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El juez Di sorprende un intento de deserción; mantiene con los Zhou una borrascosa discusión.
El juez Di se despertó en plena noche. Un ruido desacostumbrado había roto su sueño. En las aulagas, las ranas croaban de lo lindo. «¿Y ahora qué mosca les ha picado? -se preguntó irritado-. ¡Hasta los animales han empezado a rebelarse!» Tenía la confusa impresión de que sucedía algo inusual.
Salió a la crujía a tomar el aire y ver si todo andaba bien. Vio sombras cruzando el parque, del lado de la escalinata. ¡Ladrones! El magistrado corrió a despertar al sargento Hung.
– ¡Levántate! ¡Coge tu garrote! ¡No des la luz!
Fueron a llamar a la puerta del dueño de la casa.
Nadie respondió. El cerrojo de la puerta no estaba echado. Entraron. Las cortinas de la cama estaban abiertas sobre un lecho vacío. Fuera, las ranas callaban. Todo estaba ahora tan silencioso como un sepulcro. El sargento Hung tuvo un escalofrío.
– Puede que Su Excelencia haya confundido las sombras de los árboles con las de seres humanos -sugirió-. Es una hora propicia para fantasmas y demonios. Tal vez deberíamos volver a acostamos y dejar que los espectros de la noche retocen a su gusto, ¿no cree?
El suelo crujió en algún lugar de la casa.
– ¡Así que fantasmas! -se burló su señor-. Los espectros no hacen ruido en el parquet. ¡Sígueme!
Oyeron murmullos que los condujeron hasta el vestíbulo. Dos personas discutían en voz baja. «¡Deja eso!», decía una. «¿Ves algo más que nos podamos llevar?» «¡Déjame en paz con tu jarrón! ¡Escapemos!», respondía la otra.
El juez hizo una seña a Hung para que encendiera su lámpara, y entraron en la habitación. El matrimonio Zhou se quedó paralizado al verlos pasar. Cada uno de ellos sostenía el extremo de un jarrón, que soltaron a la vez, de forma que cayó al suelo estallando en una decena de fragmentos de porcelana.
– ¡Ay! ¡El jarrón de mamá! -exclamó la señora Zhou con inverosímil espontaneidad.
El juez Di les preguntó en tono receloso qué estaba ocurriendo. La pareja balbuceó con apuro una curiosa historia de ceremonia tradicional nocturna en honor de la diosa del lago, historia que resultaba más difícil de creer porque ambos vestían gruesas prendas de viaje. El juez les ordenó con un gesto que callaran. Se oían pasos en el camino. Alguien subía por la escalinata.
– ¿Se puede saber qué estáis haciendo? -preguntó la joven Zhou entrando en el vestíbulo, con su hermano pisándole los talones. Llevaban sendos hatillos. La señorita Zhou advirtió de pronto la presencia de los dos invitados y encadenó como si nada con un saludo de lo más trivial. Llevaba colgando del brazo una bolsa de la que asomaba un lingote de oro.
– ¡Déjenme con sus ceremonias! -exclamó Di sin dar crédito a lo que veía-. ¡Estaban orando, lo mismo que yo! ¡Ustedes se disponen a huir!
– ¡Oh, noble juez! -protestó el señor Zhou-. Pero ¿por qué íbamos a escapar de nuestra propia casa?
– ¡Porque su crimen ha sido descubierto! ¡Los acuso de ser responsables, a todos y cada uno de ustedes, de la trágica muerte del vendedor de sedas!
De pronto parecieron competir por ver quién era el primero en gritar de sorpresa, espanto, indignación. Aquello era un coro de tragedia. El juez frunció el ceño.
– ¡Confiscada! -exclamó arrancando la bolsa de manos de la muchacha.
Les anunció su intención de escuchar a uno tras otro en cuanto amaneciera. Hasta entonces, deseaba dormir en paz. No era momento de precauciones oratorias y así dijo:
– ¡Y ay del que pille queriendo largarse a la chita callando! -advirtió agitando el índice-. Esta noche, mi sargento dormirá junto a la entrada ¡y no vacilará en utilizar su arma al menor movimiento sospechoso! Les ordeno que regresen a sus respectivos apartamentos y que no se muevan.
El sargento Hung lanzó un profundo suspiro y fue a buscar una estera para instalarla en la entrada, llena de corrientes de aire, preguntándose a qué arma se refería el juez.
Furioso, Di volvió a la cama. Sus conclusiones eran flagrantes: ahora que los crímenes se sucedían, los Zhou pretendían escapar del brazo vengador de la justicia imperial. Afortunadamente, su estupidez y su torpeza habían hecho fracasar el proyecto. Bostezó y subió el cubrecama hasta la barbilla. Soñaba con que llegara el día en que por fin le dejaran dormir en paz.
Al día siguiente por la mañana, después del desayuno, el juez Di improvisó una sala de audiencias en sus apartamentos. Desplegó sobre una mesa un tapete rojo que recordaba al de su tribunal. En la pared, a su espalda, colgó una banderola oficial donde se leía «Padre y madre del pueblo» y dispuso varias más del mismo estilo por toda la estancia con la intención de impresionar al auditorio. En funciones de esbirro, el sargento Hung se plantó al lado de la mesa, armado de su garrote. Es cierto que las pruebas aún escaseaban, pero esa sesión debía causar un impacto que llevaría a los sospechosos a confesar. Una conversación abierta le permitiría en cualquier caso elegir entre sus propias hipótesis. Y, luego, le apetecía sermonear un poco a esos Zhou, que lo habían tomado por un mentecato.
El monje-cocinero era el encargado de introducir a sus patronos uno tras otro. El magistrado convocó en primer lugar a la señora de la casa, que entró en la estancia con la misma timidez que si se hubiese encontrado en una auténtica sala de audiencias. Llevaba un vestido sobrio y digno, de una severidad bastante ostentosa, estilo gran duelo, que seguramente había considerado adecuado a las circunstancias. El juez Di se preguntó si esa cara de cuaresma sobre el tejido negro realzado en oro se debía a la pérdida de su madre natural o al miedo a las sanciones. Le expuso sin rodeos su teoría: su familia se había conchabado para hacer desaparecer al vendedor de paños de seda con objeto de salvar el honor familiar, pues el difunto era su amante.
– ¿Ese hombre repugnante? -se sublevó la señora Zhou-. ¡Jamás de la vida!
– ¡Ah! ¡Entonces admite que lo conocía!
Su timidez desapareció de golpe.
– ¡Eso no me convierte en asesina! ¡Bien hay que vestirse! ¡Estamos en provincias! ¡No se encuentran proveedores en cada esquina! ¿Y el bonzo? ¡Supondrá que también era mi amante!
Sin alterarse, el juez la acusó de haber mandado llevar al monje un plato de comida que contenía un veneno vegetal extraído de su jardín. Él mismo había podido comprobar in situ que cultivaba una planta de alto contenido tóxico, por más que ella fingió ignorarlo. El veneno es el arma femenina por excelencia. Había ido a por él porque sospechaba que el abuelo le había hablado del asesinato. El viejo era senil, pero no ciego.
– En ese caso -repuso ella encogiéndose de hombros-, debería haber envenenado a mi suegro. Hace tiempo que…
– ¿Hace tiempo que tiene ganas? -completó el juez.
Era evidente que el anciano le importaba muchísimo menos que la difunta Jazmín Temprano. Sus pensamientos habían seguido los mismos derroteros.
– ¿Y mi madre? -inquirió ella-. ¿Sospecha que también la maté? Prefiero no decir en voz alta lo que pienso de sus acusaciones.
El juez Di estaba decepcionado. Esta primera entrevista no estaba dando los resultados que esperaba. La única conclusión que sacó era que la señora Zhou era el elemento fuerte de la pareja. Decidió entonces atacar al elemento débil.
Una vez salió la dama, llamó al tabique reclamando la presencia del marido. Éste entró con paso inseguro.
– Lamento tener que comunicarle una mala noticia -declaró el juez-: su esposa mantenía una relación culpable.
El señor Zhou se quedó patidifuso.
– ¡La muy ladina! ¿Puedo preguntar cómo se llama ese infame seductor?
– ¡Usted lo sabe mejor que yo! ¡Era ese representante al que usted mató para vengarse!
El señor Zhou tuvo que tomar asiento.
– En cuanto al bonzo -continuó imperturbable el juez-, usted lo envenenó a causa del anciano senil, me refiero a su augusto padre.
Esta vez, el señor Zhou logró sobreponerse a la sorpresa.
– ¿Que yo he atacado a un hombre santo? -protestó-. Pero ¿acaso pretende que malogre mi karma? ¡No estoy dispuesto a reencarnarme en un gusano durante los próximos tres siglos!
– ¡Y ahí no acaba la cosa! ¡Usted también se llevó por delante a la vieja! ¡La criada le estaba haciendo chantaje! ¡Por eso huía ella con sus lingotes! ¡Lo sé todo! ¡Confiese!
El señor Zhou se derrumbó.
– Confieso todo lo que usted quiera -admitió con voz casi inaudible.
No era esto lo que el magistrado esperaba. Él no era de esos funcionarios que pretendían acabar cuanto antes y que se daban por satisfechos con confesiones no contrastadas, que un investigador hábil obtenía fácilmente bajo presión. La verdad le importaba más que una condena de más o de menos.
– ¿Y cómo hizo para matarla? -preguntó en tono severo-. ¡No me oculte nada!
– La golpeé por detrás antes de arrojarla al agua. ¡La vejarrona! ¡Cien veces soñé hacerlo!
– Eso no lo pongo en duda -respondió el juez alisándose el bigote-. El problema es que lo que usted cuenta no casa con la realidad. No se burle de la justicia ¡o le pesará! Por última vez, ¡cómo la mató!
El señor Zhou empezó a sollozar.
– Ya no me acuerdo -dijo-. Ya estoy harto de todo esto. Haga conmigo lo que guste. Sea indulgente con mi esposa y mis hijos. Nada puede ser peor que seguir en esta casa… Tengo sed. Permítame que sacie la sed.
Sin esperar respuesta, cogió una jarra de encima de una mesita, se sirvió un largo chorro de alcohol que bebió de un trago y repitió dos veces.
El juez Di lanzó un profundo suspiro. Este hombre era seguramente culpable de muchas cosas, pero no de haber estrangulado a su suegra. Era incapaz de una brutalidad como la que delataban las huellas encontradas en el cuerpo de la víctima. Estaba, además, al borde de un ataque de nervios. En cuanto a la embriaguez, todavía le ablandaba más el carácter, si tal cosa era posible.
– Dígame la verdad -insistió el juez en tono más amable-. No pretendo perjudicarlo. ¿Ha cometido usted ese asesinato o no?
El pobre hombre meneó la cabeza de izquierda a derecha. El juez Di decidió dar por válida de momento esa protesta de inocencia, pero rogó a su anfitrión que no hiciera nada que indujera a creer que pretendía evadirse. Luego dando unos golpecitos contra el tabique pidió que trajeran al jardinero.
El joven entró con expresión avergonzada secándose las manos en el delantal. Impresionado por la decoración, hizo ademán de hincarse de rodillas, como era usual en el tribunal. El juez le indicó que se levantara, guardó silencio durante unos segundos y luego señaló al muchacho con el índice.
– ¡Usted tiene la locura del crimen! Usted carece de moral. Ha asesinado al vendedor de sedas porque gozaba de los favores de la señorita Zhou, a la que ha seducido. Al bonzo porque recibió las confidencias de esta pobre damisela a la que vergonzosamente sedujo. A la vieja porque iba a denunciarlo. La vi la noche de su muerte, horrorizada tras haber sorprendido un triste espectáculo: usted y su joven señora en el parque, ¡abrazados! ¡La mujer quería huir porque temía por su vida!
El jardinero negó con todas sus fuerzas.
– Es verdad que siento amor por la señorita Zhou, pero nunca me atrevería a levantarle la mano, como tampoco me pasó por la cabeza asesinar a la criada, aunque siempre se comportó conmigo como una liendre.
El juez Di estaba bien situado para saber cuánto había de falso en la declaración del joven. Probó otra táctica.
– En tal caso -dijo-, la culpable sólo puede ser su amante: esa pequeña mentirosa, la señorita Zhou. Sé a ciencia cierta que le ha concedido todos los favores que una mujer puede conceder a un hombre.
– ¡No tiene ninguna prueba!
– ¡Insolente! -clamó el sargento Hung blandiendo el garrote. Di detuvo su gesto.
– ¡Pronto las tendré! -dijo-. Voy a cocinarme a esa sierpe, y créame que confesará su fechoría. La doblez de esa muchacha…
Créame que la tengo calada. Puede engañar a sus padres, pero no la clarividencia de un funcionario imperial de mirada experta. Mi experiencia me ha enseñado que la audacia de las jóvenes extraviadas no conoce límites: son capaces de lo peor. Todo me induce a creer que ella es la culpable que estoy buscando.
– ¡Suplico a Su Excelencia que no crea nada de eso! Es una joven deliciosa, inocente como la flor de primavera, incapaz de hacer daño!
– ¡Cállese! ¡Cuanto más la defiende, más me convenzo de que es usted su cómplice! ¡Confiese o retírese!
Después de una vacilación, el jardinero hizo una inclinación y salió. El juez se quitó el gorro negro de orejeras horizontales y se enjugó la frente. Estaba cansado de luchar. Luchar contra ese asalto de mentiras lo agotaba. Exhausto tras la triple sesión de interrogatorios, pospuso para el día siguiente el de la muchacha.
Decidió acudir a las cocinas a ver si encontraba algo comestible que le ayudara a reponer fuerzas sin las arcadas habituales. Había llegado a un punto en que podía permitirse ir a servirse él mismo, y hasta podía aumentar esa autonomía al punto de revisar los menús: los mejunjes del monje habrían llevado a cualquiera a una lenta ruina física. Ordenó al sargento que le acompañara para llevar los platos.
Encontraron al bienamado pitancero golpeando a base de bien un alimento que sujetaba como podía sobre la mesa de trabajo. El juez no quiso averiguar de qué se trataba, pues necesitaba conservar intactas hasta el mediodía las ganas de comer. Mientras el sargento Hung elegía algunos pastelillos con miel que parecían digeribles, su señor lanzó un vistazo a la pieza.
– ¿Qué hay detrás de esa puerta? -preguntó.
– Un anexo -respondió el monje, completamente absorto en su tarea.
«¿Estará intentando ablandar un trozo de carne?», se dijo el juez con un rayo de esperanza. Claro que no: ese budista era un vegetariano fanático. Toleraba el pescado, pero en su antro no entraba ninguna carne de animal de cuatro patas.
Intentó en vano empujar la puerta del anexo.
– Ábramela -ordenó esperando no descubrir un saladero repugnante o algo peor.
El monje sacó una llave y abrió con ella la cerradura. El cuarto estaba a oscuras. Hung Liang fue a levantar el estor que tapaba la ventana. Delante de una inmensa chimenea sobresalían unos moldes oblongos, varios picos, pinzas y cubos de agua. «Diría que es una sala de tortura -caviló el juez con inquietud-. ¿Qué excesos dignos de bárbaros invasores se habrán cometido en este lugar?» Al mirar con más detenimiento, comprendió que estaba en un taller de fundición. Todavía eran visibles las huellas doradas en los bordes de los moldes. Acababa de descubrir el lugar donde se habían fabricado los lingotes de oro encontrados con el cuerpo de la criada. Se volvió hacia el monje y señaló todo el instrumental con un dedo acusador.
– ¡Esto va cada vez mejor! ¡No le basta a usted con sazonar verduras a cual más pocha! ¡Además, fabrica lingotes de contrabando! ¡Qué me falta por ver!
El monje respondió entre balbuceos que no entendía de qué hablaba. El sargento con gesto amenazador alzó el garrote del que ya no se separaba.
– ¡No ofendas a tu magistrado con mentiras! -clamó-. ¡O te costará caro!
El cocinero se hincó de rodillas. Juró que ese material ya estaba ahí cuando llegó. Como no había entendido para qué servía, no entraba nunca en el cuarto. Bastante ocupado estaba ya con «la elaboración de las refinadas viandas que cocinaba con mimo y abnegación para Su Excelencia tres veces al día».
Al recordar las «refinadas viandas» en cuestión, el juez Di estuvo tentado de inculparlo por sevicias deliberadas contra una autoridad constituida. En cuanto a Hung, ardía en deseos de molerlo a golpes sólo para enseñarle el arte culinario. El juez Di le paró la mano.
– Hoy estoy de un humor manso -dijo-. Voy a reservarme mi opinión a la espera de haber comprobado sus alegaciones.
«Y, después de todo, una carpa mal guisada siempre será mejor que ninguna carpa en absoluto.»
El monje se arrastró por el suelo para abrazarle los pies, y el juez Di vio confirmado su juicio de que ese sujeto no sabía qué era la higiene.
– Su Excelencia es muy bondadosa con este bribón -gruñó Hung Liang ya en el pasillo-. La cena de anoche bastaba para condenarlo a cadena perpetua.
El juez Di le preguntó si iba él a preparar cada día la comida de nueve personas. Si no era así, más valía no agobiar a la llave maestra de su modesto confort y concederle temporalmente el beneficio de la duda. El sargento Hung no estaba menos ansioso.
– Sí, pero, noble juez… usted ha hablado de envenenamiento… ¡Él es nuestro cocinero…! ¡No voy a poder probar bocado! -se lamentó llegando a la altura de su señor, que cruzaba el pasillo a grandes zancadas.
En ese momento sonó el gong de la entrada. El juez, considerando que ya no podía confiar en nadie, fue a ver por sí mismo qué aventurero se atrevía a presentarse a la puerta de un castillo lleno de espectros y tunantes.
El mayordomo acababa de abrirle a la monja, la misma a la que el anciano Zhou iba a visitar a la ciudad. Había faltado a su día de visita, de manera que, preocupada por su salud, había hecho el esfuerzo de venir.
– Por poco no consigo llegar aquí -se quejó-. Mi barca ha estado a punto de volcar diez veces, y la corriente delante de vuestro portón era cada vez más fuerte. Van a acabar separados de la comunidad.
«¡Es lo que nos faltaría! -se dijo el juez-. Encerrado con estos dementes, ¿puede ocurrir algo peor? Ya sólo me quedaría volverme loco yo también.»
– Ha mostrado un gran valor -respondió él.
– Una tremenda inconsciencia -añadió el mayordomo, cuyo rostro expresaba una innegable censura-. Debería regresar cuando todavía está a tiempo. El señor Zhou se encuentra perfectamente. Han pasado tantas cosas que sencillamente hemos olvidado su día de salida. Le ruego que nos lo perdone. De todas maneras, la crecida ya no permite llevarlo a la ciudad en condiciones aceptables, por el momento.
– Entiendo -dijo la monja, más decepcionada que intranquila-. Ya que estoy aquí, me gustaría saludarlo, si me lo permite.
El mayordomo se apartó a regañadientes para dejarla entrar. La introdujo en un salón y fue a buscar al anciano. El juez se quedó haciéndole compañía. La religiosa tomó asiento en un sillón. Hubo un tiempo de silencio, incómodo para ambos por igual.
– Esta casa tan grande parece muy vacía -dijo ella por fin-. Salta a la vista que la mayoría de los criados han sido enviados al campo. Resulta cruel esta falta de vida. ¡Qué catástrofe esta crecida de las aguas! ¡Y los crímenes! ¡Y la epidemia, de la que cada vez se habla más! Los habitantes de nuestra ciudad no saben qué pensar.
– Seguro que no durará mucho más tiempo -respondió amablemente el juez Di.
– ¡Oh! Paso el día rezando -dijo la monja-. Buda terminará escuchando mis súplicas.
– La intercesión de una persona tan piadosa como usted por fuerza será eficaz -aprobó el juez.
La conversación cayó como una hoja muerta.
– Esperaba que la señora Zhou saliera a saludarme -dijo-. ¿No se encuentra bien?
– La crecida la tiene terriblemente preocupada -respondió el juez, aunque, en su opinión, el fastidio de una conversación con la vieja beatona explicaba su ausencia.
El mayordomo abrió la puerta para hacer entrar al más veterano de los Zhou.
– Mis señores le piden que los excuse -anunció el criado-. Tienen algo de fiebre y si llegaran a contagiarla no se lo perdonarían. Estarán encantados de verla tan pronto se recuperen.
– Rezaré por ellos -aseguró la religiosa con una mueca de orgullo herido.
Estaba convencida de que más bien temían contagiarse al contacto con ella, y no al revés, lo que era plausible.
– Como no lo he visto, estaba terriblemente ansiosa -dijo volviéndose hacia Zhou Li-peng-. Me alegra comprobar que se encuentra bien.
– ¡Cómo! -protestó el viejo-. ¡Ya ve usted que estoy muerto! ¡Todos los Zhou estamos muertos! ¡Está usted ciega, por Buda! ¡Dígaselo! -interpeló al juez Di.
– ¿Y cómo iba a decir algo semejante? -respondió cortésmente el magistrado.
– ¡Pues porque ha sido usted el que nos ha matado! -exclamó el anciano-. ¿O no se acuerda? Usted arrastró nuestros cuerpos por los pasillos. Yo, en cambio, me acuerdo muy bien. Llevo muerto mucho tiempo; déjenme descansar en paz.
La monja puso una cara de entierro perfectamente conforme a las circunstancias. Di consideró decente dejar que continuara ese edificante tête-à-tête con su viejo amigo. A la vuelta de un pasillo encontró a la señorita Zhou y la informó de que tenían visita.
– ¿No irá a verla?
– ¡Ah, no! -exclamó la joven-. Es una charlatana, adobada en devoción. Mis padres han tenido que refugiarse en la otra punta del castillo. Y yo voy a hacer lo mismo.
Y se marchó a buen paso.
El juez Di estuvo atento a la marcha de la monja, que, considerando el humor de su amigo, por fuerza sería inminente. Efectivamente, no tardó en verla bajar los peldaños de la escalinata y salió tras ella a toda prisa. La mujer tenía los ojos húmedos.
– Está perdiendo la cabeza -dijo ella.
– Sí, la cosa no va a mejor -respondió el juez-. Rara vez hay mejorías en su estado. Es la vejez.
De hecho, empezaba a preguntarse si el anciano, con sus morbosas obsesiones, no había metido cuchara en los asesinatos.
Insinuó algo sobre el «ahogamiento» de la criada. La religiosa cayó de las nubes al oír la noticia, de la que no sabía nada. En la ciudad tampoco se sabía nada. Los señores, igual que los criados, se habían mostrado de una discreción rayana en el mutismo.
Despidiéndose en el portón, el juez le aconsejó que no se entretuviera demasiado por el campo en las próximas semanas, y que atrancara la puerta; nunca se sabía, y los pícaros acechaban por todas partes.
– Buda vela por mí -respondió ella-. Mi puerta siempre está abierta. Estoy tranquila.
El juez se dijo que Buda no había velado demasiado por su bonzo, que había perdido la vida dentro del propio recinto del templo. Habría preferido ver a la monja menos tranquila y más prudente. Desde hacía algún tiempo las desgracias se ensañaban con los visitantes del castillo.
Tras una inclinación respetuosa, la mujer subió a la barca, que un mozo de la posada empujó con dificultad a través de la corriente.
«Bueno -caviló el juez-. Ya sólo falta la visita de la señorita Capullo de Rosa, y habremos recibido a todos los notables de la localidad. ¿Vendrá? Después de los ángeles del cielo, las mujeres de mala vida: ése sería el orden de las cosas.» De tener que elegir, sin atreverse a confesárselo, preferiría esta última visita.
Se fue a la biblioteca a buscar un texto lo bastante soporífero que le ayudara a conciliar el sueño, y esa noche se durmió con la lectura de una voluminosa obra dedicada al pensamiento de Lao-tseu.