172835.fb2 El caso de la mosca dorada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 24

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Y distante y apartado en el techo, más allá del banquete,

Oí el chillido de la bestia hambrienta

Que se rascaba en el espacio en blanco

Entre la sustancia de la reina y la reina misma.

Charles Williams.

Jane les salió al encuentro en la entrada de artistas.

– Justamente iba en su busca -dijo a Fen-. Lo llaman por teléfono, un tal sir Richard Freeman. Dice que es urgente y que ha estado tratado de localizarlo por todas partes.

Dándole las gracias, Fen se encaminó al teléfono. Nigel fue a la sala y se sentó dispuesto a ver el resto del ensayo. Lo impresionó el aire de fría eficiencia que había cobrado la producción desde el martes; ahora la guardarropía requerida estaba disponible, el decorado completo, el apuntador en su puesto, la gente ya no llevaba papeles en la mano; los actores se movían con soltura por el escenario, y los cortes eran relativamente pocos. Nigel lamentó no haber asistido a los demás ensayos. Habría sido interesante seguir paso a paso la transformación de obra y actores, verlos cobrar convicción, realismo, asistir a la desintegración gradual de la barrera que los aislaba de la pieza, a la convergencia progresiva y a la fusión eventual de los personajes de la vida con los de la ficción. Ciertamente el proceso hace que uno comprenda la tensión nerviosa que actrices y actores van acumulando hasta la noche del estreno.

De regreso del teléfono, Fen se dejó caer en la butaca contigua.

– Era sir Richard -susurró- para comunicarme el punto de vista oficial. Al parecer se han decidido por el suicidio en forma más o menos definitiva. Aunque no se lo dije, para mí eso significa una responsabilidad bastante molesta.

– A propósito -dijo Nigel-, ¿cuál fue el resultado de la autopsia?

– Exactamente el que preveíamos. Nada nuevo.

– Hum -dijo Nigel-. ¿Y ahora?

– Ahora seguimos hacia adelante y aclaramos las cosas hasta donde se pueda. Después, Dios dirá. Creo que tendré que hablar a puertas cerradas con el profesor de filosofía ética, a fin de determinar cuál es el mejor método de acción que debemos seguir. Nigel, ¿qué personaje es ese que pasa por el fondo del escenario?

– Es un operario.

– Ah. ¿De qué hablábamos? Ah, sí, del profesor de filosofía ética. Pero cómo habré hecho para llegar a hablar de él. Ese hombre no tiene el menor sentido de la responsabilidad. Estoy convencido de que es bígamo.

Nigel suspiró.

– Gervase -dijo- ha vuelto a perder el hilo. Le había preguntado qué pensaba hacer ahora.

– Ah, sí. Bueno, primero veré a esa chica Whitelegge, después tengo que llamar a un amigo que estuvo en la Secretaría de la Liga de las Naciones, y por último volveré a hablar con el conserje del Mace and Sceptre. A propósito, ¿te dije que la policía ha estado investigando los movimientos de Yseut en las horas previas a su llegada al colegio? Nada importante. Esa tarde escribió varias cartas, tomó el té en su cuarto, fue a visitar a un joven del Brazenose College, hizo una llamada telefónica, que no ha sido posible identificar, desde el Mace and Sceptre -le pidió una guía de Londres al conserje, dicho sea de paso, y por eso quiero verlo- y después parece que fue directamente al colegio.

– ¿Y eso sirve de ayuda?

– No mucho. En realidad en este asunto hay un espacio en blanco que confío en poder llenar, aunque no sé cómo. Si al menos te hubieras quedado en vez de irte de juerga a Londres -añadió levemente indignado-, habrías podido ayudarme.

– ¡Cómo iba a saber que se cometería un crimen!

– Creí que tenías indicios, indicios de asesinato. Pero pasemos a otra cosa. Ese hombre que se acaba de caer por una escalera, ¿es parte de la obra?

Nigel aguzó el oído un momento.

– No -dijo después.

La puerta de la izquierda de la sala se abrió, dando paso a Helen, que fue en línea recta hacia ellos.

– Unos minutos de descanso -dijo-. Dios, no sé mis parlamentos de este acto. ¿Vinieron por pasar el rato o esperan encontrar una pista viéndonos a todos juntos?

– Simple ociosidad -respondió Fen-. ¿Se pone nerviosa cuando se acerca un estreno?

– Me entra un miedo espantoso -confesó la joven-. Generalmente las noches de estreno son malas de por sí, pero ésta amenaza alcanzar las proporciones de desastre nacional. La mitad de los empresarios, críticos y directores de Londres vendrán y todos, por supuesto, tratarán de captar hasta el menor defecto. De no ser porque Robert ejerce sobre nosotros una especie de control remoto de hierro, seríamos un manojo de nervios en el escenario.

– ¿Le serviría de algo -preguntó Fen- que invitase a mi amigo…? -y nombró a un actor tan célebre que Helen abrió los ojos desmesuradamente-. Si mal no recuerdo, anda buscando pareja para su nueva producción, y puedo hacer que sólo tenga ojos para usted. Además tengo cierto dominio sobre él. Fuimos compañeros de colegio, y él hacía travesuras vergonzosas.

– ¿Podría invitarlo? -dijo Helen, esforzándose por guardar calma-. Estaré aterrada, pero tarde o temprano hay que pasar por esos trances.

– Lo haré comparecer -afirmó Fen, solemnemente-, so pena de hacer revelaciones terribles. Y ahora, dígame, ¿está Jean Whitelegge en el teatro?

– Ya tendría que haber llegado, aunque sé que avisó que hoy vendría tarde. Probablemente está en el cuarto del apuntador; bajando esa escalera que hay a la izquierda de la entrada de artistas -Helen lanzó una mirada al escenario-. ¡Dios, mi entrada! -se marchó a escape por donde había venido, para reaparecer momentos después en el escenario, diciendo-: No puedo encontrarlo en ninguna parte. Busqué por todos lados, debajo de…, debajo de… -hizo chasquear los dedos en dirección a la concha del apuntador-. ¿Y bien? -preguntó, pero la ayuda no vino.

Robert bajó irritado por la pasarela.

– ¿No hay nadie que apunte? -dijo-. ¡Jane! ¡Jane, querida!

Un ruido sordo, un revoloteo de papeles brotó de la concha del apuntador, hacia donde convergían las miradas reprobatorias de todos los del escenario.

– Debajo del suelo, en el techo…

– Sí, querida -dijo Robert-. Sigue el libreto, por favor. De lo contrario perdemos tanto tiempo…

Jane hizo una aparición fugaz.

– Lo siento, querido -se disculpó-, pero en esta escena apunta Michael, porque tengo que cuidar del altavoz -siguió el rumor de una discusión áspera entre bastidores.

Bueno, uno u otro lo mismo da -dijo por fin Robert-, con tal que haya alguien. Vamos, adelante. Desde donde paramos -el ensayo se reanudó.

Fen se puso de pie, trabajosamente.

– Voy a buscar a esa damita Jean Whitelegge -anunció en tono feroz.

– ¿Lo acompaño? -ofreció Nigel.

– No, gracias, Nigel. Será un abordaje delicado y confidencial. Totalmente opuesto a tu temperamento abierto, franco y atlético -Nigel lo despidió con una mirada furibunda.

Fen terminó por localizar a Jean sola en uno de los camerinos, leyendo una copia de Metromania sin prestarle mucha atención. Mientras se daba a conocer, Fen notó que la joven era presa de viva aflicción. La examinó con la curiosidad y detenimiento que merecía el eslabón final de la cadena de motivos y pasiones que había conducido al asesinato de Yseut, encontrándola vulgar, aunque no del todo carente de atractivos; tranquila, pero de ningún modo débil de carácter; competente y, sospechó, un poco fanática por el arte. De su pelo castaño, tomado en rizos suaves detrás de las orejas, la luz de la mañana arrancaba reflejos pálidos; tenía la boca pintada con esmero, y llevaba un sencillo vestido azul hecho para satisfacer las necesidades de quien sabe que su figura no necesita disfraces. Fen se tomó un momento para admirar la elegancia natural, fresca, de la joven, y para desear mentalmente que pudiera encarrilar su vida en algo más útil que las tareas mecánicas en un teatro.

– Deberá perdonar que la moleste -dijo-, especialmente teniendo en cuenta que, según creo, el inspector estuvo acosándola esta mañana -cautelosamente asumió una pose de superioridad intelectual-. Pero, entre nosotros, no creo que ese hombre vea mucho más allá de sus narices. Además estas cosas despiertan en mí una curiosidad insaciable. Como con Webster, la muerte se posesiona de mí -hizo la alusión deliberadamente, y esperó con interés la reacción que pudiera provocar.

Jean sonrió.

– El cráneo bajo la piel -dijo-. Yo también soy un poco morbosa -de pronto su voz trasuntó recelo-. Pregunte lo que quiera.

– En primer lugar, ¿tomó el revólver de las habitaciones del capitán Graham?

Fen creyó ver un relámpago de alivio en los ojos de la joven.

– Sí -reconoció-. Volví con la intención de pedírselo prestado, y al ver que se había acostado…, bueno, se me ocurrió tomarlo directamente. Pensaba avisarle, por supuesto, pero estos días he estado tan ocupada que por una razón u otra siempre lo iba dejando para después.

– ¿Y lo tomó, supongo, para utilizarlo en Metromania?

Jean asintió con énfasis.

– En efecto. En el último acto hay un revólver. Teníamos algunos, claro, pero fueron a parar a la ayuda bélica, y nos dijeron que podíamos pedir uno prestado a la policía.

– ¿Por qué no lo hicieron?

– Bueno, suena ridículo, pero no sé si sabrá que habíamos pedido uno antes, y…, bueno, se perdió.

– ¿Se perdió?

Jean esbozó un ademán de impaciencia.

– Desapareció este fin de semana. Es una tendencia muy común en las compañías de repertorio. Si alguien no las pide prestadas, las cosas quedan escondidas debajo de algún trasto y después no hay forma de encontrarlas. De cualquier forma el resultado es que la policía no nos mira con buenos ojos, y no me atreví a repetir el pedido. En realidad -añadió en un estallido de franqueza- temí que Peter Graham no quisiera prestarme el revólver, por eso lo tomé sin pedírselo.

Fen pareció estar haciendo un rápido cálculo mental sobre la ética de aquel proceder.

– Prefirió correr el riesgo, ¿no? -dijo mansamente.

– Bueno, Robert lo quería para el jueves por la mañana (eso me había dicho en la fiesta), y se me ocurrió que podríamos usarlo provisionalmente.

– Y después, por supuesto, desapareció. ¿Dónde lo dejó?

– En el cuartito del apuntador.

– ¿Y quién tiene acceso a ese cuarto?

– Todos. El jueves, por la tarde, sencillamente desapareció.

– Y con el revólver, sospecho, algo más -Fen nombró ese algo, arrebatando a la joven una mirada de incredulidad.

– Sí -dijo ella-, ¿cómo lo sabe? -un intenso pánico le enturbió las pupilas.

– ¿Por qué no? Era lo más conveniente. ¿Imagino que no tomaría las balas? No las necesitaría -la muchacha negó con la cabeza.

– ¿Estaban allí cuando sacó el revólver? -insistió Fen.

– Esto…, en realidad no recuerdo.

– Entonces ¿cree que pudieron sustraerlas durante la fiesta?

– Supongo que sí.

Fen asintió, al parecer satisfecho.

– Ya me parecía -dijo-. Y, por supuesto, el comentario casual del capitán Graham es lo único que sugiere que en efecto estaban en el cajón -hizo una pausa-. Y ahora, ¿querría decirme la verdad sobre lo que hizo anoche, a diferencia de lo que le dijo a la policía?

La muchacha palideció.

– A la policía le dije la verdad. No maté a Yseut. Estuve toda la noche en el colegio, en mi cuarto.

– No le creo -dijo Fen.

En los ojos de Jean brillaron dos lágrimas.

– Por favor, Mr. Fen. Es la verdad. No maté a Yseut.

Fen pareció molesto.

– No dije exactamente que lo hubiera hecho. De cualquier forma estoy bastante al tanto de la verdad que se oculta detrás de este asunto, de manera que sus afirmaciones, ciertas o falsas, no tienen mayor importancia. Pero sucede que me agrada poner cada cosa en su sitio.

– ¿Sabe quién fue? -Jean lo miró fijamente, y hubo un temblor en su voz.

Fen asintió en silencio, esperando la súplica inevitable.

– ¿Y es necesario que se lo diga a la policía? Quiero decir…

Fen suspiró.

– Que me cuelguen -repuso- si no son la gente más caritativa, o bien la más inmoral que he conocido en mi vida. Todos, absolutamente todos, quieren echarle tierra al asunto y darían cualquier cosa con tal de que no se hablara más de él. Es descorazonador.

Levantándose, Jean comenzó a andar inquieta por el cuarto.

– ¿Y bien? -preguntó por fin.

– Tendré que pensarlo -respondió Fen-. No se ofenda, Miss Whitelegge, pero es una pésima mentirosa. Aunque no hay que olvidar que este caso adolece de una ausencia total de la habilidad necesaria para desarmar el conjunto. Del principio al fin -la miró intensamente- ha sido un embrollo de primera magnitud, en el que la mano del autor resultaba dolorosamente obvia. Realmente me deprime. No ha sido una batalla de ingenio, sino un buen negocio, una ganga, y como toda ganga me irrita. Tal vez por eso me siento tan poco inclinado a desenmascarar al asesino: supongo que será un resabio atávico del código del honor. Es demasiado fácil vencer a una mentalidad de segundo orden.

Jean lo enfrentó, echando chispas por los ojos.

– ¿No se le ha ocurrido pensar -gritó- que quien lo hizo puede no importarle nada desarmar o armar, ni todos esos acertijos y criptogramas mentales que son tan de su agrado?

– Se me ha ocurrido -replicó Fen, fríamente-, y creo que esa fue la actitud del asesino, al principio. Lo sugieren no pocas evidencias de descuido deliberado. Sin embargo, cuando llegó el momento de cometer el hecho, en la undécima hora, esa persona se decidió por el criptograma ex-tempore, su solución resultó de una sencillez abrumadora -se puso de pie-. Gracias, Miss Whitelegge. A su pesar, me ha sido muy útil.

Jean pareció repentinamente impotente, azorada.

– Yo…, yo…

– No tengo el menor deseo de hacerme el tío fastidioso con usted -dijo Fen, en tono bondadoso-, y sin duda está dispuesta a asumir la responsabilidad de sus actos. Pero debo advertirle sinceramente que la comedia ha terminado. No sugiero que acuda a la policía; le doy plazo hasta el lunes por la mañana para acudir a mí -Jean no contestó-. Dios sabe, hija mía, que comprendo lo que está pasando. Piénselo bien y actúe con cuidado -se volvió, dispuesto a marcharse, y después, siguiendo un impulso, preguntó-: De paso, ¿puedo preguntarle qué estudia?

Jean lo miró sin comprender.

– Los clásicos: griego y latín.

Fen asintió.

– La dejo ahora. Piense en lo que le dije. Si no sigue mi consejo, entonces tenga cuidado; puede estar poniendo en peligro la vida de otra persona -volviéndole la espalda, se marchó.

Nigel comenzaba a sentir apetito. A cada momento su atención se apartaba de lo que sucedía en el escenario para regodearse en cambio con la perspectiva del almuerzo. Aquello había ido en aumento a partir del instante en que se le ocurrió que asistiendo a los ensayos estaba estropeando la agradable experiencia que podría ser el estreno, el lunes por la noche. Al parecer la providencia divina compartía su punto de vista, pues de pronto erigió una barrera entre él y Metromania, en la forma del telón de seguridad, pesado artefacto que alguien bajó bruscamente errando por escaso margen la cabeza del perfecto marido, Clive, que se apartó de un salto, ahogando un juramento. Nigel apenas tuvo tiempo de asimilar la información impresa en el telón, al efecto de que en caso de incendio la sala podía desocuparse en tres minutos, antes de que Robert, sentado unas filas más atrás, soltara un alarido de furia. Aquel ruido amenazador tuvo al parecer el efecto deseado, y el telón de seguridad volvió a subir, dejando a la vista un grupito azorado de actores que desde el escenario arrojaban miradas vagas hacia la galería de electricistas, sitio desde donde se manejaba el telón. La confusa discusión sobre responsabilidad desatada aún no había terminado cuando Fen volvió.

– Allons -dijo-. Ya no tenemos nada que hacer aquí -dejaron el ensayo sumido en un ligero caos.

Ya en la calle, avanzando a buen paso en dirección al Mace and Sceptre, Fen exhaló un profundo suspiro.

– He estado fanfarroneando -dijo- en forma muy poco digna de un caballero -e hizo a Nigel un somero relato de su entrevista con Jean. Nigel pareció desconcertado.

– Y bien -preguntó-, ¿qué hay con eso?

– Que mis conjeturas eran acertadas. Ya quedan muy pocos cabos sueltos. Eso sí, por mera rutina habrá que registrar la habitación de Fellowes, aunque tengo pocas esperanzas de encontrar algo.

– ¿Se refiere a eso que buscaba Yseut?

– Nigel -respondió Fen con sarcasmo pesado-, eres un alumno brillante. Todavía puede que hagamos un detective de ti.

– No tengo ningún deseo de ser detective.

– Confieso que, con un caso como éste, es una profesión singularmente desagradable. Contéstame con franqueza, Nigel. ¿Qué debo hacer? Mi instinto de buen ciudadano me induce a comunicar mis resultados a la policía, como he hecho en otras ocasiones. Pero aparte de eso, hay otras consideraciones: Robert es un autor teatral de talento; Rachel una excelente actriz; Nicholas, cuando se porta bien, tiene un cerebro de primera; Fellowes es un organista notable; Shei la McGaw una buena empresaria; y en el fondo Jean Whitelegge es una buena persona. Yseut no era nada de eso, y no me gustaría ver a ninguno de ellos atrapado en el engranaje sin alma del mecanismo judicial por su culpa, o por mi actuación. ¡Si al menos la policía tuviera un poco de sentido común! Atrapar y matar gente es su profesión, para ellos esas consideraciones no cuentan. Pero no, siguen empecinados en esa absurda teoría del suicidio, y lo único capaz de detenerlos será mi intervención.

– Depende -dijo Nigel, lentamente-. ¿Le parece probable que el asesino vuelva a salir a escena?

– ¿Que cometa otro crimen, quieres decir? Lo dudo, aunque hace un momento usé esa probabilidad como carnada.

– Entonces -sugirió Nigel, súbitamente inspirado-, creo que le convendría leer el Tasso de Goethe. Detalle más, detalle menos, es un estudio de hasta dónde puede llegar el temperamento artístico en defensa de la sociedad.

– Mi querido Nigel, plantea el problema, pero en ningún momento llega a solucionarlo, ni por aproximación. Tú me conoces, sabes que me inclino a adoptar la actitud prosaica en el sentido de que eso del temperamento artístico es una falacia. Tantos grandes artistas se han pasado sin él, o más bien tuvieron la astucia suficiente para satisfacer sus tendencias más allá del bien y el mal, sin despertar la ira de la sociedad. Con harta frecuencia el temperamento artístico no es más que una excusa para la falta de responsabilidad: vide la recientemente desaparecida Yseut. Una «falda» -añadió solemnemente-; en el sentido más amplio de la palabra.

– Mi querido Gervase, si por fuerza tiene que usar esos espantosos americanismos, por amor del cielo úselos correctamente. ¿Por qué no lee a Mencken? «Una falda» es un vulgarismo que se aplica a cualquier clase de mujer.

Fen pareció considerar ese pensamiento; pero cuando habló fue para decir:

– Creo que lo que sugerí a Helen sería lo mejor; una breve y sucinta advertencia para poner distancia de por medio. El problema estriba en que aquí, en Oxford, todos somos tan endiabladamente inteligentes -agregó irritado-. El hecho del crimen, que despierta un instinto inmediato de autoconservación en los no sofisticados, tiene que penetrar hasta nuestra alma animal a través de una gruesa barrera de sofismas; aparentemente en el caso entre manos todavía no lo ha logrado: simplemente rebotó y volvió a su lugar primitivo. Sin embargo, un crimen sigue siendo un crimen, a pesar de todo: no hay vuelta que darle. Orar y meditar parece ser el único recurso que me queda; ¡qué fastidio tener conciencia! ¡Y pensar que hace unos días pedía alguna muerte linda, limpia, sin complicaciones! ¿Sabes qué sostiene unido a este caso, Nigel? El sexo: la bestia suelta. He ahí la raíz y el origen de todo. Reducido a su esencia, es la copulación de los monos en el Corral de Wilkes.

– ¿Quiere decir -preguntó Nigel- que esto ha ocurrido porque lo tomaron demasiado en serio?

– No -respondió Fen-, por rara ironía, ocurrió porque alguien no lo tomaba tan en serio como debía.

– Creí que no consideraba el sexo entre los móviles capaces de conducir a un crimen.

– Y no lo considero. Pero igualmente está en la raíz de este asunto. Te lo explicaré más adelante, Nigel; cualquiera que sea el desenlace, lo sabrás. Y no quiera Dios -añadió en tono más ligero- que cubramos este fastidioso episodio con un pesado manto de simbolismo moral. La bestia suelta es un recurso poético; en la práctica no existe.

Llegaron al hotel en silencio, y Fen fue directamente a la conserjería. El conserje, hombre delgado, entrado en años, de aspecto competente, lo recibió con una sonrisa.

– Y bien, señor -preguntó-, ¿qué tal marcha esa investigación, si se puede saber?

– Ah -dijo-, creo que tal vez puede ayudarme, Ridley. Y a propósito, ¿cómo lo supo? Imagino que los periodistas -lanzó una mirada despectiva a Nigel- se enteraron por fin.

– Está todo en los diarios de la mañana -respondió el conserje, señalando el periódico que tenía delante-, es decir, no dan más que los hechos. El local trae más detalles, pero en concreto nada -su voz adquirió un matiz desdeñoso-. Claro que fue terrible, una muchacha tan joven; aunque se ve que era toda una Jezabel, si el profesor me perdona el atrevimiento.

A Fen pareció interesarle la referencia bíblica.

– Dígame, Ridley -preguntó-, ¿qué le parece? Si matan a una persona poco recomendable, ¿merece el asesino eludir el castigo?

El hombre meditó un momento.

– Me parece que no, señor. Hay otros medios para tratar con personas poco recomendables, aparte del asesinato.

Fen se volvió hacia Nigel.

– ¿Has visto? -dijo.

– Entonces, señor, ¿debo entender que fue asesinato y no suicidio? -quiso saber el conserje.

– Eso justamente es lo que estamos tratando de establecer -dijo Fen, sin comprometerse-, y ahí acaso pueda ayudarnos. La muchacha estuvo aquí anoche, ¿no es así?

– En efecto, señor. Entre las ocho menos veinticinco y las menos veinte. Me pidió la guía de teléfonos de Londres, hizo una llamada desde una de esas cabinas y en seguida se marchó.

¿No notó si llevaba alguna joya?

– Mire, señor, es raro que me pregunte eso, porque precisamente mientras buscaba el número la estuve mirando y me llamó la atención las pocas joyas que llevan las mujeres hoy en día, en comparación con hace treinta años. Ni anillo, ni collar, ni pulsera, ni siquiera un prendedor.

– ¿Está seguro?

– Completamente, señor. Me fijé particularmente.

– Y eso -dijo Fen, cuando él y Nigel se alejaban- descarta definitivamente la posibilidad de que la misma Yseut fuera quien se apoderó del anillo. Y, de paso, cierra el caso.

– Todo basado en la intuición.

Fen pareció incómodo.

– Bueno -dijo con cautela-, no exactamente. Esta vez casi no fue necesario usar la intuición. Tuviste en tu mano todos los hechos de que dispuse yo. Es más, algunos los supiste de boca de los propios interesados; esos hechos te dan todo lo que necesitas. Sinceramente, ¿vas a decirme que todavía no ves la verdad?

Nigel negó con la cabeza.

– No veo absolutamente nada -confesó-. Espero la resurrección; hasta entonces sigo en las más negras tinieblas.

Fen le disparó una mirada severa.

– Esa profesión ignominiosa que ejerces -dijo- te ha entumecido el cerebro, que, aunque mediocre, algo prometía. De cualquier forma, basta por hoy. Nos veremos mañana en la capilla. Tengo que corregir una pila de papeles impresionante, además de escribir mis notas y preparar una conferencia sobre William Dunbar, mort à Flodden -fue hasta la puerta, se volvió y agitó una mano alegremente-. Concéntrate -gritó-. A la larga lo descubrirás -al segundo siguiente había desaparecido.