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¿Quién puede decir qué ladrón o enemigo
En el refugio de la noche
Machacará mi pena por lograr su presa
O por inquina malvada y vil?
Campion.
– Bueno -dijo sir Richard, muy resuelto-, eso significa que hay algo que se nos ha escapado. Simplemente tendremos que seguir adelante y ver qué es.
El inspector exhaló un suspiro. Un caso de suicidio servido en bandeja acababa de evaporarse, y ahora vislumbraba complicaciones en el futuro. Por el momento preguntó:
– Entonces ¿por dónde empezamos? Aparte de la acostumbrada rutina de establecer las horas y demás, y de hablar con el portero y con ese tal Williams.
– La investigación, como la caridad, empieza por casa -dijo Fen con tono de hastío.
– Por lo que veo -prosiguió el inspector- habrá que averiguar quién o quiénes tenían motivos para matar a la joven, e interrogar a los sospechosos si los hay.
– ¿No sería preferible no tomar ningún partido todavía? -sugirió sir Richard-. Al fin y al cabo no sabemos si murió asesinada.
– Pero, señor -protestó el inspector, con un deje de impaciencia-, ¿sobre qué otra base le parece que debemos comenzar?
Sir Richard se quedó mirándolo como si acabara de emerger de un capullo de gusano de seda, pero no contestó por la sencilla razón de que no se le ocurría ninguna respuesta.
– Creo que la idea es buena, inspector -intervino Fen, sin mayor entusiasmo-. Pero no en este agujero, por favor. Subamos a mis habitaciones.
– Ese Mr. Warner, ¿no está ahí también?
– Ah, sí. Lo había olvidado. Bueno, ¿qué tal si interrogamos a Williams y al portero aquí abajo, y después subimos a ver a Warner? Una vez que terminemos con él podemos pedir a los otros dos que suban.
– ¿Mr. Fellowes y Mr. Barclay? Sí, parece razonable -el inspector concedió su aprobación con reservas-. Pero no sé si convendría interrogar a los testigos en el ambiente menos confortable.
– Hasta cierto punto tiene razón -dijo Fen, cada vez con menos entusiasmo-. Pero si mienten es mucho más probable que se crean seguros y bajen la guardia al urdir sus mentiras en las profundidades de un sillón. ¡Qué monótono es todo esto! -concluyó con tono sorprendido.
– Y falta otra cosa -insistió el inspector-. Hay que avisar a la familia. ¿Tiene parientes en Oxford la muchacha?
Sólo entonces, por primera vez esa noche, Nigel pensó en Helen. Las dos hermanas eran tan distintas, y por otra parte se habían llevado tan mal, que no le sorprendió comprobar que había olvidado por completo el lazo familiar que las unía. El corazón le dio un vuelco.
– Tiene una hermana -informó-. Helen. También pertenece a la compañía.
El inspector tomó la inevitable nota.
– Tenemos que comunicarnos con ella. Supongo que el número del teatro estará en la guía.
– Sí, pero…, ¿habrá algún inconveniente en que sea yo quien le dé la noticia? Somos buenos amigos, ¿sabe?, y…
El inspector le disparó una mirada severa, pero terminó accediendo.
– Está bien, señor -dijo-. Eso sí, yo en su lugar no entraría en detalles sobre las circunstancias que han rodeado el hecho. Naturalmente habrá que formularle unas cuantas preguntas. Supongo -consultó con ansiedad un diminuto reloj de pulsera femenino- que ahora estará trabajando.
– Sí. Y, pensándolo bien, no veo la necesidad de avisarla hasta después de la función.
– Opino lo mismo. Y los padres, ¿viven? -formuló la pregunta como si sospechara estar en presencia de una especie de autogénesis.
– No, murieron. Tengo entendido que hay una tía lejana, que las tomó a su cuidado; pero en realidad las conozco desde hace tan poco que no sé mucho al respecto. Y por supuesto las dos cumplieron su mayoría de edad.
Asintiendo, y a falta de algo concreto que decir, el inspector produjo unos ruidos vagos con la nariz. Sir Richard sacudió de un hombro a Fen, que se había quedado dormido y se despertó como el lirón del cuento, con un pequeño chillido.
– Propongo -dijo apresuradamente- que Nigel nos hable sobre la muchacha, sobre su círculo de amistades y las relaciones que existían entre ellos; en fin, todo lo que haya podido saber estos últimos días. Supongo -añadió, dirigiéndose al inspector- que no está bajo sospecha, ya que sir Richard y yo podemos corroborar su coartada, y a menos que hubiese recurrido a algún dispositivo de poleas y electroimanes, no pudo haber cometido el crimen.
Los demás soltaron exclamaciones afirmativas, y después que Fen les hubo ofrecido cigarrillos, y que cada uno tuvo el suyo encendido, Nigel les dijo lo que sabía [2].
Todos escucharon atentamente, incluso Fen, recobrado de su sopor. Y aun cuando cambió de posición varias veces, no dejó las manos quietas y adoptó un aire cada vez más sombrío. Era evidente que no perdía palabra. Preciso como buen periodista, Nigel habló con fluidez y soltura, evocando sin dificultad detalles de las conversaciones. Pese a ello, la exposición fue larga, y cuando terminó eran cerca de las diez. El inspector tomaba notas con cansadora persistencia. Sir Richard se tiraba del bigote, escuchando con la mitad de su mente mientras la otra mitad analizaba una nueva teoría que se le acababa de ocurrir sobre la habilidad dramática de Massinger.
– … así que como ven -concluyó Nigel-, hay móviles para elegir, si es que realmente la asesinaron -y se echó hacia atrás con la satisfacción del deber cumplido, hizo una aspiración profunda y encendió otro cigarrillo.
– Hablando de todo un poco -terció sir Richard, pesaroso-, qué tarde se ha hecho. Habrá que dejar gran parte del trabajo para mañana, Cordery.
– Sí, señor, de acuerdo. Sugiero establecer las horas con la mayor exactitud posible, y ver a Mr. Warner, ya que ha tenido la gentileza de esperar. En cuanto a los otros dos caballeros -miró alrededor con aire de duda-, me parece que podríamos dejarlos para mañana. Tal vez Mr. Blake quiera avisarles…
– Fellowes no se moverá del colegio en toda la noche -aseguró Fen-. Ahora no puede salir a menos que escale la tapia por el lado del cobertizo para bicicletas o cruce el jardín del presidente -su actitud se tornó apologética-. Esto es lo que pasa cuando se tiene un sistema que es mitad monástico, mitad no -añadió apesadumbrado y sin que viniera al caso.
– Oh, bueno -dijo el inspector, sin ocultar su fastidio-. Entonces también lo veremos ahora. Pero no hay motivo para retener a Mr. Barclay, si no quiere quedarse -principiaba a experimentar una ligera confusión-. Y digo yo, ¿quién es ese Barclay a fin de cuentas? -preguntó con irritación justificable-. ¿Y qué tiene que ver con todo esto?
– Está bien, Cordery -respondió sir Richard, con el nerviosismo de quien intenta tranquilizar a una criatura neurótica y excitable-. Barclay era amigo de la muerta, y dio la casualidad que estaba en el colegio en el momento del hecho.
– Ah, ya veo. Bueno, si Mr. Blake quiere…
– Sí, sí, inspector -sin darle tiempo a continuar, Nigel cruzó al cuarto de enfrente, preguntándose por qué razón lo elegirían siempre como recadero. Encontró a Donald y a Nicholas rodeados de botellas de cerveza, jugando a las cartas, el primero malhumorado y con todo el aspecto de haber bebido más de la cuenta, Nicholas con su habitual expresión de urbanidad en el rostro delgado y moreno. A Nigel principiaba a irritarle el amaneramiento de Nicholas, que al verlo entrar preguntó, alzando las cejas:
– ¿Y bien? ¿Cómo marcha eso? ¿Han arrestado a alguien ya? «Y de haber terminado en el cepo por esa pregunta, lo tendríais bien merecido» -añadió como para sí, levantando una mano en ademán vulgar, afeminado.
– Hasta ahora -mintió Nigel-, todo indica un suicidio.
Encogiéndose de hombros, Nicholas, que captó la nota de desagrado en la voz de Nigel, guardó silencio.
– Y no hay ningún motivo especial para que se quede, si no quiere.
– Mi estimado amigo -respondió Nicholas-. De haberlo querido, me habría ido hace rato. En las circunstancias actuales, pienso quedarme. Este asunto me interesa.
– Como guste -replicó Nigel, de mala manera, y salió de la habitación maldiciendo mentalmente a Nicholas.
Además no le había gustado nada la expresión de Donald, que, sospechaba, no estaría muy sobrio cuando la policía lo interrogase. Eso causaría mala impresión, pero también, probablemente, le soltaría la lengua. Y, sin embargo, ¿qué razón tenía él, Nigel, para sospechar de Donald (o, para el caso, de cualquiera), y de qué lo encontraba sospechoso? Comprendió entonces que, de no haber sido por Fen, el caso ya estaría archivado como un suicidio más. Por un momento se sintió tentado de dudar de la capacidad de Fen: ¿no estaría, después de todo, haciendo una montaña de un grano de arena? Pero recordando el brillo de concentración casi sobrenatural que había captado en las pupilas de Fen, y repasando la evidencia acumulada, no tuvo más remedio que admitir que allí había algo turbio. Devanándose los sesos en busca de una solución, volvió a la salita de Donald.
El inspector lo aguardaba, contemplando su libreta con un aire de gravedad teatral. Recibió sin entusiasmo la noticia de que Nicholas había decidido quedarse, preguntándose interiormente si se acostaría esa noche. Había tenido un día movido en la Jefatura, y como por otra parte llevaba poco tiempo casado con una mujer joven, su actitud era en cierto modo excusable. Resuelto, pero a disgusto, volvió a aplicarse a su deber.
– Veamos, señor -dijo-, según su declaración varias personas tenían razones para no simpatizar con la muerta. Deje que las enumere -fue contándolas con los dedos-. Primero Mr. Robert Warner. Conocía a Miss Haskell desde hace un tiempo, y según usted vivió un romance con ella -a punto de dar expresión sonora a su desaprobación, lo pensó mejor, y considerándolo inapropiado se apresuró a convertir al sonido recién nacido en una tos larga y artificial-. Además -prosiguió- la joven lo estuvo asediando desde su llegada, y aparentemente antes de anoche lo colocó en una situación comprometedora, ya que él anda en amoríos con otra joven, Miss Rachel West -se detuvo espantado ante las complicaciones eróticas del caso y pasó a la persona siguiente de su lista.
– Segundo la misma Miss West, por las razones antedichas: esto es, porque estaba celosa de Miss Haskell a causa de su anterior relación con Mr. Warner. Tercero Mr. Donald Fellowes, que aunque enamorado de Miss Haskell se enfureció cuando prefirió a Mr. Warner, y que además desaprobaba el atrevido comportamiento de la joven en escena.
– ¡Oh, vamos! -protestó Nigel, al oír tan alarmante descripción, pero el inspector prosiguió impertérrito.
– Cuarto Miss Jean Whitelegge, enamorada de Mr. Fellowes y que, a la vez que resentida por el hecho de que él quisiese a Miss Haskell, consideraba además que Miss Haskell estaba pisoteando los sentimientos de Mr. Fellowes -el inspector parecía cada vez más estupefacto a medida que ahondaba en las actividades de la Venus Pandemos. Nigel tuvo que hacer un esfuerzo para no soltar la carcajada.
– Quinto Mr. Nicholas Barclay, que consideraba que Mr. Fellowes malograba su talento dejándose llevar por su pasión por Miss Haskell, y que en general no simpatizaba con la joven. En realidad esto último no se puede considerar móvil, señor -agregó abandonando por un momento el tono oficial-. Y, en cuanto a la primera parte, confieso no comprender su punto de vista.
Sir Richard, a punto de embarcarse en una disposición del valor del artista para la sociedad, lo pensó mejor y guardó silencio.
– Le diré -respondió Nigel- que esa fue mi impresión. Y por supuesto que puede haber otras personas, desconocidas para mí, que hayan tenido motivos mucho más poderosos para odiar a Yseut. No era lo que se dice popular.
– Así parece. Pero creo que para empezar tenemos suficiente.
– Confío -siguió diciendo Nigel- en que no me habré hecho acreedor a media docena de represalias por haberles dicho todo eso.
– No, señor, de ningún modo. Ha respondido a un interrogatorio oficial dando sus impresiones, nada más. Nadie podría culparlo de nada, aun cuando esas impresiones resultasen correctas a la larga -miró a Nigel con la severidad de un inquisidor de la Edad Media que trata de hacer retractarse a un puñado de cátaros intransigentes. Nigel, empero, no se dejó impresionar.
A esa altura de la conversación un agente se asomó por la puerta.
– Ha llegado el capitán Graham, señor -anunció-. ¿Lo hago pasar?
– Sí, Elbow, en seguida.
Peter Graham tenía todo el aspecto de un penitente. Esfumada su alegría juvenil, líneas de desacostumbrada y por lo tanto algo incongruente ansiedad le surcaban la frente. Saludó a Nigel cariacontecido y se sentó en el borde de la silla, con las manos en el regazo.
Sí, dijo, el revólver era suyo. Había notado su falta al día siguiente de la fiesta, mientras ordenaba sus habitaciones. Esa noche, explicó sin que viniera al caso, pero por inferencia lógica, había bebido con exceso, y se afligió bastante al descubrir su desaparición. Sí, estaba enterado de lo ocurrido, pobre muchacha, y en parte se sentía un poco responsable. Pero, caramba, uno no puede prever esas cosas, y sin duda el resultado habría sido el mismo aun cuando nadie se hubiera enterado de que tenía un revólver. Además, añadió, no fue quien sacó el arma del cajón y la esgrimió a la vista de todos. Interrogado sobre la razón por la que no denunció la pérdida a la policía, dijo que, en primer lugar, no se había sentido muy bien esos días, y que, segundo, alguien podía haber tomado el revólver para gastarle una broma, pensando devolverlo después. Cuando le preguntaron si tena alguna idea sobre quién lo había tomado, respondió que no.
Después le formularon unas preguntas sobre sus relaciones con Yseut, pero aparte del hecho de que ella le había dirigido la palabra en el tren, que la había visto en el bar la noche del lunes, y que se había contado entre sus invitados, no podía dar otra información. Aunque reconocía que era bonita, no le había parecido gran cosa. De sus asuntos privados nada sabía. En la reunión Yseut bebió bastante y se enfureció cuando le quitó el arma, pero ya se sabe cómo son esa clase de reuniones, y el alcohol, afirmó, ejerce un efecto extraño en las mujeres. La noticia de la muerte de Yseut lo había impresionado, y no lograba ver qué motivo pudo inducirla a eliminarse, ni para el caso a hacerlo.
En realidad, pensó Nigel, su asombro parece verdadero. Cuando se levantó para marcharse pidió que le devolvieran el revólver, pero le dijeron que lo necesitaban como prueba. Una vez que Spencer le tomó las impresiones digitales, salió con una expresión de vivo pesar en el rostro.
– Habrá que verificar todo eso -dijo el inspector después que la puerta se cerró-. Puede que sepa más de lo que dice, pero primero nos ocuparemos de los que tienen motivos más obvios, y dejaremos a los demás para luego. Debo reconocer que eso de que ella se abalanzara contra él en esa forma, conociéndose tan poco, suena raro -exhaló un suspiro; era fastidioso, pensó, tener que llevar una investigación con el jefe de Policía delante todo el tiempo.
Fen no había formulado ninguna pregunta durante el interrogatorio, si bien escuchó con atención relativa. Pero ahora su actitud había cambiado, se lo veía decididamente animado, y en consecuencia sir Richard, con la fe ciega de los primeros mártires cristianos, había optado por no prestar ninguna atención.
– Sus huellas concuerdan con las viejas que había en el tambor y la culata -anunció Spencer, que las había estado comparando-. También hay algunas menos recientes de la muerta, seguramente de cuando empuñó el arma en la fiesta.
Williams fue el siguiente interrogado, mostrando claras huellas de las dos horas que acababa de pasar haciéndole los honores a la cerveza del colegio, e inclinado a la locuacidad. La chica había entrado, creía, unos veinte minutos antes de oír el disparo, pero no podía decir la hora exacta. Le había dicho «buenas noches», y por considerarla una mercancía bastante pasable (sin querer hablar mal de los muertos, se apresuró a añadir), había devuelto el saludo con una sonrisa.
– ¿Alguien más pasó por el corredor entre la hora en que ella entró y el momento en que oyó el disparo?
– Sí, señor, un caballero alto, moreno, más bien delgado. Pero al darme la vuelta vi que subía directamente a las habitaciones del profesor.
– Robert Warner -acotó sir Richard.
– ¿A qué hora habrá sido eso?
– A los cinco o diez minutos, poco más o menos, después de entrar ella, supongo. No podría asegurarlo.
– ¿Y en ese intervalo no vio a nadie más; podría jurarlo?
Williams rumió la pregunta un momento, haciendo rechinar los dientes. Por fin dijo:
– No, señor, a nadie más. De eso estoy seguro.
El inspector se volvió hacia Fen.
– ¿Dónde da esa arcada, señor? ¿A otros alojamientos?
– Entrando, a la derecha, está la despensa -explicó Fen-; a la izquierda una salita, una escalera que lleva a un dormitorio pequeño que hay justo encima de la despensa, y después viene un pasaje que desemboca detrás, en el patio.
– Y ese patio, ¿dónde da?
– Es un patio cerrado. Sólo hay una puerta que se abre a la calle.
– ¿Y supongo que esa puerta está abierta?
– Hasta las ocho de la noche, sí.
– Ajá -el inspector parecía complacido-. Dígame una cosa, Williams. Durante el tiempo que ha mencionado, ¿no entró alguien por ese patio?
Williams lo miró indignado.
– No me parece probable. En ese caso tenía que pasar por donde yo estaba. Mr. Fellowes y un caballero llegaron por ese lado, y entraron en la otra salita temprano, justo antes de que ustedes vinieran a la hora de cenar, pero nadie más.
– Bien, ahora díganos qué hizo cuando oyó el disparo.
– Vine aquí corriendo a todo lo que me daban las piernas, y encontré a la chica como la vieron ustedes -respondió prestamente Williams.
– ¿No puede ser más preciso? -pidió Fen-. ¿Qué quiere decir con eso de «a todo lo que me daban las piernas»? Exactamente, y en detalle, ¿qué hizo?
– Le diré, señor. Iba a irme, casi no había luz y no podía hacer nada más, cuando oí el disparo. Entonces levanté la cabeza para escuchar mejor y me dije, «¿Oíste eso, o te pareció?», y entonces guardé las herramientas en mi caja y las dejé en la escalera y me vine derecho aquí.
– A eso no llamaría yo «a todo lo que me dan las piernas» -objetó sir Richard-. ¿Cuánto tardaría en guardar las herramientas?
Williams se revolvió inquieto.
– No sé, señor, no sabría decir.
– Se lo preguntaré de otro modo. ¿Cuánto tiempo le parece que estuvo en el dormitorio antes de que nosotros llegáramos?
– Oh, nada más que uno o dos minutos.
– Ajá. Y nosotros llegamos poco después de dos minutos. Eso no concuerda con lo que acaba de decirnos, Williams.
El hombre pareció asustado, como si lo hubieran encontrado con el arma humeante en la mano.
– Dígame, Williams -terció Fen-. Desde donde estaba, ¿podría ver las ventanas de esta habitación o las del cuarto de enfrente?
– En realidad no las miré, señor. Pero de cualquier manera estaba tan oscuro que aunque hubiera mirado no habría visto nada.
Fen asintió.
– ¿Sonó muy fuerte el disparo?
– Francamente, señor, la radio hacía un bochinche bárbaro, no sé si se acordará. No, creo que no sonó muy fuerte. Por lo menos no tanto como para que uno pegara un salto, ¿me entiende?
– ¿Vio, u oyó, a Mr. Warner cuando bajó al lavabo?
– No, señor, no lo vi, pero la escalera tiene alfombra y estaba mirando a otro lado, así que era difícil que lo viera. A lo mejor oí que cerraba la puerta, pero no puedo jurarlo.
– Como ayuda no es mucha -comentó el inspector cuando hubieron despedido a Williams-. Pero supongo que no había por qué esperar otra cosa. Aunque algo hay: hemos establecido que nadie entró en esta habitación después de la joven.
– Claro que estamos suponiendo -intervino Fen- que se quedó en una u otra de estas habitaciones desde el momento en que entró hasta que la mataron.
– ¿Y a qué otra parte podría haber ido?
– Podría haber subido por la escalera, hasta la puerta de mi habitación (sin entrar), o bien ido al lavabo.
El inspector recibió la nueva complicación sin tratar de ocultar su desagrado.
– Habrá que investigar eso -admitió de mala gana, aunque si lo hubieran instado a explicar cómo iba a cumplir ese propósito, habría terminado por confesar que no tenía la menor idea-. Sí, habrá que investigarlo, pero más adelante, creo. Por el momento será mejor ver de una vez a Parsons, el portero, y tratar de dilucidar la cuestión de las horas.
Nigel aprovechó la oportunidad para subir hasta la habitación de Fen y telefonear a Helen. Cuando entró vio a Robert, que estaba leyendo, pero el otro se limitó a saludarlo con la cabeza y reanudó la lectura.
La misma Helen atendió la llamada. Sin andar con rodeos, Nigel la puso al tanto de lo ocurrido. Luego en el otro extremo del hilo hubo un largo silencio.
– Oh, Dios mío -murmuró Helen, al fin-. ¿Cómo fue?
– Por ahora parece un suicidio -mintió Nigel por segunda vez en la noche.
– Pero ¿por qué?
– Vaya uno a saber, querida. Lo ignoro -otra pausa, y después Helen dijo, lentamente:
– No puedo decir que lo sienta, aunque esté mal por mi parte. Me…, me ha tomado tan de sorpresa. ¿Saben cuándo ocurrió? Aquí ha habido un revuelo terrible, y Jane tuvo que reemplazarla, y se cortaba cada cinco minutos. Sheila está furiosa.
– Fue hace un par de horas.
Una exclamación ahogada.
– Un par de horas… ¡Oh Dios!
– Helen, querida, ¿está bien? ¿Quiere que vaya?
– No, querido, gracias. Estoy perfectamente. Supongo que la policía querrá interrogarme.
– Eso temo. Van a ir a verla mañana.
– Bueno, Nigel. Ahora debo colgar. Aún no he terminado de quitarme el maquillaje. Hace frío, y prácticamente no tengo nada encima.
– Dios la bendiga, querida. ¿La veo mañana?
– Sí, por supuesto -Nigel colgó el teléfono y descendió al piso de abajo.
Parsons, el portero, estaba a punto de marcharse cuando llegó. Se conservaba tal como Nigel lo recordaba: un hombrón de aspecto formidable, gafas de armadura gruesa, cuya actitud agresiva, invariablemente feroz, no podía estar más reñida con el cargo que ocupaba en el colegio. Nigel sospechaba que, como todos sus colegas, había leído en innumerables libros sobre Oxford la declaración de que si el portero es el rey sin corona de su colegio, y tal concepto había influido profundamente en su apariencia, sin que los largos años de amarga experiencia con efecto contrario hubieran podido desarraigarlo. Su actitud para con los estudiantes era de abierta intimidación, mezclada de forma incongruente con las expresiones de servilismo convencionales, y únicamente respetaba a aquellos que no se dejaban intimidar. Cualquiera que fuese la generación, estos últimos eran muy contados, pero como Nigel había estado entre ellos ahora encontró una buena acogida.
El portero fue preciso y categórico en sus declaraciones. Yseut había llegado al colegio a las ocho menos seis minutos automáticamente había mirado el reloj ya que después de las nueve no se permite la entrada a mujeres-, yendo, a juzgar por lo que había visto, directamente al cuarto de Mr. Fellowes. Robert Warner había llegado a las ocho y cinco, preguntando por las habitaciones de Fen, y también fue directamente allí, no sin antes asegurarse de que lo esperaban. Ningún otro extraño había entrado en el colegio desde la hora de la cena, aunque Mr. Fellowes había traído un invitado por la tarde, a eso de las seis y media, creía. Algunos miembros del colegio entraron y salieron como de costumbre, pero Parsons no recordaba quiénes ni tampoco las horas. Después de prestar declaración se retiró con dignidad dejando al inspector un poco más complacido consigo mismo.
– Bueno, ya está -dijo Fen, cuyo desasosiego había ido en aumento-. Gracias a Dios ahora puedo subir y ponerme cómodo -todos emprendieron la retirada.
Robert dejó su libro y se levantó al verlos entrar. Después de saludarlos por turno, se interesó cortésmente en la marcha de la investigación. Desplomándose en un sillón, Fen le pidió que sirvieran whisky para todos. Los demás se sentaron con un poco más de compostura. Spencer tomó las impresiones digitales de Robert.
– Y ahora, Mr. Warner -dijo el inspector-, unas preguntas, por favor.
– Cómo no.
– ¿Usted conocía a la…, a Mrs. Haskell?
– Sí. La conocí en Londres, en una reunión de la profesión hará algo más de un año. Seguimos viéndonos algunas semanas desde entonces, y al poco tiempo ella se marchó para venir a instalarse aquí. Desde entonces la relación quedó interrumpida, aunque por supuesto nos veíamos a veces, cuando venía a Oxford.
– ¿Qué lo trajo esta vez, Mr. Warner?
– Dirijo una nueva pieza, de la que también soy autor, en el Teatro de Repertorio.
– Ajá. ¿Y llegó?
– El domingo. Los ensayos no comenzaron hasta el martes, pero quería tener un día libre para entrar en ambiente y familiarizarme con la compañía.
– ¿Y qué puede decirme sobre sus relaciones con Miss Haskell?
Robert pareció intranquilo.
– Eran bastante poco cordiales. Yseut no era persona que se hiciera querer, y apenas llegué empezó a perseguirme con la intención de revivir el pasado. Como por mi parte no tenía el menor interés en revivirlo, ni nada parecido, las cosas se complicaron un poco. Además no valía mucho como actriz, no podía o no quería hacer caso a mis indicaciones, y se pasaba criticando la obra y la dirección a mis espaldas. En conjunto, no tengo reparos en admitir que para mi personalmente era un estorbo.
El inspector no pudo evitar un sobresalto ante semejante estallido de franqueza, que por alguna razón vaga sentía indecente.
– De mortuis nil nisi malum -añadió Robert, siguiendo un impulso tardío.
– ¿Debo entender, señor, que en ningún momento alentó a la joven en…, este…, sus pretensiones?
– Absolutamente.
– ¿No lo visitó en su cuarto la noche del miércoles? Espero que sepa disculparme por formular preguntas tan íntimas, pero le aseguro que, a menos que su respuesta tenga algo que ver con el caso, no ahondaré en el interrogatorio por ese lado.
Robert pareció sorprendido, pero Nigel no hubiera podido decir si la sorpresa era o no verdadera.
– No -contestó-, a no ser que haya entrado mientras dormía. De cualquier manera, lo cierto es que no la vi.
– Esa noche, la del miércoles, Mr. Warner, ¿estuvo…, estaba usted…?
– El inspector -explicó sir Richard, cortando en seco el desesperado intento del otro de dar con un eufemismo conveniente- quiere saber si esa noche durmió con Miss West.
– No -dijo Robert, imperturbable-, realmente no.
– Ahora bien, señor -prosiguió el inspector-. Estuvo presente en la reunión. ¿Sin duda fue testigo del incidente con el revólver?
– Sí, por supuesto. Es más participé en ese incidente. La muy… -dominándose, continuó-, Yseut insistió en que golpeara a Graham por habérselo quitado. Para entonces estaba bastante bebida.
– Ajá. ¿Y qué hizo después de la fiesta? ¿Fue de los últimos en retirarse?
– Creo que sí. Rachel y yo subimos directamente a nuestras habitaciones, cambiamos algunos comentarios sobre las reuniones aburridas en general y sobre Yseut en particular, y nos dimos las buenas noches. Después me desvestí, fui al baño, tomé unas aspirinas para prevenir cualquier posible efecto de lo que había tomado -«típico de él», pensó Nigel- y me metí en la cama. Leí una media hora, luego me dormí.
– Y a la mañana siguiente, ¿se levantó temprano?
– Alrededor de las ocho, si a eso lo llama temprano. Yo no.
– Cuando bajé pregunté por usted -intervino Nigel, sospechando-. El conserje me dijo que no lo había visto, y el maître que no había bajado a desayunarse.
– Ah, ¿sí? -respondió Robert, fríamente-. Da la casualidad que salí a pasear, y por otra parte muy rara vez me desayuno.
– ¿Y no volvió a su cuarto antes de las diez? -preguntó el inspector.
– No. ¿Para qué iba a volver? Rachel no es como yo; nunca se levanta temprano, y no esperaba verla antes de las diez y media.
– ¿Encontró a alguien durante su paseo?
– Me crucé con varias personas, pero ninguna conocida. Y si me permite, inspector -añadió en tono desagradable-, le diré que si lo que intenta demostrar es que pasé la noche con Yseut, no le envidio el trabajo.
– ¿Sabe que Miss Haskell fue a su habitación la mañana siguiente? -prosiguió el inspector, inmutable.
– Eso me dijo.
– ¿Tiene alguna idea del motivo que la llevó?
– Ni la más remota.
– ¿Seguro?
Robert se enojó de pronto.
– Sí, hombre, seguro -replicó de mala manera.
– Muy bien, señor -el inspector sonreía levemente-. Ahora pasemos a lo de esta noche. ¿Querría detallarnos sus movimientos durante la última parte del día?
– El ensayo terminó a las cuatro y media. Volví al hotel con Rachel y tomamos el té juntos. A las seis fuimos a tomar un trago al bar con Donald Fellowes y Nicholas Barclay, que se marcharían a la media hora. Rachel también se fue poco después, a comer con unas amigas que tiene en North Oxford, y comí solo en el hotel. Después volví al bar, y poco antes de las ocho me puse en camino hacia el colegio.
– Después de comer ¿estuvo en el bar con algún conocido?
– No.
– ¿Y no puede fijar la hora en que se marchó?
– No, por Dios. ¿Qué importancia tiene eso?
– Puede tenerla, pero también puede no tenerla -insistió el inspector-. Simplemente estamos tratando de reunir tantos detalles como nos sea posible. ¿Cómo reaccionó Miss West a los avances de Miss Haskell, podría decirme?
Robert pareció preocupado por primera vez.
– Me sorprendió que se enfadara porque en ese sentido es muy sensata; y por otra parte los «avances», como usted los llama, distaban mucho de ser recíprocos. Sí, puedo decir que Rachel se disgustó conmigo tanto como con Yseut.
– ¿Sin que usted hubiera dado motivos? -saltó el inspector.
Dos manchas rojas florecieron en las mejillas de Robert, que, sin embargo, respondió sin perder la calma:
– Absolutamente ninguno.
– Si según usted Miss West era «sensata en ese sentido», ¿cómo se entiende entonces que…?
– Le digo que no tenía ningún motivo.
El inspector se inclinó hacia delante con una sonrisa fatua de complacencia.
– Y cuando llegó aquí, ¿qué hizo?
– Me detuve en la portería para preguntar dónde estaba esta habitación, porque no había venido nunca; subí directamente, pasé unos diez minutos escuchando una divertida historia de aparecidos y luego salí un momento para ir al lavabo. Mientras estaba ahí abajo oí algo como una explosión bastante cerca, y al salir me encontré con los demás, que bajaban por la escalera. El resto ya lo sabe.
– ¿Llevaba guantes, Mr. Warner?
– ¿Guantes? Por Dios. ¿A quién se le ocurre? ¡Con este calor!
– Gracias, señor. Creo que eso es todo por ahora. Sir Richard, profesor, ¿tienen algo que preguntar?
Meneando la cabeza, sir Richard interrogó a Fen con la mirada.
– Una cosa solamente -dijo Fen, llevándose el vaso de whisky a los labios-. ¿Qué sabe sobre Egipto, Warner?
Robert pareció perplejo.
– Estuve en ese país una vez, antes de la guerra -dijo-. Pero no sé más que la generalidad de los turistas: lo que uno recoge por ahí.
– ¿Nada sobre el simbolismo de la antigua religión egipcia, por ejemplo?
Robert sostuvo su mirada un instante.
– No -dijo con extrema lentitud-. Lo siento, pero de ese tema no sé absolutamente nada.
– Bueno, señor, entonces eso es todo -dijo el inspector.
– En ese caso -Robert se puso de pie- me marcho.
Tardíamente consciente de sus deberes de dueño de la casa, Fen se levantó de un salto.
– Mi estimado amigo -dijo-, realmente debo pedirle perdón por la velada, que ha sido abominable. Temo que no quiera volver a visitarme. Y lo cierto es que ardía en deseos de charlar con usted sobre su obra. Pero el lunes por la noche pienso verla, y si me lo permite quisiera asistir al ensayo de mañana.
– Encantado -dijo Robert cortésmente-. Y por favor, no se disculpe. No tiene la culpa de que cometan asesinatos en su vecindad. Ojalá disfrute con la experiencia. Y si puedo ser útil en algo, avíseme, se lo ruego.
– Mucho temo que este desdichado asunto trastorne sus planes -dijo Fen-. Tendrá que encontrar a alguien para sustituir a la muchacha, y pronto.
– Eso no me preocupa. Jane, que estudió su papel por si acaso, sabrá salir a flote.
Fen asintió en silencio, y Robert, tras dirigir sendas inclinaciones de cabeza a sir Richard, a Nigel y al inspector, se encaminó a la puerta. Pero antes de abrirla, se volvió.
– A propósito -dijo-, ¿me equivoco al suponer que el revólver que mató a Yseut es el mismo con el que estuvo jugando la noche de la reunión? Parece lo más probable.
– En efecto, Mr. Warner -respondió el inspector-. Alguien, no sabemos quién, volvió después de marcharse los invitados y lo sacó de su sitio.
– En ese caso -continuó Robert quizá pueda serles de ayuda. No sé si sabrán que vi quién lo tomó.
– ¡Usted vio…! -exclamó el inspector, levantándose de un salto.
– Claro que hasta hoy no supe por qué. Pero esa noche, al ir al baño antes de acostarme, vi que alguien entraba en la habitación de Graham sin encender la luz, y también vi que ese alguien volvía a salir llevando consigo algo que en ese momento no reconocí. Sencillamente pensé que era uno de los invitados, que iba en busca de algo olvidado.
– ¡Sí, sí! -gritó casi el inspector-. ¿Y ese alguien era…?
<a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Lo que dijo Nigel Blake fue una versión abreviada de lo incluido en los capítulos II, III y IV. No se omitió ni agregó nada. E.C.