172835.fb2 El caso de la mosca dorada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 26

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Ninguna otra vida, dijo, vale un céntimo

Pues el matrimonio es tan fácil y tan limpio.

Chaucer.

El sábado por la tarde, después del ensayo, el teatro quedó en poder de dos técnicos. La compañía todavía no había terminado de cambiarse y quitarse el maquillaje, cuando ya estaban demoliendo los decorados viejos. La mañana del domingo vio nacer los nuevos, gracias a los esfuerzos mancomunados del escenógrafo, el decorador, la directora de escena y los electricistas, en tanto actrices y actores disfrutaban del placer de quedarse largas horas en la cama, leían o paseaban o bebían según las predilecciones de cada uno, o por rara excepción repasaban sus parlamentos para el ensayo con trajes que tendría lugar a última hora de la tarde. Era un interludio de calma antes del esfuerzo final, antes de que ese esfuerzo culminara el lunes por la noche, y antes de otra culminación más seria y menos agradable.

Donald y Jean paseaban por el parque de la universidad. A la lluvia del día anterior había seguido un sol otoñal destemplado, pero reconfortante. Las campanas estaban calladas, pero en las iglesias y capillas de Oxford los devotos comenzaban a prepararse para el culto de Dios de distintas maneras, que abarcaban desde el bronce pulido del Ejército de Salvación hasta el incienso y las casullas de High Church, pasando por una serie de complicaciones y un poco absurdas variaciones doctrinales. Oxford conserva algunos vestigios reminiscentes del hecho de que en un tiempo fue uno de los centros cristianos de Europa. Los niños de los coros andan por las calles muy ufanos con sus túnicas y gorros cuadrados; los organistas meditan en secreto sobre el registro (que sus admiradores suponen espontáneo) que piensan usar para acompañar los salmos; los becados elegidos para leer el evangelio van de un lado a otro tratando de averiguar la pronunciación correcta de los más abstrusos nombres hebreos; los clérigos repasan breves sermones intelectuales; los rectores se preparan a rendir tributo a la divinidad.

Donald y Jean anduvieron un rato en silencio, un silencio incómodo para ambas partes. Por fin él dijo:

– Aparentemente me he portado como el perfecto estúpido. Primero con esa chica; después diciendo una serie de mentiras a cuál más tonta sobre lo que hacía en el momento del crimen. Pero tú sabes por qué las dije, ¿verdad?

La mirada de Jean rebosaba ternura.

– Sí -dijo-, creo que lo sé. Pero en realidad no era necesario.

– Jean, ¿entonces tú no…?

– Querido, sinceramente es intolerable que pienses eso. ¿Qué motivos podía tener?

– Supongo que me dejé llevar por la imaginación. Fue una estupidez. Estos últimos meses he estado fuera de mis cabales y tú lo sabes.

– ¿Realmente estabas enamorado de Yseut, Donald? -preguntó ella, suavemente.

– No -Donald titubeó-. Es decir…, creo que no. Creo que su brutalidad me tenía fascinado. Por más Helenas que haya en el mundo, los hombres seguirán corriendo detrás de vendedoras de tienda. ¿Sabe? Dadas las circunstancias, supongo que soy un descarado al decirlo, pero creo…, creo que estoy enamorado de ti.

– Oh, Donald, qué bueno eres.

– No, no soy nada bueno, soy un ser despreciable.

– Yo también me siento así. Si al menos hubiera tenido un poco de sentido común, habría comprendido que no era más que una atracción pasajera. Ahora -el rostro se le nubló- ya es tarde.

Donald parecía incómodo; con expresión embotada removió una hoja caída con la contera del bastón.

– No -dijo lentamente-, no creo que sea tarde. ¿No ves cómo su muerte lo ha arreglado todo? A nosotros nos ha unido otra vez, lo mismo que a Rachel y a Robert; ahora hasta se respira mejor, y aparentemente no hay nadie que no haya salido ganando.

– Alguien la mató -observó Jean, en tono sombrío-. Alguien, pero ¿quién?

– Diga lo que diga Fen, para mí se suicidó; y tengo entendido que la policía piensa lo mismo. Ojalá no se equivoquen. ¡Qué alivio inmenso sería, si todo terminase así!

– Por desgracia Fen sabe lo que hace -objetó Jean-. Enloquece pensar que tiene la última palabra; no querría que colgaran a nadie por esto. ¿Sabes que quiso hacerme decir…?

Donald le disparó una mirada rápida.

– ¿Hacerte decir qué?

La muchacha respondió con cautela.

– Lo que ya sabes.

Donald asintió, luego se detuvo y, volviéndose a mirarla, apoyó las manos en los hombros de la joven.

– Jean -dijo-, lo he decidido. En cuanto terminen las clases voy a ingresar como voluntario en la Real Fuerza Aérea. De cualquier forma parece albergar a la mayoría de los organistas que hay en el país. Para entonces tú también habrás terminado, y…, bueno, cuando me destinen, ¿querrías casarte conmigo?

Jean se echó a reír: una carcajada breve, de felicidad.

– Oh Donald, será hermoso. Yo…, yo dejaré el teatro y cuidaré de la casa para ti. Creo que en el fondo eso es lo que he querido hacer siempre -lo miró un momento, con lágrimas en los ojos. Después se besaron.

En alguna parte, a través de las brumas del hechizo, un reloj dio la hora. Donald saltó como si lo hubieran pinchado.

– Dios -dijo-. Maitines dentro de un cuarto de hora -la tomó de la mano-. Vamos, querida. Tengo que pensar en un servicio coral completo para nuestra boda: ¡«Que el Brillante Serafín» para el motete, y contrataré al coro de la Catedral de St. Paul para que lo cante!

– Últimamente la gente parece casarse por cualquier motivo -decía Nicholas a la rubia que lo acompañaba-. Las razones aducidas por la Iglesia de Cristo sobre la tierra son ahora, merced al avance de la ciencia, burdamente inadecuadas. Me agrada, sin embargo, observar cómo han decaído las normas de la Iglesia. Originalmente la continencia absoluta era la norma de virtud por excelencia, y el matrimonio su derogación. Ahora el matrimonio es la norma de virtud, y el amor extramatrimonial su derogación. Hoy por hoy nadie toma en serio la imputación de debilidad contenida en las palabras «aquellos que no poseen el don de la continencia» -Nicholas suspiró-. Es una verdadera lástima que en nuestros días nadie admire la castidad; hasta la Iglesia ha terminado, mal que bien, por abandonarla, junto con el Servicio de Conminación y otras partes inconvenientes e incómodas de sus ritos -sonrió con displicencia-. Claro que el matrimonio tiene sus ventajas: por lo pronto elimina el tedioso y anafrodisíaco proceso de hacer la corte.

– Bah, no te hagas el inteligente, Nick -dijo la rubia, fastidiada.

– Por el contrario; trata de bajar mi conversación a un nivel que te resultase comprensible. ¿Otra copa?

– No, gracias -la rubia cruzó sus bien formadas piernas y se arregló con cuidado la falda-. Háblame del crimen. Quiero saber hasta el último detalle.

Nicholas resopló impaciente.

– Estoy harto del crimen -dijo-. No quiero oír una sola palabra más al respecto mientras viva.

– Pero yo sí -porfió la rubia-. ¿Saben quién la mató?

– Fen cree saberlo -respondió Nicholas malhumorado- Reconozco que otras veces ha estado en lo cierto, pero no creo en la infalibilidad de los detectives.

La rubia fue enfática en su comentario.

– Si dice que lo sabe, puedes estar seguro de que es así. He seguido de cerca los otros casos en que intervino, y hasta ahora nunca se equivocó.

– Bueno, si lo sabe, confío sinceramente en que se lo calle.

– ¿Es decir que no quieres que atrapen al asesino? Bonito sería -protestó la rubia, indignada- que la gente pudiera andar matando mujeres a su antojo sin que les hicieran nada.

– Con algunas mujeres -observó Nicholas en tono severo- parece ser la única solución.

– ¿Quién crees que habrá sido?

– ¿A mí me lo preguntas? Hija, lo ignoro. Supongo que hasta puedo haber sido yo mismo, en un momento de aberración mental.

La rubia pareció alarmada.

– No, por favor -dijo temerosa.

– Muchas personas tenían razones suficientes para hacerlo, y los hechos parecen acusar a media ciudad, en una u otra forma. Jean Whitelegge se apoderó del revólver, el anillo que encontraron en el cadáver era de Sheila McGaw; Donald, Robert Warner y yo estábamos cerca cuando la mataron, y Helen y Rachel no tienen coartadas. Me inclino por Helen. Ella tenía el único móvil válido: dinero. Y Fen anda corriendo tras ella con los ojos desorbitados y la lengua fuera. Siempre se deshace en amabilidad con sus asesinos, antes de desenmascararlos. Sí, creo que Helen es el candidato más lógico; pertenece a esa clase de seres sentimentales, ignorantes, capaces de hacer algo tan primitivo como matar.

– Huelo a uvas verdes -observó la rubia con astucia desusada-. Últimamente ha salido mucho con ese periodista buen mozo, ¿no?

Nicholas esbozó una mueca de desdén.

– Bueno -dijo-, si ese es tu concepto de belleza masculina…

– Está bien, Mefistófeles -lo interrumpió ella de buen talante, ya sabemos que todo lo que se aparta de tu infernal encanto byroniano es anatema. Ahora, si me invitas, te acepto otra copa. Pienso sacarte mi peso en oro esta mañana.

Nicholas se levantó de mala gana.

– A veces -dijo- desearía que los comentarios de Timón sobre Firnia y Timandra hubiesen sido un poco más sutiles y un poco menos abiertamente ofensivos. ¡Vendrían tan bien en ciertas ocasiones!

Robert y Rachel paseaban lentamente por Addison's Walk, con la clara y suave belleza afeminada del Magdalen por marco.

– ¿Nervioso por lo de mañana? -preguntó Rachel.

– Nervioso exactamente, no; excitado. Creo que va a ser una buena representación. Los muchachos están estupendos, y tú, querida, eres un regalo del cielo para cualquier director.

– Gracias, señor -respondió ella con un mohín.

– Una representación de primera. Ridícula efervescencia de vanidad personal. «Míreme, yo, el genial Mr. Warner, pavoneándome con una pandilla de actrices y actores», en eso estriba todo en realidad. Recuerdo la primera obra que monté en un teatrucho de Londres, en la época en que era un triste aficionado. ¡Dios, qué emoción! Con mis escasos veintiún años dar la impresión de que aquello era algo que me pasaba todos los días, y mientras tanto tejía fantásticos sueños sobre un año entero en cartel en West End: sueños que, por otra parte, nunca se materializaron.

– Y yo -dijo Rachel- recuerdo mi primer papel en Londres -una Helena bastante picante en una adaptación de Troilus. Pensaba que los críticos me colmarían de elogios en sus columnas: «merece especial mención Miss Rachel West, que hace una creación magistral de un papel poco simpático», pero llegado el momento ni siquiera me mencionaron.

Robert la miró con extrañe/a.

– ¿Ves? -dijo-. En el fondo todo es vanidad. En las novelas modernas de Montherlant, Costals es la quinta esencia del artista: el egoísta suficiente, infantil, despiadado. Si me desmenuzaran, por cierto que no quedaría otra cosa de mí.

La mujer se echó a reír.

– Oh, no, Robert -dijo, tomándole del brazo-, no busques que te elogie. No pienso inflar tu vanidad más de lo que está.

– Qué bien me conoces, querida -Robert exhaló un suspiro.

– Después de… ¿cuánto?…, cinco años, por fuerza.

– Rachel -dijo él, de pronto-, ¿qué dirías si te propusiera que nos casáramos?

Rachel se detuvo y lo miró azorada.

– Robert, mi vida -dijo-, ¿qué te ocurre? ¿Acaso una preocupación por mi honor? Cuidado, si llegas a repetirlo te tomo la palabra.

Ahora fue él el sorprendido.

– ¿Quiere decir que aceptarás?

– ¿A qué viene el asombro? Mi instinto femenino me movía siempre a casarme, pero tú no querías, y yo no habría podido soportar a ningún otro.

– Piensa que dará mucho que hablar. Sobre la inminencia de la llegada de terceros, etcétera.

– Eso es inevitable. Si la gente quiere hablar, que hable.

La hizo sentarse en un banco frente al río.

– Desde hace bastante tiempo -dijo- vengo codiciando un poco de estabilidad. Resistir indefinidamente los convencionalismos sociales es cansado a la larga.

– Le estás restando mérito al cumplido.

Robert se echó a reír.

– Perdón, no fue esa mi intención. Creo que haríamos una buena pareja, ¿no? Sería uno de esos matrimonios tranquilos, duraderos. Cada uno conoce bastante al otro, sus locuras, sus obsesiones -meditó un instante-. Tal vez, como a Próspero, la idea del matrimonio me está obsesionando.

Rachel lo tomó de la mano.

– ¿Acaso el asesinato de Yseut tiene algo que ver con esto?

– Oh, quizá. Una lección objetiva sobre los horrores del sexo incontrolado.

– Robert -Rachel se había puesto seria de repente-, qué va a pasar con eso…, al crimen me refiero. ¿Crees que Fen sabe realmente quién fue?

Robert se encogió de hombros.

– Supongo que sí. Pero confío en que mantenga la boca cerrada hasta después del estreno.

– ¿No sería preferible que todo se aclarara…, antes que seguir en la duda?

– Querida, podría ser alguien de la compañía: tú y yo, por ejemplo. Si se tratara de Donald, o de Nick, supongo que no importaría. Pero si quieres saber mi opinión, creo que va a dejar las cosas como están.

– Si, ¿qué piensas hacer al respecto, Gervase? -preguntaba Mrs. Fen.

Fen atrapó al vuelo la pelota que, más o menos en su dirección, había arrojado su hijito, y se la devolvió.

– No me preguntes nada -dijo-. Estoy harto de ese asunto.

– De nada vale que repitas lo mismo -dijo Mrs. Fen, sin inmutarse, rescatando su lana de tejer de las atenciones del gato-. Tarde o temprano tendrás que decidirte.

– Bueno, aconséjame tú.

– Mal puedo aconsejarte si no sé quién es el culpable.

Gervase Fen se lo dijo.

– ¡Oh! -Mrs. Fen hizo un alto en su labor, y luego añadió suavemente-: Pero ¡qué extraordinario!

– Sí, ¿verdad? No es el que uno podía esperar.

– No voy a preguntarte cómo ni por qué -dijo Mrs Fen-. Sin duda lo sabré en su momento. Pero sugiero que hagas alguna insinuación al pasar.

– Pensé en eso. Pero ¿no comprendes? Haga lo que haga, llevaré el peso sobre mi conciencia hasta la muerte.

– Tonterías, Gervase, exageras. Verás que, cualquiera que sea tu decisión, lo habrás olvidado en menos de tres meses. De cualquier forma un detective con conciencia es ridículo. Para hacer después tanta alharaca, sería mejor que no te mezclaras en estas cosas.

Ante aquella muestra de sentido común femenino Fen tuvo una reacción típicamente masculina.

– No entiendes nada -dijo-. Nadie entiende nada. Me aconsejan que lea Tasso -evocó la imagen de una persecución monstruosa e implacable-. Aquí estoy, apresado en los cuernos de un dilema corneliano, vacilando entre el deber y los sentimientos… -esbozó un ademán vago, olvidó por completo lo que estaba diciendo, y siguió con lo último que recordaba-. Digo yo, ¿por qué ha de tener cuernos un dilema? ¿Será una especie de ganado?

Mrs. Fen hizo caso omiso de la divagación.

– Y pensar -dijo- que nunca lo sospeché, ni remotamente. A propósito, Mr. Warner estuvo exponiendo su teoría sobre el crimen mientras estabais abajo. Dijo que creía que el asesino había entrado por el patio que mira al oeste.

– ¿Eso dijo? -Fen parecía ausente-. Muy inteligente de su parte.

– Me pareció imposible, y así se lo dije. Pareció desilusionado.

– Imagino que fue por cortesía. Su falta de interés por la investigación es auténtica. Y lógica, teniendo en cuenta que estrena una obra el lunes.

– ¿Es buena la obra?

– Magnífica. Sigue aproximadamente la tradición de la sátira de Jonson.

Mrs. Fen simuló un escalofrío.

– Nunca terminó de gustarme Volpone. Es cruel, grotesca.

Fen soltó un bufido.

– Toda buena sátira es cruel y grotesca -sentenció Fen-. John -añadió, a su vástago-, no está bien que tomes al gato de la cola y lo sumerjas así en el estanque. Es una crueldad.

– Bueno, de todos modos -dijo Mrs. Fen-, no pienso ir a verla.

– Aunque quisieras no podrías -respondió Fen, groseramente-, no hay sitio.

– ¿Con quién irás?

– Con Nigel y sir Richard.

– Nigel es un buen muchacho -observó Mrs. Fen-. ¿No dijiste que salía con Helen?

– En este mismo momento debe de estar paseando por ahí con ella -dijo Fen, en tono pesaroso-. Al menos supongo que para eso me pidió prestada la bicicleta. Ojalá la cuide. La gente es tan descuidada.

La bicicleta de Fen era un artefacto enorme, pesado, que a juzgar por las apariencias estaba hecho de lingotes de hierro. Nigel, que pedaleaba esforzadamente por Walton Street con Helen a su lado, deploró, no por vez primera, la monástica indiferencia de Fen hacia el progreso científico. Sin embargo, cuando llegaron al camino de sirga la marcha se hizo más fácil, y la pareja avanzó alegremente hacia su meta, el Trout.

– Desearía -balbució Nigel, jadeante- que comprendieras que no estamos en una pista.

Helen le sonrió por encima del hombro.

– Está bien, iré más despacio -aminoró la marcha para dejar que la alcanzara-. Honestamente -añadió-, me remuerde la conciencia. Yseut muerta hace apenas dos días, y yo aquí, con pantalones rojos, recorriendo Oxford en bicicleta. La gente que pasa me mira escandalizada.

– Por los pantalones -dijo Nigel, bastante acertadamente-, no por tu poco fraternal comportamiento. ¿Engrasará alguna vez Fen este armatoste? -buscó rastros de esa actividad.

– ¡Cuidado! -gritó Helen-. Te irás al agua.

Nigel cambió de rumbo lo más dignamente posible.

– No pienso hablar hasta que lleguemos -anunció-. Esto es agotador. Después tomaremos un trago (mejor varios) y almorzaremos en medio del campo. ¿A qué hora tienes que estar de vuelta para el dichoso ensayo?

– Se supone que debo estar en el teatro a las cinco y media.

– Y yo en la capilla a las seis, así que todo enlaza bien -siguieron pedaleando en silencio, gozando de la caricia fresca del aire y observando las arriesgadas maniobras de dos estudiantes en un bote de vela.

En el Trout encontraron a Sheila McGaw, con un grupo de amigos.

– Hola -los saludó, agitando una mano-. ¿También aprovecharon para huir de Oxford? Con tanta policía suelta no se puede vivir ahí.

– No nos hable de la policía -dijo Nigel-. Como en la Legión Extranjera, hemos venido a olvidar.

Almorzaron a orillas de un arroyuelo que serpenteaba absurdamente por un cauce cenagoso. Comieron sandwichs, tomates y manzanas. Helen, recostada en la hierba, comentó:

– Es extraordinario lo duro que puede ser el suelo.

– No te salgas del impermeable, tonta -dijo Nigel-. El pasto todavía está húmedo después de la lluvia de ayer. ¿Queda otro tomate?

– Ya has pedido cuatro.

– Pedí un tomate, no una conferencia.

– Pues te daré una conferencia sobre la ausencia del tomate. No quedan más.

– Oh -Nigel guardó silencio un momento. Después dijo-: Helen, ¿quieres casarte conmigo?

– Querido, estaba deseando que me lo pidieras. No, ahora no puedes besarme, tengo la boca llena.

– ¿Aceptas, entonces?

Helen meditó la respuesta.

– ¿Serás un buen marido? -preguntó por fin.

– No -respondió Nigel-, pésimo. Te lo propuse exclusivamente porque acabas de heredar un montón de dinero.

Helen asintió gravemente.

– ¿Te propones ser un obstáculo en mi carrera?

– Sí.

– ¿Cuándo quieres casarte?

Nigel se agitó inquieto.

– Te agradecería que no revisaras mi declaración de ese modo, como si fuera un corte de género en malas condiciones. Lo correcto es caer extasiada en mis brazos.

– No puedo -se lamentó Helen-. La comida nos separa.

– Bueno, entonces quitaremos la comida -gritó Nigel, haciendo gala de una energía repentina al desparramar la comida en todas direcciones-. Voici, ma chère -la tomó entre sus brazos.

– ¿Cuándo podremos casarnos, Nigel? -preguntó al cabo de unos minutos-. ¿Podrá ser pronto?

– Cuando quieras, vida mía.

– ¿No hay que hacer las amonestaciones y sacar permisos y demás?

– Se pueden conseguir permisos especiales -dijo Nigel-; en realidad, si pagas veinticinco libras por una licencia Especial de Arzobispo, tienes poderes de vida y muerte sobre todos los sacerdotes del país.

– Qué bonito -Helen se acurrucó en el hueco de sus brazos-. Haces el amor maravillosamente bien, Nigel.

– Querida, no deberías haber dicho eso. Nada se sube tanto a la cabeza de la especie masculina con resultados más nefastos. Claro -añadió-, que aunque eres repugnantemente rica, insistiré en mantenerte.

Helen se enderezó indignada.

– Ni lo pienses. ¡Mejor gastaremos el dinero a manos llenas!

Nigel suspiró feliz.

– Esperaba que lo dijeras -confesó-, pero creí que lo correcto era decir lo contrario.

Helen estalló en carcajadas.

– ¡Malo! -dijo alegremente. Después, cuando la besó-. ¿Sabes? No me parece que el aire libre sea un buen sitio para hacer el amor.

– Tonterías, es el único sitio. Si no, ahí tienes las églogas.

– Creo que Phyllida y Corydon deben de haber terminado llenos de moretones.

– ¿Cuál te parece que es el mejor sitio para hacer el amor?

– La cama.

– ¡Helen! -exclamó Nigel fingiéndose escandalizado.

– Querido, somos marido y mujer a los ojos de Dios -afirmó ella solemnemente-, y podemos hablar de esas cosas -su tono cambió de pronto, denotando desconsuelo-. ¡Oh Nigel, mira cómo me he puesto!

– «Un dulce desorden en la ropa» -dijo Nigel- «enciende en tela un desenfreno…»

– No, Nigel, recuerda que prometiste: nada de versos isabelinos. Oh Dios, ¿por qué tendrán los literatos esa manía de las citas? ¡No, querido! -le echó los brazos al cuello, y quedó sofocado con un beso. Se recostaron en la hierba, riendo agotados, a contemplar las nubes cremosas que pendían inmóviles de un cielo azul pálido sobre sus cabezas.