172835.fb2 El caso de la mosca dorada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 30

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¡No! No lo será aún. Si éste no lo será, otro sí. ¿Todavía no? Pronto te proveeré – ¡venganza!

Ford.

A eso de las seis de la tarde la cola de aspirantes a localidades sin numerar cubría varias manzanas. A las siete un portero salió, los contó, comparó el resultado con el número de localidades disponibles e informó a los que no podrían entrar de lo vano de su espera. La última parte de la cola se desintegró y dispersó, pero muchos de sus miembros siguieron aguardando, en parte para ver si podían reconocer a alguna celebridad, en parte confiando en que alguno de los precavidos que habían reservado localidades no apareciesen y ellos pudieran entrar en su lugar. Dándose aires de importancia, tres agentes de policía trataban inútilmente de regular el cada vez más caudaloso afluir de la gente. Hasta los que habían reservado sitio de antemano llegaron temprano, temerosos de que algún imprevisto les impidiera entrar, y después, entradas en mano, aguardaban paseando por los jardines delante del teatro. De todos los hoteles de Oxford venían agentes, empresarios teatrales, actores, actrices, productores, críticos y autores. Algunos, los que no habían podido abandonar sus ocupaciones en Londres más temprano, venían directamente de la estación en taxis. La plana mayor de la universidad se hizo presente con su eterna expresión de aburrimiento. Los profesores llegaron y se abrieron paso entre el gentío con el aire digno y confiado que da la autoridad. Aquello era una Babel. Un grupo de tres críticos eminentes aguardaban fuera, sosteniendo una conversación espasmódica y echando miraditas nerviosas alrededor. «Shakespeare lo previo», se lamentó Nicholas, entrando del brazo con la rubia, «un ágata vilmente pulida». Desde un rincón el electricista, Richard Ellis, Sheila McGaw y algunos técnicos contemplaban estupefactos aquella multitud desbordante que llegaba de todas direcciones, y sentían que la excitación los consumía. Robert cruzó el vestíbulo para saludar a unos amigos llegados de Londres, despertando a su paso mal disimulada curiosidad. En manos de todos, sencillos programas en blanco y negro anunciaban el estreno de Metromania con una sobriedad no del todo acorde con el furor general. En su camerino Rachel cumplía la doble y difícil tarea de aplicar una máscara en los ojos y releer sus parlamentos en el libreto que tenía delante. Por centésima vez Jean pasaba revista a sus enseres sin poder sustraerse, ni en su profunda desdicha anterior, a la atmósfera reinante. La mayoría de los hombres de la compañía seguían en el Aston Arms buscando coraje en el alcohol bajo la mirada amenazadora del loro. Clive se había arrancado de los brazos de su mujer y ahora venía a toda velocidad rumbo al teatro, donde probablemente llegaría a tiempo. En el bar, provisto para la ocasión de cinco mozos extra y un mostrador de emergencia instalado en un extremo, no cabía un alfiler. Helen, al entrar por la puerta de artistas en compañía de Bruce, tuvo una visión fugaz de la muchedumbre y pasó los cuarenta y cinco minutos siguientes tratando de olvidarla. Mentalmente el agente tomó nota de que habría que aumentar los derechos en el contrato por Metromania. En cuanto al principal interesado, Robert, se mantenía grave e indiferente, pero por dentro un nerviosismo desconocido lo consumía.

Camino del teatro en compañía de Nigel y sir Richard, Fen dijo:

– La última vez que estuve en ese teatro juré no volver. Y sin embargo, allá voy. A propósito -añadió a Nigel-, confío en que mi amigo el actor llegue a tiempo. Me gustaría presentarle a Helen antes de la función.

Nigel se limitó a asentir en silencio; estaba demasiado emocionado para hablar.

– Y -siguió diciendo Fen en tono más bajo a sir Richard- supongo que está todo listo, ¿no?

– El inspector y su gente llegarán con bastante anticipación. Ahora hay algunos hombres, por supuesto, mezclados entre el público. Siento -añadió Richard distraído- que tenga que estropearse la noche con esto.

– Dios sabe que nadie lo siente más que yo -dijo Fen-, pero no había forma de evitarlo. En realidad no veo por qué tiene que impedir que disfrutemos del espectáculo.

Sir Richard lo miró con curiosidad. Después se encogió de hombros.

– A mí por cierto no me lo impedirá -afirmó resueltamente.

– Podrían decirme de que se trata, ¿no les parece? -pidió Nigel.

– Después de la función -le explicó Fen- convocaremos una pequeña reunión y habrá un arresto. Sin barullo, por supuesto, una vez pasada la excitación del estreno. Sólo estarán presentes los principales interesados.

– ¡Ah! -Nigel quedó silencioso un instante. Después agregó-: Me parece una lástima.

– Rebanarle la garganta a un ser humano y matar a otro de un tiro también lo es -replicó Fen ásperamente. Siguieron andando sin hablar.

– ¡Dios, qué gentío! -exclamó Nigel cuando tuvieron el teatro a la vista-. Supongo -dijo a Fen entrando en sospechas de pronto- que habrá traído las entradas.

Fen hurgó en sus bolsillos y una expresión compungida se le pintó en el rostro.

– ¡Si seré distraído! -dijo por fin-. Las dejé sobre el escritorio.

Nigel soltó un gemido.

– En efecto -terció sir Richard tranquilamente-. Y de ahí las tomé yo. Tu memoria y tus opiniones sobre Charles Churchill han dejado de merecerme confianza. Vamos, Gervase, por favor no te enfades.

Se abrieron paso por entre la multitud, Fen saludando alegremente con la mano a amigos y conocidos. Nigel se asombró al ver la extraordinaria cantidad de gente que parecía conocer. Con no poca dificultad localizaron al Actor Eminente, a quien Fen condujo sin más trámites a los camerinos para ver a Helen. Nigel y sir Richard, creyendo que el momento exigía discreción, optaron por abrirse camino hasta sus asientos a través de un mar de impermeables, pies y programas.

El Actor Eminente se mostró discreto, simpático y formal.

– Es una crueldad de nuestra parte molestarla en estos momentos -dijo a Helen-. Yo al menos me pongo fuera de mí en ocasiones semejantes -sonrió. Helen, ligeramente sonrojada, admitió que estaba nerviosa y dijo algunas trivialidades. Fen deambuló por el camerino.

Sonó un golpe en la puerta. «¡Cinco minutos!», anunció jadeante el traspunte; después por el corredor, lo siguió una serie de ecos: «¡Cinco minutos!»

– ¡Dios! -exclamó el Actor Eminente-, debemos irnos. Por amor del cielo, quítate eso de la cara, Gervase. No, hombre no te frotes con el pañuelo; primero tienes que ponerte crema. ¡Así! Ahora límpiate con esa toalla.

Fen, cariacontecido después del reproche, se limitó a gruñir.

– En realidad no corre ninguna prisa -dijo Helen-. Con toda esa gente lo más probable es que empecemos tarde, y no salgo hasta el segundo acto.

– De todos modos -insistió el Actor Eminente- creo que debemos irnos. Veré el primer acto por Robert, y los otros dos por usted. ¡Buena suerte!

En la sala, las candilejas estaban encendidas, bañando el borde del telón con un resplandor blanquecino. Tras despedirse del Actor Eminente con el comentario: «Recuerda aquella vez que tiraste a Cumber del Cuarto Inferior al lago», Fen se unió a sir Richard. El primero, mirando alrededor, descubrió al inspector, vestido de civil y acompañado de dos colegas de aspecto patibulario, algunas filas más atrás. Sheila McGaw estaba en un palco; Nicholas y su rubia dos filas delante; Robert y sus amigos en primera fila. Entre bastidores los actores que aparecían en el primer acto abandonaban sus camerinos. El apuntador estaba en su sitio.

Jane echó un último vistazo profesional al decorado. «¡Luces!», dijo. Una serie de clics y focos y reflectores bañaron de luz la escena. Los actores ocuparon sus respectivas posiciones «¡Las luces de la sala!» La sala quedó en tinieblas; cerraron las puertas: necesaria protección contra «colados», rezagados y otras pestes; la charla murió. Clive, asaltado repentinamente por la convicción de que faltaba algo, salió corriendo del escenario para volver al instante con un periódico, que de nuevo en su sitio abrió y se puso a hojear sin mayor interés: «¡Telón!» El dedo de Jane oprimió un botón. Y con un suave susurro insinuante el telón se alzó para dar comienzo al primer acto de Metromania.

Desde el primer momento nadie dudó de que iba a ser un éxito. Nigel, con ese recelo interior nacido de su ascendencia escocesa, había tenido sus dudas, pero no debería haberse preocupado. El auditorio esperaba mucho de Robert y literalmente lo tuvo; de la compañía, sin embargo, no esperaba gran cosa, y por eso mismo fue tanto más agradable la sorpresa. Hasta Sheila tuvo que admitir que nunca habían trabajado en tal armonía. La sincronización, la intriga, los mutis, todo fue perfecto. Fue una representación que ninguno del reparto olvidaría. Desde el principio supieron que estaban trabajando bien juntos, y el de esa noche era el mejor auditorio que un artista podía pedir. A medida que transcurría la obra, los que no estaban en escena permanecían inmóviles entre bastidores, sin atreverse casi a hablar por miedo de quebrar el hechizo. Rachel, de más está decirlo fue la heroína de la noche. Recorría el escenario con soltura graciosa, natural, controlando y enfocando exquisitamente toda la estructura alrededor de su personaje; los demás, aunque reconociéndose dependientes, vivían empero y se movían por derecho propio, y a los cinco minutos de haber aparecido Helen en escena, Nigel habría gritado de emoción. Era sin reservas la representación de esas que sólo hay una entre un millón; al final de la noche, el crecimiento gradual de la tensión dejó a todos, actores y público, en idéntico estado de agotamiento mental.

Pero era como si la misma obra fuera la responsable del triunfo. Siguiendo su trama, Nigel quedó maravillado ante aquella revelación de un genio único y particular. En el primer acto podría haber sido sólo una comedia ingeniosa y excéntrica, de no ser por la extraordinaria naturalidad con que cada personaje insinuaba su personalidad en la comprensión del auditorio. El segundo acto era a la vez más serio e imponente. Había menos risa franca y cierto desasosiego se iba apoderando de los espectadores. Los mismos personajes del primer acto, sin perder su identidad, abandonaban un poco la vena humorística para tornarse un poco más abiertamente grotescos. No se trataba de que evolucionasen personalmente; era que mostraban más y más de su verdadero yo. El último acto transcurría en una semipenumbra, a la sombra de un desastre físico inminente. Ahora todos menos Helen y Rachel parecían haber degenerado en títeres y autómatas monstruosos, pronunciaban palabras que eran parodia escalofriante de su ego interior. Todo eso se lograba sin efectos impresionistas, dentro del marco de una obra ostensiblemente naturalista. Pero al mismo tiempo que los demás iban perdiendo identidad y dejaban de ser personajes para convertirse en meras sombras parlantes, Helen y Rachel resaltaban más y más como seres reales. Al final fue como si una ráfaga repentina disipase las sombras, dejando a esos dos personajes solos en escena. Sugiriendo una súbita tragedia personal, insinuada con delicadeza y emotividad, la pieza terminaba.

Veintitrés veces levantaron el telón. A la quinta apareció Robert, de la mano de Helen y Rachel. Hubo flores por millares. A la decimoquinta vez Robert habló.

– Supongo -dijo- que no querrán oírme hablar más esta noche. Simplemente quiero decir «gracias» por haber sido un público tan comprensivo, y expresar de todo corazón mi agradecimiento a la compañía y a los técnicos de este teatro por haber intentado (y logrado en forma admirable) la hercúlea tarea de montar una obra nueva en el breve plazo de una semana. Si algún aplauso merece la labor de esta noche, que sea para ellos.

Los «bravos» se renovaron. Tuvieron que saludar ocho veces más antes de que los dejaran irse. Había sido una noche gloriosa.

Y fue entonces cuando Nigel, con súbito estremecimiento premonitorio, recordó lo que faltaba.

Lo leyó en el cambio de expresión de los ojos de Fen, en la mirada de entendimiento que cambiaron sir Richard y el inspector al salir. Vio que este último se acercaba por turno a Sheila McGaw y a Nicholas Barclay y les decía algo en voz baja. La excitación de la noche murió demasiado pronto, y una vaga depresión ocupó su lugar. Claro que el ambiente seguía conmovido. Cuando entró en el camerino de Helen, por ejemplo, encontró que el Actor Eminente se le había anticipado, y que ya había hecho su oferta de un contrato en Londres. Pero, aunque sinceramente complacido, en el fondo no podía regocijarse, con aquella otra cosa que le oprimía el pecho, y con alivio vio partir al resto de la compañía, charlando y riendo, a comer un bocado antes de la fiesta planeada para celebrar el acontecimiento, cuando el teatro quedó sumido en un silencio vacío e incongruente. Dejó que Helen terminara de vestirse y fue al bar.

Fen, sir Richard, el inspector y Nicholas ya estaban allí. Los demás fueron llegando por turno. Robert estaba ojeroso, agotado; Nicholas pálido y callado como nunca; Jean insignificante, privada repentinamente de color y personalidad. Nigel creyó ver una especie de terror animal en las pupilas de Sheila. Helen y Rachel fueron las últimas en llegar, la segunda serena y evidentemente distraída, Helen aún bajo los efectos de la emoción. Fue hasta Nigel y se tomó de su mano. Así estuvieron un rato en silencio, un silencio intensificado por los pequeños ruidos que llegaban de improviso de otras partes del teatro, entre las ruinas y los fantasmales despojos de una noche sin precedentes, aguardando a que levantaran el telón y el último acto de otra obra comenzase.

– No saben cuánto lamento -comenzó Gervase Fen- tener que cerrar una noche para mí inolvidable -dirigió una leve inclinación a Robert, que le devolvió una sonrisa cansada- con un broche tan desagradable. Pero creo que todos -se corrigió-, que algunos se alegrarán quizá de ver aclarado por fin el misterio de este crimen. Explicar las razones que nos han decidido a proceder sería de pésimo gusto. Pero permítanme decirles que personalmente lamento mucho tener que intervenir en el asunto. Para cualquiera que tenga un poco de sensibilidad e imaginación -esbozó una sonrisa amarga-, esta ocasión dista mucho de ser un halago. Más bien es una victoria dolorosa -se interrumpió.

Y entonces, inesperadamente, Nigel captó el hecho cardinal que desde hacía tanto venía buscando en vano. Después llegó a la conclusión de que, de no mediar la fuerte tensión mental que acababa de soportar, jamás lo habría descubierto. Pero en cuanto lo captó, las demás piezas se colocaron automáticamente en el sitio correcto; todas señalando a una persona; todas deletreando el nombre familiar…

De pronto Helen se aferró a su brazo, con tanta fuerza que le hizo daño.

– Nigel -susurró-. ¿Dónde está Jean?

Miró hacia atrás. Jean Whitelegge había desaparecido.

Confundido, trató de seguir lo que decía Fen.

– … Finalmente creo conveniente añadir que todas las salidas están custodiadas, y que no hay ni la más remota posibilidad de que alguien escape -calló, aparentemente perdido-. Tal vez, inspector, si quiere…

Retrocedió con un ademán resignado. Una rara expresión de desaliento y cansancio le nubló el semblante. El, el inspector y sir Richard miraban a alguien que estaba en el rincón, junto a la puerta.

Y al seguir sus miradas Nigel vio que esa persona esgrimía en la mano una pequeña automática chata, fea, como de juguete.

– Que nadie se mueva -dijo Robert Warner.

A la sacudida inicial siguió una inmensa oleada de alivio, de regocijo casi. «Y ahora», pensó Nigel estúpidamente, «viene la parte en que, después que la policía fracasa en su intento de atrapar al asesino, doy un salto y lo desarmo a puño limpio ante los ojos fascinados de mi amada. Sin embargo», añadió para sí, «no pienso hacer nada de eso». Esperó interesado a ver qué ocurría a continuación, y al segundo siguiente se recriminaba por consentir esos pensamientos. Oprimió la mano de Helen con más fuerza.

– No seas tonto, Warner -dijo sir Richard, calmosamente-, mucho me temo que no puedas escapar.

– Tendré que correr el riesgo -contestó Robert-. Este mutis melodramático es de pésimo gusto, pero lamento no poder evitarlo -se volvió hacia Fen-. Gracias por haberme dejado vivir esta noche -dijo-. Fue muy considerado de su parte. Posiblemente, si algún día comparezco ante la justicia, pueda escribir la sucesora de Metromania que tengo en proyecto -la voz destilaba amargura-. Aunque lo dudo -retrocedió en dirección a la puerta-. No sería conveniente que me retrasase aquí para explicarles mi conducta con miras a justificarla. Pero por si nunca tengo oportunidad de hacerlo, lamento de todo corazón haber tenido que hacer lo que hice, no por mí, sino porque Yseut no era más que una pobre oveja descarriada y porque contra Donald no tenía absolutamente nada. Para beneficio de la posteridad, que quede constancia de que reconozco haber obrado como un imbécil. Y -alzó la cabeza, no en ademán de arrogancia, sino de confianza justificada- creo que la posteridad se interesará por todo lo relacionado con mi persona.

Miró a Rachel.

– Y tú, querida. Lamento tener que… aplazar nuestras nupcias. No podré hacer de ti una mujer honesta -sonrió apenas, y su voz denotó ternura-. Y ahora -retrocediendo otro paso- los dejó. Y les advierto que si alguien (cualquiera) intenta seguirme, dispararé sin vacilar -los envolvió a todos en una mirada rápida y salió.

Parecieron transcurrir siglos antes de que alguien se moviera; en realidad apenas fueron segundos. El inspector, revólver en mano, salió corriendo por la escalera, con Nigel, Fen y sir Richard pisándole los talones. El vestíbulo estaba vacío, pero entraron en la sala a tiempo para ver a Robert trepando al escenario delante del telón. Se volvió al oírlos entrar y alzó la pistola. Un ruido ensordecedor pareció taladrar los tímpanos de Nigel. Robert soltó el revólver, y llevándose una mano a la pierna herida cayó doblado en dos como una muñeca rota. Mientras corrían hacia él vieron que aun en medio del espantoso dolor que debía de sentir tanteaba el suelo en busca de sus gafas, que yacían rotas poco más allá. Espectáculo grotesco, terriblemente patético.

Pero también vieron otra cosa. Hubo un movimiento arriba, en la arcada del proscenio, y alzando la vista vieron que el telón de seguridad caía con la velocidad de una guillotina hacia el lugar donde yacía Robert, cegado y herido. No obstante saber que no llegaría a tiempo, Nigel echó a correr hacia la puerta que daba al escenario. Y mientras subía los escalones de dos en dos, con la sangre golpeándole en los oídos, oyó el estrépito escalofriante que pareció sacudir al edificio hasta los cimientos. De un salto llegó a la galería de electricistas, e hizo girar la llave. El telón subió nuevamente, mientras los demás cruzaban el foso de la orquesta en dirección a la figura tendida, inmóvil.

Nigel se volvió hacia la persona que lo acompañaba en la pequeña plataforma de hierro. Pero Jean Whitelegge tenía los ojos clavados en el vacío. Por fin lo miró sin ver y cayó desmayada al suelo. No hizo ademán de ayudarla, en cambio contempló el pequeño grupo congregado abajo. Como desde una distancia infinita, oyó la voz de Fen, que decía:

– Ya no hay nada que hacer.