172835.fb2 El caso de la mosca dorada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 14

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La desnudez de la carne, aunque indomable, se sonrojará

La extrema desnudez del hueso sonríe

desvergonzada,

El asexual esqueleto se burla de mortajas y féretros.

Thomson.

En la habitación se había hecho un silencio tal que por un momento el ruido del disparo pareció ensordecedor. Sólo cuando se hubo repuesto de la impresión inicial, comprendió Nigel que había partido de abajo: del cuarto de Donald Fellowes. Como broche de la historia que acababan de oír, no era un sonido muy estimulante. Hasta el flemático sir Richard tuvo un sobresalto.

– ¿Serán esos bandidos de estudiantes que andan traveseando por ahí, Fen? -preguntó.

– En ese caso -repuso el aludido, levantándose resueltamente, tendrán que oírme. Tú espera aquí, querida -añadió, a su mujer-, que voy a ver qué ha sido.

– Lo acompaño -anunció sir Richard.

– Y yo -dijo Nigel.

Mrs. Fen asintió en silencio y reanudó su labor. Wilkes nada dijo, absorto en la contemplación del fuego que moría en la chimenea. Cuando salían del cuarto, sir Richard extrajo su reloj y, como el propio Nigel diría posteriormente, se volvió hacia él con aire grave y decidido.

– ¿Qué hora tiene? -le preguntó.

– Exactamente las ocho y veinticuatro -respondió Nigel, tras echar un rápido vistazo al suyo.

– Perfecto. Habrá pasado un minuto. Las ocho y veintitrés es un cálculo bastante aproximado.

– ¿No le parece que se está adelantando a los acontecimientos?

– Conviene saber la hora -respondió sir Richard, sin dar más explicaciones. Y ambos siguieron a Fen por la escalera.

Abajo encontraron a Robert Warner, que en ese momento salía del lavabo con una expresión de cómica ansiedad en el rostro.

– ¿Qué fue ese estrépito? -preguntó-. Me pareció un disparo.

– Eso precisamente es lo que vamos a averiguar -contestó Fen-. Creo no equivocarme al decir que salió de aquí.

La puerta de la derecha, que daba a una salita y tenía la inscripción «Mr. D.A. Fellowes» en letras blancas en la parte superior, estaba entreabierta. Fen la abrió de par en par, y los demás entraron tras él. El cuarto no contenía nada de particular. Como la mayoría de las habitaciones del colegio, tenía pocos muebles y un único rasgo desusado: el piano de cola que se veía en el rincón de la derecha. A la izquierda había un biombo, cuyo propósito debía de ser sin duda evitar las corrientes de aire, que como Nigel no había olvidado abundaban en el colegio, pero un fugaz vistazo detrás permitió comprobar que no ocultaba a nadie, ni nada. Frente a la ventana de la pared opuesta, a la derecha, había un pequeño escritorio; una mesa con un par de sillas de apariencia incómoda en medio de la gastada alfombra; y a la izquierda estaba la chimenea, flanqueada por dos sillones tapizados en chintz. Completaba el montaje una enorme biblioteca, en uno de cuyos estantes languidecían unos cuantos libros solitarios, y en otro una alta pila de música, libros de himnos, antífonas y cánticos. Aliviaban apenas la austeridad de las paredes, revestidas con feos paneles de roble oscuro, contadas y pequeñas reproducciones de grabados modernos, y en la penumbra de la hora el ambiente daba una impresión de profunda melancolía. Pero la estancia era fiel reproducción de muchas otras, y como nadie la ocupaba, ni Donald Fellowes ni ninguna otra persona, Nigel apenas le dedicó una mirada, apresurándose en cambio a seguir a Fen y a sir Richard por la puerta de la pared opuesta, la del dormitorio.

También esta segunda puerta estaba entreabierta, y al cruzar el umbral se encontraron en un cuartucho frío, poco acogedor, en forma de ataúd y amueblado aún con más economía que la salita que acababan de dejar. Pero por el momento ninguno notó esos detalles.

Porque junto al umbral había un hombre, con los ojos clavados en el cuerpo exánime de Yseut Haskell, caída en el suelo con un agujero negro en mitad de la frente y la parte superior del rostro ennegrecida y chamuscada.

Como sucede con la gran mayoría de la gente, Nigel a menudo había tratado de imaginar cuál sería su reacción frente a la muerte violenta. Y también como la mayoría, se complacía siempre en imaginarse tranquilo, sereno, indiferente casi, en esa eventualidad. De modo que el agudo espasmo de náusea que lo acometió de pronto frente a aquella forma exangüe tomó completamente desprevenido a la parte de su yo consciente. A tropezones volvió a la salita, y se dejó caer en una silla con el rostro entre las manos. Por entre el incontrolable remolino de sus pensamientos y sospechas, oyó decir a sir Richard, con una amabilidad que se le antojó exagerada en las circunstancias:

– Por favor, ¿quiere decirme quién es usted y qué hace aquí?

Una voz tosca respondió con calma:

– Sí, señor, cómo no, y el profesor podrá decir que no miento. Me llamo Joe Williams, señor, y estoy arreglando la piedra que hay en la arcada, del otro lado. Estaba guardando las herramientas y preparándome para volver a casa, cuando oí el disparo, y vine corriendo para aquí, a ver qué pasaba. Debió de ser apenas un minuto antes de que ustedes llegaran.

– No ha tocado nada, ¿verdad?

La voz respondió con un deje burlón.

– No creo. Pero di una vuelta por el cuarto, y por el otro, y no había nadie escondido aquí dentro, a menos que esté ahí, en el ropero. Y puede tener la seguridad de que no aparte los ojos de ahí. Nadie salió de esta habitación desde que llegué. Me cree, ¿no, profesor?

– Williams dice la verdad, Dick -asintió Fen-. Trabaja en el colegio desde hace años, en pequeños menesteres, y no lo creo propenso a sufrir ataques de manía homicida.

– ¡Dios me libre!

– Encienda la luz, Fen -pidió sir Richard.

– ¿Y el oscurecimiento?

– Oh, al infierno con eso. No debemos tocar nada.

– De todos modos, el oscurecimiento existe.

– Bueno, está bien -Nigel oyó que alguien corría la cortina de la única ventana, y un haz de luz se filtró en la salita por la puerta entreabierta. Dominándose con esfuerzo, se levantó y fue a oscurecer la ventana de ese otro cuarto, preguntándose interiormente si no estaría destruyendo alguna pista valiosa.

En el dormitorio, sir Richard decía:

– Bueno, antes que nada tengo que llamar a la Jefatura. ¿Dónde hay un teléfono cerca?

– En mi cuarto -respondió Fen-. El portero lo comunicará. Será mejor que ponga a Wilkes y a mi mujer al tanto de lo ocurrido, pero no deje que bajen. Diga a Dolly que si quiere esperarme un rato, subiré en cuanto pueda. Y a ese molesto viejo, que se vaya a dormir.

– Perfectamente. Mantenga los ojos abiertos hasta que vuelva y, por amor del cielo, no embarulle las cosas.

– Nunca embarullo las cosas -protestó Fen, ofendido.

– Williams, conviene que vaya a la portería y me espere ahí. Tendremos que interrogarlo dentro de un rato.

– Está bien, señor -respondió Williams, en tono desaprensivo-. De todos modos, falta hora y media para que cierren. Eso sí, si puede interrogarme a mí primero… -añadió, esperanzado.

– Dígale a Parsons que bajo mi responsabilidad le traiga cerveza de la despensa -dijo Fen.

– Gracias, señor, gracias -Williams salió del dormitorio, pero al ver a Nigel se detuvo y emitió un silbido-. ¡Vaya, si es nada menos que Mr. Blake! ¿Qué tal, señor, cómo está después de tanto tiempo? Me alegro mucho de volver a verlo.

– Estoy muy bien, Williams, gracias; ¿tú?

– Mal no me va, señor, podría ser peor. Todavía puedo ganarme el pan, como dicen -y después, bajando la voz-: Feo asunto este, señor. La chica era guapa como ella sola. Amiga de Fellowes. La he visto entrar aquí antes varias veces. Llegó no hará más de veinte minutos, y tiene que ver las «buenas noches» que me dio.

– ¿La viste entrar? Eso puede ser importante.

– La vi con estos ojos, señor. Era ella, estoy seguro. Pero supongo que no está bien que hable de eso antes de que la policía me interrogue. Aunque apuesto a que no les dará mucho trabajo. Es un suicidio, más claro no puede estar.

– ¿Te parece?

– ¿Qué otra cosa puede ser? Nadie entró ni salió de este cuarto desde hace por lo menos media hora: ella fue la única. Y no pueden haberle disparado desde el jardín porque la ventana estaba cerrada cuando llegué.

Nigel sintió que una oleada de alivio inmenso lo recorría de pies a cabeza.

– No deja de ser un consuelo -murmuró-. Significa que no hay nadie implicado.

– Ajá, tiene razón. Pero, digo yo, ¿qué motivo puede haber tenido para tomar esa decisión? ¡Me gustaría saber! Una chica tan guapa, tan educada, hubiera jurado que no tenía una sola preocupación en el mundo. En fin, me voy. Lo veré después, señor, seguramente -saludó y se marchó arrastrando las pesadas botas por los escalones, hasta que sus pasos se perdieron en el patio.

«Por lo menos alguien conservaba las ilusiones que forjó sobre Yseut», pensó Nigel con amargura. Sin duda muy pocas de sus relaciones lamentarían su muerte. Se preguntó dónde andaría Donald, y cómo tomaría la noticia. Después, haciendo un esfuerzo, entró en el dormitorio, aunque por el momento se abstuvo cuidadosamente de volver a mirar el cadáver.

Entre Fen y sir Richard tenía lugar un coloquio breve, susurrado. Robert Warner estaba cerca, mirando alrededor con metódica concentración. Casi con un sobresalto Nigel advirtió su presencia. Habían entrado juntos hacía menos de cinco minutos, pero la impresión de ver a Yseut había desalojado cualquier otro pensamiento de su cerebro. Aventurándose a echar otra mirada al cadáver, comprobó aliviado que esta vez las náuseas no venían.

Sir Richard se volvió hacia Robert.

– No querría retrasarlo, Mr. Warner -dijo.

– Perdón -respondió Robert-. Ya sé que estoy de más aquí, pero ocurre que…, bueno, que la impresión ha sido fuerte y me siento…, como diré…, responsable en parte por Yseut.

– Ah, ¿sabe quién es? -preguntó bruscamente sir Richard.

– Sí, por supuesto. Yseut Haskell, actriz del teatro de repertorio local.

– Ya veo -dijo sir Richard, ahora en tono más cordial-. En ese caso seguramente podrá ayudarnos. Pero le agradecería que no se quedara aquí. Quizá no le importe aguardar un momento en las habitaciones de Fen; no puedo hacer nada hasta que llegue la policía. Estoy seguro de que no pondrá objeciones si le consume su whisky y sus cigarrillos.

– No, de ningún modo, considérese en su casa -dijo Fen, distraído. Recorría lentamente el cuarto, examinando con displicencia los muebles-. Qué húmedas son estas habitaciones -añadió luego-, habrá que tomar medidas. Hablaré con el tesorero al respecto.

– Mr. Blake… -dijo sir Richard, dirigiéndose a Nigel.

– No, por favor, permita que Nigel se quede -lo interrumpió Fen-. Quiero que monte guardia conmigo. Porque supongo -continuó, en un arranque esperanzado- que no me echará.

Sir Richard sonrió.

– Por supuesto. Pero no crea que va a poder meterse a detective en este caso. El veredicto obvio es suicidio.

– ¿Sí? -dijo Fen, mirándolo con curiosidad-. De todos modos, si no tiene inconveniente, me agradaría vigilar esto.

– Como quiera. Yo voy a telefonear. No deje entrar a nadie -y con esto se marchó escalera arriba seguido de Robert.

Sólo entonces Nigel se sintió suficientemente restablecido para mirar alrededor. Yseut yacía de lado, con las piernas dobladas bajo el cuerpo lo mismo que el brazo izquierdo, en tanto el derecho aparecía extendido con la palma hacia arriba. Cerca de esa mano se veía un revólver pesado, empavonado, y uno de los dedos lucía un anillo de curioso diseño. La joven vestía abrigo castaño oscuro y falda verde, zapatos castaños y medias de seda, pero aparentemente no había traído sombrero, ni guantes o bolso. Estaba caída delante de una cómoda que tenía un cajón abierto, mostrando el desordenado contenido, y encima de la cual había un espejo de mano, un cepillo con su correspondiente peine y un frasco de loción para el cabello que, a juzgar por las apariencias, debía de ser un artículo de lujo. El resto del dormitorio ofrecía poco interés al ojo inexperto de Nigel. Había una cama, un lavabo y un ropero, una alfombrita junto a la cama, una mesilla de noche con su respectiva luz, un libro y un cenicero que contenía dos o tres colillas viejas, y por el piso estaban desparramados varios zapatos. Sobre la silla colocada a los pies de la cama había una camisa arrojada descuidadamente. En el aire flotaba aún el olor de la pólvora. Aparentemente la ventana estaba cerrada, pero por el momento no podían confirmar el detalle.

Nigel volvió su atención a los restos de Yseut Haskell. «Qué raro», pensó, «la muerte le ha arrebatado hasta el último vestigio de personalidad». Aunque, mirándolo bien, no era tan raro ya que su personalidad había estado centrada casi exclusivamente en su sexo, y ahora, sin vida, hasta eso había desaparecido, dejándola neutra, una vulgar figura de arcilla, repentinamente patética. La joven había sido atractiva. Pero ese «había sido» no era un tributo convencional rendido frente a la muerte, sino la admisión franca del hecho de que sin vida el cuerpo más hermoso queda reducido a un objeto desprovisto de interés. «Nosotros», reflexionó Nigel, «somos vidas.» Y por incongruente que parezca, en ese momento nació en él una nueva y firme convicción sobre la naturaleza del amor.

Miró a Yseut de nuevo; la vio cantando y bailando; recordó el comentario de Helen, «No es mala, ¿sabe?, sólo un poco tonta»; y a pesar del rencor que la muerta había sabido despertar a su paso, deseó fervientemente poder resucitarla.

«Ay, morir, y marcharnos sin saber dónde;

Yacer fríos, impedidos, y pudrirnos…»

Así como para Claudio la virginidad no era nada en comparación con la muerte, del mismo modo para Nigel todas las demás consideraciones palidecían junto a ella… Irritado, desechó esos pensamientos; no era ocasión para citas literarias. Si a Yseut la habían asesinado… Dirigió a Fen una mirada interrogante, pero el experto, adivinando la pregunta no dicha, se limitó a murmurar: «Parece un suicidio», y siguió examinando el suelo alrededor del cadáver.

Sir Richard volvió restregándose las manos.

– Su esposa va a esperar -dijo a Fen-. La dejé conversando con Warner. Y conseguí convencer al viejo Wilkes de que se fuera a su habitación. La policía llegará de un momento a otro, y entonces, a Dios gracias, mi responsabilidad oficial habrá terminado.

Fen asintió en silencio. Después, bruscamente, dijo:

– ¿De dónde demonios viene ese ruido? Nigel, por favor, ¿quieres ir y decirles que se callen?

Unas trompetas atronaban el aire de la noche con los compases de Las obras de paz del héroe, aparentemente desde el cuarto de enfrente. Nigel había olvidado lo de la radio que oyeron antes, esa misma noche. Cruzó la galería y llamó a la puerta; después, convencido de que si había respuesta no podría oírla por el estrépito, entró directamente.

Su sorpresa no tuvo límites al reconocer a Donald Fellowes y a Nicholas Barclay como los dos ocupantes de la habitación. Estaban apoltronados en sendos sillones frente al fuego, escuchando la radio colocada sobre una mesa junto a ellos. Nigel quedó inmóvil al verlos, y Nicholas gesticuló grotescamente en busca de silencio, pero Nigel lo ignoró, impaciente.

– Yseut ha muerto -anunció con rudeza innecesaria y después, a Donald-: En su cuarto. Y por amor de Dios, apaguen esa radio. No oigo ni lo que digo.

Nicholas apagó el receptor, diciendo:

– ¡Bueno, bueno! -por todo comentario.

Donald no habló, ni reaccionó en forma visible para Nigel, excepción hecha de una palidez repentina.

– ¿Que ha muerto? ¿Qué quiso decir? -balbució por fin-. ¿Y por qué en mi cuarto?

– Murió de un disparo en la cabeza.

– ¿Asesinada? -preguntó Nicholas, para en seguida añadir calmosamente-. No me sorprende. ¿Y a usted, Donald?

– No, maldito sea, a mí tampoco.

– Los indicios -informó Nigel- apuntan al suicidio.

Sólo entonces demostró Donald genuina emoción.

– ¿Suicidio? -repitió.

– Sí, ¿le sorprende?

Enrojeciendo, Donald tartamudeó:

– Yo…, este…, ya sabe que nadie la quería. Y nunca me pareció de la clase de personas que…, que pueden llegar a eso -de pronto sepultó la cara entre las manos-. ¡Oh Dios! -gimió.

Incómodo, Nigel no supo qué decir.

– Supongo que podré ir allí -dijo Donald, al cabo de un momento.

– No creo que alguien le impide la entrada. Al fin de cuentas es su habitación. Y sin duda la policía querrá interrogarlo cuando llegue.

– ¡Oh! -exclamó Nicholas-. ¿Así que todavía no está aquí? ¿Cuándo ocurrió?

– Hará unos diez minutos. Sir Richard Freeman se ha hecho cargo de todo por ahora, y Fen lo está ayudando.

Nicholas se mordió los labios con expresión solemne.

– El detective aficionado del colegio, ¿eh? De manera que creen que es un suicidio. Hará unos diez minutos…, entonces; Donald, tiene que haber sido ese ruido que oímos. Pero la radio estaba tan fuerte que apenas nos dimos cuenta; y usted dijo que debía de ser algún grupo de alumnos que se hacían los graciosos. ¿Cree que querrán interrogarme a mí también? -preguntó a Nigel-. ¿O le parece que puedo marcharme?

– Imagino que, tarde o temprano, querrán ver a todos los que estaban relacionados con Yseut de alguna forma. Me parece que le conviene quedarse.

– No volveré allí -dijo Donald, de pronto-. No…, no quiero verla…

– Está bien, muchacho -intervino Nicholas. Nos quedaremos aquí, a consolarnos mutuamente. Así si alguno de los dos trata de salir corriendo a tomar el primer barco para Ostende, el otro podrá impedírselo. Nos veremos, Nigel.

Asintiendo, Nigel se marchó. «Las reacciones de esos dos hombres», pensó, «han sido típicas de sus respectivos temperamentos: la locuacidad de Nicholas es habitual en él.» Le llamaba la atención, sin embargo, que no hubieran denotado más sorpresa al saber la noticia. Casi casi, se diría que la estaban esperando.

Halló a Fen y a sir Richard en la salita, empeñados en fingir actividad, si bien no había prácticamente nada que hacer hasta tanto llegasen el forense, los fotógrafos y los de dactiloscopia. Nigel los puso al tanto de la presencia de Nicholas y Donald en el otro cuarto, y sir Richard, tras formular algunas preguntas respecto de sus identidades y vinculación con Yseut, aprobó la actitud de Nigel con una inclinación de cabeza.

– Es imposible vigilarlos a todos -dijo-, y si hay otro responsable aparte de la joven, tratar de escapar ahora sería una locura.

Al cuarto de hora se presentó la policía, que en seguida asumió el control de la situación. El inspector, un hombrecito despierto y astuto, de voz ronca, apellidado Cordery, formuló las preguntas de rigor y examinó el lugar del hecho. Luego sostuvo una conferencia con sir Richard, mientras los demás se ocupaban de las fotografías y las impresiones digitales. El forense, hombre alto, lacónico y grave, examinó por encima el cadáver y después esperó pacientemente a que el resto terminara con lo suyo.

– Busquen en todos los sitios probables -había dicho el inspector-. Por ahora, claro está, no tendremos más que las huellas de la chica a fines de comparación.

El informe preliminar del médico fue breve y categórico.

– Lleva muerta de veinte minutos a media hora -anunció-. La causa del fallecimiento es obvia, a menos que estemos frente a algún veneno desconocido para la ciencia. Posiblemente la bala se alojó en algún punto detrás del cerebelo. El ángulo de penetración ha sido casi llano, diría. No puedo agregar nada hasta practicar un examen más detenido; y, por supuesto, habrá que hacer la autopsia.

Nigel, que había dedicado los últimos minutos a ver cómo uno de los sargentos se entretenía con un tarro de polvo, cepillos de pelo de camello, placas de vidrio y ungüentos de olor desagradable, pronto se hastió del pasatiempo y volvió junto a Fen.

El cambio operado en el profesor, se dijo, era asombroso. Nada quedaba de su acostumbrada y levemente fantástica ingenuidad, reemplazada ahora por una concentración formidable, fría como el hielo. Sir Richard, conocedor de los síntomas, interrumpió su conferencia con el inspector para mirarlo, y exhaló un hondo suspiro. Al comienzo de una investigación su estado de ánimo era invariable, como siempre que Fen ejercitaba a fondo su facultad de concentración; cuando lo ocurrido no le interesaba se dejaba llevar por una especie de alegría desenfrenada sumamente irritante; cuando había descubierto algo de importancia no tardaba en ponerse melancólico; y, cuando la pesquisa llegaba a su término, se sumía en un letargo hosco del que a veces tardaba días en salir. Por otra parte, como es muy natural, esos hábitos perversos, más propios de un camaleón que de un ser humano, solían hacer estragos en los nervios de la gente.

El sargento de dactiloscopia asomó la cabeza por la puerta del dormitorio.

– ¿Qué hago con la ventana, señor? -preguntó, dirigiéndose por cortesía a todos en general-. ¿La espolvoreo también?

– Sí, sargento -respondió sir Richard-. No podemos esperar hasta mañana, alguien puede embarullarlo todo durante la noche. No se preocupe por el oscurecimiento: no hay alarma, y de cualquier forma asumo la responsabilidad, pero eso sí, trate de terminar cuanto antes.

– Muy bien, señor -dijo el sargento, y volvió a desaparecer.

Poco después un haz de luz trepaba a los cielos. Un piloto de Francia Libre que acertó a pasar en ese momento y lo vio, meneó la cabeza tristemente. «El oscurecimiento inglés», murmuró con el tono de quien ve confirmadas sus peores sospechas.

Al poco rato la parte impresiones digitales estaba lista, y el forense regresó al dormitorio para proceder a un segundo reconocimiento, esta vez más detallado. Antes, sin embargo, Fen cruzó la salita y le susurró algo al oído. El médico interrogó a sir Richard con la mirada.

– Está bien, Henderson -dijo sir Richard-. El profesor está cooperando con nosotros.

Tranquilizado en ese sentido, el médico desapareció en el interior del dormitorio; el segundo examen no le llevó mucho tiempo.

– Hay poco que añadir -anunció al volver-. Pequeños hematomas en la nalga izquierda y en el lado izquierdo de la cabeza, causados presumiblemente por la caída. Por el momento no encuentro nada más -y volviéndose hacia Fen-: Tenía razón, señor. Los tendones de ambas rodillas tienen síntomas de haber soportado grandes esfuerzos.

El inspector lanzó una mirada fulminante a Fen, pero por el momento se abstuvo de hacer comentarios.

– Ah, y hay otra cosa; no sé si lo habrán notado -siguió diciendo el forense-. Tiene el anillo del dedo anular de la mano derecha sobre el nudillo, como si se lo hubieran colocado después de muerta; aunque mal puedo imaginar el motivo que pudo inducir a alguien a hacer una cosa semejante. Hace dudar en cierto modo de la teoría del suicidio. A nadie se le ocurriría usar un anillo en lugar tan incómodo.

El inspector soltó un gruñido.

– Vaya y sáqueselo, Spencer -ordenó al sargento-. Puede resultar útil. Supongo que le habrá buscado impresiones.

– Sí, señor. No tenía ninguna -Spencer volvió al dormitorio.

– Ese detalle es raro -comentó el inspector-. Si ella se lo puso, debería tener las huellas de su mano derecha. En fin, ya cruzaremos ese puente cuando lo tengamos delante.

– Con toda la deferencia debida a esa usada metáfora -dijo Fen-, nunca logré comprender cómo se puede cruzar un puente sin tenerlo delante -y se atrajo una mirada maligna del inspector.

– Si terminaron con los prolegómenos -interrumpió el forense, sin que nadie hubiera podido decir a ciencia cierta a qué se refería-, ¿puedo hacer retirar el cadáver?

Fen y sir Richard y el inspector intercambiaron miradas interrogantes, pero ninguno formuló objeciones, y por otra parte Fen parecía haber perdido todo interés por el caso.

– Sí, lléveselo -dijo el inspector, cansadamente. Y el forense se marchó, para volver con dos agentes y una camilla, en la que depositaron y trasladaron el cadáver hasta la ambulancia que aguardaba fuera.

En el ínterin, el sargento Spencer había regresado con el anillo, que dejó sobre la mesa frente al inspector, y que todos contemplaron con cierto interés. Era una joya pesada, bastante grande, con un ópalo engarzado en forma rara y que representaba una especie de insecto alado.

– Parece egipcio -observó el inspector-. Supongo que no será de oro, ¿no? -preguntó a todos en general.

– No, es dorado -dijo Nigel-. Y a mi juicio, no tiene gran valor.

– Yo creo que es egipcio -acotó Fen-, o por lo menos imitación de un modelo egipcio. Si les parece importante -su expresión indicaba que no lo creía- puedo averiguarlo fácilmente. El profesor de egiptología está en el colegio; hoy por lo menos lo vi.

– Valdría la pena, señor -dijo el inspector-. Si resulta que el anillo no pertenecía a Miss Haskell, entonces habrá que seguirle el rastro.

– Hum. Sí -asintió Fen, en tono dubitativo-. Nigel, ¿quieres ir a ver si localizas a Burrows? Ya conoces su cuarto.

Descubierto su paradero sin dificultad, Burrows se mostró encantado de poder colaborar en una investigación criminal en la medida que estuviera a su alcance. El anillo, dijo, era una reproducción de cierta joya de la duodécima dinastía conservada a la sazón en el Museo Británico. Interrogado acerca de si era común que la orfebrería moderna copiara ese tipo de objetos, respondió que la pregunta escapaba en cierto sentido de su esfera, pero que imaginaba que no, y que de todas maneras la copia impondría un proceso oneroso y probablemente requeriría un permiso especial de las autoridades del Museo. El inspector tomó nota de este último dato en su libreta, reflexionando que facilitaría bastante la pesquisa en torno del anillo. Sir Richard, afectado al parecer de una súbita sed de sapiencia, preguntó qué clase de insecto se suponía representaba, y en tono de conmiseración le respondieron que una mosca. Al observar que las alas apuntaban hacia adelante, no hacia atrás como es el caso en la mayoría de las moscas, se enteró además de que, en la medida en que era posible juzgarlo sobre la base de una representación tan estereotipada, debía de ser una mosca dorada, una chrysotoxum bicinctum. Alguien hizo entonces referencia al profesor de entomología, pero el inspector, sintiendo que la situación amenazaba escapar a su control, se apresuró a cambiar de tema, y Burrows se retiró sumamente complacido consigo mismo, dejando tras de sí un coro de expresiones de agradecimiento.

A continuación sobrevino una especie de mesa redonda, que involucró un primer resumen del caso. Y el objeto siguiente que atrajo la atención de los «caballeros» fue el arma.

– Dígame, Spencer -preguntó el inspector, reclinándose en la silla con un suspiro-, ¿qué sacó en limpio del arma?

Sin dar tiempo a que el aludido contestara, Nigel intervino.

– Creo saber -dijo- de dónde salió ese revólver -y pasó a referir el incidente de la fiesta y su posterior descubrimiento de la desaparición del arma-. Claro -concluyó- que no tengo nada en qué basarme para asegurar que es la misma, pero seguramente su dueño podrá sacarnos de la duda.

– Muchas gracias, señor -dijo el inspector-. Eso es una gran ayuda…, ya lo creo. Aunque -añadió, con voz cargada de sospechas- no se me ocurre la razón que lo hizo volver para comprobar si el arma estaba en su sitio.

Sintiendo que estaba haciendo un poco el ridículo, Nigel dio gracias al cielo por tener una coartada de hierro para el momento del crimen. Dijo algo acerca de haber tenido una corazonada.

– Ah, ¿un impulso repentino?… Hum -dijo el inspector, tomando nota de un hecho que en realidad no lo merecía-. Todos nos dejamos llevar por impulsos a veces -prosiguió con pedantería y el aire de quien ha expuesto una teoría metafísica de originalidad y trascendencia pasmosas-. Ahora bien, ¿a qué hora más o menos decidió volver y descubrió que el revólver había desaparecido?

– Déjeme pensar…, cuando me despedí de Nicholas en el pasillo sería la una y media -dijo-. Y en desvestirme no puedo tardar mucho más de diez minutos. Pongamos la una y cuarenta.

– La una y cuarenta, aproximadamente -repitió el inspector, tomando otra nota-. ¿Y cómo se llamaba el dueño del arma…, el caballero que dio la reunión?

– Capitán Peter Graham.

– Ah, sí. ¡Elbow! -el inspector llamó al agente de guardia en la entrada-. Llame al Mace and Sceptre, ¿quiere?, y dígale al capitán Graham que haga el favor de venir hasta aquí en cuanto pueda -Elbow desapareció en cumplimiento de la misión-. Y ahora, Spencer -dijo el inspector, aflojando la tensión-, a ver esas impresiones.

– Sí, señor. Hay varias en el cañón, y en el tambor, aunque lógicamente todavía no he podido identificarlas. En las balas no hay nada, lo mismo que en el gatillo y la culata, aparte de las huellas de la mano derecha de la muerta, por supuesto: el pulgar en el gatillo, los dedos en la parte de atrás y el lado derecho de la culata.

– Curiosa disposición, ¿no? -observó sir Richard.

– A primera vista, así parece, señor -dijo el inspector. Tomando el revólver se lo llevó a la frente, sosteniéndolo por la parte trasera de la culata y con el pulgar en el gatillo-. Pero en realidad es la única forma cómoda de sostenerlo, si uno quiere disparar contra sí mismo como aparentemente era la intención de la joven.

– ¿No había nada en el percutor? -preguntó Fen-. ¿Ningún indicio de que amartillaron el revólver, o algo así?

– Verá, señor, es difícil asegurarlo. El percutor tiene la superficie rayada, y ahí las impresiones no toman bien. Pero creo estar en condiciones de afirmar que no ha sido tocado -Fen asintió, para quedar sumido en silencio melancólico.

– ¿Algo más en la habitación? -inquirió el inspector.

– Una colección de huellas viejas, que supongo pertenecen a la persona que vive aquí -el sargento miró en derredor, desaprobando lo que veía, como si esperara ver a algún ermitaño barbudo, indescriptiblemente sucio, acurrucado en un rincón-. Las de la chica en los picaportes de las dos puertas, en los cajones de ese escritorio y en los cajones de la cómoda que hay en el dormitorio, al lado de la ventana.

– Hum. Parece que anduvo buscando algo. Claro que no hay que olvidar que existen unas prendas llamadas guantes -comentó el inspector, en forma totalmente superflua-. Pero aparte del detalle del anillo, que es bastante raro, lo confieso, creo que estamos en presencia de un simple caso de suicidio.

– No, no, inspector -saltó Fen, que hasta entonces había estado estudiando el insípido Modigliani colgado de la pared más próxima-. Lo siento, pero no estoy de acuerdo.

Al principio el inspector lo miró con el ceño fruncido; después, con resignación infinita, dijo:

– ¿Entonces, señor?

– Todo se opone a la teoría del suicidio. Prescindiendo por ahora de los interrogantes de por qué querría la joven quitarse la vida, por qué no dejó la nota característica de los suicidas, por qué eligió un ambiente tan poco decorativo para matarse, y finalmente por qué lo hizo, interrumpiéndose en medio (fíjese que no he dicho al final, sino en medio) de una búsqueda especialmente intensa (recuerde que uno de los cajones estaba abierto)…

– ¿Y no puede ser -lo interrumpió el inspector- que haya encontrado el revólver en ese cajón (hasta ahora ignoramos quién lo hurtó) y que se pegara el tiro siguiendo, digamos, un impulso?

– No digo que sea imposible; pero lo considero sumamente improbable. De cualquier forma, analice la evidencia material. Y use el sentido común -añadió Fen, casi frenético-. ¡Ay, Señor! Mire…, espere un momento que se lo demostraré con un ejemplo práctico -y salió corriendo de la salita para reaparecer al cabo de un minuto arrastrando de la mano a su esposa. Cuando ella hubo saludado al inspector con una sonrisa serena, Fen tomó el revólver y tendiéndoselo, dijo:

– Dolly, ¿quieres hacer el favor de suicidarte un momento?

– Cómo no -Mrs. Fen no se inmutó ante la extraña petición; muy por el contrario, tomó el revólver con la mano derecha, apoyando el índice en el gatillo, y se lo llevó a la sien derecha.

– ¿Ve? -exclamó Fen, triunfante.

– ¿Aprieto el gatillo? -preguntó Mrs. Fen.

– Claro -dijo su esposo, distraído, pero sir Richard saltó de la silla con un grito ronco.

– ¡No, está cargado! -exclamó, arrebatándole el arma.

– Gracias, sir Richard -respondió Mrs. Fen, con una sonrisa-, pero Gervase es tan olvidadizo que de ningún modo pensaba hacerlo. ¿Me necesitan para algo más, señores?

El inspector meneó la cabeza, aún no repuesto de su asombro, y miró furibundo a Fen, a quien el incidente había dejado impávido.

– Perfectamente, entonces -dijo Mrs. Fen-. Gervase, vuelvo arriba. Trata de no retrasarte mucho, y no despiertes a los chicos cuando entres -dedicando una sonrisa de aprobación a cada uno por turno, se marchó.

Fen cortó en seco el torrente de reproches que afluía a los labios de sir Richard, diciendo:

– ¿Comprende lo que quiero decir? Hagan la prueba con cualquier mujer, y verán que todas hacen lo mismo [1]. Lo otro es psicológicamente imposible, aunque admito que, en abstracto, uno no lo vería así; y es evidente que aquí alguien se ha pasado de listo. Además, vean lo que pesa el arma, oprimir el gatillo requiere un esfuerzo considerable. Traten de apretarlo sosteniendo el arma en la posición que sugieren las huellas, y verán cuánto les cuesta. Y piensen un poco: ¿alguno de ustedes elegiría un método tan complicado y difícil para suicidarse? No, no es ni remotamente probable. La única forma de eliminar la dificultad sería amartillando el revólver. Y como bien ha dicho Spencer, en este caso no hicieron eso.

– No, señor -convino Spencer, sintiendo que esperaban algo de él.

– Después está, por supuesto, el anillo. ¿A quién, por imaginativo que sea, se le va a ocurrir suicidarse llevando un anillo en esa posición tan terriblemente incómoda en la misma mano con que empuña el revólver? A nadie, por supuesto. Los suicidas, invariablemente, llegan a todos los extremos con tal de asegurar su propia comodidad. Para mí salta a la vista que, vaya a saber por qué, alguien deslizó ese anillo en el dedo de la muchacha después de muerta y, si no me equivoco, a ese alguien le corría bastante prisa. Por último, está el hecho de que la chica se hallaba arrodillada cuando recibió el tiro; arrodillada delante de la cómoda, que como vieron es un mueble bastante bajo.

El inspector alzó la vista, interesado.

– ¿Y cómo sabe eso?

– Por la posición del cadáver ¿no se da cuenta? Si hubiera estado de pie cuando recibió el disparo, el peso del cuerpo al caer le habría doblado una pierna, pero no las dos, y menos todavía en esa forma, tan… ordenada, por así decir. Y además consideren el efecto del impacto de una bala de grueso calibre en una persona que está arrodillada; la echaría violentamente hacia atrás, con las rodillas actuando como pivotes. Le pregunté al doctor si notó señas de esfuerzo en los tendones de la rodilla, y efectivamente las había. Et voilá.

Nigel lo miraba boquiabierto, el inspector parecía en el colmo de la desdicha, y sir Richard asentía con la cabeza.

– Felicitaciones, Gervase -dijo-. Y bien, ¿dónde nos lleva eso?

– ¿Accidente? -sugirió tímidamente Nigel.

El inspector recibió con alivio la feliz manifestación de una inteligencia inferior a la suya, y miró a Nigel con desprecio olímpico.

– No, señor -dijo en tono suficiente-. Recuerde que la bala penetró en sentido horizontal. Para eso se habría necesitado una coincidencia fantástica.

– Si las coincidencias no fuesen fantásticas, no habría accidentes -insistió Nigel, picado, negándose a ver la tercera posibilidad-. La gente no suele tomar más que las precauciones ordinarias.

– No, Nigel, eso no sirve -dijo Fen-, en ese sentido no hay ninguna evidencia.

Nigel optó por un silencio malhumorado.

– Entonces -sentenció sir Richard-, no queda más que una alternativa.

Un silencio cargado de presagios siguió a sus palabras, roto al fin por el inspector que, asestando un fuerte puñetazo a la mesa, exclamó excitado:

– Pero ¡no, eso tampoco puede ser! El Williams ese dice que nadie entró ni salió después que vio a la muchacha. Nadie bajó de sus habitaciones, profesor…

– ¡Eh, un momento! -saltó Nigel-. Alguien bajó. Robert Warner vino al baño, dos o tres minutos antes de que sonara el disparo.

– Hum -el inspector no se dejó impresionar.

– Sí, exactamente, inspector -dijo sir Richard-. Es imposible que alguien haya disparado contra la muchacha y hecho todo ese trabajo de falsificación en el medio minuto, aproximadamente, que pasó hasta que nosotros llegamos. Además, estoy seguro de que la coartada de Warner es genuina. Lo oí hacer funcionar el depósito justo cuando bajábamos, y en el preciso instante en que nosotros llegábamos abajo, él descorría el cerrojo.

De mala gana, Nigel asintió.

– Y en la habitación no había nadie escondido, y aunque alguien haya estado aquí esperando cuando ella llegó, no podría haber escapado después de cometido el hecho.

A Nigel se le ocurrió una tercera posibilidad.

– La ventana -dijo en un esfuerzo por superar sus dos yerros anteriores.

– Sí -concedió el inspector, aunque no muy convencido-. Es decir, que quien lo hizo se ocultó aquí antes, mató a la chica, esperó a que Williams llegara, y después, cuando fuera no había digamos moros en la costa, escapó. Pero corrió un riesgo enorme.

– Y esa teoría tampoco explica cómo tuvo tiempo para preparar la superchería -añadió sir Richard. Suspirando, Nigel decidió guardar para sí futuras ideas.

– Sin embargo -decidió el inspector-, vale la pena ahondar un poco más en esa teoría. Es seguro que si alguien salió por la ventana dejó huellas. Aparte de eso, no sé, no sé…

– Suicidio -dijo sir Richard-, estamos de acuerdo en que es muy improbable, por lo del anillo, y porque la joven estaba de rodillas, y por todo eso del revólver; sin contar el enigma de por qué iba a elegir esta habitación para matarse. Un accidente, es prácticamente imposible, lo mismo que, en apariencia, un asesinato. De manera que la única conclusión es…

– La única conclusión es -lo interrumpió el inspector- que la cosa no ocurrió. Quod -añadió pesaroso, en súbita reminiscencia de sus días de estudiante- absurdum est.


  1. <a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Si el lector quiere ensayar personalmente el experimento, verá que la afirmación de Fen es correcta. E.C.