172835.fb2 El caso de la mosca dorada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

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¡Cómo! ¿Una mujer puede hacer preguntas fuera de la cama?

Ottway.

Al día siguiente el tiempo se estropeó. Temprano, por la mañana, antes de que los primeros rayos de luz tocaran las torres y pináculos de la ciudad, descargó la lluvia desde un cielo plomizo. Cuando Nigel despertó de su sueño intranquilo, las calles estaban anegadas, los complicados e ineficaces sistemas de desagüe de la arquitectura gótica, imitación gótica, palatina y veneciana se habían desbordado, mojando a los transeúntes desprevenidos. Desde Carfax los ríos en miniatura corrían a ambos lados de la calzada, bajando por la suave pendiente de la calle principal, dejando atrás el Mitre, el Great St. Mary's, el Queen's, y así hasta donde la torre del Magdalen vigila en austera soledad el tránsito que corre hacia Headington, o hacia Iffley o Cowley. En las afueras de St. John's, los árboles principiaban a crujir con susurros ahogados, y las gotas a caer de sus ramas con persistencia monótona, mientras uno que otro rayo de sol pálido y solitario se posaba en un arquitrabe del Taylorian, echaba un rápido vistazo al sur, por el Cornmarket, y desaparecía al momento tragado por los precintos de Brasenose. El gris de un sinnúmero de paredes hallaba eco en el cielo ceniciento. El agua se precipitaba en torrentes por la enredadera de hiedra que intenta escudar a Keble y protegerla de comentarios ofensivos; se detenía para brillar momentáneamente sobre el hierro forjado de la verja de Trinity; formaba innumerables charcos y arroyuelos entre los guijarros que rodean al Radcliffe Camera, con su cúpula que semeja el bote de mostaza entre las vinagreras. El decorado que permite más lucimiento a Oxford es la luz de un sol radiante, o el brillo de la luna; la lluvia la hace una prisión, profundamente deprimente.

Al día siguiente comenzaban las clases. Los estudiantes que aún no habían llegado estaban camino de la ciudad. En medio de la algarabía de toda Inglaterra, sus voces bullangueras, juveniles, resueltas convergían hacia la universidad. En el edificio Clarendon, dos celadores nuevos contemplaban con aire resignado la lista de tabernas que debían recorrer esa noche en busca de infractores, mientras los alumnos más jóvenes de la Universidad in statu pupillari calculaban las posibilidades de que aquellos se quedaran saboreando su oporto hasta tarde. En las porterías de los colegios comenzaban a aparecer anuncios referentes a futuras actividades sociales, algunos concebidos en términos agresivos; los taxis iban y venían cargados de maletas; al cabo de una o dos semanas llegaría más equipaje, en virtud del sistema que las compañías ferroviarias llaman irónicamente despacho anticipado; se preparaban y distribuían apuntes; los rectores soltaban suspiros de pesar, alumnos novatos llegaban en estado de creciente asombro y timidez angustiosa, y los cocineros planeaban enormidades.

Era un día sombrío; pero Nigel, al asomarse por la ventana de su Baptisterio, se sintió más animado que de costumbre. «He llegado», pensó, «a esa etapa en que la comprensión escueta, terrible, del hecho suele envolverse con ímpetu repentino; y felizmente no me ocurre nada de eso: por el contrario, su absoluta falta de importancia resulta en verdad imponente y se está traduciendo en una perceptible animación del espíritu». Observó con atención la cascada que bajaba serpenteante de nivel en nivel, cada vez más tumultuosa, por la fachada del edificio, y la vio precipitarse sobre el paraguas del profesor de Matemáticas, que acertó a pasar debajo. Luego, fortalecido su espíritu por ese espectáculo reconfortante, retiró la cabeza, se lavó, se afeitó, se vistió y bajó a tomar el desayuno.

– Crimen -decía en tono dogmático Nicholas Barclay a Sheila McGaw, con quien estaba desayunando-. Efectivo, sin duda (de efecto inmediato), pero básicamente insatisfactorio -esbozó un ademán expresivo, proyectando al hacerlo un glóbulo de mermelada dentro de la sal-. Y además piensa cuán infinitamente mejor habría sido que arrastraran a la víctima del carro, bajo el chasquido del látigo. El crimen es tan abrupto, no deja nada de que disfrutar después; es como apurar de un trago un vino fino en vez de paladearlo lentamente. Y por otra parte considéralo desde el punto de vista de la conveniencia. ¡Qué admirable era la Edad Media en ese sentido! Cilicios, sillas de chapuzar, capas de borracho, cinturones de castidad, cepos; todos diseñados como medios rudimentarios, mas no por eso menos eficaces de contrarrestar determinadas flaquezas de la naturaleza humana. Como diría Ruysbroek, tiemblo de gozo al pensar en la cantidad de esos tormentos a que se habría hecho acreedora Yseut. El asesinato es tan abstracto, tan imparcial -se quejó-, carece en absoluto del elemento poético de la elección; a decir verdad no estoy seguro de que no sea, en el mejor de los casos, de un mal gusto detestable -de un mordisco arrancó un trozo de tostada y contempló el resto con mirada reflexiva antes de depositarlo en el plato.

– ¿Puedo preguntar -dijo Sheila- si elucubraste ese argumento para convencer a la policía de que no la mataste? En ese caso temo que estés condenado al fracaso.

– Mi querida Sheila: no tenía ningún motivo valedero para matar a Yseut. Es cierto que anoche mentí a la policía al decir que ni Donald ni yo salimos de ese cuarto, y no es menos cierto que creo que Fen se dio cuenta…, maldito sea. Pero aun cuando eso se descubriera, no veo qué tengo que temer. Tú, en cambio…

Sheila alzó la vista rápidamente.

– ¿Yo qué motivo podría tener?

– Venganza, mi querida, venganza -dijo en tono histriónico-. Les conté lo de la pequeña discrepancia que tuvisteis. Confío en que no te importe.

Sufrió una desilusión al ver que aceptaba la revelación sin resentimiento.

– No -dijo Sheila, despacio, luego de una corta pausa-, no me importa. Tarde o temprano se habrían enterado. ¿Piensan interrogarme?

– No lo dudes. Pero es un proceso inocuo; están completamente desorientados -otra pausa-. Creo -añadió Nicholas como para sí- que asistiré al ensayo de hoy; será interesante ver cómo reacciona la gente.

En el pequeño y moderno apartamento que ocupaba en el colegio, Jean Whltelegge se despertó abriendo un ojo con cautela para recibir las impresiones del nuevo día; paseó la mirada por la pared opuesta, vio la repisa de la chimenea con sus perritos de porcelana y animales de madera de todas las especies; la ventana castigada por la lluvia, y fuera las imágenes fantásticas de las copas de los árboles y las paredes de ladrillo emborronadas; el ropero que contenía su escaso guardarropa; el gramófono portátil con los álbumes de los Cuartetos de Beethoven desparramados alrededor; las malas reproducciones de Gauguin que adornaban las paredes; la biblioteca con los tomos altos y finos de poesía moderna, los libros sobre ballet y teatro, las novelas de Strindberg, Auden, Eliot, Bridie, Cocteau y, en sitio de honor en el primer estante, una edición común en sobria encuadernación negra, bastante manoseada, de las obras de Robert Warner. La mirada de Jean se detuvo ahí, pensativa, vacilante; frases de las comedias de Robert le vinieron a la mente, personajes aparecieron sin que nadie los llamase, una multitud de líneas finales sutiles, asombrosas, en apariencia inconsecuentes, acudió a su memoria. Se sentó en el lecho, deliberadamente corrigió la posición de un tirante que se le había deslizado por el hombro, miró el reloj, viendo que por más prisa que se diera llegaría tarde al desayuno, sacó las esbeltas piernas fuera de la cama, se levantó y quedó un rato contemplándose con ojo crítico en el espejo de la puerta del ropero. «Vulgar», pensó, «aunque nadie podría decir que estoy mal formada; en ese sentido bastante más atractiva que Yseut…» Algo interrumpió de pronto sus pensamientos, y Jean trató de evocar lo poco y mal que recordaba sobre jurisprudencia criminal.

Alguien llamó a la puerta; que era un aviso de llegada puramente convencional quedó demostrado por la rapidez con que su autora penetró en la habitación. Estelle Bryant era una de las alumnas más ricas, maquillada y perfumada con Chanel, con las piernas enfundadas en medias de seda y vestida con gusto exquisito, en marcado contraste con los toscos zapatones y las blusas y faldas de grueso tweed que lucía la inmensa mayoría de sus compañeras de tribu. Se arrojó sobre la cama presa de viva excitación.

– ¡Querida! -exclamó-. ¿Supiste lo de Yseut?

Jean la miró en silencio un momento. Después dijo:

– ¿Yseut? No, ¿qué le ha pasado?

– La mataron, hija; la encontraron muerta, con un balazo en mitad de la frente. Tus amigos del teatro tendrán que buscarse una sustituta. Creo que si no fuera porque el Inglés Medio me fascina, me ofrecería para cubrir la vacante -apoyada en un codo, logró encender un cigarrillo no sin dificultad.

– ¿Dónde, Estelle? -preguntó Jean-. ¿Y cuándo? -su voz sonaba extrañamente desinteresada.

– Nada menos que en St. Christopher's, en el dormitorio de tu adorado Donald. Oh Dios, no debería haber dicho eso, ¿verdad? Suena mal.

Jean ensayó una sonrisa débil.

– Por mí no te aflijas. Casualmente sé qué Donald no estaba allí en ese momento. ¿Quién creen que la mató?

– No alcanzo a comprender qué le ves a ese chiquillo, querida -siguió parloteando Estelle, y con esfuerzo manifiesto recordó la pregunta de su amiga-. A, quién la mató. Supongo que no lo saben; o que si lo saben se lo guardan. De cualquier manera hasta ahora no han detenido a nadie.

– Gracias a Dios.

– Sí, ya sé a qué te refieres. Si todo lo que he oído es cierto, el mundo no ha perdido gran cosa. Pero te aseguro que ahora que Fen ha tomado cartas en el asunto, no me gustaría estar en el pellejo del asesino; con sólo verlo desmenuzar mis ensayos siento que la sangre se me hiela -la voz cobró un matiz nostálgico-. ¡Dios, qué inteligente es ese hombre! Movilizo todos mis recursos para congraciarme con él, pero en vano. Flirtea violentamente, pero siempre en broma. ¡Pobre de mí! -suspiró.

– No creerán que fue Donald, ¿verdad? -preguntó Jean.

– Mira, hija, no me cuentan sus secretos. ¡Dios Todopoderoso, qué combinación divina! ¿Dónde la compraste?

Del tema de la ropa interior pasaron por transición natural al eterno tópico del sexo opuesto.

Lo primero que vio Donald Fellowes al abrir los ojos fue un gran montón de ropa apilada en una silla, al lado de la cama. Fue preciso que transcurrieran unos segundos para que comprendiese qué estaba en el marco extraño del cuarto de huéspedes, y los motivos. Un Breughel lleno de bobos flamencos lo miraba desde encima de la chimenea; poco allá colgaba un pésimo grabado de Haden, y aparte de eso la habitación carecía de personalidad. Tenía un dolor de cabeza de marca mayor y la boca seca. Se incorporó y sepultó el rostro entre las manos murmurando: «¡Dios! ¡Oh Dios mío!» Un bedel se asomó por la puerta, anunciando que faltaban cinco minutos para el desayuno. Abandonando el lecho de mala gana, pensó en Yseut con indiferencia y desde una gran distancia… y también pensó en otra cosa. «¡Señor, Señor!», dijo para sí. «¿Quién, en nombre del cielo, habría pensado…? Nadie entiende a las mujeres.» Rumiando esta conclusión tan poco original se calzó las zapatillas, se puso la bata, para luego salir en dirección al baño bajo la protección de un paraguas.

Rachel West arregló una punta de su négligé que no estaba donde debía y se sirvió otra taza de té. Robert, contemplándola por encima de la mesa, pensó que había sabido conservar intacta su belleza durante los años que duraban sus relaciones. ¿Qué edad tendría ahora? ¿Veintisiete? ¿Veintiocho? Y sin embargo, su silueta seguía siendo firme, delicadamente modelada, quizá un poco pueril. Rachel no había dejado que su larga familiaridad con él le hiciera descuidar su aspecto por las mañanas, a esa hora en que las esposas, legítimas o no, invariablemente están peor; en realidad para evitarlo había entre ellos una rutina, un acuerdo tácito. El había estado narrándole los acontecimientos de la víspera. Cuando terminó, hubo una pausa, y por fin Rachel habló.

– No sé, pero me siento un poco culpable -dijo- por haber dado tanta trascendencia a lo que ocurrió entre vosotros. Fue una especie de locura.

– Mucho temo que por mi parte no haya hecho nada para aliviar la situación. Y aparentemente el detalle de que viniera a mi habitación no fue mal visto; es más, la policía llegó a insistir en que había pasado la noche con ella.

– Si hubiera estado en mis cabales…

– Oh, qué importa eso ahora, querida. Ya pasó.

Rachel adoptó una expresión grave.

– Pasó…, sí. ¿Tienen alguna idea de quién fue?

– Por lo que pude ver, muy poca. Tal vez Fen sepa algo, pero como hace tanto aspaviento es difícil asegurarlo. De cualquier forma olvídalo, por favor. Aunque mucho temo que la policía te haga una visita hoy.

– ¿Cómo? ¿Hay algo…?

– No, por Dios, no tengo nada que ocultar. Diles la verdad.

– En lo que a mí respecta la verdad es…, bueno, querido, la verdad es que no fui a North Oxford anoche; te mentí. Después de la discusión que tuvimos…, yo…, este…, confieso que no podía más, eso es todo. Tenía que ir a algún sitio donde pudiera estar sola.

– Por mi culpa.

– No, querido, tú no tuviste la culpa. Pero eso no tiene nada que ver con lo sentía. Fui…, fui al cine y vi una película espantosa.

– ¿Y bien?

– ¿No comprendes? Significa que no tengo coartada. Dirán que…

– Escucha, querida, no supondrás que van a arrestar a todos los habitantes de Oxford que carecen de coartada. Diles dónde fuiste y nada más. Recuerda -añadió Robert resueltamente- que si se proponen molestarte tendrán que vérselas con los mejores abogados de Londres.

Rachel parecía tan preocupada que él, abandonando su silla, se acercó a besarla suavemente en los labios.

– Por favor, mi vida- le dijo-, tranquilízate. Personalmente no pienso ocultar el hecho de que me parecerá excelente si el asesino escapa impune -volvió a su asiento-. Menos mal que Metromania anda bien; y en el futuro andará mejor todavía, aunque está mal que yo lo diga. ¿Sabes que ya estoy pensando en la próxima? Esta vez el personaje central será masculino. De la talla de Shotover, o de Giles Overreach; aunque, repito, está mal que yo lo diga.

– Supongo -dijo Rachel- que eso significa que piensas volver a encerrarte como una ostra no bien terminemos con ésta. Oh, Robert, eres atroz.

Robert se echó a reír.

– Ya lo se. Y no creas que me disgusta -la miró con expresión burlona-. No sé si a los demás les pasará lo mismo, pero llega un momento en que mi propia mente me aburre sobre manera. Escribir una obra nueva es como tener un hijo, o ir a nadar; el placer viene después.

Nigel matizó su solitario desayuno repasando mentalmente los hechos en lo que se le antojó una forma sana y objetiva. Sin embargo, ambas cualidades resultaron impotentes en lo que a traer un rayo de luz a su cerebro se refería. Lo que más lo intrigaba era el asunto del anillo: ¿qué razón podía haber tenido el criminal para ponérselo en el dedo a Yseut después de muerta? Recorrió varias posibilidades más o menos lógicas, pero tuvo que desecharlas no bien cruzaron el umbral de su mente. ¿Habría dicho la verdad Robert al afirmar que no estuvo con Yseut la noche del miércoles? Nigel creía que no, pero ¿cómo comprobarlo? ¿Qué significaba el detalle de la radio? ¿Y el hecho de que a Yseut la hubieran matado en las habitaciones de Donald? ¿Qué había ido a buscar Yseut allí? ¿Sería Jean quien había sustraído el revólver, y, de ser así, probaba eso que era la asesina? Nigel comprendió que ese catecismo interior, débil reminiscencia de los diálogos entre alma y cuerpo tan populares en los siglos diecisiete y dieciocho, no lo llevaría a ninguna parte, y lo abandonó a fin de reflexionar sobre el valor que podía tener el profesado método intuitivo de Fen. Concentrándose en la intuición, dejó que impresiones inconexas le invadieran la mente sin orden ni secuencia, para terminar más confundido que antes. Por un momento, es verdad, estuvo seguro de haber dado con un elemento obvio que era el único capaz de formar un todo con las piezas dispersas; pero evidentemente el proceso intuitivo había traspuesto los límites de su yo consciente, y le fue imposible alcanzarlo. Con un suspiro de cansancio, se dio por vencido.

Lo primero, en cualquier caso, era ir a ver a Helen. El ensayo no comenzaba hasta las once y seguramente ella todavía estaba en casa. Tomando su impermeable partió bajo la lluvia en dirección a Beaumont Street.

Cuando se aproximaba el número 265 distinguió dos siluetas familiares que venían en dirección contraria. Disipadas las brumas de la distancia, resultaron ser las del inspector Cordery y el sargento Spencer, evidentemente en cumplimiento de la misma misión que lo traía a él. En efecto, se encontraron en la puerta.

El inspector estaba de humor excelente. Saludó a Nigel con la suficiencia benévola de San Pedro cuando admite a uno de los evangelistas menores a la bienaventuranza eterna.

– Hola, Mr. Blake, qué pequeño es el mundo, ¿eh? -comentó sonriente-. Apuesto a que viene a ver a Miss Haskell, como nosotros.

– Sí, pero si molesto… -murmuró Nigel, poco dispuesto a abandonar la precedencia que, a su juicio, una corta cabeza le había dado sobre la policía.

– No, señor, puede subir con nosotros si quiere. Eso sí, voy pedirle que nos deje conducir el interrogatorio y que mientras estemos aquí no interrumpa.

Brindando solemne aprobación al convenio, Nigel los acompañó arriba, turnándose con el inspector en la vanguardia por la angosta escalera.

Helen estaba en su cuarto, escribiendo unas cartas. Era una habitación amplia, llena de luz y aire, cuidadosamente limpia y ordenada, y aun cuando la mayor parte de los muebles y adornos no le pertenecían, Helen había conseguido, como suelen la mayoría de las mujeres, imprimirles el sello de su propia individualidad sin dar la sensación de haber buscado el efecto. Aparte de eso, notó Nigel, también estaba el aspecto genérico: era incuestionablemente un cuarto de mujer, como lo gritaba -pensó Nigel sucumbiendo al hábito masculino del análisis- la cantidad de objetos pequeños que contenía. Inconfundiblemente femenina -y recordó la descripción que Chaucer hizo de Cressida.

Al sexo femenino, que nunca criatura alguna

Pero todos sus rasgos respondían tan bien

Estuvo más lejos del aspecto varonil.

El mismo regocijo que Chaucer había hallado en la femineidad trascendental, excelsa de Cressida, halló él en la de Helen. Vio la carita grave, infantil, la seda suave y ondulada de su pelo, y se sintió perdido. Del fondo de su garganta brotaron ruidos de salutación, a los que ella respondió solemnemente.

Hasta el inspector, notó Nigel con un orgullo que no tenía razón de ser, quedó encantado con ella. Su actitud se tornó todo lo tranquilizadora que permitía su fisonomía de pájaro. A Nigel le sorprendió ver la encantadora gentileza y naturalidad con que expresó sus condolencias, y el modo en que se disculpó por molestarla tan temprano.

– Como supuse que querría ir al ensayo -dijo-, creí preferible terminar de una vez con este engorroso asunto. Pura rutina, ¿comprende?

Asintiendo, Helen les ofreció asiento.

– Temo parecerle un poco dura de corazón, inspector -dijo-. Pero Yseut y yo nunca nos llevamos bien (en realidad jamás nos comprendimos), y después de todo no era más que mi hermanastra. Así que si bien su muerte me ha causado, como es natural, profunda impresión, no puedo fingir que la considero una pérdida muy personal.

Tras considerar aquello un momento, el inspector pareció captar el punto de vista y hallarlo comprensible; probablemente todavía estaba bajo la influencia de los cuentos de hadas leídos en la infancia, donde las hermanastras son invariablemente seres malvados, que quitan placer a la lectura.

– Bueno, señorita, ese asunto no nos incumbe -dijo, para en seguida añadir, contra toda lógica-, aunque naturalmente tendremos que hacerle una o dos preguntas al respecto. En primer lugar ¿tiene inconveniente en que el sargento Spencer, aquí presente, le tome las impresiones digitales?

– ¿También por rutina, inspector? -preguntó Helen, con un mohín travieso.

El inspector trató de esbozar una sonrisa formal.

– En efecto, señorita -dijo.

Spencer, que al entrar había arrojado una mirada de desesperación a la formidable batería de cosméticos alineados en el tocador, comenzó por disculparse.

– Lo siento, señorita, pero le voy a dejar los dedos hechos un asco.

– Está bien, sargento -lo tranquilizó Helen-. Como actriz que soy, estoy habituada a que me pintarrajeen con cosas horribles -el resto del procedimiento se cumplió en silencio.

– Y ahora -dijo al fin el inspector- habrá que echar un vistazo al cuarto de su hermana.

– Sí, pasen. Es la segunda puerta a la izquierda. Siempre guardaba todo sin llave, de modo que no creo que tengan dificultad. ¿Voy yo también? -hizo ademán de levantarse.

– Este…, no, gracias. A decir verdad, Spencer estuvo anoche por aquí, y cerró la habitación con llave hasta que pudiéramos examinarla a fondo. ¿Supongo que no habrá tratado de entrar en el dormitorio de su hermana anoche o esta mañana?

– No, inspector, no traté de entrar. No es probable que encuentren mis impresiones en el picaporte.

– , sí, claro. Spencer, vaya a echar un vistazo. Ya sabe qué buscar, ¿no? -añadió en tono siniestro.

Spencer, que no tenía la menor idea, sonrió de oreja a oreja y se marchó. Como de pasada, el inspector preguntó:

– ¿De manera que su hermana pensaba modificar su testamento?

Nigel miró rápidamente a Helen, que, sin embargo, respondió con absoluta tranquilidad.

– Eso me dijo la otra noche en la reunión. Pensaba ir a ver a su abogado hoy. Creo que en ese momento Nick Barclay andaba escuchando lo que no debía, para no perder la costumbre. Supongo que se enteraron por él -el aspecto compungido del inspector la instó a añadir apresuradamente-: Aunque por supuesto igual se lo habría dicho.

– En las circunstancias actuales, señorita, eso da que pensar.

– De acuerdo.

Nigel, recordando su voto de silencio, lanzó a Helen una salva de aplausos telepáticos por la calma con que había respondido. El inspector, algo confundido, probó por otro lado.

– ¿Sabe quién iba a ser el nuevo legatario?

– Debo confesar mi ignorancia en ese sentido. Excepto yo, Yseut no tiene parientes cercanos, y muy pocos amigos. Lo que siempre me asombró es por qué razón no modificó su testamento antes, teniendo en cuenta el escaso cariño fraternal que nos urna. Aunque a mí, personalmente, eso no me afectaba; no tengo ningún deseo de poseer más dinero que el que gano con mi trabajo, y de cualquier forma nada me inducía a suponer que iba a morir antes que yo. Supongo que me comunicó sus intenciones con el único propósito de mortificarme, pero la flecha no dio en el blanco, por las razones que acabo de explicar.

– Lo del testamento habrá que verificarlo, por supuesto. Pero ¿me equivoco, Miss Haskell, al afirmar que ahora es una mu…, una dama relativamente rica?

– Eso creo.

– Ajá. ¿Sabe cómo se llama el abogado de su hermana?

– Ni remotamente. Nunca hablábamos de dinero. Ella jamás me ofreció nada, ni yo se lo pedí.

– ¿No le llamó la atención -siguió preguntando el inspector- que su hermana llevara una vida…, digamos tan poco acorde con sus medios? ¿Que no alquilara un apartamento aquí, por ejemplo, o viviera en un hotel?

– Hasta en el caso de Yseut habría sido un descaro, estando yo cerca -replicó Helen, secamente-. Como es lógico, aquí se rodeó de todas las comodidades, pero imagino que disfrutaba acumulando dinero, porque de lo contrario no veo la razón de que dedicara la mayor parte de su tiempo a exprimir concienzudamente a pobres muchachos cuyas rentas no llegaban ni a la vigésima parte de la suya.

– ¡Vamos, vamos, Miss Haskell, no sería para tanto! -le reprochó el inspector. Pero formuló el comentario con aire distraído; evidentemente tenía la cabeza en otra parte. Al rato extrajo de un sobre el anillo que habían encontrado en el cadáver de Yseut y se lo mostró a Helen, diciendo-: ¿Pertenecía esto a su hermana?

– ¿Esto? No, por Dios. Es de… ¿Qué tiene que ver con la muerte de Yseut?

– ¿De quién es?

Helen respondió, evidentemente a su pesar.

– Si no hay más remedio, le diré que es de Sheila McGaw, nuestra directora. Siempre ha sido fuente inagotable de bromas entre nosotros porque es un objeto grotesco y antiestético. Pero…

El inspector asintió con vigorosos cabezazos.

– Se lo pregunté con el único efecto de verificar lo que ya sabíamos. Miss McGaw admitió ser la dueña del anillo. Dice que lo dejó hace dos días en uno de los camerinos. Parece ser -añadió cansadamente, como si le costara creer lo que decía- que cualquiera, del teatro o de fuera, pudo entrar y llevárselo.

– Supongo que sí -admitió Helen-. Como sabrán, en la entrada de artistas no hay portero.

– En efecto. Y si Miss McGaw no miente -añadió el inspector a guisa de exégesis, esta vez dirigiéndose a Nigel-, significa que estamos exactamente en el punto de partida.

– ¡Por amor del cielo! -exclamó Helen-. ¿Quieren decirme qué tiene que ver el anillo con la muerte de Yseut?

– Su hermana lo tenía puesto en un dedo, señorita. Y la evidencia sugiere que quizá se lo colocaron después de muerta.

– ¡Oh! -Helen quedó silenciosa.

– Y ahora, Miss Haskell, ¿podría decirme en qué ocupó su tiempo anoche, entre las seis y las nueve?

– ¿Qué hice? Pues verá, no mucho. Salí de aquí para el teatro a eso de las seis y media, me maquillé, salí a escena al comienzo de la obra (eso sería a las ocho menos cuarto), habré terminado a los diez minutos, volví a mi camerino y leí hasta que llegó el momento de mi segunda entrada, a las nueve menos cuarto, aproximadamente…

– Un momento, Miss Haskell. ¿Debo entender entonces que entre las siete y cincuenta y cinco y las ocho y cuarenta y cinco no estuvo en el escenario?

Por primera vez Helen pareció asustada. Nigel tuvo la sensación de que el estómago se le hundía; todo, factores psicológicos, circunstanciales, evidenciales, indicaban que Helen no había cometido el crimen -hasta en sus sueños más salvajes habría rechazado la posibilidad por inconcebible- y, sin embargo, no pudo reprimir la extraña desconfianza.

– No -dijo Helen.

– Y su camerino ¿lo comparte con alguien?

– Normalmente, sí; pero no esta semana; mi compañera no actúa en esta obra. ¿Está dando a entender que pude abandonar el teatro sin que nadie me viera? Supongo que sí. Todo lo que le puedo decir es que no lo hice -pareció recobrar parte de su confianza-. Créame que solamente por un motivo de tanto peso como un asesinato uno se quitaría el maquillaje para volvérselo a poner a la media hora.

Fue entonces cuando Spencer reapareció, pero con escasa información; no había encontrado ningún papel, salvo dos o tres cartas personales sin importancia y una libreta de direcciones que incluía entre otras la del abogado de Yseut (y que el inspector se guardó en un bolsillo).

– Aparte de eso -dijo el sargento- no hay más que toda esa artillería que usan las mujeres, con perdón de la señorita -Helen lo obsequió con una sonrisa que contenía apreciación de la broma y coquetería femenina en dosis exactas.

El inspector abandonó su asiento.

– Bueno, Miss Haskell, creo que es todo por el momento -dijo-. Muchísimas gracias. Y…, no sé si querrá ver a su hermana… -Helen meneó la cabeza-. Ah, bueno, creo que hace bien dadas las circunstancias. Sin embargo, le pedirán que la identifique en la indagatoria. Creo que será el martes que viene; antes imposible porque da la casualidad que tanto el coroner como su relevo están ausentes -sonrió dulcemente ante aquellas felices pruebas de ineptitud por parte de las altas esferas. Después, volviéndose hacia Nigel, añadió en voz baja-: A título informativo, señor, le diré que la bala que mató a la muchacha salió del revólver que encontramos -Nigel trató de aparentar suficiente interés por tan inútil dato; si a Yseut la habían asesinado, el crimen seguía pareciendo imposible, fuera cual fuese el arma empleada.

– Bueno -siguió diciendo el inspector-, antes de irme echaré una ojeada al otro cuarto. Y si quieren saber mi opinión -agregó, siguiendo un impulso-, aun admitiendo la existencia de algunos puntos oscuros, para mí fue un suicidio. Ése -recalcó- es el punto de vista oficial -el comentario sonó a vaga insinuación del perjuicio que podían ocasionar las actividades extraoficiales. Por fin, con una última y afable inclinación de cabeza, se marchó seguido de Spencer y sus trastos.

Nigel se volvió hacia Helen. La joven estaba un poco pálida. Durante un instante se miraron en silencio; después Helen dijo:

– Querido -y acercó sus labios a los de él.