172835.fb2 El caso de la mosca dorada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 22

El caso de la mosca dorada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 22

¿Qué pudo impulsarte en edad critica

A aplastar semejantes esperanzas florecientes

en un escenario?

¿Y valía la pena este asombroso desperdicio de fuerza

Para proclamar al mundo tu falta de cerebro?

Churchill.

Pasaron por lo menos diez minutos antes de que oyeran el golpecito en la ventana. Nigel fue hasta ella, la abrió y miró hacia abajo. Gervase Fen, profesor de Lengua y Literatura Inglesa de la Universidad de Oxford, estaba en la acera, contemplando con aire pesaroso la alcantarilla por donde se había ido para siempre el lápiz que acababa de arrojar contra la ventana. Cuando alzó la vista, empero, parecía estar como de costumbre, de humor excelente. Se había arrebujado en un impermeable gigantesco, y en la cabeza tenía un sombrero indescriptible.

– ¿Puedo subir? -gritó-. A Dios gracias pude eludir al inspector y a sus esbirros. Tengo que ver a Helen. A usted no lo necesito -añadió a guisa de reflexión tardía.

Nigel lo invitó a subir con un ademán, dio con la cabeza en el marco, y soltando una imprecación se apartó de la ventana. Fen trepó los escalones de cuatro en cuatro, y estaba en la habitación cuando Nigel se dio la vuelta.

– No cometa esos excesos -le dijo Nigel, a quien la exhibición atlética tomó desprevenido.

– Me he pasado la mañana -anunció Fen, sin preámbulos- siguiéndole los pasos al bueno del inspector, aplacando los temores despertados por él, suavizando los rencores que desató y en general recogiendo una cantidad de información intrascendente e inútil -se interrumpió, sometiéndose resignado a las exigencias de la cortesía, y sonriendo dijo a Helen-: Bien, bien, ¿qué tal, hija mía? No le doy mi pésame porque sé que es innecesario.

– Bendito sea, Gervase -respondió Helen, jovialmente.

– ¿Desde cuándo se conocen ustedes dos? -inquirió Nigel, entrando en sospechas-. Y… ¿quiere que los deje solos?

– Es un Wahlverwandtschaft, -dijo Fen-. ¿No es cierto, Helen?

– Oh, déjese de payasadas -lo interrumpió Nigel, con aspereza-, y díganos cómo amaneció el enfermo.

– Más o menos como anoche -Fen se desplomó pesadamente en una silla-. Aunque en honor a la verdad han aparecido dos o tres detalles nuevos. Es un asunto muy complicado: engranajes dentro de otros engranajes -inclinó la cabeza con aire misterioso.

– Supongo que comprenden -intervino Helen- que no sé una palabra sobre la forma en que mataron a mi hermana. ¿Qué les parece si uno de ustedes me cuenta los detalles?

La expresión de Fen se tornó grave de improviso.

– Habla tú, Nigel -dijo-. A lo mejor si te oigo veo todo un poco más claro.

De manera que Nigel repitió una vez más aquellos hechos asombrosos, engañadores, improbables. Ninguna luz se hizo por ello en su cerebro; y cuando terminó pidió a Fen aclaraciones y comentarios. El profesor comenzó por hacer una pausa, para encender un cigarrillo; sosteniéndolo entre los dedos manchados de nicotina, esbozó un ademán vago.

– Seguramente -dijo- sabrán que la bala salió del revólver que encontramos. Y que el anillo es de Miss Sheila McGaw, que tuvo el descuido de dejarlo olvidado en un camerino.

– Sí, sí -lo apremió Nigel-, ya sabemos eso.

– «Mr. Puff, puesto que lo sabe todo, ¿por qué Sir Walter sigue diciéndoselo?» -Fen no resistió a la tentación de hacer la cita-. Sin embargo, al grano -se reprendió duramente. Puede que en el día de hoy salgan a la luz dos o tres cosas más. Ustedes piden comentarios. Pues bien, en relación con el panorama de conjunto, les diré esto: supongan por turno que cada uno de los sospechosos cometió el crimen, y después piensen en cuál de los demás, habiendo visto a la persona en el acto de cometerlo, se sentiría inclinado a protegerlo… o protegerla.

– ¿Quiere decir que hay un cómplice? -aventuró Nigel.

– ¡No, por favor! Nada tan deprimente. Todo lo hizo una persona, sin ayuda. Pero hagan lo que les digo; piensen.

– Bueno -dijo Nigel, lentamente-, supongo que Rachel protegería a Robert, y viceversa; Jean protegería a Donald: no sé si aquí se aplicaría la inversa, pero me inclino a creer que él también la protegería a ella: Nicholas quizá podría proteger a cualquiera, nada más que por divertirse, pero el candidato más probable es Donald; y esa tal McGaw…; sobre ella no puedo opinar.

– ¡Ah! -Fen parecía sumamente complacido-. Y ahora al crimen en sí. Concéntrense en los siguientes puntos. Primero, la radio transmitió la obertura de Meistersinger, y después Heldenleben, rica mezcla teutónica; segundo, cuando nosotros entramos en la habitación había olor a pólvora. Tercero, nada de lo que contenía ese cuarto fue tocado en el cuarto de hora (por lo menos) que precedió a nuestra entrada. Si eso no les dice nada -concluyó, sabiendo de antemano que así sería-, entonces tengo frente a mí un par de obtusos.

Suprimiendo rápidamente varios impulsos indignos, Nigel se contentó con preguntar:

– ¿Es verdad eso de que sabe quién fue?

– Es verdad, lo sé -respondió Fen, en tono sombrío-. En una forma u otra he interrogado a todos los candidatos. Pero todavía queda mucho por confirmar, enderezar y reforzar. Fue un crimen mal hecho, un trabajo bastante precario -se volvió bruscamente hacia Helen-. ¿Cómo reaccionaría si dejase que la persona que mató a su hermana eludiera el castigo? Recuerde que es un problema real, no una hipótesis abstracta. Por lo que veo, la policía no anda bien encaminada. La senda que han tomado no los llevará a ninguna parte.

Helen meditó un instante. Después, francamente, dijo:

– Dependería de quién fuese. De ser Robert o…, sí, Rachel, o hasta Sheila o Jean, no creo que me importase. Pero si fuera Donald, o Nick…, sé que suena brutal, pero…, bueno, entonces sí me importaría.

Fen asintió con aire grave.

– Muy sensato -dijo-. Personalmente me inclinaría a dar al culpable una ínfima oportunidad, una sutil advertencia para que escape a tiempo, digamos. En este desierto de cupones de racionamiento y libretas de registro y tarjetas de identidad, si alguien logra escapar merece el premio de la libertad por la hazaña. Pero no sé si se dan cuenta de que eso sería perfectamente inmoral -añadió en tono burlón, implicando injustamente a Helen y a Nigel en la acusación-, y según la ley sería cómplice del criminal. Pero su hermana, Helen (perdóneme), parece haber sido una verdadera alhaja, en más de un sentido.

Permanecieron en silencio un ralo. Después Nigel dijo:

– ¿Y qué hay del anillo, Gervase? ¿De la mosca dorada?

– Mosca dorada es, en verdad -respondió Fen-. Eso, reconozco, es lo que más me intriga. Y ahora -consultó su reloj-, Helen, tenemos que ponernos en camino, de lo contrario llegaremos tarde al ensaye». Como bien dijo Mr. Herbert Morrison, con palabras que lo hicieron inmortal, debemos salir a su encuentro. Debemos… ¡Oh, por las barbas del profeta! ¡Cómo no me di cuenta…! -se interrumpió, con la mirada fija en el vacío-. ¡Señor, Señor, qué estúpido! Y sí…, claro, encaja perfectamente. Es típico. Quiera Dios que Gideon Fell jamás se entere de mi torpeza. Se pondría inaguantable.

Nigel le devolvió una mirada fría.

– Basta de tonterías -dijo-. Sabe perfectamente bien que no entendemos nada de toda esa pantomima. Usted es el único que las entiende. Y ahora vamos, son las once menos cinco. Tendremos que ir corriendo.

No sin cierta dificultad consiguieron sacar a Fen de la habitación.

Camino del teatro el profesor soltó un rosario de lamentaciones, indicio de que poco a poco iba recobrando la normalidad. Se quejó imparcial y extensamente del tiempo, de la evolución de la guerra, de la comida y de la Universidad en general. Respecto de este último tema, llevó su particularización al grado infamante. Cuando llegaron al teatro Helen y Nigel jadeaban por el esfuerzo que habían tenido que hacer para no quedarse rezagados y seguir los largos pasos de Fen.

La reacción de la compañía en conjunto ante la noticia de la muerte de Yseut parecía saludable; en el ambiente flotaba cierta sensación de alivio, y al parecer la probabilidad de que entre ellos anduviera suelto un asesino no inquietaba a nadie. A decir verdad, el sentir general era que lo ocurrido difícilmente podía entrar en la categoría de crimen, perteneciendo más bien a esa clase de actos dolorosos, pero necesarios, tales como ahogar gatitos sobrantes, acabar de un tiro piadoso con los sufrimientos de un perro viejo, o quizá la sanitaria exterminación de piojos e insectos similares. El ensayo comenzó y avanzó sin tropiezos. Nigel se sentó a verlo en la platea, en tanto Fen deambulaba por los alrededores atravesándose en el camino de todos, demostrando un interés exagerado en lo que veía y formulando preguntas a cual más tonta.

Poco después de las doce Robert hizo un descanso, y la mayoría de los actores cruzaron al Aston Arms, entre ellos Fen y Nigel acompañados por Helen. El Aston Arms no es una de esas típicas tabernas de paso que atraen al viajero ron su alegre decoración moderna. Exudaba una atmósfera del pasado tan punzante que entre sus paredes la sombra de parroquianos muertos y enterrados hacía tiempo intimidaba y hostigaba espiritualmente a los parroquianos vivos. Cualquier sugestión de reforma o modernización chocaba contra la férrea resistencia de la administración, personificada por un viejo corpulento que a juzgar por las apariencias se estaba desintegrando a un ritmo alarmante en los elementos químicos que lo componían. Un complicado ritual, del que la menor desviación se consideraba anatema, presidía el pedido y consumo de bebidas; dentro se mantenía una jerarquía social estricta; a los visitantes irregulares se los recibía con mala cara, y los clientes habituales, especialmente aquellos que pertenecían a la profesión teatral, eran tratados con desprecio moderado, pero penetrante. El único rasgo saliente de la pequeña y más bien destartalada taberna era un enorme loro desplumado que, habiendo contraído a edad temprana el hábito de picotearse las plumas, ofrecía ahora a la concurrencia el impúdico espectáculo de un cuerpo gris y descarnado en el que solamente las plumas de la cresta y de la cola fuera de su alcance, se habían salvado. Regalado al propietario del Aston Arms por cierto profesor alemán en un ataque de gratitud lacrimosa, sabía recitar un poema entero de Heine, proeza a la que, sin embargo, había que instarlo repitiendo cuidadosamente dos líneas del principio de L'Après-midi d'un Faune de Mallarmè, que sin duda hacía vibrar en su cerebro la cuerda de sugestión apropiada. Esta aptitud despertaba las más hondas sospechas en la soldadesca que solía visitar el Aston Arms, sospechas que únicamente igualaban las que les inspiraban aquellos de sus paisanos capaces de hazañas iguales o mayores en el sentido; el dueño lo empleaba para advertir a los clientes de la inminencia de la hora del cierre, y los tonos broncos de Ich weiss nicht, was soll es bedeuten, dass ich so traurig bin precedían normalmente a métodos de evacuación más contundentes.

La entrada de Fen en el pequeño recinto amenazó desbordarlo; hasta la sibila que atendía el mostrador pareció intimidada por su exuberante presencia. Fen hizo el pedido en forma profana e iconoclástica.

– Cuando era celador -contó- solía tener grandes dificultades…, con las tabernas, quiero decir. Invariablemente encontraba in fraganti a mis alumnos más brillantes y nada me habría gustado más que sentarme con ellos a hablar de literatura. Entonces iba solamente cuando no podía evitarlo, entraba con expresión solemne y me hacía el distraído. Cuando le tocaba el turno a otro celador, averiguaba su itinerario y llamaba a mis mejores amigos para ponerlos sobre aviso. Lástima que era un procedimiento completamente ilegal -suspiró.

– ¡Buen pillo habrá sido! -comentó Nigel, granjeándose el mudo reproche del profesor.

Sheila McGaw y Nicholas estaban en un rincón, el segundo empeñado en rizarle la cresta al loro.

– Si trata de morderte -dijo Sheila, comedida-, no retires la mano; eso le enardece -Nicholas pasó momentos de verdadera agonía, después retiró el dedo y se lo quedó contemplando contrito.

– Eso -dijo secamente- es una falacia.

Fen fue hasta ellos.

– Ah, Barclay -dijo-. Me gustaría intercambiar unas palabras con usted, si es posible -sonrió cordialmente a Sheila, que acto seguido se encaminó al mostrador, donde estaban Robert y Rachel. En el silencio incómodo que siguió se oyó la voz de Donald Fellowes, discutiendo una técnica orquestal en otra parte del recinto.

– ¡Qué lástima! -se quejó Fen-. Se ha hecho el silencio de golpe. Y no quiero que nuestra conversación sea tan pública -apostrofando al loro en francés consiguió hacerlo atacar el Die Lorelei; como resultado la conversación subió inmediatamente de tono. Por encima del murmullo general, Fen preguntó-: ¿Fue a verlo el inspector esa mañana?

– No -respondió Nicholas-, por suerte. Seguramente quedó satisfecho con mi declaración de anoche. ¿Cómo marchan las cosas?

Fen lo miró con curiosidad un momento.

– Tan bien como era de esperar -contestó-. Dígame una cosa, ¿está absolutamente seguro de que usted ni Donald abandonaron ese cuarto anoche?

– … Die schönste Jungfran sitzet dort obren wunderbar -decía el loro en tono sentido; hizo una pausa y soltó un jadeo estentóreo antes de pasar a la estrofa siguiente.

Nicholas abrió los brazos en ademán de derrota.

– Maestro -dijo-, me ha descubierto. ¿Cómo lo adivinó?

– Lo adiviné -Fen no quiso dar explicaciones-. Supongo que fue Donald el que salió…, después de correr las cortinas.

Nicholas no ocultó un sobresalto.

– Y eso ¿cómo lo supo?

– Una simple conjetura. Creo que cuando se acercó a la ventana vio a alguien conocido fuera y salió a hablar con él. Hay algunos detalles para los que no cabe otra explicación.

– Pues sí, tiene razón. El y la otra persona estuvieron conversando en la curva del corredor que da al patio. No creo que ese tonto de obrero lo haya notado. De todas maneras Donald volvió a los dos minutos. No hay ninguna razón para suponer que uno de ellos tuvo algo que ver con el crimen.

– ¿Entonces sabe quién era esa otra persona? -preguntó Fen, suavemente.

Nicholas apretó los labios.

– No -dijo.

Sin embargo, aun cuando en ese momento no lo supiera, diría que Fellowes le reveló su identidad al volver.

– ¿Por qué habría de hacerlo?

– Era natural. A menos… -Fen se interrumpió-…, a menos que por supuesto supiera que se había cometido un crimen, y quisiese encubrir al otro.

Nicholas palideció.

– Ignoro quién era esa otra persona -repitió lentamente y con énfasis.

Fen se levantó con un gruñido ininteligible.

– No puedo decir que me haya sido de ayuda, pero felizmente eso no tiene importancia. Ya hay evidencias suficientes para colgar al culpable, cuya identidad acaso usted conozca. Le aseguro que si deseo catalogar y encasillar bien las cosas es por un motivo puramente personal, para mi propia satisfacción, aunque claro que no puedo esperar que usted se pliegue a mis deseos -Nicholas lanzó una mirada en dirección a Donald-. Está bien -añadió Fen, con ironía- le daré tiempo suficiente para que se ponga de acuerdo con Fellowes antes de interrogarlo. Los tontos resultan presa demasiado fácil si no se les da una pequeña ventaja -su mirada se tornó dura.

– …Und das hat mit ibrem Singer die Lorelei getan -concluyó el loro con un chillido de triunfo, y quedó silencioso.

Fen se volvió hacia Nicholas.

– Dígame -preguntó-, ¿qué opina sobre la ética del crimen?

Nicholas lo miró en silencio un instante.

– Pues verá -dijo al fin-. Creo que matar es una necesidad ineludible del mundo en que vivimos, este mundo abominable, sentimental, dominado por las multitudes, de prensa barata y mentalidades más baratas todavía, donde cualquier imbécil quiere hacerse oír, y donde se tolera a los locos, donde las ratas agonizan, y el intelecto es objeto de burlas, donde cualquier triste vendedor de baratijas sabe lo que quiere y lo que piensa. Nuestra moralidad y nuestra democracia nos han enseñado a soportar alegremente a los tontos, y el resultado es que ahora hay un excedente de tontos sueltos. Cada tonto que muere es en sí un adelanto, y al diablo con la humanidad y la virtud y la caridad y tolerancia cristianas.

Fen insistió.

– El típico fascista -dijo-. A usted el Julius Vander de The Professor le habrá encantado. Los hechos, al margen de su relativo salvajismo, pueden ser correctos; la conclusión, por fortuna, es falsa. Lo que usted necesita -añadió sin perder la calma- es un poco de educación elemental. Creo que le sería de mucha utilidad -sonrió dulcemente y se marchó.

Fen estudió a Sheila McGaw con curiosidad mientras depositaba el vaso sobre la mesa y tomaba asiento a su lado. A primera vista no se le daba un año menos de treinta. Su rostro pálido, anguloso mostraba algunas arrugas; tenía la voz enronquecida por el exceso de tabaco, y tosía con frecuencia. Sólo al rato de estar con ella se veía que en realidad era mucho más joven: apenas veintidós o veintitrés años. Ligeros ademanes, una especie de suavidad subyacente en las facciones, y pequeños amaneramientos al hablar y en los gestos traicionaban su verdadera edad. «Más vulnerable de lo que parece», pensó Fen, mirándola.

La muchacha le ofreció un cigarrillo diciendo:

– ¿Y bien? ¿Algo más sobre el crimen?

Fen asintió.

– En cierto modo. Lo que quería era confirmar eso del anillo.

– Ah, eso. Imagino que me coloca a la cabeza de los sospechosos. Junto con el hecho de haber tenido un móvil. Y de que no tengo coartada -despidió el humo por la nariz, afinada, de fosas prominentes, en dos chorros cónicos.

– ¿Cómo es eso de que no tiene coartada?

– Estuve en mi cuarto leyendo toda la noche. La policía hizo la brillante deducción de que pude haber salido y entrado sin que nadie me viera.

Fen suspiró.

– En ese caso hay una falta de coartadas casi absoluta. Móviles hay a granel, pero cortadas no, y además, según el inspector, estamos frente a un crimen imposible.

– ¿Quiere decir que fue un suicidio?

– Por supuesto que no, de eso estoy seguro. Es un ejemplo de ironía dramática demasiado perfecto para ser real.

La muchacha asintió; después dijo:

– Si la policía cree que es un suicidio, ¿le perece correcto desmentirla? Suicidio o asesinato, igualmente fue una bendición.

– Por lo que veo esa joven no hizo otra cosa que sembrar odio a su alrededor -murmuró Fen-. A veces me pregunto si, en lo que a ella se refiere, todos ustedes no habrán perdido su sentido de la proporción.

– Si hubiera trabajado un par de años con ella no diría eso.

– Volviendo al anillo. ¿Alguna vez le hicieron una observación particular al respecto?

– Creo que de los del teatro ninguno dejó de fijarse en él y de hacer algún comentario.

Fen gruñó, lanzó a su vaso una mirada de asco y apuró la mitad del contenido de un trago con la misma expresión que debió de haber tenido el Hermano Bárbaro cuando, a petición de Francisco engulló el estiércol de asno. En el Aston Arms no servían whisky.

– Pero, entre esos comentarios, ¿no hubo alguno más reciente? -insistió-. Digamos ¿la semana pasada?

– El miércoles, después del ensayo, tocamos ese tema, y prácticamente todos entraron en la conversación. Después fui a uno de los camerinos a lavarme las manos porque las tenía sucias de pintura, me quité el anillo y lo dejé en el lavabo. Cuando volví a buscarlo media hora después había desaparecido.

– ¿De quién era ese camerino?

– Bueno, en general los cambiamos bastante. Creo que la semana que viene lo ocupará Rachel. Es el primero, saliendo del escenario.

– Y ¿quiénes estaban presentes el miércoles, cuando hablaron del anillo?

– Casi todos, creo, incluso algunos técnicos.

– Incluso… -Fen pronunció un nombre que hizo que Sheila se enderezara bruscamente y lo mirase un momento antes de contestar.

– Pues…, sí -dijo, incrédula-, pero…

– No me interprete mal -dijo Fen-. Sería una gran imprudencia que sacara conclusiones antes de tiempo -guardó silencio unos minutos reflexionando; luego dijo-: ¿Le importó que Warner viniera a dirigir la obra pasando, como quien dice, por encima de su autoridad?

Sheila se encogió de hombros y tuvo un acceso de tos repentino.

– Maldita tos -dijo, secándose los ojos con un pañuelo-. Perdón. ¿Qué decía? Ah, sí, si me importó que Robert dirigiera la pieza. Bueno, supongo que si hubiera podido dirigirla eso habría significado una buena publicidad. Pero él es infinitamente mejor que yo, y por otra parte era lógico que quisiese dirigir su propia obra. No, no me importó. De haber querido, podía impedir que la presentara aquí, pero no quise.

– Entonces ¿lo admira?

Sheila se echó a reír.

– No creo que «admirar» sea la palabra. ¿Acaso uno se atreve a «admirar» a Shakespeare?

Fen enarcó las cejas.

– ¿Es para tanto? Claro -añadió apresuradamente- que soy mal juez de la literatura contemporánea, pero me inclino a compartir su opinión. Sí, creo que sí. ¿Y Metromania es…?

– Lo mejor que ha hecho.

Donald Fellowes se detuvo junto a ellos, aferrado a un vaso, y apostrofó a Fen.

– Dice Nicholas -empezó- que ahora sospechan de mí.

– Fellowes -le respondió Fen en tono bonachón- es un perfecto imbécil. ¿Cómo no comprende que la verdad sale a relucir, tarde o temprano? ¿Qué objeto hay entonces en retener una información? Hace un papel tan triste al empecinarse en tomar esa actitud cuando todos saben exactamente qué esconde.

– Bueno, siga -rezongó Donald-. Dígame qué escondo.

– Vea, amigo -replicó Fen con aspereza-, no estoy aquí para hacer lo que le parece. Se lo diré en su momento. Mientras tanto…

– Mientras tanto -lo interrumpió Donald, violentamente- ¿qué demonios tiene que ver con todo esto, se puede saber? Usted no es la policía.

Fen se irguió en toda su estatura y miró a Donald como un trasatlántico podría mirar a un triste remolcador.

– Es usted -dijo-, el cobarde más imbécil, cretino y estúpido que he tenido la desgracia de conocer. Y, lo que es peor, se vuelve más cobarde, imbécil, cretino y estúpido cada hora que pasa. A pesar mío debo reconocer sus méritos como organista y maestro de coro. De lo contrario, lo más probable es que el colegio no lo hubiera podido soportar tanto tiempo. Más de una vez tuve que hacer valer mi influencia para que no lo despidieran por haragán. Y ahora tiene la impertinencia de venir a poner en tela de juicio los derechos que me asisten para intervenir en el caso. Le advierto que si sigue con esta estúpida política de ocultamiento acabará en un calabozo, y lo tendrá bien merecido; y entonces sí que no moveré un dedo para sacarlo.

Donald estaba lívido.

– ¡Váyase al diablo! -gritó-. ¿Quién es usted para hablarme en ese tono? Oh Dios, bien que me alegraré de salir de este condenado agujero, con sus estúpidas tradiciones y sus intrigas y sus remilgos. Si piensa que sus amenazas me asustan, le prevengo que está muy equivocado -fulminando a Fen con la mirada, giró sobre los talones y se marchó.

Nigel que había llegado a tiempo de asistir a la culminación del inesperado y bochornoso incidente, silbó por lo bajo.

– ¡Bueno, bueno! -dijo-. ¡Injurias con propósito de venganza!

Fen sonrió alegremente.

– Lo siento, pero fue una escena calculada por mi parte, en pro de un objetivo completamente desapasionado. Tal vez no debería haberlo hecho -pareció vacilar-. Pero podía haber resultado -se rascó la nariz, pensativo.

Sheila soltó la carcajada.

– Cuando Donald se ofende, es cómico -dijo-. Dentro de media hora se le habrá pasado -bostezando, se desperezó.

– Y ahora -anunció Fen paseando una mirada ansiosa en torno- debo ver a Miss West, antes de que empiecen otra vez el ensayo -señaló su vaso vacío-. Nigel, sé bueno y tráeme un poco más de este brebaje inmundo -con aire resuelto avanzó en dirección a Rachel, que estaba conversando con Robert.

– Confío en que el ensayo no le resulte demasiado pesado -le dijo Robert, brillantes sus pupilas detrás del cristal de las gafas.

– Por el contrario, lo encuentro fascinante -respondió Fen- e inconcebible.

– ¿Inconcebible?

– En ésta, como en muy contadas obras de la literatura, hay cosas que uno sólo puede atribuir a inspiración divina. Normalmente es fácil seguir los procesos más bien complicados y mecánicos del pensamiento de un autor. Hablo de las cosas inesperadas, inconcebibles, las que no encajan dentro de ese proceso y que, sin embargo, son absolutamente correctas, a eso me refiero.

Robert río.

– ¡Tretas! Puras tretas, le aseguro. Pienso empezar pronto otra que confío salga un poco mejor…, o menos mal.

Fen asimiló en silencio la primicia.

– ¿Otra? -repitió luego.

En cuanto terminemos aquí. Y esta vez la presentaremos en Londres con bombos y platillos. Espero que también ésta vaya allí. Aunque eso puedo asegurarlo ahora que estamos un poco más adelantados. Ni siquiera con una experiencia de años como la mía se puede saber a ciencia cierta cómo saldrá en la práctica lo que uno está escribiendo -bajo la sobria indiferencia de su tono había una nota de fanatismo, que indujo a Fen a preguntar:

– ¿Y por qué escribe, principalmente?

El otro sonrió.

– Por dinero… y por vanidad; creo que esa es la razón de que la mayoría de los hombres, hasta los que alcanzaron la cima de la fama, hayan escrito. La Creación del Arte -logró trasmitir las mayúsculas- es un objetivo que rara vez entra en sus cálculos. Por necesidad. Los artistas más originales ignoran lo que es el arte, o la belleza. Invariablemente son críticos desastrosos; los escritores no tienen noción de música, ni los músicos de literatura, ni los pintores de música o literatura, de modo que lo que buscan no puede ser la belleza. Eso es presumiblemente una especie de contingencia incidental, como la perla en la ostra.

Hubo una pausa brevísima. Luego Fen asintió con vigor.

– Espero el lunes impaciente -dijo-. ¿Qué tal se arreglan sin Yseut?

Robert pareció incómodo.

– Por cruel que parezca nos arreglamos perfectamente sin ella. Esa costumbre que tenía de hacer críticas tontas, pero persistentes, estaba resultando pesada. Personalmente no me molesta que critiquen mis obras, siempre y cuando sean críticas inteligentes. Pero Yseut, la pobrecita, ignoraba hasta los conceptos más elementales del teatro, y trataba de subsanar esa ignorancia oponiéndose a todo lo que iba en contra de los prejuicios de su mentalidad comercial. Y, como si fuera poco, expresaba sus opiniones en público y en términos por demás ofensivos. Créame que comenzaba a ser problema serio.

– Concedido -admitió Rachel-, pero creo que todos están exagerando su valor como molestia, especialmente ahora que está muerta. A fin de cuentas, no era más que una de las tantas personas latosas con que la Providencia ha creído prudente castigar a la humanidad.

– De acuerdo -dijo Fen-. Este dichoso asunto nos ha tenido a mal traer -suspiró-. A todos les faltó tiempo para correr a decirle a la policía hasta qué punto la detestaban (supongo que para alejar las sospechas de ellos, exagerando la nota), y el resultado fue ocultar matices de opinión más sutiles e importantes.

– ¿Acostumbran los detectives -preguntó Robert, mansamente- a discutir así el crimen con los sospechosos, con tanta imparcialidad y franqueza?

– Un sine qua non -respondió Fen-. Se supone que durante la conversación traicionarán sus sentimientos recónditos. Pero ¿acaso se considera entre los sospechosos?

– Bueno -dijo Robert, en tono displicente-, supongo que nada me impedía salir corriendo del lavabo, matar a Yseut y después volver a esconderme para reaparecer en el momento apropiado.

– Lamento decirle que por razones analizadas a fondo no podría haber hecho nada de eso. De esa acusación puede considerarse a salvo.

– No diré que eso me tranquiliza porque sinceramente nunca la tuve por posibilidad seria. Pero siempre conviene aclarar las cosas -Robert parecía estar archivando el asunto en algún rincón perdido de su mente.

– ¿Y yo? -intervino Rachel-. ¿También estoy bajo sospecha?

– Depende -repuso Fen, afablemente-. ¿Qué hacía en el momento del crimen? -la apostrofó con severidad.

– Estaba en el cine, meditando sobre los defectos del sexo fuerte.

– ¡Cómo! -se sorprendió Fen-. Tenía entendido que unos amigos de North Oxford le brindaban una coartada impecable.

– Yo tengo la culpa -terció Robert-. Mi mente literaria y la alta opinión que tengo de mi persona me impiden ver que eso era un mero pretexto para huir de mí.

– El inspector comenzó a sospechar cuando lo supo -siguió diciendo Rachel-. Para colmo de males no puedo recordar qué cine era (simplemente entré en el primero que me salió al paso) y tampoco la película que daban. Lo cierto es que no le presté ninguna atención, creo que ni siquiera podría decir de qué trataba. Por lo visto el inspector es de esas personas que van a ver una película determinada, llegan puntualmente al comienzo y se entregan a ella en cuerpo y alma hasta el final.

Fen asintió.

– Personalmente -comentó distraído- siempre que voy al cine es para dormir; encuentro soporífica la atmósfera de las salas -miró alrededor aparentemente buscando la admiración y el aplauso de los presentes para aquella excentricidad. Luego una sombra cruzó sus facciones, y añadió-: Pero yo que usted no trataría con tanta ligereza esa falta de coartada. Sabemos que todo es muy lógico y humano, pero eso no quita para que siga sin poder justificar sus movimientos a la hora del crimen.

Merezco la reprimenda -admitió Rachel, seriamente-. Por supuesto que tiene razón. Pero ¿está absolutamente probado que Yseut no se suicidó? Sé que suena poco probable, pero…

– No hay certeza absoluta -la interrumpió Fen- hasta tanto la policía se decida. Mal que mal, informarán al coroner, éste a su vez informará al jurado, y a menos que surja alguna otra prueba desconocida hasta el presente el asunto descansará sin mayores variantes.

– Pero usted está colaborando con la policía -insistió Rachel-. Entre nosotros, ¿qué opina?

– Que fue un asesinato -respondió Fen, acentuando las palabras-, y desde hace algún tiempo sé quién es el asesino.

Robert hizo un esfuerzo por denotar indignación en el grado adecuado.

– Entonces ¿por qué no se lo dice a la policía -preguntó- y terminan de una vez? ¿No hay pruebas suficientes?

– No, no hay pruebas incidentales suficientes. Aunque desde luego el hecho primario aparece claro como el día. Una sola persona en el mundo puede haber matado a Yseut Haskell. Admito que todo depende de la veracidad de un testigo, pero no tengo razones para suponer que el testigo en cuestión miente respecto a ese punto -su expresión era solemne.

– Entonces ¿van a hacer arrestarlo? -preguntó Robert-. ¿Qué impide que sea en seguida?

Fen esbozó un ademán vago.

– El asesino es un ser humano, no una cifra, una x, aun cuando sigue siéndolo hasta que lo descubren. Hecho el descubrimiento, el ritmo de la cacería por fuerza disminuye. Uno ha estado persiguiendo a una liebre de trapo, y cuando la tiene acorralada descubre de pronto que es real. Confieso que me disgusta… -calló de improviso.

Robert asintió, comprensivo.

– Se entiende -dijo-, aunque la suya es una actitud demasiado sentimental. El crimen es un golpe repentino, decisivo, imprevisto, en tanto que desenmascarar al criminal posee toda la crueldad acumulada de la cacería. Pero, en el fondo, un crimen es siempre un crimen -pareció hallar consuelo en esa sencilla reflexión.

Nigel se aproximó, trayendo la cerveza pedida, que Fen contempló con tristeza. Depositando el vaso sobre el mostrador le volvió la espalda, aparentemente con la esperanza de que al verse ignorado desapareciera con su contenido.

– Recuerdo -dijo a Robert sin ningún propósito aparente- haber leído algo acerca de un viaje que hizo a América del Sur antes de la guerra. ¿Fue agradable?

Robert pareció desconcertado.

– Por lo que veo, mis viajes le interesan sobre manera -dijo secamente-. Anoche era Egipto. Sí, estuve en América del Sur en varias oportunidades; casi siempre en Buenos Aires y en Río.

– Y dime, Nigel -Fen disparó la pregunta a quemarropa-, ¿con qué asocias a América del Sur?

– Cocos, pampas y Carmen Miranda -respondió Nigel sin pensarlo dos veces.

Fen hizo unos ruidos confusos que querían denotar placer.

– ¡Excelente! -dijo-. Un índice espléndido de lo que encierra la mente de un periodista. La libre empresa no deja de tener sus ventajas.

– Debemos ponernos en movimiento -dijo Robert, echando una ojeada a su reloj. De infinita mala gana Fen volvió su atención a la cerveza, que engulló de un trago con gran aspaviento.

– Creo que no debería haber hecho eso -dijo pensativo mientras dejaba el vaso vacío sobre el mostrador.

– Revenons à nos moutons, muchachos -decía Robert-. Vamos, vamos, que es tarde -en grupitos de dos o tres desfilaron hacia la puerta, bajo la mirada indiferente del loro.