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TERCERA PARTEREPARACIONES DE GUERRA

16

La primera parte del plan de Shaeffer consistía en conseguir que cambiara de ubicación.

– En Burgstrasse hay demasiados soldados.

– ¿Quieres decir que no eres capaz?

– Somos capaces. Sólo que se puede complicar. Si es así, habría un incidente. Será mucho mejor si consigues que salga de allí. -Se rascó la venda por encima de la camisa; ya estaba vestido-. Un piso, tal vez.

– También pondrán vigilancia.

– Pero no tanta. Burgstrasse es una ratonera. Sólo hay una entrada. Y pensar que lleva allí todo este tiempo… Por cierto, ¿cómo lo descubriste? No me lo has dicho.

– Un soplo. No te preocupes, está allí. Alguien lo vio.

– ¿Alguien? ¿Quién? -quiso saber Shaeffer, pero al ver la expresión de Jake no insistió-. ¿Cuánto te ha costado?

Un niño.

– Bastante. De todas formas, querías saberlo. Ahora todo lo que tienes que hacer es conseguir sacarlo de allí.

– Lo lograremos, pero vamos a hacer las cosas bien. No quiero que ella vaya a Burgstrasse. Demasiado riesgo, incluso para nosotros.

– Sigo sin entender para qué la necesitas. Ya sabes dónde está. Entra y cógelo.

Shaeffer negó con la cabeza.

– Si queremos que las cosas salgan bien necesitamos un señuelo.

– ¿Para eso la quieres, para utilizarla de señuelo?

– Habías dicho que estaba dispuesta.

– No.

– Pero has venido, ¿verdad? Vamos, deja de perder el tiempo. Tengo que pensar en otras cosas, pero, antes, veamos si puedes hacer que lo trasladen.

– ¿Por qué iba Sikorsky a hacer eso?

Shaeffer se encogió de hombros.

– Dile que la señora es muy fina, que no quiere empezar su nueva vida entre rejas, que le parece una mala experiencia. Que podría cambiar de opinión. No lo sé, invéntate algo. Tú eres el que tiene labia, así que, para variar, utilízala con ellos. A lo mejor es a ti a quien no le gusta el plan, puesto que eres tú quien tiene que entregarla. ¿Aún lo quieres así?

– O voy con ella o no irá.

– Como quieras, pero cúbrete las espaldas. Yo no puedo ocuparme de ti, sólo de Brandt. ¿Entendido?

– Si le ocurre algo…

– Ya sé, ya sé. Me cazarás como a un perro. -Shaeffer cogió su gorra, impaciente por marcharse-. No tiene por qué pasar nada si lo hacemos bien, ¿te parece? Tú empieza por mantener esa pequeña conversación con Sikorsky. Además estás de suerte -dijo, mirando la hora-. Está cerca. El Consejo de Control se reúne hoy, así que ni siquiera tienes que desplazarte a Karlshorst. Lo verás durante la comida, siempre celebran una comida. Nadie se dará cuenta de que es una reunión, puede parecer que te lo has encontrado por casualidad, y con algo que ofrecerle. ¿Cuánto vas a pedir? ¿Lo has pensado?

– ¿Cuánto?

– Queda mejor que la vendas. Tampoco exageres, se trata de ella, no de su marido. Quieres que se lo trague. El objetivo es preparar bien la farsa, no apuntarse un tanto.

Jake apartó la mirada, indignado.

– ¡Cabrón!

– Trata de que lo saquen de allí -continuó Shaeffer, sin hacerle caso-. Pero, de todas formas, dame un par de días. Aún tengo que conseguir uniformes rusos.

– ¿Para qué?

– No podemos aparecer vestidos de americanos, ¿verdad? Llamaríamos mucho la atención en la zona rusa.

Estilo cowboy. Inverosímil.

– Esto no me gusta. No me gusta nada.

– Primero lo haremos, ¿de acuerdo? -dijo Shaeffer-. Ya te quejarás después. Ve a convencer a los rusos para que te dejen entrar. Nosotros nos encargamos del resto. -Le sonrió-. Te había dicho que haríamos buen equipo.

Había guardias apostados en el camino de entrada al Consejo de Control, pero al dar el nombre de Muller le permitieron pasar. Dio la vuelta hasta el patio cubierto de grava que daba al parque, tenía que encontrar un sitio para aparcar entre los numerosos jeeps y coches oficiales. El equipo de limpieza había terminado su trabajo en el jardín. Todo estaba pulcro y brillante, como los centinelas con sus pañuelos blancos. Funcionarios con maletín atravesaban las pesadas puertas a toda prisa, bien porque llegaban tarde, bien para darse importancia; un movimiento borroso. Jake siguió a un grupo hasta el vestíbulo adornado con arañas de luces sin atraer una sola mirada. La sala en la que iba a celebrarse la reunión, a la cual se había prohibido la entrada a la prensa, sería otro cantar. Aunque, si el nombre de Muller había funcionado la primera vez, podía volver a serle de ayuda. Recorrió el pasillo hasta el despacho del coronel y allí se encontró con su secretaria, con las uñas pintadas del mismo rojo intenso, que se disponía a marcharse a comer.

– El coronel no saldrá hasta dentro de varias horas. Los rusos no empiezan temprano, pero luego continúan durante toda la tarde. ¿Quiere dejarme su nombre? Ya me acuerdo, es periodista, ¿verdad? ¿Cómo ha conseguido llegar hasta aquí?

– ¿Puede dejarle un mensaje?

– No, si quiero conservar mi trabajo. Nada de prensa los días en que hay reunión. Me mataría.

– No, a él no. A uno de los rusos. Sikorsky. Es…

– Ya sé quién es. ¿Quiere verlo? ¿Por qué no les pregunta por él a los rusos?

– Me gustaría verlo hoy -dijo sonriente-. Ya sabe cómo son. Si puede dejarle una nota… Es un asunto oficial.

– ¿De quién? -preguntó en tono seco.

– Sólo una nota…

La secretaria suspiró y le tendió un trozo de papel.

– Dese prisa. Es mi hora de comer.

Ni que tuviera una cita en su cafetería preferida.

– Se lo agradezco -dijo Jake mientras escribía-. Jeanie, ¿verdad?

– Cabo -aclaró, pero le sonrió, halagada.

– Por cierto, ¿tiene al despachador de vuelo?

La secretaria se llevó la mano a la cadera.

– ¿Va con segundas o me lo pregunta en serio?

– El despachador del aeropuerto de Francfort. Muller iba a localizarlo a petición mía. ¿Le suena?

Jake observó su rostro perplejo. Por fin cayó en la cuenta.

– Ah, el trasladado, claro -dijo-. Acabamos de terminar con el papeleo. ¿Tendría que haberle informado?

– ¿Lo han trasladado? ¿Cómo se llama?

– Es imposible acordarse. ¿Sabe todo lo que pasa por aquí? -dijo, mientras señalaba los archivadores con la cabeza-. Es otro de los muchos que vuelven a casa. Sólo me fijé por Oakland.

– ¿Oakland?

– Su lugar de procedencia, y el mío. Pensé que al menos uno de los dos volvía a casa. ¿Quién es?

– El amigo de un amigo. Le dije que iría a verlo y me he olvidado de su nombre.

– Bueno, ¿qué más da? Ya estará de camino. Espere un momento, a lo mejor todavía lo encuentro entre los asuntos pendientes. -Abrió uno de los cajones del archivador y echó un vistazo por encima-. No, está archivado -dijo, y cerró. De nuevo en un callejón sin salida-. ¿Era importante?

– Ya no. -Estaría en algún buque de transporte atravesando el Atlántico-. Le preguntaré a Muller, tal vez él se acuerde.

– ¿Muller? La mayor parte del tiempo no tiene ni idea de lo que entra. Para él no es más que papeleo. El ejército… Y luego dicen que es un buen sitio para conocer gente.

– ¿Usted ha conocido a mucha gente? -preguntó Jake sonriente.

– A cientos. ¿Está escribiendo un libro o qué? Es mi hora de comer.

La mujer lo condujo por el pasillo hasta la antigua sala del tribunal y pasó como si nada junto a los guardias de la entrada, con la nota en alto. A través de la puerta abierta, Jake vio las cuatro mesas colocadas juntas formando un cuadrado; los ceniceros, desde los que ascendía humo como el vapor de las alcantarillas. Muller se sentaba junto al general Clay, tenía el rostro anguloso y adusto, su expresión mostraba la paciencia circunspecta del que está escuchando un sermón. El ruso que tenía la palabra parecía intimidar a todo el mundo, incluso a los de su propia mesa que, sentados junto a él, permanecían hieráticos y cabizbajos, como si también ellos estuvieran esperando a oír la traducción. Jake vio cómo Jeanie se dirigía a la zona de la sala reservada a los rusos, cosa que sorprendió a Muller. Siguió sus movimientos mientras ella se inclinaba para tenderle la nota a Sikorsky. Un vistazo rápido, el índice que señalaba al pasillo, un asentimiento, un gesto discreto para apartar la silla mientras el delegado ruso hablaba en tono monótono.

– Señor Geismar -dijo el ruso, una vez en el pasillo, con las cejas arqueadas y expresión intrigada.

– Siento interrumpirle.

– No importa. Entregas de carbón. -Señaló la puerta cerrada con un gesto de la cabeza. Luego se volvió hacia Jake, expectante-. ¿Quería algo?

– Una entrevista.

– Una entrevista. No es el mejor momento…

– Usted decide. Tenemos que hablar. Tengo algo para usted.

– ¿Qué?

– La esposa de Emil Brandt.

Sikorsky no dijo nada, su mirada severa recorría el rostro de Jake.

– Me sorprende -confesó por fin.

– No veo por qué. Hizo un trato para conseguir a Emil. Ahora puede cerrar otro para tenerla a ella.

– Se equivoca -dijo, sin alterarse-. Emil Brandt está en el oeste.

– ¿De verdad? Pruebe en Burgstrasse. Es probable que se alegre de tener noticias suyas, sobre todo si le dijo que su mujer iba a ir a verlo. Seguro que eso lo anima.

Sikorsky se volvió y se alejó un poco para hacer tiempo mientras encendía un cigarrillo.

– Verá, a veces hay personas que acuden a nosotros, por motivos políticos. El futuro soviético. Ven las cosas como nosotros. Imagino que no será ése el caso de la esposa de Brandt.

– Eso es cosa de ella. Tal vez pueda convencerla, explicarle lo bien que se vive en los koljost. A lo mejor puede hacerlo Emil. Es su marido.

– ¿Y usted quién es exactamente?

– Un viejo amigo de la familia. Considérelo una especie de entrega de carbón.

– De procedencia inesperada. ¿Puedo preguntarle qué le induce a hacerme una proposición así? Imagino que no tendrá nada que ver con la cooperación entre Aliados.

– No exactamente. Le hablaba de cerrar un trato.

– Ah.

– No se preocupe. No soy tan caro como Tully.

– Me está hablando en clave, señor Geismar.

– Al contrario, trato de resolver un enigma. Yo le entrego a la esposa y usted me proporciona cierta información. No es un precio excesivo, sólo le pido unos datos.

– Unos datos -repitió Sikorsky, sin definirse al respecto.

– Pequeñas preguntas que me rondan por la cabeza: por qué se encontró con Tully en el aeropuerto, adonde lo llevó, qué hacía en el mercado de Potsdam… Unas cuantas cosas por el estilo.

– Una entrevista de prensa.

– No, privada. Sólo entre usted y yo. Una buena amiga mía fue asesinada ese mismo día en Potsdam. Era una buena chica, no le había hecho daño a nadie. Quiero saber por qué. Es importante para mí.

– A veces, por desgracia, ocurren accidentes.

– A veces, sí. Pero la muerte de Tully no fue un accidente. Quiero saber quién lo mató. Ese es el precio.

– ¿Y por eso va a entregar a Frau Brandt? ¿Por eso habrá reunión familiar?

– Le dije que se la entregaría, no que pudiera quedarse con ella. Hay ciertas condiciones.

– Más negociaciones -soltó Sikorsky mientras miraba atrás, hacia la puerta-. Según mi experiencia, nunca resultan satisfactorias. Nosotros no conseguimos lo que queremos y usted tampoco. Es un proceso muy pesado.

– La conseguirá.

– ¿Qué le hace pensar que estoy interesado en Frau Brandt?

– La ha estado buscando. Tenía a un hombre vigilando al padre de Emil, por si aparecía.

– Con usted -aclaró Sikorsky sin rodeos.

– Y, como conozco a Emil, sé que se pasa el día soñando con ella. Es difícil sonsacar información a un hombre que desea tanto ver a su esposa. Resulta muy violento.

– Cree que se trata de eso.

– Nos hizo lo mismo a nosotros cuando lo teníamos. No irá a ninguna parte sin ella. Si no, ya lo habría enviado usted al este hace semanas.

– Lo habríamos hecho si lo tuviéramos.

– ¿Le interesa o no?

Tras ellos, la puerta se abrió y se oyeron unas imperiosas frases pronunciadas en ruso. Sikorsky se volvió y le hizo un gesto con la cabeza a un ayudante.

– Los británicos muestran interés. Ahora es grano, nuestro grano. Parece que todo el mundo quiere algo.

– Incluso usted -espetó Jake.

Sikorsky se lo quedó mirando, tiró el cigarrillo al suelo de mármol y lo aplastó con la bota, en un gesto crudo, un campesino con un barniz de buenas maneras.

– Venga al Adlon, hacia las ocho. Hablaremos en privado -dijo. Después señaló el bolígrafo de Jeanie, que Jake aún sostenía en la mano-. Y nada de notas. Quizá podamos llegar a algo.

– Sabía que diría eso.

– ¿De verdad? Entonces permítame que lo sorprenda. Esta vez el enigma es para usted. No puedo satisfacer el precio que me pide. Yo también quiero saber quién mató al teniente Tully. -Sonrió ante la expresión de Jake, como si acabara de ganar la primera partida-. Hasta las ocho.

Jake volvió a cruzar el pasillo, le daba vueltas en la mano al bolígrafo de Jeanie con gesto nervioso. Nada iba a dar resultado, ni Shaeffer y su disfraz de soviético, ni aquella entrevista. Otra negociación que no avanzaba. «No puedo satisfacer el precio que me pide.» Entonces, ¿por qué se había mostrado de acuerdo? Esa maliciosa sonrisa eslava mientras aplastaba el cigarrillo, como si fuera un insecto…

La puerta del despacho estaba cerrada, pero no con llave. El escritorio se encontraba tal y como lo había dejado Jeanie, ordenado para marcharse a comer. Devolvió el bolígrafo a su sitio y echó un vistazo a los archivadores. ¿Adonde habría ido? ¿Al comedor del sótano? Abrió el cajón en el que se encontraba la carpeta de asuntos pendientes y encontró un taco de hojas de papel carbón además de unos separadores alfabéticos. De Francfort a Oakland. Aunque no supiera su nombre, tenía que estar por allí. ¿Y luego qué? ¿Enviaría un mensaje a través de los canales? ¿Un telegrama a Hal Reidy para que lo localizara? Tardaría semanas de todos modos. Quienquiera que fuera la persona anónima que se encontraba navegando por el Atlántico, representaba otro cabo suelto. Jake cerró el cajón.

Echó mano al siguiente módulo, en el que Jeanie había archivado el informe de la policía hacía semanas. Por curiosidad, abrió el cajón para ver si todavía estaba allí. Había una pequeña carpeta sólo para Tully. El informe completo de la DIC con el informe de balística, una carta oficial de condolencia para la madre, el recibo de los gastos de expedición del ataúd y demás preparativos. Nada más, como si las aguas del Havel se lo hubieran tragado. Volvió a leer el informe, pero era el mismo que había visto ya: el acta de servicio, las misiones anteriores, los ascensos. «¿Por qué sigues interesándole a Sikorsky?», se preguntaba mientras lo hojeaba sin obtener respuesta, como de costumbre.

Abrió el cajón de debajo y hurgó dentro. A lo mejor encontraba alguna referencia cruzada, como los archivos del Centro de Documentación. Actas de la Kommandatura, presupuestos de las provisiones de víveres; la verdadera gestión de la ocupación, cajones y cajones llenos. Volvió a abrir el cajón del traslado y fue directo a la T. Echó un vistazo a los expedientes sin muchas esperanzas y, de pronto, se detuvo, sorprendido de que el nombre le saltara a la vista. Tal vez se tratara de otro Patrick Tully, más afortunado. Sin embargo, el número de serie era el mismo.

Sacó la hoja. Ordenes de viaje, de Bremen a Boston; fecha de salida, 21 de julio. Habría estado de vuelta en su hogar de Natick al final de la semana. Tenía que tratarse de otro truco, pero ¿cuál? ¿Para qué fue a Berlín? No sería para volar hasta Bremen, sin equipaje. La respuesta obvia era que quería cobrar, recoger el dinero para el viaje de vuelta a casa. Sin embargo, ¿por qué fue al Centro de Documentación? Jake se quedó mirando el papel de calco. No habían encontrado órdenes de viaje entre sus efectos. ¿Era posible que Tully no lo hubiera sabido, que hubiera seguido enfrascado en sus asuntos mientras su billete de vuelta a casa se encontraba en algún lugar de los canales burocráticos que recorrían Alemania?

– ¿Ha encontrado lo que estaba buscando? -Jake se volvió y observó a Jeanie de pie en la puerta con un bocadillo y una coca-cola-. ¡Qué descaro!

– Lo siento, es que me he acordado de su nombre después de que se marchara y pensaba que podría averiguar la dirección. No creí que le importara…

– La próxima vez que necesite algo, pídalo. Ahora será mejor que salga de aquí antes de que me entere de qué es lo que busca de verdad.

Jake se encogió de hombros. Se sentía como un colegial al que hubieran sorprendido registrando a hurtadillas el archivo del director.

– Ya le he dicho que lo siento -se disculpó mientras devolvía el papel a su sitio y cerraba el cajón-. No es precisamente un secreto de Estado.

– Se lo digo en serio, lárguese. Si lo encuentra aquí, nos cortará la cabeza a los dos. Le tengo aprecio, pero no tanto.

Jake levantó las dos manos como si se diera por vencido.

– De acuerdo, de acuerdo. -Se dirigió a la puerta y, al llegar, se detuvo sin soltar el pomo-. ¿Puede decirme una cosa?

– ¿Qué?

– ¿Cuánto tardan en llegar unas órdenes normalmente? Me refiero a las copias.

– ¿Por qué? -preguntó la chica con recelo. A continuación, dejó la coca-cola encima del escritorio y se apoyó en el borde-. Mire, las cosas llegan cuando llegan. Depende de cuándo las envían. Su amigo estaba en Francfort, ¿no? A saber cuánto pueden tardar. Francfort es un caos. Munich funciona bien, pero Francfort… Vaya a saber.

– ¿Y si las cancelaron?

– Lo mismo, pero ¿a qué viene todo esto?

– No lo sé muy bien -dijo, y sonrió-. Sólo estaba pensando. Gracias por su ayuda. Ha sido un placer. Tal vez algún día podamos tomar algo.

– Estoy impaciente -respondió.

Jake salió del despacho y empezó a bajar la gran escalera digna de un teatro de la ópera. Tratándose de Francfort, a saber cuánto podían tardar. Sin embargo, las órdenes del despachador de vuelo ya se encontraban allí. ¿Por qué no las de la cancelación de Tully, que tenían que ser anteriores? A menos que nadie se hubiera tomado la molestia, pensando que su muerte lo solucionaba todo. En el manifiesto aparecería que no se había presentado a la hora de embarcar, un papel menos.

Una vez en la calle, se dirigió a la hilera de jeeps aparcados en el patio, como los viejos taxis de Zoo Station o del Kaiserhof. Los aparcaban allí o en la sede central de Dahlem; divisiones de la flota, esperando a distintos pasajeros. Si alguien quería cubrir un trayecto, aquél era el lugar al que debía dirigirse. A menos que ya contara con un chófer ruso.

Jake volvió a Savignyplatz y se encontró a Erich jugando con algunas chicas del edificio, para las que era como un nuevo juguete. Pensó que era probable que le estuvieran dedicando más atención de la que había recibido hasta entonces en toda su vida. Rosen estaba en el apartamento con su maletín de médico, tomando un té. La habitación desprendía un aire hogareño poco habitual. Lena lo siguió hasta el dormitorio.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Todavía nada. Sikorsky quiere que cenemos en el Adlon.

– Bien, en el Adlon -dijo con ironía atusándose el pelo-. Como en los viejos tiempos.

– Tú no. La cena es para dos.

– ¿Piensas ir solo? ¿Y Shaeffer?

– Primero tengo que arreglar las cosas.

– ¿Y luego iré yo?

– Veamos primero lo que tiene que decirme.

Cogió la pistola de Liz de la cómoda y abrió la recámara para examinarla.

– ¿Te refieres a que no lo hará?

– De momento lo que dice es que Emil está en el oeste.

– ¿En el oeste?

– Eso dice -respondió Jake, que había captado en el espejo la expresión angustiada de Lena-. No te preocupes, lo hará. Sólo quiere retrasar el compromiso.

– No te cree -dijo, aún inquieta.

Jake se volvió hacia ella.

– Sí me cree. Es un juego, eso es todo, así que tendremos que seguir sus reglas. -La cogió por el hombro-. Ahora, basta. Dije que sacaría a Emil de allí y lo haré. Lo haremos así. Sikorsky es de los que prefiere empezar por una cena para romper el hielo.

Lena se apartó.

– ¿De verdad? ¿Eso es todo? ¿Una cena?

– Sí.

– Entonces, ¿por qué te llevas la pistola?

– ¿Has visto el Adlon últimamente? -Ella lo miró sin comprender-. Está lleno de ratas.

17

Todo fue mal desde el principio. Los rusos, sin motivo aparente, habían establecido un puesto de control en la Puerta de Brandeburgo y, para cuando dejaron pasar a Jake, después de que les mostrara su documentación, ya se le había hecho tarde. Aún perdió más tiempo al tratar de encontrar el camino entre las ruinas desiertas del Adlon, y al final lo rescató un hombre vestido de chaqué que apareció en la oscuridad como un fantasma del pasado. Parecía un recepcionista sin mostrador. Dados los estragos, era un milagro que alguien siguiera viviendo allí. El vestíbulo y el edificio principal que daba a Unter den Linden habían quedado destrozados, pero entre los escombros se abría un amplio camino que conducía a un anexo trasero. El recepcionista lo orientó con la linterna a través de los pequeños montones de ladrillos, pasando por encima de ellos como si no fueran más que restos que la empleada de la limpieza aún no había pasado a recoger. Luego subieron un tramo de la escalera de servicio hasta el pasillo en penumbra. Al final, se abría un comedor muy iluminado, tan surrealista como todo lo demás, un hervidero de uniformes soviéticos y camareros que transportaban fuentes ataviados con chaqueta blanca. Las ventanas, abiertas, daban a un agujero que antes había sido el jardín de Goebbels. Sikorsky estaba sentado cerca de una de ellas y expulsaba el humo del cigarrillo hacia el aire nocturno. Jake apenas había echado a andar hacia él cuando alguien lo aferró por la manga.

– ¿Qué haces tú aquí?

Jake se sobresaltó. Estaba más nervioso de lo que creía.

– Brian -dijo, medio aturdido.

Su rostro rubicundo también tenía algo de surrealista, fuera de lugar. Estaba sentado a una mesa de cuatro, con dos soldados rusos y un pálido civil.

– No habrás venido por la comida, me imagino. Aunque a Dieter le encanta el colinabo. ¿Te apetece tomar algo?

– No puedo. He quedado con alguien, para una entrevista.

– Nadie mejor que esta gente. Tomaron el Reichstag. Este de aquí plantó la bandera en persona.

– ¿De verdad?

– Bueno, eso dice, lo que viene a ser lo mismo. -Echó un vistazo alrededor de la sala-. No será Sikorsky, ¿verdad?

– Ocúpate de tus asuntos -soltó Jake.

– No conseguirás nada. Es como querer sacar agua de las piedras. ¿Irás luego al centro? Va a haber una buena juerga.

– ¿Por qué?

– ¿No lo has oído? El Sol Naciente está a punto de ponerse. Sólo están esperando un telegrama. Esto ya está hecho, ¿no te parece? Seis jodidos años.

– Sí, se acabó.

– ¡Salud! -exclamó Brian, y al levantar la copa volvió los ojos hacia Sikorsky-. Ándate con cuidado. Ese se carga hasta a los suyos.

– ¿Quién lo dice?

– Todo el mundo. Pregúntaselo. -Apuró la copa-. No, mejor no lo hagas. Ve con cuidado.

Jake le dio una palmada en el hombro y se alejó. Sikorsky se había puesto en pie mientras lo esperaba. Al encontrarse, no le estrechó la mano, sólo asintió mientras Jake se quitaba la gorra y la dejaba encima de la mesa tocando la del ruso, como si también las gorras fueran a enfrentarse.

– ¿Un colega? -inquirió Sikorsky, y se sentó.

– Sí.

– Bebe demasiado.

– Sólo lo aparenta. Es un viejo truco de reportero.

– Los ingleses… -dijo Sikorsky sacudiéndose un poco de ceniza-. Los rusos bebemos de verdad. -Sirvió un vaso de vodka y se lo acercó a Jake, tenía la mirada clara y sobria-. Muy bien, señor Geismar, ya tiene su entrevista, pero no dice nada. -Dio una calada a su cigarrillo negro sin apartar la vista de los ojos de Jake-. ¿Hay algún problema?

– Nunca había mirado a los ojos a un hombre que quisiera asesinarme. Es una sensación extraña.

– Eso es porque no ha estado en la guerra. Yo he mirado a cientos. Claro que ellos también me han mirado a mí.

– ¿También rusos? -preguntó Jake, buscando su reacción-. He oído que mata a sus propios hombres.

– No eran rusos, eran saboteadores -puntualizó sin inmutarse.

– Desertores, querrá decir.

– En Stalingrado no había desertores, sólo saboteadores. La primera opción no existía. ¿Es de eso de lo que quiere hablar? ¿De la guerra? No sabe nada de ella. Defendimos el frente. Nos atacaban por delante y por detrás. Un buen incentivo para combatir. Era necesario ganar, y ganamos.

– Algunos ganaron.

– Permítame que le cuente una historia, ya que parece que le interesa. Teníamos que abastecer la línea desde el otro lado del Volga y los alemanes cubrían la orilla desde lo alto. Si desembarcábamos, nos dispararían. Pero teníamos que desembarcar. Así que enviamos a muchachos, no a soldados. Nos servimos de niños.

– ¿Y?

– Les dispararon.

Jake apartó la mirada.

– ¿Adonde quiere ir a parar?

– Lo que quiero decir es que seguramente usted no puede hacerse una la idea de lo que fue. Es imposible que entienda lo que tuvimos que pasar. Tuvimos que volvernos de acero. Después de eso, unos cuantos saboteadores no significan nada de nada.

– Me pregunto si ellos opinaban lo mismo.

– Se está poniendo sentimental. Nosotros no podíamos permitirnos ese lujo. -Llamó al camarero y le tendió unos cuantos cupones-. Dos. Lo siento, pero no hay carta. ¿Le gusta la sopa de repollo?

– Es uno de mis platos favoritos.

Sikorsky alzó las cejas y hizo un gesto al camarero para que se fuera.

– Tal como dice Gunther, le encantan las bromas. Es un cínico, como todos los sentimentales.

– Han hablado de mí.

– Claro. Una combinación muy curiosa. También es perseverante. ¿Qué quiere? Todavía no lo sé.

– ¿A él también le pagó?

– ¿Para que me hablara de usted? -Sikorsky esbozó una sonrisa-. No se preocupe por eso. No es corrupto. Es un ladrón, pero no un degenerado. Otro sentimental.

– Tal vez no queramos volvernos de acero.

– Entonces no ganarán -se limitó a responder Sikorsky-. Acabarán cediendo.

Jake se recostó y se quedó mirando el duro rostro del soldado, el brillo literalmente metálico del sudor bajo la luz intensa.

– Explíqueme una cosa -dijo, casi en un susurro-. ¿Qué ocurrirá cuando todo termine? -La vieja pregunta surgía de nuevo-. Los japoneses van a rendirse. ¿Qué pasará entonces con todo? ¿Con tanto acero?

Sikorsky lo miró intrigado.

– ¿Le parece que todo ha terminado?

Antes de que pudiera responder, el camarero llegó con la comida. La manga blanca deshilachada le quedaba demasiado larga y estuvo a punto de meterla en la sopa. Sikorsky empezó a sorber haciendo ruido, sin molestarse en apagar el cigarrillo.

– Bien, ¿empezamos? -lo invitó, y echó un trozo de pan en el caldo-. Dijo que quería hacer un trato, pero la verdad es que no tiene ninguna intención de entregarnos a Frau Brandt. ¿A qué está jugando?

– ¿Qué le hace pensar eso? -preguntó Jake, desconcertado.

– ¿Es la mujer que conocí en Unter den Linden? Creo que no se trataba sólo de una amiga. -Negó con la cabeza-. No, ninguna intención.

– Se equivoca -lo contradijo Jake tratando de hablar en tono firme.

– Me alegro, pero no tiene importancia. No me interesa si Herr Brandt se reúne con su esposa o no. Será bueno para él, pero a mí me da igual. Ya ve, me ha ofrecido el producto equivocado. La próxima vez, pruebe con el carbón, con algo más buscado. Con eso no puede negociar.

– Entonces, ¿por qué no lo ha trasladado?

– Sí lo he hecho. Un instante después de que me dijera dónde se encontraba. Si usted lo sabía, tal vez lo supiera alguien más. Medidas de precaución, puede que innecesarias. Gunther dice que trabaja usted solo, y lo admira por ello. Tal vez porque cree que son iguales, pero no es más que un imbécil. -Levantó la vista del plato-. Nosotros no somos imbéciles. Muchos han cometido ese error, incluso los alemanes, hasta que los destruimos. -Se llevó el pedazo de pan mojado a la boca y lo sorbió.

– Pero lo ha retenido en Berlín -continuó Jake sin darse por vencido.

– Sí, durante demasiado tiempo. Eso fue cosa de su querido teniente Tully. Dijo que lo retuviera aquí, que tal vez necesitara su ayuda. Un error.

– ¿Su ayuda? ¿Para qué?

– Para dar con los demás -se limitó a responder Sikorsky.

– Emil nunca…

– ¿Eso cree? No ponga nunca la mano en el fuego por lo que un hombre es o no es capaz de hacer. De todas formas, en este caso coincido con usted. No es como Tully, ése sí era capaz de cualquier cosa.

– Incluso de utilizar a Lena para obligar a Emil a colaborar.

– Yo también creía que ése era su plan. Así que, como bien dice, la busqué, la moneda de cambio. Sin embargo, ahora sé que estaba equivocado. Tully no lo sabía.

– ¿Qué es lo que no sabía?

– Lo de usted. ¿Qué utilidad tiene una esposa que está con otro hombre? Ninguna. La infiel Frau Brandt. Ya lo ve, señor Geismar, va por mal camino. Me ofrece a la esposa, finge que me la ofrece, pero en realidad yo quiero a sus compañeros de trabajo, no a su mujer. A ella ya no la necesito para nada. De hecho, parece que nunca me hizo falta. Gracias por aclarar ese asunto. Ha llegado el momento de que Brandt salga de Berlín. No hay ningún motivo para que siga aquí, y no está en Burgstrasse. Por cierto, ¿cómo lo supo?

– Lo vieron -respondió Jake.

– ¿Los americanos? Como creía, era mejor sacarlo de aquí. Además, tiene trabajo que hacer. La demora ha sido un error. Tómese la sopa, se le está enfriando.

– No me apetece.

– Entonces, no le importará. -Sikorsky estiró los brazos para intercambiar los platos-. Desperdiciar la comida…

– Sírvase -dijo Jake mientras le daba vueltas a la cabeza tratando de ordenar las ideas.

Iba a utilizarla de moneda de cambio, pero Tully no la buscaba a ella, había ido al Centro de Documentación. ¿Lo sabría Sikorsky? Seguía sin soltar prenda, sólo comía sopa. Detrás de ellos, en la mesa de Brian, cada vez había más ruido. Los brindis y las carcajadas llegaban a sus oídos como un eco mientras miraba el plato de sopa. «Me ha ofrecido el producto equivocado.»

– Entonces, ¿por qué me ha citado aquí?

– Ha sido usted quien me ha citado -puntualizó Sikorsky en tono insulso mientras inclinaba el plato para apurarlo.

– Ya, y pensó que resultaría divertido mandarme al cuerno.

– No, divertido no. A mí no me gustan tanto las bromas como a usted. Tuve una idea y quería proponerle otro trato, algo que los dos queremos. ¿Me permite que le sorprenda?

– Pruebe.

– Voy a llevarlo hasta Emil Brandt.

Jake bajó la vista despacio, no se fiaba de su propia reacción. El mantel blanco estaba manchado. Sikorsky seguía sujetando la cuchara entre sus dedos toscos.

– ¿De verdad? ¿Por qué querría hacer eso?

– Será útil. No hace más que… ¿Cómo ha dicho? Soñar con ella. Es cierto, no deja de nombrarla. «¿Cuándo vendrá?» -preguntó con voz de falsete-. Es mejor para su trabajo que no albergue falsas esperanzas. A mí no me creería, pero a usted, al novio de su esposa… -Arrastró la palabra «novio»-. Puede ir a decirle adiós de parte de ella, y así Brandt se marchará tranquilo. Sólo se trata de un pequeño favor.

Se enjugó la comisura de los labios con la servilleta y luego la dejo hecha un ovillo encima de la mesa.

– Es usted un verdadero cabrón, ¿verdad?

– Señor Geismar -dijo Sikorsky con un brillo en los ojos-. No soy yo el que se acuesta con la esposa de Brandt.

– ¿Y cuándo se supone que voy a hacerlo? -preguntó Jake mientras trataba de aparentar serenidad.

– Ahora. Se marcha mañana. Es mejor así, si los americanos saben lo de Burgstrasse. Se estarán poniendo nerviosos, así que también puede tranquilizarlos a ellos. No va a volver.

– Protestarán.

– Sí, les gusta hacerlo. Pero él ya no estará aquí. Uno más que se decanta por el futuro soviético. ¿Nos vamos ya? -Cogió el sombrero.

– Va demasiado deprisa.

Sikorsky sonrió.

– Es el elemento sorpresa. Resulta muy efectivo.

– Me refiero a que no hemos terminado. Yo todavía no tengo lo que quiero.

Sikorsky se lo quedó mirando sin comprenderlo.

– La información. En eso consistía el trato.

– Señor Geismar -dijo con un suspiro-, ¿tiene que ser precisamente ahora? -Dejó la gorra, encendió otro cigarrillo y miró el reloj-. Le doy cinco minutos. ¿Quiere que le hable de su amiga, la del mercado? Ya se lo dije, una desgracia…

– El objetivo era yo. ¿Por qué?

– Porque era un fastidio -soltó enseguida el ruso en tono aburrido mientras apartaba el humo-. Y lo sigue siendo.

– ¿A quién se lo parezco? A usted no.

Sikorsky se lo quedó mirando sin responderle, luego se volvió hacia la ventana abierta.

– ¿Qué más?

– Dijo que usted también quería saber quién mató a Tully. ¿Por qué?

– ¿No le parece obvio? Era mi cómplice, tal como lo describiría usted. Ahora tendremos que procurarnos otra fuente de suministro. Ha sido una muerte muy inoportuna. -Se volvió-. ¿Qué más?

– Fue a buscarlo a Tempelhof. ¿Adonde lo llevó?

– ¿Le importa?

– La entrevista la hago yo. Quiero conocer los detalles. ¿Adonde?

Sikorsky se encogió de hombros.

– A buscar un jeep. Quería uno.

– ¿Al Consejo de Control? -insistió Jake, y dio un trago.

– Sí, a Kleist Park. Allí hay jeeps.

– ¿Y luego?

– ¿Luego? ¿Cree que era el momento de dar un paseo por Berlín, de que nos vieran juntos?

– Los vieron en Tempelhof.

– ¿Quién? -dijo. De súbito se había puesto en guardia.

– La mujer a quien mató en Potsdam.

– Ah -dijo con cara de pocos amigos, sin saber muy bien cómo reaccionar. Acabó por sacudirse el tema al tiempo que hacía lo propio con la ceniza que había caído sobre la mesa-. Bueno, está muerta.

– Pero los vieron. ¿Por qué fue a buscarlo?

– Creo que puede deducirlo.

– Para entregarle dinero.

Sikorsky asintió.

– Claro. Lo único que le importaba era el dinero. Lo adoraba. Es el punto débil de los americanos.

– Es muy fácil criticarnos y utilizar nuestras planchas.

– Lo hemos pagado con sangre. ¿Nos envidia la contabilidad? Hemos pagado por cada marco.

– En fin. La cuestión es que le pagó por Brandt.

– Pues la verdad es que no. ¿Le interesan ese tipo de detalles? Le pagaron cuando llegó a la frontera con Brandt. Al contado, en el momento de la entrega.

– ¿Tully lo llevó en coche hasta la zona rusa?

Así que no había pasado el fin de semana en Francfort.

Sikorsky se recostó, con suficiencia. Un veterano contando historias de la guerra.

– Era lo más seguro. Sacar a Brandt en avión habría resultado demasiado arriesgado, habría sido más fácil seguirle la pista. Tenía que desaparecer sin dejar rastro. Así que Tully lo acompañó en coche. No estaba muy lejos. Aun así, ¿sabe una cosa? Nos pidió gasolina para la vuelta. Siempre exigía un poco más, era de esa clase de gente. Ahí tiene otro detalle. Hizo el viaje de vuelta con gasolina rusa.

– Entonces, ¿por qué le pagó en Tempelhof?

– Por las siguientes entregas.

– ¿Le pagó por anticipado? ¿Se fiaba de él?

Sikorsky sonrió.

– Usted no lo conocía. Era cuestión de darle un poco, siempre volvía a por más. Sin ninguna duda. Era una inversión segura.

– Que acabó perdiendo…

– Por desgracia, pero eso ya no importa. Como usted mismo ha dicho, podemos imprimir más dinero. ¿Ha quedado satisfecho? Venga conmigo, verá cómo termina la historia.

– Una última cosa. ¿Por qué quiere saber quién lo mató? Por eso me ha hecho venir, ¿verdad? Quería que le dijera lo que sé.

– Ya lo ha hecho. Ya me ha dicho lo que quería saber: no lo sabe.

– Pero ¿qué más le da eso ahora? Ya tiene a Brandt, y el dinero no le importa. ¿Se trata de venganza? Tully le traía sin cuidado.

– Él, sí; su muerte, no. Se fue en coche y lo asesinaron. ¿Fue víctima de las malas compañías? En este caso, debo decir que es lo más probable. No es un final sorprendente para un hombre como él. Pero seguía llevando el dinero encima, y eso resulta más extraño. A menos que haya algo más. Los americanos, por ejemplo. Si conocían nuestro trato. En tal caso, habría que hacer algo antes de que… Bueno, antes de que ocurriera nada más. «¿Qué querrá nuestro buen señor Geismar? -me pregunto-. ¿Trabajará para ellos?» Así que observo su expresión mientras va moviendo las piezas, mientras hace sus preguntas, y lo sé. Está usted solo. Cuando juegue al ajedrez con un ruso, señor Geismar, resérvese algo, deje alguna figura en la fila de atrás. Ahora, basta de tonterías.

Cogió la gorra. Jake se aferró al borde del mantel como si la mesa, igual que todo lo demás, fuera a escapársele de las manos. Tenía que hacer algo.

– Siéntese -le ordenó.

Sikorsky le miró con severidad, irritado. No estaba acostumbrado a que le dieran órdenes. Poco a poco, hizo retroceder la mano.

– Mejor así. Yo no sé jugar al ajedrez y usted no es tan bueno como cree interpretando expresiones. ¿Qué le hace pensar que voy a acompañarlo? ¿Por qué iba a seguir a un hombre que ha intentado asesinarme?

– ¿Eso es todo? Si quisiera asesinarlo, lo haría ahora mismo. Aún puedo hacerlo.

– Lo dudo. Hay testigos. -Jake señaló a la mesa de Brian con un rápido ademán de la cabeza-. Un accidente en el mercado es más propio de su estilo. Lástima que no se ocupara usted en persona. Seguro que tiene muy buena puntería.

– Excelente -puntualizó Sikorsky, expulsando humo.

– Pero es pésimo juzgando personalidades. Veamos ahora qué indica su rostro. Tully no iba a entregarles nada, les estaba tomando el pelo. Volvía a Estados Unidos al final de esa semana. No, no se moleste, es cierto. He visto las órdenes. Sólo engrosaba un poco la recaudación antes de dejarlos tirados. -Sikorsky lo miraba con total frialdad, mantenía el rostro inexpresivo-. Ya… Me lo imaginaba. ¿Quiere que le cuente más? Tenía una cita con un funcionario de la División de Seguridad Pública. ¿Le interesa? Debería. Le gustaba jugar a dos bandas. Tal vez ustedes no eran el mejor postor.

– ¿Postor de qué? -preguntó Sikorsky calmado.

– De lo que pensaba utilizar para tener a todos los de Kransberg. Estaba haciendo una liquidación antes de dejar el negocio. Y le aseguro que no tenía nada que ver con Emil ni su mujer.

– ¿Por qué habría de creerle?

– Porque yo sé adonde fue aquel día y usted no. Me lo acaba de decir usted mismo.

– ¿Adonde?

– Bueno, si se lo dijera, ambos lo sabríamos. ¿Qué sentido tendría eso? De esta forma, adquiero un seguro, una pequeña garantía de que no va a apretar el gatillo. Soy demasiado valioso para que me dispare.

Sikorsky apagó el cigarrillo, restregándolo adelante y atrás.

– ¿Qué quiere? -dijo al fin.

Jake negó con la cabeza.

– La información que me proporciona no es lo bastante buena. Ya ve, es usted quien me ofrece el producto equivocado. No quiero ver a Emil. Puede despedirme de él.

– No quiere verlo -repitió Sikorsky con escepticismo.

– No especialmente. Pero su esposa sí. Lo único que quería era llegar a un acuerdo como favor hacia ella. A usted le trae sin cuidado, por lo que veo, pero tenía que demostrarme que es un tipo duro. De acero. Nadie obtiene lo que quiere. -Hizo una pausa y, a continuación, levantó la mirada-. Ella quiere verlo. Ese sigue siendo el trato. Yo en su lugar, no me daría tanta prisa en trasladarlo… si quiere que sigamos hablando.

Por detrás de ellos se oyó una carcajada. Era Brian, borracho como una cuba, que se reía de uno de sus propios chistes.

– Me parece que se trata de otro viejo truco de reportero -dijo Sikorsky con sarcasmo.

– Usted decide. Yo me lo pensaría. Ya sabe, la desconfianza es un arma de doble filo. Acaba con todo, corroe incluso el acero. Es el punto débil de los rusos. -Ahora le tocaba a él coger la gorra-. De todas formas, gracias por la sopa. Cuando cambie de idea, hágamelo saber.

Se levantó y Sikorsky se vio obligado a hacer lo mismo; seguía mirándolo fijamente a los ojos.

– Me parece que ha sido una pérdida de tiempo para ambos, señor Geismar.

– No, no del todo. Sólo quería saber algo, y ya lo sé.

– Y para eso tantas preguntas…

– Es un truco de reportero. Si uno consigue que la gente hable, casi siempre le acabará diciendo lo que quiere averiguar.

– ¿De verdad? -dijo Sikorsky en tono seco-. ¿Qué es lo que ha averiguado?

Jake se inclinó hacia delante y apoyó las manos en la mesa.

– Que sigue, que no se acabó con Tully. Sólo trataban de hacernos creer que sí, y por eso iba a llevarme a ver a Emil, para que le dijera a todo el mundo que vi cómo se marchaba y quién lo había entregado. Asunto concluido. Pero no es así, me lo acaba de decir usted. Habrá próximas entregas. Emil tiene que desaparecer sin dejar rastro. ¿Por qué? Asesinan a Tully, pero la cosa no termina ahí. Su muerte sólo ha sido un contratiempo, un obstáculo para la operación. Iba a marcharse a casa, pero eso no era el fin del mundo. ¿Por qué? Porque no trabajaba solo. -Jake se enderezó-. Como en Stalingrado, ¿verdad? Siguen protegiendo su línea de abastecimiento. Tully no era uno de los suyos, era sólo uno de esos niños a quienes los alemanes podían liquidar, prescindible siempre que los barcos puedan seguir avanzando. No le importa quién lo mató, sólo que descubramos cómo funciona todo. De pronto Geismar está metiendo las narices. Ha encontrado la relación con Tully; tiene la mitad de la historia, así que será mejor que le hagamos creer que ya lo sabe todo, incluso que le concedamos una entrevista de despedida. Ya le he dicho que es usted pésimo con las caras. ¿Cree que voy a dejarlo correr? Cuando empezó todo, pensé que me tenía por una manzana podrida en el mercado negro, pero cada vez se hacía más grande. No se trata sólo de Tully, ni de Brandt. Ni siquiera de usted. Todo el barril está podrido. Y el proveedor sigue operando, vendiéndonos hasta agotar las existencias. Esa es la historia que quiero.

Sikorsky seguía imperturbable.

– Si vive para escribirla.

– Eso depende de usted, ¿verdad? -dijo Jake mientras señalaba con la cabeza la funda de la pistola de Sikorsky-. Si está seguro de que soy el único que lo sabe… ¿Lo está? -Se miraron a los ojos durante un segundo, inmóviles. Por fin, Jake se puso la gorra-. Jaque mate.

Sikorsky lo miró fijamente, luego alzó la palma de la mano, despacio, para indicarle que se detuviera. Resignado, la volvió a colocar encima de la mesa y le hizo un gesto a Jake para que se sentara.

– Está llamando la atención.

Sikorsky se sentó, pero, incluso después de que Jake también lo hiciera, permaneció en silencio sin dejar de recorrer el comedor con la mirada, como si estuviera repasando todas las opciones. Jake aguardaba. ¿Cómo empezaría? Sin embargo, Sikorsky siguió callado, con la mirada vacía clavada por encima del hombro de Jake. De pronto, de forma inesperada, enarcó las cejas y esbozó una extraña sonrisa, apenas un ligero temblor de su boca cerrada.

– Juega muy mal al ajedrez, señor Geismar -dijo sin dejar de mirar a lo lejos.

– ¿Si?

– Muy mal. Incluso un mal jugador sabe que no hay que exponer mucho la reina.

Su sonrisa se hizo más amplia, ahora era un gesto de satisfacción. Jake, percibiendo un ligero cambio en el ambiente, se volvió para mirar.

La vio junto a la mesa de Brian, permitiendo que él le cogiera la mano. Llevaba el pelo recogido con horquillas, y en la parte delantera de su vestido brillaban las vetas de lentejuelas. Todo el salón se había quedado en silencio y la observaba. En el sobrecogimiento del siguiente segundo, Jake lo vio todo acelerado, una secuencia de precipitados fotogramas: Brian le besaba la mano, le ofrecía una bebida, los rusos se levantaban, Lena rehusaba con amabilidad, por fin su mirada se dirigía hacia él con atrevimiento y determinación, con el rostro ruborizado por la propia osadía, la misma expresión que cuando saltó de la barca para zambullirse en el Havel. Jake, al levantarse, notó que la sala oscilaba a su alrededor. Sin embargo, en medio del pánico a que todo saliera mal, lo que más le dolía, lo que lo atenazaba, eran las lentejuelas, el hecho de que se hubiera arreglado para Emil.

– Frau Brandt -la saludó Sikorsky, acercando una silla-. Qué visita tan oportuna. ¿Ha venido a ver a su marido?

– Sí.

– Muy bien. Se alegrará mucho. El señor Geismar había rechazado la invitación, pero parece que usted es de otra opinión.

– ¿Has rechazado la invitación? -le dijo a Jake.

– El general no tiene interés en conceder ninguna entrevista. Van a llevarse a Emil al este mañana -respondió Jake sin alterarse.

– ¿Al este? Pero entonces… -se interrumpió al percibir la mirada de él.

– Sí -confesó Sikorsky-. Ya ve, es muy oportuna. Claro que usted también será bien recibida. Una invitada de honor para el Estado.

– ¿Quiere decir que se marcha? -Se volvió y miró a Jake con rabia-. ¿Tú lo sabías?

– Es una sorpresa del general. Justo ahora estábamos acordando otra cosa. Retrasar la fecha de partida.

– ¡Ah! -exclamó Lena, y bajó la mirada; al fin se daba cuenta-… Retrasar la fecha.

– Aunque ahora ya no será necesario -aclaró Sikorsky.

– Pensaba que no te creería -dijo Lena con debilidad, sin levantar la mirada de la mesa.

– Tenía razón. Le ruego que me disculpe -le dijo Sikorsky a Jake. Sirvió un poco de vodka y le acercó el vaso a Lena-. ¿Le apetece una copa?

Ella negó con la cabeza y, mordiéndose el labio inferior, dijo:

– Se marcha. Así que no podré verlo.

– No, no, querida. Puede verlo ahora mismo. Eso es lo que trato de explicarle. -Se volvió hacia Jake, divertido-. Es lo que quería, ¿no? -dijo con suavidad.

Lena respondió por él.

– Sí, quiero verlo. ¿Puede arreglarlo?

Sikorsky asintió.

– Venga conmigo.

– Nadie se va a ninguna parte -se plantó Jake, y puso una mano sobre la de Lena-. ¿Cree que voy a dejarla salir de aquí con usted?

Sikorsky puso los ojos en blanco.

– Su amigo es desconfiado, como un ruso -dijo en tono provocativo-. Tranquilícese. No nos vamos muy lejos, está arriba. Luego acompañaré a Frau Brandt hasta aquí otra vez, y usted y yo podremos finalizar nuestra entrevista. Una conversación interesante -observó, volviéndose hacia Lena-. El señor Geismar aún tiene cosas que contarme. -Miró a Jake-. Usted será la garantía para que ella vuelva.

– ¿Arriba? -preguntó Jake-. ¿Quiere decir que está aquí?

– Pensé que sería mejor tenerlo cerca, por su seguridad. Y ya ve qué práctico.

– Lo tiene todo calculado, ¿verdad?

– Bueno, no esperaba a Frau Brandt. A veces…

– Pues tendrá que planear otra cosa. No va a ir. Así no.

Sikorsky suspiró.

– Es una lástima, pero no importa.

Lena miró a Jake y retiró su mano de debajo de la de él.

– Sí, iré.

– No, no irás.

– Yo decido -concluyó ella.

– Tiene razón, Frau Brandt -intervino Sikorsky-. Usted decide. Tómese algo, señor Geismar. No tardaremos.

Jake los miró a ambos, no tenía ninguna opción. Sikorsky apartó su silla.

– Si ella va, yo también.

– ¿No le parece que su presencia va a resultar molesta? -espetó Sikorsky, divertido.

– No los miraré a ellos, sólo me fijaré en usted. Si intenta algo…

Sikorsky hizo un gesto de desdén con la mano.

– Muy bien -convino Jake-, entonces quédense aquí sentaditos mientras yo le comunico a Brian adonde vamos. Si no estamos de vuelta en quince minutos…

– ¿Qué? ¿Irá por refuerzos? Usted venía solo…

– ¿Está seguro? -replicó Jake, y se puso en pie.

– Claro -aseguró Sikorsky-. Mis hombres tenían instrucciones de avisarme si lo seguían. Desde el puesto de control.

Jake se quedó sin habla mientras asimilaba la situación. Lo tenía todo calculado. ¿Qué más habría planeado?

Sikorsky hizo un gesto afirmativo al volverse hacia la mesa en la que Brian se estaba riendo.

– Menudo héroe ha elegido.

– Por lo menos es capaz de dar la alarma. No tengo intención de desaparecer sin dejar rastro, y usted no quiere un escándalo. Usted no.

– Como quiera, pero déle la pistola. -Sonrió-. ¿O piensa utilizarla cuando estemos arriba? -Señaló al arma agitando el dedo índice-. Un poco de confianza señor Geismar, por favor. -Le sostuvo la mirada hasta que Jake sacó la pistola y la colocó encima de la mesa.

Al verla, Lena se incorporó, sobresaltada, como si se tratara de un ser vivo que hubiera estado aguardando el momento del ataque escondido bajo las palabras. Jake no dejó de mirarla mientras se dirigía a la mesa contigua para hablar con Brian. Estaba rígida, tensa, también notó que estaba asustada. Sin embargo, cuando volvió, dejando a Brian con la boca abierta, ella se levantó sin decir nada. Mientras Sikorsky los conducía fuera del salón, hasta los camareros se la quedaban mirando, cautivados por los destellos de las lentejuelas.

El recorrido por el pasillo pareció una marcha forzada, lenta y en silencio. Al empezar a subir la escalera, Lena se aferró al brazo de Jake, como si tuviera miedo de tropezar.

– No lo sabía -dijo en un susurro-. Lo siento. No lo sabía. Lo he estropeado todo.

– No. Ya se me ocurrirá algo -dijo él en inglés-. Todavía tiene interés en hablar conmigo. Sólo despídete de Emil y sal. No te entretengas.

– Pero…

– ¿Hay suficiente luz? -preguntó Sikorsky desde más arriba.

– Ya se me ocurrirá algo -dijo Jake mientras le hacía un gesto para que callara.

Pero ¿qué? En el puesto de control lo estaban esperando, Emil estaba listo para irse. Todo bien organizado. Sin embargo, Sikorsky quería hablar, no estaba seguro de lo que Jake sabía. Aceptaría un trato, si a Jake se le ocurría algo que hiciera peligrar la línea de abastecimiento. Tal vez el lugar al que había ido Tully con el jeep aquel día, algo que le hiciera ganar el tiempo necesario para poner a Lena a salvo. Sólo tenía que pensar la próxima jugada, aunque Sikorsky siempre parecía ir por delante.

No había duda de a dónde se dirigían: una puerta con dos guardias armados con ametralladoras, muy amenazadores para un pasillo de hotel. Los vigilantes se pusieron firmes cuando Sikorsky, sin desviar la mirada, se acercó y, sin hacerles el menor caso, se abrió paso y asió el pomo.

– Espere un momento -dijo Lena. Dudaba, estaba muy nerviosa-. Es una situación tan… tonta. No sé qué decir.

– Frau Brandt… -empezó a decir Sikorsky, con una exasperación casi cómica, como si Lena rebuscara las llaves en el bolso.

Lena tomó aire.

– De acuerdo.

Sikorsky abrió la puerta y la dejó entrar a ella primero.

Emil leía en una mesa cerca de la ventana. No llevaba chaqueta y estaba exactamente igual que antes. A Jake le pareció que debía de ser la única persona de toda Alemania que no había perdido peso. El mismo pelo oscuro y las mismas gafas de montura metálica, la piel pálida y los hombros caídos. Todo igual. Cuando se volvió e hizo ademán de levantarse, demasiado asombrado para sonreír, su expresión se ablandó. Se apoyó en el respaldo de la silla.

– Lena.

Por un instante, Jake vio cómo asimilaba con la mirada el vestido bueno y la melena rubia; reminiscencias de alguna antigua velada en el Adlon. Tenía los ojos llorosos, no daba crédito a su felicidad.

– Tiene visita, Herr Brandt -anunció Sikorsky, pero Emil parecía no oírlo, avanzaba hacia ella aún deslumbrado.

– Te han encontrado. Creía que… -Se detuvo con el rostro junto a su melena, apenas si le acarició la nuca con una mano, como sí un mayor contacto físico fuera a hacerla desaparecer-. Qué guapa -dijo la voz grave y familiar.

Jake sintió una pequeña punzada, como si se hubiera cortado con un papel.

Lena retrocedió y levantó una mano para retirarle un mechón de pelo de la frente. El aún la rodeaba con el brazo.

– ¿Estás bien?

Emil asintió.

– Y ahora tú estás aquí.

Lena bajó la mano y la posó sobre su hombro.

– Sólo estaré un rato. No puedo quedarme. -Lena vio el desconcierto en su rostro y retrocedió un poco más para zafarse de su abrazo. Luego se volvió hacia Sikorsky-. No sé qué decir. ¿Qué le ha contado?

Por fin Emil se volvió hacia los demás. Se quedó atónito al ver a Jake; otra reminiscencia.

– Hola, Emil -saludó Jake.

– ¿Jacob? -casi farfulló, vacilante.

Jake se acercó, de forma que quedaron frente a frente. Tenían la misma altura, el mismo peso. Esta vez sí lo notó cambiado. Sus ojos miopes no sólo conservaban el aire distraído, también los tenía hundidos, habían perdido la vitalidad que antes traslucían.

– No lo comprendo -prosiguió Emil.

– El señor Geismar ha acompañado a Frau Brandt hasta aquí para hacerle una visita -aclaró Sikorsky-. Quería asegurarse de que iba a volver sana y salva.

– ¿Volver?

– Ha decidido quedarse en Alemania. Toda una patriota -dijo el general con sequedad.

– ¿Quedarse? Pero es mí esposa… -Emil se volvió hacia Lena-. ¿Qué significa esto?

– Tendrán cosas que contarse -concedió Sikorsky, y miró su reloj-. Qué poco tiempo. Siéntense. -Señaló un sofá raído-. Señor Geismar, venga conmigo. Convendrá que se trata de asuntos privados. No se preocupe, es la misma la habitación.

Le indicó la puerta abierta hacia una sala contigua.

– ¿Se aloja aquí con usted? -preguntó Jake.

– Es una suite, idónea para los invitados.

Por primera vez, Jake echó un vistazo a la pequeña sala maltratada por la guerra. Una grieta recorría la pared, y en el sofá cama estaba la sábana de Emil hecha un ovillo. Fuera se apostaban los guardias.

– No lo comprendo -volvió a decir Emil.

– Te envían al este -le explicó Lena-. Era la última oportunidad de verte, antes de que fuera demasiado tarde. Una vez allí… ¿Cómo iba a decírtelo?

– ¿Al este?

Ella asintió.

– Ya sé que lo hiciste por mí. Allí estabas a salvo, y ahora… todo esto -dijo Lena con voz emotiva-. ¿Por qué te marchaste? ¿Por qué creíste a ese hombre?

Emil se la quedó mirando, tembloroso.

– Quería creerle.

– Sí, por mí, como aquella última semana, cuando viniste a Berlín… Creía que estabas muerto. Es culpa mía. Todo esto es por mí -se calló y bajó la cabeza-. Emil, no puedo.

– Eres mi esposa -dijo, aturdido.

– No. -Le posó la mano en el brazo con suavidad-. No. Tenemos que acabar con esto.

– ¿Acabar?

– Venga -le dijo Sikorsky a Jake. De pronto se sentía violento-. Tenemos otros asuntos que resolver.

– Luego.

Sikorsky entornó los ojos y se encogió de hombros.

– Como quiera. De hecho, es mejor así. Puede quedarse hasta que él se haya marchado. Así nadie dará la alarma. Dormirá en el sofá, si no le importa. Él dice que no se está mal. Luego podemos hablar tanto como guste.

– Dijo que se iría mañana.

– Le mentí. Se va esta noche.

Una jugada más de ventaja.

– ¿Hablar? ¿De qué? -dijo Emil en tono distraído-. ¿Por qué está él aquí?

– ¿Por qué está usted aquí, señor Geismar? -preguntó Sikorsky en tono de broma-. ¿Se lo quiere explicar?

– Sí, ¿por qué has venido con ella? -preguntó Emil.

Sin embargo, Jake no lo escuchó. Tenía la mente ocupada en la mirada severa que acompañaba la sonrisa de Sikorsky. «Tanto como guste.» Toda la noche, esperando oír algo que Jake no sabía, allí encerrado hasta que se lo dijera. Esta vez estaba más que acorralado; lo tenía atrapado.

– Pero ella se marcha -dijo Jake mirando a Sikorsky a los ojos.

– Claro. Ése era el trato.

Sin embargo, ¿por qué iba a creer aquellas palabras? Veía a Lena obligada a subirse al tren con Emil, mientras él permanecía impotente en su celda del Adlon inventándose historias. Nunca la dejarían irse.

Sikorsky posó un dedo en el pecho de Jake, casi se lo clavó.

– Un poco de confianza, señor Geismar. Se la devolveremos a su amigo. Luego nos tomaremos un coñac, siempre ayuda a soltar la lengua. Me puede hablar del teniente Tully.

– ¿Tully? ¿Conoce a Tully? -inquirió Emil.

Antes de que pudiera responder, alguien llamó a la puerta tan de repente que Jake dio un respingo. Dos rusos con el pecho cubierto de medallas se pusieron a hablar con Sikorsky aun antes de entrar en la habitación. Por un instante, Jake pensó que habían venido a llevarse a Emil, pero les ocupaba alguna otra cosa, alguna crisis expresada mediante parrafadas en ruso y andares de acá para allá, manos por todas partes, hasta que Sikorsky, molesto, les indicó con un ademán que salieran de la habitación. Volvió a mirar el reloj.

– Discúlpeme. Siento perderme su explicación -le dijo a Jake-. Un momento muy interesante. Frau Brandt, no nos queda mucho tiempo. Le sugiero que deje los detalles para luego. -Miró a Jake-. Envíele a su marido una carta. Tal vez el señor Geismar se preste a ayudarla. -Levantó la cabeza y pronunció con brusquedad unas palabras en ruso dirigidas a la otra habitación, era evidente que respondía a una pregunta que sólo él había entendido-. Claro que es mejor en persona, pero dense prisa. Sólo tardaré un momento, tengo que resolver un pequeño asunto. Una cuestión burocrática, no tan emocionante como esto.

Se volvió para salir.

– ¿Por qué tiene que ayudarte a escribir una carta, Lena? -preguntó Emil-. ¿Lena?

Sikorsky sonrió a Jake.

– Un buen comienzo -dijo, y se dirigió al dormitorio de al lado mientras soltaba otra parrafada en ruso.

Dejó la puerta entreabierta, de forma que se le seguía oyendo.

Jake apartó la vista de la puerta y la posó en la grieta de la pared. Otro edificio que se derrumbaba. De súbito se vio otra vez allí. El crujido de las vigas le retumbaba en los oídos. Esta vez no había cámaras de los noticiarios en el exterior, sólo ametralladoras, pero reinaba el mismo pánico inmóvil. «Sácala de aquí antes de que todo se venga abajo. No lo pienses, hazlo.»

– ¿Por qué la has traído? -preguntó Emil-. ¿Qué tienes que ver tú con todo esto?

– Déjalo -atajó Lena-. Ha venido para ayudarte. Dios mío, y mira ahora. ¿Qué vamos a hacer, Jake? Van a llevárselo. No hay tiempo…

Oía las palabras en ruso a través de la puerta abierta, un ruido sordo como el estruendo de la pared de Gelferstrasse. Acababa de salir por la puerta. Era un héroe. La gente veía lo que quería ver. «Sólo tardaré un momento.»

– ¿Tiempo, para qué? -dijo Emil-. Habéis venido juntos y…

– Déjalo, déjalo -insistió Lena mientras le tiraba de la manga-. No lo comprendes. Lo ha hecho por ti.

Emil se detuvo sorprendido de la fuerza de la mano de Lena. En el silencio repentino, las palabras en ruso de la habitación contigua se oían mejor. Jake volvió a observar la grieta. Un último movimiento. El elemento sorpresa.

– No, seguid hablando -los instó Jake-. Decid cualquier cosa, no importa, pero tienen que creer que estamos hablando. -Se quitó la gorra, se la puso a Emil, se la ladeó y lo miró.

– ¿Qué haces? ¿Te has vuelto loco?

– Tal vez, pero sigue hablando. Lena, di algo. Tienen que saber que estás aquí. -Empezó a tirar de la corbata-. Vamos -instó a Emil-. Desnúdate. Date prisa.

– Jake…

– Está loco -dijo Emil.

– ¿Quieres salir de aquí o no?

– ¿Salir? Es imposible.

– Quítate la maldita camisa. ¿Acaso tienes algo que perder? Te van a enviar a Nordhausen sin billete de vuelta, pero esta vez serás uno de los del túnel.

Emil lo miró, sorprendido.

– No, me han prometido…

– ¿Los rusos? No seas imbécil. Lena, ayúdale. Y di algo.

Ella se lo quedó mirando un instante, estaba tan asustada que no podía moverse, pero Jake la empujó de un codazo hacia Emil y empezó a desabrocharle la camisa. Estaba pálida.

– Haz lo que te pide, por favor -le dijo. A continuación, levantó la voz para hacerse oír-. Verás, Emil, todo esto resulta muy difícil.

Las palabras brotaban de forma entrecortada, el discurso sonaba incoherente por los nervios.

Jake dejó caer la pistolera en el sofá y se desabrochó los pantalones.

– Tenemos la misma talla. De lo único que tienes que preocuparte es de mantener baja la gorra. No me conocen. Sólo se fijarán en el uniforme.

Lena seguía parloteando, pero empezaba a flaquear. Jake se quitó los pantalones. En aquel momento podían pillarlo literalmente con los pantalones bajados.

– Date prisa, por el amor de Dios.

– ¿Qué sabes de Nordhausen? -preguntó Emil.

– Estuve allí. -Le lanzó los pantalones-. Vi tu trabajo.

Emil se lo quedó mirando sin decir nada.

– Jake, no puedo -dijo Lena, que se estaba peleando con la hebilla.

Sin habla, casi en trance, Emil la desabrochó y se bajó los pantalones.

– Muy bien. Ahora es tu turno -le dijo Jake a Emil-. Ponte los míos y empieza a hablar. En voz alta, pero sin pasarte. Ve soltando palabras. Lena, ven aquí. -Le hizo un gesto con la cabeza a Emil para que empezara a hablar y cogió a Lena por los hombros-. Escúchame bien.

– Jake…

– Chsss. Saldrás de aquí con él vestido de uniforme. -Señaló con la cabeza a Emil, que se estaba poniendo sus pantalones-. Como si no hubiera pasado nada. A los guardias no les importamos nosotros, estamos aquí de visita. Sólo les preocupa él. No digáis nada, marchaos. Intentad parecer relajados. Bajad, id hacia la mesa de Brian y salid deprisa. Decidle que se trata de una emergencia, ¿lo entiendes? Mantén a Emil cerca de ti. Si Brian no tiene coche, coged el jeep. Está en Unter den Linden, y las llaves, en el bolsillo de los pantalones. ¿Te acordarás? Luego iros todo lo deprisa que podáis. Os seguirán. No vayáis por la Puerta de Brandeburgo, hay un puesto de control. ¿De acuerdo? Pero rápido. Dejad atrás a Brian si es necesario. Llévalo al piso y quedaos allí; que no lo vean. -Le hizo un gesto con el pulgar a Emil, que ya estaba vestido-. ¿Listo? -preguntó mientras le enderezaba la corbata del uniforme militar-. Estás hecho todo un americano.

– ¿Y tú? -inquirió Lena.

– Primero tenemos que sacarlo a él. Te dije que lo haría, ¿verdad? Venga, marchaos.

– Jake -dijo Lena, tendiéndole el brazo.

– Luego. Vamos, di algo -le ordenó a Emil-. Y mantén la gorra ladeada.

– ¿Y si nos paran? -preguntó Emil.

– Os paran.

– Conseguirás que nos maten a todos.

– No. Te estoy salvando la vida. -Jake levantó la vista y lo miró-. Ahora estamos en paz.

– En paz -repitió Emil.

– Sí. Del todo. -Jake estiró el brazo y le quitó las gafas.

– No veo -protestó él sin ánimo.

– Coge a Lena del brazo. Muévete.

Aferró el pomo de la puerta.

– Te matarán por esto -dijo Lena en voz baja, una súplica.

– No, no lo harán. Soy famoso. -Jake quería arrancarle una sonrisa, pero se encontró con su mirada-. Deprisa. -Hizo girar el pomo con cuidado de no hacer ruido-. No os despidáis. Marchaos.

Abrió la puerta, se quedó detrás y les hizo un ademán desesperado para que salieran. Un segundo de vacilación, más peligroso que la huida misma, Lena se mordió el labio y lo miró una vez más. Por fin deslizó el brazo por debajo del de Emil y lo condujo fuera. Jake cerró la puerta y empezó a hablar para que su voz se oyera desde la habitación contigua y todos, incluidos los guardias, creyeran que las cosas iban bien. «Utiliza tu labia», se dijo, pero ¿cuánto duraría la conversación de los rusos? Lena y Emil debían estar en el pasillo, llegando ya a la escalera. Con suerte pasarían unos minutos antes de que Sikorsky saliera y cogiera la pistola. Porque Lena tenía razón, iban a matarlo. Ya no le quedaban más jugadas.

Empezó a abrocharse la camisa de Emil. Trataba de pensar y hablar al mismo tiempo. La pistolera se había quedado encima del sofá. ¿Por qué no le habría dicho que cogiera el arma en el comedor? Tal vez Brian estuviera lo bastante sobrio para cogerla al salir. Se disculparía ante los comensales, seguiría a Lena y a Emil hasta la calle entre los escombros, sin correr, tropezando en la oscuridad. Les haría falta tiempo. Echó un vistazo por toda la habitación. Nada, ni un triste armario guillermino. El baño estaba justo al lado, fuera de la habitación. Sólo una puerta lo separaba de las ametralladoras, y la ventana daba al jardín de Goebbels. Caería en blando, pero el aterrizaje no sería muy suave desde una altura de dos pisos. No, eran tres; imposible salvar el golpe. En las películas de cárceles, anudaban sábanas blancas para formar una trenza, como la de Rapunzel. Cuentos de hadas. Volvió a mirar el sofá cama. Había una sábana y ningún sitio donde asegurarla, salvo el radiador bajo la ventana visible para los rusos desde el otro lado de la puerta. Hasta el nudo más sencillo le llevaría demasiado tiempo. Le habrían disparado antes de que diera la primera vuelta a la tela.

Palpó el cinturón de Emil mientras se preguntaba por qué se había molestado en vestirse. Tenía que haber alguna manera de convencer a los guardias para que lo dejaran salir. Todos querían relojes, como el ruso de detrás de la Alex. Sin embargo, ahora era Emil, no un soldado americano con material que ofrecer. Volvió a mirar hacia la ventana. El radiador era viejo y seguramente llevaba un año sin dar calor aun con la espita abierta del todo. Era antigua, diseñada a juego con el pomo de la puerta. Se oyó una carcajada procedente de la habitación contigua. Pronto aparecerían. ¿Cuántos minutos habían transcurrido? ¿Le habría dado tiempo a Brian de acompañarlos hasta Unter den Linden? Volvió a hablarle a la sala vacía. Sikorsky lamentaría haberse perdido aquella escena.

Empezó a sacar el cinturón de las trabillas, se detuvo un momento y volvió a mirar hacia la ventana. ¿Por qué no? Por lo menos serviría para amortiguar la caída. Cogió la correa de la pistolera. Era más ancha, no cabía. Forzó un extremo a través de la hebilla del cinturón de Emil, lo apretó y al fin consiguió, con dificultad, que el grueso cuero penetrara en la anilla metálica. Por último dio un tirón. Si aguantaba, la doble longitud le proporcionaría… ¿Cuánto? ¿Dos metros?

– ¿Se le ocurre algo mejor? -dijo en voz alta, como si siguiera discutiendo con Emil.

La hebilla de la pistolera formaba un cuadrado lo bastante grande para, con un poco de suerte, hacer pasar por él la espita del radiador. «Te estoy salvando la vida.»

Más risas. Se acercó en silencio hasta la puerta. Estaba sudando, así que se secó la palma de la mano y la enroscó el extremo del cinturón, lo aferró y sostuvo la hebilla con la vista fija en el radiador. Si tardaba más de un segundo, era hombre muerto. Tomó aire deseando que le sonriera la suerte y avanzó deprisa, pasó la hebilla por la espita y se subió al alféizar. Al engancharla, se oyó un pequeño ruido metálico imperceptible para los rusos en plena conversación, y se le escapó un gruñido al descolgarse, mientras se agarraba al cinturón con la otra mano, tratando de no caerse. Los pies le colgaban en el vacío. Se sujetó con fuerza un instante, no acababa de fiarse del cinturón. Después notó que resbalaba y que el cuero le quemaba la mano, hasta que llegó a la segunda hebilla. Se sujetaba con las dos manos a algo a lo que agarrarse y todo su peso pendía de una simple anilla de latón. Empezaba a sentir calambres en los brazos.

Miró abajo. Había escombros, no un lecho de flores. Iba a hacerle buena falta el cinturón, cada centímetro que descendía le protegía del peligro de romperse un tobillo. Las ventanas de la parte de atrás eran agujeros abiertos en una fachada lisa y sin dinteles, no había otra forma de evitar la caída que una tubería que sobresalía en la esquina y recorría el muro. Por suerte, en Europa las cañerías eran externas. Trató de calcular la distancia. Tal vez estuviera lo bastante cerca si bajaba un poco más. Podría apoyarse un momento con los pies hasta que lograra alcanzarla con las manos. Dejarse resbalar un poco y aferrarse a tiempo a la tubería; un descenso por etapas. Cualquier ladrón sería capaz de hacerlo.

Se deslizó un par de centímetros con sumo cuidado para soltar la hebilla y cogerse a la parte de cuero más estrecha del cinturón de Emil. Una mano después de la otra, fue agarrándose mientras notaba el escozor de la quemadura producida por el cuero, como si agarrara ortigas. No oía nada arriba, sólo su propio jadeo entrecortado y el roce de las suelas de los zapatos en el revoque. Casi había alcanzado la tubería.

Y entonces se partió. Bien la espita del radiador, bien la otra hebilla, era imposible saber cuál de las dos se había roto. Jake cayó con el cinturón, golpeó la cañería con los pies y rebotó. Buscó con las manos algo a lo que aferrarse en la pared hasta que dio con el tubo, se asió y evitó la caída con un tirón de hombros. Se sujetó bien. Su cuerpo se sacudía tratando de detener las piernas, que se agitaban sin cesar, y entonces volvió a caer, pues la tubería se combaba, no era bastante resistente para soportar su peso. Un crujido de la juntura cerca de la esquina, un chasquido al partirse, similar a un disparo, y un gran estrépito al caer junto con él. Se oyó un fuerte ruido metálico cuando la tubería dio contra los escombros, y el grito de Jake al chocar contra el suelo. Por un momento creyó perder el conocimiento. Aparte de su respiración, la quietud era absoluta. De pronto, otro tramo de tubería cayó con gran estruendo, y entonces oyó los gritos procedentes de la ventana. El aire se llenó de ruidosas señales de alarma, como si los perros hubieran empezado a ladrar.

Podía moverse. Levanto la cabeza y notó que la tenía húmeda por detrás. Sintió náuseas y se incorporó apoyándose sobre el hombro con una mueca de dolor. Los pies, sin embargo, no estaban heridos, sólo sentía unas pequeñas punzadas en un tobillo por la contusión, pero no se lo había roto. Cualquiera podría distinguir su camisa blanca en plena oscuridad. Se acercó rodando hasta la pared y se apoyó de espaldas en ella para incorporarse de manera que, si se desmayaba, caería hacia atrás y quedaría fuera de la línea de fuego. Ahora los gritos se oían más, seguramente serían los guardias. Se deslizó hasta el hueco de una puerta que quedaba en penumbra, sobresaltado por la ráfaga procedente de una ametralladora que disparaba sin apuntar. Había sido lo primero que aprendió del combate, que aquel estruendo irrumpía en los oídos y penetraba hasta la sangre.

Se encogió en el hueco de la puerta, a salvo de las balas. ¿Estaba abierta? Sin embargo, en el hotel lo atraparían, era el último lugar donde debía esconderse. ¿Y si aún no habían salido? Tenía que conseguir distraer unos momentos más a sus perseguidores para que tuvieran tiempo de alejarse de Unter den Linden. Paseó la mirada por el patio tratando de situarse. El muro se conservaba intacto hasta la esquina y el tramo siguiente también parecía en perfecto estado. No, el bombardeo había abierto una brecha. Quizá fuera una ratonera que no conducía a ninguna parte, pero no podía quedarse en aquel patio. Si veían su camisa blanca, lo llenarían de balas. Además, ahora había más luz. Los rayos de las linternas iluminaron los cascotes primero con movimientos desorientados, pero después los barrieron con tenacidad. Su resplandor alcanzaba los rincones, iluminó los montones de escombros y el brillo apagado de la tubería, acercándose a él. En menos de un minuto lo habrían enfocado, lo tendrían atrapado, como a un niño acurrucado en las escarpaduras del Volga. Un blanco fácil.

Se puso en cuclillas, cogió un cascote y lo lanzó por encima de la tubería rota. Por suerte, la trayectoria desesperada impactó en el metal. Un gran estruendo, un retroceso rápido de la luz de las linternas y otra ráfaga de disparos. Sin siquiera reparar en el tobillo, se desplazó como un rayo hasta el boquete del muro de su izquierda mientras el revoque desprendido crujía bajo sus pies. Oyó más gritos en ruso. Unos pasos más. El recorrido se le hacía interminable. Y, entonces, la luz de las linternas volvió a iluminar el muro y la brecha; fuego otra vez. Se agachó haciendo un amago, haciendo que la luz lo siguiera, luego se apartó de un salto y se precipitó en el hueco. Cayó rodando de espaldas sobre el hombro maltrecho y se cubrió la cabeza mientras las balas arrancaban el yeso de la brecha y rebotaban a un ritmo vertiginoso a sólo unos treinta centímetros por encima de él. Le temblaba todo el cuerpo; por fin sabía lo que era estar en la guerra.

Siguió rodando para alejarse de la abertura por un suelo cubierto de cristales y papeles esparcidos, restos de material de oficina. Las balas seguían penetrando en la habitación, una de ellas impactó contra algo metálico y el ruido hizo eco. Se quitó la mano de la nuca ensangrentada, abierta al caer contra el suelo en la caída, y recordó el chorro que brotaba de la garganta de Liz. Tan sólo una bala, eso era todo lo que hacía falta.

Entonces, de repente, los disparos cesaron y se oyeron más gritos. Jake siguió rodando hasta que tropezó con una estructura metálica, un archivador. Se arrastró, se escondió detrás y asomó la cabeza para observar. En todas las ventanas se veían cabezas que miraban al patio y chillaban, excepto en la de Sikorksy. Las ametralladoras cambiaban de posición, sin duda bajaban ya las escaleras, deprisa, tras él.

Avanzó a tientas por la habitación oscura hasta entrar en otra, y se dirigió hacia lo que suponía que debía ser Wilhelmstrasse, en diagonal con el Adlon. La cuestión era alejarse de Unter den Linden. En la habitación contigua, sin techo, había más luz. Reparó entonces en que había dejado atrás la parte del edificio que se sostenía en pie. Lo único que había allí era una pequeña montaña de escombros y una brecha que daba a la parte de delante. Echó a correr hacia la calle. Los soldados irían tras él por el patio de detrás. Tendría unos segundos para salir de allí y ocultarse entre las ruinas mientras ellos registraban la parte de atrás del Adlon. Sin embargo, cuando alcanzó otra abertura, dispuesto a salir corriendo, oyó pasos de botas en la calle: más rusos. Cubrían ambas partes.

Se dirigió hacia la derecha y se abrió paso entre más ladrillos amontonados, aún en paralelo a la calle. Primero entrarían en la habitación del archivador con la esperanza de verlo muerto, no irían directos hacia Wilhelmstrasse. Volvió a asomarse a la calle por el boquete. Tenía que seguir. Otra habitación, más espaciosa, las vigas retorcidas sobresalían como el armazón de un tipi. Oía tras él los pasos de botas que entraban en el edificio. ¿Estaban todos? Una habitación más, en silencio. Se detuvo. Allí se había formado una pequeña montaña, no sólo de cascotes; hasta la estructura se había venido abajo. Un callejón sin salida en medio del laberinto. Tenía que retroceder, pero de nuevo oía el crujido de las botas que se desplegaban por el edificio. Alzó la mirada al cielo oscuro. Su única salida era por arriba.

Miró el montón. Lo aterraba que un resbalón hiciera caer los cascotes y se desplomaran dando la alarma. Si alcanzaba la cima, podría pasar al edificio contiguo y ganar tiempo mientras registraban ése. Subió a gatas, le dolía el hombro. Los cascotes se movían, se iban asentando y se deslizaban mientras apoyaba un pie tras el otro, pero no se producían más que pequeños derrumbes y el ruido no sobrepasaba al que hacían los rusos que seguían gritando de una habitación a otra. Pero ¿qué haría si al otro lado la pendiente era vertical, si el montón estaba apuntalado por alguna pared que se sostenía en pie?

No era así. Cuando llegó arriba, tendido en el suelo, vio que se trataba de uno de los montones de escombros que desembocaban en la calle, sin conexión con el edificio contiguo. También vio, al bajar la cabeza, unos faros que iluminaban la calle, un coche militar soviético. Sikorsky bajó de un salto y, pistola en mano, apuntó al coche que se alejaba de Unter den Linden. El general se quedó quieto un minuto y miró en todas direcciones menos arriba, y a Jake se le ocurrió que podía quedarse allí tumbado, encaramado en lo alto de aquella montaña, el único lugar donde no lo buscarían. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta que por la mañana el sol descubriera su camisa blanca y lo rodearan con armas? Otro coche llegó y se detuvo mientras Sikorsky le daba instrucciones. A continuación avanzó hasta Behrenstrasse, la siguiente intersección, para interceptar aquella ruta. La única salida sin bloquear era la del oeste, por Wilhelmstrasse, si es que lograba llegar hasta allí antes de que los faros iluminaran la calle. Vio cómo Sikorsky ordenaba a uno de los soldados que lo siguiera y entraba en el edificio. El coche aún doblaba hacia Behrenstrasse.

Poco a poco, bajó arrastrándose de espaldas por la montaña de escombros como si se deslizara por una duna, pero unos cuantos cascotes se desprendieron. Cayó una pequeña avalancha, y no precisamente de arena. En pocos segundos, a pesar del ruido del motor, oirían el estruendo. Se agachó, tomó aire y empezó a correr por la pendiente, impelido por la gravedad. Apenas rozaba la superficie con los pies, por lo que creyó que acabaría dándose de bruces contra el pavimento. Al topar con la calzada llana se tambaleó, pero enseguida se apresuró calle abajo. ¿Cuánto tardarían en volverse? Las suelas de sus zapatos golpeaban el pavimento, corría hacia el sur en la penumbra y aumentaba la distancia que lo separaba del ministerio destruido. Se salía con la suya. Hasta que volvió a estallar una ráfaga de disparos. Era el coche de Behrenstrasse, que iluminaba su camisa con la luz de los faros. Agachó la cabeza y siguió corriendo con desesperación en busca de alguna otra abertura en la pared medio derruida. Oyó gritos tras él, y más pasos. Seguro que Sikorsky y sus hombres habían reaccionado a los disparos y habían vuelto a salir a la calle.

Al final de un tramo largo y oscuro apareció el otro coche soviético. Jake se había parado en medio de la intersección de Voss Strasse, junto a la Cancillería. Podía torcer a la derecha y escabullirse por detrás de los edificios, por los solares cercanos al búnker de Hitler. Sin embargo, no había ningún hueco por el que colarse entre los cascotes. Gritos en la oscuridad. En el búnker habría guardias, incluso de noche, para ahuyentar a los saqueadores. ¿Quién creerían que era al verlo huir de los disparos? Estaba a punto de llegar al final de la calle, al control. Habían empezado a disparar de nuevo, tal vez al azar, tal vez al brillo pálido de su camisa.

Con un giro brusco dejó la calle y se introdujo en una zona oscura que se abría entre los escombros. Era un callejón sin salida, el borde de un cráter lunar que conducía de nuevo a la Cancillería. Pensó en las fotografías que había sacado Liz. Primero la sala alargada y luego el despacho en ruinas que se abría hacia la parte posterior. Ahora no habría nadie llevándose recuerdos. Trepó por otra montaña de escombros hasta la ventana de la planta baja y entró de un salto, al fin fuera de la calle. Se quedó quieto un minuto mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, luego atravesó la habitación y, al hacerlo, se golpeó la espinilla con una silla volcada. Retrocedió hasta la pared y avanzó a tientas hasta la siguiente ventana. Por allí entraba más luz, la suficiente para ver que la sala alargada seguía hecha un desastre, un campo de minas de muebles destrozados y arañas caídas. Siguió avanzando pegado a la pared para evitar las trampas de escombros del centro. Volvió a oír gritos procedentes del exterior. Debían de haber llegado hasta el coche que bloqueaba el camino y estarían a punto de volver sobre sus pasos y penetrar a través de los cascotes; una caza de ratas. Tenía que lograr llegar al otro extremo de la habitación, hacia el búnker. Tal vez aún no hubieran puesto sobre aviso a los guardias. El elemento sorpresa.

Acababa de topar con otra silla cuyo relleno sobresalía de la tapicería rasgada cuando las altas puertas se abrieron de golpe y volvieron a cerrarse por el impulso. Se escondió a toda prisa detrás de la silla y aguantó la respiración, como si el menor suspiro fuera a delatarlo. Era Sikorsky con algunos hombres, uno de ellos era uno de los guardias mongoles de la entrada. Las ametralladoras y las linternas recorrían la sala silenciosa. Sikorsky les hizo un ademán para que se dispersaran. Durante un segundo nadie se movió, dejando que se apagara el eco de su estrepitosa entrada. Entonces, Sikorsky dio un paso hacia la pared junto a la que estaba la silla y Jake se quedó helado, un escalofrío le recorrió la nuca. No era el miedo, sino el reguero de sangre que le resbalaba y le empapaba la camisa. ¿Cuánta habría perdido?

– ¡Geismar! -gritó Sikorsky al aire, produciendo otro eco. Miraba hacia el final de la sala, hacia el despacho y las ventanas que daban al jardín-. No logrará salir de aquí.

No a través del jardín, y tampoco volviendo a la calle.

– No habrá más tiroteos, le doy mi palabra. -No dejaba de hacer gestos a los soldados para que empezaran el rastreo, con las armas a punto. En Stalingrado habían combatido edificio por edificio. Fue una lucha de francotiradores-. Tenemos a Brandt -dijo, y ladeó la cabeza a la espera de recibir respuesta.

Jake exhaló, casi esperando que se oiría el eco. ¿Sería cierto? No, se habían alejado del Adlon muy deprisa, sin detenerse por nada. Un mal jugador de ajedrez.

Sikorsky hizo un gesto de asentimiento y sus hombres empezaron a avanzar con las linternas. Sólo uno se quedó junto a la puerta, pero iba armado. Jake siguió los rayos de luz. Llegaron hasta el fondo y volvieron atrás hasta que estuvieron seguros. Era imposible llegar al jardín. Levantó un poco la cabeza y miró por la ventana. Podría tratar de distraer al mongol y fugarse por Voss Strasse, pero en la esquina lo aguardaba el coche abierto, a punto para disparar. Incluso podía ser que hubiera otro mongol apostado en la escalera. Podía tratar de volver por donde había venido, por el cráter lunar. Sin embargo, la enorme habitación retumbaba a cada paso, y su única arma era un apoyabrazos astillado. La partida había terminado.

Los rusos estaban llegando al final del pasillo e iluminaban con las linternas el despacho donde los soldados americanos habían robado trozos de mármol desconchados del escritorio de Hitler. Dos de ellos registraron la habitación, luego volvieron a acercarse al extremo en el que se encontraba Jake. ¿Cuántos había? Cuatro, además de Sikorsky. Oyó un ruido de cristales rotos, el globo de una araña de luces bajo las pisadas. Transcurrieron unos minutos. Luego se detuvieron, volvían la cabeza hacia todas partes, alertados por algún ruido. ¿Se habría movido Jake? No. Estaba paralizado detrás de la silla. El ruido no procedía de la habitación y se hacía más intenso. Un pequeño estallido seguido de un rumor de motores y alboroto. Jake se estiró un poco hacia la ventana y miró fuera. La algarabía recorría Wilhelmstrasse y llegaba casi a la zona iluminada por los faros. «¡Ha terminado!», oyó que gritaban en inglés. «¡Ha terminado!» Parecían hinchas de fútbol. Entonces vio el jeep y a los soldados que levantaban botellines de cerveza y formaban con los dedos la señal de la victoria de Churchill. Ya se los veía. Eran americanos, como un equipo de rescate fantasmal salido de las novelas del Oeste de Gunther. Si lograba salir por la ventana, casi lo habría conseguido. Los rusos del control estaban demasiado perplejos para reaccionar, miraban a su alrededor desconcertados sin saber qué hacer. Entonces, antes de que Jake pudiera moverse, los soldados americanos que aún vociferaban empezaron a disparar al aire. Fuegos artificiales para celebrar la victoria. «¡Ha terminado!»

Sin embargo, lo único que comprendían los rusos eran los disparos. Sobresaltados, empezaron a disparar a su vez y ametrallaron el jeep. Un soldado americano cayó hacia atrás y se desplomó rodando sobre el parabrisas.

– ¿Qué coño están haciendo? -gritó un compañero suyo, pero por toda respuesta recibió otra ráfaga de disparos.

Los soldados americanos se agacharon y también empezaron a disparar al coche ruso. Jake, horrorizado, vio de nuevo el mercado de Potsdam; entre gritos y balas, como en un verdadero combate, los soldados caían en el fuego cruzado.

Dentro de la Cancillería, los hombres de Sikorsky se abalanzaban hacia las puertas y tropezaban con los escombros mientras se gritaban unos a otros. El ruido de los disparos podía significar que Jake estaba allí fuera. Salieron a los escalones de la entrada, vieron el jeep estadounidense en medio de la calle y abrieron fuego. Los rusos del exterior, sorprendidos por los disparos laterales, se dieron la vuelta de inmediato y respondieron. La entrada quedaba al descubierto, no había sitio donde esconderse. El mongol fue al primero que alcanzaron, y cayó de bruces, mientras los demás se agachaban. Sikorsky gritó algo en ruso y se llevó las manos al estómago. Jake observó pasmado cómo caía de rodillas mientras las balas seguían rebotando en las columnas detrás de él. «¡Mierda! ¡Ed está herido!», gritó alguien. Otra ráfaga del jeep hacia el coche ruso. En los escalones se oyeron unos gritos roncos en ruso y el fuego cesó de repente. Los soldados del control miraban aturdidos a la Cancillería. Sikorsky seguía arrodillado y, cuando cayó rodando, todos vieron al fin su uniforme.

– ¿Estás loco? -vociferó el soldado americano, inclinado sobre su amigo-. ¡Lo habéis matado!

Los rusos, agachados para cubrirse, sacaron las armas y esperaron a ver qué ocurría. No acababan de creer que los estuvieran atacando.

– ¡Nos estabais disparando! -protestó uno en mal inglés.

– ¡Idiota! ¡No os disparábamos! ¡Nos disparabais vosotros! ¡La guerra ha terminado! -El soldado sacó un pañuelo y lo agitó en el aire, después salió con mucha cautela del jeep-. ¿Qué coño os pasa?

Uno de los rusos que estaban junto al coche se puso en pie y avanzó un paso hacia él. Ambos sostenían la pistola en la mano. Nadie decía nada, el silencio era tan denso que podía palparse. Los demás empezaron a abandonar a cámara lenta los lugares que ocupaban mientras contemplaban horrorizados los cadáveres tendidos en la calle. Los rusos se volvieron hacia la escalera, aterrorizados, como si esperaran ser castigados. Aún no acababan de entender lo que había sucedido. El mongol, que no había muerto, dijo algo en voz alta, y los rusos se limitaron a seguir observando la escena, estupefactos, sin moverse siquiera cuando Jake salió cojeando del edificio, se acercó a Sikorsky y cogió el revólver que tenía junto a la mano.

– ¿Quién coño es usted? -le dijo el soldado americano al ver que había un hombre vestido de paisano.

Jake bajó la vista hacia Sikorsky. Tenía los ojos vidriosos pero seguía vivo, aunque respiraba con dificultad y tenía el pecho cubierto de sangre. Se arrodilló a su lado sin soltar el revólver. Los otros rusos seguían inmóviles, desconcertados, como si Jake fuera otro fantasma inexplicable.

Sikorsky torció la boca en un gesto de desdén.

– Usted.

Jake negó con la cabeza.

– Sus hombres. Han sido sus hombres.

Sikorsky miró hacia la calle.

– ¿Shaeffer?

– No. Nadie. La guerra ha terminado, eso es todo.

Sikorsky emitió un gruñido.

Jake observó que de la herida del estómago no paraba de brotar sangre. No le quedaba mucho tiempo.

– Dígame con quién trabajaba Tully. El otro americano.

Sikorsky no dijo nada. Jake blandió el revólver frente a su rostro. En la calle, los rusos seguían conmocionados y sin hacer el más mínimo movimiento. Seguían a la espera. ¿Qué harían si disparaba? ¿Empezarían otra vez a matarse entre ellos?

– ¿Con quién? -insistió Jake-. Dígamelo. Ya no puede importarle.

Sikorsky abrió la boca y le escupió, pero ya no le quedaban fuerzas y la saliva cayó sobre sus propios labios. Jake le acercó la pistola a la barbilla.

– ¿Con quién?

Sikorsky se lo quedó mirando, aún con desprecio. Bajó la vista hacia la pistola.

– Acabe -dijo, y cerró los ojos.

La única persona que podía revelárselo se moría. Era lo último que podía salir mal. Jake observó los ojos cerrados un segundo más y apartó la pistola del rostro de Sikorsky, agotado.

– Acabe solo. Mi amiga, a la que mató, tardó más o menos un minuto en morir. Espero que usted tarde dos, y que dedique uno a pensar en ella. Ojalá vea su cara.

Sikorsky abrió mucho los ojos, como si de verdad mirara algo.

– Así, muy bien, asústese. -Jake se puso en pie-. Ahora tómese otro minuto para pensar en los niños del barco. ¿Los ve? -Lo observó un segundo más. Sikorsky seguía con los ojos clavados en los suyos, y aún parecía abrirlos más-. Acero -dijo, y bajó los escalones sin volverse siquiera al oír la boqueada.

Le entregó la pistola a un ruso que seguía atónito.

– ¿Alguien piensa explicarme qué coño está pasando? -gritó el soldado americano.

– ¿Habla alemán? -le preguntó Jake al ruso-. Saque a sus compañeros de aquí.

– ¿Por qué han disparado?

– Los japoneses se han rendido. -El ruso se lo quedó mirando, mudo de asombro-. Esos hombres están heridos -dijo Jake que, de pronto, se sentía mareado-. Y los suyos también. Tenemos que sacarlos de aquí. Mueva el coche.

– Pero ¿qué digo? ¿Cómo lo explico?

Jake se quedó mirando a un ruso tendido en la calle, empapado de sangre. Todo aquello era estúpido e inútil, como siempre.

– No lo sé -respondió, y se volvió hacia el soldado estadounidense. Aún notaba el dolor de la nuca. Bajó la mano ensangrentada-. Estoy herido. Necesito que me lleven.

– ¡Santo Dios! -El americano se volvió hacia el ruso-. ¡Muévete, maldito imbécil!

El ruso se los quedó mirando a ambos, no estaba seguro de qué hacer. Le indicó al conductor con un gesto que arrancara.

Los americanos hicieron sitio a Jake en el jeep de la celebración. Uno de los hombres aún sostenía un botellín de cerveza.

– Así que la guerra ha terminado, ¿no? -le preguntó Jake al soldado americano.

– Había terminado.

18

Se despertó y se encontró con el rostro de Lena flotando sobre el suyo.

– ¿Qué hora es?

Una sonrisa débil.

– Las doce pasadas. -Lena posó una mano en su frente-. Un largo sueño. Erich, ve a buscar al doctor Rosen. Dile que ya se ha despertado.

Se oyó un correteo en un rincón, seguido de la imagen borrosa del niño saliendo de la habitación.

– ¿Cómo lo hiciste? -le preguntó ella-. ¿Puedes hablar?

¿Cómo? Una carrera llena de baches con el jeep, huyendo del enjambre de la Ku'damm, con los faros encendidos y el claxon rugiendo, grupos de bulliciosos soldados estadounidenses con chicas que salían de los bares y seguían bailando en la calle, y después, la nada.

– ¿Dónde está Emil? -preguntó Jake.

– Aquí. Todo va bien. No, no te levantes. Lo dice Rosen. -Volvió a acariciarle la frente-. ¿Quieres que te traiga algo?

Él negó con la cabeza.

– Conseguiste escapar.

Rosen entró con Erich y se sentó en la cama. Sacó de la bolsa una pequeña linterna de mano y exploró los ojos de Jake.

– ¿Cómo se encuentra?

– De maravilla.

Llevó una mano a la nuca de Jake para comprobar el estado del vendaje.

– Los puntos están bien, pero debería verle un médico americano. Las lesiones en la cabeza siempre conllevan cierto riesgo. Incorpórese. ¿Se marea? -Le palpó bajo el vendaje con la otra mano, que dejó libre pasándole la linterna a Erich, quien la guardó con cuidado en la bolsa.

– Mi nuevo ayudante -dijo Rosen, con voz cariñosa-. Y un excelente médico en ciernes.

Jake se inclinó hacia delante mientras Rosen lo examinaba.

– Una leve inflamación, nada grave. De momento. ¿Tienen los americanos algún dispositivo de rayos X? También para el hombro.

Jake bajó la mirada y vio un feo moratón; movió el hombro, tanteando el alcance de la lesión. No estaba dislocado.

– ¿Cómo se lo hizo? -preguntó Rosen.

– Me caí.

Rosen le dirigió una mirada recelosa.

– Una buena caída.

– Dos tramos de escalera. -Entornó los ojos para protegerse de la intensa luz vespertina-. ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? ¿Me habéis dado algo?

– No. El organismo humano es un buen médico. A veces, cuando soporta demasiado, se apaga para descansar. Erich, ¿quieres comprobar si tiene fiebre?

El chico alargó una mano, posó la palma, seca, en la frente de Jake y lo miró con aire solemne.

– Normal -dijo, al fin, con una voz tan menuda como su mano.

– ¿Lo ven? Un excelente médico en ciernes.

– Sí, y ahora también somnoliento -añadió Lena, cogiéndolo por los hombros-. Ha pasado toda la noche en vela, vigilándote. Para estar seguro.

– Querrás decir que eso es lo que has hecho tú -puntualizó Jake, tras imaginarlo desplomado al lado de ella en la butaca.

– Los dos. Le caes bien -corrigió ella, no sin cierto sarcasmo.

– Gracias -repuso Jake, dirigiéndose a Erich.

El niño, complacido, asintió con gesto grave.

– En fin, vivirá -comentó Rosen, y cogió la bolsa-. Un día en cama, por favor. Mejor prevenir.

– Tú también -apremió Lena al chico-. Es hora de descansar. Venga, le daré un poco de café -le dijo a Rosen. De nuevo ajetreada, ya empezaba a organizarlos, de modo que los demás la siguieron sin protestar-. Y tú… Volveré enseguida -le dijo por último a Jake.

Sin embargo, fue Emil quien le llevó el café y cerró la puerta tras él. Vestía otra vez su ropa, una camisa raída y una chaqueta fina. Rígido, le tendió la taza a Jake procurando evitar su mirada y con movimientos a un tiempo tímidos y espinosos.

– Está acostando al niño -dijo-. ¿Es judío?

– Es un niño -contestó Jake, mirándolo por encima de la taza.

Emil irguió la cabeza, algo irritado; se quitó las gafas y se dispuso a limpiarlas.

– Te veo cambiado.

– Cuatro años. La gente cambia -repuso Jake.

Levantó la mano para mesarse el pelo, cada vez más ralo, luego haciendo un gesto de sorpresa.

– ¿Está roto? -preguntó Emil desviando la mirada hacia el hombro amoratado.

– No.

– Tiene un color espantoso. ¿Duele?

– ¿Y tú te llamas científico? -exclamó Jake con tono ligero-. Sí, duele.

Emil asintió.

– En tal caso, debería darte las gracias.

– No lo hice por ti. También se la habrían llevado a ella.

– Por eso propusiste que intercambiáramos la ropa -concluyó, escéptico-, de modo que gracias. -Agachó la mirada, sin dejar de limpiar las gafas-. Resulta incómodo dar las gracias a un hombre que… -Se detuvo y dejó a un lado el pañuelo-. Qué vueltas da la vida. Encuentras a tu esposa y resulta que no es tu esposa. También debería darte las gracias por eso.

– Oye, Emil…

– No tienes que explicármelo. Lena me lo ha contado. Esto es lo que ocurre ahora en Alemania, supongo. Se oyen muchas historias parecidas. Una mujer sola, el marido probablemente muerto. Un viejo amigo. Comida. No se puede culpar a nadie. Hay que vivir…

¿Era eso lo que le había dicho ella, o tan sólo lo que él quería creer?

– Ella no está aquí por la comida -aclaró Jake.

Emil lo escrutó unos instantes y, luego, mientras se disponía a sentarse en el apoyabrazos de la butaca, desvió la mirada, jugueteando aún con las gafas.

– ¿Qué vais a hacer ahora?

– ¿Contigo? Aún no lo sé.

– ¿No vais a devolverme a Kransberg?

– No hasta que sepa quién fue el primero en sacarte de allí. Podrían volver a intentarlo.

– Entonces, ¿estoy prisionero aquí?

– Podría ser peor. Podrías estar en Moscú.

– ¿Contigo? ¿Con Lena? No puedo quedarme.

– Te atraparán en cuanto pongas un pie en la calle.

– No si estoy con los americanos. ¿Acaso no confías en tu gente?

– No cuando se trata de ti. Tú confiaste en ellos y mira cómo has acabado.

– Sí, confié en ellos. ¿Cómo iba a saberlo? Aquel hombre era… comprensivo. Iba a llevarme hasta ella. A Berlín.

– Donde, aprovechando la estancia, obtendrías ciertos documentos. ¿También te envió Von Braun esa vez?

Emil lo miró, vacilante, y negó con la cabeza.

– Von Braun creía que los habían destruido.

– Pero tú no.

– No, pero mi padre… No podía estar seguro de él. Y, obviamente, tenía razón. El os los entregó.

– No, él no me dio nada. Los cogí yo. El te protegió hasta el final, sólo Dios sabe por qué.

Emil miró al suelo, avergonzado.

– Bueno, eso no cambia nada.

– Para él, sí.

Emil meditó estas últimas palabras y decidió abandonar la cuestión.

– En cualquier caso, ahora ya los tienes.

– Pero Tully no llegó a tenerlos. ¿Por qué? Le hablas de los documentos y después no le dices dónde están.

Emil esbozó el primer atisbo de una sonrisa, transmitiendo una extraña superioridad.

– No tuve que hacerlo. El creía que lo sabía. Dijo que sabía dónde estaban los documentos, todos los documentos. Dónde los tenían los americanos. Dijo que iba a «ayudarme», si puedes creerlo. Dijo que sólo un americano podía tener acceso a ellos, por eso dejé que siguiera creyéndolo. Iba a conseguírmelos -añadió, meneando la cabeza.

– ¿Por pura bondad? -El que había cobrado por partida doble.

– Por dinero, claro está. Accedí. Yo sabía que no estaban allí. No tendría que llegar a pagarle y, si él podía sacarme… Así que fui yo el astuto. Después me entregó a los rusos.

– Menudo par. ¿Por qué demonios llegaste siquiera a mencionárselos?

– Nunca he tolerado muy bien el alcohol. Fue… la desesperación. ¿Cómo podría explicarlo? Todas esas semanas esperando, ¿por qué no nos enviaban a Estados Unidos? Entonces supimos de los juicios, que los estadounidenses buscaban nazis por todas partes, y creí que jamás conseguiríamos salir, que no nos sacarían. Tal vez dijera algo al respecto, algo como que los americanos nos considerarían nazis, ¡a nosotros!, porque en la guerra tuvimos que hacer cosas que después no sabía cómo iban a interpretarse… Que había documentos con todo lo que habíamos hecho. «¿Qué documentos?» Le dije que las SS lo conservaban todo. No sé, quizá estuviera un poco ebrio y hablara más de la cuenta. El dijo que sólo los judíos estaban haciendo eso, perseguir a los nazis. Los americanos querían que concluyéramos nuestro trabajo. El sabía lo importante que era. -Su voz adquirió mayor entereza en este punto, al fin estaba seguro de algo-. Y, es verdad. Parar ahora, por esto…

Jake posó la taza y se estiró para coger un cigarrillo.

– Y lo siguiente fue que ibas hacia Berlín. Explícame cómo ocurrió.

– ¿Qué es esto, un informe? -preguntó Emil, molesto.

– Tienes tiempo. Siéntate. No olvides ningún detalle.

Emil se recostó en el apoya brazos y se frotó las sienes como tratando de poner orden en su memoria, pero la historia que tenía que contar era la que Jake ya conocía, sin sorpresas. Ningún otro estadounidense, el secreto del socio de Tully seguía a salvo con Sikorsky… Tan sólo unos detalles sobre el momento en que había cruzado la frontera. Los guardias, por lo visto, habían sido amables.

– Ni siquiera entonces lo sabía -añadió Emil-. Sólo al llegar a Berlín supe que todo había acabado para mí.

– Pero no para Tully-puntualizó Jake, pensando en voz alta-. El tenía algo más que hacer, gracias a tu cháchara, que dio lugar a infinidad de posibilidades. Por cierto, ¿estaban al corriente los demás en Kransberg?

– ¿Mi grupo? Por supuesto que no. Ellos jamás habrían… -Se interrumpió, agitado.

– ¿Qué? ¿Jamás habrían sido tan comprensivos como Tully? Se habrían encontrado con un buen lío en las manos, ¿no es así?, teniendo que dar explicaciones.

– Yo no sabía que Tully tendría esa idea. Creía que habían destruido los documentos. Nunca les habría traicionado. Nunca -insistió, alzando la voz-. Entiéndelo. Somos un equipo. Así es como trabajamos. Von Braun hizo lo imposible por mantenernos unidos, ¡lo imposible! No puedes saber lo que era aquello. En una ocasión incluso lo arrestaron, arrestaron a un hombre como él. Pero permanecimos juntos a lo largo de toda la guerra. Cuando uno comparte eso… Nadie más puede saber lo que es, lo que tuvimos que hacer.

– Lo que tuvisteis que hacer. Por Dios, Emil, he leído esos documentos.

– Sí, lo que tuvimos que hacer. ¿Qué estás pensando? ¿Que yo también era de las SS? ¿Yo?

– No lo sé. La gente cambia.

Emil se puso en pie.

– No tengo por qué darte explicaciones. A ti menos que a nadie.

– Tendrás que darle explicaciones a alguien -corrigió Jake con voz serena-. Podrías empezar conmigo.

– De modo que esto es un juicio. ¡Ja! En esta casa de putas.

– Las chicas no estuvieron en Nordhausen. Tú sí.

– Nordhausen. Has leído algo en un documento…

– Estuve allí. En los campos. Vi a tus obreros.

– ¿Mis obreros? ¿Quieres que respondamos por eso? Fueron las SS, no nosotros. No tuvimos nada que ver con eso.

– Salvo por el detalle de permitir que ocurriera.

– ¿Y qué tendríamos que haber hecho? ¿Presentar una protesta formal? No tienes ni idea de lo que era aquello.

– Pues explícamelo tú.

– ¿Explicarte qué? ¿Qué es lo que quieres saber? ¿Qué?

Jake lo miró, súbitamente desconcertado. Las mismas gafas y los mismos ojos apagados, ahora desorbitados y desafiantes, asediados. ¿Qué, finalmente?

– Supongo que qué te ocurrió a ti -respondió Jake con voz tenue-. Yo te conocía.

A Emil le tembló el rostro, como si acabara de recibir un aguijonazo.

– Sí, nos conocíamos y, al parecer, los dos estábamos equivocados. Amigo de Lena. -Sostuvo la mirada de Jake un segundo y volvió a desviarla a la butaca, contenido-. Lo que ocurrió. ¿Y tú lo preguntas? Estabas aquí. Sabes lo que ocurría en Alemania. ¿Crees que yo quería aquello?

– No.

– No. Entonces, ¿qué? ¿Qué podía hacer? ¿Volverme de espaldas, como mi padre, hasta que acabara? ¿Cuándo iba a acabarse? Tal vez nunca. Tenía que seguir viviendo entonces, no cuando hubiera acabado. Toda mi formación. Uno no espera hasta que el panorama político es favorable. Estábamos empezando. ¿Cómo íbamos a esperar?

– De modo que trabajasteis para ellos.

– No, sobrevivimos a ellos. A su estúpida interferencia. A sus exigencias, siempre absurdas. A sus informes. A todo. Se llevaron a Dornberger, nuestro jefe, y también sobrevivimos a eso. El trabajo tenía que sobrevivir, incluso después de la guerra. ¿Entiendes lo que significaba? ¿Abandonar la Tierra? Hacer algo nuevo, aunque difícil y costoso. ¿De qué otro modo podríamos haberlo hecho? Nos dieron dinero, no bastante, pero sí suficiente para seguir adelante, para sobrevivirles.

– Fabricando sus armas.

– Sí, armas. Estábamos en guerra. ¿Crees que me avergüenzo de eso? -Bajó la mirada-. Es mi patria. Lo que soy. Lena también -añadió, alzando la vista-. La misma sangre. En la guerra uno hace cosas que… -Se le quebró la voz.

– Lo vi, Emil -intervino Jake-. Aquello no era la guerra, no en Nordhausen. Aquello era otra cosa. Tú también lo viste.

– Dijeron que ése era el único modo. Había un programa. Necesitaban obreros.

– Y los mataron, para respetar vuestro programa.

– No era nuestro. Suyo… Imposible, una locura, como todo lo demás. ¿Era una locura maltratar a los obreros? Sí, todo era una locura. Cuando vi lo que estaban haciendo, no podía creerlo. En Alemania. Sin embargo, entonces vivíamos ya en un manicomio. Uno se vuelve loco viviendo así. ¿Cómo puede ocurrir? Una persona sana en el psiquiátrico. No, todos estaban locos. Todos eran normales. Pedían estimaciones, estimaciones descabelladas, pero había que estar loco para negarse. Te hacían cosas terribles, también a tu familia, de modo que acababas loco de verdad. Sabíamos que era absurdo, todos los que participábamos en el programa. Incluso los números. Incluso los números que hacían eran una locura. ¿No me crees? Escucha esto. Un sencillo ejercicio de matemáticas -dijo, se puso en pie y empezó a deambular de un lado al otro; el muchacho capaz de ver los números mentalmente-. Como sabes, la previsión original eran novecientos misiles mensuales, treinta toneladas diarias de explosivos para Inglaterra. Estábamos en 1943. Hitler quería dos mil misiles al mes, un objetivo inalcanzable, no conseguiríamos ni acercarnos. Pero ése era el objetivo, por lo que necesitábamos más obreros, más obreros para alcanzar esa cifra desquiciada. Nunca nos acercamos. ¿Y si lo hubiéramos hecho? Habrían sido sesenta y seis toneladas diarias. Sesenta y seis. En 1944, los Aliados lanzaban tres mil toneladas dianas sobre Alemania. Sesenta y seis contra tres mil. Esas eran las matemáticas con las que trabajábamos. Y, para conseguirlo, finalmente cuarenta mil prisioneros. Más y más para satisfacer esa cantidad. ¿Quieres que te explique lo que ocurrió? Estaban locos. Nos volvieron locos. No sé qué más contarte. ¿Cómo puedo responderte?

Se detuvo y alzó las manos en un gesto interrogativo.

– Ojalá pudiera hacerlo alguien. En Alemania todo el mundo tiene una explicación, pero ninguna respuesta.

– ¿A qué?

– Mil cien calorías diarias. Otro número.

Emil apartó la mirada.

– Y crees que lo hice yo.

– No. Tú sólo hiciste los cálculos.

Emil se quedó inmóvil unos instantes, luego se acercó a la mesita de noche y cogió la taza.

– ¿Te has acabado el café? -Se detuvo junto a la cama, con la mirada clavada en la taza-. En definitiva: soy culpable. ¿Te facilita esto las cosas… para quedarte con mi mujer?

– No estoy culpándote de nada -replicó Jake, mirándole a través de las gafas-. Eres tú quien lo hace.

Emil asintió, para sí.

– Nuestros nuevos jueces. Nos culpáis y volvéis a casa, para que entonces tengamos que acusarnos aquí los unos a los otros. Eso es lo que queréis. Así que no se acaba nunca.

– A excepción de ti. Irás a Estados Unidos con el resto de tu grupo y proseguirás con tu excelente trabajo. Ésa es la idea, ¿verdad? Tú, Von Braun y los demás. Allí no habrá preguntas. Allí se habrá olvidado todo. No habrá documentos.

Emil lo miró por encima de la montura.

– ¿Estás seguro de que los americanos quieren esos documentos?

– Algunos sí.

– ¿Y al resto de los de Kransberg? ¿También les harás esto? ¿No basta con acusarme a mí?

– No se trata sólo de ti.

– ¿No? Ah, sí, claro. Es por Lena.

– También te equivocas en eso.

– ¿Crees que eso la haría feliz? ¿Que me envíes a la cárcel?

Jake guardó silencio.

Emil alzó la cabeza y espiró.

– Entonces, hazlo. No puedo quedarme aquí. Me buscan, ella me lo dijo. Entrégame. ¿Qué más da donde me tengan prisionero?

– No tengas tanta prisa por irte. Eres un problema, una mercancía por entregar. Tendrá que hacer algo.

– ¿Quién?

– El socio de Tully.

– Ya te lo he dicho: no había nadie más.

– Sí, había alguien más. -Jake alzó la mirada; una idea nueva-. ¿Hablaste con alguien más de Kransberg?

– ¿Americano? No, sólo con Tully -dijo Emil distraído.

– Y Shaeffer. El interrogador -añadió Jake-. ¿Conociste a su amigo Breimer?

– No conozco a nadie llamado así. Para nosotros todos eran iguales.

– Un hombre de peso, del gobierno, no un soldado.

– Ah, ése. Sí, estaba allí. Para reunirse con el grupo. Le interesaba el programa.

– Apuesto a que sí. ¿Habló contigo?

– No, sólo con Von Braun. A los estadounidenses les gustan los «von» -añadió. Se encogió levemente de hombros.

Jake se reclinó un momento para reflexionar. ¿Cómo podía ser? Otra columna que no encajaba.

Emil interpretó su silencio como respuesta y se encaminó hacia la puerta con la taza.

– ¿Informaréis al menos a los de Kransberg? Mis colegas se inquietarán…

– Y seguirán así. Quiero que sigas desaparecido un tiempo más. Un pequeño anzuelo.

– ¿Un anzuelo?

– Exacto. Como lo fue Lena para ti. Ahora puedes serlo tú. Ya veremos quién pica.

Emil se volvió hacia la puerta, parpadeando.

– Esta conversación no sirve para nada. En qué te has convertido… ¿Qué es, una especie de idea de la justicia? Me pregunto para quién. No para Lena. Crees que sólo hablo por mí, pero también hablo por ella. Piensa en lo que esto significa para ella.

– Ya, para ella.

– Sí, para ella. ¿Crees que quiere verme metido en todo este embrollo?

Extendió la mano y abarcó la habitación, los documentos y su incierto futuro.

– No, ella cree que te debe algo.

– Tal vez seas tú quien me debe algo.

Jake le miró.

– Tal vez -convino-. Pero ella no.

Emil meneó la cabeza.

– Cómo son las cosas… Y pensar que dejé Kransberg por ella. Y ahora esto… Todo nuestro trabajo. En fin, puedes demostrarle algo. Restriégame esos documentos por la cara. «Ya ves qué clase de hombre es. Abandónalo.»

– Ya te ha abandonado -dijo Jake.

– Por ti -añadió Emil, negando con la cabeza ante la inverosimilitud de las circunstancias. Echó los hombros hacia atrás y se irguió hasta adoptar la postura que habría tenido de haber ido ataviado con el uniforme-. Qué diferente eres, no eres el mismo hombre. Creí que entenderías lo que ocurrió aquí. Creí que al menos me dejarías mi trabajo. No, también quieres eso, tu libra de carne. Quieres convertirnos a todos en nazis. No es algo que ella vaya a agradecerte. ¿Acaso lo sabe? ¿Sabe lo diferente que eres?

Jake le sostuvo la mirada: el mismo hombre del andén de la estación, aunque nítido, como si el tren hubiese aminorado la velocidad para que pudiera verlo bien.

– Pero tú no -contestó, fatigado de pronto. El dolor sordo del hombro llegaba a su voz-. Yo no te conocía. Tu padre sí. «Le faltaba una pieza», dijo.

– Mi padre…

– En tu cabeza nunca ha habido nada más que números. Ni siquiera ella. Ella era tu excusa. Incluso Tully se lo tragó. Quizá hasta tú te lo creas, igual que crees que lo de Nordhausen ocurrió, sin más. Así, sin que nadie interviniera. Pero no es cierto. ¿Lena te debe algo? No viniste a Berlín por ella: volviste para recuperar los documentos.

– No.

– Igual que la primera vez. Ella cree que arriesgaste la vida para recuperarla. No lo hiciste por ella. Te envió Von Braun. Era su coche, su misión. Para que el trabajo siguiera adelante. Para eliminar papeles comprometedores. Jamás intentaste encontrarla, sólo te interesaste por salvar tu lastimosa piel.

– Tú no estabas allí -replicó Emil, enfadado-. ¿Soportar ese infierno? ¿Cómo fui capaz? Tenía que pensar en los demás. Sólo quedaba un puente…

– Y lo cruzaste sin pensarlo. No te culpo, pero tú tampoco lo haces. ¿Por qué no? Estabas al cargo. Era tu equipo. ¿Cuánto tiempo te llevó recuperar los documentos? Esa era tu prioridad. ¿Pasajeros? Bueno, si había tiempo. Pero no hubo tiempo.

– Ella estaba en el hospital -aclaró Emil, con voz más estridente-. A salvo.

– La violaron. Estuvo a punto de morir. ¿Te ha contado eso?

– No -respondió Emil con la mirada gacha.

– Pero tú conseguiste lo que en realidad habías ido a buscar. La abandonaste y salvaste al equipo. Y ahora quieres volver a hacerlo, y pretendes que ella te ayude porque cree que te debe algo. Tuvo suerte de recibir la llamada.

– Eso es mentira -dijo Emil.

– Ah, ¿sí? Entonces, ¿por qué no avisaste a Von Braun de que ibas a marcharte de Kransberg con Tully? No podías, ¿me equivoco? No podías confesarle el verdadero motivo. El creía que ya te habías hecho cargo de los documentos, pero querías estar seguro. Por eso viniste. Siempre han sido los documentos, no ella.

Emil no despegaba la mirada del suelo.

– Harías cualquier cosa por ponerla en mi contra -le recriminó con tono ofendido, cerrado en sí mismo. Alzó la vista-. ¿Le has contado esto a ella?

– Cuéntaselo tú -respondió Jake, con firmeza-. Yo no estaba allí, ¿recuerdas? Tú sí. Cuéntale cómo fue. -Observó a Emil, de pie, sacudiendo la cabeza, atontado en el repentino silencio. Jake se recostó en la almohada-. Entonces tal vez lo deduzca todo por sí misma.

Brian apareció después de la cena, con un periódico y una botella de whisky escocés del ejército británico.

– Vaya, vivito y coleando. Eso tiene una pinta asquerosa -exclamó señalándole el hombro-. Deberían mirártelo. -Abrió la botella y sirvió dos copas-. Tengo que admitir que es un buen escondrijo. He visto una cosita preciosa en el recibidor. Nada debajo del envoltorio, por lo que parecía. Imagino que no regalan muestras, ¿verdad? ¡Salud! -Apuró la copa de un trago-. ¿Cómo lo has encontrado?

– El propietario es británico.

– ¿En serio? Vaya.

– ¿Te ha visto alguien?

– ¿Y qué más da? A mi edad, se supone que tengo que pagar por estos privilegios. -Miró a Jake-. No, nadie. Por cierto, he dejado el jeep en el patio interior. Pensé que no te gustaría que estuviera en la calle, incitando tentaciones…

– Gracias.

– Deduzco que ése es el marido -dijo, e hizo un gesto con la cabeza en dirección al salón-. El deprimido del sofá. ¿Cómo lo hacéis para dormir? ¿O estoy siendo lascivo?

– Gracias también por eso. Te lo debo.

– No te preocupes, te lo cobraré. Hazaña tuya, exclusiva mía. ¿Te parece justo?

Jake sonrió.

– Has salido en los periódicos -repuso Brian. Le tendió el dossier de prensa-. Al menos, creo que eres tú. No dan nombres. Tampoco explican mucho.

Jake lo abrió. La palabra «paz», en negrita y subrayada, encabezaba el dossier junto con la fotografía de los marines enarbolando la bandera en Iwo Jima. En la esquina inferior derecha: «¿Comienza la tercera guerra mundial? ¿Quién disparó primero?», un informe del tiroteo de la Cancillería, tan desconcertante como el fuego cruzado, con la insinuación de que todos estaban borrachos.

– No te imaginas el follón que se ha montado. Bueno, tal vez sí. Los rusos están hechos una furia. Quieren notas formales, una sesión especial del Consejo, ¡la leche! Dicen que no participarán en el Desfile de la Victoria… Menuda lástima. ¿Quieres decirme qué ocurrió de verdad?

– Lo creas o no, eso es lo que ocurrió. Un caos. Sólo que los rusos no estaban borrachos.

– Eso sería una primicia.

– Y que yo no estuve allí -dijo Jake a modo de conclusión.

– Estrictamente, no estuviste. Estabas conmigo.

– ¿Eso es lo que les has dicho?

– Tuve que hacerlo. No había otra manera de acabar con las preguntas. Te has convertido en el hombre más popular de Berlín. La reina absoluta de la fiesta, todos quieren bailar contigo. Si supieran dónde estabas… Que me cuelguen si yo lo sé. Bajaste al comedor con una dama, os ofrecisteis a acompañarme en jeep… Supongo que yo no era la mejor de las compañías, porque me dejaste en la Ku'damm para tomar la última copa, y ésa fue la última vez que te vi. En cuanto a esto -añadió, señalando al dossier-, lo que he oído es que hubo un civil implicado. Nadie sabe quién. Alemán, deduzco, claro que los rusos no lo dicen, pero se supone que ellos no tienen por qué echar en falta a nadie.

– Pero hablé en inglés.

– Los americanos creen que todo el mundo habla inglés. ¿Les dijiste quién eras?

– No, y con los rusos hablé en alemán. Sikorsky no pudo tener tiempo de…

– ¿Lo ves? Créeme, nadie piensa en otra cosa, sólo en cubrirse las espaldas. ¡Qué estupidez! Si lo piensas, ir al búnker a tomar una copa… Quería bailar en la tumba de Hitler. Qué insensato todo… El caso es que saliste del Adlon conmigo. Hay testigos. Si yo no te conozco, ¿quién va a conocerte? Es así como querías que fuera, ¿verdad?

Jake le brindó una sonrisa.

– No se te escapa una.

– No, cuando la historia es mía. En exclusiva, ¿recuerdas? Nada de compartirla con tu banda. Juego limpio, ¿de acuerdo? Y bien, ¿de qué va todo esto?

– Será tuya, lo prometo, pero espera un poco.

– ¿Ni siquiera un bocado? ¡Por todos los santos! ¿Qué estabais negociando tú y el general? Aunque debería decir el difunto general. Mañana se celebrará el funeral, con todos los Aliados. Irá todo su espantoso séquito, seguro. Supongo que no vas a enviar una corona.

– No, claro -contestó Jake, aunque en realidad no escuchaba-. No sabes…

– No, no sé nada -convino Brian, imitando la voz de Jake-, hasta que tú me lo cuentes.

– No, me refiero a que nadie sabe nada. De lo que me dijo. Nadie lo sabe. Podría haber sido cualquier cosa.

– Pero ¿qué te dijo?

– Déjame pensar un momento. Es importante. Necesito resolver esto.

– Entonces, ¿te importa? -preguntó Brian mientras volvía a llenar las copas-. Siempre es apasionante ver a alguien pensando.

– Como quieras. Me refiero a… ¿Me lo dijo?

– ¿Decirte qué?

Jake guardó un silencio breve, que aprovechó para dar cuenta del whisky.

– Oye, Brian -dijo al fin, aún dándole vueltas-. Quiero que hagas algo por mí.

– ¿Qué?

– Tomarte una copa en el centro de prensa. Invito yo.

– ¿Y?

– Charla con unos y con otros. Me has visto y sabes que tengo una historia en la que no te dejo participar, así que estás cabreado.

– Sí, lo estaría. ¿Y con qué fin?

– Quiero que todos sepan que tengo algo. Aquello es como la oficina de correos del pueblo, no tardará en correrse la voz. Espera, mejor aún… ¿Tienes papel?

Brian sacó la libreta y se la tendió. Luego observó mientras Jake escribía.

– Envía esto a Collier's de mi parte. Esta es la dirección a la que deberás remitir el telegrama.

Brian cogió la libreta y leyó en voz alta: «Reservad espacio próximo número gran historia: escándalo».

– ¿Y cuando vean que no envías nada? No va a gustarles.

– Tal vez sí envíe algo. Y tú también. Pero lo más probable es que, de todos modos, esto no llegue a salir. Censuran los telegramas. El joven Ron le echará un vistazo, se hará el inocente y estará encima de todo el mundo.

– Quieres decir encima de mí.

– Pregúntale de qué va todo ese alboroto… y se mostrará tímido contigo. Pregúntale entonces quién era Tully.

– Alguien a quien tú mencionaste de pasada cuando te vi.

– Exacto. Lo llamé «mi caso Tully».

– ¿Y qué va a proporcionarte esto exactamente?

– Al hombre que lo mató. El otro americano.

– La mano en la sombra. ¿Estás seguro de que existe?

– Alguien intentó que me asesinaran en Potsdam. No fue Tully; él ya estaba muerto. Sí, estoy seguro.

– Vale, cálmate. No creo que te convengan más emociones, no estando así -dijo Brian, señalando de nuevo el hombro de Jake-. Has tenido suerte en dos ocasiones. A la tercera…

– A la tercera lo conseguiré. El vendrá a mí, tiene que hacerlo. ¿Sabes lo que es apretar las clavijas?

– ¿Esto le apretará las clavijas? -preguntó, alzando el papel.

– En parte. Con eso conseguiré que los rusos hagan lo demás. Creen que Emil está libre. Que sigue en libertad. ¿Y si tuviesen la posibilidad de recuperarle? Sikorsky está muerto. Tully está muerto. ¿A quién van a enviar para capturarlo?

– Sobre todo si también puede capturarte a ti. No me gusta. ¿Puedo preguntar cómo vas a arreglártelas?

– Tú ve a tomar esa copa, ¿de acuerdo? Estamos a un paso.

– Y seré indiscreto, para que me oiga…

– Hasta ahora lo ha oído todo.

– Entonces es uno de nosotros.

– No lo sé. Sólo estoy seguro de que no eres tú.

– Te has vuelto muy confiado.

– No, era una bala americana. Todo lo tuyo es británico -repuso Jake, y señaló la botella.

Brian dobló el papel y se lo guardó en un bolsillo.

– Hablando de eso, imagino que querrás recuperar esto. -Sacó una pistola del bolsillo-. Si sigues empeñado en buscarte problemas…

– La pistola de Liz -comentó Jake, y la cogió.

– En el Adlon fue todo algo precipitado, pero conseguí cogerla, por si acaso.

– El la mató, ¿lo sabías? Sikorsky.

– ¿Es eso? -exclamó Brian. Se levantó para marcharse-. Es tarea de locos intentar ser justo. Nunca sale como uno espera.

– No se trata de eso.

– Pues entonces es demasiado por conseguir una historia.

– ¿Y qué me dices de salir impune de un asesinato? ¿Es suficiente?

– Querido chaval, la gente sale impune de asesinatos a todas horas. Sólo tienes que mirar a tu alrededor. Sobre todo aquí. Lleva años sucediendo.

– Pues detengámoslo.

– Yo ya estoy viejo. Nada como los jóvenes para enderezar las cosas. Bien, lo dejo en tus manos. También este exquisito whisky. Claro que, pensándolo mejor, tal vez no -rectificó, y cogió la botella-. Nunca se sabe a cuántas rondas tendré que invitar para que esta vieja lengua se suelte convenientemente. También corre de mi cuenta.

– Gracias, Brian.

– En fin, estuvimos juntos en África… Eso debe de contar para algo. Supongo que huelga decir que tengas cuidado. Nunca lo has tenido. Pero son los rusos. Creía que estarías ocupado arreglando tu ménage -Hizo un gesto con la cabeza en dirección a la estancia adyacente.

– Se arreglará solo.

– Jóvenes -comentó Brian con un suspiro-. No es eso lo que yo he visto.

Jake tardó diez minutos en vestirse. Sus brazos, rígidos, tanteaban con torpeza los botones, e incluso atarse los zapatos le supuso una agonía.

– ¿Vas a salir? -preguntó Lena desde la mesa en la que ojeaba con Erich una revista rescatada por una de las chicas.

Life, fotografías de otro mundo. Emil estaba sentado en el sofá con el semblante ausente, ensimismado.

– No tardaré -respondió Jake.

Se acercó a ella para despedirse con un beso, pero se detuvo en seco. Incluso el gesto más corriente resultaba, en cierto modo, incómodo. Olvidó el beso y le revolvió el pelo a Erich.

– Rosen dijo que debías descansar -le recordó Lena.

– Estoy bien -repuso Jake. Emil lo miraba como a un intruso y le hacía querer salir de allí cuanto antes-. No me esperes despierto -le dijo a Erich, aunque sus palabras incluían a todos.

Sólo Erich se movió para despedirse con un leve gesto de la mano.

En la calle se sintió aliviado, el reconfortante anonimato de la oscuridad. Un soldado en un jeep. Se dirigió a Kreuzberg sin tan siquiera reparar en las ruinas. Incluso Berlín podía volverse normal, era cuestión de a lo que uno estuviera acostumbrado.

Encontró a Gunther haciendo un solitario, con una botella medio llena a un lado, en la mesa. Disponía metódicamente las cartas en filas, como sus columnas de puntos clave.

– Una visita sorpresa -comentó Gunther.

No se apreciaba sorpresa alguna en su voz y apenas despegó la mirada de las cartas.

– Pensé en venir para ponerle al día -replicó Jake antes de sentarse.

Gunther gruñó y siguió colocando ¡as cartas mientras Jake le hablaba del Adlon sin hacer la menor pausa, ni siquiera en el momento en que las balas alcanzaron la escalera de la Cancillería.

– De modo que ha vuelto a tener suerte -dijo, cuando Jake hubo acabado-. Y todavía no sabemos quién.

– Por eso he venido. Tengo que encargarle una misión.

– Déjeme en paz -dijo Gunther, y dio la vuelta a una carta. Luego alzó la mirada-. ¿Qué?

– Quiero que mañana asista a un funeral.

– ¿El de Sikorsky?

– El de un amigo. Por supuesto, querrá ir.

– No sea ridículo.

– Y mostrarle sus respetos a su sucesor. Imagino que será el número dos, no han tenido tiempo de traer a nadie. Tal vez su jefe. En cualquier caso, quienquiera que sea el nuevo Sikorsky. Es un buen negocio, por una parte. -Desvió la mirada hacia la pila de cajas del mercado negro.

– ¿Y por la otra?

– Un negocio nuevo.

– Conmigo -dijo Gunther arqueando una ceja.

– Tiene que considerarlo desde su punto de vista, lo que él sabe o lo que le han dicho. Deben de haber interrogado a los rusos del Adlon. Lo que sabe es que Sikorsky nos vio allí a Lena y a mí, y que nos dejó hacer una visita. Sabe que Brandt escapó y que a Sikorsky lo mataron cuando lo perseguía. Sabe que no lo tienen los americanos, porque el socio de Tully se lo habría dicho. De modo que ¿dónde está? ¿Cuál es el lugar más lógico?

Gunther emitió un sonido inquisitivo, sin dejar de jugar.

– Donde siempre ha querido estar: con su esposa, que vino conmigo. Y yo soy amigo suyo, y usted… me vigilaba para Sikorsky -dijo Jake, dejando caer las palabras por orden una a una: jota, diez, nueve-. Su fuente.

Gunther se detuvo.

– No le dije nada. Nada importante.

– Eso dijo él. El caso es que saben que él lo supo por boca suya. Saben que me conoce. Es probable que incluso crean que sabe dónde estoy, lo cual significa…

– Sí, estoy de acuerdo, una situación interesante -le interrumpió Gunther mientras giraba una carta despacio-. Pero yo no sé dónde está usted. Nunca quise saberlo, por si no lo recuerda, estar en esta posición.

– ¿Lo creen ellos? Tal vez no le consideren tan altruista. Tal vez no le consideren más que una rata.

Gunther lo miró un instante y volvió a concentrarse en los naipes.

– ¿Intenta provocarme? No se moleste.

– Intento mostrarle cómo verá las cosas cuando hable con él mañana.

– ¿Y qué quiere que le diga?

– Quiero que me traicione.

Gunther soltó las cartas, cogió el vaso y se reclinó en el respaldo. Miró fijamente a Jake por encima de la montura de las gafas.

– Continúe.

– Ha llegado el momento de prosperar. Cigarrillos, relojes, chismes en la barra de un bar… Eso no da dinero de verdad. Sin embargo, incluso a un granuja de poca monta le llega una oportunidad de vez en cuando. Alguna mercancía grande que vender. A veces incluso le cae en el regazo.

– Deduzco que esa oportunidad se llama Herr Brandt.

Jake asintió.

– Diga que vine para que me consiguiera permisos de viaje. Para sacar de la ciudad a la pareja feliz.

– ¿Y yo los conseguiría?

– Están en el mercado. Usted está en el mercado. Creerán que podría, pero ahora usted controla la situación. Quiere mantener abiertas sus opciones. Su amigo Sikorsky ya no está… ¿Por qué no hacer nuevos amigos y ganar un dineral? Difícil de resistir.

– Mucho.

– De modo que quedamos con usted para que nos dé los permisos. Si en vez de usted aparece alguna otra persona…

– ¿Dónde? -preguntó Gunther, extrañamente meticuloso.

– Aún no lo sé -respondió Jake, haciendo un gesto con la mano-. Pero en zona americana. Eso es importante. Tienen que enviar a un americano. Si fueran rusos, yo me lo olería de inmediato. Tiene que ser un americano, así yo no sospecharé hasta que sea demasiado tarde.

– Y ellos enviarán a su americano.

– Es lo más obvio. Sabe quién soy y querrá venir. He hecho correr el rumor de que tengo algo. No puede correr el riesgo. Vendrá.

– Y entonces él lo tendrá.

– Yo lo tendré a él. Lo único que debe hacer usted es traérmelo.

– Ser su Greifer -puntualizó Gunther en voz baja.

– Puede funcionar.

Gunther volvió a posar la mirada en las cartas y reanudó el juego.

– Es una pena que no fuera policía antes de la guerra. A veces las jugadas arriesgadas…

– Puede funcionar -repitió Jake.

Gunther asintió.

– Salvo por un detalle. No quiero problemas con los rusos. Como bien dice, quiero mantener abiertas mis opciones. Si se sale con la suya, ¿en qué lugar quedo yo? Sin opciones. Los rusos sabrán que les he traicionado. Búsquese a otro.

– No hay otro. Confían en usted y, además, es su caso.

– No, es el suyo. Era interesante ayudarlo, era una forma de matar el tiempo. Esto es diferente. No me arriesgaré. Ahora no.

Jake lo miró.

– Es verdad. Nunca lo ha hecho.

– Exacto -admitió Gunther; no quería entrar en esa disputa.

Jake colocó una mano sobre las cartas y detuvo el juego.

– Arriésguese ahora.

– Aparte la mano.

Jake la mantuvo allí un minuto más, sin dejar de mirarle.

– Déjeme en paz.

Jake levantó la mano.

– ¿Cuánto tiempo pretende seguir muerto? ¿Años? Es mucho tiempo para estar al margen. Sigue siendo un poli. Estamos hablando de un asesinato.

– No, estamos hablando de supervivencia.

– ¿Así? Ya lo intentó una vez. El buen poli alemán. Se mantuvo al margen, con la cabeza gacha, y murió gente. Ahora quiere esconderla dentro de una botella. ¿Para qué? ¿Por una oportunidad para hacer de soplón al servicio de los rusos? Estaría trabajando para la misma gente. ¿Cree que sería diferente? -Apartó la silla, frustrado, y caminó hacia el mapa que colgaba de la pared. Berlín, tal como había sido.

Gunther permaneció petrificado unos instantes y volvió a soltar una carta en un acto casi reflejo.

– ¿Y los americanos son mucho mejores?

– Tal vez no mucho más -respondió Jake mientras paseaba la mirada hacia la izquierda, hacia Dahlem-, pero eso es lo que debe decidir. -Se colocó de espaldas al mapa-. Tiene usted elección.

– Trabajar para los americanos.

– No: volver a ser policía. Un policía de verdad.

Ambos guardaron silencio, por lo que cuando la puerta vibró con un golpe seco, el ruido pareció incluso más estridente en aquel silencio denso. Jake alzó la vista, alarmado, esperando ver a los rusos, pero era Bernie, que entraba con carpetas bajo un brazo, como había hecho aquella primera noche en Gelferstrasse, tirando un plato. En esta ocasión fue ver a Jake lo que lo detuvo a medio camino.

– ¿Dónde has estado? Te buscan, ¿lo sabes?

– Algo he oído.

– Bueno, me alegro de que estés aquí. Nos ahorras un viaje -dijo, sin mayor explicación, antes de dirigirse hacia la mesa-. Wie gebts, Gunther? -Miró las cartas-. El siete sobre el ocho. ¿Empiezas a ver borroso? -Cogió la botella, le echó un vistazo rápido a contraluz para ver el contenido y la dejó a un lado.

– Veo lo bastante claro.

– He traído las copias que pediste de Bensheim, aunque tendrás que devolvérmelas. Se supone que no…

– Según Herr Geismar, ya no son necesarias.

– ¿Qué es Bensheim? -preguntó Jake.

– El lugar donde estuvo Tully antes de Kransberg -contestó Bernie.

– Para atar cabos -añadió Gunther al tiempo que abría una de las carpetas. Luego miró a Jake-. No era osado, sino metódico. Suelen seguir el mismo patrón. Pensé: «¿A quién vendía estos Persilscbeine? ¿A qué alemanes?». Quizá a alguien a quien yo reconociera. Era sólo una idea.

– De modo que son así -comentó Jake tras acercarse y coger uno.

El habitual papel de color crema con letra desigual y un garabato en tinta al pie. En la cabecera, un nombre: Bernhardt; nadie a quien él conociera. Un diseño de página distinto, aunque familiar, como todos los formularios de la ocupación. Estudió la hoja de arriba abajo y la devolvió. Papel inocuo, aunque a Bernhardt le granjeaba una reputación.

– Pero, como ya he dicho, innecesario ya -insistió Gunther.

– ¿Y eso por qué? -preguntó Bernie.

– Gunther se retira del caso -contestó Jake-. Quiere seguir bebiendo en otra parte.

– De todos modos, ¿te importa que les eche un vistazo, ya que te has tomado la molestia? -pidió Gunther mientras cogía las carpetas.

– Adelante -respondió Bernie, y se sirvió una copa-. ¿He interrumpido algo?

– No, ya habíamos acabado -dijo Jake-. Me voy.

– No te vayas. Traigo noticias.

Volvió a llevarse la copa a los labios y la apuró de un trago que le provocó un leve escalofrío, un gesto tan impropio que sorprendió a Jake.

– Creía que no bebías.

– Ahora entiendo por qué -repuso Bernie, aún con la misma mueca. Posó el vaso en la mesa-. Renate ha muerto.

– Los rusos…

– No, se ha ahorcado.

Nadie dijo nada. La sala quedó sumida en un silencio fúnebre.

– ¿Cuándo? -preguntó Jake de forma involuntaria; un sonido para llenar el espacio.

– La han encontrado esta mañana. Jamás habría esperado que…

Jake se volvió hacia el mapa, le escocían los ojos como tocados por un rescoldo.

– No -dijo, aunque no era una respuesta, tan sólo otro sonido.

– Nadie pensaba que… -Bernie se interrumpió y miró a Jake-. ¿Te dijo algo cuando hablaste con ella?

Jake negó con la cabeza.

– Si lo hizo, no la oí. -Sus ojos deambulaban por el mapa: la Alex y el juicio imposible; Prenzlauer, donde había escondido al niño; Anhalter Station, en uno de cuyos andenes había gorroneado un cigarrillo. Se podía rastrear la vida en un mapa, como si fueran calles. Las antiguas oficinas de la Columbia, su buen ojo para encontrar la noticia.

– Así que es un final -comentó Gunther con voz neutra y exenta de toda emoción.

– No empezó así -replicó Jake-. No la conocías. No sabes cómo era. Tan… guapa -dijo, inapropiadamente; se refería a cuando estaba viva. Se volvió hacia ellos-. Era guapa.

– Todo el mundo muere -añadió Gunther cansinamente.

– A mí no sé por qué debería importarme -intervino Bernie-. Con todo lo que hizo, y siendo judía. Pero… -Una pausa-. No vine para esto, para presenciar otra muerte.

– Ella era parte de eso -puntualizó Gunther, con el mismo tono de voz.

– Como mucha otra gente -dijo Jake-. Se mantenían al margen. Tal vez así lograban soportarlo.

– Bueno, tal vez ella haya encontrado al fin la paz -concluyó Bernie-. Aunque eligió una forma espantosa de hacerlo.

– ¿Acaso hay otra? -preguntó Gunther.

– Supongo que depende de aquello con lo que sea uno capaz de vivir -contestó Bernie mientras cogía la gorra.

Al oír esto último, Gunther alzó la mirada, pero la desvió enseguida.

– En cualquier caso, pensé que querríais saberlo. ¿Vienes? -Se dirigía a Jake-. Aún tengo cosas por hacer. Dos días, ¿de acuerdo, Gunther? -Tocó las carpetas-. Tengo que enviarlo de vuelta. ¿Estás bien?

En lugar de responder, Gunther cogió una carpeta, la abrió y empezó a leer para no prestarles atención. Jake se puso en pie y esperó, pero la única reacción de Gunther fue volver la página, como un policía ojeando un álbum con fotografías de sospechosos. Llegaron a la puerta antes de que Gunther levantara la cabeza.

– ¿Herr Geismar? -dijo de pronto, al tiempo que se levantaba despacio y se acercaba al mapa, de espaldas a ellos. Se quedó allí unos instantes, escrutándolo-. Escoja el lugar. Comuníquemelo antes del funeral.

Lena descansaba en el sillón, sentada sobre las piernas y envuelta en el humo que brotaba del cenicero que había colocado en el ancho apoyabrazos. La estancia adquiría un aire misterioso a la tenue luz de la lámpara cubierta con un pañuelo. Parecía que llevara horas en la misma posición, ovillada, demasiado petrificada para moverse incluso cuando él se acercó a ella y le acarició el pelo.

– ¿Dónde está Emil?

– En la cama -respondió ella-. No hables tan alto, despertarás a Erich. -Señaló con la cabeza el sofá, donde el chico yacía enroscado bajo una sábana.

La respuesta a la pregunta de Brian: dormían por turnos.

– ¿Y tú?

– ¿Quieres que comparta la cama con él? -exclamó, inesperadamente brusca. Encendió otro cigarrillo con la colilla del anterior-. Quizá debería ir con Hannelore. Vivir así… -Lo miró-. El dice que no dejarás que se vaya. Quiere ir a Kransberg.

– Irá. Sólo le necesito un día más. -Acercó una de las sillas de la mesa y se sentó a su lado para poder conversar entre susurros-. Un día más y se habrá acabado.

Ella sacudió la ceniza en el cenicero y la removió.

– Cree que te has aprovechado de mí.

– Bueno, y lo he hecho -convino él, intentando animarla.

– Pero él me perdona -siguió ella-. Quiere perdonarme.

– ¿Qué le has contado?

– No importa. No escucha. Yo fui débil, pero él me perdona; ésa es la situación para él. Así que, ya ves, estoy perdonada. Durante todo aquel tiempo, antes de la guerra, cuando pensaba… Y al final, así de fácil…

– ¿Lo sabe él? ¿Lo de antes de la guerra?

– No. Si supiera que Peter… Tú no se lo has dicho, ¿verdad? Debes ahorrarle eso.

– No, no se lo he dicho.

– Debemos ahorrarle eso -repitió ella, de nuevo pensativa-. Qué lío hemos organizado tú y yo. Y ahora él me perdona.

– Déjale. Será más fácil para él. No es culpa de nadie.

– Sí, tuya. Es a ti a quien no perdona. Cree que quieres destruirlo. Esa es la palabra que utiliza. Y ponerme en su contra. Todas esas ideas absurdas que se le ocurren… Este es el agradecimiento que recibes por salvarlo. -Recostó la cabeza en el respaldo, cerró los ojos y exhaló el humo-. Quiere que vaya a Estados Unidos.

– ¿Con él?

– Pueden llevarse a las esposas. Para mí es una oportunidad… Dejar atrás todo esto.

– Si es que acaban yendo.

– Podemos empezar de nuevo. Esa es su idea. Empezar de nuevo. Así que para eso lo has salvado. Tal vez ahora te arrepientas.

– No. Me salió en las cartas, ¿recuerdas?

Ella sonrió sin abrir los ojos.

– El protector. Y ahora, aquí estamos, todos tus descarriados. ¿Qué vas a hacer con nosotros?

– Para empezar, llevarte a la cama. Estás hablando en sueños. Vamos, apartaremos un poco a Erich. No le importará.

– No, déjale. Estoy demasiado cansada para dormir. -Se volvió para mirar al muchacho-. He enviado a una de las chicas a ver a Fleischman. El pregunta si podemos quedárnoslo algún tiempo más. Los campos están atestados. ¿Te importa? No da ningún problema. Además, ya sabes, a Emil no le gusta hablar en su presencia, de modo que es mejor así. Me aporta algo de paz.

– ¿Qué hay de Texas?

– Sólo quieren bebés. Antes de que se vuelvan demasiado alemanes, supongo -añadió, más abatida que enojada. Apagó el cigarrillo-. Todos tus descarriados. Nos alojas y te haces responsable de nosotros. ¿Sabes? El cree que vas a llevarlo con su madre. ¿Qué puedo decirle? ¿Después de la cárcel, tal vez?

– Ni siquiera entonces -intervino Jake con voz pausada-. Se suicidó anoche.

– Oh. -Un sonido herido, como un grito sofocado-. Oh, ¿de veras? -Desvió la mirada de nuevo hacia el sofá y después la posó en el regazo, mientras se le anegaban los ojos. Jake quiso abrazarla, pero ella lo rechazó tapándose los ojos con una mano-. Es ridículo. No llegué a conocerla. Sólo era una más en la oficina. No me mires. No sé qué me pasa.

– Estás cansada, eso es todo.

– Pero… hacer eso… Oh, ¿cuánto va a durar esto? Hervir el agua para poder beberla. Los niños viviendo como animales. Ahora otra muerte. Y esto es la paz. Era mejor durante la guerra.

– No, no lo era -repuso Jake con ternura.

Sacó un pañuelo y se lo ofreció.

– No -insistió ella, mientras se sonaba la nariz-. Sólo me estoy compadeciendo de mí misma. ¡Por Dios, hervir agua! ¡Y qué más dará eso! -Se sorbió la nariz y se enjugó la cara. El temblor empezaba a remitir. Se reclinó en el respaldo y espiró-. ¿Sabes? Después de los rusos hubo muchos… como ella. Nunca lloré. Veías los cuerpos en la calle. ¿Quién iba a saber cómo habían muerto? ¿Mi amiga Annelise? Yo la encontré. Veneno. Como Eva Braun. Tenía la boca quemada. ¿Y qué había hecho? Esconderse hasta que algún ruso la encontró. Tal vez fuera más de uno. Tenía sangre. -Se señaló el regazo-. Entonces no llorabas, porque eran muchos. ¿Por qué lloro ahora? Tal vez creía que esos tiempos habían acabado. -Volvió a secarse las mejillas y le devolvió el pañuelo-. ¿Qué vas a decirle?

– Nada. Su madre murió en la guerra, sólo eso.

– En la guerra -repitió ella con aire ausente, mirando de nuevo al chico-. ¿Cómo puede alguien abandonar a un niño?

– No lo abandonó. Lo dejó conmigo.

Lena se volvió para mirarle.

– No puedes enviarlo con los desplazados.

– Lo sé -dijo él. Le acarició una mano-. Pensaré en algo. Dame un poco de tiempo.

– Para que lo organices todo -concretó ella, reclinándose de nuevo-. Todas nuestras vidas. ¿También la de Emil?

– Emil puede organizarse solo. No me preocupa.

– A mí sí -repuso ella, con voz débil-. Todavía es algo mío. No sé qué, no es mi marido, pero es algo. Tal vez sea porque ya no le quiero. ¿No es extraño, preocuparse por alguien a quien ya no amas? Incluso su aspecto es diferente. Sucede así, creo: las personas se ven distintas cuando ya no las amas.

– ¿Son sus palabras?

– No, ya te lo he dicho, él me perdona. Es fácil, ¿no te parece?, cuando no quieres a alguien. -Su voz vagaba de vuelta a un pensamiento previo-. Tal vez nunca me amara. Tal vez sólo amara su trabajo. Incluso cuando habla de ti, la cuestión es el trabajo. No yo. Creía que sentiría celos, estaba preparada para eso, pero no, es sólo que no podrá volver si tú usas esos documentos. Si al menos su padre… -Calló, desvió la mirada y se enderezó-. ¿Sabes de lo que me habla? Del espacio. Estoy intentando dar de comer a un niño con lo que tú robas para nosotros y él me habla de naves espaciales. Su padre tenía razón: vive en su cabeza, no aquí. No sé, quizá después de que muriera Peter ya no le quedara nada. -Se volvió y le miró-. Pero arrebatarle eso ahora… No quiero hacerlo.

– ¿Qué es lo que quieres?

– ¿Qué quiero? -se preguntó-. Quiero que esto se acabe, para todos nosotros. Dejar que se marche a Estados Unidos. Dice que allí lo quieren.

– Aún no saben quién es.

Ella agachó la cabeza.

– Pues no se lo digas. Ahórrale también eso.

Jake se recostó, desasosegado.

– ¿Te ha pedido que me lo dijeras?

– No. No pide nada para él. Sólo para los demás. Para él son una familia.

– Sí, no lo dudo.

Ella sacó otro cigarrillo mientras negaba con la cabeza.

– Tú tampoco escuchas. Mis dos hombres. Ahora ya lo saben. Quizá él tenga algo de razón, que para ti es algo personal.

– ¿Es eso lo que crees?

– No lo sé… No. Pero ya sabes lo que va a ocurrir. Creen que todos fuimos nazis.

– Tal vez él les quite esa idea de la cabeza. Ya se ha convencido a sí mismo.

– Pero no a ti.

– No, a mí no.

– No es un asesino -dijo ella, con voz queda.

– ¿No?

– ¿Quién lo decide? Los que ganan.

– Escúchame, Lena -le pidió Jake, y cubrió las cerillas con una mano para obligarla a mirarlo-. Nadie esperaba esto. Ni siquiera saben por dónde empezar. Sólo son soldados. Lo achacan a la guerra, pero no fue la guerra. Fue un crimen. No la guerra, un crimen. No ocurrió porque sí.

– Sé lo que ocurrió, lo he oído una y otra vez. ¿Quieres que responda por eso?

– ¿Y si nadie lo hace?

– Entonces, ¿responderá Emil? ¿Es él el culpable?

– Formaba parte de eso. Todos son culpables, su «familia». ¿Qué grado de culpabilidad deben asumir? No lo sé. Lo único que sé es que no podemos obviarlo, nosotros no podemos ser culpables de eso.

– Números, eso es lo único que hizo.

– No viste el campo.

– Sé lo que viste.

– ¿Y lo que no vi? Al principio ni tan siquiera me percaté. Uno no lo interioriza todo de golpe, es tan… No me di cuenta.

– ¿De qué?

– De que no había niños. Ni uno. Los niños no podían trabajar, de modo que eran los primeros en desaparecer. Los mataban en cuanto llegaban. Ese. -Señaló a Erich-. Ese niño. Lo habrían matado. Eso eran los números. Erich.

Ella volvió la vista hacia el sofá y bajó el cigarrillo sin encenderlo. Cruzó los brazos contra el pecho, retraída de nuevo.

– Lena… -empezó a decir él.

– Muy bien -interrumpió ella.

Se incorporó un poco, estiró las piernas y se levantó, dando por zanjada la cuestión. Se acercó al sofá y se agachó. Arropó al niño con suma ternura y contempló su sueño.

– Ahora soy como todos los demás, ¿verdad? -dijo al fin, con la misma voz débil-. Como Frau Dzuris. Nadie ha sufrido excepto ella. No soy diferente. Me siento aquí a compadecerme de mis problemas. -Se volvió hacia él-. Cuando nos obligaron a ver las películas, ¿sabes lo que hice? Aparté la vista.

Jake la miró. Igual que su propia reacción, pero una mano huesuda tiró de él para obligarlo a mirar.

– Después la gente guardó silencio, y después empezó: «¿Cómo pudieron los rusos hacernos ver aquello? No son mejores. Piensa en el bombardeo, lo mucho que sufrimos». Cualquier cosa para quitarnos aquello de la cabeza. Yo no fui diferente. Yo tampoco quería mirar. Y ahora está en tu sofá.

Jake no dijo nada. La observó mientras ella regresaba al sillón y acariciaba el respaldo.

– Esperas demasiado de nosotros -añadió-. Vivir con esto. Todos asesinos.

– Yo nunca he dicho que…

– No, sólo algunos de nosotros. ¿Quiénes? Quieres que mire a mi marido. «¿Fuiste tú?» ¿El hijo de Frau Dzuris? Mi hermano, quizá. «¿Fuiste uno de ellos?» ¿Cómo voy a preguntárselo? Tal vez lo fuera, así que soy como los demás. Sé y no sé.

– Pero en este caso, sí lo sabes.

Ella miró al suelo.

– Todavía es algo mío.

Jake se levantó y se acercó a la mesa. Hojeó los papeles y extrajo un documento.

– Vuelve a leerlo -le pidió mientras se lo tendía-. Y después dime cuánto. Salgo a dar un paseo.

– No te vayas. -Lena posó la mirada en la carpeta-. Mira cómo se interpone entre nosotros.

– Pues no lo pongas tú en medio.

– Esperas demasiado -repitió ella-. Le debemos algo.

– Ya lo pagamos en el Adlon. Es a él a quien debemos algo -dijo, señalando con la cabeza el sofá.

Lena se desplomó sobre el robusto apoyabrazos del sillón.

– Sí, ¿y cómo le pagas? ¿Qué vas a organizar para él? Imagina su vida en Alemania. El hijo de Renate.

– Nadie lo sabrá.

– Alguien lo sabrá. Eso no vas a poder ahorrárselo.

Lena se había dejado caer hacia delante, con aire fatigado, y se miraba los pies desnudos.

– Quieres quedártelo -concluyó él.

Ella negó con la cabeza.

– ¿Una madre alemana? Y un día me mirará… «¿Fuiste uno de ellos?» No, debería tener un hogar judío. Ella pagó por eso.

– Entonces le encontraremos uno.

– Así de fácil. ¿Crees que quedan tantos?

– Hablaré con Bernie. Quizá él conozca a alguien.

– Siempre tienes una respuesta para todo -dijo ella, exhalando un suspiro. Se incorporó y empezó a deambular, rígida, con los brazos cruzados sobre el pecho-. Todo es tan fácil para ti…

– Tú no. No esta noche. ¿Qué ocurre, Lena? -preguntó, con la mirada clavada en su espalda mientras ella cruzaba la habitación, como si así pudiera seguir su estado anímico, escurridizo como el mercurio.

– No lo sé. -Ella avanzó un paso más y se detuvo frente a la puerta-. Y era yo quien quería tenerlo aquí. Cualquier cosa menos los rusos, eso es lo único que podía pensar. Ahora está aquí y… ¿Y qué? Estoy enfadada con él. Y también contigo. Te escucho y pienso: «Tiene razón», y no quiero que tengas razón. Quizá también lo mío sea algo personal. De modo que todo es un bonito embrollo. -Hizo una pausa-. No quiero que tengas razón con respecto a él.

– No puedo hacer desaparecer los documentos -se defendió Jake con voz pausada.

– Lo sé -respondió ella frotándose una manga-. Lo sé, pero no lo hagas tú. Que sea otro…

Se mordió el labio inferior.

– ¿Es eso lo que quieres?

Ella miró al techo y buscó una respuesta en el yeso.

– ¿Yo? ¿Lo que yo quiero? Antes pensaba cómo sería la vida si nada de esto hubiera ocurrido. -Bajó la cabeza y miró más allá de él, al vacío; su voz volvió a brotar errante-. Lo que yo quiero. ¿Quieres que te lo diga? Quiero quedarme en Berlín. Es mi hogar, incluso en este estado. Trabajar con Fleischman, quizá. Me necesita, necesita a alguien que le pueda ayudar. Después, volver a casa y cocinar. ¿Sabías que cocino? Mi madre decía que es algo que los hombres siempre agradecen. -Le miró a los ojos-. Así que cenaríamos y estaríamos juntos. De vez en cuando saldríamos, nos vestiríamos y saldríamos juntos. Iríamos a alguna fiesta, estaría bien, y yo me daría la vuelta y tú estarías mirándome, como en el Club de Prensa. Y nadie lo sabría, sólo yo. Eso es todo. Millones de personas viven así. Una vida normal. ¿Puedes conseguirnos eso?

Él trató de cogerle una mano, pero ella no hizo caso y siguió encerrada en sí misma.

– Creo que en Berlín no. Ni siquiera un americano puede conseguir eso ahora.

19

Fue Gunther quien escogió el lugar.

– La estación no. Es un lugar demasiado expuesto, y hay que tener en cuenta a Herr Brandt.

– ¿Emil? No voy a llevar a Emil.

– Debe hacerlo. Es a Brandt a quien quiere. No se presentará sólo por usted. -Se levantó con la taza de café, frío y sobrio, y se acercó al mapa-. Imagine lo que está pensando. No puede volver a perderlo. Si usted está solo, ¿qué habrá conseguido, aunque lo mate? Seguirá sin tener a Brandt. No, quiere un plan sencillo para recuperarlo. Usted no sospecha nada, logra sorprenderlo y se lleva a Brandt. O a los dos. A usted para más adelante. Pero el encuentro debe producirse en un lugar donde no corra el riesgo de llamar la atención. Si lo mata allí, lo perderá todo. Necesita esa protección.

– Sé cuidarme solo -repuso Jake, con una mano sobre la pistola que llevaba en la cadera.

Gunther se volvió y esbozó una sonrisa.

– De modo que es verdad. Los americanos dicen esas cosas. Pensaba que sólo en Karl May. -Echó un vistazo a la librería-. Pero en la vida real me parece absurdo. En la vida real uno busca protección.

– ¿Dónde? Debo hacerlo solo. No tengo a nadie en quien confiar.

– ¿Confía en mí? -Miró a Jake a los ojos y, casi avergonzado, se volvió de nuevo hacia el mapa-. Entonces no estará solo.

– ¿Va a cubrirme? Creía que no se arriesgaba.

– Alguien tiene que hacerlo. En una operación policial, se lleva siempre a un compañero. Dos colocan la trampa: uno, el queso; el otro, el resorte. Flap. -Chasqueó los dedos-. El cree que lo sorprende, pero es usted quien lo sorprende a él. De lo contrario… -Hizo una pausa, reflexivo-. Pero necesitamos protección.

– No hay ningún lugar en Berlín que ofrezca esa protección.

– Mañana lo habrá -dijo Gunther-. Lo que he pensado es utilizar al ejército americano.

– ¿Qué?

– Ya sabe que mañana desfilan todos los Aliados. Así que nos encontraremos aquí -añadió, y posó el dedo sobre Unter den Linden.

– ¿En zona rusa?

– Herr Geismar, ni siquiera los rusos dispararán en presencia del ejército americano. -Se encogió de hombros-. Muy bien. -Desplazó el dedo a la izquierda, más allá de la Puerta de Brandeburgo-. El palco presidencial estará aquí, en zona británica.

– Por poco.

– No importa, siempre y cuando el ejército esté allí. De modo que quedaremos delante del palco presidencial. Entre la multitud.

– Si voy a estar tan protegido, ¿por qué iba a marcharme con él?

– Podría encañonarle con una pistola por la espalda. Discreto, pero persuasivo. Eso es lo que yo haría. «Camine despacio.» -Emuló la voz de un policía-. Suelen hacerlo.

– Si es ése el modo en que los rusos juegan…

– Así lo harán. Voy a sugerírselo yo mismo. -Se volvió de espaldas al mapa-. El problema es que no sabemos quién es. Me sentiría mejor si supiera quién va a presentarse. De esta forma tenemos que esperar al último momento… para sorprenderlo. Uno puede colocar la trampa, pero la sorpresa nunca es segura. La lógica es segura.

– Lo sé, seguir las claves. ¿Ha encontrado algo en los Persilscbeine? -preguntó Jake, mirando a la mesa.

– No, nada -contestó Gunther, apesadumbrado-. Pero debemos de haber pasado algo por alto. Siempre hay lógica en un crimen.

– Si tuviéramos tiempo de encontrarla. Se me han acabado las pistas. La última murió con Sikorsky.

Gunther meneó la cabeza.

– No, alguna otra cosa. Tiene que haber algo. Verá, he estado pensando en Potsdam, aquel día en el mercado.

– Sabemos que fue él.

– Sí, pero ¿por qué entonces? Debe de haber algo, el cuándo. Algo ocurrió que lo hizo actuar entonces. ¿Por qué no antes? Si supiéramos eso…

– Nunca se rinde, ¿eh? -comentó Jake, impaciente.

– Esa es la manera de resolver un caso, con lógica. No así. Trampas. Armas. -Agitó una mano en dirección a la librería-. El Salvaje Oeste en Berlín. Bueno, siempre podemos…

– ¿Qué? ¿Esperar a que él me liquide mientras usted resuelve el caso? Ya es demasiado tarde para eso. Tenemos que acabar con esto antes de que vuelva a intentarlo.

– Esa es la lógica de la guerra, Herr Geismar, no la de un caso policial. -Gunther se alejó del mapa.

– Yo no empecé. ¡Por Dios! Lo único que quería era una historia.

– Pero, como bien dice usted -replicó Gunther mientras cogía la corbata de los funerales, que había dejado en la mesa-, cuando ya has empezado, sólo importa el final. -Se dispuso a anudarse la corbata, sin necesidad de espejo-. Esperemos que gane usted.

– Me cubren un buen ayudante y el ejército americano. Ganaremos. Y después…

Gunther gruñó.

– Sí, después. -Se miró la corbata y alisó los extremos-. Después tendrá paz.

La tarde resultó claustrofóbica en el piso, y la cena, aún peor. Lena encontró un poco de repollo para acompañar la carne de vaca en conserva de las raciones B. Lo sirvió en un plato en el centro de la mesa, chorreante, y todos, sentados alrededor, comieron. Sólo Erich comió con entusiasmo. Sus afilados ojos, los de Renate, saltaban de un huraño rostro a otro, pero guardaba silencio, quizá habituado ya a las comidas silenciosas. Emil se había animado al saber que sería devuelto al día siguiente, pero después se había sumido en un enojo ofendido que le hizo pasar la mayor parte del día tumbado en el sofá con un brazo sobre los ojos, como un prisionero sin el privilegio de salir al patio. El sucedáneo de café era flojo y amargo, una mera excusa para demorarse en la mesa, no merecía la pena tomarlo. Todos sintieron cierto alivio cuando apareció Rosen, agradecían cualquier sonido que amortiguara el tenso tintineo de las cucharillas.

– Mira lo que te ha encontrado Dorothee -le dijo a Erich, y le tendió una barra de chocolate a medio comer. Sonrió al ver cómo el niño quitaba el envoltorio-. No de un bocado, ¿eh?

– Es usted muy bueno con él -le dijo Lena-. ¿Dorothee está mejor?

– Todavía tiene la boca hinchada -respondió el hombre. Un bofetón a manos de un soldado borracho, dos noches antes-. Demasiado hinchada para comer chocolate, en cualquier caso.

– ¿Puedo verla? -preguntó Erich.

– ¿Te parece bien? -Rosen se dirigía a Lena. Esta asintió-. Bueno, pero recuerda que debes fingir que tiene el mismo aspecto de siempre. Dale las gracias por el chocolate y dile sólo: «Lamento que te duelan las muelas».

– Ya lo sé, no debo fijarme en el morado.

– Exacto -confirmó Rosen con dulzura-. No te fijes en el morado.

– ¿Puedo hacer algo? -preguntó Lena.

– Está bien, sólo magullada. Mi ayudante la curará -respondió él, y le tendió la bolsa a Erich-. No tardaremos.

– Esa es la vida que le estás dando -le espetó Emil a Jake cuando se hubieron marchado-. Putas y judíos.

– Cállate -intervino Lena-. No tienes derecho a decir esas cosas.

– ¿Que no tengo derecho? Eres mi mujer. Rosen… -añadió, con voz desdeñosa-. Andan siempre los dos juntos.

– Basta ya de decir sandeces. Rosen no sabe nada del niño.

– Siempre se reconocen entre sí.

Lena lo miró con abatimiento. Se levantó y empezó a quitar la mesa.

– Nuestra última noche -dijo, mientras apilaba los platos-. Y qué plácida estás haciendo que sea. Quería disfrutar de una cena agradable.

– Con mi mujer y su amante. Sí, muy agradable.

Ella sostuvo un plato en el aire unos segundos, dolida, y lo añadió a la pila.

– Tienes razón -admitió-. Aquí no hay sitio para un niño. Esta noche me lo llevaré con Hannelore.

– No podrás volver después del toque de queda -dijo Jake.

– Me quedaré allí. Tampoco hay sitio aquí para mí. Puedes seguir escuchando esta sarta de estupideces, yo estoy cansada.

– ¿Te vas? -preguntó Emil, desconcertado ante su reacción.

– ¿Por qué no? Contigo así… Me despediré aquí. Me das pena, tan herido e irritado. No teníamos por qué acabar así. Deberíamos alegrarnos el uno por el otro. Tú te irás con los americanos. Esa es la vida que querías. Y yo…

– Tú te quedarás con las putas.

– Sí, me quedaré con las putas -dijo ella.

– ¡Qué desfachatez! -exclamó Jake.

– No pasa nada -le calmó Lena. Meneó la cabeza-. No quería decir eso, lo conozco. -Avanzó un paso hacia él-. ¿Te conozco? -Alzó una mano para posársela en la cabeza, lo miró y volvió a bajarla-. Estás tan enfadado… Mira tus gafas, otra vez sucias. -Se las quitó y se las limpió con la falda, como solía hacer-. Toma, ahora verás algo.

– Veo perfectamente. Veo qué está ocurriendo, lo que has hecho -repuso, dirigiéndose a Jake.

– Sí, lo que ha hecho -intervino ella con voz resignada, casi nostálgica-. Te ha salvado la vida y ahora te ofrece la oportunidad de comenzar de nuevo. ¿También ves eso? -Volvió a levantar la mano y se la posó en un hombro-. No seas así. Recuerda cuántas veces nos preguntamos durante la guerra si sobreviviríamos. Eso era lo único que importaba entonces, y lo hemos conseguido. Quizá hemos sobrevivido para esto, para que ambos empecemos una nueva vida.

– No todos hemos sobrevivido.

Ella retiró la mano.

– No, no todos.

– Tal vez en tu nueva vida te resulte conveniente que Peter ya no esté.

Sólo sus ojos reaccionaron, un gesto de dolor.

Jake lo fulminó con la mirada.

– Oye, cabrón…

Lena agitó una mano para atajarlo.

– Ya hemos dicho suficiente. -Miró a Emil-. Dios mío, cómo puedes decirme eso…

Emil guardó silencio con la mirada clavada en la mesa.

Lena se acercó a la cómoda, abrió un cajón y sacó una fotografía.

– Tengo algo para ti -dijo acercándose a él otra vez-. La encontré entre mis cosas.

Emil sostuvo la fotografía, parpadeó y sus hombros se hundieron a medida que la observaba con más detalle; todo fue suavizándose en él, incluso la mirada.

– Mírate -dijo con voz queda.

– Y tú también -repuso Lena por encima de su hombro, con un tono tan íntimo que por un instante Jake creyó que ya no estaba en la misma habitación que ellos-. ¿Es esto lo que quieres?

Emil la miró, dejó la fotografía y se puso en pie. Le sostuvo la mirada un minuto más antes de volverse y, sin mediar palabra, se encaminó a la puerta del dormitorio y la cerró tras él.

Jake cogió la instantánea. Una pareja joven, abrazada en una pista de esquí, con los ojos desorbitados bajo gorros de lana, sonrisas tan amplias y blancas como la nieve que los rodeaba, tan jóvenes los dos que debían de ser otros.

– ¿De cuándo es? -preguntó.

– De cuando éramos felices. -Tomó la fotografía y la miró una vez más-. Ahí tienes a tu asesino. -La dejó en la mesa-. Voy a buscar a Erich. Tú puedes fregar los platos.

«No me busque, yo los veré», le había dicho Gunther, y, de hecho, cuando Jake y Emil llegaron al desfile, no parecía estar por ninguna parte. Sin duda se había ocultado entre la multitud de uniformes que se aglomeraban en la Puerta de Brandeburgo y que se desparramaban sin orden aparente por el páramo de Tiergarten, a lo largo de Charlottenburgen Chausee. Los Aliados habían vencido incluso al tiempo: el cielo húmedo y encapotado se había tornado límpido y despejado para la marcha, con una brisa lo bastante intensa para hacer ondear las columnas de banderas. Carteles de Stalin, Churchill y Truman colgaban del arco, y entre las filas Jake vio cómo las tropas y los vehículos acorazados empezaban a avanzar hacia ellos por Unter den Linden: miles de soldados, y muchos más apiñados a lo largo del pavimento para vitorearles. Sólo había un puñado de civiles: buscadores de curiosidades con semblante adusto, pequeñas bandas de desplazados apáticos sin ningún otro lugar adonde ir, y las habituales camarillas de niños, para quienes cualquier evento constituía una distracción. El resto de Berlín se había quedado en casa. Por toda la gris avenida de tocones carbonizados y ruinas, los Aliados celebraban su victoria.

Cuando Jake llegó al palco presidencial, las primeras bandas habían pasado, una obertura de estridentes vientos. Recordó los otros desfiles que había visto en ese mismo lugar, cinco años antes, con los árboles de Unter den Linden estremeciéndose por el recio paso de botas que regresaban de Polonia. Éste era más relajado y colorido; los franceses parecían casi juguetones con sus borlas rojas; los británicos marchaban con tal informalidad que daba la impresión de que ya estuvieran desmovilizados, de camino a casa. La pulcritud había quedado relegada a los americanos de la 82.a División Aerotransportada, que lucían cascos lustrosos y guantes blancos bajo las trabillas de los hombros, aunque con la música y los aplausos aislados el efecto resultaba más teatral que militar. Soldados artistas. Incluso el palco presidencial, adornado con banderines y micrófonos para los discursos que vendrían más tarde, se alzaba sobre la calle como un escenario, repleto de generales ataviados con uniformes tan sofisticados que más parecían barítonos a punto de arrancarse a cantar.

Zhukov era el más llamativo, con dos filas de medallas a ambos lados del pecho que le llegaban hasta la cadera. A su lado, la sencilla chaqueta de Patton, con apenas unas cintas, transmitía una especie de simplicidad desafiante. Sin embargo, la teatralidad estribaba en sus movimientos. Zhukov, al frente y en el centro, avanzó un paso, pero Patton avanzó con él, de modo que para cuando llegaron al balaústre ambos se habían convertido ya en un vodevil de generales haciéndose reverencias. La prensa reaccionó tomando fotografías desde su propio palco, y Jake observó que incluso el general Clay, habitualmente sobrio, intentaba contener una sonrisa y casi le guiñaba un ojo a Muller, que respondía mirando al cielo en un gesto de paciencia; el juez Harvey, de pelo plateado, permanecía inmóvil, sufriendo sus ridiculeces. Por un segundo, Jake deseó estar cubriendo todo aquello para Collier's: la estridencia del aire, las absurdas disputas, el Reichstag quemado como telón de fondo en la distancia. Tal vez una entrevista con Patton, que lo reconocería y siempre hacía buenas declaraciones. En lugar de eso, sin embargo, buscaba con ansia un rostro entre la muchedumbre. Lo que pensaba, a medida que desfilaban más tropas, era que en su vida había visto tantas armas y que Gunther se había equivocado: en absoluto se sentía protegido. Cualquiera de ellos, entre aquel enjambre, podía estar preparado para actuar en cualquier momento.

– ¿Vamos a ver el desfile? -preguntó Emil, confuso.

– Vamos a encontrarnos con alguien -contestó Jake. Consultó el reloj-. No tardará.

– ¿Quién?

– El hombre que te sacó de Kransberg.

– ¿Tully? Dijiste que había muerto.

– Su socio.

– O sea que se trata de otro truco. No me llevas con los americanos.

– Ya te lo he dicho, te necesitamos como señuelo. Después iremos a ver a tus amigos.

– ¿Y los documentos?

– También entran en el pacto. Les daré ambas cosas.

– No lo harás.

– No lo dudes.

– No puedes hacerlo. Piensa en lo que significará para Lena, un juicio.

– Es maravilloso ver que siempre piensas en ella. Oye, vas a salir adelante con tu vida. Eso es más de lo que puedes decir de los trabajadores del campo de Dora.

Emil entornó los ojos.

– Pues vete al infierno -espetó.

Dio media vuelta para marcharse.

Jake lo agarró de un brazo.

– Inténtalo y te pegaré un tiro en un pie. A mí me encantaría, pero a ti no. -Se miraron unos instantes, en tablas, y al fin Jake bajo la mano-. Ahora, contempla el desfile.

Jake paseó la vista por la multitud. Ni un solo rostro conocido. Aunque ¿por qué iba a ser alguien que él conociera? En el palco, Zhukov se había inclinado aún más sobre el balaustre, dispuesto a recibir el saludo de su cuerpo de lanceros. Más uniformes en escena, el retumbar sordo de las botas, las espadas desenfundadas y en alto, refulgiendo a la luz, pero ya no era cómico, la vieja advertencia de Goebbels, el azote del Este. Un reducido corrillo de desplazados se dio la vuelta y se alejó de la concurrencia volviendo las miradas hacia las espadas. En la intimidada curva de sus hombros, Jake vio que aquel espectáculo era en realidad ruso, que el resto de los Aliados no eran más que extras inofensivos. El mensaje no era la victoria, sino las apabullantes botas. Nadie puede detenernos. Era un desfile con vistas a la siguiente guerra. En el palco se desvanecieron las sonrisas. «¿Qué ocurrirá cuando todo termine?», se había preguntado. Que vendrá otra. Fue entonces, al observar a los rusos, cuando notó el codazo en los riñones.

– Bonito espectáculo.

Jake se volvió con la mano sobre la funda de la pistola.

– ¡Cuidado! -exclamó Brian, sorprendido por el movimiento brusco- Hola otra vez -le dijo a Emil-. Hoy sin uniforme, ¿eh?

– ¿Qué haces aquí? -preguntó Jake.

– ¿Brian? Pero si él ya había tenido a Emil en sus manos…

– ¿Qué quieres decir? Todo el mundo está aquí. No hay nada como un desfile. Basta con mirar al viejo Zhukov. Esto es un espectáculo de variedades. ¿Vienes al palco de la prensa?

– Ahora, no, Brian. Lárgate.

Pero Brian mantenía la mirada clavada en los lanceros, por encima del hombro de Jake.

– Por su aspecto, diría que estarán en Hamburgo antes de Navidad.

– Hablo en serio. Te veré luego. -Miró a ambos lados, esperando a que llegara Gunther. Todo ocurría demasiado pronto.

– ¿Vas a dejarme al menos esperar a que lleguen las espadas? No querrás que me lo pierda… -Se volvió para mirar a Jake-. ¿Qué es esto? ¿En qué estás ahora?

– Nada. Largo -insistió Jake sin dejar de mirar a uno y otro lado con nerviosismo.

Brian lo observó, y después también a Emil.

– ¿Tres, multitud? Vale, me largo. ¿Te guardo un sitio?

– Sí, guárdame un sitio.

– Si el joven Ron da permiso para entrar… He conocido camareros con mejores modales. Eh, ahí llegan los gaiteros. -Volvió a mirar a Jake-. Cuídate.

Se abrió camino hacia delante, vaciló mientras pasaban los últimos rusos y después echó a correr por el repentino claro hasta los palcos del otro lado. Jake lo perdió de vista cuando se sumergió en la muchedumbre para alcanzar los asientos del fondo del palco de la prensa, y después lo vio reaparecer arriba, hablando con Ron. ¿Por qué no Ron? Se había marchado a media cena en Gelferstrasse aquella noche para jugar al póquer, pero podría haber ido a Grunewald. Ahora disfrutaba de una posición estratégica para localizar a Jake entre el público, podía esperar al momento adecuado, hacer un gesto afirmativo para hacer saltar la trampa. Sin embargo, ni él ni Brian miraban en su dirección, estaban enzarzados en lo suyo. Jake consultó de nuevo el reloj. ¿Dónde se había metido Gunther? Sólo unos minutos para la hora acordada. Tenía que estar apostado ya por allí cerca. Entonces, ¿por qué no se había presentado cuando había aparecido Brian? ¿Y si había sido él, que los despistaba sin siquiera hacer saltar el resorte?

Estuvo a punto de dar un brinco cuando las gaitas empezaron a gemir, crispándole los nervios. En el palco, los británicos se adelantaron y se recolocaron de modo que pudo ver a los dignatarios de visita y a los generales. Justo detrás de Clay estaba Breimer, con traje cruzado, que seguía retrasando su partida, con negocios inconclusos en Berlín. Jake imaginó cómo podría suceder: avistamiento desde el palco, excusa rápida para los demás, aproximación a Emil sin levantar sospechas, un coche a la espera. Jake miró detrás de ellos. Ningún coche. Además, Breimer jamás se arriesgaría a nada en persona. Estaba donde debía estar, en la plataforma del orador, lejos del combate. Incluso Ron era más probable. Volvió a mirar hacia el palco de la prensa. Ron estaba arrimado a un cámara, tomando planos del desfile. En realidad, nadie miraba a Jake. Sin embargo, debía de haber alguien.

De pronto, los gaiteros se detuvieron para hacer una exhibición, una estruendosa explosión de aire que obligó a esperar al cuerpo que desfilaba tras ellos. Jake volvió la cabeza lentamente de izquierda a derecha, como si mirara con unos binoculares, como si rastreara el terreno. El combate siempre se reducía a aquello: la caza de una presa, todos los sentidos alerta, a la espera de un movimiento repentino. Sin embargo, allí todo parecía estar en movimiento. La gente iba y venía por la vía del desfile, los generales intercambiaban asientos en el palco, e incluso los gaiteros, aunque no avanzaban, tocaban las gaitas. Las cabezas de la muchedumbre se ladeaban tratando de ver mejor, o se agachaban para dar una calada a un cigarrillo. Un prado lleno de ciervos moviéndose a su antojo, ninguno de ellos inmóvil el tiempo suficiente para permanecer en el visor de un fusil. Dio un giro completo sobre sí mismo; de espaldas al desfile, de frente al Tiergarten. Pasaba ya de la hora y Gunther seguía sin aparecer. «Sé cuidarme solo.» Pero ¿y él? Al volverse de nuevo hacia el desfile y rastrear una vez más los palcos en busca de un rostro, pensó que lo había interpretado al revés: él era uno de los ciervos, alerta pero sin saber qué debía buscar. El cazador, inmóvil, le estaría observando.

Los gaiteros volvieron a ponerse en marcha. Jake los seguía con la mirada cuando de pronto lo atisbo, un titileo en el rabillo del ojo, lo único que no se movía en el remolino que tenía delante. Absolutamente inmóvil. Una fila de gaiteros pasó. Si se volvía, estaba equivocado, pero otra hilera de cabezas empezó a desfilar y aquellas gafas oscuras seguían fijas en él. Tal vez sólo contemplaban el desfile. Entonces Shaeffer levantó una mano, como si fuera a saludar, y se quitó las gafas, las plegó con una mano y se las guardó en un bolsillo sin pestañear; la mirada clavada en Jake, dura como el acero. Ni siquiera un gesto afirmativo con la cabeza; sólo los ojos. Únicamente su boca se movió, para esbozar lo que parecía más una mueca involuntaria que una sonrisa. Shaeffer. Otra fila, mientras ellos se sostenían la mirada, esa fracción de segundo de la cacería en que todo lo demás desaparece del terreno. No le sorprendía verlo, sabía que estaría allí, esperando a que la calle se despejara. Jake contuvo el aliento, atrapado por su mirada. «No sabemos quién», había dicho Gunther, pero ahora ya lo sabía, aquella mirada era inconfundible. No, no estaba sorprendido. El hombre que iría a por él.

Las gaitas casi habían desaparecido ya y Shaeffer avanzó un paso, pero la unidad que esperaba detrás avanzó también y una nueva hilera de cabezas lo hizo desaparecer de la vista. ¿Cuánto tardaría en cruzar? Cerca de la Puerta de Brandeburgo estalló un rugido intermitente, como un trueno, y Jake desvió la mirada involuntariamente hacia el desfile. Tanques soviéticos, pesados y enormes, machacando el ya maltrecho pavimento y avanzando raudos, negándose a aguardar ociosos. Shaeffer ni tan siquiera se había molestado en mirar, sus ojos seguían congelados donde habían estado, en Jake. El rostro de Sikorsky en la fotografía de Liz, sin prestar atención a la multitud de Tempelhof. Shaeffer. «Siga las claves.» Shaeffer, que tenía el arma adecuada, que había sido el interrogador en Kransberg. La oportunidad perfecta, la tapadera perfecta. Libre de sospecha por haber cazado a los ingenieros de Zeiss -¿sin ningún valor?-, mientras se dedicaba a escoger al equipo de los misiles. Podría haberle dado el soplo a Sikorsky antes de la reunión en el Adlon. Había ido en busca de los documentos. Y, por último, lo único que en realidad importaba: estaba allí, y sabía que Jake estaría allí. El hombre que ahora esperaba para cruzar la calle.

Jake echó un vistazo rápido tras él. Ni rastro de Gunther, tan sólo un pequeño claro abierto en el parque. «Dos para hacer saltar la trampa.»

Pero ¿por qué molestarse? Lo único que quería era saberlo. Ahora sólo se trataba de llevarse a Emil antes de que Shaeffer lo cogiera. El jeep estaba en la misma Chausee, algo más abajo, cerca pero demasiado lejos para llegar hasta él si los perseguían. Otro vistazo a un lado, el único lugar donde podía estar Gunther. Ningún civil, sólo uniformes. «Quiero que me traiciones», había dicho, y tal vez Gunther lo había hecho, manteniendo así, después de todo, sus opciones abiertas. ¿O lo había atrapado ya Shaeffer y lo retenía en algún lugar, para asegurarse la jugada? Jake tomó a Emil por un brazo. Vio a Shaeffer estirar el cuello y avanzar de nuevo, dispuesto a apresurarse.

– ¿Qué pasa? -preguntó Emil, molesto.

Si se movían, él echaría a correr entre el desfile. Jake volvió a rastrear el público; todos extraños a excepción de Shaeffer, ni la menor protección. Esperó a los tanques. Ni tan siquiera Shaeffer se precipitaría entre tanques en movimiento. Sostenerle la mirada, hacerle creer que esperarían, inmóviles.

– Escúchame -dijo Jake con una voz neutra, sin apenas mover los labios para que Shaeffer no pudiera interpretar expresión alguna en su rostro-. Tenemos que llegar al palco de la prensa. Después de los tanques. Cuando te avise, sígueme deprisa.

– ¿Qué ocurre?

– No importa. Hazlo.

– Otro truco -comentó Emil.

– No mío. De los rusos. Han enviado a alguien a por ti.

Emil lo miró con aprensión.

– ¿A por mí?

– Tú sólo haz lo que te digo. Prepárate.

Ruido de metal pesado a medida que los tanques iban llegando frente al palco. Zhukov levantó un brazo, henchido y solemne. Algo más abajo, Shaeffer permanecía rígido, con la mirada aún clavada en el frente, como si pudiera ver a través de las placas de acero como veía por los huecos que se abrían entre ellas. Cuando la mitad de la unidad hubo pasado, los tanques se detuvieron, aunque con los motores vibrando aún con fuerza, y empezaron a hacer girar las torretas a modo de saludo. Por un instante, mientras la hilera de torretas giraba, Shaeffer desapareció tras los largos tubos. Ahora.

Jake avanzó hacia la izquierda, hacia el frente de la unidad, pero las torretas seguían girando y Shaeffer atisbo entre ellas el espacio repentinamente vacío. Alargó el cuello, alarmado. Saltó de la acera y se internó a toda prisa entre las dos filas de tanques. ¿Cuánto tardaría? Segundos. Jake miró atrás. Gunther seguía sin aparecer. En realidad, allí no acudía nadie. Una espalda a la vista. Las torretas casi habían completado ya el círculo y los tanques se disponían a proseguir la marcha; pronto se convertirían en una impenetrable pared en movimiento, con Shaeffer en el mismo lado del desfile que ellos.

Jake agarró a Emil por un brazo y lo arrastró frente a la hilera de tanques más próxima; los motores ensordecedores ahogaron sus protestas. Correr. ¿Podría verles alguien desde las torretas y no obedecer la orden de empezar a avanzar? El crujido del cambio de marcha. Jake tiró del brazo de Emil en su carrera cuando las bandas de rodamiento crujieron y echaron a andar. Corrían hacia la izquierda, hacia el frente de la hilera. Bastaría con resbalar para caer debajo de uno. Estaban a punto de alcanzar el último tanque cuando vio que el vehículo se acercaba demasiado deprisa. Se detuvo en seco y trató de mantener el equilibrio; Emil chocó contra su cuerpo, repentinamente inmóvil, y quedó entre dos tanques, esperando a que la columna acabara de pasar. Detrás del último tendrían justo el espacio suficiente, si calculaba bien. Mantuvo la mirada fija en las bandas, casi contándolas, y se precipitó hacia delante en cuanto pasó el tanque.

– ¡Vamos! -gritó, y tiró de la manga en dirección al atónito público.

Esquivó por centímetros la siguiente banda, pero consiguieron cruzar.

– ¿Dónde está el incendio? -le espetó un soldado, pero él siguió caminando, abriéndose paso entre cuerpos hasta que quedaron rodeados y volvieron a formar parte de la muchedumbre. No se detuvieron hasta llegar a la parte posterior del palco de la prensa, donde trataron de recuperar el aliento.

– ¿Te has vuelto loco? -le preguntó Emil, pálido.

– Sube ahí y quédate con Brian, el hombre del Adlon. Te conoce. Intenta que no se te vea y no vayas a ninguna parte, con nadie. ¿Lo has entendido?

– ¿Adonde vas tú?

– A divertirme un poco.

– ¿Aún no estamos a salvo? -Emil parecía inquieto.

¿Lo estaban? ¿Quién iba a capturarlos en presencia de la prensa? Al fin y al cabo eso daba más seguridad que el mismísimo ejército. Pero ¿quién sabía lo que iba a hacer Shaeffer? Era su última oportunidad.

– Sigue por ahí, y podría no estar solo.

Un hombre capaz de hacerse con uniformes rusos para llevar a cabo una incursión. Jake se volvió.

– ¿Vas a dejarme aquí? -insistió Emil, y miró a su alrededor en busca de un resquicio por el que echar a correr.

– Ni se te ocurra. Lo creas o no, soy tu mejor opción, de modo que estamos atados el uno al otro. Ahora, sube. Volveré.

– ¿Y si no vuelves?

– Entonces todos tus problemas se habrán acabado, ¿no crees?

– Sí -admitió Emil, sin dejar de mirarle-. En efecto.

– Pero estarías en un tren camino de Moscú. Te sobraría tiempo para pensar. Haz lo que te digo si quieres salir de aquí con vida. Vete, ya.

Emil vaciló unos segundos, luego colocó una mano en el balaústre de madera de la escalera y empezó a subir. Jake se abrió paso de nuevo hasta la primera fila de espectadores. Tenía que atraer la atención de Shaeffer antes de que él mirara al palco, pero su mirada ya buscaba con desesperación entre la muchedumbre que rodeaba a Jake, y se detuvieron con el ceño fruncido por la sorpresa al posarse en su rostro. Otra unidad rusa pasaba en rígida formación. Alejarlo del palco. Jake empezó a desplazarse a la izquierda justo por detrás de la primera fila, aún visible pero rodeado por otras cabezas, para que cualquiera de ellas pudiera ser la de Emil. Shaeffer lo seguía por el otro lado de la calle; su espigada corpulencia se estiraba sobre la multitud para no perder de vista a Jake. Jake se mezcló entre el público, más denso cerca de la Puerta. Dejó atrás grupos de indistintos soldados estadounidenses. Tenía que alejarse del palco. Miró más allá de las columnas de soldados que desfilaban. Allí seguía, mirándole, los mismos ojos decididos, exasperados, en busca de una grieta en la fila. Debía de haber visto ya que sólo la cabeza de Jake bajaba por la calle, que Emil se había quedado atrás, en algún lugar. ¿Por qué lo seguía? No era una maniobra de distracción, sabía lo que se hacía. Primero, Jake; después regresaría a por Emil, que le creería, aliviado al ver a su cordial interrogador, y cerraría su propia trampa.

Jake vio la Puerta de Brandeburgo adornada con los Tres Grandes. A partir de ahí, la calle se ensanchaba y se abría a Pariserplatz, donde había una gran muchedumbre entre la que sería más fácil perderse. Más tropas rusas, fusiles al hombro; la cabeza rubia seguía sobresaliendo por encima de las demás y moviéndose con Jake entre filas de casacas grises. Detrás de ellos, más allá de la Puerta, un alto en la marcha, un hueco suficientemente amplio. Shaeffer cruzaría por él. Jake aceleró el paso para intentar ganarle ventaja. Pasó junto a la Puerta y avanzó hacia la atestada plaza. Una banda tocaba Stars and Stripes Forever. Volvió la vista atrás. Como temía, Shaeffer corría por el espacio abierto para cruzar antes de que la banda lo ocupara. Ya estaba en su mismo lado. Jake miró hacia el final de Unter den Linden; las aceras estaban ocupadas por los rusos. Tendría que fundirse en la multitud, retroceder hacia el Reichstag. Sin embargo, la concurrencia era más densa allí, una tapadera pero también un obstáculo que lo frenaba. Detrás de él, por encima de la música, oyó a Shaeffer gritar su nombre. Tenía que perderlo cuanto antes. Aceleró el paso, como caminando sobre barro, el cuerpo por delante de los pies.

Los rusos no eran tan afables como los soldados estadounidenses y rezongaban cuando pasaba entre ellos. Sabía, atrapado entre paredes de soldados, que no iba a conseguirlo. ¿Importaba? Shaeffer no dispararía entre tanta gente. Aunque tampoco tendría que hacerlo. Estaba en la zona rusa, donde las personas desaparecían. ¿Por qué había tenido que dejar el palco? Shaeffer no podía correr el riesgo de exponerse en la parte occidental. Allí, sin embargo, Jake podía ser engullido sin que nadie se diera cuenta nunca. Aunque montara una escena, perdería. La policía militar rusa haría una llamada rápida al sucesor de Sikorsky, y Shaeffer regresaría solo. Nada habría ocurrido. Desaparecido, como Tully.

– Amerikanski -exclamó un ruso cuando tropezó con él.

– Disculpe. Lo siento.

Sin embargo, el ruso no lo miraba a él, sino al frente, donde las tropas estadounidenses seguían a la banda. Retrocedió un paso para dejar pasar a Jake, por lo visto creyendo que se dirigía a reunirse con su unidad. «Que no se te olvide qué uniforme vistes.» Miró hacia el desfile. No era la espectacular 82.a División, sino uniformes corrientes, como el suyo, la protección de Gunther. Agachó la cabeza para desaparecer de la vista de Shaeffer y se escurrió entre la muchedumbre, agazapado hasta llegar a la marcha. Varios rusos se echaron a reír: resaca, el aturdimiento habitual que acababa por convertirse en un infierno. Avanzó en paralelo a las filas que marchaban y, cerca del centro de una fila de soldados, empujó de lado a uno para hacerse sitio y se sumó a ella.

– ¿Quién coño eres tú?

– Me sigue un policía militar.

El soldado esbozó una sonrisa picara.

– Pues sigue el paso.

Jake dio un respingo, realizó una torpe danza hasta que el avance del pie izquierdo coincidió con el de los demás, luego irguió los hombros y balanceó los brazos al unísono, tornándose invisible. Sin mirar atrás. Pasaban por el punto en el que debía de encontrarse Shaeffer, volviendo la cabeza a un lado y a otro, furioso, peinando a los rusos, buscando en todas partes salvo en el desfile.

– ¿Qué es lo que has hecho? -musitó el soldado.

– Fue un error.

– Ya.

Esperó a oír de nuevo un grito llamándolo, pero allí sólo se oía Sousa, campanillas y tambores. Cuando franquearon la Puerta hacia la parte occidental, sonrió para sí; marchaba en su propio desfile de la victoria. No era la victoria de la guerra contra los japoneses, sino la de una guerra privada que ya quedaba atrás, en la parte oriental. Se acercaban al palco más deprisa de lo que podía hacerlo nadie entre la multitud. Aunque Shaeffer se hubiese rendido y hubiese decidido volver, tardaría varios minutos antes de llegar al palco de la prensa, tiempo suficiente para meter a Emil en el jeep y huir. Jake echó un vistazo rápido a un lado. Patton saludaba. Tenía tiempo suficiente, pero seguían siendo unos pocos minutos. Al menos, ahora lo sabía. Lo que no sabía era qué le había sucedido a Gunther.

Resultó más fácil salir del desfile que infiltrarse en él. Tras pasar junto al palco presidencial, hicieron una pausa y, mientras marchaban sin avanzar, Jake se deslizó a un lado y se coló entre el público de la curva en dirección al palco de la prensa. Sólo unos minutos. ¿Y si Emil se había marchado? Pero allí estaba, ni siquiera en el palco, sino junto a la escalera fumando un cigarrillo.

– Eh, ¿qué le dije? Siempre vuelve -dijo Brian-. Respire tranquilo.

– ¿Qué hacéis aquí abajo? ¿Ha intentado huir?

– Qué va. Ha sido un buen chico, pero ya conoces a Ron. La curiosidad mató al gato, así que pensé que…

– Gracias, Brian -le atajó Jake, apurado-. Te debo otra.

Volvió la mirada atrás. Nadie, todavía. Brian, mirándolo, señaló con la cabeza en la dirección opuesta al palco.

– Si tienes que irte, mejor que lo hagas ya. Que llegues sano y salvo a casa.

Jake asintió.

– Si no es así, sólo por si acaso, ve a ver a Bernie Teitel. Dile de quién has estado haciendo de canguro y lanzará una bengala.

Tomó a Emil de un brazo y se dispuso a llevárselo.

– La próxima vez prueba a escribir artículos -se despidió Brian-. Es mucho más fácil.

– Sólo si se hace a tu estilo -repuso Jake.

Le puso una mano en el hombro y se marchó.

Cruzaron junto con varios soldados estadounidenses que estaban ya algo hastiados y que aprovechaban otra pausa del desfile para escabullirse hacia el parque.

– ¿Quién es Teitel? -preguntó Emil-. ¿Es americano?

– Uno de tus nuevos amigos -respondió Jake, aún con la respiración levemente entrecortada. Estaban ya cerca del jeep.

– ¿Un amigo como tú? ¿Un carcelero? ¡Dios mío! ¿Y todo esto por Lena? Ella es libre de hacer lo que quiera.

– Y tú también lo fuiste. Sigue andando.

– No, no fui libre. -Se detuvo y Jake tuvo que volverse-. Para sobrevivir. Uno sigue adelante para sobrevivir. ¿Crees que tú eres diferente? ¿Qué harías tú para sobrevivir?

– Ahora mismo, sacarnos de aquí. Vamos, ya te justificarás en el jeep.

– La guerra se ha acabado -espetó Emil con voz estridente, casi una súplica.

Jake lo miró.

– No del todo.

Algo se movió en el paisaje detrás de Emil, algo borroso entre el público errante, más rápido que los soldados que desfilaban, acercándose por el parque. No iba por la carretera sino campo a través, traqueteando sobre el terreno irregular.

– ¡Mierda! -exclamó Jake.

Les pisaba los talones.

– ¿Qué ocurre?

Un Horch negro, el coche de Potsdam. No: dos, el segundo quedaba medio oculto por el polvo que levantaba el primero.

– Sube al jeep. Venga, ¡deprisa!

Empujó a Emil, que se tambaleó, luego lo cogió del brazo y ambos corrieron hacia el jeep. Por supuesto, Shaeffer no estaba solo. El jeep no estaba lejos, lo había aparcado detrás de la muchedumbre, junto a otros vehículos, pero el Horch estaba ya tan cerca que incluso lo oían. El ruido del motor era como una mano en su espalda. Cogió la pistola sin dejar de correr. ¿Para qué? Si se daba el caso, un disparo al aire atraería la atención. Al menos les proporcionaría la protección del público.

Estaban a punto de alcanzar el jeep cuando el Horch se les adelantó y les bloqueó el paso con un chirrido de frenos. Un ruso uniformado se apeó y se apostó junto a la puerta, sin apagar el motor.

– Herr Brandt -saludó a Emil.

– Quítate de en medio o dispararé -amenazó Jake, apuntando hacia arriba con el arma.

El ruso lo miró y esbozó una sonrisa petulante y después hizo un gesto afirmativo con la cabeza en dirección al otro coche, que se había detenido detrás. Dos hombres vestidos de paisano.

– Para entonces ya estarás muerto. Baja el arma. -Seguro de sí mismo, sin siquiera esperar a que Jake obedeciera-. Herr Brandt, acompáñenos, por favor. -Abrió la puerta trasera del coche.

– No va a ninguna parte.

– Con permisos de viaje no -puntualizó el ruso, con voz anodina-. Como ve, no son necesarios. Una disposición diferente. Por favor.

Asintió mirando a Emil.

– Se encuentran en zona británica -dijo Jake.

– Presente una queja -replicó el ruso. Miró hacia el otro coche-. ¿Tengo que pedir a mis hombres que intervengan?

Emil miró a Jake.

– Mira el lío en que nos has metido.

El ruso parpadeó, desconcertado por aquel disentimiento, y abrió la puerta del acompañante. Gunther bajó y se acercó a ellos, pistola en mano.

– Suba al coche, Herr Brandt.

Por un instante, mientras los escrutaba con el arma empuñada, Jake sintió que se le desinflaban los pulmones. La decepción le dejaba sin fuerzas por momentos. «Quiero que me traicione.» Emil se encaminó reluctante al coche. El ruso cerró la puerta trasera. Flap.

– Un buen poli alemán -comentó Jake con voz pausada, sin dejar de mirar a Gunther.

– Ahora usted -le indicó Gunther, y apuntó con la pistola hacia el coche-. Delante.

El ruso los miró, sorprendido.

– No, sólo Brandt. Déjelo.

– Suba -insistió Gunther.

Jake fue hasta hacia la puerta del acompañante y se detuvo a su lado. Se oyó un silbido agudo. Miró por encima del coche. Al final de la calle, Shaeffer había dejado de correr. Se llevó dos dedos a la boca y luego se precipitó de nuevo hacia ellos. Un soldado se desmarcó de la multitud y corrió tras él. El resto de la trampa se cerraba.

– ¿Qué está haciendo? -preguntó el ruso a Gunther.

– Yo conduciré.

– ¿Qué pretende? -Su voz sonaba alarmada.

Gunther desplazó la pistola hacia el ruso.

– Vaya con los demás.

– ¡Cerdo fascista! -gritó el ruso.

Sacó la pistola, pero su mano se detuvo a medio camino cuando le alcanzó la bala de Gunther, una explosión tan repentina que por un instante pareció que no había llegado a disparar. Se produjo gran agitación alrededor, como el vuelo sobresaltado de una bandada de pájaros en el campo. Los espectadores más próximos se agacharon sin mirar, en un acto reflejo. En el palco presidencial se produjo una reacción retardada, los de menor rango azuzaban a los generales para que bajaran. Gritos. Los hombres del otro coche bajaron y corrieron, aturdidos, hacia el ruso abatido. Jake vio que Shaeffer se detenía, una décima de segundo, y seguía corriendo agazapado. Todo al mismo tiempo, de tal modo que Gunther estaba ya dentro del coche antes de que Jake se diera cuenta de que se ponía en movimiento. Saltó dentro sujetándose a la puerta abierta mientras metía la otra pierna. Doblaron a la izquierda, de vuelta al escarpado terreno del parque, traquetearon con violencia y enfilaron hacia la parte occidental, hacia la Columna de la Victoria. Siguiendo por el mismo lado, adelantaron al desfile. Gunther viró bruscamente para esquivar el cráter de una bomba y, al hacerlo, pasó sobre un profundo surco que provocó una fuerte sacudida en el coche y aplastó el hombro dolorido de Jake contra la puerta.

– ¿Está loco? -gritó Emil desde el asiento posterior, con la mano sobre la cabeza, que acababa de darse contra el techo.

– Siga sentado -le dijo Gunther con voz pausada, girando el volante para esquivar un tocón.

Jake miró atrás e intentó atisbar a través del polvo. El otro Horch los seguía, dando bandazos por el mismo suelo accidentado. Algo más atrás, un jeep, presumiblemente el de Shaeffer, se alejaba de la multitud que se había congregado alrededor del ruso muerto. Por la ventana se oían, irreales, trompetas y el golpeteo rítmico de tambores, el mundo de cinco minutos atrás.

– Intenté demorarlos -explicó Gunther-. Calculé mal el tiempo. Creí que se había ido ya, que sabía que algo iba mal.

– ¿Por qué usted?

– Porque me esperaba. Tenía que llevarlo al coche para recoger los permisos. Pero él vio correr a Brandt. Una gente impulsiva -añadió con tono lacónico y sin dejar de sujetar con fuerza el volante.

Rebotaron al pasar por encima de otro hoyo del terreno horadado.

– También usted ha sido bastante impulsivo. ¿Por qué usted y no el americano?

– No podía venir.

Jake miró atrás. La distancia aumentaba.

– En realidad, sí ha venido. Sigue tras nosotros.

Gunther gruñó, intentando comprenderle.

– Muy bien. A lo mejor me ha puesto a prueba para ver si podían confiar en un alemán.

– Ya tienen su respuesta. -Jake lo miró-. Pero yo debería haberlo sabido.

Gunther se encogió de hombros, concentrado en conducir.

– ¿Quién conoce a nadie en Berlín? -Viró el volante, eludiendo la estatua de un Hohenzollern que milagrosamente había sobrevivido; sólo el rostro parecía descascarillado por una explosión-. ¿Siguen ahí? -preguntó, sin confiar en sí mismo lo bastante para mirar por el retrovisor.

Jake se volvió.

– Sí.

– Necesitamos una calzada. Así no podemos ir más deprisa. -Ya se veía la glorieta de Grosser Stern, un embudo atestado de participantes en el desfile-. Si pudiéramos atajar por el centro… Sujétense.

Otro giro brusco a la izquierda para dejar a un lado el desfile e internarse aún más en el parque. Emil gruñó en el asiento trasero.

Jake sabía que Gunther los llevaba al sur, hacia la zona estadounidense, pero todos los puntos de referencia que conocía habían desaparecido. Frente a ellos, un espacio desolado, salpicado de tocones, escombros y farolas rotas. El paisaje lunar de Ron. El terreno era allí incluso peor, no tan despejado como el colindante a la Chausee. Estaba lleno de montículos.

– Ya estamos cerca -dijo Gunther, que dio un brinco al sortear un bache.

Incluso el recio Horch rebotó. Por un instante, al mirar atrás entre el polvo a los coches que los seguían, a Jake se le ocurrió que Gunther finalmente tenía su Salvaje Oeste, la diligencia traqueteando al galope por las tierras baldías. Y entonces otro Horch salido de la nada se coló en el sueño de Karl May y empezó a dispararles desde detrás. Una ráfaga de tiros y después el estallido del parabrisas trasero haciéndose añicos.

– ¡Dios santo, nos disparan! -gritó Emil con la voz entrecortada por el miedo-. ¡Pare! ¡Esto es una locura! ¿Qué está haciendo? ¡Van a matarnos!

– Siga agachado -le indicó Gunther mientras se encorvaba un poco más sobre el volante.

Jake se agazapó y miró atrás por el borde del asiento. Los dos vehículos disparaban ya; una lluvia de balas extraviadas.

– ¡Vamos, Gunther! -azuzó Jake, un jinete a caballo.

– Está ahí, está ahí.

Un claro de asfalto en la distancia.

Dobló a la derecha como si tuviera la intención de dirigirse a Grosser Stern, y después súbitamente a la izquierda para esquivar un tronco caído y no aprovechado todavía como leña. La maniobra despistó a los dos coches de atrás. Más disparos; uno de ellos rozó el guardabarros trasero.

– ¡Pare, por favor! -suplico Emil, casi histérico, desde el suelo del coche-. ¡Vamos a matarnos!

Sin embargo, ya habían llegado. Toparon contra un montículo de pavimento resquebrajado en el borde de Hofjägerallee y aterrizaron con un golpe seco en la despejada avenida. Curiosamente, había tráfico: dos convoys giraban por la rotonda y se les acercaban entre traqueteos. Gunther aceleró por delante de ellos y giró el volante a la izquierda. Los neumáticos chirriaron, pasaron tan cerca de los camiones que provocaron un estridente pitido de claxon.

– ¡Por Dios, Gunther! -exclamó Jake, sin aliento.

– Conducción policial -se justificó éste mientras el coche seguía contoneándose por la maniobra.

– Pues que no tengamos una muerte policial.

– No. Eso sería una bala.

Jake miró atrás. Los otros no habían tenido la misma suerte y quedaron atrapados junto a la carretera hasta que los camiones pasaron de largo con su paso lento. Gunther aceleró en dirección al puente que llevaba a Lützowplatz. Si conseguían llegar al puente, estarían de vuelta en la ciudad, un laberinto de calles y peatones donde, al menos, el tiroteo cesaría. Pero ¿por qué habían empezado a disparar los rusos, poniendo en peligro la vida de Emil? ¿Una lógica desesperada? ¿Mejor muerto que con los estadounidenses? Eso significaba que, al fin y al cabo, consideraban la posibilidad de perder.

Sin embargo, todavía no. Los Horch que los perseguían también ganaron velocidad en la calzada llana. Ahora la ruta era recta, pasaba por el distrito diplomático situado al final del parque, y después por el Landwehrkanal. Gunther apretó el claxon. Un grupo de civiles caminaban con dificultad por el margen de la calle, empujando una carretilla. Se dispersaron en ambas direcciones para esquivar el coche, pero no salieron de la carretera, lo cual obligó a Gunther a reducir la velocidad y presionar el freno y el claxon al mismo tiempo. Era la oportunidad que buscaban los rusos, que aceleraron para mermar la distancia que separaba los coches. Otro disparo. Los civiles echaron a correr, aterrados. Seguían acercándose. Jake se inclinó sobre la ventanilla abierta y disparó al Horch. Apuntó bajo, un disparo de advertencia, dos, para hacerles reducir la marcha. Nada, ni tan siquiera una pausa. Y entonces Gunther volvió a hacer sonar el claxon. El coche de los rusos empezó a expulsar humo… No, no era humo: era vapor, un vapor de hervidor de agua que brotaba de la rejilla y se dispersaba sobre el capó. Un disparo afortunado había perforado el radiador, o tal vez el viejo motor finalmente se rendía. ¿Qué importaba? El coche seguía precipitándose hacia ellos entre su propia nube… y luego disminuyó la velocidad. No era el freno, sino una avería.

– Adelante -dijo Jake al ver la calle despejada de civiles.

Detrás, el Horch se había detenido. Uno de los hombres se apeó y apoyó un brazo en la puerta para apuntar. Un blanco definido. Gunther pisó a fondo el acelerador. El coche saltó de nuevo con el impulso.

Esta vez Jake no oyó la bala, ni tan siquiera el ruido sordo que astilló la ventanilla y que se perdió entre los rugidos del motor y los gritos que no cesaban en la parte de atrás. Un sonido seco que penetró en la carne, como un leve gruñido, demasiado discreto para hacerse oír, hasta que el chorro de sangre aterrizó en el salpicadero. Gunther se desplomó hacia delante sin soltar el volante.

– ¡Gunther!

– Puedo conducir -dijo, una gárgara ronca.

Más sangre anegando el volante.

– ¡Dios! ¡Pare a un lado!

– Estamos cerca.

Su voz se desvanecía. El coche dio un viraje a la izquierda.

Jake sujetó el volante y lo estabilizó. Miró alrededor. Sólo los seguía el jeep; el Horch había quedado varado más atrás. Seguían avanzando deprisa, el pie de Gunther era un peso muerto sobre el acelerador. Jake se inclinó un poco más sobre él, agarró el volante con ambas manos e intentó apartar el pie del pedal.

– ¡El freno! -gritó. Gunther había vuelto a desplomarse hacia delante; un muro corpulento, inamovible. Jake se aferraba al volante, aunque las manos le resbalaban por la sangre-. ¡Mueva la pierna!

Pero Gunther parecía no oírlo, tenía la mirada fija en el arroyo de sangre que se vertía sobre el volante. Hizo un gesto afirmativo con la cabeza, apenas visible, como si al fin lo comprendiera todo. Después, una leve mueca con los labios, el modo en que solía sonreír.

– Una muerte policial -musitó con voz casi imperceptible.

La sangre brotaba de su boca y, de pronto, se desplomó del todo, muerto. Su cuerpo cayó sobre el volante y presionó el claxon. Se precipitaban hacia el puente emitiendo un estridente pitido, al volante un hombre muerto.

Jake trató de hacerlo a un lado, con una mano aún en el volante, pero sólo consiguió apoyar la mitad superior de su cuerpo contra la ventanilla. Tendría que agacharse para mover e¡ pie de Gunther y llegar al freno, pero eso significaba dejar el coche sin control.

– ¡Emil! ¡Acércate! ¡Coge el volante!

– ¡Maníacos! -exclamó Emil en un grito-. ¡Parad el coche!

– No puedo. Sujeta el volante.

Emil se incorporó, oyó otro disparo y volvió a agazaparse. Jake miro a través del cristal resquebrajado. Shaeffer hacía sonar el claxon y les indicaba con gestos que se detuvieran.

– ¡Sujeta el volante, joder! -chilló Jake.

Otro camión apareció en el carril de incorporación. En esta ocasión ni tan siquiera tenían la opción de girar en círculos, las manos le resbalaban en el volante ensangrentado. Jake trataba de aferrado con desesperación. El puente frente a ellos, y más allá, gente. Tenía que llegar al freno. Empujó con fuerza la pierna de Gunther, un bloque de cemento, aunque empezaba a ceder y a desplazarse del acelerador, que el pie seguía pisando a fondo. Un poco más y el coche disminuiría la marcha. Era sólo cuestión de segundos antes de que algo estallara.

Fue la rueda: un disparo de Shaeffer, más efectivo para detenerles que el claxon. El Horch se escoró como si las manos de Jake hubiesen soltado el volante. Iban directos al camión. Jake recuperó la dirección y viró a la derecha. Esquivó el camión y se salió de la carretera en la otra dirección. Después perdió el control. Pasó sobre varias montañas de escombros dando saltos violentos y con una rueda inutilizada. Volvió a empujar la pierna de Gunther y consiguió despegarla del pedal, pero el coche seguía sin control. Un último impulso de velocidad lo hizo saltar del puente y lo precipitó al terraplén. Sólo se detuvo en el aire. Nada debajo, una suspensión vertiginosa. Ni tan siquiera un segundo en lo alto de una montaña rusa, una flotación imposible en el vacío… y el coche se precipitó.

Jake se agazapó y se agarró a Gunther para no ver el agua del canal acercándose a ellos. Sólo sintió el impacto, que lo arrojó contra el salpicadero. Un chasquido en el hombro, la cabeza contra el volante, un dolor agudo que lo emborronó todo salvo el último instinto, el de tomar aire justo antes de que el agua inundara el coche.

Abrió los ojos. El agua era turbia, casi viscosa, demasiado opaca para ver nada. Ya no era un canal, sino una alcantarilla. Un pensamiento absurdo acudió a su mente: una posible infección. Sin embargo, no había tiempo para pensar en eso. Se incorporó, sintió un espasmo palpitante en el hombro y alargó el brazo sano hacia el asiento trasero para agarrar la camisa de Emil y tirar de ella. Emil se movía, no estaba muerto. Trataba de salir del hueco donde estaba. Jake tiró de la camisa con mayor esfuerzo, logró subirlo al asiento y después arrastrarlo hacia la ventanilla. Un peso flotante, sólo era cuestión de dirigirlo hacia el exterior, pero la parte delantera estaba llena. Gunther consumía un espacio precioso.

Jake se inclinó hacia atrás y retorció el cuerpo de Emil para poder sacarlo por la cabeza. Vio cómo agitaba los pies para acabar de salir. Deprisa. El canal no era muy profundo, tenían tiempo suficiente para alcanzar la superficie con el aire que le quedaba en los pulmones. Empezó a maniobrar para salir por la ventanilla y se golpeó la cabeza contra la puerta. Se empujó con un brazo: el otro, inerme. A medio camino, una de las patadas de Emil le acertó en el hombro, y el dolor resulto tan punzante que Jake creyó desvanecerse y ahogarse, como ocurría con algunos rescatadores cuando la agitación de aquellos a quienes intentan salvar los arrastra hacia el fondo. Sus piernas cruzaron al fin la ventanilla. Empezó a bracear hacia la superficie, pero el pie de Emil volvió a golpearlo. Una fuerte patada, esta vez en un costado de la cabeza. Un dolor sólido que le recorrió el cuello hasta el hombro. «No respires. Por el amor de Dios. Emil, muévete.» Otra patada, en absoluto inocente, sino deliberada, con la intención de acertar. Y otra. Una mas y perdería el sentido. Las burbujas emergían a la superficie, ningún arma a la vista. Ya no le quedaba aire. Nadó de lado con el brazo sano, un esfuerzo más y saldría. El bueno de Emil. ¿Qué harías tú para sobrevivir?

Al asomarse a la superficie, apenas pudo inspirar una bocanada de aire antes de que una mano se aferrara a su cuello y tirara de el hacia el fondo. Un chirrido de ruedas y gritos en la orilla. La mano lo soltó. Jake asomó de nuevo a la superficie, resollando.

– Emil.

Emil se había vuelto para mirar a la orilla, en el pasado un muro sólido, ahora bombardeada y convertida a tramos en pendientes de escombros, Shaeffer y su hombre descendían hacia el agua, concentrados en sus pasos, no en el canal. Todavía tenían un minuto, tal vez. Emil miró a Jake, aún jadeante, atormentado por el dolor del hombro.

– Se acabó -dijo Jake.

– No. -Apenas un susurro, sin dejar de mirar a Jake.

Su mirada no era como la de Shaeffer, como la de un cazador, sino más desesperada. «¿Qué harías?» Emil se abalanzó sobre él y volvió a agarrarlo del cuello. Mientras volvía a sumergirse, Jake vio, con una sensación de vértigo peor que la de ahogarse, que estaba perdiendo la guerra equivocada: no la de Shaeffer, sino una guerra que ni siquiera sabía que estaba luchando. Sintió una patada en el estómago que le hizo expulsar el aire del cuerpo mientras aquella mano seguía aferrada a su pelo, manteniéndolo bajo el agua. Perdía. Otra patada. Iba a morir. Las patadas no despertarían mayor sospecha que los hematomas de la caída. Emil volvería a salirse con la suya.

Jake se sumergió aún más y tiró de Emil, arañándole los dedos. No tenía sentido golpearlo bajo el agua. Tendría que zafarse de su mano. Otra patada, en el bajo vientre esta vez, pero la mano cedía al fin, temerosa quizá de ser arrastrada al fondo junto con su víctima. Debía hacer lo que Emil esperaba. Morir. Jake se hundió. Emil no podía ver a través del agua. ¿Lo seguiría? Dejarle creer que había funcionado. Sintió una última patada, de nuevo el hombro, y por un instante ya no fingió: se hundía, no tenía fuerzas para emerger, sintió el vahído previo al desmayo. Sus pies tocaron el techo del coche. Vio la cabeza de Gunther asomando inerte por la ventanilla, flotando como un alga. Cabrones. Se dejó caer flexionando las rodillas, no le quedaba aire. Se dio un último impulso hacia la orilla, lejos de Emil.

– ¡Ahí está! -gritó Shaeffer al ver asomar su cabeza.

Jake tomó aire, casi asfixiado, escupiendo agua.

El otro soldado había saltado al agua para capturar a Emil, que miraba a Jake atónito. Luego dejó caer la cabeza hacia delante y se contempló la mano; los arañazos sangraban.

– ¿Estás bien? -le preguntaba Shaeffer-. ¿Por qué no has parado?

Jake seguía boqueando mientras se arrastraba a la orilla. No tenía otro lugar adonde ir. De pronto sintió la mano de Shaeffer que le tiraba del cuello de la camisa. Luego lo cogió por el cinturón y siguió arrastrándolo, como si pescara a Tully del Jungfernsee. Cayó de espaldas sobre el cemento resquebrajado y miró a Shaeffer desde el suelo. Un ruido acuoso: Emil salía del agua a varios metros de él.

Cerró los ojos y trató de mitigar las náuseas que le provocaba el dolor. Luego volvió a abrirlos y miró a Shaeffer.

– ¿Vas a rematarme aquí mismo?

Shaeffer lo miró, desconcertado.

– No seas imbécil. Deja que te ayude -dijo, y le tendió una mano.

Sin embargo, agarró el brazo equivocado. Cuando Shaeffer tiró de él, Jake sintió un dolor tan intenso que no pudo contener el grito. Eso fue lo último que oyó antes de que finalmente, casi con alivio, todo se tornara negro.

20

Le curaron el hombro en el hospital de los oficiales que había cerca de Onkel Toms Hütte, o al menos eso le dijeron un día después, mientras estaba sumido en un profundo estado de somnolencia inducido por la morfina, bajo la colcha de chenilla rosa de su habitación de Geiterstrasse. Había habido un constante ir y venir de gente. Entre otros, Ron, para echar un vistazo, y la anciana del piso de abajo para hacer de enfermera. Ninguno de ellos parecía real; eran como siluetas en la bruma, igual que su brazo, blanco por las gasas y cubierto de esparadrapo, apoyado en el cabestrillo, como si no fuera suyo, sino de otro. ¿Quién era esa gente? Cuando la anciana se volvió ya reconocible, se dio cuenta de que era la dueña del alojamiento y se avergonzó de no saber siquiera como se llamaba. La acompañaba un desconocido vestido con uniforme estadounidense, le pegaba un tiro y ambos se esfumaron. Después se le apareció la cara de Gunther flotando en el agua. No más claves. Mas tarde, despierto ya, seguía viendo ese rostro. Sabia que la bruma no era sólo efecto de los fármacos, sino de un agotamiento más profundo, de la desolación, pues lo había hecho todo mal.

Cuando llegó Lena, Jake estaba sentado junto a la ventana, mirando al jardín donde la anciana había estado cortando perejil.

– Estaba muy preocupada. No me dejaron ir al hospital.

Solo militares. ¿Y si Jake hubiera muerto?

– Estás muy guapa -dijo el al tiempo que Lena lo besaba en la frente. Llevaba el pelo recogido con horquillas y el vestido que el le había comprado en el mercado.

– Bueno, es por Gelferstrasse -respondió, y miro al vacío, algo ruborizada, encantada de que Jake se hubiera fijado-. Mira, ha venido Erich. Dicen que no es muy grave, que es sólo lo del hombro, y un par de costillas. ¿Los medicamentos te dan sueño? Dios mío, esta habitación… -Se acercó a la cama a toda prisa y alisó la colcha-. Así está mejor -comentó, y, por un instante, Jake la vio como la versión rejuvenecida de la anciana, una berlinesa en plena acción-. Mira lo que te ha traído Erich. Ha sido idea suya.

El niño le entregó media barrita de chocolate Hershey sin apartar la mirada del cabestrillo.

Jake aceptó el obsequio, conmovido por la sorpresa. Poco a poco, la bruma empezaba a disiparse.

– Muchas gracias -comentó-. La guardaré para más tarde, ¿de acuerdo?

Erich asintió con la cabeza.

– ¿Puedo tocarlo? -preguntó, señalando el brazo.

– Claro.

El niño pasó la mano por las vendas y palpó los mecanismos del cabestrillo, fascinado.

– Tocas con mucha delicadeza -comentó Jake-, serás un buen médico.

El niño sacudió la cabeza.

– Alles ist kaput.

– Algún día -lo animo Jake, todavía mareado. Después volvió a mirar a Lena, intentando enfocar la visión, aclarar las ideas. ¿Qué estaban haciendo allí? ¿Shaeffer lo tenía retenido? ¿Se lo habían contado a Lena? Se volvió hacia ella para aclararlo todo de una vez-. Tienen a Emil.

– Sí, vino al piso. Con el americano. Menuda escenita, no te imaginas.

– ¿Al piso? -preguntó Jake-. ¿Por qué?

– No entendía nada.

– Buscaba algo -respondió Erich.

A esas alturas todavía buscaba los documentos.

– ¿Lo encontró?

– No -contestó Lena, apartando la mirada.

– Estaba enfadado-dijo el niño.

– Bueno, ahora ya está contento-añadió Lena a toda prisa-. Por eso ya da igual. Va a irse, así que ha tenido suerte. -Miró a Jake-. Dijo que le salvaste la vida.

– No. Eso no fue lo que ocurrió.

– Sí. El americano también lo dijo. ¡Eres siempre tan modesto! Como lo del noticiario.

– Tampoco fue así como ocurrió.

– ¡Uf! -exclamó ella, e hizo un gesto de desdén con la mano-. Bueno, ahora ya ha acabado todo. ¿Quieres algo? ¿Puedes comer?

De nuevo activa, hablaba mientras recogía una camisa del suelo.

– No lo salvé. Él intentó matarme.

Lena se quedó inmóvil, seguía medio inclinada, con la camisa en la mano.

– ¡Tonterías! Dices eso por el efecto de los medicamentos.

– No, es lo que ocurrió -insistió Jake, intentando hablar alto y claro-. Intentó matarme.

Lena se volvió poco a poco.

– ¿Por qué?

– Por los documentos, supongo. Tal vez pensó que lo conseguiría. Nadie se habría enterado.

– No es verdad -musitó ella.

– ¿No? Pregúntale cómo se hizo los arañazos de la mano.

Un silencio ensordecedor se apoderó de la sala, hasta que lo rompió un carraspeo.

– Bueno, olvidemos todo eso ahora, ¿de acuerdo? -Shaeffer entró en la habitación, con Ron a la zaga.

Lena se volvió hacia él.

– ¿Así que es cierto?

– Cualquier víctima de un accidente de coche sufre unas cuantas magulladuras. Mira como estás tú -dijo Shaeffer dirigiéndose a Jake.

– Tú lo viste -insistió Jake.

– ¿En una situación tan confusa como ésa? Lo único que vi fueron chapoteos.

– Así que es verdad -repitió Lena, y se dejó caer sobre la cama.

– Algunas veces se da a la verdad más valor del que tiene -comentó Shaeffer-. No siempre es conveniente.

– ¿Dónde lo tenéis? -preguntó Jake.

– No te preocupes, está a salvo. No gracias a ti. ¡Menudo sitio para darse un baño! ¡Sabe Dios lo que hay ahí dentro! El médico dice que más vale que consigamos más sulfamida antes de llevarlo a Kransberg. Podría ser contagioso.

– ¿Os lo lleváis a Kransberg?

– ¿Adonde crees que me lo iba a llevar, con los rusos? -preguntó con brusquedad, pretendiendo ser ocurrente, aunque sin ninguna gracia.

Su sonrisa disipó las últimas trazas de la bruma que todavía confundía a Jake. No era el Shaeffer de siempre. Era otra persona.

– Dígame la verdad -dijo Lena-. ¿Es cierto lo que dice de Emil?

Shaeffer dudó un instante.

– Tal vez se puso algo nervioso. Olvidémoslo todo. Nos encargaremos de que Geismar se recupere aquí, y todo el mundo estará contento.

– Sí, bien -respondió Lena, ausente.

– Tenemos un par de cosas de que hablar -comentó Ron.

Lena miró al niño, que había estado siguiendo la conversación como si se tratara de un partido de tenis.

– Erich, ¿sabes qué hay en el piso de abajo? Un gramófono. Con discos americanos. Ve a escucharlos, yo bajaré enseguida.

– Llévatelo abajo y entretenlo -indicó Shaeffer a Ron con tono autoritario-. ¿Es hijo suyo? -preguntó a Lena.

La mujer sacudió la cabeza mirando al suelo.

– Bien -dijo Shaeffer, y se volvió hacia Jake, listo para hablar de su asunto-. ¿Por qué demonios no dejabas de huir de mí?

– Creía que eras otra persona -dijo Jake, que todavía intentaba entenderlo-. El sabía que yo estaría allí. -Levantó la vista-. Pero tú también lo sabías. ¿Cómo es posible?

– Los chicos de los servicios secretos recibieron un soplo.

– ¿De quién?

– No lo sé. De verdad -respondió Shaeffer con brusquedad, y de repente adoptó una expresión de gravedad-. Ya sabes cómo funcionan estas cosas. Recibes un soplo y no tienes tiempo de ponerte a averiguar de dónde ha llegado. Averiguas si es cierto. Ya te habías escapado una vez. ¿Por qué coño no iba a creerlo? -Miró a Lena-. Creía que estabas haciéndole otro favor a la señora.

– No, el favor estaba haciéndotelo a ti.

– ¿Ah, sí? Pues mira lo que ha ocurrido. ¿Quién te creías que era?

– El hombre que disparó a Tully.

– ¿A Tully? Ya te lo comenté una vez, Tully me importa un comino. -Apartó la mirada-. ¿Quién era?

– No lo sé. Y ahora nunca lo sabré.

– Bueno, ¿y a quién le importa?

– Pues debería importarte, El hombre que le disparó sacó a Brandt de Kransberg.

– Y yo voy a llevarlo de nuevo allí. Eso es lo único que importa ahora. Lo demás ya está olvidado. -Otra sonrisa a la americana.

– Aún tienes que dar cuenta de un par de cadáveres. ¿También te vas a olvidar de ellos?

– Yo no les disparé.

– Sólo a la rueda.

– Sí, a la rueda sí. Supongo que eso te lo debo. ¡No, no te debo nada joder! Pero así todo encaja. Ron dice que así podemos justificarlo.

– Pero ¿qué dices? Disparaste en publico. Con testigos. ¿Como quieres justificar eso?

– Lo importante es lo que se haya visto, ¿verdad? Un alemán dispara a un oficial ruso, sale pitando, lo persiguen y lo matan. Son cosas que pasan en Berlín.

– Delante de toda la prensa.

Shaeffer sonrío.

– Pero al único que reconocieron entre todo el barullo fue a ti. ¿Verdad, Ron?

– Me temo que si -respondió Ron mientras volvía a entrar-. Es difícil aclararse cuando todo esta tan… agitado.

– ¿Y bien?

– Pues que saben que estuviste allí, te vieron, y tuvimos que dar explicaciones por ti.

– Dar explicaciones por mí, ¿cómo?

– Perseguirlo de esa forma fue una estupidez -lo reprendió Shaeffer-. Pero es la clase de estupidez típica de ti. Por algo tienes la fama que tienes. En cuanto a los periodistas, no puedes enfadarte con ellos, siempre les ha gustado que el héroe sea uno de los suyos.

– ¡Vete a la mierda! No pienso escribirlo así.

Ron lo miró.

– Así es como ha salido en el comunicado. Para todo el mundo. Mientras estabas en estado grave. «Pendiente de un hilo», como suele decirse. Ellos también lo han escrito así.

– Ya te he dicho que te debía una por lo de la rueda. ¡Joder! Ahora eres un héroe. No es que te lo merezcas, pero encaja.

– Puede que los rusos no piensen lo mismo. Ellos también estaban allí.

– Sólo el que está muerto.

– ¿Quién mató a los tipos del Horch?

– ¿Qué Horch? -preguntó Shaeffer, levantando la vista-. Siguiente pregunta.

– Entonces, ¿quién mató a Gunther? No murió en un accidente de tráfico. Tiene una bala en el cuerpo. ¿Quién se la metió?

– Fuiste tú -respondió Shaeffer con toda tranquilidad.

Ron intervino antes de que Jake pudiera decir nada.

– Verás, Kalach, el ruso al que disparó, lo vio apuntar hacia los palcos. Por suerte, Kalach lo alcanzó antes de que pudiera eliminar a Zhukov, que es detrás de quien creemos que iba. Claro que eso no fue una suerte para Kalach. Pero, ¡joder!, podría haberse tratado de Patton. Justo el día de la Victoria. Es el tipo de historia que les encanta, la típica que sale en titulares. Al parecer tenían desavenencias personales, era un borracho, jamás superó la guerra, un policía corrupto… Ya sabes que ésos son los peores, son capaces de cualquier locura. No es que le reproche que tuviera rencor a los rusos…

– No podéis hacerle eso -replicó Jake en voz baja-. Era un buen hombre.

– Pero está muerto -dijo Shaeffer-. Y encaja.

– No creo para mi, y los rusos no se lo tragarán.

– Sí se lo tragarán. Un ruso salvó a Zhukov. Recibirá el agradecimiento de toda una nación. Y tú recibirás el nuestro. Por cooperar con las fuerzas aliadas.

– ¿Y cómo explicáis lo de Emil?

– No lo explicamos. Emil no estaba allí. Ha estado siempre en Kransberg. No podemos admitir que lo habíamos perdido. Los rusos no pueden admitir que lo hayan tenido. No ha habido ningún incidente. Así funciona esto. -Shaeffer calló y miró a Jake-. A nadie le interesa que se haya producido un incidente.

– No permitiré que lo hagas. A Gunther no.

– Pero ¿de qué te quejas? Saldrás muy bien parado. Tú conseguirás un buen contrato, nosotros recuperaremos a Brandt, y los rusos no podrán hacer nada. Es lo que yo llamo un final feliz. ¿Ves? Siempre he dicho que formábamos un gran equipo.

– Pero no es la verdad -insistió Jake.

– Sí lo es -replicó Ron-. Hay un montón de periodistas que ya han publicado la noticia, así que tiene que ser la verdad.

– No lo será cuando yo publique mi versión.

– Detesto tener que decirlo, pero hay personas que se enfadarán muchísimo si haces eso. Te convierten en héroe y tú les tiras un huevo podrido a la cara. No, eso no te conviene. De hecho, no puedes hacerlo.

– ¿Me lo vas a impedir tú? ¿Así es como hacemos ahora los reportajes? Como el doctor Goebbels.

– ¡No te pases! Hemos hecho un par de retoques, eso es todo -dijo Ron, señalando a Shaeffer-. Por el bien del GM. Y tú también lo harás.

– ¡Qué buenos sois! -soltó Jake en voz baja, casi inaudible.

– Si quieres lloriquear por la muerte de un par de kartoffel, hazlo en tu tiempo libre -dijo Shaeffer, que empezaba a impacientarse-. Ya hemos tenido suficientes problemas para recuperar a nuestro hombre. ¿Nos entendemos?

Jake de nuevo volvió a mirar por la ventana. ¿De verdad importaba todo aquello? Gunther había desaparecido y, con él, la pista hasta el paradero del otro hombre; era un caso tan perdido como el yermo jardín de allí abajo.

– Vete -dijo.

– Supongo que la respuesta es que sí. Bueno, está bien. -Shaeffer cogió su gorra-. Imagino que la señora se queda contigo.

– Sí -respondió Lena.

– Por lo visto, tú también has conseguido lo que querías. ¿Fue por eso la pelea en el agua?

De modo que seguía sin saberlo. ¿Acaso importaba? Emil volvería a buscar los anhelados documentos, y ese problema también quedaría resuelto. Sería su final feliz. Acabaría siendo inocente, tal como quería Shaeffer, de todos modos.

– ¿Por qué no se lo preguntas a él? -dijo Jake.

– Da igual -respondió Shaeffer mirando a Lena-. No puedo decir que lo culpe. -Fue un cumplido fácil. Se volvió para marcharse-. ¡Ah! Una cosa más. Brandt dice que tienes unos documentos que le pertenecen.

Lena levantó la vista.

– ¿Ha dicho de qué se trataba?

– Unas anotaciones suyas. Algo que necesita para Von Braun. Al parecer, cree que son bastante importantes. Lo puso todo patas arriba buscándolos, ¿verdad? -preguntó a Lena-. Lo siento.

– Más mentiras -comentó ella sacudiendo la cabeza.

– ¿Señora?

– Y ustedes se lo llevarán a América.

– Eso intentaremos.

– ¿Sabe qué clase de hombre es? -preguntó Lena, mirándolo directamente a los ojos.

Shaeffer cambió de postura sin moverse del sitio, incómodo.

– Sólo sé que el tío Sam lo necesita para construir un par de misiles, y es lo único que me importa.

– Les ha mentido, y usted miente por él. Me dijo que le había salvado la vida a Jake. Dios mío, y yo le creí. Y ahora usted le cree a él. ¡Anotaciones! Menudo par.

– Sólo hago mi trabajo.

Lena asintió en silencio, con una sonrisa irónica.

– Sí, también Emil dice eso. Menudo par.

Shaeffer levantó la mano para interrumpirla; empezaba a perder la paciencia.

– No me meta en sus peleas domésticas. Lo que ocurre entre un hombre y su mujer… -Bajó la mano y se volvió hacia Jake-. Da igual, en todo caso, ¿los tienes tú?

– No, no los tiene él -dijo Lena.

Shaeffer la fulminó con la mirada, sin saber a qué venía eso, y volvió a mirar a Jake.

– ¿Los tienes?

Sin embargo, Jake estaba mirando a Lena. Todo se había esclarecido, no quedaba ni rastro de la bruma.

– No sé de qué habla Emil.

Shaeffer se quedó inmóvil un segundo, jugueteando con la gorra entre los dedos, y decidió no insistir más.

– Bueno, da igual. Tendrán que aparecer por algún lado. Mierda, pensaba que era capaz de hacerlo todo mentalmente.

Después de aquello, la habitación se sumió en un silencio tan profundo que se oyeron los pasos de Shaeffer y Ron bajando la escalera.

– ¿Los has destruido? -preguntó Jake al fin.

– No, los tengo yo.

– ¿Por qué no los has destruido?

– No lo sé. Supongo que debería haberlo hecho. Pero entonces vinieron al piso. Estaba como loco. No paraba de preguntar: «¿Dónde están? ¿Dónde están?». «Estás de su parte», me decía. ¡Cómo me miraba! Y pensé: «Sí, de su parte». -Se calló, pero no dejó de mirar a Jake.

– ¿Dónde están?

– En mi bolso. -Lena fue hasta la cama y sacó los documentos-. Nunca se le habría ocurrido buscar aquí, entre mis cosas, pero sí buscó entre todo lo demás. Me quedé allí mirándolo, estaba como loco. Entonces lo supe: no vino a Berlín por mí, ¿verdad?

– Puede que viniera por las dos cosas.

– No, vino sólo por esto. Toma. -Dejó los documentos en la silla-. Me negaba a ver la verdad, pero ahora, cuando me has contado lo que ocurrió, se me ha caído la venda de los ojos. ¿Sabes por qué? No me ha pillado por sorpresa. Es como antes, sabes y no sabes. No quiero seguir viviendo así. Toma.

Pero Jake no se movió, se quedó mirando las hojas que Lena le tendía.

– ¿Qué quieres que haga con ellos?

– Dáselos a los americanos. A ése no -especificó Lena, haciendo un gesto hacia la puerta-. Es igual que él. Otro Emil. Un mentiroso cualquiera. -En ese momento volvió a coger los papeles y, durante unos segundos, Jake pensó que Lena no podría con todo-. No, los llevaré yo. Dime dónde. Dame un nombre.

– Bernie Teitel, pero no puedo pedirte que lo hagas.

– Oh, no lo hago por ti -dijo ella-. Es por mí. Puede que por Alemania, ¿te parece una locura? Por empezar a hacer algo. Para que quede algo. No sólo los Emil. De todas formas, mírate. ¿Dónde vas a ir en ese estado?

– Resulta que vive aquí abajo.

– ¿Sí? O sea que no está tan lejos.

– Para ti sí. -Extendió la mano hacia los documentos-. Todavía significa algo para ti.

Lena meneó la cabeza.

– No -respondió en voz baja-. Para mí no es más que un chico en una foto.

Se miraron durante un minuto. Jake se inclinó hacia delante y la agarró de la mano sin prestar atención a los papeles.

Ella sonrió y le acarició la palma con un dedo.

– Qué línea. En un hombre.

– Hacéis buena pareja. -Shaeffer estaba en la puerta con Erich-. He traído al niño. -Se dirigió hacia ellos con Erich detrás-. Qué astuta es usted -le comentó a Lena, tendiéndole la mano-. Me los quedaré yo.

– No le pertenecen, tampoco a Emil -dijo Lena.

– No, son del gobierno de Estados Unidos. -Shaeffer movió los dedos de la mano abierta para indicar que se los entregara-. Gracias por ahorrarme seguir jugando al escondite. Ya lo suponía. -Agarró los documentos por un extremo-. Es una orden.

Se quedó mirándola hasta que Lena los soltó.

– ¿Qué crees que estás haciendo? -preguntó Jake.

– ¿Qué crees que estás haciendo tú? Esto es propiedad del gobierno. Vas a meterte en un lío si no te andas con cuidado.

– Se los entregaré a Teitel.

– Te ahorraré el viaje. -Empezó a hojearlos-. Veo que no son notas sobre misiles. ¿Quieres contármelo?

– Son informes de Nordhausen -respondió Jake-. Datos y cifras de los campos. Detalles de la explotación laboral. Lo que sabían los científicos. Un montón de datos interesantes. Sigue leyendo, encontrarás el nombre de muchos de tus amigos.

– Y crees que esto puede ponerlos en un aprieto.

– Puede convertirlos en criminales de guerra.

Shaeffer levantó la vista de los documentos.

– Verás, tu problema es que estás en la guerra equivocada. Todavía estás librando la última.

– Estuvieron implicados -insistió Jake.

– Geismar, ¿cuántas veces tengo que decírtelo? No me importa.

– Debería importarle -dijo Lena-. Mataron a mucha gente.

– Qué comentario tan interesante, viniendo de una alemana. ¿Y quién cree que mató a esa gente? ¿O es que quiere que su marido pague el pato? Claro, le conviene.

– No puedes hablarle así -replico Jake, e intentó levantarse, pero hizo un gesto de dolor cuando Shaeffer lo empujó para impedirlo.

– Cuidado con ese hombro. Bien, ahora tenemos un problema. Eres como un grano en el culo.

– Y lo seré más aún si Teitel no recibe esos documentos. Ni siquiera Ron podrá acallar esta historia.

– ¿De qué historia hablas?

– ¿Qué te parece la de un congresista que lleva nazis a Estados Unidos?

– Eso no le gustará.

– O la de una unidad técnica jugando al escondite con los rusos. Tengo muchas opciones. O podemos hacerlo como es debido: tú ayudas al Gobierno Militar a hacer lo que dice que quiere hacer, llevar a juicio a esos hijos de puta. Un artículo sobre el juicio. Esta vez, tú serás el héroe.

– Deja que te explique una cosa -dijo Shaeffer-. No me andaré con rodeos. Mira este país. Esos científicos son la única reparación que vamos a conseguir. Porque vamos a conseguirlos. Los necesitamos.

– Para luchar contra los rusos.

– Sí, para combatir a los rusos. Debes decidir en qué bando estás.

– Y lo de los campos da igual.

– Por mí, como si se han tirado a la señora Roosevelt. Los necesitamos. ¿Lo entiendes?

– Si Teitel no consigue esos documentos, escribiré el artículo. No creas que no voy a hacerlo.

– Creo que no lo harás.

Shaeffer cogió los documentos con las dos manos y, antes de que Jake pudiera moverse, los rompió.

– No hagas eso -dijo Jake, incorporándose. El papel desgarrándose lo hacía estremecerse tanto como el dolor que se le clavaba en el hombro. Un nuevo desgarro, y Jake, medio levantado, miraba con impotencia cómo desaparecían los documentos-. ¡Hijo de puta!

El último jirón.

Shaeffer dio un paso hacia la ventana y lanzó las hojas al exterior: trozos de papel, suspendidos en el aire, llevados por la brisa, revoloteando por el jardín. Jake, que miraba como hipnotizado, se dio cuenta de que no eran fragmentos pequeños, sino del mismo tamaño que los billetes que habían revoloteado sobre el jardín de Cecilienhof.

– Ya te lo he dicho -dijo Shaeffer volviéndose-, estás en la guerra equivocada. Esa ya terminó.

Jake observó cómo se marchaba, apartando con brusquedad a Lena y al anonadado Erich, que ya sabía que todo estaba kaput.

– Tengo la sensación de haberte decepcionado también a ti -le dijo Jake a Bernie-. Supongo que a ti más que a nadie.

Habían ido a casa de Gunther a recoger los Persilscbeine y se habían encontrado toda la habitación patas arriba: las estanterías por los suelos y cajas rotas esparcidas por todo el salón.

– No eres el único. Todo el mundo me decepciona -respondió Bernie con un leve gruñido, aunque no estaba enfadado de verdad-. ¡Dios! ¡Mira esto! Las noticias vuelan. ¿Te has dado cuenta de que lo primero que se llevan es el alcohol? Después el café. -Recogió las carpetas del suelo y las apiló-. No te tortures demasiado, ¿de acuerdo? Al menos sé qué buscar. Ya es más de lo que tenía antes. Hay montones de pruebas por toda Alemania, algunas de ellas podrían aterrizar en mi mesa.

– Jamás los atraparás -dijo Jake con tristeza.

– Entonces atraparemos a otros -dijo Bernie mientras miraba el cajón del escritorio-. No escasean precisamente.

– Pero ¿no te molesta?

– ¿Que si me molesta? -se volvió hacia Jake, encorvado-. Voy a decirte algo. Vine a este lugar porque creía que iba a conseguir algo: justicia. Y ¿dónde he terminado? El último de la fila. Todo el mundo necesita algo, y nosotros no podemos con todo. Hay que alimentar a la gente, están muriéndose de hambre. Conseguir volver a poner en marcha Krupp, abrir las minas. ¿Y los judíos? Bueno, fue algo terrible, sin duda, pero ¿qué se supone que tenemos que hacer este invierno si no conseguimos el carbón de los rusos? ¿Congelarnos? Todo el mundo tiene sus prioridades. Salvo que los judíos no están en la lista de nadie. Ya nos ocuparemos de eso más adelante. Si alguien tiene tiempo. Así que ¿qué pasa si pierdo a un par de científicos? Todavía estoy intentando pillar a los guardias de los campos.

– Eso es caza menor.

– No para las personas a las que mataron. -Se quedó en silencio-. Mira, a mí tampoco me gusta, pero es lo que hay. Crees que te vas a comer el mundo y vienes hasta aquí, y lo único que haces es rebuscar entre los escombros. Sin ninguna prioridad. Así que uno hace lo que puede.

– Sí, ya lo sé, paso a paso. Ojo por ojo.

Bernie levantó la vista.

– Me suena demasiado a Antiguo Testamento. No existe castigo posible. ¿Cómo se castiga algo así?

– Entonces, ¿para qué molestarse?

– Para que lo sepa todo el mundo. Cada juicio. Esto es lo que paso. Ahora lo sabemos. Y luego otro juicio. Soy fiscal del Estado, eso es todo. Llevo cosas a juicio.

Jake agachó la cabeza mientras jugueteaba con los Versüscheine de la mesa.

– Aun así, me gustaría tener los documentos. No eran guardias, deberían haber actuado de otra forma.

– Geismar -dijo Bernie con delicadeza-, todo el mundo debería haber actuado de otra forma.

– ¿Serviría de algo que escribiera un artículo? ¿Que te consiguiera cobertura periodística?

Bernie sonrió y volvió a mirar en el cajón.

– No gastes tinta. Vuelve a casa. Mírate, estás destrozado. ¿Es que no has tenido suficiente?

– Me gustaría saberlo.

– ¿Qué?

– Quién era el otro hombre.

– ¿Eso? ¿Todavía estás con eso? ¿Que sentido tiene?

– Bueno, para empezar, ese hombre podría seguir trabajando para los rusos. -Jake dejó caer la carpeta en la mesa-. De todas formas, me gustaría saberlo por Gunther, para dejar el caso cerrado en su nombre.

– Dudo que a el siga importándole. ¿O es que tienes medios para enviarle un mensaje allí arriba?

Jake se acercó al mapa, que los carroñeros no se habían llevado. La Puerta de Brandeburgo. La amplia Chausee, donde había estado el palco presidencial.

– ¿Por que alguien que trabaja para los rusos iba a revelar a los americanos el paradero de Emil? ¿Por que iba a hacer eso?

– Ni idea.

– Bueno, veras, Gunther lo habría descubierto. Eso era lo que se le daba bien: encontrar cosas que no encajan.

– Ya no volverá a hacerlo -añadió Bernie-. ¡Eh, mira esto!

Había sacado una antigua caja cuadrada del fondo del cajón, forrada de terciopelo o ante, como un joyero, estaba abierta y dentro tenía una medalla. Jake pensó en las miles de medallas tiradas en el suelo de la Cancillería, no puestas a buen recaudo como ésa, atesorada.

– Una Cruz de Hierro, de primera clase -dijo Bernie-. De 1917. Era un veterano de la Gran Guerra. Nunca lo dijo.

Jake miró la medalla y luego volvió a dejarla en su sitio.

– Era un buen alemán.

– Ojalá supiera qué significa eso.

– Antes significaba esto -dijo Jake-. ¿Ya estamos?

– Sí, coge las carpetas. ¿Crees que habrá algo en el dormitorio? No tenía muchos efectos personales, ¿verdad?

– Sólo los libros.

Jake cogió un ejemplar de Karl May de la estantería, un pequeño recuerdo. Luego fue hasta la mesa, recogió una de las carpetas y la abrió. Un tal Herr Krieger. Había estado en un campo de concentración, ahora tenia categoría IV, sin pruebas de haber llevado a cabo actividades nazis. Se aconsejaba su liberación. Leyó la página de forma despreocupada, pero luego se detuvo y la miro fijamente.

¡Claro! No, no estaba claro. Era imposible.

– ¡Dios mío! -exclamó.

– ¿Que ocurre? -pregunto Bernie, que salió de la habitación al oírlo.

– ¿Recuerdas eso que has dicho de que las pruebas aterrizarían en tu mesa? Pues a la mía acaba de llegar una, creo. -Jake lo señaló con los papeles-. Necesito el jeep.

– ¿El jeep?

– Tengo que comprobar algo. Otro expediente. No tardaré mucho.

– No puedes conducir así. ¿Vas a hacerlo con una mano?

– No sería la primera vez. -Dando tumbos por el Tiergarten-. Venga, ¡deprisa! -lo urgió con la mano estirada para que le diera las llaves.

– Está anocheciendo -dijo Bernie, pero se las dio-. ¿Y yo? ¿Qué se supone que tengo que hacer aquí?

– Lee eso. -Señaló con la cabeza el ejemplar de Karl May-. Cuenta una historia buenísima.

Se dirigió al oeste, a Potsdamerstrasse, y luego al sur, en dirección a Kleist Park. En la penumbra, sólo la gigantesca sede del Consejo se veía con claridad, iluminada por las luces de un par de despachos donde algunos se habían quedado trabajando hasta tarde. El aparcamiento estaba casi vacío. Al final de la gran escalera del vestíbulo, no se veía luz tras la puerta del despacho de Muller, pero no estaba cerrada. Ya sólo los alemanes se ocultaban tras puertas cerradas a cal y canto.

Accionó el interruptor de la luz. El escritorio de Jeanie estaba tan ordenado como siempre, con todos los lápices en su sitio. Se acercó al archivador y pasó las carpetas hasta llegar a la que le interesaba, luego se la llevó a la mesa con los Persilscheine. Volvió a mirarla, luego miró los Persilscheine otra vez, se sentó y se hundió en la silla para pensar. Seguir las claves. Sin embargo, incluso antes de haber llegado al final de la columna, vio que Gunther lo había descubierto sin tan siquiera saberlo. Todo había estado allí desde el principio.

¿Y ahora qué? ¿Podría demostrarlo? Con un inevitable sentimiento de pesadumbre imaginó que Ron también se encargaría de eso, otra historia para proteger a los culpables en beneficio del Gobierno Militar. Quizá algo de justicia en la sombra, más adelante, cuando nadie estuviera mirando. ¿Y por qué iba a mirar nadie? Emil volvía a estar a salvo, habían frustrado los planes de los rusos, todo el mundo estaba contento salvo Tully, que había sido un segundón desde el principio. Volvía a estar en la guerra equivocada. Jake ganaría y no conseguiría nada a cambio. Ni siquiera reparaciones. Se sentó y se quedó mirando la hoja del traslado de Tully, las mayúsculas se veían borrosas en la copia de papel carbón. Esta vez no. No un ojo por ojo, pero sí algo, una reparación de guerra distinta, por los inocentes.

Se inclinó hacia delante, abrió los cajones del escritorio que le quedaban a un lado y buscó a tientas en su interior. Había montones de formularios gubernamentales, originales y copias de papel carbón agrupados en montones clasificados. Mentalmente se quitó el sombrero ante Jeanie. Todo estaba en su sitio. Sacó uno de los impresos, luego buscó otro en otra pila y voló hacia la máquina de escribir. Le sacó la funda con la mano sana y puso el primer impreso en el rodillo, alineando la máquina para que las letras quedaran dentro de la casilla, sin salirse de la línea, todo oficial. Cuando empezó a escribir, con un solo dedo, el ruido de las teclas llenó la habitación y llegó hasta el pasillo desierto. Se acercó un guardia, alarmado, pero se limitó a asentir con la cabeza al ver el uniforme de Jake.

– ¿Trabajando hasta tarde? Tendría que descansar un poco, lo digo por el cabestrillo.

– Ya casi he terminado.

En realidad, le llevaría horas, usando sólo un dedo, y le dolía el hombro. Entonces se dio cuenta de que necesitaría la corroboración de otro documento, y tuvo que volver a buscar en el escritorio. Lo encontró en el último cajón, junto al alijo de esmalte de uñas traído de Estados Unidos. Así que Jeanie tenía un amiguito… Puso el nuevo formulario en la máquina y empezó a teclear, siempre con cuidado, tenía que quedar bien. Ya casi había terminado cuando una sombra procedente de la puerta se proyectó en la hoja.

– ¿Qué está haciendo? -dijo Muller-. El guardia me ha dicho…

– Estoy rellenando un par de formularios para usted.

– Jeanie puede encargarse -sugirió con recelo el coronel.

– De esto no. Siéntese, ya casi he terminado.

– ¿Que me siente? -preguntó Muller, y echó los hombros hacia atrás sorprendido.

– Aquí tiene -dijo Jake, y sacó el formulario de la máquina-. Ya está listo. Sólo tiene que firmarlo.

– Pero ¿qué demonios está haciendo?

– Usted sabe cómo hacerlo. Se dedica a eso. Montones de firmas. Como ésta.

Puso sobre la mesa los informes de Bensheim que tenía Gunther.

Muller los cogió y les echó un vistazo rápido.

– ¿De dónde ha sacado esto?

– He estado indagando. Me gusta estar informado.

– Entonces sabrá que esto está falsificado.

– ¿Ah, sí? Tal vez, pero esto no. -Levantó la otra carpeta.

– ¿Qué es? -preguntó Muller, sin molestarse siquiera en levantar la vista.

– El traslado de Tully a Estados Unidos. Lo firmó usted. Tully estaba destinado en Francfort. No había ninguna razón para que una copia de sus órdenes acabara aquí, salvo que una de ellas fuera para el oficial que tenía que autorizarlas. Normas. Una copia llegó aquí. Puede que usted ni siquiera lo supiera, Jeanie debió de archivarla con todo lo demás cuando llegó. Era una chica eficiente. Jamás se le habría pasado por la cabeza que… -Tiró la carpeta sobre la mesa-. Claro, a mí tampoco se me habría ocurrido. ¿Por qué habría una copia aquí? Pero hay muchísimas cosas en las que no caí. Por ejemplo, por qué me ocultó el informe de la DIC. Por qué me dejó investigar para nada en el mercado negro. Y yo convencido de que le estaba sonsacando información… Debió de ser divertido oírme hacer todas las preguntas equivocadas. No avergoncemos al GM. -Hizo una pausa y miró el enjuto rostro del juez Harvey, mayor de lo que recordaba-. ¿Sabe una cosa? Todavía quiero que no haya sido usted. Tal vez sea por el pelo cano. No le pega el papel. Usted era uno de los buenos. Creí que al menos habría uno.

– ¿Que no quiere que haya sido yo quién?

– Usted lo mató.

– No puede estar hablando en serio.

– Y casi dio resultado. Si se hubiera quedado en el Havel. Si hubiera… desaparecido, como Emil. Pero Tully no desapareció.

– ¿Esto le gusta? ¿Le gusta inventar historias?

– Hmmm… Ésta es buena. Permítame que se la cuente. Siéntese.

Sin embargo, Muller se quedó de pie junto a la mesa todo lo alto que era, con los hombros tensos, erguido, a la espera, como un arma lista para disparar.

– Empecemos por el traslado. Es lo que debería haberme llamado la atención si hubiera estado atento. Gunther debió de darse cuenta, es la clase de detalle que a él le llamaría la atención. El traslado de un hombre que usted no conocía. Pero el hecho es que sí lo conocía. Era un viejo compañero. -Jake señaló los Persilscheine con un gesto de la cabeza-. No sé muy bien por qué quería enviarlo a casa, pero puedo suponerlo. Claro está que no era el tipo más digno de confianza con el que hacer negocios, pero supongo que usted se puso nervioso por algo. Todo salió según lo previsto. La pista que dejó Brandt se borró antes de que nadie se enterase, pero entonces Shaeffer empezó a meter las narices. A ese tipo le gusta armar jaleo. Creo que usó la expresión «hacer saltar las alarmas». Lo cual quiere decir que acudió al GM. Lo cual quiere decir que hizo saltar las alarmas aquí, y con el apoyo de un congresista. Todavía no había nada que lo relacionara a usted con la historia, pero no iban a dejarlo correr. Y luego estaba Tully, un tipo débil. ¿Quién sabe lo que diría? ¿Cuánto tardaría Shaeffer en saber que ya habían hecho negocios antes?

Volvió a señalar con la cabeza el informe de Bensheun.

– ¿Me sigue? Así que lo más sencillo era enviarlo a casa, lo único que tenía que hacer era firmar un formulario. Eso es lo que quiere todo el mundo, ¿verdad? Salvo que esta vez no era así. Tully no quería irse a casa, tenía planes aquí. Lo convoca en Berlín a toda prisa, sin tiempo siquiera para hacer las maletas, lo mete en el primer avión. Por cierto, tendría que haber esperado un poco. ¿Sabía que iba a venir de todas formas? Tenia una cita el martes. Pero eso no importa. La cuestión es que debía hacerse deprisa, sin tiempo que perder. Sikorsky se reunió con él en el aeropuerto y lo dejó en el Consejo de Control.

Muller levantó la cabeza para decir algo.

– No se moleste -dijo Jake-. Me lo contó él mismo. Tully vino aquí para recoger un jeep, pero nadie puede entrar tan tranquilo y llevarse un vehículo. No es un taxi a la espera de que lo coja cualquiera. Los asigna el Gobierno Militar. A usted, por ejemplo. Podría comprobar cuántas autorizaciones se firmaron ese día, pero ¿para qué molestarse en hacerlo a estas alturas? Una es suya.

»No sé ni dónde estaba, seguramente en alguna reunión, defendiendo a los libres y valientes. Por eso no pudo ir a buscarlo en persona. El avión llegó con retraso, lo cual debió de desbaratar sus planes para el día. Fuera como fuese, estaba ocupado. Fue una pena, porque Tully también estuvo muy ocupado, en el Centro de Documentación, así que, cuando se reunió con él allí mas tarde, ya había armado otro lío. Por no hablar del pago satisfecho por Sikorsky; pago que él no mencionó, supongo.

Miró a Muller a la cara.

– No, no se lo mencionó. Pero eso era razón de más para quedarse, mas dinero de donde había conseguido ese. Cuénteme qué ocurrió a partir de ahí. ¿Le dijo que se metiera el traslado donde le cupiera? ¿O amenazó con delatarlo si no jugaba a su juego? De perdidos al río. Se podía sacar un buen dinero de esos documentos de las SS. ¿Y Shaeffer? Usted podía encargarse de él. Ya se había encargado de lo de Bensheim, ¿verdad? Y si no podía, bueno, tendría que hacerlo, o Tully lo habría arrastrado consigo. De todas formas, me juego el cuello a que no pensaba irse a Natick, Massachusetts, si podía quedarse aquí y forrarse. Desde luego, es posible que usted se deshiciera de él para quedarse con los documentos, pero él todavía no los tenía, el Centro de Documentación estaba seco. Así que supongo que lo que ocurrió es que Tully lo tenía tan acorralado que pensó que no le quedaban muchas salidas. El traslado habría sido lo más fácil, pero aún tenía que deshacerse de él, como fuera. Eso es lo que ocurrió, más o menos, ¿verdad?

Muller se quedó callado, inexpresivo.

– Así que eso hizo. Un paseíto por el lago para arreglar las cosas, porque no quería que los vieran juntos. Tully era testarudo. Llevaba el cinturón lleno de dinero y sabe Dios qué le pasaría por la cabeza, y entonces le dijo cómo iban a ir las cosas. No sólo Brandt, sino más. Y usted supo que no iba a funcionar. Brandt era una cosa, incluso había colaborado. Sin embargo, ahora tenían a Shaeffer rondando por allí. Debía actuar con inteligencia: coger el dinero y salir corriendo antes de que fuera demasiado tarde. Eso era lo último que quería oír Tully. Y tal vez fuera lo último que oyó. Eso se lo concedo, estoy dispuesto a creer que no lo había planeado. Para empezar, fue algo descuidado, ni siquiera le quitó las placas de identificación después de matarlo, se limitó a tirarlo al agua. Sin lastre para que se hundiera. Quizá pensó que bastaría con las botas. Seguramente ni siquiera pensó nada, le pudo el pánico. Fue esa clase de asesinato. Y ahora viene la mejor parte, ni siquiera yo podría haber inventado algo mejor: se fue a casa y cenó conmigo. A mí me cayó bien. Creí que estaba aquí para lo mismo que nosotros. Para conseguir la paz. ¡Dios, Muller!

– ¿Va todo bien por aquí? -preguntó el guardia, sorprendiéndolos, desde la puerta.

Muller giró sobre sus talones y se llevó la mano a la cadera, luego se detuvo.

– Ya casi hemos terminado -dijo Jake con firmeza, mirando la mano de Muller.

– Se hace tarde -advirtió el guardia.

Muller pestañeó.

– Sí, está bien -dijo, con autoridad militar, y bajó la mano.

Se volvió y esperó, con la mirada clavada en Jake, hasta que las pisadas del guardia se desvanecieron.

– ¿Nervioso? -preguntó Jake. Señaló la cadera de Muller con la cabeza-. Mucho cuidado con eso.

Muller se inclinó hacia delante y apoyó las manos sobre la mesa.

– Está jugándose el cuello.

– ¿Qué? ¿Va a llenarme de plomo? Lo dudo. -Agitó la mano-. Aquí no, en cualquier caso. Piense en el lío que se montaría. ¿Qué diría Jeanie? Además, ya lo ha intentado antes. -Se lo quedó mirando hasta que Muller apartó las manos de la mesa, como si la mirada de Jake, literalmente, lo hubiera apartado.

– No sé de qué me está hablando.

– De Potsdam. Cuando todo empezó a venirse abajo. Ahora tiene las manos manchadas de sangre, y no de un simple estafador de poca monta. Hablo de Liz. ¿Cómo se sintió al enterarse?

– ¿Enterarme de qué?

– De que también la había matado a ella. Es como si hubiera apretado el gatillo.

– No puede demostrarlo -dijo Muller casi en un susurro.

– ¿Quiere jugarse algo? ¿Qué cree que he estado haciendo todo este tiempo? ¿Sabe?, puede que ni siquiera lo hubiera intentado de haber sido sólo Tully. Supongo que puede decirse que él se lo buscó. Pero Liz no. Gunther también tenía razón en eso. En el cuándo. ¿Por qué tenía que intentar matarme a mí también entonces? Otra cosa que no se me había ocurrido hasta ahora, cuando he empezado a atar cabos. ¿Por qué tenía que matarme? Tully estaba muerto, y el rastro de Shaeffer también había desaparecido. No había forma de relacionarlo a usted con todo eso. Incluso después de que apareciera en la orilla, un informe rápido y el cuerpo saldría de aquí antes de que nadie pudiera echarle un vistazo. Tampoco es que alguien quisiera ver el cadáver… lo único interesante era el dinero. ¿Qué otra explicación podría haber, más que la del dinero? Está claro que era la explicación que usted quería que yo creyera. Digamos que fue una suerte para usted, un dinero que ni siquiera sabía que Tully llevara encima. Por cierto, ¿qué pensó cuando apareció? Tengo curiosidad por saberlo.

Muller no dijo nada.

– Un regalito de los dioses, supongo. Así que estaba usted a salvo. Shaeffer estaba atascado y yo andaba por ahí buscando relojes en el mercado negro. Pero entonces ocurrió algo. Empecé a hacer preguntas sobre Brandt y Kransberg, empecé a preguntar por motivos personales, pero usted no lo sabía, creía que yo debía de saber algo, que podría relacionar lo que nadie había relacionado. Y si yo estaba haciendo preguntas, puede que alguien más relacionara cosas. Pero no podía sacarme de Berlín, eso sólo lo habría empeorado, yo habría armado escándalo y la gente habría empezado a hacerse preguntas. Después, en la fiesta de despedida de Tommy, ¿qué hice? Le pedí que me diera el nombre del despachador de Francfort, al que había llamado usted, ¿o le pidió a Jeanie que lo hiciera? No, lo hizo usted mismo, para meter a Tully en el avión. Una autorización personal, no aparecía en el manifiesto. Y él lo habría recordado. Eso ya no era una suposición, sino una conexión real. Así que volvió a entrarle el pánico. Lo sacó de aquí en un abrir-y-cerrar de ojos, pero aun así no estaba del todo seguro y buscó a alguien que se encargara de mí en Potsdam. Justo al día siguiente. En eso tampoco caí, no en aquel momento. Estaba allí tirado, cubierto de sangre de una mujer inocente.

Muller agachó la cabeza.

– Eso no estaba previsto.

Jake permaneció inmóvil. Por fin había llegado la confesión, de un forma tan sencilla.

– Esa chica… No tendría que haber ocurrido -repitió Muller-. Jamás quise que ella…

– No, sólo tenía pensado matarme a mí. Dios mío, Muller.

– No fui yo. Fue Sikorsky. Le dije que trasladaría a Mahoney, que con eso bastaría. Jamás ordené que lo matara. Jamás. Créame.

Jake volvió a levantar la vista.

– Le creo, pero Liz está muerta.

En ese momento, Muller se sentó y se deslizó lentamente en el respaldo de la silla, cabizbajo todavía, de forma que la luz de la lámpara del escritorio se reflejó en su pelo canoso.

– Se suponía que nada de eso tenía que ocurrir.

– Se empieza algo, la gente se mete en medio… Supongo que Shaeffer ha sido un extra.

– Ni siquiera sabia que estaba allí. Fue todo cosa de Sikorsky, En peor que Tully. En cuanto empiezan… -Se le apagó la voz.

– Sí, es difícil dejarlo. Lo sé. -Jake hizo una pausa mientras jugueteaba con la carpeta-. Pero dígame una cosa. ¿Por qué le sopló a Shaeffer que yo estaría en el desfile con Brandt? Tuvo que ser usted, apuesto a que sabe cómo hacer que una información llegue hasta los servicios secretos sin dejar rastro. Pero ¿por qué lo hizo? Gunther lo arregló con Kalach, quien se lo dijo a usted, pero usted no podía ir. Era el único que no podía. Es un jefazo, el hombre del general Clay, tenía que asistir al desfile. Otra cosa que no se me ocurrió. Eso fue error nuestro. Pero Kalach de todas formas iba a intentar el secuestro. Usted podría haberlo contemplado todo desde su lugar privilegiado, junto a Patton, y nadie se habría enterado de nada. ¿Por qué darle el soplo a Shaeffer?

– Para ponerle fin. Si Shaeffer recuperaba a Brandt, se detendría, y yo quería que todo acabara.

– ¿Y si Shaeffer no lo recuperaba? Daba igual quién lo cogiera, ¿verdad? Tal vez lo consiguiera Kalach, con lo que se quitaría a Shaeffer de encima y todo acabaría así, mientras usted miraba.

– No. Yo quería que lo atrapara Shaeffer. Creí que funcionaría. Sikorsky habría sospechado si algo salía mal, pero el nuevo…

– Habría cargado con la culpa. Y usted volvería a casa siendo un hombre libre.

Muller levantó la vista.

– Yo quería salir. De todo esto. No soy un traidor. Al principio no sabía lo que significaba Brandt para nosotros.

– Se refiere a lo mucho que significaba para Shaeffer que él volviera. No era más que uno de éstos -dijo Jake, y levantó el informe de Bensheim-. Por diez mil dólares.

– No lo sabía…

– Vamos a hacernos un favor mutuo y saltémonos las explicaciones. Todo el mundo en Berlín quiere darme explicaciones, y nunca cambia nada. -Soltó la carpeta-. Déme sólo una. Lo único que aún no he logrado adivinar. ¿Por qué lo hizo? ¿Por el dinero?

Muller no dijo nada, luego apartó la mirada, extrañamente avergonzado.

– Sólo había que estar ahí sentado. Era muy fácil… -Se volvió hacia Jake-. Todos los demás estaban recibiendo lo suyo. Yo llevaba veintitrés años de servicio, y ¿qué iba a conseguir? ¿Una pensión miserable? Ahí estaba ese tipejo, Tully, con los bolsillos llenos a rebosar. ¿Por qué no iba a hacerlo? -Señaló a los Persilscheine-. Los primeros, en Bensheim… ni siquiera sabía qué estaba firmando. Más papeleo. Siempre había algo que firmar y él sabía cómo colarlos. Al final me di cuenta de lo que estaba haciendo…

– Podría haberlo llevado ante un consejo de guerra, pero no lo hizo. ¿Le propuso un trato?

Muller asintió con la cabeza.

– Ya había firmado muchos. ¿Por qué no algunos más? -respondió con una voz casi inaudible, hablando para sí-. A nadie le importaban los alemanes, si salían o no salían. Tully dijo que, si algo iba mal, podía decir que los había falsificado él. Mientras tanto, el dinero estaba ahí, sólo había que cogerlo. ¿Quién iba a enterarse? Podía ser muy persuasivo cuando se lo proponía, usted no lo conocía.

– Puede que tuviera un público muy entregado -comentó Jake-. Las cosas se pusieron peliagudas en Bensheim, así que tuvo que sacarlo de allí, otro de tus traslados instantáneos. Luego supo que se le había ocurrido otra idea. Seguía siendo muy persuasivo. Esta vez no se trataba sólo de un pequeño Persilscbein. Era dinero de verdad.

– Dinero de verdad -repitió Muller con parsimonia-. No una pensión miserable. Ya sabe lo que es eso, esperar el cheque cada mes. Te pasas la vida entera esperando a que te asciendan y entonces llegan esos tipos nuevos…

– Ahórreme esa parte -dijo Jake.

– Está bien -respondió Muller torciendo el gesto-. No necesita explicaciones. Ya sabe todo lo que quería saber.

Jake asintió.

– Así es. Ya lo sé todo.

– No podía dejarlo correr, ¿verdad? -le reprochó Muller-. ¿Y qué va a hacer ahora? ¿Llamar a la policía militar? No creerá que voy a dejar que lo haga, ¿verdad? Ahora no.

– No, lo supongo. Pero no se precipite a disparar -advirtió Jake, mirando otra vez hacia la cadera de Muller-. Soy un amigo del ejército, ¿recuerda?

Muller levantó la vista.

– ¿Qué quiere decir?

– Quiero decir que nadie va a llamar a nadie.

– Entonces, ¿qué va a hacer?

– Voy a dejar que salga impune de lo del asesinato. -Ninguno de los dos dijo nada, se quedaron callados mirándose durante un rato. Después, Jake se irguió en la silla-. Por lo visto ésa es la política que impera por aquí. Si nos resulta útil. Así que ahora me va a resultar útil usted a mí.

– ¿Qué quiere? -preguntó Muller, que seguía mirándolo sin estar muy seguro de cómo tomarse aquello.

Jake le arrojó uno de los formularios.

– Su firma. Primero éste.

Muller lo cogió y le echó un vistazo, reflejo de burócrata. Hay que leerlo todo antes de firmar, ésa había sido la lección que le había enseñado Tully sin pretenderlo.

– ¿Quién es Rosen?

– Un médico. Con eso le concedería el visado para irse a Estados Unidos.

– ¿Un alemán? No estoy autorizado para hacerlo.

– Sí lo está. Por el bien del país. Igual que los demás científicos. Este incluso tiene el expediente limpio, sin ninguna clase de afiliación con los nazis. Estuvo en un campo. Escriba el código de clasificación. -Le pasó una estilográfica-. Firme.

Muller aceptó la pluma.

– No lo entiendo -dijo, pero, como Jake no respondía, se inclinó hacia delante y garabateó algo en una de las casillas, luego firmó en la parte de abajo.

– Y ahora éste.

– ¿Erich Geismar?

– Es mi hijo.

– ¿Desde cuándo?

– Desde el momento en que usted firme esto. Ciudadano americano. Rosen se lo lleva a casa.

– ¿Un niño? Necesitará un documento oficial que pruebe su nacionalidad.

– Ya lo tiene -dijo Jake, y le pasó el último formulario-. Aquí mismo. Fírmelo también.

– La ley dice…

– Usted es la ley. Me ha pedido pruebas y se las he dado. Lo dice aquí. Ahora fírmelo y será oficial. Firme.

Muller empezó a escribir.

– ¿Y la madre?

– Está muerta.

– ¿Era alemana?

– Pero él es americano. El GM acaba de decirlo.

Cuando Muller terminó, Jake volvió a coger los formularios y arrancó las copias de papel carbón.

– Muchas gracias. Ha hecho algo bueno, para variar. ¿Dónde dejo sus copias?

Muller señaló con la cabeza una bandeja que estaba encima de la mesa de Jeanie.

– Tenga cuidado y no las pierda. Necesitará todos los documentos por si alguien le pide que lo verifique. Usted lo hará, y en persona, en caso de que surja algún problema. ¿Entendido?

Muller asintió. Jake se levantó, dobló los papeles y se los metió en el bolsillo de la pechera.

– Está bien. Con esto quedamos en paz, entonces. Siempre viene bien tener un amigo en el GM.

– ¿Eso es todo?

– ¿Se refiere a si voy a pedirle algo más a cambio? Pues no. No soy Tully. -Se dio una palmadita en el bolsillo-. Les está dando la vida. Me parece un trato justo. No me importa demasiado qué haga con la suya.

– Pero usted sabe…

– Eso se queda como está. Verá, tenía razón en una cosa. No puedo demostrarlo.

– No puede demostrarlo -repitió Muller entre dientes.

– Pero no se entusiasme demasiado -advirtió Jake al ver la expresión de Muller-. Tampoco se forme una idea equivocada. No puedo demostrarlo, pero puedo acercarme mucho a hacerlo. Los de la DIC deben de conservar todavía la bala que le extrajeron a Tully. Podrían compararla con otra. Aunque puede que no. Existen formas de hacer desaparecer una pistola. Supongo que podría seguir la pista del despachador al que envió a casa. Pero ¿sabe? Ya no me importa. Tengo todas las reparaciones de guerra que quería. Usted, en fin, supongo que lo pasara mal un par de noches, y eso también me compensa. Así que dejémoslo ahí. No obstante, si algo sale mal con esto -dijo, volviendo a tocarse el bolsillo-, se le acabará la suerte, ¿entendido? No puedo demostrarlo en los tribunales, pero puedo conseguir pistas suficientes para el ejército. Sería capaz de hacerlo. Un montón de mierda, algo que no suele gustarles nada. Puede que lo cesaran por conducta deshonrosa. Seguro que le quitarían la pensión. Así que. haga lo que tiene que hacer y deje que se vayan.

– ¿Nada más?

– Ahora que lo dice, sí hay algo más. No puede autorizar su propio traslado a casa, tendrá que pedírselo a Clay. Por motivos de salud. No puede quedarse aquí. Los rusos no saben que usted le dio el soplo a Shaeffer. Creen que todavía está en el ajo. Y ellos también pueden ser convincentes. Es lo último que necesita el GM, una manzana podrida. Ya están bastante ocupados intentando averiguar qué están haciendo aquí. Puede que incluso traigan a alguien capaz de hacer algo bueno. Lo dudo, pero puede ser. -Dejó de hablar y miró el pelo cano-. Creí que ese hombre sería usted, pero supongo que algo se interpuso en su camino.

– ¿Cómo sé que usted…?

– La verdad es que no lo sabe. Como ya he dicho, pasará un par de malas noches. Pero no las pase aquí, no en Berlín. Yo podría cambiar de idea. -Jake recogió las carpetas de Bensheim y las apiló-. Me quedo con esto. -Rodeó la mesa y se dirigió hacia la puerta-. Váyase a casa. Si quiere un trabajo, haga una visita a Tinturas de Estados Unidos. He oído que buscan gente. Permanezca fuera de Berlín. De todas formas, no le conviene volver a encontrarse conmigo… Eso podría ponerlo nervioso. Además, ¿sabe? Tampoco yo quiero volver a encontrarme con usted.

– ¿Se queda aquí?

– ¿Por qué no? En Berlín hay muchísimas historias.

Muller sacudió la cabeza.

– Su pase de prensa caduca -dijo con desgana, con tono de burócrata.

Jake sonrió, sorprendido.

– Apuesto a que también sabe la hora exacta. Está bien, entonces, una cosa más. Que Jeanie me prepare mañana un permiso de residencia. De estancia indefinida. Una concesión especial del GM. Firme y habremos terminado.

– ¿De verdad? -preguntó Muller, y levantó la vista.

– Sí, por mi parte. A usted le quedan un par de noches para superarlo, pero lo conseguirá. Todo el mundo lo hace. Es algo que se aprende aquí. Después de un tiempo, nadie recuerda nada.

Se dirigió hacia la puerta.

– ¿Geismar? -Muller se levantó de la silla. Por la expresión de su cara, parecía incluso mayor, hundido-. Fue sólo por dinero. Soy un soldado. No soy un… Lo juro por Dios, jamás quise que ocurriera esto. Nada de todo esto. Jake se volvió.

– Entonces, eso debería ayudarle a pasarlas, las noches, quiero decir. -Lo miró-. Aunque no es mucho, ¿verdad?

21

A esa hora, Tempelhof estaba casi desierto. Más tarde, cuando llegaran los vuelos de la tarde, el vestíbulo de altos techos y revestimientos de mármol se llenaría de uniformes, igual que el primer día, pero ahora sólo había un par de soldados estadounidenses sentados sobre los talegos, esperando. Las puertas de la escalera que conducía a las pistas de aterrizaje seguían cerradas.

– Ahora recuerda lo que te he dicho -estaba diciendo Lena, agachada delante de Erich, inquieta, echándole el pelo hacia atrás-. No te separes del señor Rosen cuando hagáis el trasbordo en Bremen. Habrá mucha gente. No le sueltes la mano, ¿de acuerdo? ¿Te acordarás?

Erich asintió con la cabeza.

– ¿Puedo sentarme junto a la ventana? -preguntó el niño, que ya había empezado a caminar.

– Sí, junto a la ventana. Así podrás despedirte con la mano. Estaré allí mismo. -Lena señaló hacia el mirador que daba a las pistas-. Te veré. No tengas miedo, ¿de acuerdo?

– Está nervioso -le comentó Rosen a Jake, sonriente-. Es su primer vuelo, y su primera travesía en barco. Bueno, para mí también. Qué amable ha sido… Jamás podré devolverle el favor.

– Sea un buen padre para él. Jamás ha tenido uno. Su madre… No sé si la recordará. Le hizo un par de visitas.

– ¿Qué le ocurrió?

– Murió. En los campos.

– ¿La conoció?

– Hace mucho tiempo. -Le tocó el brazo a Rosen-. Edúquelo como judío.

– Bueno, ¿cómo si no? -preguntó el doctor en voz baja-. ¿Eso es lo que quiere?

– Sí. Ella murió por ese motivo. Si pregunta, cuéntele que debe sentirse orgulloso de su madre. -Guardó silencio y, por un instante, regresó a la Alex y la vio caminar cansada de vuelta a la celda-. Tiene el número de Frank en Collier's, ¿verdad?

– Sí, sí.

– Le he dicho que fuera a recogerlos al puerto, pero, por si acaso, allí lo encontrará. Tendrá su dinero listo. Le conseguirá todo lo que necesite, hasta que pueda arreglárselas solo.

– En Nueva York. Es como un sueño.

– No le parecerá un sueño cuando lleve un tiempo allí.

– ¿Quieres ir al baño? -le preguntó Lena a Erich-. Todavía queda tiempo. Vamos.

– ¿Al de señoras? -preguntó Erich.

– ¡Oh, cuánto has crecido de pronto! Ve. -Lo dejó marchar.

– Me preguntó si sabrá lo que están haciendo por él -dijo Rosen-. Y la suerte que tiene.

Jake lo miró. Ese era el concepto de suerte que había en Berlín. Rosen, sin embargo, miraba más allá, por encima de su hombro.

– ¿Quién es ese anciano? Lo conoce.

El profesor Brandt se acercaba a ellos con su viejo traje oscuro y el cuello almidonado de su camisa, tan rígido como sus andares.

– Buenos días -dijo-. ¿Así que también ha venido a despedirse de Emil?

– No, de otra persona -contestó Jake-. No sabía que iba en el avión.

– Pensé que quizá fuera la última vez -dijo el profesor Brandt dubitativo, como justificándose. Miró a Jake-. Al final resultó usted ser un amigo.

– No, no me ha necesitado. Se las ha arreglado bien solo.

– ¡Ah! -exclamó el profesor, perplejo, pero no ahondó en el tema. Se miró el reloj de bolsillo-. Llegarán tarde.

– No, allí están.

Emil y Shaeffer entraron en el vestíbulo en compañía de Breimer como si fueran la primera fila de un escuadrón militar, con los tacones retumbando en el suelo, seguidos de cerca por soldados estadounidenses cargados con sus macutos. Un soldado del aeropuerto, alertado por las estruendosas pisadas, apareció por una puerta del lateral del vestíbulo y los esperó al pie de la escalera con una carpeta sujetapapeles en la mano. Cuando los hombres llegaron a la puerta, se detuvieron en seco, sorprendidos de encontrar visita.

– ¿Qué coño haces aquí? -le preguntó Shaeffer a Jake.

Jake no respondió, se quedó mirando a Emil, que se dirigía hacia su padre.

– Bueno, papá -dijo Emil, desconcertado, con voz juvenil.

– ¿Así que ha venido a despedirse de los muchachos? -preguntó Breimer-. Bonito gesto, Geismar.

El profesor Brandt se quedó paralizado unos momentos, mirando a Emil, y luego alargó la mano.

– Entonces, adiós -dijo, con la voz temblorosa pese a la formalidad del gesto.

– Pero no es un adiós definitivo -respondió Emil con gran amabilidad, agarrando la mano de su padre, aunque intentando dejar de lado cualquier sentimiento-. Volveré algún día. Al fin y al cabo, éste es mi hogar.

– No -comentó el profesor Brandt tocándole el brazo-. Ya has hecho suficiente por Alemania. Vete. -Le soltó la mano y se quedó mirándolo-. Puede que las cosas cambien para ti a partir de ahora, en América.

– ¿Cambiar? -preguntó Emil, y se ruborizó, consciente de que los demás estaban observando.

Sin embargo, todos tenían la mirada clavada en el profesor Brandt, a quien habían empezado a temblarle los hombros, pues se había echado a llorar. Aquello los había pillado por sorpresa; era una emoción que nadie había previsto. Antes de que Emil pudiera reaccionar, el anciano se le acercó y le dio un fuerte abrazo, apresándolo con la rigidez de un cadáver. Jake quiso mirar hacia otro lado, pero en lugar de eso siguió observándolos, consternado. Puede que ésa fuera la única historia que importaba, los sempiternos lazos de sangre, enmarañados en un ovillo.

– Bueno, papá -dijo Emil, y se apartó.

– ¡Me hiciste tan feliz! -exclamó el profesor-. Cuando eras pequeño. ¡Tan feliz! -Seguía temblando, tenía la cara húmeda.

Los demás se habían girado, incomodados, como si el profesor sufriera algún tipo de incontinencia.

– Papá -dijo Emil, que seguía atrapado por el abrazo paterno.

El profesor se apartó, intentó recuperar la compostura y le dio una palmaditas a Emil en el hombro.

– ¡Bueno! Tus amigos también han venido. -Se volvió hacia Jake-. Discúlpeme. Son tonterías de viejos.

Se apartó, pero no se molestó en enjugarse las lágrimas.

Emil observó a Jake, extrañamente aliviado, agradecido por la interrupción, aunque sin estar demasiado seguro de qué hacer. Le tendió la mano.

– Bien está lo que bien acaba -sentenció.

– ¿Sí? -preguntó Jake, sin estrechársela.

Emil señaló con la cabeza el cabestrillo de Jake.

– ¿Está bien ese hombro?

No hubo respuesta.

– Fue un malentendido. Shaeffer me lo ha explicado.

– Nada de malentendidos.

Jake abrió la boca para volver a hablar, pero miró al profesor y, en lugar de decir nada, se volvió.

– Eso no está bien -dijo Breimer-. No, después de lo que ambos han pasado.

– No, desde luego no está bien -repitió Shaeffer dirigiéndose a Jake. Era una señal para que cogiera la mano de Emil.

Sin embargo, el momento había pasado ya, porque Emil se había vuelto para marcharse y se dirigía hacia la puerta de salidas, por donde Lena apareció con Erich doblando la esquina. Estaba inclinada, hablando al niño. Cuando levantó la vista y vio al grupo que esperaba, se detuvo y levantó poco a poco la cabeza. Pasado un instante, reemprendió la marcha con los hombros erguidos, con decisión, tal como había entrado en el comedor del Adlon. Aunque en esta ocasión no llevaba su mejor vestido, sino uno barato de florecillas, pero estaba guapa con esa prenda que captaba toda la luz.

– ¿Qué hace ella aquí? -dijo Shaeffer a medida que se acercaban.

– ¿La mujer? -preguntó Breimer-. ¿Por qué no iba a estar aquí? Ha venido a despedirse de su marido.

Lena estaba lo bastante cerca para oírlo, justo delante de Emil.

– No, se equivoca -le dijo a Breimer, pero miró a Emil-. Mi marido murió. En la guerra.

Pasó por delante de él y dejó una estela de silencio tras de sí. Jake miró a Emil. Tenía la misma expresión de confusión con la que había mirado al profesor; totalmente perdido, como si por fin hubiera visto un atisbo de la pieza que faltaba y ésta se hubiera desvanecido antes de poder discernir de qué se trataba.

– ¿En la guerra? -preguntó Breimer.

Lena cogió a Jake del brazo.

– Están embarcando. Vamos, Erich.

Rosen le puso una mano en el hombro al niño y ambos se dirigieron hacia la escalera que quedaba detrás de los soldados con talegos.

– Recuerda que tenéis que ir cogidos de la mano, ¿de acuerdo? -Lena se volvió hacia Rosen-. ¿Lleva el almuerzo?

El profesor levantó la bolsa con una paciente sonrisa.

Lena se arrodilló ante Erich.

– Como si fuera mamá gallina, eso es lo que piensa de mí. ¿Eso piensas tú también? -Erich sonrió de oreja a oreja-. Bueno, pues entonces dame un abrazo bien fuerte. Un abrazo de mi pollito. Me encanta. Te escribiré. ¿Te escribo en inglés? El doctor Rosen sabe leerlo, y tú también aprenderás. Puedes practicar, ¿qué te parece el plan? Y Jake también. Acércate -le dijo a Jake, levantándose-, dile adiós.

Jake se agachó y le puso una mano a Erich en el hombro.

– Pórtate bien y haz caso al doctor Rosen, ¿de acuerdo? Te lo pasarás muy bien, y yo iré a visitarte algún día.

– ¿No eres mi padre? -preguntó el niño, lleno de curiosidad.

– No. Tu padre está muerto, ya lo sabes. Ahora el doctor Rosen se encargará de ti.

– Me has puesto tu apellido.

– Ah, lo dices por eso. Bueno, es que todo el mundo se pone un apellido nuevo en América. Allí es la costumbre. Así que yo te he puesto el mío. ¿Te parece bien?

Erich asintió.

– Iré a visitarte, te lo prometo.

– Vale -comentó el niño, luego se puso de puntillas, agarró a Jake por el cuello y le dio un rápido abrazo, pero tuvo tanto cuidado con el cabestrillo que el periodista apenas notó el peso del bracito; era tan ligero como una hebra de lana-. Geismar -dijo-. ¿Es inglés? ¿No es alemán?

– Bueno, antes sí lo era. Ahora es americano.

– Como yo.

– Eso es, como tú. Venga, será mejor que te des prisa si quieres sentarte junto a la ventana -le dijo, y le dio un empujoncito para que se fuera con Rosen.

– No olvides despedirte con la mano -le dijo Lena mientras empezaban a bajar por la escalera-. Estaré mirándote.

Se volvió y por primera se dirigió al profesor Brandt, tocándole la manga.

– Está bien que hayas venido, podremos verlos desde aquí -le dijo, volviendo la espalda al grupo para mirar por la ventana.

– Tú quédate a mirar, yo me despido. Por lo visto, también de ti -dijo el hombre, mirando a Emil.

Levantó la mano antes de que ella pudiera decir nada, luego se inclinó y la besó con delicadeza en la frente. Se quedó mirándola un segundo, asintió con la cabeza y se despidió sin palabras, de vuelta al vestíbulo.

Shaeffer había comprobado que sus nombres estuvieran en la lista y estaba esperando a Emil, que seguía paralizado, con la mirada fija en Lena.

– Vamos, Emil -dijo Shaeffer, impaciente, luego se volvió hacia Breimer-. Nos veremos en Francfort. Gracias por todo.

– ¿Muerto en la guerra? -le preguntó Emil a Lena-. ¿Así es como nos vamos a dejar?

Ella se volvió y lo miró enfadada.

– No, te dejo con Peter. Ahora vete.

– ¿Con Peter? ¿Qué significa eso? ¿Qué quieres decir con eso? -lo preguntó impaciente, en voz más alta.

Jake miró a Lena, que seguía seria, y, durante un instante, pensó que ella sería capaz de hacerlo, con la misma facilidad de la camarera de Gunther exigiendo que le pagaran la cuenta. Después, Lena miró a Emil y agachó la cabeza.

– Nada. Como todo lo demás. No significa nada. Vete.

Se alejó en dirección al mirador que daba a las pistas sin volver la vista atrás.

– Venga, Emil -dijo Shaeffer, acompañándolo por la escalera.

– Vaya una cosa que decirle -le comentó Breimer a Jake-. Tendría que hablar con ella. ¡Menuda reacción! ¿Quién coño se cree que es?

– Una palabra más y lo machaco. No esperaría ni a las próximas elecciones para conseguir destituirlo.

Breimer lo miró, asombrado.

– Bueno, no se altere. No quería sonar irrespetuoso. Supongo que en ciertas circunstancias… De todas formas, no son formas. Después de todo lo que ha pasado él. Joder, después de todo lo que usted ha pasado. Joe me ha contado lo que hizo por nosotros. Ya sé, se cree muy listo, y lo es -dijo y levantó la vista-. No se hace usted querer precisamente. Lo sabe, ¿verdad? Pero cuando estuvimos en apuros nos sacó usted del lío. Me quito el sombrero por eso. -Se calló; sus palabras le sonaron huecas incluso a él mismo-. En cualquier caso, tenemos a Brandt, eso es lo importante. Estas personas, no obstante… -Miró a Lena-. Jamás los entenderé, ni aunque viviera un millón de años. Hace uno todo lo que puede por ellos…

– ¿Qué estamos haciendo por ellos? -preguntó Jake en voz baja-. Me gustaría saberlo.

– Bueno, los estamos ayudando, a eso me refiero -dijo Breimer de forma relajada-. Tenemos que hacerlo. ¿Quién iba a hacerlo si no? ¿Los rusos? Mire este lugar. Se ve por lo que han pasado.

Jake miró la pista. Se oía el traqueteo leve de las hélices. Emil y Shaeffer pasaron a toda prisa junto a la tripulación de tierra del avión. A lo lejos ya se habían encendido luces, blanquecinas y polvorientas, que se extendían por kilómetros de casas en ruinas.

– ¿Tiene idea de lo que ha ocurrido aquí? -preguntó Jake, hablando también para sí-. ¿De verdad sabe algo?

– Supongo que va a contármelo. Bueno, ya lo sé todo sobre eso, así que le diré una cosa. Me gusta mirar al futuro. Lo pasado, pasado está. Lo que quiere hacer toda esta gente es olvidar, y no puede reprochárselo.

– Así que es eso lo que vamos a hacer -dijo Jake, que de repente se sintió cansado; empezaba a dolerle otra vez el hombro-. Ayudarlos a olvidar.

– Si es así como quiere expresarlo, sí, supongo que sí. Al menos a los buenos alemanes.

– Como Brandt -dijo Jake mientras lo miraba embarcar.

– Sí, desde luego, como Brandt. ¿Quién si no?

– Uno de los buenos -dijo Jake, alejándose del mirador y dirigiéndose hacia Lena. Se volvió hacia Breimer-. ¿Es eso lo que piensa?

Breimer lo miró fijamente.

– Debe de serlo, ¿no cree? -comentó con suavidad-. Es uno de los nuestros.