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Orad por mí, ¡oh! amigos míos. Un visitante
Está haciendo oír su horrenda llamada a mi puerta.
Nunca, nunca para asustarme y para intimidarme,
Una llamada semejante había llegado hasta mí,
Newman.
Nigel pasó el resto del día en ocupaciones diversas y no muy interesantes. Sus vacaciones estaban resultando bastante aburridas, principalmente porque en Oxford conocía a muy poca gente, mientras que las personas que había conocido desde su llegada, además de pasar la mayor parte del tiempo ocupadas en sus cosas, se llevaban tan mal entre sí que difícilmente podía tildarse de grata su compañía. De no ser por Helen, lo más probable era que hubiese hecho las maletas y regresado a Londres sin pensarlo dos veces. Esperaba ver a Nicholas a la hora del almuerzo, pero había partido inesperadamente y no regresaría hasta el día siguiente. Una incursión por viejos antros, emprendida con la esperanza de obtener algún agradable frisson de reminiscencia, no tuvo el efecto deseado. Y cuando el cielo se nubló, y comenzó a caer una llovizna tenue, pero persistente, desistió fastidiado y se metió en un cine. Comió tarde, y luego intentó leer un rato en el vestíbulo del hotel, hasta que llegara la hora de ir a buscar a Helen.
La velada tuvo la virtud de levantarle un poco el ánimo. Helen quitó toda importancia al rumor de su romance con Richard, tema que Nigel se cuidó de sacar a colación a riesgo de parecer indiscreto; asegurando que no tenía fundamento, la muchacha lo acusó de ser un inocente si imaginaba que un comentario de esa clase, viniendo de Yseut, podía guardar alguna relación con la verdad. Camino de la casa de Helen, Nigel se puso sentimental en términos que no vienen al caso relatar aquí; y por último regresó al hotel tan contento que por fuerza hay que suponer que no fue mal recibido.
El día siguiente, fijado para la memorable reunión de Peter Graham, trajo consigo un tardío reflejo de calor estival, que se prolongó hasta el fin de semana. Peter Graham, que había pasado el martes cortejando a Rachel en forma incesante y por demás inconveniente, lo dedicó en su casi totalidad a febriles preparativos para la fiesta. Por la mañana Nigel lo encontró en el bar cargado de flores y tratando de sacarle un par extra de botellas de gin al encargado. «¡Guindas!», decía presa de viva excitación. «¡Necesito guindas! ¡Y aceitunas!» Saludó a Nigel alegremente y, arrastrándolo hasta varios comercios cercanos, adquirió gran cantidad de artículos caros y superfluos para la reunión.
Como Nigel admitiría más tarde, la fiesta resultó un éxito dentro de sus límites. Hubo notas desagradables, que observó a través de un placentero vaho alcohólico; y de cualquier manera, en los últimos días se había acostumbrado tanto a las notas desagradables que, de no haber habido ninguna, se habría alarmado. Sin embargo el último incidente -si es que puede llamarse incidente a algo que pasó completamente inadvertido- llegó al punto de inquietarlo.
Primero había ido al teatro, donde asistió a la representación de una obra en la que un grupo de hombres y mujeres cometían una compleja serie de adulterios, sin extraer de ello mayor placer aparente y acompañándose en comentarios estériles y ruidos de vasos. Disfrutó, no obstante, viendo actuar a Yseut, y más todavía, aunque de manera muy distinta, mirando a Helen; y lo irritó ligeramente comprender que cada vez que la muchacha aparecía en escena él experimentaba una rara sensación de orgullo y posesión, hasta el extremo de tener que dominar un fuerte deseo de codear a sus vecinos de butaca para obtener una aprobación similar. Pero a la larga la trivialidad de la trama lo fastidió tanto que se fue antes del final, sin preocuparse siquiera de averiguar el desenlace. Sin duda todos los personajes sucumbían a uno u otro trastorno nervioso.
En consecuencia llegó temprano a las habitaciones de Peter Graham, encontrando que Nicholas había madrugado más que él y estaba cómodamente instalado en un rincón que al parecer no pensaba abandonar en toda la noche. Ciertamente Peter había hecho gran despliegue de botellas y vasos, y ahora, en medio de la exhibición, con marcado aire de propietario y sin que hubiera la menor necesidad, instaba a Nicholas a beber cuanto pudiera antes de que llegasen los demás. Nigel notó con asombro cuán sereno se mantuvo Nicholas a lo largo de la velada; pensándolo bien, no recordaba haber visto en su vida a alguien que bebiera tanto con tan poco efecto.
No llevaría más de diez minutos cuando llegaron Robert y Rachel, cuya aparición Peter Graham saludó con exclamaciones de entusiasmo. Poco después caían dos oficiales del Ejército, conocidos de Peter, y luego, en grupitos de dos o tres, una delegación bastante nutrida del teatro.
– Nos pidió que trajéramos invitados -se excusó Robert-, y si no me equivoco, viene la compañía en pleno. Menos Clive -añadió tristemente-, que, como de costumbre, fue a ver a su mujer -las inquietudes conyugales de Clive comenzaban a obsesionarlo.
Jean, Yseut, Helen y Donald Fellowes llegaron juntos, con una colección heterogénea de «agregados» del teatro. Algo bastante parecido a armonía reinaba entre ellos, pero poco tardó Nigel en notar que en el fondo la situación no había variado; si en realidad había habido un cambio, ahora era peor. Richard, hombre alto, rubio, de unos treinta años, también fue, lo mismo que Jane, el director de escena. Divertido, Nigel advirtió a Peter cierta tendencia a pasar de Rachel a Jane, maniobra en la que no evidenciaba mucha destreza; pero indudablemente producía a Rachel más alivio que otra cosa. Cumplido el plazo de conversación formal, siguió una alegría odiosa. Por encima del parloteo general se alzaban de vez en cuando fragmentos de charla.
– Oh Jane, querida, eres terrible.
– Le aseguro que Chéjov empezó a desintegrar el drama desintegrando al héroe…
– Así que le dije que a mi entender tendrían que dar Otelo completo…
– … querían hacer Wycherley con ropa moderna, pero lord Chamberlain se interpuso…
– ¿Diana? ¿Dónde está Diana?
– ¿Ves ese muchacho tan feo?… Bueno, querida, que no se te escape, pero…
– Me siento un poco mareada.
– … ninguna posibilidad de revivir el drama ahora que han desintegrado al héroe…
– Sírvete otra copa, viejo.
– Gracias, acabo de terminar ésta.
– No importa, toma otra.
– Gracias.
– … algunos un poco artificiales, ¿no te parece?
– De veras, me siento muy mareada.
– Ve fuera, entonces.
– Chéjov…, desintegración de…
– … una obra de lo más prosaica, que se desarrollaba en una granja, y por el escenario tenía que desfilar todo un gallinero… Dios mío, no había manera de controlar esas gallinas…, cada vez que entraba en el camerino me encontraba alguna empollando sobre el sillón…
– … llegamos a Manchester, llovía a cántaros, y el teatro lo habían bombardeado la noche anterior. Entonces tuvimos que seguir directamente hasta Bradford, y levantar el telón una hora antes de la llegada del tren…
– … y mi agente le dijo a Gielgud: «Un hombre íntegro, de toda confianza, que sabe hacer de todo menos actuar…»
– Pertenece al tipo sanguíneo, ¿eh, viejo?
– Y bueno, hay de todo en este mundo, ya sabes…
– … después Shaw volvió a integrar al héroe…
– ¿Por qué me sentiré tan mal…?
Nicholas seguía dueño de su rincón, hablando a Richard de la metafísica de Berkeley; cada vez que una de las muchachas más jóvenes pasaba cerca, la llamaba con ademán solemne, la besaba en la boca con idéntica solemnidad, y la despedía con un ademán pomposo de la mano para luego reanudar la conversación interrumpida. Donald Fellowes estaba solo, hosco y malhumorado. Yseut no se separaba del lado de Robert.
– ¡Querido, sé bueno conmigo esta noche, por favor! -gemía-. ¡No me destruyas la fiesta, Robert, querido! -ya estaba bastante bebida.
Al comienzo de la velada Nigel había buscado a Helen, en cuya compañía permaneció, con algún que otro intervalo, toda la noche. El calor y el bullicio comenzaban a darle dolor de cabeza. Los circunstantes habían llegado al punto de hacer payasadas, en las que no tenía el menor deseo de intervenir. Consultando su reloj vio que llevaba allí dos horas, y sugirió a Helen que se marcharan.
– Dentro de un minuto, querido. Debo de cuidar de Yseut; en el estado en que se encuentra no podrá volver sola.
Nigel buscó a Yseut con la mirada, viendo alarmado que estaba en medio de un grupo compacto de invitados, esgrimiendo un pesado revólver.
– ¡Miren lo que encontré -gritaba a voz en cuello-, miren lo que encontré yo solita!
Peter Graham se abrió paso a codazos entre quienes la rodeaban.
– Vamos, Yseut querida -le dijo-, dame eso; es peligroso, ¿sabes?
– ¡No digas tonterías, qué va a ser peligroso! Si ni siquiera está cargado.
– De cualquier modo es peligroso, hija. Dámelo. ¿No sabes que las armas las carga el diablo? -se lo quitó, más o menos por la fuerza, y añadiendo en tono sedante-: Mira, lo pondremos en el cajón junto a las balas, y no se hable más del asunto. ¡Así!
– ¡Bestia! -chilló Yseut, furiosa, y sin previo aviso se le fue encima, tratando de arañarle la cara con sus uñas afiladas.
– Vamos, quieta -dijo Peter, tomándola de los brazos-. ¿Qué clase de modales son esos? Estamos entre amigos -agregó, no muy convencido.
Yseut optó por la petulancia.
– ¡Suéltame! -gritó, librándose del abrazo-. ¡Suéltame, pedazo de… bruto! -volviéndose bruscamente hacia Robert le echó los brazos al cuello-. Querido -sollozó-, ¿viste qué me hizo ese puerco? Trató de…, de molestarme, querido -esbozó una sonrisa tonta-. Anda y…, y duérmelo de un golpe…, si eres hombre. Anda y tumba a ese cochino.
Profundamente incómodo, Robert trató de soltarse, pero Yseut estaba tan mareada que si la soltaba, lo más probable era que se fuese al suelo. Helen intervino entonces.
– Ven, Yseut -le dijo secamente-. Nos vamos. Apóyate en mí -sosteniendo a su hermanastra fue hacia la puerta, rehusando los vagos y puramente formales ofrecimientos de ayuda-. Buenas noches a todos -dijo con admirable sangre fría-. Gracias, Peter, todo ha estado muy bien -y se marchó.
Nigel la siguió para ver si podía ser de ayuda. Encontró a ambas hermanas cuando salían del tocador, una Yseut pálida, sudorosa y trémula, y una Helen que se sonrojó al verlo.
– Permítame que la ayude -dijo Nigel.
– No, gracias, Nigel. Puedo arreglarme sola. Vuelva y diviértase -pero sin hacerle caso las acompañó hasta la puerta del hotel.
– Buenas noches, querido -dijo Helen, oprimiéndole la mano-. Si después de esto vuelvo a asistir a una fiesta, es que soy incurable.
– Fue bastante estúpido. ¿Seguro que podrá sola?
– Sí. No es lejos -hizo ademán de alejarse y después, mirándolo, añadió vacilante-: Yseut no es mala, ¿sabe? Sólo un poco tonta -una ligera sonrisa le encendió el rostro.
Siguiendo un impulso, Nigel fue hasta la muchacha y le oprimió una mano. Yseut, colgada del brazo de su hermanastra, balbuceaba incoherencias.
– Que Dios la bendiga, querida -dijo Nigel. Y las muchachas se marcharon.
Al volver a las habitaciones de Peter se encontró con que la reunión se estaba deshaciendo. Los invitados bajaban la escalera en grupitos de dos o tres, bostezando y cambiando comentarios. Nigel halló a Rachel sola, mientras Robert daba a Jean instrucciones para el día siguiente.
– ¡No sé cómo esa mujer tuvo la desvergüenza de burlarse así de Robert, delante de todos! -dijo Rachel.
– Pero nadie podría echarle la culpa a él -objetó Nigel-. ¿Por qué motivo? Robert no provocó el incidente.
– Sí, pero sospecho que tenerla siempre revoloteando alrededor no le es tan desagradable como pretende -dijo Rachel en un arranque ponzoñoso que tomó desprevenido a Nigel.
– Sin embargo, no pensará usted que…
La mujer desechó el tema con un ademán de impaciencia.
– Robert es como todos; con tal de cambiar, cualquiera le viene bien. Pero si él, o ella, imagina que me voy a quedar cruzada de brazos y hacer la vista gorda… -se interrumpió bruscamente.
Nigel se revolvió incómodo. «¡Otro hilo de la madeja!», pensó. Por cierto que la situación se estaba complicando más allá de lo conveniente.
Después del coro de «buenas noches», Nigel y Nicholas se encontraron solos con Peter Graham. La cantidad de alcohol que había ingerido ejerció sobre el oficial un efecto tan inesperado como repentino, porque mientras los tres charlaban amablemente se desplomó en una silla y comenzó a roncar con estrépito. Nicholas suspiró.
– Bueno, supongo que habrá que acostarlo -dijo, resignado.
Hecho esto, no sin cierta dificultad, volvieron a la salita. Nicholas echó una mirada de repugnancia alrededor, a las botellas vacías, los vasos sucios, las flores deshojadas, los muebles desarreglados, una bruma azulada de humo de cigarrillo y un sinfín de colillas, más o menos concentradas alrededor de los ceniceros.
– ¡En qué pocilga se ha convertido este cuarto! -dijo-. Compadezco al infeliz que tenga que limpiarlo -se desperezó con un bostezo-. Bueno, supongo que llegó la hora de irse a la cama. ¿Viene? -Nigel asintió.
Ya en el corredor, Nicholas dijo:
– ¡Ay, Señor, tengo un dolor de cabeza atroz! Si no tomo un poco de aire no voy a poder dormir. Creo que saldré un rato a andar. ¿Me acompaña?
– No, gracias. Si descubro que también necesito un poco de aire, me asomaré a la ventana.
– Tiene razón -dijo Nicholas, en tono cortés-. Pero cuidado con la oscuridad. A propósito -agregó-, ¿qué fue lo que le decía Rachel antes de irse? Me pareció oírla criticar a nuestro admirable sexo.
– Lo de siempre, loas a Yseut.
– ¡Ah, era eso! -Nicholas rió-. Rachel la odia. Su pose de mujer fría y sensata no engañaría a un niño. En el fondo la aborrece.
– ¿Es pose? -preguntó Nigel.
El otro se encogió de hombros.
– ¡Quién sabe! Para mí, al menos, lo es. «Todos los hombres son iguales» -citó burlón-. «Con tal de cambiar, cualquiera viene bien.»
– ¿Acaso no es así?
– Cualquier cambio, por bueno que sea, viene mal -afirmó Nicholas, categóricamente-. Pero basta de charla, hasta mañana -desapareció escalera abajo, y Nigel volvió a su cuarto y comenzó a desvestirse.
En los largos pasillos del hotel las luces principales habían dejado de brillar hacía rato; sólo quedaban unos cuantos focos débiles, bien espaciados entre sí. Peter Graham soltó un quejido y se agitó inquieto en sueños. En el gran vestíbulo de entrada, iluminado apenas por la única lámpara que pendía del techo, el portero nocturno dormitaba incómodo en su cubículo, y por eso no vio a la persona que subió sigilosamente la escalera hasta el cuarto de Peter Graham, ni tampoco lo que esa persona llevaba al volver. Las puertas de vaivén crujieron levemente, despabilando hasta cierto punto al portero, que, sin embargo, al abrir los ojos y no ver a nadie, se volvió a dormir. En su cuarto, Nigel dejó caer un botón del cuello que salió rodando por el suelo, yendo a parar debajo de la mesilla de noche.
– ¡Maldito sea! -exclamó.
No sabía por qué, pero estaba inquieto; algo pedía a gritos una investigación. La fría razón le decía que lo olvidara y se acostase de una vez. Pero un miedo, un presentimiento irracional terminó por doblegar la fría razón. «Nada tan estúpido como preocuparse por algo inexistente», protestó mientras buscaba su bata y se envolvía en ella. Dos minutos después abría la puerta de la salita de Peter Graham.
Encendió la luz. Nada había cambiado; la nube de humo de cigarrillo todavía no se había disipado, la alfombra seguía cubierta de ceniza. Insultándose por obrar como un ignorante supersticioso, fue sin hacer ruido hasta el cajón donde habían guardado el famoso revólver. Al abrirlo y mirar dentro sintió una extraña comezón en la nuca.
El cajón estaba vacío. Revólver y balas habían desaparecido.
Volvió a cerrarlo, y dejándose llevar por un impulso repentino limpió con un extremo de la bata la parte del tirador que había tocado. Después, yendo hasta la puerta del dormitorio, la empujó un poco. Un rayo de luz rasgó las tinieblas del interior. Del cuarto salía la respiración acompasada de quien duerme profundamente. Nigel cerró la puerta con suavidad y regresó a su habitación.
Durmió muy mal esa noche. A cada rato se despertaba y permanecía desvelado largo tiempo, fumando y pensando en su reciente descubrimiento. Nicholas, que ocupaba la habitación contigua, volvió tarde, y al acostarse provocó un ruido que Nigel encontró totalmente innecesario. El hecho en sí de la desaparición del arma no tenía nada de particular, ya que cualquiera podía haberlo tomado para hacer una broma, o acaso, ¿por qué no?, el mismo Peter Graham lo había prestado a uno de sus invitados. Claro que los había despedido a todos, y juraría que nadie llevaba entre sus ropas un objeto tan pesado y voluminoso como un Colt 38. Entonces la única conclusión que se podía sacar -nada tranquilizadora, por cierto- era que alguien había regresado subrepticiamente a la salita y se lo había llegado una vez deshecha la reunión, entre el momento en que Nicholas se marchó y el instante en que regresó al cuarto de Graham. ¿Habría sido Nicholas? Parecía el candidato más probable, pero en rigor a la verdad, podía haber sido cualquiera.
Se levantó y desayunó temprano, preguntándose cómo habrían amanecido los elementos más bochincheros de la reunión de la víspera. Después, a las nueve y media, subió a su cuarto en busca de un libro. En el camino pasó por el corredor al que daban las habitaciones de Robert y Rachel, y el destino quiso que presenciara una coincidencia llamada a tener honda repercusión en el futuro. Justo cuando pasaba frente al cuarto de Rachel, la actriz salía evidentemente dispuesta a bajar para desayunarse.
Y en ese preciso instante Yseut salió del cuarto de Robert, que quedaba enfrente.
Los tres quedaron petrificados; y para Nigel, al menos, lo que implicaba la aparición de Yseut en tales circunstancias saltaba a la vista. Decir que se asombró, sería no hacer justicia a lo que sintió; Nigel se quedó atónito. Era increíble que Robert hubiera dormido con Yseut esa noche: especialmente teniendo en cuenta el estado en que Helen se la había llevado. Pero ¿qué otra cosa se podía pensar? Aparentemente Rachel era de la misma opinión, y la expresión de su rostro distaba mucho de ser un espectáculo agradable. Además el aspecto de Yseut llamó poderosamente la atención a Nigel. Vestía pantalones arrugados y una blusa igualmente ajada, y en la mano llevaba un bolso y una delgada libretita roja, en tanto que en sus ojos se leía una mezcla más bien repelente de miedo y satisfacción.
Se miraron un momento en silencio. Por fin Yseut, con una mueca burlona, echó a andar escalera abajo. Nadie había dicho una palabra.
Rachel hizo ademán de dirigirse al cuarto de Robert, pero Nigel la tomó de un brazo.
– ¿Le parece una actitud inteligente? -dijo.
Después de una pausa casi imperceptible, la mujer asintió y, lentamente, siguió los pasos de Yseut por la escalera, rumbo al comedor.
Nigel llegó a su cuarto, francamente pasmado. Todo aquello resultaba inconcebible. Claro que no era asunto de su incumbencia; por supuesto, no había ninguna razón para preocuparse tanto por problemas ajenos. Y, sin embargo, no podía pensar en otra cosa, y un miedo informe latía persistente en el fondo de su conciencia. Le costó convencerse de que debía encauzar sus pensamientos por otra senda.
Cuando volvió a ver a Yseut, Nigel llevaba en el bar desde las diez en compañía de Robert, charlando de intrascendencias, pero sin poder sobreponerse a su embarazo. A eso de las diez y diez, Donald Fellowes había entrado y depositado sobre un radiador la pila de piezas para órgano que traía, y fue a hacerles compañía. No estaba muy animado esa mañana; por el contrario parecía sumido en un estado de hosquedad permanente. Con toda premeditación habló dirigiéndose siempre a Nigel, lo que consiguió irritar sobre manera a Robert para quien posiblemente la misma actitud habría sido motivo de diversión dos días antes; y como hablaba principalmente de música, tema en el que Nigel no era muy entendido y sobre el cual no tenía interés en aprender nada, la conversación pronto se tornó esporádica. Los tres se obstinaban en eludir toda referencia a temas personales, de manera que sobre la reunión de la víspera sólo se dijo una que otra observación vaga y convencional. Y era evidente que Donald aún no se había repuesto de los efectos de la borrachera.
El ensayo de esa mañana estaba fijado para las once. Después del primer ensayo Nigel no había vuelto al teatro, y en conjunto tenía muy pocos deseos de hacerlo, por lo menos no antes del domingo.
– Hoy nos tomaremos una hora para almorzar -anunció Robert-, y después seguiremos sin descanso toda la tarde.
– ¿Quiere hacerme un favor, preguntarle a Helen si acepta almorzar conmigo? Estaré esperándola aquí, en el hotel, a partir de las doce.
– ¿A Helen? Sí, cómo no.
En ese momento Yseut entró en el bar. Vestía con el mismo desaliño que Nigel había advertido más temprano esa mañana, y todavía llevaba en la mano el bolso y la libreta. Nigel captó la expresión de ira ciega que reflejó el semblante de Robert al verla, y también un sobresalto que éste no pudo disimular; en seguida lo vio dominarse con esfuerzo y adoptar un aire despreocupado que no pudo ocultar su desasosiego. «Teme que se le prenda del cuello otra vez, y dispare una andanada de indirectas sobre lo que pasó entre ellos anoche», pensó Nigel, agregando mentalmente la acotación, «que es exactamente lo que hará». Yseut miró a Robert con una mezcla de orgullo y desafío, depositó sus cosas en algún lado y fue hacia el mostrador contoneándose. Ninguno de los tres hombres se ofreció a traerle una bebida, pero ella estuvo observándolos atentamente mientras pedía coñac al encargado y traía el vaso hasta la mesa.
– Bueno, chicos -dijo-, ¿qué tal se sienten después de la orgía de anoche? Pobre Donald, estás verde.
– No sé, pero me parece más apropiado que nosotros le hagamos esa pregunta a usted -dijo Nigel secamente.
– ¿Oh, tan mal estuve anoche? -Yseut ensayó una sonrisa forzada-. Bueno, no se es joven más que una vez, como dicen. Este…, esta mañana fui a tu cuarto, Robert querido. Lamenté mucho no encontrarte. Y lo peor es que cuando el pobre Nigel me vio salir pensó lo peor. Y Rachel también. Fue una lástima que tropezara con ella; tenía la impresión de estar siendo tan discreta -tomó el vaso con mano temblorosa y apuró la mitad del contenido de un trago-. De cualquier forma, encontré lo que buscaba -sonrió torpemente.
– Me alegro -dijo Robert-. Yo también lamento que no me hayas encontrado.
– No importa…, querido.
«Empiezan las indirectas», pensó Nigel resignado.
– Claro que hoy no te veré en el ensayo -prosiguió Robert-, pero como supongo que querrás hablarme de algo…
La muchacha enarcó las cejas.
– ¿Yo, querido? De nada, absolutamente de nada. Lo que acabas de decir suena a conspiración, ¿no, Nigel? Como si quisieras darme un cheque para que no te haga chantaje. En ese caso no creo que a los demás les importe. Aunque desde luego no pienso aceptar ningún cheque, ni te estoy chantajeando; es una solución tan poco inteligente, y encuentro mucho, muchísimo más justo, que se sepa la verdad.
– ¿Quieres explicar de qué demonios estás hablando, Yseut? -preguntó Donald de mala manera.
– De nada, querido. Era una broma entre Robert y yo.
– Es hora de que me vaya -balbució Donald, torpemente.
– ¿Tan pronto, Donald? ¿Vas a practicar en el órgano? Bueno, ve entonces y toca bien.
Donald se levantó, tomó sus piezas de música y permaneció mirándola un momento. Después, con un movimiento brusco, giró sobre los talones y se marchó, seguido por la sonrisa condescendiente de Yseut.
– Buen muchacho -comentó-, pero un poco rústico. Esperen que les traigo otra copa.
Nigel se levantó automáticamente.
– ¿Qué toman? ¿Whisky y soda? Acompáñeme, Nigel, así me ayuda a traer los vasos.
Camino del bar, Yseut volvió la cabeza varias veces para mirar a Robert y sonreírle. Una vez junto al mostrador se apoyó de espalda, dejando que Nigel hiciera el pedido.
Por desgracia, justo cuando el encargado daba a Nigel los vasos, uno se le escurrió entre las manos, derramando su contenido por el mostrador. Nigel apartó a la joven rápidamente, pero no a tiempo para impedir que el líquido oscuro le manchara la blusa.
– ¡Pedazo de…! -gritó Yseut-. ¡Si será torpe! Rápido, deme un pañuelo para limpiar esto.
Nigel le dio el pañuelo, pugnando en vano por sentir algún remordimiento, y luego pidió otro coñac mientras Yseut se frotaba la blusa. De pronto, se sintió espantosamente descompuesto -sin duda un efecto tardío de la reunión de la víspera- y muy, pero muy cansado de Yseut y de todas las personas relacionadas con ella. Irritado, presa de súbito rencor, pensó: «¿Por qué no se morirán todos juntos?»
Volvieron a la mesa con las bebidas (que Yseut por propia conveniencia había olvidado pagar). Nigel la vio mirar alrededor, ponerse rígida y enrojecer de rabia. Miró a Robert con una expresión de odio tal que, contra su voluntad, le acudieron lágrimas a los ojos.
– ¡Maldito seas! -gritó, y arrojando literalmente su vaso sobre la mesa arrebató el bolso de donde lo había dejado y se marchó.
El asombro pintado en la cara de Robert era natural.
– ¡Vaya, vaya! -exclamó-. ¿Qué bicho le ha picado?
Con un gruñido, Nigel se sentó.
– Que Dios la ayude -dijo, harto, y apuró el whisky doble de un trago. Como era de prever, aquello acabó de descomponerlo; con inmenso alivio vio aparecer a Rachel, que le brindó así una buena coyuntura para despedirse con un pretexto. Evidentemente Rachel querría hablar a solas con Robert, y la conversación seguiría canales intrascendentes hasta que se marchara.
– ¿No olvidará mi mensaje para Helen? -preguntó poniéndose de pie.
– ¿Su mensaje? -repitió Robert, sin comprender-. Ah, sí, claro. No, no olvidaré.
– Adiós entonces.
Rachel le dirigió la sombra de una sonrisa.
– A rivederci -dijo Robert.
– A rivederci -repitió él, y se marchó.
«Hipócrita despedida», pensó furioso mientras empujaba las puertas de vaivén para salir a la calle, rumbo a St. Christopher's; «nada me agradaría más que no volver a ver a ninguno de ellos. Que todos sigan peleándose como perros y gatos. Que se maten unos a otros con revólveres robados, maldito si me importa. Pero esa gente no tendría agallas ni para eso. Son todos superficiales, huecos, estúpidos, en una palabra. No, no tendrían agallas».
Pero se equivocaba. Porque ahora, en las fronteras de la mente, los chacales y las hienas volvieron a sus cuevas, y los lobos salieron de ronda con sigilo en círculos que iban convergiendo poco a poco hacia un punto, y al llegar a ese punto la manada se abalanzó enfurecida sobre una silueta que gritaba forcejeando, pugnando por liberarse, y la callaron. Por obra de una súbita alquimia secreta, las pullas y discusiones se convirtieron en terror físico, en agonía física, en muerte violenta. Esa tarde Nigel abandonó Oxford con destino a Londres; regresó a la tarde siguiente y oyó un disparo.
Cuando volvió a ver a Yseut, la joven estaba muerta.