio. ¿Tienes un mapa?
– Nadie tiene mapas, salvo el ejército -contestó, aún perpleja, observando expectante el rostro de él.
– Gunther tiene uno. Vamos, tenemos que volver -anunció, ansioso, empujando el timón para virar en círculo-. La corriente. ¿Por qué no se me habrá ocurrido antes? Moisés… Dios, lo tenía delante de mis narices… Gracias. -Le lanzó un beso.
Ella asintió con la cabeza, pero no sonrió, sino que frunció el ceño, como si el día se hubiese nublado de repente.
– ¿Quién es Gunther?
– Un policía, amigo mío. A él tampoco se le ocurrió, y eso que se supone que conoce Berlín.
– Sí, pero a lo mejor no conoce sus aguas -contestó ella, bajando la cabeza hacia ellas.
– Pero tú sí -repuso él, sonriendo.
– Vaya, así que ahora, todos policías -dijo ella, y luego volvió de nuevo el rostro al sol-. Bueno, todavía no. Mira qué tranquilo está el viento. Todavía no podemos volver.
Sin embargo, las propias palabras parecieron darse impulso a sí mismas, negándose a esperar más, y al cabo de un momento provocaron una brisa ligera y constante que enseguida los llevó de vuelta al club.
Gunther estaba en casa, en Kreuzberg, sobrio y bien afeitado. Hasta la habitación estaba ordenada.
– ¿Vida nueva? -preguntó Jake, pero Gunther no le hizo caso y mantuvo los ojos clavados en ella.
– Usted debe de ser Lena -dijo, estrechándole la mano-. Ahora entiendo por qué Herr Brandt estaba tan ansioso por venir a Berlín.
– Pero no a Potsdam. Nunca llegó a ir allí. Me refiero a Tully. Venga, mire esto -dijo Jake, acercándose al mapa.
– Los modales de los americanos -le dijo Gunther a Lena-. ¿Un poco de café, tal vez? Está recién hecho.
– Gracias -respondió ella, y ambos accedieron a pasar por aquel ritual formal.
– Se alimenta de café -dijo Jake.
– Soy alemán. ¿Azúcar? -Sirvió una taza y ofreció su sillón a Lena.
– El curso del Havel fluye hacia el sur-explicó Jake-. El cuerpo fue flotando hasta Potsdam. Hoy hemos salido a navegar, y el agua fluye en esta dirección. -Desplazó la mano de arriba abajo por el mapa-. Así es como llegó allí.
Gunther se quedó un momento pensativo, asimilando la información, y luego se acercó al mapa para examinar más de cerca el extremo izquierdo.
– Así que no hubo ningún chófer ruso.
– No hubo chófer ruso. Eso resuelve el dónde.
Gunther alzó una ceja.
– ¿Y por eso está tan entusiasmado? Antes sólo tenía Potsdam, ahora tiene todo Berlín.
– No, tuvo que ser aquí -insistió Jake, trazando un círculo alrededor de los lagos-. Tiene que ser aquí. Nadie cruza la ciudad con un cadáver en el coche. Hay que estar lo bastante cerca para pensarlo: dónde desembarazarse de él, deprisa.
– A menos que lo hubiesen planeado.
– Entonces ya estarían en el agua -dijo Jake, señalando la costa-. Para hacerlo más fácil. No creo que estuviese planeado. Ni siquiera se pararon a registrarle los bolsillos ni a quitarle las placas de identificación. Sólo querían librarse de él cuanto antes. Deprisa, en algún lugar cercano… donde nadie pudiera encontrarlo.
Señaló el centro de la franja azul.
Gunther asintió con la cabeza.
– Una respuesta para todo -comentó, antes de dirigirse a Lena-. Todo un experto en crímenes, nuestro Herr Geismar -añadió con amabilidad-. ¿Está bueno el café?
– Sí, un experto -repuso Lena.
– Tenía muchas ganas de conocerla -dijo, sentándose-. ¿Le importa que le haga una pregunta?
– En algún lugar de por aquí -decía Jake hablando al mapa, con la mano en el lago.
– Sí, pero ¿dónde? -preguntó Gunther por encima del hombro-. La zona que rodea esos lagos se extiende kilómetros y kilómetros.
– No si delimitas la zona por eliminación. -Eliminó la costa occidental tapándola con la mano-. Kladow no, zona rusa. -Desplazó la mano y tapó la parte inferior-. Potsdam no. Tuvo que ser por aquí. -Trazó una línea con el dedo que iba de Spandau hasta el Wannsee, la larga franja de Grunewald-. ¿Adonde iría?
– ¿Un hombre que sólo hablaba inglés? Yo diría que a ver a los americanos. Según mi experiencia, lo prefieren.
Zehlendorf. Jake atravesó los bosques, pues el mapa había cobrado vida en su mano. Kronprinzenallee, la sede central del GM. El centro de prensa. Gelferstrasse. La Kommandatura, frente al Instituto de Ciencia y Cultura, una relación con Emil. Sin embargo, el Instituto estaba cerrado, llevaba meses sin funcionar. ¿En el mismo Grunewald?
– ¿Cuál era la pregunta? -quiso saber Lena.
– Ah, perdón, me había distraído. Sólo un pequeño detalle: tengo curiosidad sobre el momento en que su marido vino a buscarla. Esa última semana. Yo me encontraba en Berlín entonces, ¿sabe? El Volkssturm… hasta los policías nos convertimos en soldados al final. Unos días terribles.
– Sí.
– Tanta confusión… Hubo saqueos, incluso -añadió, negando con la cabeza, como si todavía aquel comportamiento lo alterase-. ¿Cómo, me pregunto, supo usted que él estaba aquí? No lo vio, ¿verdad?
– El teléfono. Yo estaba trabajando, incluso en aquellos momentos.
– Lo recuerdo. No había agua, pero sí teléfono. Así que ¿la llamó?
– Desde la casa de su padre. Quería venir a buscarme, pero las calles…
– Sí, eran muy peligrosas. ¿Los rusos ya estaban allí?
– Todavía no, pero estaban cerca. Entre nosotros, creo, pero ¿qué importa eso? Era imposible. Los alemanes eran igual de peligrosos, disparaban a todo el mundo. Yo tenía miedo de salir del hospital. Pensaba que allí al menos estaría a salvo. Ni siquiera los rusos…
– Algo terrible para él, tan cerca… Y habiendo llegado tan lejos. La torre del zoo todavía era segura, creo, pero tal vez él no lo sabía. Para cruzar por allí.
Lena alzó la vista.
– No debe culparlo. No es ningún cobarde.
– Mi querida señora, yo no culpo a nadie. No esa semana.
– No me refiero a eso. Yo le dije que no viniera.
– Ah.
– La cobarde fui yo.
– Frau Brandt…
– No, es verdad. -Bajó la cabeza y tomó un sorbo de café-. Tenía miedo de que nos matasen a los dos si me esperaba. No quería más muertes. Era una locura venir en aquellos momentos… no había tiempo. Le dije que se marchase con su padre antes de que fuese demasiado tarde. Yo no quería irme, me daba igual. Era una estupidez, pero así es como me sentía. ¿Por qué quiere saber todo eso?
– Pero su padre tampoco se marchó -repuso Gunther, sin responder-. Sólo los documentos. ¿Los mencionó?
– No. ¿Qué documentos?
– Es una pena. Siento mucha curiosidad por esos documentos. Así es como consiguió el coche, creo. No había coches en aquellos días, ¿recuerda? Tampoco gasolina.
– Su padre dijo que vino con un vehículo de las SS.
– Pero ni siquiera ellos tenían coches para asuntos personales, no en aquellos momentos. Así que tuvo que ser por los documentos. ¿De qué documentos cree usted que podía tratarse?
– No lo sé. Tendrá que preguntárselo a él.
– O a los americanos. -Gunther se volvió hacia Jake-. ¿Qué dicen los americanos? ¿Lo ha averiguado?
– Documentos administrativos, según Shaeffer. Nada especial. Ningún secreto técnico, si es a eso a lo que se refiere.
– A lo mejor no sabe cómo interpretarlos, no como nuestro Herr Teitel, que es un auténtico genio con los documentos. En sus manos, un arma. -Levantó la mano, imitando asombrosamente a Bernie en el tribunal, el documento invisible convertido en arma-. El sí que sabe.
– Pues si lo sabe, no lo dice, y lleva ya varias semanas entre esos documentos. Es como si fuera su segundo hogar.
– ¿Qué?
Jake lo miró y luego volvió a concentrarse en el mapa.
– El Centro de Documentación -contestó en voz baja, poniendo el dedo justo encima de Wasserkafersteig, una línea corta, apenas un camino apartado de Grunewald-. El Centro de Documentación -repitió, desplazando el dedo a la izquierda.
Una línea recta que atravesaba Grunewald, por debajo de la Avus, donde se habían detenido aquel día de lluvia, una línea recta hasta el lago.
– ¿Se le ha ocurrido algo?
– Tully tenía una cita con Bernie, ¿verdad? Al día siguiente. Pero llegó antes de tiempo. ¿Por qué querría alguien ver a Bernie? -Volvió a desplazar el dedo hacia la calle-. Documentos. Nadie conoce esos documentos mejor que él. Sería el hombre idóneo a quien recurrir. -Pensó en Bernie corriendo para llegar a la cena y en cómo se le cayó aquella pila de carpetas al chocar con el sobresaltado camarero… justo la noche en que Tully había sido asesinado. Dio unos golpecitos con el dedo índice en el mapa-. Ahí es adonde fue Tully. Los números coinciden aquí.
Gunther se levantó, miró el lugar que señalaba Jake y se llevó la mano a la barbilla en actitud pensativa.
– Bravo -dijo al fin-. Si es que de veras fue allí. Lástima que él fuese el único que podía decírnoslo.
– No, guardan registros, libros con los registros de entradas y salidas. Su nombre aparecerá allí. -Miró a Gunther-. ¿Qué se apuesta? Venga, dinero incluso.
– No -repuso Gunther, negando con la cabeza-. Hoy tiene usted todas las respuestas, pero ¿por qué?
– Para examinar los documentos -contestó Jake, improvisando-. Tully también estaba en Seguridad Pública, no necesitaba el permiso de Bernie para eso, sólo su ayuda. Pero llegó un día antes de lo previsto, así que empezó él solo.
– Por los documentos de Herr Brandt -dijo Gunther-, supongo.
– Esa es la conexión.
– Donde su amigo no encontró «nada especial». Así que, ¿qué es lo que esperaba encontrar Meister Sobornos? -Lanzó un suspiro-. Por desgracia, sólo él podía decirnos eso también.
– Sólo hay que comprobarlo. Sigue allí, nada sale del Centro de Documentación. Es como Fort Knox. Sea lo que sea lo que estuviese buscando, seguirá allí.
– Entonces le sugiero que empiece a leer. -Gunther tocó el hombro de Jake, sin llegar a darle una palmadita, y volvió a consultar el mapa-. Nada especial, y pese a eso, Herr Brandt viene hasta Berlín por esos documentos.
– Vino por mí -lo corrigió Lena.
– Sí, por supuesto -convino Gunther, asintiendo cortésmente con la cabeza-. Por usted.
– Pero Tully no -intervino Jake.
– No -dijo Gunther, volviendo a concentrarse en el mapa, pensativo.
– ¿Qué pasa ahora? -preguntó Jake, leyendo la expresión de su rostro.
– Nada, sólo me preguntaba… ¿Cómo supo dónde buscar?
– Emil debió de decirle algo. Hablaban mucho en Kransberg, eran amigos.
– Un amigo muy caro, tal vez.
– ¿Qué quiere decir?
– Meister Sobornos… no era de la clase de hombres que hacen nada gratis.
Jake le lanzó una mirada elocuente.
– No, nunca hacía nada gratis.
Era tarde, pero tenía que saberlo, así que recorrieron el largo trayecto de vuelta a Zehlendorf. La misma calle estrecha que subía desde la espesura del bosque, la alambrada iluminada con reflectores. Un guardia mascando chicle.
– Está cerrado, amigo. ¿Es que no sabe leer?
Señaló con el pulgar un cartel colgado en la verja de entrada.
– Sólo quiero ver al oficial del turno de noche.
– Imposible.
– Me envía el capitán Teitel -añadió Jake enseguida-. Tiene un mensaje para él.
Un nombre que literalmente abría todas las puertas en aquel lugar, o al menos la valla de alambre, que se movió hacia atrás al instante.
– Ella se queda aquí -dijo el guardia-. Y no tarde.
El guardia del vestíbulo, medio dormido y con los pies apoyados en la mesa del registro de entrada, parecía sorprendido de ver a alguien a esas horas. Si Tully había estado allí, no había sido a altas horas de la noche.
– El capitán Teitel me ha pedido que examine el libro de entradas.
– ¿Para qué?
– Para algún informe, yo qué sé… ¿Puedo verlo o no?
El guardia lo miró con recelo pero le acercó el libro, como haría un recepcionista con el libro de registro de un hotel.
– ¿Hasta qué fecha se remonta? -preguntó Jake, empezando a pasar las hojas-. Necesito el dieciséis de julio.
– ¿Para qué?
– ¿Es que no sabes decir otra cosa? Pareces un disco rayado.
El guardia sacó otro libro y lo abrió por la página exacta. Jake empezó a recorrer con la mirada la lista descendente de nombres, pasando el dedo por cada uno de ellos. Por lo visto, había habido muchas visitas ese día. Y de repente, ahí estaba: teniente Patrick Tully, una letra acorde con las botas de montar, llamativa. Había firmado al entrar y al salir, no había hora concreta. Examinó la firma un segundo; era lo más cerca que había estado de él desde Cecilienhof, ya no tan escurridizo, atrapado en el lugar donde confluían todos los números. Se sacó la fotografía del bolsillo de la pechera, decidido a probar suerte.
– ¿Habías visto alguna vez a este hombre?
– ¿Qué eres? ¿Policía militar?
– ¿Lo habías visto o no?
Miró la foto.
– No, no me suena. Aquí entra y sale mucha gente. Después de un tiempo, todos se parecen. ¿Por qué? ¿Qué ha hecho?
– Hay que firmar para sacar un documento, ¿verdad?
– Nadie se lleva documentos de aquí dentro. No se puede.
– Teitel sí.
– No, él los trae, no se los lleva. No se sale con nada a menos que lo hayas traído antes. Al menos, no mientras estoy yo de guardia.
– De acuerdo, gracias. Eso es lo único que necesitaba.
El guardia volvió a coger el libro abierto.
– Un momento -dijo Jake, después de que una firma un tanto llamativa atrajese su atención.
Unos cuantos nombres más abajo: Breimer, con una B redondeada. Y debajo: Shaeffer. Allí era donde habían ido esa noche.
– ¿Pasa algo?
Jake negó con la cabeza y luego cerró el libro.
– No lo sé.
Una vez fuera, se quedó de pie un momento, cegado por las luces, como cuando se había colado en la foto de Liz. Shaeffer también había estado allí ese día. Dos visitas.
– ¿Has averiguado lo que querías? -le preguntó Lena en el jeep.
– Sí, Tully estuvo aquí. Yo tenía razón.
– ¿Y los documentos?
– Mañana. Vamos, vayámonos a casa. Te ha dado mucho el sol.
Lena se miró la piel, roja bajo los focos.
– Sí, también tenías razón en eso -dijo, con cierta amargura.
– ¿Qué pasa? -inquirió Jake mientras el jeep emprendía el camino de descenso por la colina.
– Nada. ¿Tan importantes son esos documentos?
– Eso creía Tully. Estuvo aquí… lo sabía.
– Más números, para las armas de Emil. ¿Es eso lo que contienen los documentos, más números?
– No, según Shaeffer.
– Pero Emil vino por ellos. Eso es lo que cree el policía. No por mí.
– A lo mejor vino por los dos.
– ¿Para fabricar más armas? La guerra había terminado.
– Para tener algo con lo que poder negociar. Eso es lo que tienen los científicos: números con los que negociar.
– ¿A cambio de qué? Jake se encogió de hombros.
– De su futuro.
– Para fabricar armas para otros -respondió Lena.
Jake torció a la izquierda al pie de la colina y luego se dirigió hacía el bosque.
– ¿Adonde vas?
– Quiero ver cómo fue. Cuánto se tarda.
– ¿En qué?
– En deshacerse del cuerpo.
Lena no dijo nada, encogida, como la última vez en el bosque, tiritando de frío por la lluvia. Grunewald estaba oscuro, y no se veía nada más allá del haz de luz de los faros del coche y la tenue luz de la luna que se reflejaba en Krumme Lanke. No había nadie en la carretera, la espesa arboleda ocultaba a cualquiera que pudiese haber por allí, pequeños grupos de desplazados en busca de cobijo. A ellos tampoco podía verlos nadie. Podrían haber arrojado el cadáver como si fuese un borracho. Fácil. En cualquier lugar de allí cerca, no en el centro, con los guardias y las luces; allí, en la oscuridad. O en la playa misma. Llegaron allí en cuestión de minutos, la superficie del agua se rizaba bajo la luz de la luna. Lo último que debieron de ver los ojos de Tully.
Danny tenía mucho ojo para el mercado inmobiliario. Su edificio, un bloque art nouveau en una de las calles de los alrededores de Savignyplatz, había sido muy elegante y siempre estaría muy bien situado. El piso estaba en la primera planta, y en ese momento mantenía la puerta abierta el peso de una maleta y unas cuantas fundas de almohada llenas de ropa, un equipaje hecho deprisa y corriendo.
– No se preocupen, ya me voy -dijo la chica al verlos. Era casi guapa, con zapatos de tacón y tira en el tobillo, los labios pintados y una expresión de enfado que le crispaba el rostro-. Danny dijo a las diez. Buitres… -dijo eso último para sí mientras embutía una falda en la última bolsa.
– Lo siento -repuso Lena, incomodada.
– Ya.
Lena se volvió y se apoyó en la pared para esperar, sin mirar a Jake. A medio pasillo, un hombre con una mochila salía de otro apartamento. Los miró entrecerrando los ojos, los reconoció, se acercó hasta ellos y se quitó el sombrero.
– Hola otra vez. ¿Cómo se encuentra?
– Ah, doctor…
– Sí. Rosen. ¿Cómo se encuentra?
Lena asintió con la cabeza.
– No tuve ocasión de darle las gracias.
El hombre gesticuló, quitándole importancia, y luego se dirigió a Jake con esa misma mirada envejecida en un rostro joven. Vio las maletas.
– ¿Se vienen a vivir aquí?
– Sólo por un tiempo.
Rosen volvió a mirar a Lena.
– ¿No ha sufrido ninguna recaída? ¿Los medicamentos le hicieron efecto? ¿No ha tenido fiebre?
– No -contestó ella con una sonrisa afable-. Sólo me he quemado un poco por el sol. ¿Qué hago para eso?
El médico levantó un dedo para reprenderla.
– Ponerse un sombrero.
La chica los estaba fulminando con la mirada desde la puerta.
– Tenga -dijo, dándole la llave a Jake.
– Cuídese. Me alegro de volver a verla de nuevo -se despidió Rosen de Lena-. No tome demasiado el sol. -Saludó a la chica con la cabeza-. Marie -dijo, y se marchó.
– Así que tú eres la chica nueva, y con un americano que paga… Qué suerte la tuya. ¿Conocías a Rosen?
– Me atendió cuando estuve enferma.
La chica torció el gesto.
– ¿Ese judío? Yo no dejaría que me tocase, y menos ahí, con sus manos judías.
– Me salvó la vida -dijo Lena.
– ¿Ah, sí? Pues me alegro por ti. -Cogió una de las bolsas-. Judíos… Sí no hubiese sido por ellos…
Jake metió las maletas para zafarse de la situación.
– Siento que tengas que marcharte -dijo Lena, siguiendo a Jake.
– Iros a la mierda.
En el apartamento reinaba el desorden propio de una mudanza forzosa, todo estaba ligeramente fuera de su sitio. En la habitación contigua, Jake vio una cama sin hacer y un armario con la puerta completamente abierta. Alguien había rodeado la pantalla de una lámpara con un pañuelo, para que la luz adquiriese una tonalidad rojo tenue.
– Una chica simpática -bromeó Jake.
Lena se acercó a la lámpara, le quitó el pañuelo y a continuación se dejó caer en la butaca que había junto a ella, como si el mero hecho de ver la habitación la hubiese dejado exhausta.
– Había muchísimas como ella. -Encendió un cigarrillo-. Cree que soy una puta. ¿Es eso lo que es este piso?
– Es un piso. Nadie te molestará.
Jake se asomó a la calle y luego corrió las cortinas.
Ella esbozó una sonrisa irónica, con la mirada fija en el cigarrillo.
– Mi madre tenía razón. Decía que si venía a Berlín, acabaría así.
– Te buscaré otro sitio si éste no te gusta.
Lena miró a su alrededor.
– No, el tamaño está bien.
– Tendrá mejor aspecto después de limpiarlo y adecentarlo un poco. Ni siquiera te acordarás de que esa mujer vivía aquí.
– Manos judías -dijo, enfadada-. Había una chica así en el colegio, ni siquiera una nazi, sólo una chica. ¿Cómo limpias eso? -Volvió a dar una calada al cigarrillo, con mano temblorosa-. ¿Sabes? Cuando llegaron los rusos, nos hicieron ver filmaciones. De los campos. «Alemanes -dijeron-. Esto es lo que se hacía en vuestro nombre.» Imagínate, lo hacían por mí. ¿Y ahora qué? ¿También es culpa mía? Toda esa historia.
– Nadie dice eso.
– Sí. Los alemanes lo hicieron, todo el mundo lo dice y, ¿sabes otra cosa? Alguien lo hizo. Alguien hizo esas cosas. -Levantó la mirada-. Alguien fabricó las armas, o puede que algo peor. Alemanes; incluso mi hermano. Vino de permiso, justo antes… ¿Sabes lo que dijo? Que allí se estaban haciendo cosas terribles, en Rusia, y que nadie debía llegar a saberlo jamás. Y yo pensaba que qué cosas podría hacer Peter. Un chico tan bueno… Ahora me alegro de no saberlo. No tengo que pensar en eso, en lo que sea que hizo.
– A lo mejor no hizo nada -dijo Jake despacio. Se sentó junto a ella-. Lena, ¿por qué me cuentas todo esto?
Ella apagó el cigarrillo, aún nerviosa, aplastando la colilla en el cenicero.
– Tampoco quiero saber lo que hizo Emil. Pensar en él de ese modo… No quiero saber lo que hay en esos documentos, sus números… Puede que lo que hacían fuese terrible, fabricar armas, pero era mi marido. ¿Sabes? Cuando vino a Berlín, creí estar salvándolo a él. «Vete -le dije-, antes de que sea demasiado tarde.» Lo dije por él. Y ahora tú…
– Ahora yo ¿qué?
– Ahora lo estás convirtiendo en un criminal. Por trabajar en la guerra. Pues eso es lo que hizo mi hermano, eso es lo que hacía todo el mundo, hasta tu policía. ¿Quién sabe lo que hicieron? En mi nombre. A veces pienso que ya no quiero ser alemana. ¿No es eso horrible? No querer ser quien eres. No quiero saber lo que hicieron.
– Lena -dejo Jake con dulzura-, los documentos están allí. Ya los han visto. El propio Emil los entregó. No hablan de él.
– Entonces, ¿por qué quieres verlos tú también?
– Porque creo que pueden decirnos algo sobre el hombre que fue asesinado. Estaba metido en el negocio de la compraventa de información, así que, ¿qué había en esos documentos que él pudiera vender? Bien, ¿te parece que tiene sentido lo que estoy diciendo? -preguntó con calma, como si estuviera convenciendo a un niño.
– Sí.
– Entonces, ¿por qué te preocupa?
Lena bajó la mirada.
– No lo sé.
– Es el piso. Nos marcharemos de aquí.
– No es el piso -repuso ella con voz débil.
– Entonces, ¿qué?
Dejó las manos inertes sobre el regazo.
– Emil vino a Berlín por mí. -Levantó la mirada, con la voz entrecortada e impregnada de desánimo-. Vino por mí.
Jake tendió la mano y cogió la de ella.
– Yo también.
– El problema son las referencias cruzadas -dijo Bernie, pasando por delante de las filas de archivadores-. Lo metieron todo aquí dentro y todavía lo estamos clasificando. Los documentos personales de Himmler están allí, los de los generales de las SS, aquí, pero a veces merece la pena cotejar unos con otros si faltan fechas. ¿Qué es personal y qué no? Todo eso suponiendo que no hayan guardado los documentos de Brandt en otra parte por error, lo cual ya es mucho suponer. Entraron a trabajar en el programa de misiles en 1943, así que no hace falta que revises todos esos de ahí. -Hizo un gesto con la mano que abarcaba la mitad de la habitación-. Designaron el programa como A-4, así que estamos intentando guardarlo todo junto en una misma sección A-4, pero, como digo, muchas veces vale la pena contrastarlos. Ten -dijo, abriendo un fichero-, que lo pases bien leyendo.
– ¿Y éstos son los documentos que entregó Brandt?
– Algunos. No se citan las fuentes, pero, si son suyos, estarán aquí. Los documentos científicos estaban en Nordhausen, claro. Von Braun los guardó bajo tierra para tenerlos a buen recaudo, en una vieja mina, creo, así que los tiene la FIAT, pero tú sólo querías los de Brandt, ¿verdad?
– Verdad.
– Entonces, aquí los tienes -dijo, dando unas palmaditas al fichero.
– Dios… -exclamó Jake al ver la larga fila de documentos.
– Sí, ya lo sé. Estaban tan ocupados cubriéndose las espaldas que no sé de dónde sacaban el tiempo para combatir.
– Bueno, así es el ejército. Viven de eso, ¿no? No me gustaría nada ver los nuestros.
– Éstos son algo distintos -dijo Bernie-. Si te aburres, prueba con los documentos aeromédicos de aquí. ¿Quieres saber cuánto tarda un hombre en morir congelado? Está todo ahí: temperatura de la sangre, presión, hasta el último segundo… Todo menos los gritos. Estaré abajo, si necesitas ayuda con algo.
Sin embargo, al menos los primeros documentos eran corrientes: memorandos, directivas para el personal, informes… la clase de papeles que habría encontrado en cualquier oficina, como en la de Tinturas de Estados Unidos en Utica, salvo por el membrete negro de las SS. El rastro en papel de una toma de poder burocrática, con un caballo de Troya de trabajadores. Peenemünde había sido construido con reclutas extranjeros, pero ya en julio del 43, el programa necesitaba más gente, la mano de obra extra que sólo las SS podían suministrar: Häftlinge, prisioneros, una palabra que identificaba a los presos de los campos de exterminio. Tras esa primera solicitud, tras ese acuerdo mortal, empezaban los verdaderos documentos, repletos de fechas y sucesos, un aluvión de papeleo entre jefes de departamento para aprovechar la ocasión mientras durase. El 7 de julio, una demostración del A-4 para Hitler, que se muestra impresionado. El 24 de julio, el gran bombardeo sobre Hamburgo. El 25 de julio, el A-4 recibe el visto bueno con máxima prioridad para fabricar sus misiles, las armas de la venganza. El 18 de agosto, bombardeo sobre Peenemünde. El 19 de agosto, como respuesta inmediata, Hitler ordena a Himmler que suministre más mano de obra de los campos para acelerar la producción. Tres días más tarde, el 21 de agosto, Himmler asume la construcción de un nuevo centro de producción en Nordhausen, lejos de las bombas. El 23 de agosto llegan los primeros trabajadores, el caballo ya está dentro del recinto.
Los siguientes documentos describían la carrera de la construcción de la cueva de Aladino, excavada en la montaña para albergar la inmensa fábrica subterránea. Un documento tras otro de abrumadores detalles sobre la construcción, informes semanales con los progresos, nuevos campos para los trabajadores. Mientras la mirada de Jake se vidriaba con las cuentas del día a día, veía tomar forma a una ciudad entera, la escalofriante proporción de todo justo allí, en los números. Diez mil trabajadores. Dos túneles gigantescos que se adentraban en la roca hasta un total de tres kilómetros; 47 túneles entrecruzados, cada uno de ellos del tamaño de dos campos de fútbol. Y cada día crecía más, igual que debieron de construirse las pirámides. De hecho, exactamente igual: los diez mil eran esclavos. Por no hablar de cuántos morían… Se deducía por las solicitudes de reemplazos del interminable suministro de Himmler. Todo aquel terrible entramado quedaba oscurecido por cálculos de ingeniería y objetivos mensuales. En Berlín fechaban los informes, los sellaban y los archivaban. ¿Habría visto Emil a esos hombres en Peenemünde, donde los científicos se reunían por las noches con una taza de café para hablar de trayectorias?
Mientras tanto, página a página, el tamaño de los túneles crece, se empiezan a construir los misiles, más campos, y finalmente, la toma del poder es oficial: 8 de agosto de 1944, Hans Kammler, teniente general de las SS, sustituye a Dornberger como director del programa. Ahora los científicos y sus fabulosos misiles pertenecen a Himmler. Se reparten medallas. Jake se entretuvo un minuto con el memorando que describía la ceremonia. En Peenemünde, no en Berlín. Sin la presencia de las familias, una comida especial. Habían brindado varias veces con champán.
Más carpetas. Febrero de 1945, el equipo a cargo de la fabricación de misiles finalmente abandona Peenemünde. Se solicita un tren especial, pues el transporte aéreo es demasiado arriesgado para el personal formado por científicos, con el cielo plagado de bombarderos. Luego todos van hacia el sur y se dispersan por pueblos cercanos a la fábrica principal. La población de presos alcanza los cuarenta mil, y van llegando traslados procedentes de los campos del este a medida que se acercan los rusos. Pese a todo, los V-2 siguen saliendo a diario de la montaña con rumbo a Londres. Más documentos en marzo: demandas poco realistas de aumento de la producción. Y el súbito cese de informes en papel. Aun así, Jake podía terminar la historia por sí solo: ya la había escrito. El 11 de abril, los americanos toman Nordhausen. Fin del A-4. Jake se reclinó hacia atrás en la silla. ¿Qué significaba todo aquello? Cajones llenos de información que él desconocía pero que se suponía otros sí conocían. Nada por lo que mereciese la pena volar hasta Berlín y arriesgarse a ser asesinado. ¿Qué estaba pasando por alto?
Dejó el último documento abierto sobre la mesa y salió a fumar un cigarrillo, a sentarse en las escaleras bajo el sol. La luz amarilla de la tarde bañaba los árboles de Grunewald. Horas enteras desperdiciadas sin averiguar nada. ¿Había pasado Tully el día allí?
– ¿Necesitas un respiro? -dijo Bernie desde la puerta-. Has aguantado más que la mayoría. A lo mejor tienes más estómago que los demás.
– No hablan de eso. Sobre todo son informes de oficina. Estadísticas de producción… Nada.
Bernie encendió un cigarrillo.
– No sabes cómo leerlos. Eso no es alemán, es un nuevo idioma. Las palabras significan otra cosa.
– Häftlinge -contestó Jake, a modo de ejemplo.
Bernie asintió con la cabeza.
– Pobres desgraciados. Supongo que eso facilitaba a las secretarias la tarea de escribirlo todo a máquina. En lugar de decir lo que eran realmente. ¿Has visto lo de «medidas disciplinarias»? Eso era colgarlos: los colgaban de una grúa a la entrada del túnel para que todo el mundo tuviese que pasar por debajo al acudir a trabajar. Los dejaban allí una semana, hasta que empezaban a oler mal.
– ¿Por qué disciplina?
– Por actos de sabotaje, por un tornillo demasiado flojo, por no trabajar lo bastante rápido… A lo mejor ésos eran los más afortunados, al menos era una muerte rápida. Los otros… Tardaban semanas en caer rendidos al suelo. Pero caían. La tasa de muertes era de ciento sesenta por día.
– Eso sí que es una estadística.
– Un cálculo aproximado. Alguien cogió un lápiz y calculó el promedio. Para que quedase constancia. -Se acercó a los escalones-. Entonces, deduzco que no has encontrado lo que buscabas.
– Nada. Volveré a leerlos. Tiene que haber algo. Sea lo que sea.
– El problema es que no sabes lo que buscas, mientras que Tully sí lo sabía.
Jake se quedó pensativo un momento.
– Pero no sabía dónde. El también debía de andar buscando a tientas, por eso necesitaba tu ayuda.
– Entonces, tal vez tampoco él encontrara lo que buscaba.
– Pero vino aquí. Su nombre figura ahí, en el libro, bien claro. Tiene que estar aquí.
– Entonces, ¿ahora qué?
– Ahora hay que volver a buscar. -Jake arrojó la colilla al suelo polvoriento-. Cada vez que creo estar llegando a algún sitio, vuelvo al punto de partida: Tully bajándose de un avión. -Se levantó y se sacudió la suciedad de los pantalones-. Escucha, Bernie, ¿puedo pedirte otro favor? Vuelve a hablar con tus amigos de Francfort, averigua si Tully aparece en la lista de embarque de un vuelo del dieciséis de julio. Quién lo autorizó. Se lo he preguntado a los del GM, pero me saldrán canas si espero a obtener respuesta de ellos. Tienen la costumbre de extraviar las consultas y toda clase de papeles en las bandejas de entrada de algún despacho. Averigua también si alguien sabe dónde estuvo el fin de semana que Brandt se marchó.
– En Francfort, dijeron.
– Sí, pero ¿dónde? ¿Dónde pasas el fin de semana en Francfort? A ver si dijo algo.
– ¿Es muy importante?
– No lo sé. Es sólo un cabo suelto. Al menos así tenemos trabajo que hacer mientras saco algo en limpio de estos documentos.
Bernie levantó la vista.
– También es posible que se equivocara, ¿sabes? Que en realidad no haya nada en esos documentos.
– Tiene que haber algo. Emil vino a Berlín por ellos. ¿Por qué iba a hacerlo si no decían nada?
– Nada que te interese a ti, querrás decir.
– Nada que le interesara a él tampoco. Acabo de leerlos.
– Eso depende de cómo lo plantees. ¿Quieres una teoría? -Bernie hizo una pausa, esperando a que Jake asintiera-. Creo que lo envió Von Braun.
– ¿Por qué?
– Tardamos unas dos semanas en reunir a todos los científicos cuando llegamos a Nordhausen. Estaban dispersos por todas partes; el propio Von Braun no se entregó hasta el dos de mayo. Así que, ¿qué estaban haciendo?
– Me rindo, no lo sé.
– Preparando sus coartadas.
– Hablas como un auténtico fiscal de distrito. ¿Coartadas por qué?
– Por formar parte de lo que acabas de leer -explicó Bernie, señalando con la cabeza hacia el edificio-. «No fuimos nosotros, fueron las SS. Miren, lo dice aquí. Ellos lo hicieron todo, nosotros sólo somos los científicos.» Podrían ser unos documentos útiles cuando la gente empezase a hacer preguntas. Cosa que hicimos, además, después de ver a su mano de obra en las fábricas. Von Braun era el líder del equipo: él tenía los documentos técnicos, el verdadero triunfo de la baraja. Pero éstos no están mal como baza para negociar. Manos limpias. -Levantó las suyas-. «Hagamos un trato y estrechémonos la mano. Aquí están los planos y las especificaciones técnicas. Venga, hagamos unos cuantos misiles juntos. En cuanto a lo demás… bueno, como pueden ver, no fuimos responsables, fueron las SS.»
– Pero es que fueron las SS, está todo ahí…
– Entonces, tenía razón al querer los documentos, ¿no te parece? Si hasta te ha convencido a ti.
– Vamos, Bernie, ellos no colgaron a nadie. Estuvieron en Peenemünde hasta febrero, así consta en los documentos. ¿Cuánto podían saber?
– Todo el mundo lo sabía -espetó Bernie, cortante, con la misma voz que empleaba en los tribunales, argumentando un nuevo caso-. Eso es lo que nadie quiere creer: todo el mundo lo sabía. Renate Naumann lo sabía, Gunther lo sabía, todo el mundo en este maldito país lo sabía. ¿Y crees que alguien capaz de hacerse con un coche de las SS aquellas últimas semanas no lo sabía? No dejaron de colgar a la gente después de febrero: tuvieron que haberlo visto. Por no hablar de todos los demás. Tenían cuarenta campos de trabajo allí, Jake, cuarenta, y en todos ellos moría gente. Lo sabían.
– Eso no los convierte…
– No, sólo en cómplices. ¿Acaso crees que eran mejores porque sabían utilizar una regla de cálculo? Lo sabían, Jake. -Hizo una pausa y abandonó el tono de fiscal-. Y no puedo tocarlos. Por suerte para ellos, a las SS les encantaba colgarse todas las medallas, así que se han librado de algo muy gordo. Sólo por eso ya merecería la pena venir a Berlín, ¿no te parece? De todos modos, es sólo una teoría. ¿Tienes otra mejor?
– Entonces, ¿por qué enviar a Emil? ¿Por qué no enviar a un esbirro?
– A lo mejor era el único que estaba dispuesto. Tenía aquí a su mujer.
Jake desvió la mirada y luego meneó la cabeza.
– Salvo que no vino solo. Lo acompañaban dos hombres. ¿Por qué arriesgarse a enviarlo a él?
– El sabía lo que tenía que buscar.
Jake lanzó un suspiro.
– Y Tully también. Vino hasta aquí, así que tiene que haber algo. Y yo lo estoy pasando por alto.
Bernie se encogió de hombros.
– Ya has leído los documentos.
– Sí -contestó Jake, y luego levantó la vista-. Pero no soy el único. Guárdame el asiento, ¿quieres? Volveré más tarde.
– ¿Adonde vas?
– A buscar una segunda opinión.
Shaeffer había pasado de la cama a la silla, pero el vendaje seguía aún en su sitio, y al parecer le picaba un poco, porque se estaba rascando cuando entró Jake.
– Vaya, vaya, mi nuevo socio -dijo, alegrándose de tener compañía-. ¿Tienes algo para mí?
– No, tú tienes algo para mí. -Jake se sentó en la cama-. Fuiste al Centro de Documentación a consultar los archivos del proyecto A-4. ¿Qué encontraste?
Shaeffer lo miró con la expresión de un niño a quien acaban de pillar con las manos en la masa y luego sonrió.
– Nada.
– Nada.
– Eso es, nada.
– Te llevarías una gran decepción, después de consultarlos dos veces.
– Eres un auténtico sabueso, ¿verdad?
– Tu nombre aparece en el registro de entrada. Y el de Tully también, el mismo día. Pero eso ya lo sabías.
Shaeffer levantó la vista.
– No.
– Tampoco te sorprende.
Shaeffer volvió a rascarse y no dijo nada.
Jake lo miró fijamente y luego se recostó hacia atrás, cruzándose de brazos.
– Podríamos pasarnos así todo el día. ¿Quieres decirme lo que buscabas o jugamos al juego de las mil preguntas?
– ¿Qué buscaba? Algo que no supiese ya, eso es lo que buscaba. Y no lo he encontrado.
Jake estiró los brazos.
– Háblame, Shaeffer. Esto no es ni la mitad de gracioso de lo que crees. Un hombre sigue a Tully a un sitio el mismo día en que es asesinado, examina los mismos documentos, lleva la misma clase de arma que lo mató… He conocido a hombres condenados por menos.
– ¿Quién se está haciendo el gracioso ahora? Por diez centavos te nombro a uno. Ya te lo he dicho, no sabía que él también hubiese estado allí.
– Vamos a intentarlo de otro modo. Brandt le dijo algo a Tully. Supongo que eso lo sacarías de alguna de tus escuchas…
Shaeffer asintió con la cabeza.
– Al principio no le di importancia. Ya sabes, los vigilantes van anotando frases sueltas que pueden resultar de interés… cuando están escuchando. Así que a ti lo que te llegan son esas anotaciones y te tienes que imaginar el resto. A menos que sea lenguaje técnico: entonces lo anotan todo.
– Y esto no lo era.
– Era una de sus charlas personales. Que si esto, que si lo otro… Y entonces va y dice: «Todo lo que hicimos… está en los documentos». Unas palabras aparentemente banales, de todos modos, no hay nada extraño en esa frase: todo estaba allí, en Nordhausen, nos lo entregaron todo. Toneladas de papeles. Además, ellos mismos quieren aprovecharlos, ¿no? Así que, ¿por qué iban a ocultarlos? Luego desaparece, yo leo las transcripciones y pienso: «¿Y si…? A lo mejor se refiere a los otros documentos. Vale la pena comprobarlo». Pero allí no había nada nuevo, a menos que tú encontrases algo que yo no viese. Así que supuse que se refería a los documentos de Nordhausen.
– Pero Tully no lo creyó así, y él sabía algo que tú no sabías.
– ¿El qué?
– El resto de la conversación.
Shaeffer se quedó pensativo un momento y luego negó con la cabeza.
– Pero allí no hay nada. Ya he mirado.
– Dos veces.
– Dos veces. A lo mejor mi alemán no es tan bueno como el tuyo.
– ¿Y el de Breimer? El también aparece en el libro. ¿Por eso le pediste que viniera? ¿O tenía sus propias razones?
– El no tiene nada que ver con esto…
– Dímelo o se lo preguntaré yo mismo. Socio.
Shaeffer le sostuvo la mirada y luego relajó los hombros y empezó a rascar el esparadrapo.
– Escucha, nos movemos por un terreno muy resbaladizo. Esos tipos forman el mejor equipo de fabricación de misiles del mundo, no hay nadie que les llegue ni a la suela de los zapatos. Tenemos que tenerlos con nosotros, pero son alemanes, y para algunas personas eso es un tema delicado. Una cosa es que sólo cumplieran órdenes, porque… ¿quién diablos no lo hacía? Pero si hay algo más… En fin, no podemos poner a Breimer en una situación embarazosa. Necesitamos su ayuda, él no puede…
– Dar trabajo a unos nazis.
– A los malos, en cualquier caso.
– Y pensaste que podía haber algo embarazoso en esos documentos.
– No, no fue eso lo que pensé. -Apartó la mirada-. Además, no lo había. No sé qué demonios quiso decir Brandt, si es que quiso decir algo. Lo importante es que no había nada, absolutamente nada en esos papeles. Esos tipos están limpios.
– Pues Teitel no opina que estén tan limpios.
– Es judío, ¿qué esperabas?
Jake lo miró.
– A lo mejor esperaba no tener que oír a un americano decir eso -dijo despacio.
– Ya sabes a qué me refiero. Ese tío encabeza una jodida cruzada. Muy bien, pues no va a cazar a estos tipos. Allí no hay nada.
Jake se levantó.
– Tiene que haberlo. Algo que Tully supuso que podía venderles a los rusos.
– Desde luego, no el hecho de que fueran nazis, porque eso a los rusos les trae sin cuidado.
– Y a nosotros también.
Shaeffer levantó la cabeza de golpe, con una expresión herida.
– Estos tipos no.
Fuera, la luz había empezado a apagarse, dando paso al suave y parsimonioso final del día. En su alojamiento se estarían preparando para cenar, la anciana estaría sirviendo la sopa. Jake aparcó el jeep y echó a andar por Gelferstrasse, recordando la primera noche, cuando Liz había coqueteado con él en el baño. Más o menos a la misma ahora en que Tully debía de estar leyendo los documentos, esperando a alguien. ¿O lo habrían sorprendido? Había que empezar con los números. Tully llega al aeropuerto; alguien de las imágenes borrosas de las fotografías de Liz, a menos que también las fotografías fuesen sólo documentos vacíos.
El anciano estaba preparando la mesa cuando Jake pasó junto al comedor, rehuyendo el grupo de gente reunido en el salón para tomar unas copas. Arriba, alguien había aireado y quitado el polvo de su habitación, y la colcha de chenilla rosa cubría la cama, completamente lisa, sin una sola arruga. Servicio de habitaciones. Las fotos de Liz estaban apiladas en un montón ordenado sobre el tocador, tal y como las había dejado, sin seguir ningún orden en particular. El avión estrellado en el Tiergarten, algunos desplazados en una esquina. Churchill. Los chicos de Missouri. Otra igual, aunque no era una copia, sino una pose ligeramente distinta. Liz empleaba la técnica de todos los fotógrafos que había conocido: sacar montones de instantáneas y fingir que la buena era la única que habías sacado, un arte basado en el azar. Una que le había pasado desapercibida antes, él mismo contemplando los escombros de Pariserstrasse, con los hombros caídos y la cara impregnada de un sentimiento de decepción. En una revista, sin pie de foto, podría haber sido un soldado de regreso. Se miró al espejo, para mirar su verdadero rostro. El de otra persona.
El aeropuerto. Tomó la foto del montón y la examinó con atención, desplazando los ojos lentamente por la imagen como si la estuviera revelando, tratando de hacer más nítidas las figuras borrosas. El efecto, curiosamente, fue como si estuviese mirando la foto de Pariserstrasse, una escena fuera de contexto. ¿De verdad había estado allí? Una fracción de segundo que no creía haber vivido: Ron de pie, en el centro, con su sonrisa chulesca, y el gentío de Templehof arremolinado detrás de él. La parte de atrás de la cabeza de alguien que podía ser Brian Stanley, atrapando toda la luz con la tonsura. Un soldado francés con una gorra de borla. Nada. Cogió la siguiente foto; casi la misma pero desde otro ángulo, porque Liz se había desplazado hacia la izquierda. Al pasar las imágenes rápidamente una detrás de otra, las figuras se ponían en movimiento, como en aquellos antiguos libritos. A la derecha, un pequeño resplandor. ¿Serían unas botas pulidas? Acercó la cara a la foto, que se volvió más borrosa, y luego la alejó de nuevo. Quizá fueran botas, porque la altura coincidía, pero no se distinguía el rostro. Volvió a pasarlas rápidamente, pero el brillo no se movía. Si era Tully, se había quedado de pie muy quieto, de lado respecto a la cámara, mirando a la izquierda.
Los golpecitos apenas fueron un golpeteo amable, casi inaudibles. Jake se volvió y vio al anciano asomar la cabeza por la puerta entreabierta.
– Perdone, Herr Geismar. No quería molestarle.
– ¿Qué ocurre?
Durante un segundo, el hombre se limitó a mirarlo, parpadeando, y Jake se preguntó si no estaría viendo a su hija otra vez en su silla de siempre, empolvándose la nariz.
– Herr Erlich me ha dicho que le pregunte por el cuarto del sótano. El equipo de fotografía. No pretendo meterle prisa, pero entiéndalo: necesitamos la habitación. Cuando le vaya bien.
– Lo siento, lo había olvidado. Lo recogeré todo ahora mismo.
– Cuando le vaya bien -insistió el hombre, retirándose.
Jake lo siguió escalera abajo. Estaba a punto de alcanzar la puerta del sótano cuando Ron salió del salón con una copa en la mano.
– Ya me había parecido verte merodeando por aquí. ¿Te quedas a cenar? -La misma sonrisa, como si aún siguiera en la fotografía.
– No puedo. Estoy acabando de recoger las cosas de Liz. ¿Adonde debería enviarlas?
– No lo sé. Al centro de prensa, supongo. Oye, no te escapes, tengo algo para ti. -Sacó un papel doblado del bolsillo-. No me preguntes por qué, pero le han dado el visto bueno. Dicen que lo ha solicitado ella misma. ¿Es que hay algo entre vosotros dos que yo no sepa? El caso es que tienes permiso. Sólo tienes que enseñarles esto. -Le tendió el papel-. Y no lo olvides, no es sólo tuya. Todo el mundo se lleva una parte.
– ¿Una parte de qué?
– De la entrevista. A Renate Naumann. La que pediste, ¿recuerdas? Joder, Jake, me deslomo con los soviéticos y a ti te importa un rábano. Muy típico.
– ¿Ella ha pedido verme?
– A lo mejor cree que vas a sacar su lado bueno. Y por cierto, yo no esperaría demasiado. Los rusos cambian de parecer cada cinco minutos. Además, así podrías escribir un artículo. Nuestros paisanos se están poniendo muy nerviosos. -Sacó un telegrama del mismo bolsillo y se lo enseñó.
– ¿Lo has leído?
– Tenía que hacerlo. Lo dicen las normas.
– ¿Y?
– «Formidable respuesta historia héroe» -citó sin abrir el telegrama-. «Enviar nuevo artículo cuanto antes. Viernes a más tardar.» -Dio unos golpecitos a Jake en el pecho con ambos papeles-. Salvado por la campana, héroe. Me debes una.
– Sí -contestó Jake mientras cogía los papeles-. Cárgalo a mi cuenta.
El cuarto oscuro de Liz era una sala pequeña y con olor a humedad que había cerca de la carbonera, con profundos cajones de madera en uno de los rincones para los tubérculos. Tres bandejas para las soluciones en una mesa sobre la que colgaba una lámpara de bombilla roja. Unos cuantos botes de revelador y algunas fotos colgadas de una cuerda, como si fuera la colada. Una caja de papel mate. ¿Por qué no dejárselo todo a la pareja de ancianos? Todo aquello tenía que valer algo en el mercado negro, aunque ¿quién seguía haciendo fotografías? ¿Todavía se celebraban bodas en Berlín?
En cualquier caso, Liz había sacado montones de fotografías. La mesa estaba plagada de contactos, un montón sujeto con una pesada lupa como las que usaban los bibliotecarios para leer la letra pequeña. Jake miró a través de la lupa y las figuras del tamaño de sellos cobraron de repente vida a tamaño natural. La lupa sería lo bastante potente para saber si aquel brillo procedía de un par de botas. Se la metió en el bolsillo y luego apiló el resto del equipo en un extremo de la mesa. Junto a la pared había una mesa auxiliar con otro juego de fotografías. Las examinó y vio que eran las mismas fotos que había visto arriba, aunque no tan nítidas: eran las descartadas, las que ningún editor llegaría a tener encima de la mesa. La Cancillería. El aeropuerto otra vez, Ron sonriendo aún, pero con el fondo aún más borroso. Al alzarla hacia la luz para buscar las botas, su mirada captó el brillo apagado del arma colgada en la pared.
Dejó la foto, cogió la pistolera y la acercó a la luz. Una Colt 1911. Todo el mundo tenía una, era algo habitual. La sacó y se sorprendió del peso. El arma que Liz debía haber llevado encima en Potsdam. Los tres en el mercado. Se la quedó mirando un minuto, reacio pese a todo a desarrollar hasta el final la teoría que se estaba formando en su cabeza. ¿La habían disparado? Se podían comparar las balas, pues las marcas de estrías eran tan distintivas como las huellas dactilares. Pero era una locura. Abrió el arma: la recámara estaba vacía. Se la acercó a la nariz; sólo detectó un rancio olor a grasa, ¿qué había esperado? ¿El olor a pólvora permanecía en la recámara como si fuese ceniza o desaparecía? Sin embargo, no había ninguna bala. Ni siquiera estaba cargada, sólo era una herramienta para mantener a los lobos a raya. Se acordó de Frau Hinkel y su palabrería, que lo había cercado con su engaño. Arrojó el arma al montón de fotografías, recogió las fotos con ambas manos y se lo llevó todo arriba.
La lupa era pequeña, pero cumplió su propósito: el fondo seguía sin verse con nitidez, pero al menos las imágenes borrosas adquirieron forma. Uniformes que desfilaban por delante de otros uniformes; decididamente, botas. Siguió la línea en sentido ascendente: un uniforme estadounidense, una cara que podía ser la de Tully, y de hecho, tenía que ser la de Tully… Las botas lo corroboraban. Al final resultaba que Liz sí lo había captado con su cámara. ¿Y qué? No había nada que no hubiese sabido antes. Tully acababa de llegar y en ese momento miraba a algo que había a su izquierda. Jake desplazó la lupa por la fotografía, pero sólo se veía el negro de la cabeza de Brian, los mismos uniformes que antes, ninguno de los cuales miraba hacia Tully, y luego el filo blanco.
Se recostó hacia atrás y arrojó la fotografía a la mesa, frustrado, interpretando la sonrisa de Ron como una especie de provocación. Cuando detuvo la mirada en la copia en el montón, hasta parecía mover la cabeza riéndose. Una más, habría dicho Liz para sí al moverse para conseguir un ángulo mejor, Ron como punto fijo en un estereoscopio. ¿Cuántas fotos habría sacado? Jake se inclinó hacia delante y cogió las fotografías. ¿Bastarían para una pequeña panorámica? Recogió las instantáneas del aeropuerto del montón de fotos descartadas y las distribuyó encima de la mesa en forma de abanico. Encajó los fragmentos superpuestos del fondo sin hacer caso de la imagen de Ron: la cabeza de Brian con la cabeza de Brian, y luego hacia la izquierda, ajustando las puertas de la salida hasta unir todos los bordes y poder contemplar el gentío tal y como lo habría hecho Tully.
Cogió la lupa y la desplazó trazando una línea recta hacia la izquierda desde la cara de Tully: soldados enfrascados en sus asuntos, el molesto bulto de la cabeza de Ron tapando lo que hubiese detrás, aunque ahora había más caras más allá del borde de la primera foto, unas más nítidas que otras, unas cuantas mirando en dirección a Tully. Alguien esperando con un jeep. Jake se obligó a mover la lupa muy despacio porque entre tanta gente era muy fácil pasar por alto alguna cara conocida. Así, al llegar casi al borde, la atrapó: una forma fuera de lugar, ribetes estrechos y rectos en los hombros, un uniforme equivocado. Ruso. Jake detuvo el movimiento de la lupa. El cuerpo vuelto hacia Tully, como si lo hubiese visto, y luego el rostro, casi nítido entre las caras borrosas porque era muy familiar: mejillas amplias, ojos eslavos y perspicaces. Sikorsky había ido a recogerlo.
Jake volvió a mirar, temeroso de que la cara se disolviese entre la confusa muchedumbre, de que se convirtiera en una especie de espejismo. No, no había error posible, era Sikorsky. Alguien muy interesado en Nordhausen, alguien que había ordenado a Willi vigilar al profesor Brandt. «Es un nombre muy común en Alemania, ¿verdad?», le había dicho a Lena en la puerta del Adlon. Relacionado con Emil, los números coincidían. Y ahora relacionado con Tully. Sikorsky, que había sido el Greifer en Potsdam, otra conexión. Jake se detuvo, soltó la lupa e instintivamente estiró la mano hacia el otro lado de la mesa en busca del arma con la misma desazón angustiosa que había sentido detrás de Alexanderplatz. Aunque puede que no fuese otra conexión, puede que fuese la misma, una línea directa que llevaba directamente hasta él, dando traspiés tras los pasos de Tully, el único que no estaba dispuesto a olvidar el asunto. Ni Shaeffer, ni Liz. Miró al espejo: el mismo hombre al que Sikorsky, detrás de Liz, había señalado en el mercado.
Ahora que ya lo sabía, ¿qué hacía con esa información? ¿Llamar a Karlshorst para pedir una entrevista? Salió del alojamiento a toda prisa y luego se detuvo en mitad de Gelferstrasse sin saber, de repente, qué dirección tomar. Se habían encendido unas cuantas luces en la penumbra, pero estaba solo en la calle, tan desierta como una ciudad de western antes de un tiroteo. Palpó el arma, que llevaba sujeta al cinto. En una de las novelas de Gunther se enfrentaría a los forajidos a la espera de que llegase la caballería. Con un arma descargada. Apartó la mano con un sentimiento de impotencia. ¿A quién podía recurrir? ¿A Gunther, que esperaba encontrar nuevo jefe? ¿A Bernie, entregado en cuerpo y alma a un crimen distinto? Y entonces, por extraño que parezca, se le ocurrió que ya estaba donde tenía que estar: «Que no se te olvide qué uniforme vistes». La caballería estaba justo al final de la calle, rascándose el vendaje.
Breimer se había reunido con Shaeffer para cenar, y ambos estaban sentados con sendas bandejas en el regazo. Jake se detuvo en el umbral.
– ¿Qué pasa? -preguntó Shaeffer, leyendo la expresión de su rostro.
– Necesito hablar contigo.
– Habla. No hay secretos entre nosotros, ¿verdad que no, congresista?
Breimer levantó la vista con aire expectante y el tenedor en la mano.
– Lo tiene Sikorsky -dijo Jake.
– ¿Qué tiene? -inquirió Breimer.
– A Brandt -respondió Shaeffer en tono ausente, sin mirarlo-. ¿Cómo lo sabes?
– Fue a recoger a Tully al aeropuerto. Liz sacó una foto, no hay ninguna duda. Sikorsky lo ha tenido todo este tiempo.
– Mierda -exclamó Shaeffer, apartando la bandeja.
– Eso es lo que creías, ¿verdad? -le dijo Breimer.
– Creía que podía ser.
– Bueno, pues ya lo sabes -insistió Jake-. Con toda seguridad.
– Estupendo. ¿Qué hacemos ahora? -dijo Shaeffer, sin que fuese una pregunta en realidad.
– Traerlo de vuelta. Ésa es tu especialidad, ¿no?
Shaeffer lo miró.
– Estaría bien saber dónde lo tiene.
– En Moscú -respondió Breimer-. Los rusos no tienen que obtener el visto bueno del maldito Departamento de Estado para hacer las cosas: lo hacen y ya está. Bien, ya está -repitió, recostándose hacia atrás-. Después de todo lo que…
– No, está en Berlín -intervino Jake.
– ¿Qué te hace pensar eso?
– Todavía están buscando a su mujer. Brandt no les sirve de nada si no coopera: quieren tenerlo feliz y contento.
– ¿Alguna sugerencia? -preguntó Shaeffer.
– Ése es tu departamento. Que algunos de tus hombres sigan a Sikorsky. Sólo es cuestión de tiempo antes de que vaya a hacerle una visita.
Shaeffer meneó la cabeza, pensando.
– Podría parecer un poco hostil.
– ¿Y desde cuándo te ha frenado eso?
– Chicos, no es un buen momento para iniciar hostilidades -intervino Breimer de improviso-. Sobre todo ahora que volvemos a estar juntos en la misma cama. -Recogió el Stars and Stripes del alféizar de la ventana: «Rusia aliada en la guerra contra los japoneses»-. Justo ahora que todo está a punto de acabar, los muy cabrones. ¿Quién les mandará intervenir? -Soltó el tenedor, como si aquello le hubiese quitado el apetito-. Así que ahora nosotros jugamos a ser buenos y simpáticos con ellos mientras que ellos no tendrían ningún escrúpulo en rajarnos la garganta. Si quiere saber mi opinión, creo que nos equivocamos de guerra.
Jake lo miró, irritado.
– No, si ha leído los documentos de Nordhausen -señaló-. Además, no se preocupe, tal vez tendrá otra oportunidad.
– Sí, sí, eso ya está previsto -repuso Breimer, haciendo caso omiso del tono de Jake-. No se preocupe por eso. Cabrones de mierda… -Miró a Shaeffer-. Pero, mientras, supongo que será mejor reducir al mínimo las tácticas de cowboy. El GM tendrá que hacerles reverencias a los rusos durante un tiempo. -Hizo una pausa-. Durante un largo tiempo.
– No serviría de nada, de todos modos -dijo Shaeffer, aún pensativo-. No podemos seguir a Sirkosky, se darían cuenta de inmediato.
– No, si lo sigue la persona adecuada -sugirió Jake, apoyándose en la estantería, de brazos cruzados.
– ¿Como por ejemplo?
– Conozco a un alemán que lo conoce. Profesional. Podría interesarle, por un precio.
– ¿Cuánto?
– Un Persil.
– ¿Qué es eso? -inquirió Breimer, pero nadie respondió.
En lugar de eso, Shaeffer sacó un cigarrillo, mirando a Jake.
– Eso no puedo prometerlo -contestó, encendiendo el pitillo-. Mi firma no vale una mierda. Tendría que hacerlo sin contar con esa garantía. Por supuesto, si de verdad localizase a Brandt…
– Entonces encontrarías una firma más importante, ¿verdad? Ya le preguntaré.
– ¿Estáis hablando de contratar a un alemán? -terció Breimer.
– ¿Por qué no? Usted lo hace -repuso Jake.
Breimer echó la cabeza hacia atrás con brusquedad, como si le acabasen de dar un bofetón.
– Eso es algo completamente distinto.
– Sí, ya lo sé, reparaciones de guerra.
– No queremos involucrar a alemanes -le dijo Breimer a Shaeffer-. La FIAT es una operación estadounidense.
– Pues usted dirá -siguió Jake-, porque alguien tiene que llegar hasta Sikorsky, y él es el único hilo que tenemos.
Shaeffer lo miró a través de las volutas de humo, sin decir nada.
– Esta bien, pensadlo -dijo Jake, apartándose de la estantería, impaciente-. Queríais que encontrase a Brandt y eso he hecho. O al menos he descubierto cómo encontrarlo. Ahora la pelota está en vuestro tejado. Mientras tanto, ¿puedo tomar prestada munición? -Dio unas palmaditas al arma-. A Liz se le había acabado. Además es la misma Colt -le dijo a Shaeffer.
– Creía que los periodistas tenían prohibido llevar armas -comentó Breimer, sin reparar en la elocuente mirada que se habían cruzado los otros dos hombres.
– Eso era antes de que empezase a trabajar para la FIAT. Ahora me pongo nervioso. Veo que usted también lleva una. -Señaló con la cabeza hacia el bulto del bolsillo de Breimer.
– Para su información, esto es para el padre de un chico de mi distrito.
Shaeffer abrió el cajón de su mesilla de noche, cogió una caja y se la arrojó a Jake.
– Vaya con cuidado, no sea que se le dispare por accidente -le dijo Jake a Breimer-. Sería una forma muy patética de perder unas elecciones. -Se sentó en la cama y metió las balas en la recámara del arma antes de cerrarla-. Muy bien, eso está mejor. Ahora lo único que tengo que hacer es aprender a usarla.
Shaeffer, que se había mantenido en silencio, acariciando el cenicero con la punta de su cigarrillo, levantó la vista en ese momento.
– Geismar, eso no va a funcionar. Lo sabes, ¿verdad?
– Estaba bromeando. Ya sé cómo…
– No, me refiero a Sikorsky. No vamos a conseguir nada siguiéndolo, lo siga quien lo siga. Lo conozco: si tiene a Brandt a buen recaudo, ni siquiera sus propios hombres sabrán dónde está. Es muy cuidadoso.
– Deben de tener su propio Kransberg. Empecemos por ahí.
Shaeffer volvió a bajar la vista al cenicero, evitando el contacto visual directo.
– Tienes que traerla.
– ¿Traer a quién? -quiso saber Breimer.
– Geismar es amigo de la mujer de Brandt.
– Por el amor de Dios…
– No -contestó Jake-. Ella no va a ir a ninguna parte.
– Sí, sí que va a hacerlo -replicó Shaeffer despacio y con firmeza-. Va a ir a ver a su marido. Y nosotros estaremos justo detrás de ella. Es la única forma. Hemos estado esperando a que Brandt viniese a buscarla. Ahora se ha acabado la diversión. Tenemos que darle a Sikorsky lo que pide; es la única forma de hacerlo salir.
– Y una mierda. ¿Cuándo se te ha ocurrido esa brillante idea?
– Lo he estado pensando. Hay una forma de hacer que salga bien, pero la necesitamos a ella. Llegas a un arreglo con Sikorsky… o haces que tu amigo lo haga, mucho mejor incluso. Eso bien valdría un Persil. Ella va a verlo y le ponemos un equipo para vigilarla todo el tiempo. No corre ningún peligro, ninguno. Los recuperamos a los dos. Te lo garantizo.
– Me lo garantizas. Con balas por todas partes. Ni en sueños. Piensa otra cosa.
– Nada de balas. He dicho que hay un modo de hacerlo. Lo único que tiene que hacer ella es llevarnos hasta allí.
– No es un señuelo, ¿de acuerdo? Nada de hacer de señuelo. No lo hará.
– Lo haría si tú se lo pidieras -repuso Shaeffer con serenidad.
Jake se levantó de la cama y los miró a ambos alternativamente. Los dos hombres tenían los ojos clavados en él.
– No lo haré.
– ¿Por qué no?
– ¿Y poner su vida en peligro? No tengo tantas ganas de recuperar a Brandt.
– Pero yo sí -insistió Shaeffer-. Escucha, el mejor modo de hacer esto es por las buenas, así funciona mejor el trabajo de equipo… Pero no es el único modo. Si tú no la traes, lo haré yo mismo.
– Primero tendrás que encontrarla.
– Ya sé dónde está. Justo al otro lado del KaDeWe. ¿O acaso crees que no te vigilábamos a ti? -exclamó, casi con petulancia.
Jake lo miró, sorprendido.
– Deberíais haberme vigilado mejor, porque me la he llevado a otro sitio. Quería mantenerla alejada de las manos rusas. Ahora parece que también tendré que mantenerla alejada de las tuyas. Y lo haré. Nadie la toca, ¿de acuerdo? Un solo movimiento y desapareceremos otra vez. Y sé cómo hacerlo, además. Conozco muy bien Berlín.
– Tal vez antes sí. Ahora sólo eres un tío con uniforme, como el resto de nosotros. La gente hace lo que tiene que hacer.
– Pues ella no tiene por qué hacer esto. Piensa en otra idea, Shaeffer. -Hizo amago de dirigirse a la puerta-. Y por cierto, presento mi dimisión. Ya no quiero ser ayudante de nadie. Buscaos a otro.
Breimer había seguido aquel intercambio como un espectador, pero en ese momento los interrumpió, dulcificando el tono de voz, con aire desenvuelto.
– Escucha, chico, creo que olvidas de qué lado estás. Eso es lo que pasa cuando te metes en las bragas de una kartoffel. Tienes que reflexionar sobre lo que acabas de decir, aquí todos somos americanos.
– Algunos somos más americanos que otros.
– ¿Y qué se supone que quiere decir eso?
– Quiere decir que no tiene mi voto. No.
– ¿Tu voto? Esto no es ningún mitin en un pueblucho: aquí se está librando una guerra.
– Pues luche usted.
– Eso es lo que pretendo. Y tú también. ¿O qué crees que hacemos aquí?
– Sé lo que hace usted aquí. Este país está de rodillas, y lo único que quiere usted es hacer favores a la gente que lo ha puesto de rodillas y darle una patada en los cojones a todos los demás. ¿Es ésa la idea que tiene de estar de nuestro lado?
– Tranquilo, Jake -intervino Shaeffer.
– He visto morir a muchísimos hombres. Durante años. Y no murieron por la prosperidad de I. G. Farben.
Breimer se puso rojo de ira.
– ¿Quién coño te crees que eres para hablarme así?
– Es un bocazas -dijo Shaeffer.
– ¿Que quién soy? -exclamó Jake-. Un americano. Y puedo decir no. Eso es lo que significa. Le estoy diciendo que no, ¿me ha entendido? No.
– De todas las sanguijuelas que…
– Déjalo, Jake -dijo Shaeffer, una voz como una mano en el hombro tratando de frenarlo.
Jake lo miró, de repente se sintió violento.
– Que disfrutes de la cena -se despidió, dirigiéndose a la puerta.
Sin embargo, Breimer se había puesto de pie, y había estado a punto de tirar la bandeja al suelo al hacerlo.
– ¿Acaso crees que no sé cómo tratar con los tipos de tu calaña? Gusanos como tú los hay a montones. Si no quieres colaborar, te patearé el culo y te echaré a patadas de aquí. Un montón de rojos de mierda por todas partes, unos fanfarrones, eso es lo que sois. Y a ésos les encanta, a los rusos. Servir de ayuda y consuelo al enemigo, eso es lo que estás haciendo, y ni siquiera lo sabes.
– ¿Y por eso me dispararon? -espetó Jake, volviéndose-. Aunque es muy curioso, pero fue un americano el que disparó a Tully. No Sikorsky. Así que, ¿por qué querría matarme Sikorsky? Es como si con ello le hubiese querido hacer un favor a alguien de nuestro bando, el bando del que estamos todos. ¿Quién sabe? A lo mejor a usted. -Breimer lo miró boquiabierto-. Uno de los nuestros… No sé, hace que te lo pienses dos veces antes de ponerte de uno u otro lado, pensándolo bien.
– ¿Geismar? Ven a verme mañana -dijo Shaeffer-. Hablaremos.
– La respuesta sigue siendo no.
– No te conviene quedarte solo mucho tiempo ahí fuera. Piénsatelo.
– ¿Eso es todo? -exclamó Breimer-. ¿Un mamarracho insulta al gobierno de Estados Unidos y se va con su novia, así, sin más?
– Volverá -le aseguró Shaeffer-. Nos hemos puesto todos un poco nerviosos, eso es todo. -Miró a Jake-. Consúltalo con la almohada.
– Sólo lo insulto a usted -siguió diciendo Jake a Breimer, sin hacer caso de las palabras de Shaeffer-. Y además, me ha sentado muy bien. Ha sido una especie de gesto patriótico.
– Esto es una pérdida de tiempo -le dijo Breimer bruscamente a Shaeffer-. Ve a buscarla. Hará lo que se le diga.
Jake apoyó la mano en el pomo de la puerta y luego se volvió para hablar con voz glacial.
– Tal vez deberíamos dejar clara una cosa: si le toca un solo pelo, aunque sea sólo uno, es hombre muerto.
– No me das miedo.
– ¿Ah, no? A ver ahora: una revista de tirada nacional tiene un enorme espacio en blanco esperando a que yo lo llene con alguno de mis reportajes. Tal vez hable de un padre de Utica que recibe el arma de su hijo muerto, porque hay un congresista que encuentra un hueco en su apretada agenda para cumplir una misión de caridad. Ya me los estoy imaginando: prácticamente se te humedecen los ojos. O tal vez hable de ese mismo congresista en Berlín, cumpliendo una misión ya no tan bonita. Utilizando los dólares de los contribuyentes para obtener ayuda de los criminales de guerra nazis. Mientras nuestros chicos siguen muriendo en el Pacífico. He aquí el esquema del montaje fotográfico que ilustra el reportaje, más o menos: Farben dirigía una fábrica en Auschwitz. Tenemos una foto del consejo directivo de Farben, y luego, justo al lado, una del campo de trabajo. Una con un montón de cadáveres amontonados unos encima de otros. Seguro que hasta podemos encontrar una de antes de la guerra con los chicos de Farben estrechando la mano de sus amigos en Tinturas de Estados Unidos. Por lo que sé, quizá salga usted. Luego, una foto bonita de usted… una de las de Liz, porque ella siempre había querido figurar en Collier's. Supongo que la FIAT se lo debe.
– Joder, Geismar… -exclamó Shaeffer.
– Eso es mentira -dijo Breimer.
– Pero puedo escribirlo. Sé cómo hacerlo, he escrito un montón de mentiras… para nuestro bando. Joder, claro que puedo escribirlo, y usted se puede pasar los próximos dos años negándolo todo. Así que déjela en paz.
Breimer se quedó inmóvil un momento, sin respiración, con la mirada fija en Jake. Cuando habló, lo hizo en tono duro, sin atisbos del deje familiar del compatriota.
– Acabas de quemar todas las naves por un coñito alemán.
Jake abrió la puerta y luego se volvió para mirar a Shaeffer.
– Gracias por la munición. Hacemos una cosa: si lo encuentro, lanzo una bengala.
Shaeffer estaba mirando al suelo como si alguien hubiese hecho algún estropicio, pero levantó la cabeza antes de que Jake saliera.
– ¿Geismar? -lo llamó-. Trae a la mujer.
Jake pasó junto al soldado que montaba guardia y se cruzó con la enfermera que recorría el pasillo para recoger las bandejas. Luego salió de nuevo a Gelferstrasse, más solo aún que antes.
Gunther rehusó el encargo, dándole, irónicamente, la razón a Shaeffer.
– No saldría bien. Ese siempre se anda con mucho cuidado. Además, eso no es trabajo para un policía, eso es…
– Ya sé lo que es. Lo que no sabía es que fuese tan quisquilloso.
– Más bien es una cuestión de recursos -respondió el hombre en tono indolente.
– Pero es que sabemos que se reunió con Tully -dijo Jake.
– Muy bien, o sea que Vassily es el pagador, pero ¿con quién más se reunió Tully? No con Brandt, creo, sino con una bala americana.
– Lo uno conduce a lo otro, y Sikorsky sabe dónde está Emil.
– Es evidente, pero sigue confundiendo los casos. ¿A quién quiere encontrar exactamente? ¿A Herr Brandt o al asesino de Tully?
– A los dos.
Gunther lo miró.
– Sikorsky no nos va a llevar a Herr Brandt, pero puede que nos lleve hasta el otro. Si no sospecha que lo sabemos. ¿Lo ve? Es una cuestión de recursos.
– Entonces, ¿qué pretende hacer? ¿Dejar a Emil con los rusos, sin más?
Gunther se encogió de hombros.
– Amigo mío, me importa un cuerno quién fabrique los misiles. Nosotros ya fabricamos los nuestros, y mire dónde acabamos. -Se levantó de la silla para servirse más café-. Por el momento, vamos a resolver nuestro caso. Me temo que Herr Brandt tendrá que esperar.
– No puede esperar -protestó Jake, frustrado.
Gunther lo miró por encima del borde de la taza.
– Entonces, lea los documentos.
– Ya he leído los documentos.
– Pues vuelva a leerlos. ¿Están completos?
– Está todo lo que entregó.
– Entonces tiene que estar ahí… Lo que quiere Vassily. Verá, ése es el quid de la cuestión. ¿Por qué tenía que morir Tully? El trato fue un auténtico éxito: Vassily obtuvo lo que quería y Tully consiguió su dinero. Un éxito. Así que, ¿por qué? A menos que eso no fuese todo, a menos que faltase algo. Tiene que haber algo que Vassily quiere.
– Aparte de Lena.
Gunther negó con la cabeza, desechando la idea.
– Es Herr Brandt quien la quiere. Vassily sólo hace el papel de buen anfitrión. No, tiene que ser otra cosa. En los documentos. ¿Por qué otro motivo iba a consultarlos Tully? Así que léalos.
Hizo un ademán con los dedos, el maestro despachando a su discípulo.
Jake consultó la hora.
– Muy bien. Más tarde. Primero tengo algo de trabajo que hacer.
– El periodista. ¿Más mercado negro?
Jake levantó la vista, arrepintiéndose de haber mencionado aquello.
– No. De hecho, se trata de Renate. Una entrevista.
– Ah -contestó Gunther mientras regresaba a su sillón con la taza en la mano, eludiendo hablar de ello-. Por cierto -añadió, sentándose-, ¿ha comprobado quién fue a buscar a Tully?
– No, di por supuesto que Sikorsky condujo…
– ¿Hasta Zehlendorf nada menos? Bueno, puede ser. No me gusta dejar ningún cabo suelto. No estaría de más comprobarlo.
– Está bien. Más tarde.
Gunther cogió la taza y escondió a medias la cara tras ella.
– ¿Herr Geismar? Pregúntele algo de mi parte. -Jake esperó-. Pregúntele qué sentía.
En el centro de detención de las inmediaciones de Alexanderplatz, lo condujeron a una salita tan sobria como el improvisado tribunal: una sola mesa, un par de sillas y un retrato de Stalin. El escolta, con minuciosa cortesía, le ofreció café y luego lo dejó esperar a solas. No tenía nada que mirar aparte de la lámpara del techo, una esfera de cristal esmerilado que antes podía haber funcionado a gas, una antigualla de estilo guillermino. Dos guardias hicieron entrar a Renate por la puerta opuesta y la dejaron junto a la mesa antes de situarse contra la pared, inmóviles como si fueran dos apliques.
– Hola, Jake -dijo ella, con una sonrisa tan vacilante que su rostro no pareció moverse en absoluto. La misma bata gris y el pelo cortado casi a cepillo.
– Renate.
– Dame un cigarrillo, creerán que tienes permiso -dijo en inglés, sentándose.
– ¿Quieres que hagamos la entrevista en inglés?
– Al menos una parte, para que no sospechen nada. Uno de ellos habla alemán. Gracias -dijo, pasando al alemán mientras aceptaba el fuego que le ofrecía e inhalaba-. Dios, es mejor que la comida… Nunca se pierde el gusto por fumar. Allí me tienen prohibido fumar. ¿Dónde está tu cuaderno de notas?
– No lo necesito -respondió Jake, confuso. ¿Sospechar qué?
– No, por favor, quiero que anotes cosas. ¿Lo tienes?
Él sacó el bloc del bolsillo y por primera vez advirtió que la mano de Renate temblaba, que estaba nerviosa pese a su apariencia de seguridad. Acercó al cenicero el cigarrillo trémulo.
Jake se entretuvo con el bolígrafo, sin saber qué decir. «Pregúntele cómo se sentía», le había dicho Gunther, pero ¿qué iba a decir ella? Un centenar de veces había señalado a alguien a quien luego habían metido en un coche.
– ¿Tan difícil resulta mirarme?
Remiso, Jake levantó la cabeza y la miró a los ojos, aún familiares bajo los mechones de pelo irregular.
– No sé cómo hablar contigo -se limitó a decir.
Ella asintió.
– La peor persona del mundo. Lo sé, eso es lo que ves. Peor que un monstruo.
– Yo no he dicho eso.
– Pero tampoco me miras. Peor que un monstruo. ¿Cómo pudo hacer esas cosas? ¿Es ésa la primera pregunta?
– Si quieres…
– ¿Sabes la respuesta? Ella no lo hizo: fue otra persona. Aquí dentro. -Se dio unos golpecitos en el pecho-. Dos personas. Una es el monstruo; la otra, la misma que conocías. La misma. Mira a esa persona. ¿Puedes hacerlo? Sólo de momento. Ellos ni siquiera saben que existe -dijo, ladeando un poco la cabeza hacia los guardias-. Pero tú sí.
Jake no dijo nada, esperando.
– Escribe algo, por favor. No tenemos mucho tiempo.
Otra chupada brusca al cigarrillo, ansiosa.
– ¿Por qué querías verme?
– Porqué tú me conoces. No a esta otra persona. ¿Recuerdas aquellos tiempos? -Levantó la mirada del cenicero-. Una vez quisiste acostarte conmigo. Sí, no lo niegues. ¿Sabes? Te habría dicho que sí. En aquellos tiempos, todos los americanos nos parecían elegantísimos. Como la gente que salía en las películas. Todo el mundo quería ir allí. Te habría dicho que sí. Es curioso, las vueltas que da la vida…
Jake la miró, consternado. Tenía la voz tan temblorosa como la mano, tensa e íntima a un tiempo, la energía desesperada de una persona trastornada.
Jake bajó la mirada hacia el cuaderno de notas, escudándose en él.
– ¿Es eso lo que quieres? ¿Que hablemos de los viejos tiempos?
– Sí, un poco -dijo, en inglés-. Por favor, es importante para ellos. -Volvió a dirigir la mirada hacia los guardias y luego la clavó de nuevo en él, una mirada firme, en absoluto trastornada. La de una mujer a punto de salirse con la suya-. Bueno -prosiguió, en alemán-, ¿y qué es de todos los demás? ¿Cómo les ha ido? Cuéntame.
Al ver que no respondía, aún desconcertado, la joven se inclinó hacia delante para tocarle la mano.
– Cuéntame.
– Hal volvió a Estados Unidos -empezó a decir, confuso, mirándola-. O al menos estaba a punto de marcharse la última vez que lo vi. -Ella asintió, animándolo a seguir-. ¿Te acuerdas de Hannelore? Está aquí, en Berlín. La he visto. Está más delgada. Conserva su piso.
La cháchara de dos antiguos amigos poniéndose al día. ¿Qué pensarían los guardias, plantados debajo de Stalin?
Renate asintió y cogió otro cigarrillo.
– Eran amantes.
– Eso me dijo. Yo no lo sabía.
– Bueno, yo era mejor reportera.
– La mejor -repuso Jake, sonriendo a medias, retrocediendo en el tiempo con ella sin querer-. No se te escapaba nada. -Se interrumpió, avergonzado, y regresó de nuevo a aquella habitación.
– No. Es un don -dijo ella, apartando la vista-. ¿Y tú? ¿Cómo te ha ido?
– Escribo para revistas.
– No haces radio, y eso que tenías tan buena voz…
– Renate, tenemos que…
– ¿Y Lena? -inquirió, sin hacerle caso-. ¿Está viva?
Jake asintió.
– Está aquí. Conmigo.
Su rostro se dulcificó.
– Me alegro por ti. Después de tantos años… ¿Dejó al marido?
– Lo hará. Cuando lo encuentren. Está desaparecido.
– ¿Cuando lo encuentre quién?
– Los americanos quieren que trabaje para ellos. Es un científico, una propiedad muy valiosa.
– ¿Ah, sí? -exclamó, hablando para sí, intrigada por aquello-. Y siempre tan calladito… Las vueltas que da la vida… -Volvió a mirarlo-. Así que todos siguen vivos.
– Bueno, no sé nada de Nanny Wendt.
– Nanny Wendt -repitió ella con voz muy distante, en una especie de trance-. Solía pensar en vosotros, en todos los de esa época. Fui realmente feliz, ¿sabes? Me encantaba el trabajo. Tú hiciste aquello por mí. Ningún alemán lo habría hecho, no en aquel entonces. A veces me preguntaba por qué lo hiciste. Ni siquiera eres judío. Podrían haberte detenido.
– A lo mejor es que era demasiado insensato.
– Cuando te vi en el tribunal… -Bajó la cabeza y se le fue apagando la voz-. «Ahora él también lo sabe -pensé-. Ahora sólo la verá a ella.» -Se golpeó el costado derecho del pecho-. A la Greiferin.
– Pero pese a eso pediste verme.
– No hay nadie más. Tú me ayudaste una vez. Te acuerdas de quién era yo.
Jake se removió en la silla, incómodo.
– Renate, no puedo ayudarte. No tengo nada que ver con los miembros del tribunal.
– Ah, eso -dijo, haciendo oscilar el cigarrillo-. No, no me refiero a eso. Me colgarán, ya lo sé. Voy a morir -sentenció, con calma.
– No te van a colgar.
– ¿Acaso es distinto? Me enviarán al este. Nadie vuelve de allí. Siempre el este. Primero los nazis y ahora ellos. Nadie vuelve. Yo solía verlos marchar, lo sé.
– Dijiste que no lo sabías.
– Yo lo sabía -dijo, señalando de nuevo el pecho-. Pero ella no. Ella no quería saberlo. ¿Cómo, si no, iba a hacerlo? Cada semana, más caras. ¿Cómo podías hacerlo si lo sabías? Al cabo de un tiempo ya podía hacer cualquier cosa. Sin llorar. Era un trabajo. Es todo verdad, todo lo que dijeron en el juicio. Los zapatos, el Café Heil… todo. Y los campos de trabajo. Ella creía que eran sólo campos de trabajo. ¿Cómo, si no, iba a hacerlo? Eso es lo que le pasó.
Jake levantó la vista y señaló con la cabeza a su verdadero yo.
– ¿Y qué le pasó a ella?
– Sí -dijo en tono cansino-, has venido para eso. Adelante, escribe. -Irguió la espalda y lanzó una mirada de soslayo a los guardias-. ¿Por dónde empezamos? ¿Cuando te marchaste? El visado no llegó nunca; veintiséis marcos. Un certificado de nacimiento, cuatro fotografías para el pasaporte y veintiséis marcos. Eso es todo. Sólo que alguien tenía que llevarte, y ya había demasiados judíos. Pese a mi inglés. Todavía lo hablo, ¿lo ves? -alardeó, cambiando de idioma de nuevo-. Y con buen acento, además. Hablemos un rato en inglés, creerán que lo hago para presumir delante de ti. Así se acostumbrarán…
– Tu acento es bueno -repuso Jake, aún confuso pero mirándola a los ojos-, pero no estoy seguro de entender todo lo que estás diciendo.
– ¿Les cambió la expresión de la cara a los guardias? -preguntó.
– No.
– Así que me quedé en Berlín -dijo en alemán-. Y por supuesto, las cosas empeoraron: las estrellas, los bancos especiales en el parque… Ya sabes todo eso. Entonces los judíos tuvieron que ir a trabajar a las fábricas. Yo estuve en Siemenstadt. Mi madre también, una anciana. Casi no se aguantaba en pie al final de la jornada. Y pese a todo, estábamos vivas. Luego empezaron las redadas. Tenían nuestros nombres. Sabía lo que eso significaba: que ella no iba a sobrevivir. Así que pasamos a la clandestinidad.
– ¿Os convertisteis en submarinos?
– Sí, por eso lo sabía, ¿sabes? Por eso sabía cómo funcionaban, lo que hacían. Todos sus trucos. Los zapatos… a nadie se le había ocurrido. «Qué lista», me dijeron, pero yo lo sabía. Yo tenía el mismo problema, así que sabía que irían allí. Y por supuesto, iban.
– Pero no seguiste en la clandestinidad.
– No, me atraparon.
– ¿Cómo?
Sonrió, con una mueca de dolor.
– Un Greifer. Un chico al que conocía. Yo siempre le había gustado. Nunca quise salir con él. Un judío. Verás, yo nunca me había considerado judía; yo era… ¿Qué? Alemana. Cuando me acuerdo de eso ahora… Qué idiota… Total, que ahí estaba él, en la cafetería, y yo sabía que para entonces él también debía de estar en la clandestinidad, en aquellos tiempos. Yo llevaba días sin hablar con nadie. ¿Sabes lo que es eso, no poder hablar con nadie? Sientes hambre de palabras, como si fuera comida. Sabía que le gustaba y pensé que tal vez él me ayudaría. Cualquiera que pudiese ayudarme…
– ¿Y lo hizo?
Se encogió de hombros.
– Llamando a la Gestapo. Me metieron en un coche y me dieron una paliza. No demasiado fuerte, no como alguna de las otras, pero fue suficiente. Así que supe que había dejado de ser alemana. La siguiente vez sería peor. Querían saber dónde estaba mi madre. No se lo dije, pero sabía que la próxima vez sí lo haría. Y entonces el chico sí me ayudó. Tenía amigos allí… Amigos, los demonios para los que trabajaba. Dijo que podía conseguirme un trato: yo podía trabajar con él y ellos nos borrarían de las listas, a mi madre también. Si me iba con él. «¿Después de lo que ha pasado?», le dije. ¿Sabes lo que me contestó?: «Nunca es demasiado tarde para hacer un trato en esta vida. Sólo en la próxima». -Hizo una pausa-. Así que me fui con él. Ese era el trato. El me tenía a mí y yo conservaba mi vida. La primera vez que salí, fuimos juntos; su discípula. Pero fui yo la que encontró a la mujer ese día, sabía perfectamente qué aspecto tenían, ¿sabes? Y después de la primera vez… Bueno, ¿qué importa cuántas veces más? Sólo es la primera vez, repetida cada día.
– ¿Qué pasó con él?
– Lo deportaron. Cuando estaba conmigo le iba muy bien, formábamos buen equipo. Luego nos separaron y por su cuenta no era tan efectivo. Era yo la que sabía, la que tenía ojo para detectarlos. A él ya no le quedaba nada con lo que poder negociar, así que…
Aplastó la colilla del cigarrillo.
– Pero a ti sí -dijo Jake, mirándola.
– Era mejor que él. Y a Becker le gustaba. Seguía conservando mi belleza. ¿Ves esto de aquí? -Se señaló la mejilla izquierda, cerca de la comisura del ojo-. Sólo esto. Cuando me pegaban se me hinchaba la cara, pero luego bajaba la hinchazón. Sólo esto. A Becker le gustaba esta marca, le recordaba algo, supongo. No sé exactamente qué. -Apartó la mirada, embargada por la desolación al fin-. ¡Oh, Dios! ¿Cómo podemos estar hablando así? ¿Cómo puedo describirte lo que era? ¿Acaso cambiaría eso algo? Escribe lo que quieras, no puede ser peor. Crees que sólo estoy buscando excusas. Fue David. Fue Becker… Y, sí, fui yo. Creía que iba a poder hacer esto, que podríamos hablar, pero al explicarlo… Mira tu cara: la ves sólo a ella, a la mujer que mataba a los suyos. Eso es lo único que quieren para las revistas.
– Sólo trato de entenderlo.
– ¿Entenderlo? ¿Quieres entender qué pasó en Alemania? ¿Cómo puedes entender una pesadilla? ¿Cómo pude hacerlo? ¿Cómo pudieron hacerlo ellos? Te despiertas, y aún sigues sin poder explicártelo. Empiezas a pensar que tal vez no sucedió jamás. ¿Cómo pudo suceder algo así? Por eso tienen que librarse de mí: nada de pruebas, ninguna Greiferin, nunca sucedió.
Meneaba la cabeza al hablar con la vista perdida y los ojos a punto de anegarse en lágrimas.
– Y ahora mira. Creía haber acabado con eso, no más lágrimas. No como mi madre, que lloraba a todas horas. Ya lloraba bastante por las dos. «¿Cómo puedes hacer eso?» Para ella era fácil decirlo. Era yo la que tenía que hacer el trabajo, no ella. Cada vez que la miraba, lágrimas-: ¿Sabes cuándo cesaron las lágrimas? Cuando subió al camión. Los ojos completamente secos; y yo pensé: «Siente alivio por no tener que vivir así nunca más. Por no tener que verme».
Jake sacó un pañuelo del bolsillo y se lo ofreció.
– Tu madre no pensaba eso.
Renate se enjugó las lágrimas y siguió negando con la cabeza.
– Sí, sí lo pensaba, pero ¿qué podía hacer yo? Oh, basta ya… -se dijo a sí misma, secándose la cara-. No quería hacer esto, no delante de ti. Quería que vieses a la Renate de antes para que pudieses ayudarme.
Jake soltó el bolígrafo.
– Renate -empezó a decir, despacio-, sabes que lo que yo escriba no cambiará nada. Es un tribunal soviético, a ellos les trae sin cuidado.
– No, no me refiero a eso. Necesito tu ayuda, por favor… -Volvió a cogerle la mano-. Tú eres la última oportunidad. Para mí ya se ha acabado todo. Después te vi en el juicio y pensé: «Todavía no, todavía no, todavía queda una última oportunidad. El lo hará».
– ¿Hacer qué?
– Vaya, ya estoy otra vez -dijo, enjugándose las lágrimas de nuevo-. Sabía que si empezaba… -Se volvió hacia los guardias y, por un instante, a Jake se le pasó por la cabeza que estaba fingiendo, que las lágrimas formaban parte de un drama impostado.
– ¿Hacer qué? -repitió.
– Por favor -le dijo al guardia-, ¿me trae un poco de agua?
El guardia de la derecha, el que hablaba alemán, asintió, le dijo algo en ruso al otro guardia y salió de la sala.
– Anota esto -le ordenó a Jake en inglés, en voz baja, con los resquicios de un sollozo-: Wortherstrasse, en Prenzlauer, el tercer edificio pasada la plaza. A la izquierda, hacia Schonhauserallee. Un antiguo edificio berlinés, el segundo patio. Frau Metzger.
– ¿De qué va esto, Renate?
– Apúntalo, por favor. No nos queda mucho tiempo. ¿Recuerdas que en el juicio declaré que no lo hice por mí?
– Sí, ya lo sé. Tu madre.
– No. -Lo miró fijamente, con la mirada intensa y los ojos secos-. Tengo un hijo.
Jake dejó de escribir.
– ¿Un hijo?
– Anota el nombre. Metzger. Ella no sabe quién soy, cree que trabajo en una fábrica. Le pago, pero el dinero se acaba este mes. Ahora lo echará de su casa.
– Renate…
– Por favor… Se llama Erich. Un nombre alemán. Es un niño alemán, ¿entiendes? Nunca se lo hice. Ya sabes, ahí abajo.
Señaló su propia entrepierna, sintiéndose cohibida de repente.
– La circuncisión.
– Sí. Es un niño alemán. Nadie lo sabe. Sólo tú. Los periódicos tampoco, ¿me lo prometes? Sólo tú.
– ¿Y qué quieres que haga?
– Llévatelo. Prenzlauer está en el este. Ella se lo entregará a los rusos. Tienes que llevártelo, no puedo recurrir a nadie más. Jake, si alguna vez sentiste algo por mí…
– ¿Estás loca?
– Sí, loca. ¿Crees que después de todo lo que he hecho tengo reparos en pedir algo así? ¿Tienes hijos?
– No.
– Entonces no sabes lo que es. Puedes llegar a hacer cualquier cosa por un hijo, incluso esto -dijo, estirando la mano en un gesto para señalar toda la habitación, la vida de una Greiferin-. Incluso esto. ¿Me equivoqué haciéndolo? Pregúntaselo a Dios, yo no lo sé, pero mi hijo está vivo. Lo he salvado, con el dinero de ellos. Me daban dinero para gastos, ya sabes, para el café, para… -Se interrumpió-. Hasta el último Pfenning era para él. Pensaba: «Estás pagando para salvar la vida a un judío. Al menos uno de nosotros va a sobrevivir». Por eso tenía que mantenerme con vida, no por mí. Pero ahora…
– Renate, no puedo llevarme a un niño.
– Sí, por favor, por favor… No hay nadie más. Tú siempre fuiste un hombre bueno, siempre. Hazlo por él, si no lo haces por la madre, por lo que piensas de ella. Todo lo que hice… Un día más, un día más con vida. ¿Cómo voy a rendirme ahora? Si te lo llevas a América, pueden colgarme, al menos sabré que lo he salvado. Que está a salvo, lejos de este lugar. -Volvió a cogerlo de la mano-. Nunca sabría lo que hizo su madre. Tener que vivir con eso… Nunca lo sabría.
– Renate, ¿cómo voy a llevarme a un niño a Estados Unidos?
– Al oeste, entonces, a cualquier sitio menos aquí. Podrías encontrarle un lugar, confío en ti. Sé que lo harías bien, que eres una buena persona. No puede ir a un campo de refugiados ruso.
– ¿Y qué le digo?
– Que su madre murió en la guerra. Es tan pequeño que no se acordará de mí. Una mujer que iba a verlo de vez en cuando. Puedes contarle que la conociste cuando era joven, pero que murió en la guerra. Y murió -sentenció, bajando la mirada-. No es ninguna mentira.
Jake miró el rostro emborronado por las lágrimas, los ojos sagaces finalmente inundados de una tristeza tan infinita y opresiva que sintió cómo le vencía el propio peso de su cuerpo. Siempre había algo peor. Señaló con la cabeza hacia el lado del pecho que ella creía que era el verdadero.
– No, no murió -repuso él.
El semblante de la mujer permaneció confuso un segundo y luego se despejó, casi iluminado por una sonrisa.
– Eso es sólo hoy. Para poder pedirte lo que te he pedido. Después de esto, sólo quedará ella -explicó, llevando el dedo índice al otro lado-. Todo ha terminado.
– No tiene por qué. Al menos deja que hable con los abogados.
– Oh, Jake… ¿Qué les dirás? Estabas ahí, los viste. ¿Qué castigo sería menos severo? ¿Una cárcel rusa? ¿Quién sobrevive a eso?
– Hay gente que sobrevive.
– ¿Para qué? ¿Para volver como una anciana a Alemania? Y mientras tanto, ¿qué pasa con Erich? No, se ha acabado. Si quieres ayudarme, salva a mi hijo. Ah, el agua -exclamó, poniéndose un poco nerviosa cuando el guardia apareció por la puerta con un vaso en la mano y se lo dio-. Gracias -dijo, en alemán-, muy amable.
Mientras bebía, el guardia miró a su compañero con expresión inquisitiva, como queriendo saber si había pasado algo en su ausencia, a lo que el otro guardia respondió encogiéndose de hombros.
– Entonces, ¿me ayudarás? -preguntó Renate.
– Renate, no puedes pedirme que haga eso. Lo siento, pero yo no…
– Ahora en inglés -repuso ella, cambiando de idioma-. No te lo estoy pidiendo. Te lo suplico.
– ¿Y el padre del chico?
– Muerto. Cuando éramos clandestinos. Una noche no regresó, eso es todo. Así lo supe. Tuve a mi hijo yo sola. -Le devolvió el pañuelo-. Tú puedes ser su padre.
– Calla. No puedo hacer eso.
– Morirá -insistió, su mirada clavada en la de él-. Ahora, cuando termine, después de todo.
Jake volvió la cabeza y observó a los guardias, la mirada impenetrable e icónica de Stalin.
– Escucha -dijo al fin-, conozco una iglesia. Trabajan con niños, huérfanos, tratan de encontrarles un hogar. Puedo hablar con el párroco, es un buen hombre, tal vez haya algo que él…
– ¿Les buscan un hogar? ¿En el oeste? ¿Con cristianos?
– Bueno, sí, lo serían. Lo preguntaré. A lo mejor él conoce a alguna familia judía.
– No. Un niño alemán. Para que esté a salvo la próxima vez.
– ¿Quieres que sea alemán? -exclamó Jake, perplejo.
La misma historia interminable y retorcida.
– Quiero que sobreviva. Los americanos… ¿Cómo pueden saber? Cómo es la gente de aquí… Pero prométeme una cosa, que irá a una casa, no a un campo.
– No puedo prometerte eso, Renate. No lo sé. Se lo llevaré al párroco. Haré lo que esté en mi mano. Lo intentaré.
– Pero lo sacarás de la casa de Frau Metzger, ¿verdad? Antes de que se lo entregue a los rusos.
– Renate, no puedo prometerte…
– Sí, prométemelo. Miénteme. Dios, ¿es que no ves que tengo que decirme eso a mí misma? Tengo que pensar que todo va a ir bien.
– No pienso mentirte, haré todo lo que pueda. Tendrás que contentarte con eso.
– Porque no tengo nada con lo que negociar contigo, quieres decir. Nada que poder darte a cambio. Al final, se acabaron los judíos.
Jake desvió la mirada. Cada semana una lista nueva, negociar con lo que tienes, hasta que no hay otra forma de vivir. El mismo se había convertido en uno de sus jefes.
– ¿Qué dicen del juicio? -preguntó Jake, cambiando de tema.
– ¿Quiénes? ¿Mis abogados? -repuso ella, con cierto deje de desdén-. Que sea lista y me haga la inocente… Que no tuve más remedio que hacer lo que hice. Que me arrepienta.
– ¿Y?
– No basta con arrepentirse. A mí no me basta. No puedo hacer que desaparezca. Aún veo los rostros, cómo me miraban… No puedo hacer que se vayan.
– ¡Un minuto! -gritó el guardia en alemán.
Renate sacó un cigarrillo del paquete.
– Uno más -dijo en inglés-, para el camino. ¿No es eso lo que suele decirse?
– Sí. Volveré otro día.
– No. No te dejarán. Sólo esta vez. Pero me alegro tanto de verte… Alguien de aquel mundo. En Berlín otra vez, nunca pensé… -Se calló de pronto y lo cogió de la mano-. Espera un momento. No puedo negociar con eso, pero a lo mejor es algo, si todavía sigue allí. Prométemelo.
– Renate, no hagas esto.
– Dijiste que lo estaban buscando, los americanos. Así que a lo mejor para ti significa algo. El marido de Lena: sé dónde está. Lo vi.
Jake levantó la vista, estupefacto.
– ¿Dónde?
– Prométemelo -insistió con firmeza, aún con la mano en la suya-. Un último trato.
El asintió.
– ¿Dónde?
– ¿Puedo creerte?
– ¿Dónde?
– Como si tuviera elección -repuso ella.
– Tiempo -zanjó el guardia.
– Un momento. -La mujer se volvió hacia Jake con aire de complicidad, hablando deprisa-. Burgstrasse, el antiguo edificio de la Gestapo. Número veintiséis. Lo bombardearon, pero todavía usan una parte. Me retuvieron allí antes de traerme aquí.
– ¿Lo viste allí?
– Por la ventana, al otro lado del patio. El no me vio. Pensé: «Dios mío, es Emil, ¿por qué lo tienen ahí? ¿A él también lo van a juzgar?». ¿Van a juzgarlo?
– No. ¿Qué estaba haciendo?
– Sólo mirando el patio, abajo. Luego apagaron las luces. Eso es todo. ¿Significa eso algo para ti? ¿Te servirá de algo?
– ¿Estás segura de que era él?
– Claro. Tengo muy buena vista, ya lo sabes, siempre la he tenido.
El guardia se acercó a la mesa.
– Ofrécele tabaco -le sugirió, poniéndose de pie-. Así me tratarán bien.
Jake se levantó y le ofreció el paquete.
– Entonces, ¿te sirve? -preguntó ella-. Un último trabajo para ti.
Jake asintió.
– Sí.
– Pues prométemelo.
– De acuerdo.
Ella sonrió y le cambió el semblante. Tenía la tez flácida y parecía a punto de echarse a llorar de nuevo, perdiendo al fin toda la compostura.
– Entonces, se ha terminado.
Antes de que Jake pudiera reaccionar, Renate rodeó la mesa para avanzar hasta él y, mientras el guardia seguía metiéndose un cigarrillo tras otro en el bolsillo, le arrojó los brazos alrededor del cuello, casi abalanzándose sobre él. El se levantó con torpeza y la cogió entre los brazos, sin llegar a abrazarla del todo, notando la presión de sus huesos por debajo de la bata, tan frágiles que parecían a punto de quebrarse. Lo abrazó una vez y luego le habló al oído, a escondidas del guardia.
– Gracias. Él es mi vida.
Retrocedió un paso y dejó que el guardia la cogiera del brazo mientras apoyaba la otra mano en el pecho de Jake, tirando de la tela de la camisa.
– Pero no se lo digas nunca. Por favor.
El guardia le tiró del brazo y Renate se fue con él, mirando a Jake por encima del hombro, tratando de esbozar una sonrisa, pero su paso era torpe, un movimiento forzado y desganado, ni rastro de los andares vivaces que él recordaba de aquel andén.
Burgstrasse estaba a pocas manzanas al oeste de Alexanderplatz, pero Jake decidió ir hasta allí conduciendo, pues se sentía más seguro en el jeep. No tenía ningún sentido pararse, pero tenía que comprobar si el edificio de verdad estaba allí, que no era ninguna mentira, un último intento de agarrarse a un clavo ardiendo. La calle estaba al otro lado de la cloaca abierta en que se había convertido el Spree, y los escombros de la catedral destrozada, pero parte del número veintiséis aún se mantenía en pie, tal como había dicho Renate, con una bandera roja ondeando en la puerta. Pasó despacio junto al edificio, fingiendo haberse perdido, una mole de paredes gruesas que habían perdido todo resquicio de yeso, una pesada puerta de entrada flanqueada por guardias de rostros asiáticos: la jerarquía rusa familiar, con los mongoles en la parte más baja del escalafón. Detrás de todo aquello, en alguna parte, Emil miraba por una ventana. Pero ¿cómo podría entrar Shaeffer? ¿Un asalto en el centro de Berlín, con las balas zumbando por encima de la cabeza de Lena? Imposible sin una buena estrategia, pero precisamente ésa era su especialidad, así que lo mejor era dejar que lo planease Shaeffer. Al menos ahora sabían dónde estaba. La última presa de Renate, su parte del trato. Jake se detuvo casi al final de la calle para comprobar su cartera; llevaba dinero suficiente para Frau Metzger hasta que el padre Fleischman fuese a buscar al niño. Un último pago del que no quedaría constancia en ninguna parte.
El edificio de Prenzlauer era un viejo bloque de vecinos en cuyo interior se sucedían tres patios consecutivos. Siguió las instrucciones de Renate hasta el segundo patio, lleno de tendederos con la colada, y luego subió dos tramos de escaleras sucias iluminadas por un agujero que algún proyectil debía de haber abierto en el techo. Tuvo que llamar unas cuantas veces para que una mano recelosa le abriese la puerta unos centímetros.
– ¿Frau Metzger? Vengo por Erich.
– ¿Usted? ¿ Qué le pasa a ella? ¿Está demasiado ocupada? -Abrió la puerta del todo-. Pues ya iba siendo hora. ¿Es que se cree que nado en la abundancia? Nada desde junio, nada de nada. ¿Cómo se supone que voy a dar de comer a nadie? Un niño necesita comida.
– Le pagaré lo que le debe -se ofreció Jake, sacando su cartera.
– Así que ahora se ha buscado un americano. Bueno, no es asunto mío. Mejor que un ruso, al menos. Ahora te darán un montón de chocolate -dijo, dirigiéndose a un niño que había de pie junto a la mesa. Jake calculó que debía de tener unos cuatro años, unas piernecitas escuálidas en pantalones cortos, con los ojos oscuros de Renate pero más grandes, casi demasiado grandes para aquella cara, abiertos casi como platos con una expresión de alarma-. Vamos a por tus cosas. No tengas miedo, es amigo de tu madre -siguió diciendo, en tono amable pero con brusquedad, y luego volvió a dirigirse a Jake-. Su amigo. Esa si que sabe, mientras que los demás… No, es demasiado -dijo, mirando el dinero-. Sólo debe dos meses, no soy ninguna ladrona. Sólo lo que debe. Iré a por sus cosas.
– No, no lo entiende. Ya enviaré a alguien a recoger al niño. Hoy no puedo llevármelo.
– ¿Qué quiere decir? No estará muerta, ¿verdad?
– No.
– Entonces el niño se marcha ahora. Yo me voy con mi hermana, ¿o cree que me voy a quedar aquí con los rusos? Le dije que le daba una semana más, y luego… Pero bueno, aquí está usted, así que está bien. Venga, no tardaré nada. No tiene muchas cosas. Le dije que me diera cupones para la comida, pero ¿me los ha traído? No, ella no. ¿Es que no podía venir ella? ¿Tenía que enviar a un ami? Mírelo, está muerto de miedo. La verdad es que nunca habla mucho. Di hola, Erich. Bah… -exclamó, al tiempo que hacía un aspaviento con la mano-. Bueno, él es así.
El niño lo miró fijamente, en silencio. No parecía tener miedo, sólo curiosidad, como un animal a la expectativa de ver qué le sucedería a continuación.
– Pero hoy no puedo llevármelo.
– Sí, tiene que ser hoy. He estado esperando y esperando. No querrá que… -Empezó a vaciar un cajón, a meter cosas en un petate-. La guerra ha terminado, ¿sabe? ¿Qué esperaba ella? Tenga. Ya se lo he dicho, no tiene muchas cosas.
Le dio la bolsa, zanjando de ese modo la discusión.
Jake volvió a sacar la cartera.
– Pero no puedo… Deje que le pague algo de dinero extra.
– ¿Un regalo? Ah, muy bien, eso es todo un detalle -contestó, aceptando el dinero-. Así que a lo mejor ella ahora tiene suerte. ¿Ves, Erich?, es un buen hombre. Todo irá bien. Anda, ven a darle un abrazo a tu tía.
La mujer inclinó el cuerpo, sin llegar a abrazarlo, en un ademán de despedida indiferente. ¿Cuánto tiempo habían estado juntos? El niño permaneció de pie, inmóvil.
– Venga -le ordenó, dándole un pequeño empujón-. Ve con tu madre.
El niño dio un paso brusco hacia delante por el zarandeo de la mujer: Jake miró la mano de ella sobre el hombro del chico, sintiéndose herido, con el corazón lacerado por cada una de las cosas horribles de las que había oído hablar en Berlín y ahora conmovido al fin por aquello, por un solo momento de disimulada crueldad. ¿Qué le había pasado a todo el mundo?
El niño dio un paso adelante, cabizbajo. Frau Metzger contó por encima los billetes de Jake y luego se los metió en el bolsillo del delantal.
– ¿Eso es todo lo que va a decirle? -exclamó Jake-. ¿Se despide así, sin más? Es un crío.
– ¿Qué sabrá usted? -replicó ella, con los ojos encendidos-. Lo he cuidado bien, ¿verdad? Mientras ella lo pasaba en grande. Me he ganado hasta el último marco. Y digo yo, cuánto le durará usted… Bueno, pues le dice que no venga aquí a llamar a la puerta cuando se le acabe, que el hotel está cerrado. -Había llegado a la puerta y la mantenía abierta. En ese momento miró a Erich con un atisbo de vergüenza-. Lo he hecho lo mejor que he podido. Tú… tú sé bueno y pórtate bien, y no te olvides. No te olvides de tu tía.
Salieron al pasillo y la puerta se cerró tras ellos con un chasquido suave, acaso lo único que el chico no llegaría a olvidar jamás, el suave chasquido de una puerta al cerrarse. Permanecieron inmóviles unos segundos y luego el niño levantó la mano, sin hablar aún, esperando sólo a que se lo llevasen de allí.
Su silencio se prolongó durante el trayecto en el jeep; permaneció callado, con una actitud completamente pasiva, viendo pasar las calles, como los niños de Silesia. Bajaron la suave pendiente de Schonhauserallee y luego dejaron atrás las paredes agujereadas del Schloss en dirección al Linden; bicicletas y soldados; los restos del avión en el Tiergarten. Sus ojos lo absorbían todo sin articular una sola palabra, y volvió a coger a Jake de la mano en el paseo desde Savignyplatz.
– Dios santo, ¿quién es éste? -exclamó Lena.
– Otro para Fleischman. Se llama Erich.
– Pero ¿de dónde…?
– Es el hijo de Renate. ¿Te acuerdas?
– ¿Renate? Pero creía que todos los judíos…
Jake la interrumpió.
– Es una larga historia. Ya te la contaré más tarde. Antes, llevémoslo a la iglesia.
– Antes, démosle algo de comer -sugirió ella, arrodillándose-. Mira qué flaco está. ¿Tienes hambre? No tengas miedo, aquí estarás seguro. ¿Te gusta el queso?
Lo condujo a la mesa y sacó una pequeña porción de queso correoso procedente del economato militar. El niño lo miró recelosamente.
– Es de verdad -le explicó Lena-. Es que en América es de ese color. Ten, aquí tienes un poco de pan. No pasa nada, come.
El niño cogió el pan con ademán diligente y le dio un mordisco.
– Así que te llamas Erich, ¿eh? Es un nombre muy bonito. Conocí a un Erich una vez; tenía el pelo negro, como tú. -Alargó el brazo y le tocó la cabeza-. ¿Te gusta el pan? Ten, come un poco más. -Partió un pedazo y se lo ofreció con la mano, con cariño, como si estuviera dando de comer a un gatito callejero-, ¿Lo ves? Ya te lo decía yo. Y ahora, un poco de queso.
Estuvo dándole de comer unos minutos hasta que el chico empezó a comer por sí mismo, absorbiendo la comida tan calladamente como las imágenes que había visto a través de la ventanilla del jeep. Lena alzó la vista para mirar a Jake.
– ¿Dónde está ella?
Jake negó con la cabeza, dando a entender que no quería hablar delante del niño.
– Hasta ahora ha vivido con una mujer en Prenzlauer. Me parece que lo ha pasado bastante mal. No habla demasiado.
– Bueno, no es tan importante, ¿verdad? Lo de hablar -le dijo al chico-. A veces yo también me quedo callada, cuando todo es nuevo. Comeremos algo y luego descansaremos un poco. Debes de estar cansado, venir hasta aquí desde Prenzlauer nada menos…
Jake vio que el niño asentía con la cabeza, sintiéndose más seguro con el alemán de ella, familiar, sin el acento extranjero del de Jake.
– Tendríamos que llevarlo con Fleischman -sugirió Jake-. Se está haciendo tarde.
– Tenemos mucho tiempo -contestó ella con calma. Luego, se volvió y añadió-: Pero si la madre está viva… ¿Se lo vas a quitar a su madre? ¿Para llevárselo a Fleischman?
– Le prometí a ella que le buscaría un sitio. Ya te lo explicaré luego -dijo, sintiendo cómo la mirada del chico se clavaba en él.
Lena le ofreció otro trozo de queso.
– Está bueno, ¿a que sí? Hay más… Coge todo el que quieras. Luego nos iremos a dormir, ¿qué me dices? -Hablaba con dulzura, como arrullándolo.
– Lena -interrumpió Jake-. No puede quedarse aquí. No podemos…
– Sí, ya lo sé -repuso, sin escucharlo realmente-. Pero sí por una noche. Ese sótano… Ya ves qué cansado está. Todo es extraño para él. ¿Sabes cómo me llamo? -le dijo al chico-. Lena. -Bostezó con ademán exagerado, llevándose la mano a la boca-. Ufff, yo también estoy muy cansada…
– Lena -dijo Jake-, ya sabes lo que quiero decir.
Ella lo miró.
– Sí, ya lo sé. Será sólo esta noche. ¿Se puede saber qué te pasa? No puedes llevártelo así… Mira qué ojos tiene el pobrecillo. ¡Hombres!
Sin embargo, el chico todavía tenía los ojos abiertos como platos, y los iba desplazando del uno al otro como si estuviese a punto de tomar una decisión. Al final, los fijó en Jake, se levantó, se acercó a él y volvió a levantar la mano. Por un segundo, confuso, Jake pensó que quería marcharse, pero en ese momento abrió la boca para hablar con una claridad asombrosa tras el prolongado silencio:
– Tengo que ir al baño -anunció, extendiendo la mano.
Lena sonrió, riéndose para sus adentros.
– Bueno, pues tú puedes acompañarlo, desde luego -dijo mientras Jake lo guiaba, dos hombres yendo al lavabo.
Después a Jake, ya no le quedó más remedio que dejar que ella tomara las riendas de la situación, de manera que lo que fuera que él hubiese planeado se desmoronó como un castillo de naipes. Desde la mesa, la vio acostar al niño en la cama, vio cómo le acariciaba la frente y le hablaba despacito, en voz baja y con un torrente de palabras de ritmo regular. Jake encendió un cigarrillo, inquieto, y luego miró su cuaderno de notas. Renate sentada en el café, un flirteo inocente, el Greifer de la Greiferin. La historia que Ron quería que compartiese con el mundo entero. Volvió a mirar al dormitorio, donde Lena seguía arrullando al niño para que se durmiera, y sin saber qué otra cosa hacer, empezó a ordenar sus notas para hilvanar la historia, preguntándose cómo contarla sin contar lo único que había importado de veras. Sin embargo, cuando cogió una hoja de papel, el relato pareció desplegarse por sí solo, empezando por Marthe Behn y remontándose luego en el tiempo hasta la primera delación en un café, un giro inesperado tras otro, hundiéndose un poco más en la miseria humana de manera paulatina, hasta el momento de la señal incriminatoria. No era una apología, sino algo más complejo, una historia de crímenes en la que todo el mundo era culpable. Escribía atropelladamente, con ganas de acabar cuanto antes, como si todo fuese a desaparecer una vez estuviese plasmado sobre el papel, como si sólo fuesen a quedar las palabras. Los zapatos, la madre, Hans Becker, el intercambio de favores… Seguía pareciendo increíble. ¿Qué le había pasado a todo el mundo? En una ciudad en la que solía tomar jarras de cerveza bajo las copas de los árboles. ¿Cuántos habían llegado a levantar la vista en el café cuando aparecían aquellos hombres? No eran cómplices, sólo gente que miraba para otro lado. Excepto Renate, que aún veía sus rostros.
Llevaba un buen rato escribiendo, completamente absorto, cuando se dio cuenta de que el murmullo del dormitorio había cesado y de que lo único que se oía en el piso era el débil sonido del trazo de su estilográfica. Lena estaba de pie en el umbral de la puerta, observándolo, con una sonrisa cansada en el rostro.
– Se ha dormido -le informó-. ¿Estás trabajando?
– Quería escribirlo todo mientras aún está fresco.
– Cosiendo con una aguja encendida -dijo, una expresión alemana. Se sentó frente a él y le cogió un cigarrillo-. Creo que no está del todo bien. Le diré a Rosen que le haga un chequeo, sólo por si acaso. Hoy lo he vuelto a ver. Por lo visto, se pasa el día aquí.
– Se ocupa de las chicas.
– Ah -dijo Lena, un tanto aturullada-. No lo sabía. Bueno, pero es médico…
– Lena, no podemos quedarnos con él. No te conviene encariñarte.
– Sí, ya lo sé. Pero por una noche… -Interrumpió la frase, mirándolo-. Eso es lo más terrible, ¿no te parece? Nadie se ha encariñado con él. Nadie. Estaba pensando, mientras estaba ahí de pie, que parecemos una pequeña familia. Tú ahí trabajando, él durmiendo…
– No somos su familia -dijo él, aunque con dulzura.
– No, tienes razón -convino ella, zanjando la conversación-. Bueno, cuéntame lo de Renate. ¿Qué ha pasado? Ahora el niño no te oirá.
– Ten -le dijo, pasándole las hojas-. Está todo aquí.
Jake se levantó, fue a coger la botella de coñac y llenó dos copas. Dejó la de ella encima de la mesa, pero Lena no le hizo ningún caso, enfrascada en la lectura de las páginas.
– ¿Ella te ha contado esto? -exclamó, leyendo.
– Sí.
– Dios mío… -Pasó la página despacio.
Cuando terminó, volvió a colocar los papeles donde estaban y luego tomó un sorbo de la copa.
– No has mencionado al niño.
– Ella no quiere que nadie lo sepa. Sobre todo el niño.
– Pero entonces nadie sabrá por qué lo hizo…
– ¿Acaso importa lo que piense la gente? El hecho es que lo hizo.
– Por el niño. Puedes llegar a hacer cualquier cosa por un hijo.
– Eso es lo que dijo ella -dijo Jake con cierta irritación-. Lena, es lo que ella quería. No quiere que él lo sepa.
– No quiere que sepa quién es él mismo.
– Sería una carga muy pesada para llevarla a cuestas el resto de la vida, ¿no te parece? Todo esto -prosiguió, tocando el papel-. Es mejor así. El nunca tendrá por qué saber nada de lo que pasó.
– No conocer a tus padres… -insistió ella, con la mirada inquieta.
– A veces no se puede evitar.
Lena levantó la vista para mirarlo y luego apoyó las manos en la mesa para levantarse.
– Sí, a veces -dijo, volviéndose-. ¿Quieres algo de comer? Puedo prepararte…
– No. Siéntate. Tengo noticias. -Hizo una pausa-. Renate vio a Emil. Me ha dicho dónde está.
Lena se detuvo en seco, a punto de levantarse de la silla.
– ¿Y has esperado todo este rato a decírmelo?
– No he tenido ocasión, con el chico.
Se sentó.
– Pues es el momento. ¿Dónde?
– Los rusos lo tienen retenido en un edificio de Burgstrasse.
– Burgstrasse -repitió Lena, tratando de ubicar la calle.
– Está en el este. Es un edificio vigilado. He ido a verlo.
– ¿Y?
– Está vigilado. No se puede entrar sin más.
– Entonces, ¿qué hacemos?
– Nada. Dejaremos que se ocupe el equipo de Shaeffer, ellos son los expertos.
– ¿Expertos en qué?
– En secuestros. Eso es lo que va a pasar. Los rusos no van a entregarlo así como así; de hecho, ni siquiera admitirán que lo tienen. Así que Shaeffer tiene que idear algún tipo de plan. Quiere utilizarte, como señuelo.
Lena miró la mesa mientras asimilaba aquellas palabras y luego cogió la copa de coñac para apurarla.
– Sí, de acuerdo -dijo.
– De acuerdo ¿qué?
– Lo haré.
– No, no lo harás. La gente que va a ver a los rusos no siempre vuelve. No pienso correr ese riesgo. Se trata de una operación militar, Lena.
– No podemos dejarlo allí. Vino hasta aquí, a Berlín, por mí: arriesgó su vida. Se lo debo.
– No se lo debes.
– Pero los rusos…
– Ya te lo he dicho, hablaré con Shaeffer. Si hay alguien que puede llegar hasta él, ése es Shaeffer. Lo quiere, lleva mucho tiempo esperando esto.
– ¿Y tú no? ¿Es eso? ¿Tú no lo quieres?
– No es tan simple.
Ella le tendió la mano.
– No puedes dejarlo allí, con los rusos. No lo consentiré.
– Hace unas semanas lo creías muerto.
– Pero no lo está, así que esto es lo que hay. Tú eras el detective que lo buscaba por todas partes, y ya lo has encontrado. Creía que era lo que querías.
– Así era.
– ¿Ya no?
– No, si es peligroso para ti.
– Eso no me da miedo. Quiero que termine. ¿Qué clase de vida crees que nos espera, sabiendo que está allí? Con ellos. Quiero que termine. Odio esta prisión… Ni siquiera quieres que salga del piso. Habla con tu amigo y dile que quiero hacerlo. Quiero sacar a Emil de allí.
– ¿Para poder dejarlo? No te lo va a agradecer.
Lena bajó la cabeza.
– No, no me lo va a agradecer, pero al menos será libre.
– ¿Y ésa es la única razón?
Lena lo miró y luego alargó el brazo para tocarle la cara con el dedo.
– Eres un chiquillo. Después de todo lo que ha pasado, ponerte ahora celoso… Emil es mi familia, es distinto, no es como contigo. ¿Es que no lo sabes?
– Eso creía.
– Eso creías. Y luego, así, de repente, un chiquillo otra vez. ¿Te acuerdas de Frau Hinkel?
– Sí, dos líneas.
– Dijo que tenía que elegir, pero ya lo hice. Antes incluso de la guerra. Te elegí a ti. Qué tonto eres… Mira que no saberlo…
– Aun así, no quiero que corras ningún riesgo con Shaeffer.
– A lo mejor esa elección también me corresponde hacerla a mí. Sólo a mí.
La miró a los ojos y luego desvió la mirada.
– Deja que hable con él. Quizá no te necesite, de todos modos, ahora que sabemos dónde está Emil.
– ¿Y entonces qué?
– Esperamos. No vamos al este ni a Burgstrasse. Seguro que lo trasladarán de sitio si sospechan que lo sabemos. No vamos a ofrecernos voluntarios para nada. ¿Lo entiendes?
– Pero me lo dirás, si al final quieren…
Jake asintió con la cabeza, interrumpiéndola, y luego le cogió la mano.
– No quiero que te pase nada malo.
– ¿Sabes qué? Que yo tampoco quiero que me pase nada malo -repuso ella, quitándole hierro al asunto, y luego le acarició la mano-. Ahora no. -Ladeó la cabeza, alerta-. ¿Ha sido él? Deja que lo compruebe. -Retiró la mano y se acercó corriendo al dormitorio.
Jake se quedó allí quieto, mirándola. Otro trato que no debería haber hecho, pero no correría ningún riesgo, pese a lo que dijera Shaeffer. ¿Y luego qué? Los tres.
Lena regresó al salón llevándose el dedo índice a los labios y dejó la puerta entornada.
– Está dormido, pero agitado. No podemos hacer ruido.
– ¿Es que se va a quedar ahí?
– Ya lo cambiaremos de sitio luego, cuando duerma más profundamente.
Se acercó a él, le besó la frente y luego empezó a desabotonarle la camisa.
– ¿Qué haces?
– Quiero verte a ti, no al uniforme.
– Lena, tenemos que hablar de esto.
– No, ya hemos hablado. Está decidido. Ahora vamos a fingir… Los niños están dormidos, pero nos queda el sofá, si no hacemos ruido. A ver si conseguimos no hacer ruido.
– Sólo intentas cambiar de tema.
– Chsss… -Lo besó-. Nada de ruido.
El le sonrió.
– Espera a oír el sofá.
– Pues lo haremos despacio. Está bien hacerlo despacio.
Tenía razón. La lentitud en sí misma se convirtió en algo excitante, cada roce furtivo, como si el chirrido de un muelle fuese a delatarlos. Cuando se deslizó dentro de ella, Jake se movió tan despacio que parecía algo que sólo ellos dos sabían, un secreto entre ambos, traicionado por el gemido ahogado en el oído de él. El suave balanceo, una provocación dulce e interminable, hasta que al fin acabó igual que había comenzado, al mismo ritmo, para que ni siquiera el estremecimiento alterase la habitación que los rodeaba. Después, Lena lo retuvo en su interior durante largo rato, acariciando su espalda, y por espacio de unos minutos Jake no sintió ninguna diferencia entre hacer el amor y simplemente estar allí, la transición de uno a otro estado tan suave, tan perfecta.
Sin embargo, el sofá era estrecho e incómodo, sus protuberancias se imponían sobre el estado de aturdimiento habitual, la inconsciencia del sexo, y en lugar de vagar a la deriva, su mente empezó a dar vueltas cada vez más deprisa. ¿Habría sido así para ellos? ¿Otra pareja que utilizaba el sofá para no despertar a su hijo? Con una complicidad increíble, como si acabase de escuchar sus pensamientos, Lena levantó la mano para acariciarle la cara.
– Te elegí a ti -dijo.
– Sí -contestó él, besándola. Después, se apartó y se incorporó junto a ella, impaciente-. ¿Crees que nos habrá oído?
Ella negó con la cabeza, con aire somnoliento.
– Tápame. Sólo quiero quedarme aquí tumbada un rato. ¿Cómo puedes levantarte?
– No lo sé. ¿Quieres algo de beber? -le ofreció, yendo a por una copa.
– Mírate -dijo, observándolo, y luego se desperezó, dispuesta a levantarse-. ¿Jake? Me he fijado en que el niño… Creía que todos los judíos… ya sabes -añadió, señalando el pene, tan cohibida como Renate, pese a seguir allí tumbada, aún húmeda de él.
– No quiso que se lo hicieran. Quería que el chico fuese alemán.
Lena se incorporó, con gesto preocupado y con el vestido en la mano, para taparse.
– ¿Quería que fuese alemán? Incluso después de…
Jake tomó un sorbo.
– Para protegerlo, Lena.
– Sí -dijo, mecánicamente, meneando la cabeza-. Dios mío, lo que debió de ser para ella…
Jake bajó la mirada hacia la historia que había encima de la mesa, con una parte omitida.
– Tú misma lo dijiste, puedes llegar a hacer cualquier cosa por un hijo. -Volvió a coger la copa y, cuando estaba a punto de llevársela a los labios, se detuvo de pronto y la dejó a toda prisa en la mesa-. ¡Pues claro!
– Pues claro, ¿qué?
– Nada -respondió, acercándose a su ropa-. Acabo de caer en algo.
– ¿Adonde vas? -preguntó Lena, viendo que se vestía.
– No sé cómo no lo había visto hasta ahora. Se supone que un periodista debe saber cuándo falta una pieza, cuándo no encaja algo. Lees la historia y es como si presintieras que falta algo. -Levantó la vista, percatándose al fin de la mirada inquisitiva de ella-. Sólo es una corazonada. Volveré pronto.
– ¿A estas horas?
– No me esperes levantada. -Inclinó el cuerpo y la besó en la frente-. Y no abras la puerta.
– Pero ¿qué es…?
– Chsss, ahora no. -Se llevó el dedo índice a los labios-. Despertarás a Erich. Volveré pronto.
Salió del edificio precipitadamente, y enfiló el callejón donde había aparcado el jeep y buscó a tientas la llave de contacto. Sólo se veía un leve destello de luna en las callejuelas que rodeaban la plaza, pero cuando llegó a la amplia Charlottenburger Chausee vio ante sí un campo abierto de luz pálida, blanco y asombrosamente hermoso. En ese preciso momento, cuando no tenía tiempo para contemplarla, la ciudad arisca y cruel había decidido concederle la gracia de ofrecerle sus encantos, obligándolo a paralizarse de asombro: su parte más secreta, que acaso había estado allí todo el tiempo, cuando todo lo demás se hallaba sumido en la más absoluta oscuridad. Se le ocurrió la descabellada idea de que tal vez le estaba iluminando el camino por la calle ancha y desierta, como las piedrecillas blancas de Hansel en el cuento, mientras recorría Schloss Strasse, y la luz seguía allí cuando la necesitó para orientarse y seguir el sendero que atravesaba los escombros sin tropezar con ningún escollo, de manera que supo que debía de haber acertado. No había ni siquiera una sombra en el puesto de vigilancia de Willi, sólo aquella luz amiga y alentadora. Cuando el profesor Brandt abrió la puerta, ya no le quedaba ninguna duda.
– Vengo por los documentos -dijo.
– ¿Cómo lo supo usted? -preguntó el profesor Brandt cuando Jake empezó a leer las páginas.
Estaban sentados a una mesa iluminada por una sola lámpara, un haz de luz lo bastante amplio para iluminar el papel, pero no los rostros, de manera que la voz del hombre resultaba extrañamente incorpórea.
– En Kransberg les dijo que usted había muerto -contestó Jake con aire ausente, tratando de concentrarse-. ¿Qué otra razón podía tener para decir eso, salvo que no quería que lo encontrasen? No quería correr el riesgo…
– De que yo se lo contase a ellos -terminó la frase-. Ya entiendo. Así que fue eso lo que pensó.
– A lo mejor pensó que vendrían a registrar aquí. -Jake volvió una hoja, un informe de Mittelwerks en Nordhausen, otra pieza que faltaba en el Centro de Documentación. No había ninguna referencia cruzada, nunca había sido entregado: la parte de la historia omitida, como el hijo de Renate-. ¿Por qué se los dejó a usted?
– No sabía cómo estaba la situación en Berlín, hasta dónde habían avanzado los rusos. No sólo estaban en el este, nos tenían casi cercados. Sólo Spandau permanecía abierto, pero ¿por cuánto tiempo? Un rumor, eso era todo. ¿Quién sabe? Cabía la posibilidad de que no pudiese salir, eso mismo fue lo que pensé yo. Si esos papeles caían en sus manos…
– Así que los escondió aquí, con usted. ¿Los ha leído?
– Más tarde sí, los leí. Verá, creí que había muerto. Quería saber…
– Pero no los destruyó…
– No. Pensé que algún día serían importantes. Mentirán, todos ellos: «Nosotros no tuvimos nada que ver». Ahora mismo ya están… Pensé que alguien tenía que responder por todo esto. Es importante que se sepa.
– Pero tampoco entregó los documentos.
– Entonces usted me dijo que estaba vivo. No podía; es mi hijo, compréndalo. A pesar de todo.
Se quedó callado y Jake levantó la cabeza. Con su bata parecía un hombre más frágil, sin la compostura que le otorgaba el traje formal, pero seguía irguiendo el cuello esquelético, como si todavía llevara en su sitio el viejo cuello almidonado de la camisa.
– ¿Hice mal? No lo sé, Herr Geismar. Quizá los guardé para usted. Tal vez le darán alguna respuesta. -Se volvió-. Y ahora ya está hecho, aquí los tiene, así que lléveselos, por favor. Ya no los quiero en mi casa. Si me perdona, estoy muy cansado…
– Espere, necesito su ayuda, mi alemán no es lo bastante bueno.
– ¿Para eso? Su alemán es lo bastante bueno. El problema, tal vez, sea creer lo que está leyendo. Es lo que dice. Alemán sencillo. -Esbozó una pequeña mueca-. La lengua de Schiller.
– No las abreviaturas: son todas técnicas. Aquí aparece Von Braun solicitando trabajadores especiales. Franceses, ¿verdad?
– Sí, prisioneros franceses. Las SS facilitaban las listas de los campos: estudiantes de ingeniería, operarios… Von Braun hacía su selección a partir de ellas. Para los trabajadores de la construcción no importaba, un obrero con una pala era igual de bueno que otro. Pero el trabajo de precisión, en cambio… -Miró la palabra que señalaba Jake-. Die Cutter.
– De modo que estuvo allí.
– Por supuesto que estuvo allí. Todos estuvieron allí, para inspeccionar, para supervisar… Era su fábrica, ¿comprende? Los científicos. Lo vieron, Herr Geismar. No el espacio, todos esos sueños, sino que lo que vieron fue eso. ¿Ve la otra carta, la de Lechter, donde dice que las medidas disciplinarias están teniendo un efecto negativo? A los trabajadores no les gusta ver a los hombres colgados: ralentiza el ritmo de producción. Palabras exactas. ¿Cuál fue la solución que se le ocurrió? Colgarlos fuera de las instalaciones. Sí, y Lechter se queja de que en su última visita llevaron a algunos de sus colegas a una zona donde había un brote de cólera. En adelante, ¿no se podrían evitar esa clase de situaciones? Los visitantes sólo debían ser conducidos a áreas seguras. Arriesgar la salud de ese modo… -Se interrumpió y se aclaró la garganta-. ¿Quiere un poco de agua? -ofreció al tiempo que se levantaba, un excusa obvia para levantarse de la mesa.
Jake pasó otra hoja y oyó el grifo del agua a sus espaldas. Un memorando que exigía un traslado de vuelta a Peenemünde para un tal doctor Jaeger, prueba de que había estado allí, una copia en papel carbón para los archivos, una prueba de sobra concluyente para Bernie. Sólo papel. ¿Acaso había alguien que no estuviese comprometido? Bebían coñac en Kransberg, a la espera de los visados… Pero ¿hasta dónde había sabido Tully? Por primera vez se dio cuenta, con la mentalidad deductiva de Gunther, de que en realidad sólo el profesor Brandt había visto aquellos documentos. Tully debía de haberse marchado del Centro sintiéndose tan frustrado como el propio Jake tras realizar todo el trayecto hasta Berlín sólo para encontrar una historia incompleta.
– Aquí está Emil -anunció, pasando una página repleta de cifras.
– Sí -contestó el profesor Brandt a su espalda-, los cálculos. Son los cálculos. -Regresó a su silla con paso cansino.
– Pero ¿de qué? ¿Qué es esto? -Jake señaló una de las series de cifras.
– Calorías -respondió el profesor Brandt con calma, sin levantar la vista, pues era evidente que reconocía el documento.
– Mil cien -leyó Jake en voz alta, insistiendo en las cifras-. ¿Eso son calorías? -Miró al anciano-. Explíquemelo.
El profesor Brandt bebió un sorbo de agua.
– Al día. ¿Cuánto tiempo sobrevive un hombre con mil cien calorías al día? Depende del peso corporal original. Las series aparecen a la derecha. Si se redujesen hasta novecientas, por ejemplo, el promedio arroja un total de sesenta: sesenta días, dos meses. Aunque, por supuesto, eso no es exacto, porque las variables no aparecen en los números, sino en los hombres. Algunos más y otros menos, cada uno muere a su propio ritmo, pero el promedio resulta útil. Se pueden calcular cuántas calorías se necesitarían para aplazar la muerte un mes más, por ejemplo. Sin embargo, nunca llegaron a hacerlo: en realidad, el trabajo del primer mes, antes de que se debilitasen, era más productivo que cualquier aplazamiento. La tabla que figura al pie de la página lo demuestra. No tenía sentido mantenerlos vivos a menos que fuesen especialistas. Los números lo demuestran. -Levantó la vista-. El tenía razón, he comprobado los cálculos. La segunda página muestra cuánto hay que incrementar las raciones de los trabajadores especializados. Verá, creo que mi hijo estaba utilizando estas cifras para persuadirlos, para que les dieran más comida, pero no estoy seguro. Los otros murieron según la fórmula. Sólo era un promedio, aunque preciso. Basó los cálculos en las cifras reales del mes anterior. No entrañaba demasiada dificultad.
Se interrumpió de nuevo para tomar otro sorbo de agua y luego prosiguió, como un maestro resolviendo un largo ejercicio en la pizarra.
– Los otros también. Muy simple. Tiempo de montaje, unidades por cada período de veinticuatro horas. No hace falta que mire, recuerdo todos los números. Optimo número de trabajadores por cadena. A veces tenían demasiados y el montaje era complicado: era mejor disponer de un solo trabajador experto que de tres hombres que no supiesen lo que estaban haciendo. El lo demuestra en alguna parte. Lo lógico sería saber eso por sentido común, pero salta a la vista que les gustaba tenerlo por escrito. Con números. Esa era la clase de problemas en los que ponían a trabajar a mi hijo.
Jake miró el papel sin decir nada, dejando que el profesor Brandt se serenase mientras bebía el último trago de agua.
– Debió de trabajar en algo más, no sólo en esto.
– Sí, por supuesto. Es un gran logro, técnicamente hablando. Eso es obvio. Matemáticas aplicadas, ingeniería. Todos los alemanes pueden sentirse orgullosos. -Meneó la cabeza con gesto de incredulidad-. Sueños espaciales… Esto es lo que valían, mil cien calorías al día.
Jake hojeó las páginas restantes y luego cerró la carpeta y se la quedó mirando. No sólo Emil, casi la totalidad del equipo.
– ¿Le sorprende? -preguntó el profesor Brandt en voz baja-. ¿Su viejo amigo?
Jake no contestó. Sólo eran cifras en un papel. Al final, levantó la vista para mirar al profesor Brandt y hacer la sencilla e inadecuada pregunta.
– ¿Qué le ha pasado a todo el mundo?
– ¿Quiere saberlo? -repuso el profesor Brandt, asintiendo, y luego hizo una pausa antes de añadir-: No lo sé. Yo también me lo preguntaba. ¿Quiénes eran esos niños? ¿Nuestros hijos? ¿Y cuál es mi respuesta? No lo sé. -Desvió la mirada hacia las estanterías repletas de libros-. Toda mi vida había creído que la ciencia era una cosa aparte. Todo lo demás son mentiras, pero la ciencia no. Tan bonitos, los números… Siempre dicen la verdad. Si los entiendes, te explican el mundo. Eso era lo que pensaba. -Volvió a mirar a Jake-. No lo sé -repitió, con una exhalación, un jadeo-. Han destruido hasta los números, ahora ya no explican nada.
Extendió la mano y cogió la carpeta.
– Usted dijo que era su amigo. ¿Qué va a hacer con esto?
– Usted es su padre. ¿Qué haría?
El profesor Brandt se llevó los documentos al pecho, y Jake, en un gesto involuntario, alargó la mano. Unas pocas hojas de papel, la única prueba que Bernie llegaría a tener.
– No se preocupe -lo tranquilizó el profesor Brandt-. Es sólo que… quiero que me los quite usted. Si alguna vez vuelvo a ver a mi hijo, no quiero decirle que se los di. Usted los cogió.
Jake agarró la carpeta y tiró de ella con fuerza para arrebatársela al anciano de las manos.
– ¿Acaso cambia eso las cosas?
– No lo sé, pero podré decir que no los entregué, decírselo a él y a sus amigos. Podré decirlo.
– Muy bien. -Jake vaciló un instante-. Es lo correcto, ya lo sabe.
– Sí, lo correcto -repitió el profesor Brandt con voz débil.
Recobró la compostura, irguió el cuerpo y luego se apartó de la luz para convertirse de nuevo sólo en una voz.
– ¿Se lo dirá a Lena? ¿Que no he sido yo? -Hizo una pausa-. Es que… Verá, si ella deja de venir, no tengo a nadie más, ¿sabe?
No tuvo que decirle nada a Lena. Estaba dormida en la cama, vestida, y con el niño durmiendo junto a ella. Jake cerró la puerta y se desplomó en el desvencijado sofá para volver a leer la carpeta con los documentos, aún más conmocionado que antes, contando ahora con tiempo suficiente para ir añadiendo a la imagen los detalles más truculentos, cada uno de ellos una acusación en toda regla. Una información muy valiosa para Bernie, pero ¿para quién más? ¿Era eso lo que Tully pretendía vender? Sin embargo, ¿para qué iba a quererla Sikorsky? La respuesta más sencilla era que no la quería, que lo que quería era a los científicos que tan ocupados estaban tratando de cerrar tratos de colaboración con Breimer, y cada página de aquella carpeta era un dedo acusador que ellos creían desaparecido. Información valiosa para ellos.
Se tumbó tapándose los ojos con el brazo y pensando en Tully, en su negocio con los Persilscheine antes de Kransberg, vendiendo papeles de descargo en Bensheim después, a veces vendiéndolos por partida doble… Los granujas siempre seguían un mismo patrón: lo que había funcionado una vez, funcionaba de nuevo. Aquellos documentos eran mejores que cualquier Persilscbein, tan valiosos como un billete para salir del país. Puede que hubiesen ocurrido cosas terribles y vergonzosas, pero no había nada que los relacionase con ellas salvo aquellas hojas de papel, algo por lo que merecía la pena pagar.
Cuando despertó ya había amanecido y Lena estaba sentada a la mesa, con la mirada fija en algún punto perdido y la carpeta cerrada delante de ella.
– ¿Los has leído? -preguntó Jake, incorporándose.
– Sí. -Apartó la carpeta a un lado-. Has tomado notas. ¿Es que piensas escribir algo sobre esto?
– Tengo que contrastar algunos datos en el Centro de Documentación. Para demostrar que todo encaja.
– ¿Demostrarlo ante quién? -inquirió ella con expresión ausente, antes de levantarse de la silla-. ¿Quieres café?
La observó mientras encendía el hornillo y añadía las medidas de café, realizando los movimientos cotidianos de la rutina diaria como si nada hubiera pasado.
– ¿Los has entendido? Puedo explicártelos.
– No, no me expliques nada. No quiero saberlo.
– Tienes que saberlo.
Le dio la espalda y se concentró en su actividad en la cocina.
– Ve a asearte. El café estará listo enseguida.
Se levantó, se acercó a la mesa y miró la carpeta, desconcertado ante la reacción de ella.
– Lena, tenemos que hablar de esto. Lo que hay aquí dentro…
– Sí, ya lo sé. Son cosas terribles. Eres igual que los rusos: «Mirad las imágenes. Ved lo malos que sois todos vosotros, todos. Lo que hicisteis en la guerra». Pues yo ya no quiero mirar más, la guerra ha terminado.
– Esto no habla de la guerra. Léelo. Dejaban morir de hambre a la gente, observaban cómo morían. Eso no es la guerra, eso es algo mas.
– Basta, no sigas hablando -exclamó, y se llevó las manos a los oídos-. No quiero oírlo. Emil no hizo esas cosas.
– Sí lo hizo, Lena -contestó con voz pausada-. Lo hizo.
– ¿Cómo lo sabes? ¿Por esos papeles? ¿Cómo sabes lo que le ordenaron hacer, lo que tuvo que hacer? Mira a Renate.
– ¿Crees que es lo mismo? ¿Una judía escondiéndose de los nazis? La habrían matado a ella y…
– No lo sé. Y tú tampoco. El también tenía que proteger a su familia, podría ser. Se llevaban a las familias. Tal vez para protegernos a mi y a Peter…
– En el fondo no lo crees, ¿verdad? Lee los documentos. -Abrió la carpeta-. Léelos. No os estaba protegiendo.
Lena bajó la mirada.
– Quieres que lo odie. ¿No te basta con que esté contigo? ¿También quieres que lo odie? Pues no lo haré. Es mi familia, lo que me queda de ella. El es lo único que me queda.
– Léelos -repitió Jake con calma-. Esto no tiene nada que ver con nosotros.
– ¿Ah, no?
– No. Tiene que ver con un hombre que está en Burgstrasse con las manos manchadas de sangre. Ni siquiera sé quién es. No es nadie que yo conozca.
– Entonces deja que te lo diga. Deja que te lo explique. Se lo debes.
– ¿Que se lo debo? Por lo que a mí respecta, puede pudrirse en Burgstrasse. Que se lo queden.
Miró la expresión dolida de ella y luego, enfadado consigo mismo por estar enfadado, salió de la habitación y cerró la puerta del baño tras él dando un portazo. Se refrescó la cara con agua y se enjuagó la boca, tan agria como su ánimo. No tenía nada que ver con ellos, salvo por la inesperada defensa que ella había hecho de Emil, culpable con atenuantes, con una explicación, lo mismo que decían todos en Berlín, ahora incluso ella. Las dos líneas de Frau Hinkel. Seguían allí, a pesar de los documentos.
Volvió y se la encontró de pie donde la había dejado, con la mirada hundida en el suelo.
– Lo siento -se disculpó.
Ella asintió sin decir nada y luego se volvió, sirvió el café y lo llevó a la mesa.
– Siéntate -le dijo-, se te va a enfriar. -El gesto propio de una Hausfrau, la señal que marcaba el fin de una pelea.
Sin embargo, cuando Jake se sentó, ella permaneció de pie junto a la mesa con el rostro aún acongojado.
– No podemos dejarlo allí-dijo con dulzura.
– ¿Crees que estará mejor en una cárcel de los Aliados? Porque eso es lo que pasará, ¿lo sabes? Juzgan a la gente por esto.
Puso la mano encima de la carpeta.
– No pienso dejarlo allí. Tú no tienes que hacerlo, lo haré yo. Díselo a tu amigo Shaeffer -repuso con voz neutra.
Jake la miró.
– Sólo quiero saber una cosa.
Ella le sostuvo la mirada.
– Te elegí a ti.
– No es eso. No es sobre nosotros. Sólo quiero saberlo. ¿Crees lo que hay escrito en esos documentos? ¿Crees que lo hizo?
– Sí -respondió ella, asintiendo, con voz casi inaudible.
Jake abrió la carpeta, pasó varias páginas y señaló una de las tablas.
– Esto es lo que se tarda…
– No lo hagas.
– Sesenta días, aproximadamente -dijo, incapaz de parar-. Éstas son las tasas de mortalidad. ¿Aún quieres sacarlo de allí?
Jake levantó la vista y vio que Lena tenía los ojos anegados en lágrimas, y que lo miraban con una especie de súplica muda.
– No podemos dejarlo allí. Con ellos -repitió Lena, luego pasó la página llena de números de trazo afilado y la apartó.
Dos líneas.
Se evitaron el uno al otro la mayor parte de la mañana con temor a enzarzarse de nuevo. Ella se ocupó de Erich y él puso en orden el resto de sus notas sobre Renate para Ron. Una historia que todos ellos tendrían, pero al menos la de él sería la primera, lista ya para enviar. A mediodía Rosen apareció por allí y examinó al niño.
– Sólo es un problema de malnutrición -explicó-. Por lo demás, está perfectamente.
Jake, aliviado por la interrupción, recogió sus papeles, ansioso por irse. Para su sorpresa, no obstante, Lena insistió en acompañarlo y en dejar a Erich con una de las chicas de Danny.
– Antes debo ir al centro de prensa -dijo él-. Luego podemos ir a ver a Fleischman.
– No, a Fleischman no -lo contradijo-, a otro sitio.
Y no dijo más, por lo que condujeron en silencio, sin hablar.
El centro de prensa, semidesierto después de Potsdam, estaba en silencio salvo por el rumor de la partida de póquer. Jake sólo tardó un minuto en entregar las notas, y cogió dos cervezas del bar de camino al coche.
– Ten -le dijo al llegar al jeep, ofreciéndole una.
– No, no quiero cerveza -contestó Lena, no resentida sino melancólica, como el cielo nublado.
Le dio instrucciones para llegar a Tempelhof y, a medida que se iban acercando, su estado de ánimo se volvía cada vez más hosco y en su rostro sólo se dibujaba un mohín de sombría determinación.
– ¿Qué hay en el aeropuerto?
– No, detrás. El Kircbbof. Sigue.
Entraron en uno de los cementerios que se extendían al norte de Tempelhof.
– ¿Adonde vamos?
– Quiero hacer una visita. Para aquí. No hay flores, ¿te has fijado? Nadie tiene flores en estos tiempos.
En lugar de flores, Jake vio a dos soldados estadounidenses que custodiaban a un grupo de prisioneros de guerra que cavaban una larga hilera de zanjas.
– ¿Qué pasa? -preguntó Jake a uno de los soldados-. ¿Se espera una epidemia?
– El invierno. El comandante dice que van a caer como moscas en cuanto llegue el frío. Hay que hacerlo antes de que se hiele el suelo.
Jake paseó la mirada por un cúmulo de tumbas hasta otra serie de sepulturas recién excavadas, y luego otra, el cementerio entero repleto de agujeros expectantes.
La de Peter era una lápida pequeña, poco más que un trozo de escombro sobre un pedazo de tierra irregular.
– Nadie las cuida -comentó Lena-. Antes solía ocuparme de ella, pero luego dejé de venir.
– Pero hoy has querido venir -repuso Jalee, incómodo-. Esto tiene que ver con Emil, ¿verdad?
– Crees saber todo lo que hizo -dijo ella, mirando la lápida-. Antes de juzgarlo, a lo mejor también deberías saber esto.
– Lena, ¿por qué haces esto? -exclamó con ternura-. Esto no cambia las cosas. Ya sé que tenía un hijo.
Ella siguió mirando la lápida, sin decir nada, y luego se volvió hacia él.
– Tuyo. Tenía un hijo tuyo. Era tu hijo.
– ¿Mío? -exclamó, una palabra involuntaria para llenar el hueco en el aire, impregnado de pronto por una especie de vértigo, un absurdo ataque de sorpresa eufórica. Se sintió casi ridículo, desprevenido como un personaje de una viñeta de salas de espera y puros. En un cementerio. Apartó la mirada-. Mío -dijo, cauto de nuevo-. ¿Por qué no me lo habías dicho?
– ¿Para entristecerte? Si hubiese vivido… No sé, pero murió.
– Pero ¿cómo…? ¿Estás segura?
Una media sonrisa de decepción.
– Sí. Sé contar. No hay que ser matemático para eso.
– ¿Y Emil no lo sabía?
– No. ¿Cómo iba a decirle algo así? Nunca se le pasó por la cabeza. -Volvió a mirar la tumba-. Contar.
Jake se pasó la mano abierta por el pelo, sin saber qué hacer, sin saber qué decir a continuación. El hijo de ambos. Pensó en el rostro de ella en el sótano de la iglesia mientras él leía. Lo que pudo haber sido…
– ¿Cómo era físicamente?
– ¿Es que no me crees? ¿Quieres pruebas? ¿Una fotografía?
– No quería decir eso. -La cogió del brazo-. Me alegro de que nosotros… -Se interrumpió, acordándose de pronto de la lápida, y le soltó el brazo-. Sólo es curiosidad. ¿Se parecía a mí?
– Tus ojos. Tenía tus ojos.
– Y Emil nunca…
– Nunca llegó a fijarse tanto en tus ojos. -Se volvió-. No, nunca. Se parecía a mí. Alemán. Tu hijo era alemán…
– Un hijo… -repitió, como en trance, con la mente inundada por esa palabra.
– Te fuiste, yo creía que para siempre. Ya lo llevaba dentro de mí. Una parte de ti. Nadie lo sabría, sólo yo. Así que… ¿Te acuerdas de la estación, cuando te marchaste? Ya lo sabía.
– Y no dijiste nada.
– ¿Qué iba a decir? «¿Quédate?» Nadie tenía por qué saberlo, ni siquiera Emil. Era feliz, ¿sabes? El siempre había querido un hijo, pero no llegaba, y entonces ocurrió. No te fijas en los ojos… Ves a tu propio hijo. Eso fue lo que hizo él: fue el padre de tu hijo. Cubrió todas sus necesidades, le dio todo su amor. Entonces, cuando lo perdimos, se le destrozó el corazón. Eso es lo que hacía… mientras hacía también todas esas otras cosas. El mismo hombre. ¿Lo entiendes ahora? ¿De veras quieres que se «pudra»? Estás en deuda con él. Se lo debes, por tu hijo.
– Lena…
– Y por mí. ¿Qué hice? Le mentí sobre ti, le mentí sobre Peter. ¿Y ahora quieres que le dé la espalda? No puedo hacerlo. ¿Sabes? Cuando Peter murió, en un bombardeo americano, pensé: «Es un castigo. Por todas las mentiras». Sí, ya lo sé, no lo digas, es un disparate, ya lo sé. Pero esto no. Tengo que hacerlo bien, tengo que enmendar mi error.
– ¿Diciéndoselo ahora?
– No, eso nunca. Lo mataría si supiera eso ahora, pero ayudarlo… Es mi oportunidad de hacer las cosas bien, de saldar una deuda.
Jake retrocedió un paso.
– No mía.
– Sí, tuya también. Por eso te he traído aquí. -Señaló a la lápida-. Ese también eres tú. Aquí, en Berlín. Uno de nosotros. Su hijo, tu hijo. Te presentas aquí con tu uniforme y… Es tan fácil juzgar cuando no se trata de ti. Toda esa gente tan mala, mira las cosas tan terribles que hicieron… Vayámonos. Vayámonos a la cama, todo será como antes… -Se volvió hacia él-. Nada es como antes. Así es ahora, todo es confuso. Nada es como antes.
Jake la miró, perplejo.
– Tal vez una cosa sí. Todavía debes de quererlo, si haces esto.
– Oh, Dios… Querer… -Lena dio un paso adelante y le puso las manos en el pecho, casi golpeándolo-. ¡Cabezota, cabezota…! Si no te quisiera a ti, ¿crees que habría seguido adelante con el embarazo? Habría sido muy fácil librarme de él. Un error, estas cosas pasan. No podía hacerlo. Quería tenerte conmigo, una parte de ti. Cuando lo miraba, te veía a ti. Así que convertí a Emil en su padre. ¿Que si lo quiero? Utilicé a Emil para conservarte a ti.
Jake no dijo nada, luego le retiró las manos del pecho.
– Y con esto quedarás en paz con él.
– No del todo, pero es algo.
– Irá a la cárcel.
– ¿Seguro? ¿Quién lo decide?
– Es la ley.
– La ley americana, para alemanes.
– Yo soy americano.
Ella levantó la vista para mirarlo.
– Entonces, tú decides -dijo, apartándose para echar a andar de nuevo hacia el coche-. Tú decides.
Jake permaneció inmóvil un momento y siguió con la mirada la hilera de tumbas hasta llegar a la lápida, a esa parte de él que ahora estaba allí. Después se volvió lentamente y siguió a Lena colina abajo.