172835.fb2
La tumba es un lugar privado y hermoso
Mas nadie allí, creo, se abraza.
Marvell.
El inspector miró a Robert con severidad. Daba la sensación de que siempre, en el fondo de su cerebro, aquel dato asombroso había existido en una forma pura e inmaterial, y que ahora la brutalidad con que Robert acababa de introducirlo en el medio rústico y limitado de las palabras le dolía como una ofensa. Miró a Robert como quien mira a alguien que acaba de coronar una alusión literaria especialmente sutil y apropiada con la trivialidad de un refrán.
– ¿Está dispuesto a jurarlo? -inquirió automáticamente. La pregunta era del todo retórica, y al parecer el inspector no se había percatado de que el método de arrancar la verdad que encerraba había pasado de moda hacía tres siglos.
– Bueno -respondió Robert, con el tono condescendiente de quien debe explicar lo que salta a la vista en beneficio de un alma cándida-, estoy dispuesto a jurar que volvió a esa habitación. Naturalmente que no puedo estar seguro si sustrajo el revólver.
El inspector dejó pasar la cautelosa y escolástica enmienda con una mueca de desagrado.
– En ese sentido las conclusiones podemos sacarlas nosotros, señor -dijo con aire agresivo, como reclamando una prerrogativa-. Le agradezco, Mr. Warner, nos ha sido muy útil…, muy útil, ya lo creo -añadió subrayando las palabras por sentir inadecuada la expresión. Robert abandonó la habitación en forma casi imperceptible. El inspector hurgó en su cerebro en busca de palabras apropiadas para expresar sorpresa complacida y al no hallarlas, dejó a un lado el comentario para preguntar a todos en general:
– Bueno, bueno, ¿qué tenemos que decir a eso?
Nigel, por lo menos, no tenía nada que decir. Allí estaba el hecho, y por el momento no parecía haber nada que añadir al respecto; por cierto que como hecho era interesante. «Muy interesante.» Emitió la opinión en tono pesaroso, consciente de su futilidad.
– Carece de todo valor -fue el irritante comentario de Fen.
– Habrá que investigar por ese lado -sir Richard se decidió por la parte prosaica.
Esta última observación pareció llenar convenientemente el inquietante vacío que se había formado en el cerebro del inspector.
– Investigaremos, no lo dude -aseguró con algo del valor tardío de Aquiles cuando le pidieron que luchara contra los troyanos-. En cuanto al resto del interrogatorio, a mí al menos -subrayó el pronombre como desafiando a que alguien lo desvirtuara- me parece obvio que Mr. Warner pasó la noche del miércoles con Miss Haskell -respiró pesadamente.
– Si piensa que eso tiene algo que ver con el caso, Cordery -dijo sir Richard, fríamente-, entonces tuvo razón al mostrarse tan persistente. Pero no olvide que es un policía, no una comisión de moralidad y buenas costumbres.
El inspector acusó la reprimenda demostrando convicción en la medida apropiada.
– De cualquier manera, señor -dijo-, reconozca que bien puede tener alguna relación con el asunto que tenemos entre manos.
– Todo esto me está aburriendo sobre manera -terció Fen de improviso-. Si seguimos así, me voy. Nos hemos perdido en un laberinto de detalles rutinarios -su tono se volvió amenazador-. Solamente hay que decidir dos puntos: primero, si fue un suicidio; ya he dado suficientes pruebas de que no lo fue (dicho sea de paso ¿vieron que en el suelo, que es de madera de pino blando, no había ninguna incisión en el lugar donde se supone cayó el revólver? Otro paso en falso del criminal). Y segundo, puesto que evidentemente fue un asesinato, hay que decidir cómo lo cometieron -adoptó una expresión plañidera-. Con unas cuantas preguntas inteligentes, listo. Pero no, tienen que sumergirse en un montón de cosas intrascendentes -pronunció la palabra «cosas» con una repugnancia nacida en parte de su incapacidad para dar con otra mejor-. Todo eso estaría muy bien en una novela policíaca, donde hay que disfrazar los detalles significativos; aunque debo decir que en mi opinión tendrían que buscar disfraces menos vistos y más interesantes…
Sir Richard se puso en pie resueltamente.
– Mira, Gervase -dijo-; si hay algo que me desagrada profundamente es esa clase de novelas policíacas donde uno de los personajes expone sus teorías sobre la mejor forma de escribir una novela policíaca. Ya es bastante que haya un detective que lea esas cosas: todos lo hacen…
Una ráfaga de furia avasalladora envolvió al inspector.
– Ahora es usted quien se está saliendo del tema -gritó con voz ronca-. El problema no consiste en decidir cómo cometieron el crimen, aun cuando puede que eso tenga cierta importancia, sino en decidir quién lo cometió.
– Pero eso ya lo sabemos. ¿O no? -dijo Fen con deliberada malicia.
El inspector guardó silencio. Parecía estar apelando a todas sus reservas para pulverizar la ultrajante sugerencia con una contraofensiva titánica. Abrió la boca y la sangre se le agolpó en la cara. Sin embargo, no encontrando a mano ninguna retórica adecuada, y controlando a su pesar el impulso de optar por una expresión física violenta, apeló en cambio a la ironía, en este caso pesada y subconsciente.
– Usted tal vez lo sepa -dijo por fin.
– Lo sé -respondió simplemente Fen.
Sir Richard intervino entonces, viva encarnación del sentido común con toda su brusca franqueza.
– ¡No diga tonterías, Gervase!
– He dicho que lo sé -Fen adoptó la actitud compungida de quien cree que seguirá siendo incomprendido por sus congéneres el resto de sus días-. Lo supe a los tres minutos de entrar en ese cuarto.
– ¡A los tres mi…! -en sir Richard la curiosidad y la indignación lucharon un momento, hasta que por fin la curiosidad fue más fuerte-. ¿Quién fue, entonces?
– ¡Ah!
Sir Richard abrió los brazos expresando su desesperación con el ademán convencional.
– ¡Santo cielo! -exclamó-. ¡El engaño otra vez! No me diga nada, ya sé: no se puede decir hasta el último capítulo.
– Nada de eso -repuso Fen, ofendido-. El caso todavía no está cerrado. Y, en primer lugar, no logro imaginar por qué esa persona hizo lo que hizo.
– ¡Dios me ampare! ¿Le parece que en este caso no hay motivos a montones?
– Todos sexuales, mi querido Dick. No creo en el crimen pasional, especialmente cuando, como aquí, la pasión parece ser en esencia frustración. Dinero, venganza, seguridad: ahí tiene móviles plausibles, y entre esos pienso buscar. Además confieso que algunos detalles, que probablemente no son capitales, siguen intrigándome.
– Bueno, no deja de ser un alivio -dijo el inspector en súbito acceso de jocosidad poco convincente-. Creo -añadió con recelo, al parecer temeroso de hallar oposición- que ahora convendría que viésemos a Mr. Fellowes -ejercitar así su iniciativa pareció servirle de cierto consuelo.
– Donald ya viene -anunció Nicholas, cuya oportuna aparición coronó las palabras del inspector-. En este momento, y a instancia mía, está dejando que los efectos de la bebida sigan su curso natural. No sabe beber ese muchacho. Opino que no tendrían que permitirle ni una gota de alcohol, o a lo sumo muy poca cantidad -envolvió a los presentes en una mirada benévola, sin duda buscando apoyo para la sugerencia-. ¿Puedo preguntar cómo marcha la investigación?
– Hasta ahora no hay mucho que decir -respondió sir Richard-. Avanza, pero no sabemos exactamente en qué dirección: no hay puntos de referencia de tamaño suficiente para poder asegurarlo.
– ¿Siguen aferrados a esa ridícula teoría del suicidio?
– Cómo, ¿entonces no está de acuerdo? -bajando la voz al final de la frase, el inspector la convirtió de pregunta en afirmación, que el aludido recibió resignado.
– La idea no puede ser más absurda. Yseut era rica, y justamente acababa de crear una situación llena de las más desagradables posibilidades: tenía ante sí un enorme, fecundo horizonte dentro del cual fastidiar al prójimo a voluntad. Abandonarlo habría sido traicionar sus principios de toda la vida. Cualquier cosa, que duela, habría dicho Hamlet -por un momento Nicholas analizó la paráfrasis con sentido crítico, antes de abandonarla al criterio de inteligencias inferiores-. ¿Cómo iba a cambiar toda esa actitud potencial a cambio de un mutis violento de este mundo? Rachel, Jean, Donald y Robert estaban todos sometidos a sus caprichos, en un embrollo muy poco digno. Mucho me temo que se trate de un asesinato: por dinero o bien por pasión.
– Fen -dijo sir Richard- acaba de eliminar la pasión como móvil del crimen.
– «El crimen está tan cerca de la lujuria como la llama del humo» -respondió Nicholas, cortésmente, para en seguida añadir-: Trillada comparación.
– ¿Cómo dijo, señor?
– Era una cita de Pericles, inspector, una sucia obra sobre burdeles escrita por Shakespeare…, de quien seguramente habrá oído hablar.
Sir Richard se apresuró a intervenir.
– ¿Y qué era eso del dinero? ¿Acaso era rica la joven?
– Abrumadoramente rica. Calculo que tenía una renta anual de dos mil libras, que ahora hereda su hermana Helen. Y ya que hablamos del asunto, me parece oportuno mencionar que en la reunión de la otra noche Yseut anunció a Helen su intención de ir a Londres uno de estos días por algo relacionado con su testamento.
– ¿Qué quiere insinuar? -saltó Nigel.
Nicholas descartó su intervención con un ademán.
– Los impulsos caballerescos equivocados como ese, Nigel (que originariamente, como el inspector sin duda habrá notado, denotaban una afición por la raza caballar), están totalmente fuera de lugar.
El inspector lo miró con el ceño fruncido.
– ¿Podría jurarlo? -preguntó. A Nigel se le ocurrió que aquella frase respondía a un impulso reflejo absolutamente irreflexivo que cualquier declaración injuriosa podía provocar, como la famosa salivación de los perros de Pavlov al oír la campana que anunciaba la cena.
– No soy como usted, inspector -dijo Nichols, con severidad fingida-. No hago distinciones de ninguna clase entre la verdad común y la verdad jurada. Y además poseo una mente agnóstica. No hay nada por lo que podría jurar sinceramente.
– ¿Ningún principio filosófico primario? -intervino Nigel, con sarcasmo.
– Aparte del principio filosófico primario de que no hay ningún principio filosófico primario -replicó Nicholas, impávido-, ninguno. Sin embargo, me parece que estamos confundiendo al bueno del inspector. Puedo asegurarle, inspector, que realmente oí esa conversación.
– ¿Había alguna otra persona presente, señor?
– ¿Cómo presente?, había una infinidad de personas, inspector. Lo que no puedo decir es si alguna oyó lo que oí yo.
En ese momento Fen, que se había estado estudiando en el espejo de la pared más alejada, giró sobre los talones y se encaminó resuelto hacia el grupo.
– Se está comportando como un estúpido -dijo a Nicholas, con evidente intención de ofender-. Contésteme una pregunta: ¿qué estaban haciendo usted y Fellowes esta noche en un cuarto ajeno?
El inequívoco dominio que Nicholas había tenido de la situación se desvaneció como por encanto.
– Estábamos escuchando la radio -respondió mansamente-. Donald no tiene, y como el ocupante de ese cuarto no estaba, entramos y tomamos posesión.
– ¿Alguno de ustedes salió del cuarto en algún momento? -sin previo aviso, Fen había asumido una actitud decididamente oficial, en repulsiva parodia de la del inspector.
Nicholas se rascó la nariz.
– No -dijo en tono de disculpa y con un laconismo extraño en él.
– ¿Oyeron el disparo?
– Vagamente. En ese momento estaban tocando Heldenleben. A pesar de que teníamos las ventanas abiertas no llegó a sobresaltarnos.
– Santo cielo, muchacho. ¿Quiere decir que estaban oyendo eso con las ventanas abiertas?
– Bueno -balbució Nicholas, avergonzado-, hacía calor.
– De manera que estaban oyendo la radio con las ventanas abiertas -repitió Fen. ¡Por todo los diablos! -añadió, abandonando el tono oficial. El inspector lo miró sin ocultar su azoramiento-. Ahí está, por fin. ¿Y podría decirme qué tocaron antes de Heldenleben? -preguntó, en tono de untuosa cortesía.
Nicholas alzó la vista, sorprendido.
– Me parece que la obertura de Meistersinger.
– La obertura de Meistersinger. ¡Magnífico, magnífico! -Fen se frotaba las manos, súbitamente complacido-. Un trabajo admirable, ya lo creo.
– Vea, señor, en realidad no me parece que… -empezó el inspector, pero Fen lo interrumpió sin ceremonias.
– Lo sospeché desde el principio -dijo-. No, mi estimado amigo, no hablo de su facultad de raciocinio. Hablo del método, ¿comprende?, del método. ¡Al fin lo tengo! -como en éxtasis, se dejó caer en una silla y cerró los ojos, aparentemente dispuesto a dormir.
– Creo -aventuró el inspector al cabo de un momento- que si Mr. Fellowes se siente mejor… -Nicholas, obediente, se encaminó hacia la puerta.
– ¡Espere! -tronó Fen, que después de cambiar de posición varias veces quedó un rato pensativo-. ¿Cuándo corrieron las cortinas?
– Poco antes de oír el disparo, creo.
– ¿Las corrió usted o Fellowes?
– Yo corrí las de las ventanas de este lado, y Donald las que dan al patio.
– ¿Notó algo fuera de lo común mientras las corría?
– No. Ya había oscurecido bastante.
– ¿Dónde se sentaron?
– En un par de sillones junto a la chimenea.
Fen soltó un gruñido. La información suministrada pareció proporcionarle un placer secreto.
– Según usted, ¿quién es el asesino? -preguntó por fin.
Nicholas pareció desconcertado.
– Robert o Rachel o Jean, supongo; o Sheila McGaw…
– ¿O quién?
– Sheila McGaw.
– Este personaje es nuevo, inspector -dijo Fen, radiante de júbilo-. Háblenos de ella -añadió.
– Es una mujer joven, con tendencias artísticas, que habitualmente dirige las obras que da la compañía. En la época en que Yseut realizó una corta incursión por los escenarios de West End, iban a ofrecerle la dirección de una obra en la que aparecía Yseut. Ese dechado de virtudes que se llamaba Yseut Haskell usó de su influencia para conseguir que la otra se quedara sin trabajo, principalmente dando publicidad al hecho de que las reacciones sexuales de Sheila no eran del todo normales; aquí la Comisión de Moralidad y Buenas Costumbres enarcó las cejas sorprendida y frunció el entrecejo. Sheila se enteró y, no sin razón, le cobró odio profundo. Le diré, profesor -agregó, invitando a Fen a la reconciliación-, que conozco a fondo el escándalo, en realidad soy un Aubrey de nuestros días. ¿Qué más necesita la policía?
– Aparte del hecho de que Aubrey sabía escribir -repuso Fen, fríamente-, de que se embriagaba cuando bebía mucho, y de que tenía un sentido del humor espontáneo encantador, acaso haya algún punto de comparación. Si mal no recuerdo Aubrey llegó al extremo de acusar a Ben Jonson de haber asesinado a Marlowe -la expresión de su rostro decía a las claras que colocaba el cargo en la categoría de falta gravísima.
Donald Fellowes apareció aún no repuesto de sus recientes excesos. El proceso físico de la descompostura le había aliviado la anestesia de los nervios, mas el alcohol todavía bullía, cantando y zumbando en sus venas, con el resultado de que además de deprimido se sentía positivamente enfermo.
– Vamos a ver -dijo Fen, que se había hecho cargo de la situación sin que nadie ofreciera resistencia aparente-, ¿qué tiene que decir en su descargo?
La pregunta tuvo el efecto de sacudir violentamente a Donald, que murmuró algo entre dientes.
– ¿Siente que Yseut haya muerto? -prosiguió Fen, y a Nigel, en un aparte dolorosamente audible-. Éste es el método psicológico para llegar a la verdad.
Aquello bastó para despertar a Donald.
– ¡Al diablo con la psicología! -exclamó-. Ya que quieren saberlo, les diré que no siento que esté muerta, sólo siento alivio. Y no se molesten en suponer por eso que la maté. Tengo una coartada -terminó con algo del orgullo del chiquillo que muestra su libro de cuentos preferido al adulto recalcitrante que visita a sus padres.
– Cree que tiene una coartada -lo corrigió Fen, con cautela-. Pero suponiendo una complicidad entre usted y Nicholas Barclay, la coartada se desvanece.
– No pueden probar esa complicidad -protestó Donald, indignado.
Bruscamente Fen abandonó ese terreno poco propicio.
– ¿Practicó sus ejercicios de órgano ayer por la mañana? -preguntó-. ¿Y antes estuvo en el Mace and Sceptre?
– Sí a las dos cosas -dijo Donald, que se iba recobrando poco a poco-. El sábado tengo que tocar un Preludio Respighi bastante difícil.
– Y cuando fue al bar ¿llevó la pieza de música? -el nuevo giro que tomaba el interrogatorio sorprendió vivamente a Nigel.
– Casualmente sí.
– ¿Muchas piezas?
– Algunas -respondió Donald con dignidad.
– Ah -dijo Fen-. El testigo es suyo, inspector. El caso ha dejado de interesarme.
Aparentemente así era. El inspector formuló un número de preguntas sobre los movimientos de Donald esa noche, acerca del episodio del revólver y sus relaciones con Yseut, pero no supieron nada nuevo. Nigel tenía la impresión de que el inspector, en encomiable, pero fútil esfuerzo por cumplir su deber, estaba dándose de cabeza contra un muro de piedra, de que estaba disparando preguntas al azar con la simple esperanza de sacar algo en limpio y de que, habiendo descartado por el momento la teoría del suicidio, no encontraba ninguna línea de investigación concreta para reemplazarla. Nigel compartía de corazón ese sentir. A él mismo comenzaba a cansarle todo aquello y, como Fen, sentía morir su interés por el caso. Ahora veía que su primera reacción ante el crimen había sido puramente sentimental, y empezaba a comprender que, vista desde más de un ángulo, la muerte de Yseut no era de lamentar; si la hubiera atropellado un autobús el resultado habría sido el mismo, así que ¿por qué preocuparse por consideraciones morales? Los naturales de las islas Fiji, recordó, asesinaban a sus ancianos por razones de evolución social admirables desde todo punto de vista. Eso pensaba su yo consciente; en la inconsciencia vivía y se agigantaba un terror supersticioso por la muerte violenta, impermeable al refinamiento del cálculo racional, y que los sentidos pugnaban por suprimir negándose a seguir especulando con el problema. El miedo supersticioso estaba allí, a no dudarlo, porque el agente era misterioso: un retroceso atávico a la creencia en el poder de los espíritus sueltos por aire y tierra. Si hubiera visto caer a Yseut alcanzada por la bala, si supiera el nombre del asesino, ese miedo no habría nacido jamás.
Cerca del final del interrogatorio, algo revivió el dormido interés de Fen, que a juzgar por las apariencias era algo sumamente voluble.
– ¿Qué opina de Jean Whitelegge? -preguntó esforzándose por aparentar simple curiosidad científica.
– Creo que está enamorada de mí.
– Mi estimado amigo, eso ya lo sabemos. Y no se ufane tanto de ello. ¿Cree que puede haber matado a Yseut?
– ¿Jean? -una pausa infinitesimal. Después Donald pareció impresionado-. No, de ningún modo.
– Ajá -prosiguió Fen-. ¿Y qué servicio tenemos para el domingo?
– Dyson en Re.
– Hermoso comentó Fen, un poco teatral, pero hermoso. No falte, Nigel. Musicalmente es una batalla entre la religión y el romance, entre Eros y Agape -Nigel asintió en silencio, atónito ante declaraciones tan sentenciosas. Donald Fellowes fue a ocupar una de las habitaciones reservadas a los huéspedes, no sin antes retirar de su dormitorio algunos efectos personales bajo la mirada atenta de un agente.
Una atmósfera soporífica envolvió tras su partida a Fen, Nigel, sir Richard y al inspector. Ahora hasta los dos últimos parecían pasar por serias dificultades para mantener vivo su interés. Y además era bastante cerca de medianoche. En heroico intento de retornar la senda abandonada, el inspector probó sus dotes en el arte de la condensación y el resumen.
– Falta investigar algunos detalles específicos -dijo-. Las coartadas de los demás interesados; el asunto de si la bala salió del revólver que encontramos (aunque personalmente no me cabe la menor duda de que así fue); la cuestión del testamento de la difunta; la procedencia del anillo; y dos o tres puntos secundarios.
Sir Richard arrojó el fósforo que desde hacía unos segundos venía aplicando sin resultado visible al cuenco de su pipa, con mala puntería, pues no cayó en la chimenea.
– Para mí -dijo, denotando su rostro un desconcierto apropiado aunque momentáneo- la forma en que la mataron sigue siendo un misterio. ¿Les parece que habrán podido disparar desde fuera, a través de la ventana…? -para denotar la poca fe que le merecía el planteamiento, apeló a la reticencia.
– Aun prescindiendo del detalle de las quemaduras de pólvora -dijo el inspector-, no veo cómo habrían podido hacerlo. Si alguien hubiera disparado desde el corredor, Williams lo habría visto. Si Mr. Fellowes y Mr. Barclay dicen la verdad, no la atacaron desde el cuarto de enfrente. Con el respeto que me merece su opinión, señor -miró a Fen sin que su actitud trasuntara mucho respeto-, no veo cómo puede ser otra cosa que un suicidio. Claro que me propongo conducir la investigación con amplitud de criterio -inclinó la cabeza, al parecer aprobando su arranque de generosidad y condescendencia-, pero a mi juicio no quedan dudas en ese sentido.
– Estoy seguro de que podemos dejar el asunto en sus manos, inspector -dijo sir Richard, no sin esfuerzo-. Y ahora, ¿qué les parece si nos vamos a la cama?
El sentido alivio que suscitó la sugerencia engendró, por alguna razón incomprensible, una rara tendencia a prolongar la charla en torno a trivialidades. Por fin sir Richard y el inspector partieron, pero Nigel se quedó un rato más. Fen había abandonado su melancolía teatral y su exuberancia ilógica, y ahora estaba impresionantemente solemne.
– Después hablan -murmuró- de la justicia abstracta.
– ¿Justicia abstracta? -repitió Nigel.
– Pascal sostiene que la justicia humana es completamente relativa -dijo Fen- y que no hay crimen que en algún momento no haya sido considerado un acto piadoso. Claro que confunde la ley de moralidad universal con aquellos actos que tienen valor por su conveniencia momentánea. Aun así estimo que el incesto lo contradice, puesto que ha merecido la condenación universal -exhaló un suspiro-. La cuestión es: ¿vale la pena que cuelguen a alguien por el asesinato de esa mujer? Al parecer acostumbraba a valerse de sus encantos en la forma más baja que darse puede, como medio de conseguir poder, al estilo de Merteuil.
– Hasta cierto punto podría calificársela de sensualista -insinuó Nigel.
Gervase Fen estudió la propensión de Yseut al desenfreno sin satisfacción; en su interior parecía estar librándose una batalla corneliana.
– No me gusta -murmuró-. No me gusta nada.
– ¿Cree saber quién la mató?
– Oh, sí. Tal vez debiera haber dicho que las condiciones son tales que solamente una persona puede llenarlas, y que averiguar la identidad de esa persona será bastante fácil. Reconozco que habrá que aclarar ciertos puntos oscuros, y hasta es posible que me equivoque -la voz del profesor trasuntó su falta de convicción acerca de este último punto-. Esa chica McGaw… -se interrumpió a sí mismo para preguntar a quemarropa-: ¿Estás enamorado de Helen?
Nigel estudió las posibles derivaciones desagradables de la pregunta.
– Apenas la conozco -dijo, confiando en la evasión para sonsacar algo más a Fen. Pero éste no hizo más que menear la cabeza y anunció que lo acompañaría hasta el portón de entrada.
Una media luna colgaba torcida del cielo sobre el gran torreón. El aire estaba tibio, con una tibieza que a la vez que minaba la energía física, presagiaba un cambio inminente. Cruzaron el patio bajo la arquitectura remilgada de Iñigo Jones, transformada por la oscuridad en lujuria siniestra, vacía. A Nigel le trajo a la memoria el cuento de Wilkes.
– Interesante agregado a la colección de leyendas del colegio -comentó.
– Dime una cosa, Nigel -lo interrumpió Fen con los pensamientos en otra parte-, ¿estabas tú aquí hace tres o cuatro años para los festejos de Todos los Santos?
– ¿Cuando el colegio en pleno bailó desnudo en el parque a la luz de la luna? Sí, y estuve complicado. Para ser exacto me hice acreedor a sanciones disciplinarias que deben de haber abastecido de oporto al colegio durante varias semanas.
– Eran otros tiempos. Esa noche ¿apareció algún fantasma?
– Recuerdo que en un momento dado nos contamos y descubrimos la presencia de un desconocido. Pero nunca supimos si era un fantasma o simplemente uno de los profesores.
– Se me ocurre que no debía ser tan difícil distinguirlo -Fen suspiró-. Todos, Nigel, nos estamos tipificando y normalizando. Tenemos atrofiado el don divino de decir y hacer tonterías. ¡Quieres creer que, el otro día, un alumno tuvo la impertinencia de criticarme porque leí pasajes de Alicia en el país de las maravillas como ejemplos de la más pura invención poética! Está de más decir que lo puse en su lugar -en la semipenumbra sus pupilas brillaron fugazmente al recordar la satisfacción obtenida-. Pero ahora ya no queda nada de la vieja excentricidad, absolutamente nada. Salvo, por supuesto -deteniéndose, señaló algo-, eso.
Habían llegado a una parte del colegio que Nigel recordaba como un cuadro de césped cercado. Mirando en la dirección que señalaba Fen, vio que allí habían construido una especie de corral techado, dentro del cual distinguió confusamente los contornos de doce máquinas de escribir sobre una mesa, y a doce monos, unos sentados en actitud soñadora, otros copulando con expresión aburrida. La siniestra e imprevista aparición tomó de sorpresa a Nigel.
– ¿Qué es? -preguntó.
– El Corral de Wilkes -respondió Fen en tono sombrío-. Por supuesto que es posterior a tu época. Wilkes, que tiene una mentalidad práctica, lo ha alquilado al colegio por no sé cuántos años. Pero hasta ahora no han producido ni un solo soneto de Shakespeare, ni una línea de soneto, ni una palabra de línea, ni tan siquiera dos letras consecutivas. Lógicamente hay que reponer los monos a medida que van muriendo, probablemente eso sea perjudicial para el éxito del experimento suspiró-. Mientras tanto muestran poca inclinación a acercarse a las máquinas, y se conforman con seguir sus impulsos naturales con el consiguiente embarazo de quienes los vemos -meneó la cabeza considerando lo transitorio del esfuerzo humano. Siguieron de largo y se aproximaron al pabellón de la portería-. A propósito, recuérdame algún día de que te dé mi opinión sobre el cuento de Wilkes; me interesó en más de un sentido. ¡Y solucionar un problema de muertos satisface tanto más que resolver un problema de vivos! Ésos no requieren ninguna acción positiva.
«Supongo -añadió cuando se despedían- que mañana me acompañarás en mi recorrido. Una comezón interior me obliga aclarar este asunto, aunque si la policía insiste en su absurda teoría del suicidio, dudo que me decida a contradecirlos.
Nigel aceptó sin mayor entusiasmo.
– Ya nos veremos -dijo Fen con la vaguedad deliberada de quien quiere eludir un compromiso fijo-. Qué cansado estoy. Y todavía me falta ordenar unos papeles para los alumnos nuevos que llegan mañana -desapareció en seguida y la oscuridad trajo hasta Nigel el temblor de una palabra: «¡Cretinos!»
Ahora que estaba al aire libre, Nigel tenía muy pocos deseos de dormir, de manera que siguió de largo frente a la Iglesia Cristiana y tomó hacia el camino de sirga, que corría junto al canal. Estuvo un rato contemplando el agua, donde manchones de luz blanca y reflejos negros se entregaban en silencio a sus dislocadas maniobras. Los gasógenos, las chimeneas de las fábricas y las desviaciones del ferrocarril -de donde de vez en cuando llegaba el clamor distante de trenes de carga en movimiento- alzaban sus siluetas hacia la luna como un grabado de Muirhead Bone. Allá muy lejos, una sirena antiaérea inició su ululante sinfonía.
Poco a poco los acontecimientos del día volvieron, pero dispuestos en formas fantásticas, pidiendo a gritos una explicación, que los sometieran a escrutinio, o hasta que los descartaran. Los rostros de los personajes aparecían mezclados inconsecuentemente en relaciones por demás extrañas. Frases aisladas volvían, y su sentido sufría extraordinarias corrupciones. El elemento racional, fatigado, lleno de hastío, quedó apartado, contemplando con fastidio e impotencia el grotesco panorama. ¿Hubo acaso un fugaz atisbo de la verdad? Nigel nunca lo sabría. Suprimiendo un escalofrío, a pesar de la tibieza de la noche, emprendió el regreso al hotel.
Esa noche soñó que volvía a estar desnudo en el parque de St. Christopher's. Sólo que ahora parecía diferente, y mientras lo miraba, el edificio del colegio fue retrocediendo hasta perderse en el infinito. Vagamente notó que Helen estaba colgada de las ramas bajas de un árbol y le decía algo a gritos. Debió pasar un momento antes de que comprendiera que Helen había trepado al árbol en busca de refugio. Y mirando alrededor, Nigel distinguió una forma oscura que avanzaba hacia él arrastrándose a cuatro patas entre los matorrales. Los rasgos de ese ser, horriblemente distorsionados, eran los de alguien que conocía; pero cuando despertó y trató de desechar irritado el recuerdo de la pesadilla encendiendo un cigarrillo, no pudo recordar a quién pertenecían.