172835.fb2 El caso de la mosca dorada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 28

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Una almohada sucia en el lecho de la muerte.

Crashaw.

Al entrar en St. Christopher's esa tarde, a las cinco y cuarenta, Nigel reflexionó que había algo de infantil en la personalidad de Gervase Fen. Angelical, ingenuo, tornadizo y decididamente encantador, vagaba por el mundo tomándose un interés auténtico por las cosas y las personas que desconocía, manteniendo a la vez un justo sentido de autoridad en lo concerniente a su especialidad. En literatura sus comentarios eran sagaces, penetrantes y extremadamente sofisticados; en cualquier otro terreno fingía invariablemente la ignorancia más crasa, y un deseo febril de aprender, aunque a la larga demostraba saber más del tema que su interlocutor, porque en los cuarenta y dos años transcurridos desde su advenimiento a este planeta había leído en forma sistemática y al por mayor. Si aquella ingenuidad hubiera sido afectación, o simplemente orgullo premeditado, habría resultado irritante; pero en él era perfectamente natural, y derivaba de la genuina humildad intelectual de un hombre que ha leído mucho y que al hacerlo puede contemplar la inmensidad del saber que por fuerza escapa siempre a su alcance. Temperamentalmente era un romántico incurable, si bien ordenaba su existencia según normas estrictas y razonables. Hacia los hombres y la vida su actitud no era cínica ni optimista, sino de eterna fascinación. Esto se traducía en una especie de amoralismo inconsciente, ya que siempre demostraba tanto interés en lo que estaba haciendo la gente, y en por qué lo hacía, que jamás se le ocurría evaluar la moralidad de sus actos. Todo aquel alboroto sobre la actitud que debía adoptar en relación con la muerte de Yseut, por ejemplo, pensó Nigel, era típico de Fen.

Lo encontró en sus habitaciones, dando los toques finales a las notas que había reunido sobre el caso.

– La policía ha llegado a la conclusión definitiva de que fue un suicidio -dijo-, de modo que esto -señaló la pequeña pila de papeles- quedará archivado por el momento. A propósito -añadió-, he decidido lo que voy a hacer -tendió a Nigel una hoja donde se leían tres palabras de una de las sátiras de Horacio: Despredi miserum est.

– «Es horrible ser descubierto» -tradujo Nigel-. ¿Y esto?

– Esto voy a echarlo al correo esta noche, y el martes por la mañana entregaré mis notas a la policía. Eso le da a… al asesino una remota posibilidad de poner pies en polvorosa. A propósito, confío que esto no salga de nosotros dos. He averiguado que configura un delito -sonrió alegremente.

– En ese caso -murmuró Nigel-, ¿le parece prudente…?

– Más imprudente no puede ser, mi querido Nigel -dijo Fen-. Pero al fin de cuentas tengo la sartén por el mango. Siempre me queda el recurso de decir que me equivoqué, que estoy tan a oscuras como ellos, y nadie podrá demostrar lo contrario. Además, si uno no fuera un poco intrépido de vez en cuando, el mundo seria intolerable -parecía estar alzando una simbólica calavera y las correspondientes tibias cruzadas al tope del mástil.

Nigel gruñó, sin que se pudiera decir a ciencia cierta si en conformidad o desacuerdo. Fen escribió un nombre y una dirección en un sobre, guardó el papel dentro y lo cerró.

– Yo mismo lo echaré esta noche, después del servicio -anunció, guardándoselo en un bolsillo.

– ¿No ha pensado -preguntó Nigel- que dando al asesino la oportunidad de escapar puede estar poniendo en peligro la vida de inocentes?

Fen pareció presa de súbita inquietud.

– Lo sé -dijo-. Lo he pensado. Pero no creo que esa persona vuelva a matar. Dime -añadió en seguida, deseoso de abandonar el tema desagradable-, ¿todavía no tienes idea de quién fue?

– Me pasé la noche entera aplicando el clásico método de confeccionar una lista de horas y, como suponía, no encontré un solo rayo de luz que me iluminara. De todos modos, la mitad de lo que puse en la lista son suposiciones, no probadas o imposibles de demostrar, de manera que mal podía esperar resultados positivos -sacando una hoja de papel se la mostró a Fen-. Ahora le toca a usted, en su papel de gran detective, leerla, señalar una línea con el dedo y decir: «Esto lo aclara todo.»

– Aunque te parezca mentira, así es -dijo Fen-, y no tengo la culpa si eres tan obtuso que no lo ves. Tengo una lista parecida, con algunas cosas subrayadas y varios comentarios al margen. Léela de nuevo, muchacho. ¡Y no me digas que no lo ves!

– Pues no, no lo veo -dijo Nigel, tratando de perforar el papel con la mirada. Decía:

A partir de las 6. Robert, Rachel, Donald y Nicholas en el bar de Mace and Sceptre; Yseut en el Brasenose College; Helen en su casa; Sheila y Jean en sus habitaciones (las tres últimas sin confirmar).

6,25. Donald, Nicholas salen del M. and S., llegan al colegio a las

6,30 aproximadamente, hora en que también Rachel sale para el cine (destino sin confirmar).

6,45 aproximadamente. Helen llega al teatro.

7,10 aproximadamente, Yseut sale del B.C.

7,35-40 Yseut llega al M. and S., hace una llamada telefónica.

7,45 Helen sigue en el teatro. Donald y Nicholas cruzan al cuarto que queda frente al de Donald.

7,50 aproximadamente. Robert sale del M. and S. rumbo al colegio (sin confirmar).

7,54. Yseut llega al colegio.

7,55. Helen abandona el escenario.

8,05. Robert llega al colegio.

8,21 aproximadamente. Robert baja al lavabo.

8,24. Suena el disparo.

8,25. Yseut aparece muerta.

8,45. Helen vuelve al teatro.

Jean y Sheila dicen haber estado toda la noche en sus habitaciones (sin confirmar).

Rachel dice que estuvo en el cine hasta las 9 (sin confirmar).

Donald y Nicholas afirman haberse quedado en el cuarto de enfrente desde las 7,45 (sin confirmar).

– No veo de qué puede servir todo esto -dijo por fin Nigel-. La mitad de las afirmaciones son falsas.

– Lo son, sin duda -respondió Fen amablemente-. Pero ¡qué delatores resultan todos esos «sin confirmar»! Gritan un nombre, Nigel -agregó dándole una palmadita condescendiente en el hombro-. Y, hablando de todo un poco, ¿por qué has incluido a Helen? ¿No sospecharás de ella, supongo?

– Claro está que no, la puse para hacer bulto. De lo contrario hubiese sido una lista muy pobre. Mire, Fen, no quiero saber quién fue, pero le agradecería que me dijera que no fue Helen.

Fen sonrió.

– No, claro que no fue Helen.

– Casualmente acabo de pedirle que se case conmigo.

Fen pareció lleno de júbilo.

– ¡Mi querido muchacho! -exclamó-. ¡Qué estupendo! Debemos festejarlo, pero no ahora -añadió mirando a disgusto el reloj-. Ya es hora de ir a la capilla -recogió una sobrepelliz de una silla-. Esto -dijo poniéndosela al brazo mientras salían- me hace el efecto de una mortaja.

Al entrar en la capilla, Nigel tuvo la placentera sensación de quien regresa a un lugar recordado con la certeza de que no ha sufrido alteración. En conjunto siempre se había sentido inclinado a convenir con el viejo Wilkes que la restauración estaba bien hecha. El lugar tenía cierto aspecto limpio, acabado, sin dar la impresión de demasiado nuevo, y por fortuna no estaba impregnado de ese tenue vaho de muerte que suele percibirse en los templos viejos. Dos vidrios de las ventanas, si bien no del tipo que suele atraer a expertos de todos los rincones del país, resultaban agradables a la vista, y el órgano, un instrumento nuevo instalado siete años antes en el coro, en el lado del presbiterio que daba al norte, tenía sencillos tubos dorados muy bien dispuestos en un bonito dibujo geométrico. El organista -y el medio de acceso al coro, una escalinata de hierro que nacía en la sacristía- quedaba oculto tras un enorme tabique de madera calada (para ver lo que ocurría al lado se valía de un gran espejo); y ahora del instrumento escapaba una de esas improvisaciones vagas y soporíferas que los organistas parecen considerar el límite de sus responsabilidades antes del comienzo del servicio en sí.

Fen se alejó rumbo a los bancos reservados para los profesores, y Nigel buscó sitio cerca del coro. Esa noche había poca gente en la capilla. El presidente paseaba por la concurrencia una mirada grave; había un corto número de estudiantes y gente de paso. Al poco rato entraron el capellán y los miembros del coro, y el organista ejecutó una fugaz serie pirotécnica de modulaciones hasta tomar la clave del primer himno y después enmudeció. Anuncio. Primera línea de Richrnond. Después el hermoso himno de Samuel Johnson:

«Ciudad de Dios, cuan lejos

se extienden tus muros sublimes…»

Por una vez Nigel no se sintió conmovido ante lo que consideraba uno de los mejores exponentes de poesía sacra en el idioma inglés. Mientras sostenía en la mano el libro abierto, haciendo ruidos convencionales con la garganta y abriendo y cerrando la boca en forma rítmica, pero improbable (mientras uno de los más pequeños del coro lo contemplaba con una mezcla de espanto y fascinación), sus pensamientos volvían a los acontecimientos de los días anteriores. ¿Quién había matado a Yseut Haskell? Robert Warner aparecía como el candidato más probable, pero costaba decir cómo había podido hacerlo. ¿Acaso fraguando el suicidio antes de cometer el crimen? Pero no, era absurdo; únicamente hipnotizada se habría prestado Yseut a ese juego. Pensó, mientras el doctor ilustraba su tesis demostrando la vanidad de los embates del oleaje bravío, si habría sabido quién la mataba, y entonces comprendió que, en el doloroso instante postrero, tenía que haber visto a su asesino. Esas quemaduras de pólvora…, habían disparado a quemarropa, alcanzándola en plena frente…

«Mis muy amados hermanos, dicen las Escrituras…» Nigel se apresuró a correr con el pie la almohadilla y se dejó caer de hinojos al tiempo que echaba un vistazo al sitio que ocupaba Fen. Pero el profesor parecía preocupado. Los bancos de los profesores estaban ingeniosamente dispuestos, de manera que nadie de fuera podía ver si estaban arrodillados o no, con el resultado de que la mayoría habían contraído el hábito perezoso e irreverente de desmoronarse sobre los reclinatorios que tenían delante durante las oraciones. El viejo Wilkes, a poca distancia, parecía caído en estado de coma. Nigel recordó la historia que les había contado la noche de aquel viernes fatal (¿sólo habían pasado dos días? Pero parecían dos años) y miró instintivamente hacia la antecámara donde John Kettenburgh, campeón demasiado militante de la fe reformada, había hallado la muerte a manos de Richard Pegwell y sus secuaces. Cave ne exeat… «No perturbes a su fantasma…» Nigel desechó estas vacuas reflexiones para admirar en cambio el canto del salmo, y la maestría con que estaba modulado; tenía ese toque de refinamiento, ese alargar, acortar o corromper las vocales que es prerrogativa de todo buen coro. Los muchachos lo hacían bien; el celador ni siquiera evidenciaba esa tendencia harto común de ejercer su autoridad a gritos. Aquí, sintió Nigel, Donald estaba en su elemento; fuera era incompetente, ineficaz en sus cosas, torpe en sus relaciones; pero aquí tenía indiscutible dominio.

Fue después que los teatrales y triunfantes acordes del Magnificat de Dyson llegaron a su complicado término cuando comenzó a notarse una sensación de intranquilidad en el ambiente. Por lo pronto los muchachos parecían más inquietos que de costumbre; se rascaban las orejas, miraban en todas direcciones, cuchicheaban entre ellos y dejaban caer sus libros hasta tal punto que ni siquiera los mayores, imbuidos de la prerrogativa de aguijonearlos ferozmente desde atrás cuando su comportamiento dejaba que desear, lograban restaurar el orden. Además, al que estaba leyendo el evangelio se le cayó el señalador del libro y tardó algunos minutos en encontrar la página perdida. Finalmente resultó que, por alguna razón desconocida hasta el presente, el celador había olvidado repartir las copias de la antífona entre los hombres. Fue así como al comienzo del Nunc Dimittis, el maestro de coro mandó a uno de los muchachos para que fuera en su busca. Y el recadero dejó pasmada a la concurrencia al volver con las manos vacías y caer desmayado en mitad del Gloria. Sobrevino una pequeña confusión. Entre dos hombres sacaron al niño de la capilla y, dejándolo al cuidado del portero, volvieron apresuradamente con las copias necesarias al final de la Colecta.

Durante un rato todo fue bien. La antífona -el Expectans Expectavi de Charles Wood- pasó sin incidentes, lo mismo que las oraciones que precedían al himno final (esa tarde no habría sermón). El orden parecía restablecido.

– … En Himnos Antiguos y Modernos Número Quinientos Sesenta y Tres, en Cánticos de Alabanza…

El coro aguardó a que el órgano les diera el tono. Pero el tono no vino.

Por fin el maestro de coro, hombre grueso de aspecto autoritario, conjuró la situación dando una nota y una señal que sirvieron para que el himno comenzara. El capellán, el presidente y la plana de profesores en pleno miraban intrigados hacia el coro. De soslayo Nigel vio que Fen abandonaba su sitio y salía de la capilla. Sin vacilar, lo siguió, encontrándolo cuando entraba en la sacristía por la puerta exterior y encendía la luz. En su semblante vio Nigel una expresión de ira y angustia tan desusada en él que alarmaba e impresionaba a la vez.

En la sacristía no había nadie. Fen fue directamente hacia la pequeña arcada de la derecha, de donde partía la escalerilla de hierro que llegaba al coro. Nigel pisándole los talones, pugnando en vano por desechar desagradables evocaciones de John Kettenburgh… «Había dientes y huesos, y gran número de ellos parecían rotos…» La escalera estaba oscura, fría, trepaba por un pozo de piedra húmeda, y en una oportunidad Nigel no pudo resistir el impulso de mirar atrás.

Llegaron al coro. Se parecía a otros muchos. Había allí fotografías y estantes con piezas de música y libros de himnos, una vieja poltrona donde pasar los ratos de ocio, un calentador primus que Donald solía utilizar para hacerse un poco de té durante los más prolongados sermones del presidente.

Nigel nunca sabría qué otra cosa había esperado ver. Lo que vio fue a Donald Fellowes, caído de bruces sobre el taburete, con la garganta abierta de oreja a oreja, y cerca, en el suelo, un cuchillo manchado de sangre.

Miradas retrospectivamente, las horas subsiguientes tuvieron para Nigel las proporciones e inconsecuencia de una pesadilla. Recordaba a Fen que decía en tono de azoramiento impropio de él: «¡Cómo iba a saber! ¡Dios me asista, cómo iba a saber!»; recordaba las palabras de la Bendición, que ascendían de la quietud infinita, «La Gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios, y en compañía del Espíritu Santo…»: se escuchó a sí mismo murmurar sin poder evitar un temblor, «¿Puede haber hecho esto una mujer?», y la respuesta dura, pero abstracta de Fen: «Tenía que suceder.»

Después hubo que despedir a los miembros del coro cuando volvieron a la sacristía, notificar a las autoridades del colegio, ahuyentar a los curiosos inoportunos, llamar a la policía. A Fen le faltó tiempo para interrogar al chiquillo que se había desmayado durante el Gloria. Su historia era incoherente, pero a la larga pudieron extraer los hechos principales. Había entrado en la sacristía por el fondo de la capilla, encontrándola a oscuras, la llave de la luz estaba junto a la puerta que daba al exterior. Se disponía a cruzar la sacristía y encenderla cuando oyó un movimiento ahogado en la oscuridad y alguien, o algo, le había susurrado al oído una invitación a acercarse y darle la mano, cosa que se sintió muy poco inclinado a hacer. Por un momento permaneció inmóvil, paralizado de terror, después volvió corriendo a la capilla, y a partir de ese momento no recordaba nada. Interrogado sobre si la voz había sido de hombre o de mujer respondió cuerdamente que cuando alguien susurra es imposible identificar la voz, y añadió que a su juicio no era ni de uno ni de otra. Fen, que había recuperado en parte la normalidad, se marchó resoplando de fastidio y quejándose de la influencia de M.R. James sobre la adolescencia.

El inspector, el forense y la ambulancia llegaron en breve plazo, seguidos de cerca por sir Richard Freeman, que hizo una aparición apocalíptica, surgiendo de la nada con gran disgusto del inspector. Los primeros pasos de la indagación arrojaron un saldo insignificante; Nigel recordaba que Fen les mostró manchas rojas, tenues, pero inconfundibles, en una copia del Preludio Respighi que estaba abierto sobre el órgano, pero en ese momento no captó su significado; recordaba también un comentario casual, desatinado, sobre que era raro que Donald hubiese preparado ese registro para el himno final. Aun prescindiendo de la evidencia del forense, era fácil establecer la hora de la muerte; había sido entre la antífona y el himno final, es decir aproximadamente entre las 6 y 35 y las 6 y 45. El inspector quiso saber cómo era posible que nadie hubiese oído ruido de lucha, pero Nigel, que en sus días de estudiante había visitado a menudo el coro, le explicó que aun estando justo debajo se lograba oír muy poco, lo que quedó demostrado mediante sencillo experimento.

En cuanto al arma, tampoco hubo dificultades para determinar su procedencia. Pertenecía al equipo de la cocina, situada cerca de la capilla, y era del tipo común, de hoja delgada y afilada. En la cocina no había habido nadie desde las cinco y media, y en el cuchillo no encontraron más impresiones que unas viejas pertenecientes a alguien de la servidumbre. En la escalera de hierro había algunas huellas de zapatos con suela de goma, pero como Fen y Nigel las habían borrado parcialmente al subir, era imposible sacar conclusiones valederas sobre su tipo o tamaño; en la sacristía, aparte de algunas marcas borrosas hechas por alguien con guantes, no había nada. Fen revolvió el coro del suelo al techo en fútil búsqueda y después preguntó al inspector:

– ¿Cuándo retiró la vigilancia del cuarto de Fellowes?

– Esta tarde, a las cuatro y media.

– Entonces -dijo Gervase- sin duda también lo habrán registrado -(Quaeram dum inveniam!, pensó Nigel). Como en seguida comprobaron, estaban en lo cierto, pero tampoco allí encontraron nada que pudiera ser de utilidad.

Interrogaron al portero sobre la presencia de extraños en el colegio esa tarde. El hombre no había visto a nadie, pero destacó el hecho de que media docena de entradas laterales por las que cualquiera podía haber entrado sin ser visto. A continuación congregaron en el vestíbulo a los profesores y alumnos que estaban en el colegio y no habían ido a la capilla, y les preguntaron si habían visto a algún desconocido entre las cinco y las siete, también con resultado negativo. Tantos contratiempos principiaban a minar la resistencia del inspector; sir Richard optó por guardar un silencio sombrío; y Fen, aunque siguiendo las alternativas con atención relativa, parecía poco interesado por el desenlace.

El malestar del inspector culminó con la visita al teatro, realizada durante el ensayo con trajes, a eso de las ocho. Entre las ventajas estaba el hecho de tener a todos los posibles sospechosos reunidos, incluyendo a Nicholas, que había ido a mirar; las desventajas comprendían la imposibilidad de eliminar a ninguno, ya que ni uno solo tenía una coartada capaz de resistir un examen a fondo. A los pocos que reclamaban inmunidad se les demostró en seguida lo vano de sus protestas. La mayoría no había llegado al teatro hasta las seis y cuarenta y cinco, y algunos todavía más tarde; y como andando rápido del teatro a St. Christopher's se podía llegar en apenas cinco minutos, nadie estaba libre de sospechas. Cuando al final del primer acto Robert reunió a la compañía en el escenario para darles sus últimas instrucciones, aprovecharon para ponerlos al tanto de lo ocurrido, pero aparte del lógico desasosiego no hubo ninguna reacción especial; solamente Jean soltó un grito ahogado y avanzó resueltamente hacia Fen, a quien estuvo diciendo incongruencias un rato. Nigel no tuvo ocasión de ver a Helen a solas, pero leyó miedo y angustia en sus ojos. Fue un grupo desalentado y cabizbajo el que regresó a St. Christopher's.

Ya en las habitaciones de Fen, el inspector admitió sinceramente estar en un callejón sin salida. No volvió a hablar de suicidio, y accidentalmente lo único que quería ahora era aclarar el asunto cuanto antes. En busca de este fin apeló a Fen sin rodeos.

– No tenemos absolutamente nada en que basarnos, señor -dijo-, y si no puede ayudarnos, nadie podrá. A su manera es un crimen perfecto, sin un solo cabo suelto.

– Sí -respondió Fen lentamente-, un crimen perfecto porque fue un crimen con suerte. El asesino entró en el colegio por la parte de atrás, sin ser visto; se apoderó del cuchillo en la cocina y subió al coro, asustó al chiquillo para quitarlo de en medio, siempre sin que lo vieran; después mató a Fellowes y se escabulló sin ser reconocido. Tuvo una suerte fantástica, y si fuese un crimen aislado creo que habría sido imposible resolverlo. Quién mató a Fellowes aseguró bien todos los botones de su ropa antes de salir, se abstuvo de fumar y no dejó que el traje se le enganchara en ningún clavo o saliente. Todo perfecto. Pero, gracias al asesinato de Yseut, no queda ninguna duda respecto de la identidad de esa persona -meditó un momento-. Yo tengo la culpa de que mataran a Fellowes, pero ¿cómo podía preverlo? Imposible. Aunque si me hubiera decidido antes lo habría evitado.

– ¿Entonces el asesino fue…? -dijo sir Richard.

– Ya se lo diré -respondió Fen-, y de paso les explicaré cómo mataron a Yseut Haskell, con una condición muy simple. Nos perdonas, ¿verdad, Nigel? Preferiría que no lo supieses por ahora.

Nigel asintió de mala gana, y salió a fumar al jardín. Por espacio de media hora Fen conferenció con sir Richard y el inspector en voz baja, explicando, recalcando, ejemplificando. Mientras él hablaba, sir Richard se atusaba los bigotes, en tanto que el rostro del inspector cobraba una expresión cada vez más sombría. Después se marcharon.

Nigel -decía Fen una hora más tarde, sentados ambos en su habitación- parece que mis escrúpulos no tenían razón de ser.

– Yo mismo -reconoció Nigel- he permanecido del principio al fin en estado de terror supersticioso.

– ¿Terror supersticioso? Ah, te refieres al cuento de hadas de Wilkes. Es hora de desenmascarar de una vez a ese fantasma y extirparlo del colegio. He tenido ocasión de investigar el asunto, y descubrí que se trata de una sucia treta, como quizás habrás adivinado. Mis sospechas eran ciertas. El presidente de entonces distaba mucho de ser el personaje austero y sobrio que nos pintó Wilkes. En realidad era un viejo tonto que llegó a ocupar esa posición por nepotismo y haciendo valer sus influencias. Y recordarás que toda la parte fantasmal del cuento, amén de uno o dos incidentes secundarios ocurridos en la capilla, de fácil explicación, venía de Archer, el decano; Parks, al parecer, nunca habló con nadie de su «aventura» nocturna. Y como idea reconozco que fue buena, con todo ese fondo dramático de John Kettenburgh y la pared de la antecámara. Parece ser que las relaciones que existían entre Archer y Parks eran de una naturaleza tan vergonzosa que en aquellos días puritanos nadie habría osado sugerir la posibilidad de algo semejante. Después Parks resolvió probar sus dotes en el arte del chantaje y Archer lo eliminó, ocultando el arma, vaya a saber Dios dónde, antes de que llegaran los demás.

– Dios santo -dijo Nigel, profundamente escandalizado-. Pero, ¿cómo lo adivinó?

– Por toda esa idiotez del latín, por supuesto. ¿Qué persona en su sano juicio va a soltar una invocación latina con su último aliento después de haber sido apuñalado, aunque sea un fantasma? Lo que en realidad gritaba era el nombre de su asesino. Y cómo él era el organista sacro y no estudiante de los clásicos, apuesto a que usó la fonética eclesiástica, y pronunció ch en vez de c. Pero supongo que el cuento que urdió Archer, por venir de un racionalista convencido, los impresionó bastante, y como de cualquier forma ellos no eran muy brillantes que digamos y Archer pasaba por hombre respetable, aceptaron su versión sin chistar. El pobre debió de pasar momentos de prueba. ¡Con razón se volvió religioso de golpe!

– Sobrenatural, mi querido Holmes -dijo Nigel, que, sin embargo, estaba sinceramente impresionado; y añadió-: En más de un sentido. ¿Y qué me dice de la teoría de Wilkes sobre el fantasma que circulaba entre los vivos?

– Eso -respondió Fen firmemente y con crudeza- es pura superchería. Cualquiera que no esté demente puede evitar llegar al asesinato. Eso de estar poseído por el demonio es una cómoda forma de eludir las responsabilidades. Y ahora que me acuerdo…

Extrajo del bolsillo el sobre que había escrito más temprano esa tarde, y haciéndolo pedazos lo arrojó a la chimenea. Los dos hombres miraron en silencio cómo el papel se prendía fuego y ardía hasta quedar reducido a cenizas.

– Mañana por la noche -anunció Gervase Fen -salimos de caza.