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Dolan me telefoneó un poco después de las seis, nada más para decirme que todo estaba tranquilo y no había ninguna razón para que yo estuviera alerta si tenía alguna otra cosa que deseara hacer, pero supuesto que él me había pedido que allí permaneciera, le podíamos cargar el día en la cuenta. Le contesté que no: había esperado únicamente quince minutos su llamada, y le estábamos cobrando mucho por otros conceptos.
Con lo que quedaba libre para esa noche, pero como había estado fuera toda la tarde y no había nada que deseara hacer, decidí que mejor me quedaba en casa y leía.
Estaba metido en el segundo capítulo de una novela de espionaje, de Ian Fleming, cuando sonó el teléfono otra vez. Lo contesté con mi nombre y una voz que no reconocí repitió:
– Ed Hunter, ¿dijo? ¿Está Am Hunter?
– No – repliqué -, y no regresará sino hasta ya tarde. ¿Algún recado que desee le dé?
– ¿No hay manera en que me pueda comunicar con él?
– Mucho me temo que no. Está trabajando.
– Oh – lamentóse la voz -. Bueno, acaso usted me pueda ayudar. ¿Usted es el sobrino de quien me habló, el otro de Hunter & Hunter?
Le respondí que sí.
– Mi nombre es Silver, Arnold Silver. Algo se ha presentado necesito en que me ayuden; pensé en su tío porque es el único detective privado que conozco. Si está trabajando, quizá usted me pudiera atender.
– ¿Es algo de urgencia? – indagué -. Por lo menos uno se nosotros, tal vez los dos, estemos en nuestra oficina mañana.
– Mucho me temo que será preciso empezar esta noche. Mire, vivo un poco lejos fuera de la ciudad, al oeste de Winnetka, como a una hora de camino de donde usted se encuentra. ¿Qué probabilidades hay de que pueda venir desde luego?
– Tendré que rentar un coche o tomar uno de alquiler. ¿Me pudiera dar alguna idea de la clase de trabajo que es? Hay algunas clases que no manejamos. Una de ellas, los asuntos maritales.
– Lo sé; Am me lo dijo. No deseo hablar del asunto en el teléfono, no obstante, puedo asegurarle que se trata de algo legal. Mire, rente un automóvil y venga. Si por alguna razón rehúsa el trabajo, le pagaré sus gastos y su tiempo.
– Me parece justo – murmuré -, pero para el viaje de una hora, ¿está seguro de que un auto de alquiler no sería más barato? – Se me ocurrió algo mejor -. Pudiera tomar el North Shore a Winnetka y un coche desde la estación de allí.
– No, rente un automóvil. Lo necesitará más tarde si acepta el trabajo que le ofreceré.
Me explicó en dónde virar en Winnetka para la Carretera 42, que es precisamente al norte de Evanston y cómo seguir desde allí. No era muy complicado.
Cuando colgué, llamé un auto de sitio y luego me preparé; escribí un recado rápido al tío Am para decirle lo que sucedía y bajé a esperar el coche.
Llegó en un par de minutos y lo tomé para que me llevara a la avenida Michigan, a la agencia que siempre utilizábamos cuando era preciso tener dos coches al mismo tiempo. Conseguí un Pontiac y rodé hacia el Norte, a lo largo del lago, al través de Evanston y a Winnetka en la 42, di vuelta hacia el Oeste y empecé a seguir las instrucciones recibidas.
Nadie pensaría que así de cerca de una ciudad del tamaño de Chicago, y entre dos carreteras principales Chicago – Milwaukee, se pudiera encontrar una zona sin construir y caminos laterales casi sin usar; sin embargo, allí estaban.
Era región montuosa, con barrancos y caídas a un lado de la carretera y a veces al otro. La claridad de la luna era suficiente para permitir a uno manejar sin los faros delanteros, y podía distinguir las pendientes empinadas. Un poco después de la última vuelta de la ruta que se me había dado, se presentó el camino más estrecho; llegaría a la casa descrita tras kilómetro y medio.
Una ojeada a la izquierda, montaña arriba, fue lo que me salvó la vida. Eché un vistazo, nada más un vistazo, a un coche que pasaba un sitio descubierto de árboles. Un coche sin luces, como veinte metros adelante de mí, que venía de un caminito lateral en dirección que produciría un choque seguro.
Reaccioné automáticamente; no había tiempo de reflexionar. Deje de oprimir el acelerador apenas lo bastante como para no descubrirme, y me fui deslizando y perdiendo velocidad de ahí para adelante. Y estudiando el sitio en donde el camino lateral se juntaba con el mío, lo conservé en la memoria, y como a cuatro metros de él, apliqué los frenos con tanta fuerza que el Pontiac casi se paró de cabeza deteniéndose todo estremecido. El otro coche, al que no traía las luces encendidas, rechinó los frenos al cruzar enfrente de mí, casi rozándome los faros, pero no se pudo detener a tiempo, pasó hasta el otro lado del camino y se precipitó por la empinada pendiente.
Como a quince metros abajo chocó contra un árbol, con un terrible golpazo y estrujamiento de meta, y después todo quedó en silencio, un silencio profundo durante el cual permanecí sentado, tembloroso, por más de medio minuto, antes de salir de mi coche y empezar a descender la pendiente de cuarenta y cinco grados. No veía cómo alguien podía haber vivido después de aquel choque, pero tenía que asegurarme. Llevaba la pistola lista por si alguien vivía.
George Steck no había sobrevivido. No tuve ni que tocarlo para estar seguro de que había muerto. Llevaba puesto un cinturón de asiento, que no lo había servido de nada. No después de quince metros de caída en una pendiente de cuarenta y cinco grados. El cinturón lo había cortado casi por la mitad, y parte del motor estaba sobre sus piernas. Prefiero no entrar en mayores detalles.
Subí al Pontiac y lo arranqué. Temblaba de los pies a la cabeza y procedí con lentitud; lo eché a caminar hacia delante, porque no había lugar en donde dar vuelta.
A cien metros de distancia encontré un espacio bastante amplio, y en él un Cadillac estacionado, el mismo de color crema de Steck, en el que había llegado a la casa de Dolan unas noches antes.
No había ni siquiera advertido la marca del coche del asesinato, aunque para matarme con él había escogido uno con cinturones en los asientos. El plan había sido sencillo. Había estado aguardando allí, en ese callejón lateral, sin luces. Mi coche sí tenía luces; con facilidad me hubiera podido ver desde lejos y precisar el momento en que su propio coche golpeara al mío en el centro de la carrocería, echarme fuera del camino y precipitarme pendiente abajo, para después irse a su propio coche y largarse al diablo.
Continué rodando hasta hallar un lugar en donde pudiera dar vuelta y regresar. Probablemente estaba más cerca de la Carretera 41, mas no conocía la región y podía perderme; pero sí sabía que podía volverme por donde llegué.
Claro que pude haber ido a la estación de policía más cercana, en Winnetka, a informar lo que había sucedido; ¿para qué? No iba a perjudicar a Steck que lo encontraran hasta el día siguiente. Informar el caso me amarraría con un gran número de preguntas y lanzaría al aire el asunto Dolan… y, además, me estaba invadiendo un terrible «pálpito» respecto a por qué George Steck me había tratado de matar. Aquel pálpito abría casi tantas nuevas preguntas como contestaba otras antiguas. Todavía no percibía todo el cuadro. Todavía no sabía por qué Mike había tratado de robarme una pistola, que era lo que había iniciado todo el negocio, a lo menos desde el punto de vista de los Hunter.
Ya había cruzado Evanston cuando se me pasaron los temblores y comencé a pensar con mayor o menor calma respecto a lo que debía hacer. Tendría que decirlo a Dolan, por supuesto. Y sería conveniente ir a recoger al tío Am de su tarea. No tenía la respuesta completa, pero fuera la que fuese, parecía muy seguro que Elsie, la sirvienta, no tenía ninguna parte en ello. Así que no devolvería el Pontiac aún, y decidí enderezar rumbo a la oficina en lugar de a casa. Me he dado cuenta de que logro mis mejores reflexiones en la oficina, en la noche, cuando nadie anda por ahí y no hay cosa que distraiga.
Entré en la oficina, encendí la luz y me senté en el sillón frente a mi escritorio. Como si estuviera previsto, repicó el teléfono, y aunque no lo sabría sino hasta dentro de media hora, el caso Dolan estaba concluido.
Era una voz suave, voz del Sur, voz agradable, con un ligero indicio de burla bien merecida. La respuesta a mi frase de «Esta hablando Ed Hunter», fue:
– ¿Es el señor Hunter que representa a una escuela de secretarias para señoritas?
No acierta uno con una réplica porque no se está cara a cara; se aguarda unos cuantos segundos antes de decir algo, si le lanzan una curva como ésa cuando ni siquiera se sabe que se está bateando. La voz solamente podía ser la del padre de Elsie Aykers, porque era la única persona a quien le había dicho que representaba una escuela de secretarias, y no le había dado ningún nombre.
– Señor Aykers – le dije -, supongo que usted y su hija han comparado notas y descripciones. Lo lamento; la estaba investigando. Si le ha contado lo que ocurrió en la casa Dolan, comprenderá por qué el señor Dolan deseaba…
– Comprendo, señor Hunter. No estoy disgustado. Elsie no tomó esas llaves, ni las dio, ni las vendió a nadie. Se las robaron.
– El señor Dolan no podía estar seguro de eso, y por ello me contrató para que investigara. No solamente a su hija, sino a todos los que estaban allí.
– ¿A todos? – me preguntó -. Señor Hunter, mi Elsie y yo, como usted dice, comparamos notas. Y puede ser que podamos contar al señor Dolan algo que tenga valor para él.
– El señor Dolan es un hombre generoso – respondí -. Estoy seguro de que si Elsie sabe algo que él desee saber, hará algo.
– ¿Qué tan generoso cree que pueda ser?
– Me parece… – y me detuve a pensar. Si el resto de la respuesta era acerca de algo que Elsie sabía, Dolan sí sería generoso. Veamos lo que le estaba costando. Solamente Hunter & Hunter, con gastos, etcétera, representaba ya más de mil dólares y no parecía que aquello le preocupara -. Me parece que hasta le podría pagar un curso en una escuela de secretarias si está realmente interesada en eso. ¿Están ustedes en la casa?
– Esperaba que me dijera eso mismo. Sí, a Elsie le agradaría aprender a trabajar en una oficina. No, no estamos en casa. Elsie y yo nos encontramos en el Loop. Podríamos ir a su oficina muy pronto. Hemos estado telefoneando a su casa y a la oficina.
Le pedí que fueran, y, mientras esperaba, me preguntaba si cuando llegaran bajaría a llamar al tío Am para que asistiera a la conferencia; vendría tras ellos y con una terrible curiosidad cuando viera a dónde iban. Decidí no hacerlo; esto podía ser la solución del caso, aunque también pudiera ser algo que convirtiera la vigilancia de Elsie en más importante que antes.
Muy pronto los oí en el corredor y abrí la puerta antes de que llegaran a ella. Diez minutos más tarde sabía cuál era la solución del caso, y me sentí como el mismo infierno. Una cosita bien sencilla había visto Elsie. Una cosa mortal según se demostró.
Con una voz que no se oía como la más les di las gracias, y les aseguré que, aunque Dolan no ofreciera nada, yo personalmente me aseguraría de que hubiera algún dinero para ellos, de lo que a nosotros nos correspondía. Me importaba un comino, en ese momento, si lo tomaban todo.
Caminé con ellos escaleras abajo hasta el coche del señor Aykers.
Mientras tanto, había divisado en dónde estaba estacionado el tío Am, y antes de que pudiera irse tras ellos, me acerqué al Buick y lo detuve.
– El caso terminado – le informé, y la voz se oía como muerta -. Vamos arriba y llamaremos a Dolan. Me parece que será mejor tenerlo aquí, decírselo en la oficina, y no en su casa.
Caminamos escaleras arriba y yo le dije:
– Ángela. Steck.
– ¿Me quieres decir, los que hablaban el martes en la tarde cuando Mike los escucho? Pero si Mike dijo que eran dos hombres.
– Espera hasta que llame a Dolan y le diga que venga par acá. – Telefoneé a Dolan, le informé que teníamos las respuestas y que preferíamos dárselas en nuestra oficina y no en su casa, a lo que me contestó que iría al momento.
Entonces lancé un suspiro profundo y empecé:
– Ángela dijo la verdad cuando me confesó que había estado atraída por Steck cuando llegó a trabajar para Dolan, y que su padre se opuso y ni siquiera le permitía salir con nadie que estuviera metido con los fulleros, para no hablar de que se casara con él. Mintió cuando añadió que había terminado todo. El asunto continuó bajo cuerda. Ellos…
– ¡Ed, cómo puedes saber eso!
– Es indiscutible que para ellos hay un motivo conjunto: el hecho de que no se pueden casar en tanto Dolan esté vivo. Además de un tercio, digamos, de medio millón para Ángela. Y un ascenso en la administración para George Steck, si piensa que estaba en línea recta. Qué tan seriamente habían proyectado matar a Dolan, qué tan cerca habían estado de hacerlo si Mike no hubiese volado el globo, eso sí que no lo sé. Por lo menos hablaron acerca de ello. Fuera del cuarto de Mike, en la tarde del último martes.
– Muchacho, Mike dijo que escuchó a dos hombres.
– La versión de Elsie explica eso. El martes en la tarde, como a las dos, subió a su cuarto a cambiar vestido, y al regresar por las escaleras de atrás… cuando llega al segundo piso desde el descansillo se alcanza a ver todo lo largo del corredor.
»Vio a dos personas de pie, hablando frente a la puerta del cuarto de Mike. Ellas no la vieron, supongo. Eran George Steck y Ángela Dolan.
– Pero Ed, Mike dijo…
– Déjame terminar con Elsie primero, tío Am. No se dio cuenta al principio de que tenía algo importante, porque solamente parte de la narración de Mike se filtró hasta la servidumbre, fragmentos de conversación entre los Dolan. Incidentalmente ella y su padre, hablando entre sí, descubrieron que podía ser importante. Y, por supuesto, tienen razón.
– Entonces son más inteligentes que yo – comentó el tío Am frunciendo el ceño.
– No, sino que tuvieron un par de días para reflexionarlo, eso es todo. Piensa un minuto en el horario de la tarde del martes. Después del almuerzo, la madre de Mike lo acostó. Luego sale y Ángela regresa a la casa.
»Mike supuso que su madre estaba en la casa y su hermana fuera de ella, así que… Bueno, ponte en el caso de Mike. Piensa que oye a su madre hablando con un hombre, en la parte exterior de su puerta, acerca de matar a su padre. Y ama igualmente a su padre y a su madre, probablemente con el mismo afecto.
– ¡Jesús! – exclamó el tío Am -. No puede permitir que eso suceda. Ni puede avisar a su padre, denunciando a su madre. Puede haber inventado cualquier cosa, pero inventa la historia de dos hombres, y antes de informar del caso, con toda deliberación, trata de hacer que lo arresten para que se le tome en serio y se detenga cualquier intento en contra de la vida de su padre, sin mezclar en ello a su madre.
– En eso fue en lo que me porté en forma estúpida, tío Am. Debí haber visto la noche del martes que Mike no venía realmente en busca de una pistola. Es bastante inteligente para saber que eso no le aprovecharía nada. Fui estúpido, o debí haberme dado cuenta por el momento en que ocurrió: llegó al minuto de que apagué la luz; debe haber estado vigilando al otro lado de la calle; estaba tratando de que lo sorprendieran. Quería que lo arrestaran para que lo tomaran en serio, y lo hubiera logrado; me hubiera obligado a llamar a un policía si él no hubiese pasado inadvertido el hecho de que traía identificación en su cartera.
– ¡Cristo Santo! – asintió el tío Am – debe ser exacta la explicación, porque no se ajusta de ninguna otra manera. Ángela comprendió qué había sucedido y le entró gran miedo, porque si Mike cambiaba su versión, y la daba exacta, Dolan sabría la verdad. Porque Dolan sí sabía que era Ángela quien se encontraba en la casa.
– Ángela estaba asustada – añadí yo asintiendo con el ademán – hasta en esa primera noche. Sabía que Mike había escuchado una conversación efectiva: ella y Steck no habían sido precavidos porque no tenían la menor idea de que Mike estuviese en su cuarto en lugar de en la escuela. Y adivinó por qué había informado de la conversación en una forma un poco distinta de cómo la sorprendió; y sabía que si cambiaba su versión…
– Muchacho – interrumpió el tío Am -, esto no va a estimular tu propio ego, pero ¿no crees que fue por el miedo tan grande que tenía que llegó hasta el extremo para ganarte a su lado, y obtuvo de ti la promesa de que la tuvieras informada de todo cuando aconteciera?
– Supongo que eso fue en parte, aunque, ¡maldita sea!, no estuvo fingiendo en todo momento, aun cuando estuviera enamorada de Steck. Bueno, el miércoles el peligro se le aproximó más porque Dolan concertó una cita con un sicólogo de niños para que hablara con Mike. Había hasta la probabilidad de que se utilizara la escopolamina.
»Por eso la noche del miércoles se pusieron desesperados… por lo menos Ángela se puso. Por eso hizo que George le diera dos golpes; para que la marcaran y pareciera verosímil y confirmada la historia de Mike acerca de dos hombres que hubieran estado en la casa de Dolan. Por supuesto que no fue allí en donde aconteció la escena. Probablemente en el apartamento de Steck, quedándose él allí para probar una coartada en caso de que Dolan lo llamase, como sucedió. Así fue todo, con excepción que podemos añadir algunos detalles, como el de que Ángela fue al cuarto de Elsie a tomar sus llaves del bolso, para despertar algunas sospechas.
– El caso está terminado. Sin embargo, chico, ¿tenemos alguna prueba?
– La confesión de Elsie y la de Mike, cuando la cambie; y lo hará, se me figura, cuando se le explique todo. Y el hecho de que George Steck trató de matarme hace hora y media.
– ¿Qué? – No era el tío Am el que lo preguntaba; era Dolan. No lo habíamos oído en el corredor y acababa de abrir la puerta. Entró en el cuarto, prosiguiendo -: ¿Dice usted que Steck trató de matarlo? ¿Esta noche?
– Muy bien – asentí -, le contaré eso primero, y luego regresaré a lo demás. – Comencé con la llamada telefónica que había recibido en nuestro cuarto un poco después de las seis -. No se oía como la vez de Steck, pero…
– Es muy bueno para imitar voces – nos explicó Dolan -. Es una de sus habilidades de salón. ¿Utilizó algún acento?
– Un acento judío moderado – contesté -. Se ajustaba con el nombre que me dio; Silver. No es un nombre inglés común, sino más bien, por lo regular, una contracción de Silverstein o Silverberg.
– Debe haber sido Steck. Podía imitar cualquier acento perfectamente. Bueno, entonces no tuvo ningún cómplice. Adelante, ¿cómo trató de matarlo?
Les hice mi narración y se me quedaron viendo fijamente cuanto terminé.
– ¿Por qué? – inquirió Dolan -. ¿Por qué había de desear matarlo a usted?
Tomé una respiración profunda y les dije:
– Permítanme comenzar por el principio. – Comencé y terminé con una secuencia mejor que la que había presentado al tío Am antes de que llegara Dolan.
Dolan parecía tener cincuenta años, muy vigorosos cuando entró en nuestra oficina. Ahora se veía como de sesenta. Permaneció sentado todo un minuto en silencio, antes de que hiciera finalmente una pregunta.
– ¿Qué hay de la policía?
– No se cometió ningún crimen. Steck trató de cometer uno; su propia muerte fue un accidente. La policía hallará las circunstancias raras, con él muerto en un coche robado y el suyo propio estacionado algo más lejos. Quizá hagan a usted algunas preguntas, supuesto que trabajaba para usted pero…
– ¡Al diablo con Steck! – me cortó -. ¿Qué respecto a Ángela?
– Eso es asunto de usted – proseguí -; yo sugeriría la atención de un siquiatra. Cuando sepa que usted conoce toda la historia estará dispuesta, aunque al principio no sea más que por razones egoístas. Ya es mayor de edad y lo único que tiene que hacer es amenazar con desheredarla. A ese precio, mi opinión es que aceptará todo. Acaso al principio finja y afecte cinismo, pero si un buen sicoanalista, o hasta siquiatra, le llega a lo vivo…
Asintió con la cabeza, lentamente, y se encaminó hacia la puerta. Se volvió con la mano en el tirador.
– Todavía una pregunta. ¿Por qué lo trató de matar Steck?
– Probablemente nunca lo sabremos, a menos que Ángela se lo diga a usted. Cualquier opinión es tan válida como otra cualquiera. Tal vez Steck quería, a la postre, salirse de la conspiración. Tal vez ella pensó que lo aseguraría provocándole celos y le contó algo inventado acerca de mí.
– Muchacho – añadió el tío Am -, eso puede haber sucedido la noche en que la golpeó, siendo resultado de que le confesara algo por el estilo. Puede que al regresar a la casa la haya asaltado la idea de convertir esos moretones en una historia relacionada con dos hombres que la atacaron.
Decidí que así pudo haber sido, y aprobé con la cabeza.
Dolan me lanzó una mirada por un momento, pero no me preguntó si habría alguna verdad en lo que Ángela le hubiera dicho a Steck.
Cuando se retiró, ninguno de nosotros sugirió acompañarlo, aunque no había nada que nos detuviera aquí. Caminaba como un zombie, y obviamente deseaba irse solo.
Permanecimos sentados unos cuantos minutos, yo en mi sillón y él en la esquina de mi escritorio; luego le pregunté:
– Bueno, tío Am, ¿qué hacemos? ¿Nos emborrachamos?
No sé si hablaba en serio o no, pero él hizo un movimiento negativo con la cabeza.
– Muchacho, eso no resulta. Tengo una idea. Vamos a tomarnos una copa, quizá dos, en el camino para casa. ¿El Gato Verde?
Comprendí, comprendí por qué había escogido el sitio a donde había yo llevado a Ángela a beber la noche del martes. Uno no huye a una cosa; le sale al encuentro. Si hubiese habido alguna excusa razonable para hacerlo, hubiera ido a ver a mi hermosa princesa irlandesa, de cabello negro como el cuervo, de cutis lechoso – sí, tenía que utilizar ese término ahora que sabía que se había acostado conmigo estando enamorada de otro -, mi princesa irlandesa tan dulce, tan amable, tan encantadora, tan asesina.
Así que nos fuimos a El Gato Verde. No había mucha gente porque era muy temprano. ¿Temprano? ¡Dios, cuánto había acontecido desde las seis de la tarde, y apenas eran las nueve! Y todavía la noche del domingo. Empujé las cosas al extremo buscando el mismo lugar, aunque no dije nada al tío Am; acaso lo adivinó; puede que no.
– Muchacho, necesitamos una pausa. Unas vacaciones, un cambio. Y sé cómo podemos disfrutar de unas sin siquiera tener que cerrar la agencia.
– ¿Cómo? – pregunté.
– Carey Stofft, ¿te acuerdas? El miércoles, ¿o fue el jueves?, recibimos aquella carta suya. Está con los Espectáculos Yates, y van a inaugurarlos mañana en Gary, Indiana. Nos invitó a los dos a ir durante la semana y vivir en su remolque. Chico, ¿por qué no lo aceptamos separadamente, lo cual será más cómodo para él, además de permitirnos continuar con la agencia abierta? Tú te vas mañana en la mañana, te quedas allá tres días, regresas el miércoles en la noche o el jueves en la mañana y yo me voy los últimos tres días de la semana.
– ¿Por qué no? – le contesté, y así lo hicimos.
Me fui a la mañana siguiente; a Carey le dio mucho gusto verme y todavía más cuando supo que lo acompañaría Am después; me pasé dos días estupendos disfrutando de los espectáculos, pero fueron suficientes y regresé el miércoles en la mañana. Serían como las once cuando llegué a la oficina.
– Bien – dije al tío Am -, yo cuidaré de la tienda. Tú ya te puedes ir.
– A la noche, Ed. Además, tengo algo para ti esta tarde.
– Seguro, ¿de qué se trata?
Me presentó un cheque.
– Cinco mil dólares. De Dolan. Preparé su cuenta y se la mandé. Mil trescientos cincuenta y ocho y algunos centavos. Aparentemente no le agradó y me envió éste cambio.
– ¡Magnífico! – exclamé -. ¿Quieres que me pase la tarde depositándolo? ¿O qué?
– Han pasado nueve días – repuso -. Ya estarás casi listo para pensar en soplarle a un trombón. Puesto que regresaste tan pronto, toma la tarde para escoger el mejor que se pueda conseguir en Chicago. Claro, vas a la casa antes y recoges el instrumento viejo; aunque no se pueda arreglar, te darán algo por él en cambio.
– Demonio, vete ya tío Am. Eso lo puedo hacer muy bien mañana.
– ¿Y quién cuidará de la tienda mañana si me voy ahora? Ed, ha sido una semana pésima. Fuera de estos cinco mil, no hemos ganado un maldito centavo. Mira, ya que estás aquí, sostén el fuerte en tanto yo bajo a comer algo y entonces…
Entonces sonó el teléfono y yo lo contesté por estar más cercano a él.
– Ed Hunter – contesté. Nada brillante, aunque mejor que cualquiera de las frases de la señora Murphy; me había curado de eso con dos intentos.
– Ed, habla Molly. Molly Czerwinski. Regresé de Indianápolis esta mañana. ¿Recuerdas que te hablé a fines de la semana pasada? Acerca de ver si podíamos hallar a mi ex marido que escapó con todo el dinero en que había vendido nuestra casa y…
– ¡Claro que sí, Molly! – mascullé -. Ésa es mi especialidad, acordarme. Con detalles y todo; los pocos que me diste. ¿Estás libre en estos momentos?
– Sí, estoy en mi casa, Ed, cerca de Howard. Me tomaría como media hora llegar a la dirección de tus oficinas. ¿Debo ir para allá o te doy tiempo para que almuerces?
– Ven ahora y permíteme que te lleve a almorzar cuando llegues. – Me respondió que muy bien, y yo lo informé al tío Am para que se fuera de inmediato a almorzar, pudiera regresar, e irme yo entonces. Me lanzó una sonrisita.
– ¿Molly Czerwinski? ¿Me acordaré de que me dijiste que tenía el traserito más bonito de la Historia Americana?
– De la clase de Historia Americana, en la secundaria. Ahora, ¡vete! – Y se fue.
Molly llegó un poco antes de una hora. Estaba hermosa. Los ocho años desde que la viera por última vez la habían mejorado grandemente. Me dio la mano para saludarme.
– Hola, Ed.
Se la estreché, le contesté, y luego le dije que inmediatamente nos iríamos a almorzar, aunque si aguardaba unos cuantos minutos podría conocer a mi tío que manejaba la agencia conmigo. Mientras tanto, podía proceder a informarme del asunto, comenzando por decirme su nombre de casada, especialmente si lo usaba ahora. Sí lo usaba, me explicó, porque era un nombre de trabajo mejor para su enseñanza de baile, que el de Czerwinski. En ese momento entró el tío Am y yo me puse en pie.
– Tío Am – le dije -, deseo que conozcas a la señora Murphy.
Ella también se levantó y avanzó un poco extendiendo la mano; él empezaba a tomársela… y entonces estalló. Eso es lo único que puedo llamarlo; fue un acceso de tos o algo se le parecía, y continuó más fuerte aunque yo le estaba palmeando la espalda para permitirle respirar; por fin lo saqué rumbo a la farmacia más cercana para que tomase alguna medicina.
– Déjame ofrecerte excusas en su nombre, Molly – le dije -. De vez en cuando, no muy a menudo, le viene un acceso parecido. Un jarabe especial es lo único que lo compone. Luego continúa bien durante otro año o cosa por el estilo. Lo siento mucho.
Frunció el ceño.
– Tú debiste haber ido por el jarabe, Ed, dejándolo a él aquí.
– Siéntate de nuevo, Molly – le contesté -. Sé muy bien que a él no le hubiera parecido en esa forma. Será mejor esperar hasta que regrese y ¿me quieres decir algo más acerca de Dick Murphy, con quien te casaste? Vamos empezando con dónde y cuándo lo conociste.
Procedió a ello; estaba hablando todavía cuando sonó el teléfono. Supe quién era, y supe, excepto por la frase misma que utilizaría, lo que estaba a punto de decirme.
– Chico – murmuró el aparato – ¿quién le dio aspecto tan bonito al estupendo traserito de la señora Murphy?
Empecé a farfullar, no obstante, me repuse y le solté:
– ¡Maldita sea, eso no es parejo, cuando no puedo…! Espera un momento, cómo no he de poder, sobre la base de que tú mismo la hagas, digo, la frase. Aquí va: «Hormigas coloradas», «pantaletas ajustadas».
Entonces él musitó asombrado:
– ¿Quién puso las hormigas coloradas en las pantaletas ajustadas de la señora Murphy? Chico, es tan buena como la mía. ¡Empate!
– Sí, un empate; regresa cuanto antes, ¡con un demonio! y esta vez procura portarte bien.
Colgué y me quedé contemplando a la señora Murphy directamente a los ojos; estaban enormes por la curiosidad y eran los más hermosos que hubiera yo visto.
– ¡Ed! Debe haber sido tu tío llamando desde la farmacia, puesto que tú dijiste que regresara, pero ¿de qué estaban hablando? «Hormigas coloradas», «pantaletas ajustadas» ¡Me volveré loca si no me lo explicas!
Le sonreí con malicia.
– Puede ser que en este momento te vuelvas más loca si te lo explico. Molly, quizá algún día te lo pueda decir, pero no por ahora. ¡No, no por ahora!
Pensaba al mismo tiempo en que no hacemos montones de dinero mi tío y yo, excepto de tarde en tarde, si bien a veces nos divertimos mucho; y a mi me gusta.