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Una estructura antigua se erguía para informar a los ojos
Que estaba allí desde remotos tiempos y que se llamaba Barbica
Donde pobres niños sus tiernas voces ensayan
Y pequeños Máximos a los dioses desafían.
Dryden.
Era bien pasada la medianoche cuando Nigel dejó las habitaciones de Fen en St. Christopher's, para regresar al Mace and Sceptre. Habían hablado de antiguos conocidos, de viejos tiempos, de la situación actual del colegio y del efecto de la guerra en la universidad en general. «¡Son unos atrasados mentales!», había dicho Fen del actual contingente de estudiantes. «¡Unas criaturas!» Y por lo poco que se había visto desde su llegada, Nigel se sentía inclinado a compartir su opinión. El promedio de edad de los alumnos había sido reducido considerablemente, y travesuras más propias de la escuela primaria habían pasado a reemplazar a los individualismos y excentricidades más adultas de antes de la guerra. Además otro detalle significativo que Nigel, con su estiramiento instintivo del artista, deploraba, era que hubiese más estudiantes de ciencias que de artes.
Pero algo lo había perturbado toda la velada. Aquella breve conversación previa a la cena le había trasmitido parte de las embarulladas ramificaciones de la situación de Yseut, impidiéndole disfrutar de la entrevista con Fen en la medida pensada. Recordaba a Donald Fellowes, la forma en que lo vio temblar de rabia, la frialdad burlona de Nicholas, la repulsión instintiva, física casi, de Robert por la joven; y había también otros hilos que todavía no había visto. Vagamente se preguntó en qué acabaría aquello. Lo más probable era que, como la mayoría de esos impasses, se desvaneciera en cuanto suprimiesen a uno o más de sus elementos. A Nigel, perezoso por naturaleza, le desagradaban las decisiones apresuradas y los pasos decisivos, y siempre prefería esperar a que algo alterase la situación, eliminando así la necesidad de tomar una decisión en uno u otro sentido. Sin duda todo se resolvería por sí solo de alguna manera.
Esa noche durmió como un tronco, y no se despertó hasta tarde, de modo que cuando se puso en camino rumbo al teatro ya eran las diez y media, y Nigel se recriminó por el retraso.
Andando a buen paso, el teatro quedaba a diez minutos del hotel, cerca de los suburbios de la ciudad, encajonado entre residencias en una calle larga por donde pasaba la carretera principal a una ciudad próxima. Contemplando el edificio del teatro a la fresca claridad de esa mañana de otoño, Nigel dudó de que hiciéramos justicia a los Victorianos al condenar invariablemente su arquitectura por poco elegante. En el caso presente, al menos, el arquitecto desconocido había logrado infundir al edificio un encanto suave, aunque algo afeminado. Era grande, de piedra color amarillo pálido, con un amplio parque delante donde en las noches de verano el público podía pasear, beber y fumar en los intervalos. A la mayor parte del edificio la habían sometido a una simple restauración; solamente el escenario, los camerinos y el bar habían sido modernizados por completo, el último -situado en el primer piso, detrás de la galería, y al que se llegaba por dos escalinatas que nacían a ambos lados del foyer- en un ingenioso pastiche del estilo original que lograba un efecto realmente encantador. Las dos taquillas lucían ahora anchos paneles de vidrio en lugar de los diminutos arcos romanos a través de los cuales se efectúan las transacciones de rigor en la gran mayoría de los teatros viejos.
Nigel avanzó a tientas por entre las butacas, todavía enojado consigo mismo por haberse retrasado tanto. Tenía pensado asistir a todos los ensayos, para formarse una idea de cómo va tomando forma una pieza teatral hasta el día del estreno.
Lo sorprendió, sin embargo, ver que no ocurría prácticamente nada (después comprendió que eso sucedía en casi la tercera parte de los ensayos de ese tipo de compañía). En el escenario, a la luz de las candilejas, unas cuantas personas permanecían ociosas, de pie o sentadas, libreto en mano, fumando o charlando por lo bajo. Una mujer joven, que Nigel supuso debía ser la regidora de escena, cambiaba de sitio sillas y mesas con tanta energía que parecía un milagro que no se hicieran pedazos. Robert hablaba con alguien junto al foso de la orquesta, sobre el que habían tendido una pasarela de aspecto no muy firme para poder bajar del escenario a la platea. Un hombre joven arrancaba distraídos arpegios de jazz al piano que había en el foso.
– ¡Si pudiéramos empezar de una vez! -se quejó alguien en el escenario.
– Clive todavía no ha llegado.
– Bueno, ¿pero no podemos hacer el segundo acto mientras tanto?
– No, sale en todos.
– ¿Y dónde está Clive, se puede saber?
– Dijo que iba a tomar el tren de las ocho y media. Se habrá retrasado más de la cuenta, o de lo contrario no vendrá.
– Y a fin de cuentas, ¿a qué viene esa prisa por correr a cada rato al pueblo?
– Va a ver a su mujer.
– ¡Santo cielo! ¿Todas las noches?
– Sí.
– ¡Dios!
Todo tenía una extraña sensación de irrealidad, pensó Nigel. Probablemente era el efecto de la luz artificial. Hasta entonces nunca había pensado en cuán poco ven el sol los actores y las actrices. De pronto comprendió que, contra su voluntad, estaba escuchando lo que hablaban dos personas sentadas cerca en la oscuridad.
– Pero, querida, ¿qué necesidad tienes de andar corriendo así tras él?
– No seas tonto, tesoro; si uno quiere llegar a ser alguien, tiene que mostrarse amable con la gente.
– ¿O sea que en el teatro tienes que apelar a tus encantos para conseguir un papel?
– Bueno, no creerás que los buenos papeles se dan nada más que por las condiciones artísticas.
Alguien, desde la galería de electricistas, encendió un reflector, y a su luz deslumbrante Nigel vio que la pareja eran Donald e Yseut. Comprendió, incómodo, que debía alejarse, pero la curiosidad fue más fuerte. Ellos no lo habían visto.
– Si no fueras tan absurdamente celoso, querido…
– Yseut, mi amor. Sabes cuánto te quiero…
– Sí, sí, lo sé.
– Y supongo que como no me quieres te fastidio.
– Querido, ya te he dicho que te quiero. Pero, qué diablos, también está mi carrera por en medio.
– ¡Jane! -gritó de pronto Robert desde el escenario-. Llama a Yseut, ¿quieres? Me gustaría que repasase mientras tanto esa canción.
– No hace falta, querido, estoy aquí -dijo Yseut, encaminándose a la pasarela.
El pequeño grupo del escenario comenzó a desbandarse en todas direcciones.
– No, no se vayan -dijo Robert-. Despejen el escenario, nada más. Esto no llevará mucho, y después habrá que empezar con Clive o sin él. Alguien puede leer su parte. ¿Pensaste algo para el baile? -preguntó a Yseut.
– Sí. Pero no sabía cómo iba a ser el decorado. ¿Quedará éste?
– Richard, ¿así estará bien para el primer acto? -Robert consultó al escenógrafo.
– Ese telón estará un poco más atrás -dijo el aludido-. Y no habrá mesa… ¡Jane! ¡Jane, por favor!
Jane emergió de la concha del apuntador, como un conejo de la chistera de un mago.
– Jane, esa mesa tiene que estar mucho más delante.
– Lo siento, Richard, pero no sé si recuerdas que está clavada. Ahora no podemos moverla, bastante trabajo nos dio clavarla, por lo pronto.
– Bueno, no importa -dijo Robert-, por el momento hagan lo que puedan. Bruce -añadió, dirigiéndose al joven del piano-, toque usted, ¿quiere? Todo seguido con los dos estribillos.
El del foso asintió sin mayor entusiasmo.
– «¿Por qué nací?» -recitó-. «¿Por qué vivo?»
– Eso es. Una canción vieja, pero muy bonita -dijo Robert, y a Yseut-: ¿Lista, querida? Y ahora, ¿cuál demonios es la entrada? Ah, sí. Clive dice: «Bueno, canta, de una vez, ya que no hay más remedio.»
– ¡Silencio, por favor! -el callado murmullo que llegaba de bambalinas cesó de golpe.
– ¡BUENO, CANTA DE UNA VEZ YA QUE NO HAY MAS REMEDIO! -tronó Robert.
El pianista tocó unos acordes de la introducción, y en seguida Yseut principió a cantar.
– ¿Por qué nací,
por que…?
– ¡Esperen, esperen un momento! -interrumpió Robert. La música murió-. Yseut, querida, al principio estarás delante en el centro. Después nos pondremos de acuerdo sobre los ademanes y el movimiento; mientras tanto, haz lo que te parezca. Vamos, vamos.
Robert retrocedió por la pasarela, y la música volvió a empezar.
Nigel se acercó a Donald.
– ¡Hola! -saludó.
Donald, que tenía los ojos fijos en el escenario, se sobresaltó.
– Oh, ¿qué tal? -dijo finalmente-. No lo había reconocido. ¿Quiere que nos sentemos por ahí?
Cuando se hubieron situado, Nigel volvió a concentrar su atención en el escenario. Casi contra su voluntad, tuvo que admitir que Yseut cantaba bien, adoptando para la ocasión un ligero acento norteamericano y un leve siseo. Era indudable que estaba en su papel; la canción era incuestionablemente provocativa.
– ¿Por qué nací,
por qué vivo?
¿Qué recibo,
qué doy?
¿Por qué deseo lo que no me atrevo a esperar?
¿Qué puedo esperar? ¡Ojalá lo supiera!
¿Por qué trato de tenerte cerca?
¿Por qué lloro?,
¡si tú no me oyes!
Soy una tonta, pero ¿qué he de hacer?
¿Por qué nací para quererte a ti?
Terminada la canción, el joven del piano repitió el tema central, y entonces Yseut bailó. Bailaba bien, con una suerte de voluptuosidad infantil que, sin embargo, no parecía ser del agrado de Donald.
– ¡Bonita manera de exhibirse! -murmuró entre dientes; y después, volviéndose a Nigel-: No me explico cómo las artistas pueden dar esos espectáculos. Y sin embargo parecen encantadas.
– Pero si es totalmente inofensiva -adujo Nigel, mansamente-. Supongo que se refiere a la canción.
– No, me refiero al sexo. A las mujeres les encanta exhibir sus atractivos.
– Bueno, no es de extrañar que a una mujer le guste hacer una clase elemental de avance sexual ante un público masculino numeroso, sin que haya, por así decirlo, la menor probabilidad de que la tomen al pie de la letra. Como sensación debe ser deliciosa.
– Sí, pero, dígame, si se tratara de su mujer, ¿le gustaría?
Nigel lo miró con curiosidad.
– No -respondió lentamente-. No creo que…
– ¡Muy bien! -el número había llegado a su fin, y la voz de Robert interrumpió la conversación-. Estuvo espléndido, querida, gracias -dijo a Yseut.
– ¿Te gustó, de veras, querido?
– Cuando esté el decorado definitivo quizá haya que modificar uno o dos detalles -repuso él, empecinado en no dejarse arrastrar más allá de los límites de la cortesía convencional-. ¡Jane, por favor! -prosiguió apresuradamente-. ¿Quieres llamar a todos? Haremos el primer acto… Y, ¡Jane!
– ¿Sí?
– ¿Llegó Clive?
– Sí, en este instante.
– ¡Loado sea Dios!
La campanilla resonó vocinglera en todo el ámbito del teatro. Poco a poco la compañía fue reuniéndose, incluso el desdichado Clive, un joven almibarado de sombrero negro que parecía totalmente ajeno al retraso causado; y al poco rato el ensayo comenzaba.
A medio acto, una joven desconocida para Nigel se acercó a él y a Donald. Era Jean Whitelegge, y con su aparición Nigel comprendió que esa era otra punta del ovillo que llevaba a Yseut, tanto más enmarañado desde la llegada de Robert. De que la muchacha estaba enamorada de Donald no cabía duda: pequeñas modulaciones de la voz, ademanes, todo lo hacía evidente hasta para el más ciego. Nigel gimió por dentro; no podía imaginar qué veía Jean en Donald, para él era tan insulso y tonto, y menos aún alcanzaba a imaginar qué veía Donald en Yseut. Todo era muy complejo. Cortésmente, preguntó a la recién llegada si había ido a ver el ensayo.
– No, hace varias semanas que trabajo aquí -respondió ella-. A veces, en las vacaciones, dejan que me ocupe de la guardarropía.
«¡Ajá, conque esas tenemos!», pensó Nigel, que conocía bastante al teatro, y sabía que era ingrato como profesión. Jean, decidió, pertenecía a esa colección excesivamente numerosa de actrices aficionadas a quienes el menor contacto con la escena profesional emocionaba, y que desperdician la vida en trabajos inútiles vinculados con el teatro. Pero mientras trataba de esbozar una sonrisa de interés, Jean se volvió y comenzó a hablar con Donald en voz baja. A juzgar por lo que Nigel veía, el alud de reproches sólo conseguía irritar a Donald. «Una vulgar comedia», pensó Nigel, «el clásico argumento de un drama de la Restauración», pero no la encontraba cómica, sino por el contrario amarga, insípida, sórdida y necia. Sólo mucho después comprendería hasta qué punto eran amargas esas rencillas, y se arrepentía de no haberles prestado más atención.
A las doce menos cuarto terminaron el acto. Y Nigel, que había visto fascinado cómo la obra cobraba vida, pese a que los intérpretes leían su parte y no obstante las frecuentes interrupciones para modificar un ademán o una inflexión, lamentó sinceramente que Robert dijera:
– ¡Bueno, muchachos, descanso para un café! ¡Un cuarto de hora, nada más!
– Sirven café en uno de los camerinos, si quiere -informó Jean a Nigel-. Y, por casualidad, ¿no tendrá un violoncelo?
– No, ¡por Dios! -dijo Nigel, alarmado.
– Y aunque lo tuviera no me lo prestaría, lo sé. Tengo que sacar un violoncelo de algún lado para la semana que viene -y diciendo eso, la joven desapareció por la pasarela.
– Francamente -comentó Donald-, esa chica es una pesada.
Algo en la voz de hombre de mundo que trató de improvisar el otro, en su sans façon, irritó sobre manera a Nigel.
– A mí me pareció muy simpática -dijo secamente, y también trepó por la pasarela dispuesto a ver a Robert, que estaba en el escenario hablando con el escenógrafo y con Jane.
La compañía se había dispersado como por arte de magia, las mujeres en dirección al camerino donde aguardaban el café; los hombres, en su mayoría, rumbo al bar de enfrente, el Aston Arms, Robert saludó a Nigel con expresión ausente.
– Supongo que se habrá aburrido de lo lindo -dijo.
– Todo lo contrario. Me fascinó. Y en cuanto a la obra, la encuentro… -Nigel vaciló un momento, buscando el adjetivo- deliciosa, si se me permite una opinión.
– Me alegro de que le guste -Robert parecía sinceramente halagado-. Aunque desde luego esto no es más que el esqueleto de la obra. Sin ademanes, sin apuntador. Sin embargo la compañía ha resultado mucho mejor de lo que me atrevía a esperar. ¡Ojalá pueda conseguir que aprendan bien los parlamentos!
Nigel se sorprendió.
– ¿Acaso hay probabilidades de que no los aprendan? -preguntó.
– Creo que uno o dos tienen la mala costumbre de quedarse atascados cinco o seis veces antes del estreno. Pero, en fin, ya veremos. ¿Viene a tomar un café?
– Siempre que no se lo quite a otro.
– ¡No, por Dios! ¿Sabe dónde queda el camerino? Si no, Jane puede acompañarlo. Iré dentro de un minuto. Es una lástima, pero no podemos perder mucho tiempo.
– ¿Viene? -preguntó Jane, una muchacha delgada, atractiva, que no podía tener mucho más de veinte años.
– Sí -respondió Nigel y, presa de súbito remordimiento, se volvió hacia donde había dejado a Donald, pero había desaparecido.
Camino del camerino, Nigel miró alrededor con curiosidad: los enormes tableros de llaves de luz, los decorados amontonados contra las paredes, y la línea circular que marcaba el borde del escenario giratorio. En el dorso de los decorados, advirtió, habían garabateado figuras de animales, caricaturas de miembros de la compañía y líneas de obras ya dadas: reliquias de exuberancia repentina de una entrada, o en un ensayo con trajes. Aun tratándose de una compañía de repertorio, que cambia de cartel todas las semanas, la excitación del estreno no decrece.
Salieron por una puerta lateral cuidadosamente provista de muelle, para que no se cerrara de golpe, y luego una corta escalinata los dejó frente al camerino buscado.
– ¿Estaba cuando Yseut cantó? -preguntó Jane.
– Sí.
– ¿Y le gustó?
– Mucho -respondió Nigel, sin faltar a la verdad.
– Estoy estudiando el mismo papel, y me horroriza pensar que puedo tener que reemplazarla. Honestamente, no sé cantar una nota, pero Robert me lo pidió, así que supongo que me cree capaz. Aunque de cualquier manera será odioso tener que estudiar todo el papel si hay una posibilidad entre mil.
– Sí, lo imagino -dijo Nigel, distraído; pensaba en Helen, que no había aparecido en el primer acto. En seguida añadió-: Supongo que Helen Haskell aparece al comienzo del segundo acto, ¿no?
– ¿Quién, Helen? Sí, querido. Probablemente está ahí dentro ahora.
Nigel se sintió desconcertado. Todavía no había tenido tiempo de habituarse a los vagos e indiscriminados términos afectuosos que ruedan libremente por el ambiente teatral.
Entraron en el camerino. Estaba tolerablemente lleno, y la misma Jane se ocupó de darle una taza de café. Después de presentarlo, la joven desapareció bruscamente, dejándolo con sus propios recursos.
Ver que nadie parecía prestarle atención hirió un poco su vanidad. Pero luego divisó a Helen sentada en un rincón, sola, hojeando una copia de Metromania, y decidió tomar al toro por las astas. Fue hacia ella y se sentó a su lado.
– ¡Hola! -saludó, no sin cierto titubeo.
– ¡Hola! -respondió ella, obsequiándole con una sonrisa deslumbrante.
– Confío en no interrumpir, si es que está estudiando su papel -prosiguió él, envalentonado.
La muchacha se echó a reír.
– No, ¡por Dios!, a esta altura de la semana, no -dejó el libro en una silla vecina-. Hábleme de usted. Creo que estuvo viendo el ensayo. Pobre, lo compadezco.
«¡Vaya con la chica!», pensó Nigel, «hace que me sienta como un chiquillo. Y además debo tener un aspecto lastimoso» (automáticamente alzó una mano para alisarse el pelo). «Si al menos no fuera tan atractiva, aunque a decir verdad, eso no molesta mucho…»
– Soy Nigel Blake -dijo, tratando de hablar con soltura.
– ¡Ah, sí, claro! Robert me hablo de usted, y también Gervase.
Nigel se puso serio de repente.
– No sabía que conociera a Fen -dijo, alarmado-. Y la aconsejo no tomar en cuenta lo que le contó de mí. Suele decir lo primero que le viene a la cabeza.
– Pues es una lástima. En general lo elogió bastante -la muchacha inclinó la cabeza, haciendo un mohín delicioso-. Pero descuide, cuando lo conozca mejor podré juzgar por si misma.
Nigel sintió un júbilo ridículo.
– ¿Quiere que almorcemos juntos? -preguntó.
– Me encantaría, pero dudo que terminemos antes de las dos y media, y entonces será tarde para almorzar, ¿no le parece?
– Entonces podremos dejarlo para la noche.
– Le diré. Empezamos a las ocho menos cuarto, y yo tengo que llegar bastante antes para cambiarme y arreglarme un poco. Me daría un sofocón. ¿Qué opina del té? -añadió, alegremente.
Ambos se echaron a reír.
– Digamos una cena fría, después del ensayo de la noche. El té es tan insípido… Puede que convenza a la administración del hotel para que nos sirvan algo en mi cuarto.
– ¡Vaya, caballero, qué insinuación!
– Oh, bueno, el lugar no importa. Vendré a buscarla después de la función. ¿A qué hora le parece bien?
– Más o menos a las diez y media.
– Perfecto.
Robert entró y, después de dirigir un leve saludo a Nigel, comenzó a hablar a Helen de su papel. A Nigel no le quedó más remedio que deambular solo por el camerino, tratando de que la taza mantuviera un equilibrio no demasiado precario en su mano izquierda. Donald, Yseut y Jean Whitelegge formaban un grupito junto a la ventana, envueltos en una atmósfera que parecía cualquier cosa menos íntima. En vago intento de verter aceite sobre aguas revueltas, Nigel se les acercó.
– Hola, Nigel -saludó Yseut al verlo-. ¿Le gustó la obra de arte?
– Sí mucho.
– Qué curioso. A la pequeña Jean también -Jean empezó a decir algo, pero Yseut la interrumpió en seco-. Claro que es de una superficialidad que aterra, y no brinda ninguna oportunidad de lucimiento a una verdadera actriz. Pero indudablemente el nombre de Rachel atraerá público; vendrán como avispas al tarro de miel.
Mentalmente, Nigel se sumó a la de por sí crecida lista de quienes no simpatizaban con Yseut Haskell. Fue el primer sorprendido al oírse decir en tono dogmático:
– La comedia es superficial por necesidad. Y, aunque diferente de la requerida para representar obras serias, la técnica que exige una comedia no por eso deja de ser difícil.
– ¡Caramba, Nigel! -exclamó Yseut, exagerando el tono de sorpresa-. ¡Se nos está revelando como todo un entendido! ¡Y nosotros que creíamos que no sabía nada de teatro!
Nigel se sonrojó.
– Sé muy poco de teatro, en efecto. Pero he visto actuar a tantos actores y actrices que me permito dudar cuando afirman ser los únicos que saben algo al respecto.
Viendo que las posibilidades de mostrarse desagradable en ese terreno se agotaban con demasiada rapidez, Yseut optó por pasar a otro.
– Veo que ha conocido a mi hermana. ¿No le parece guapa?
– Sí, muy guapa.
– Richard comparte su opinión -siguió diciendo Yseut-. Por lo visto la cosa entre ellos va en serio, ¿no?
Nigel sintió que el corazón se le iba a los pies. Aunque tenía a Yseut por maléfica, algo de cierto debía de haber en sus palabras. Con el tono más indiferente que pudo, preguntó.
– Son novios, ¿verdad?
– Sí, por supuesto, creí que todo el mundo lo sabía. Pero ahora recuerdo que usted hace poco que nos conoce. ¿Cómo iba a saberlo? Por otra parte, estoy segura de que le es completamente indiferente.
A punto de decir. «Sí, claro», Nigel se detuvo a tiempo. Si lo decía, todo indicaba que Yseut se lo contaría a Helen en la primera oportunidad. ¡Qué intrigante e hipócrita era aquella mujer! Pero el de Yseut era un juego que obligaba a jugar, al menos temporalmente, a todos con quienes entraba en contacto.
– Por el contrario, me interesa -dijo-. ¿No acabo de decir que la encuentro muy guapa?
Fue un alivio oír una voz fría, sensata, a sus espaldas. Era Rachel.
– Hola, Nigel -saludó-. ¿Se encuentra a gusto en medio del caos que es un ensayo? Aunque la pregunta es tonta -añadió con una sonrisa, sin darle tiempo a contestar-. Apuesto a que todos le han preguntado lo mismo, y está harto de repetir la misma contestación.
– Me estoy acostumbrando a decir, «Sí, mucho», y ver la expresión de cortés incredulidad que adopta la gente.
– Oh, bueno, a finales de semana andará un poco mejor -tomándolo de un brazo lo apartó del grupito-. No sé, pero tengo la impresión de que Yseut no le ha caído en gracia -dijo.
– A decir verdad, no. Y a usted ¿le resulta simpática?
– La considero repugnante.
Ambos se echaron a reír, y la conversación, siguió otros rumbos. Al poco rato la voz de Robert dominó a las demás diciendo:
– Jane, querida, ¿quieres hacer el favor de ir hasta el Aston y traer a los hombres? En seguida empezamos el segundo acto.
Yseut se desperezó con un bostezo.
– Gracias a Dios que ya he terminado. Pasaré una semana bastante agradable, prácticamente sin nada que hacer -dijo.
– Yseut -intervino Jean Whitelegge, de pronto-, quiero hablarte sobre Donald.
– ¿Sí? -dijo Yseut, en tono burlón-. ¿Y se puede saber qué hay que hablar al respecto? Donald, tesoro, será mejor que te retires; si oyes cómo dos mujeres se pelean por ti te pondrás insoportablemente vanidoso.
– Oh, por amor de Dios, Jean… -musitó Donald.
– ¿Por qué no lo dejas en paz? -estalló Jean, entonces-. Sabes que no te interesa nada, salvo cuando no hay ningún otro par de pantalones cerca. Ahora que tienes a tu dichoso Robert podrías dejar de jugar con él como has estado haciendo hasta ahora. Hazme caso, Yseut, te lo aconsejo, ¡déjalo en paz! No lo quieres, ni lo querrás jamás. ¡Eres incapaz de querer nada más que no sea tu propia vanidad y egoísmo!
– Jean, Jean, por favor -suplicaba Donald, cada vez más molesto.
La joven se volvió hacia él, temblando de indignación.
– Y tú no seas idiota -gritó-. ¡No te das cuenta de que es por tu propio bien, sí, por tu bien, maldito seas!
– Caramba, Jean -dijo Yseut, suavemente-. ¡Voy a creer que tienes celos! Pero querida, una muchacha tan bonita e inteligente como tú no tiene nada que temer de posibles rivales; con sólo levantar un dedo, Donald hará lo que tú digas…
Jean tenía el rostro congestionado.
– ¡Te odio! -sollozó-. ¡Te odio, eres una vampiresa descarada…! -y sin poder contenerse se echó a llorar desconsoladamente.
Rachel fue hasta ella y la tomó con fuerza del brazo.
– Jean -le dijo en tono sedante-, ¿recuerdas que hablamos de un cuadro grande, moderno, para el primer acto? Pues se me acaba de ocurrir que podrías conseguir uno muy apropiado en esa casa del Turl; me pareció ver una buena reproducción de un Wyndham Lewis. ¿Qué te parece si vas a buscarlo ahora mismo?
Jean asintió con la cabeza y salió corriendo del camerino sin dejar de sollozar, en la puerta se llevó por delante a Jane, que en ese preciso momento se asomaba para decir:
– ¡Vamos, todos, al segundo acto! -después, por lo bajo, preguntó a Richard-: Santo cielo, ¿qué ha pasado ahora? -y desapareció.
– Me parece, Yseut, que deberías tener más cuidado -dijo Rachel fríamente-. Una o dos escenitas como ésa, y de la compañía no quedan ni rastros.
– No pienso permitir que semejante mocosa critique mis asuntos en público -dijo Yseut-, y por cierto que no es cosa de tu incumbencia. Vamos, Donald, salgamos de esta atmósfera viciada. Aparentemente una de las últimas disposiciones establece que la amante del director puede dar órdenes a la compañía cada vez que le da la gana.
– Lo que necesita esa chica -dijo Rachel a Nigel cuando Yseut se hubo marchado- es una buena paliza.
La compañía volvió a reunirse en el escenario, pero el ambiente de depresión creado por el incidente subsistió durante todo el ensayo. La noticia de lo ocurrido durante la escena protagonizada por Yseut había corrido de boca en boca con la velocidad del relámpago, y eso bastó para que el ánimo de la compañía, tan sensible siempre, cayera por el suelo. Nigel se quedó un rato más, pero poco antes de la una abandonó el teatro para regresar muy pensativo al Mace and Sceptre, para almorzar.
Casi una semana habría transcurrido antes de que comprendiese que esa mañana había oído algo que le permitiría desenmascarar a un asesino.