172838.fb2 El castillo del lago Zhou-an - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 13

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El juez Di recoge una confesión sorprendente y luego organiza una trampa.

El juez Di se encerró en su habitación para hacer balance. La conclusión a la que había llegado le parecía muy absurda. Pero, una vez establecidos todos los hechos acaecidos durante su estancia en el castillo, parecía límpida, indiscutible, sencillísima. Si pensaba en el aspecto irreal de su situación, en las expresiones cambiantes o falsas de sus anfitriones, en los lances sexuales de una, en los avatares de la otra, en la infinidad de detalles que no cuadraban… la solución resultaba evidente.

El gong de la comida sonó en la casa. El juez se cambió de atuendo por otro negro y adamascado, sin prisas. Sus comensales le esperaban sabiendo a ciencia cierta que la principal atracción de la comida no estaría en los platos: iba a ser él y sólo él. Si tenían dos dedos de frente, estarían esperando y temiéndose lo que iba a ocurrir.

Efectivamente, cuando llegó al comedor, los Zhou esperaban sentados a la mesa, inmóviles como estatuillas de barro cocido esmaltado. Ninguno había tocado los palillos, ni siquiera el niño. Todos lo miraban con una expresión cargada de recelo. La señora Zhou, en un último esfuerzo por darle a su situación un tono de normalidad, alargó al juez un plato de pescado bañado en aceite.

– Gracias -dijo él cogiéndolo.

Luego, sin concederle una sola mirada a ese macerado de color verde, arrojó todo contra la pared, donde el plato se rompió. «¡Ah -pensó con una curiosa sensación de alivio-, ¡Hace mucho tiempo que debería haber hecho esto!»

– Ustedes me han estado engañando -les espetó fríamente mientras se sentaba-. Desde el primer día. Y no es algo que me alegre.

Hablaba con voz calma y reposada. Pero sus palabras producían el mismo efecto que si las hubiese gritado en sus oídos. Ellos lo miraban ahora con un espanto indisimulado, como fantasmas que habían creído estar vivos hasta el momento en que un ser mortal les hubiese revelado la verdad sobre su condición de espectros. Sus rostros se descomponían. Caían las máscaras. La señora Zhou mostró un rictus amargo. Su marido abandonaba paulatinamente sus aires de gran señor para desmadejarse con los hombros encogidos y la cabeza hundida en el cuello. La expresión de orgullo de su hija se había convertido en provocativa y vulgar. El benjamín ya no tenía la expresión de un niño travieso sino la de un crío de las calles sin educación. El juez comprendió que era la mirada que les dirigía lo que había obrado en gran medida esta transformación: el velo que cubría sus ojos había caído.

– ¿Qué están haciendo ustedes aquí? -preguntó-. ¿Cómo han conseguido apoderarse de la finca?

El señor Zhou, fingiendo no haberlo entendido, recitó su última tirada.

– Mis antepasados la construyeron hace ya un siglo y… -empezó con voz vacilante.

– ¡Cuentos! -le atajó el juez Di-. ¡Acabe con sus ridículas mentiras! ¡Sus antepasados eran titiriteros, como usted! ¿Cómo han podido creer ni por un solo instante que conseguirían engañarme?

¿Cómo esperaban darme el cambiazo a mí, un funcionario del Dragón Divino?

– Me parece que, pese a todo… -apuntó la señora Zhou con una vocecilla.

– Pudieron engatusarme muy al principio, en medio de la confusión general… Pero hoy he recuperado la lucidez ¡y la realidad se me aparece en su siniestra crudeza!

Arrojó delante de la señora Zhou el dije de brillantes.

– Le entrego algo que le pertenece. Ustedes son tan propietarios de este lago como este broche está engarzado de diamantes. Todo aquí es falso desde el principio. Me han estado mintiendo de manera continuada.

Los Zhou parecían haber perdido el habla.

– Los llevaré al tribunal más próximo en cuanto el río sea navegable. Entretanto, se pudrirán en una cárcel en Zhouan-go. ¡Usurpación de identidad! ¡Insulto a un magistrado! ¡Y seguro que todavía hay más y peor! ¡Hay diez motivos para condenarlos al peor de los castigos!

Los Zhou se levantaron, lívidos como ahogados.

– ¡No crean que escaparán de mí! -advirtió el juez-. ¡Estamos bloqueados por la crecida de las aguas! ¡No llegarán muy lejos! Y si intentan algo contra mi integridad personal, sepan que la administración imperial irá a buscarlos allá donde se escondan!

Los señores Zhou fueron a arrodillarse delante de él, luego sus hijos los imitaron. Lo hicieron con suma gracia, como un rey y una reina de tragedia, humillándose ante el que los había derrotado. Golpearon el suelo con la frente para implorar clemencia. El juez respondió que de ninguna manera y les instó a contestar a sus preguntas con precisión y sinceridad. ¿Cómo unos actorcillos ambulantes habían llegado a instalarse en una mansión aristocrática y con qué finalidad?

– Nuestra suerte -empezó el señor Zhou- no dejó de declinar desde el inicio de los aguaceros. Cuando llegamos a Zhouango, estábamos en las últimas. Los espectáculos al aire libre eran imposibles, las ferias y mercados se hablan suspendido, y nadie tenía cabeza para pensar en reír con nuestras cabriolas ni en llorar con nuestras tragedias. Buscábamos desesperadamente un contrato para una representación de carácter religioso cuando nos abordó el mayordomo de este castillo, que sabía de nuestras idas y venidas a través de la ciudad.

– Adivino su propuesta -dijo el juez Di-. Les dijo que sólo tenían que ocupar el lugar de sus señores para esperar en caliente el fin de la crecida, con un buen peculio como pago.

– Sí, noble juez.

– Porque sus señores se habían trasladado al campo y no quedaba nadie, excepto él, para velar por su fortuna.

– No, noble juez.

– ¿Cómo que no? -protestó el magistrado-. Y entonces ¿dónde están?

Las palabras salían a duras penas de los labios del señor Zhou. Fue su mujer la que respondió, sin alzar la cabeza.

– Están muertos, noble juez. Llevaban varios días muertos ya antes de que llegáramos; cayeron por las fiebres, al inicio de la epidemia, ellos y los pocos criados que mantenían a su lado. El mayordomo cayó enfermo, pero se salvó. Fue entonces cuando se le ocurrió aprovechar la situación. Pero la crecida, al agravarse, le impidió escapar con el tesoro y nos propuso interpretar el papel de señores del castillo, desde lejos, para que los aldeanos creyesen que nada había cambiado.

– No entiendo -dijo el juez-. Si ustedes no podían mostrarse sin que los descubrieran, ¿de qué le servían?

– Perdóneme, noble juez -dijo la señorita Zhou-, pero usted es la prueba viviente de que la estratagema era eficaz. Sin nosotros, la ausencia de los señores de la casa se habría descubierto mucho antes. Y, sin su increíble sagacidad, nunca habríamos sido desenmascarados.

– Además -añadió el señor Zhou-, era sólo una mentira a medias.

– ¡Ah, claro! -exclamó el juez Di-. ¿Cómo consiguieron que uno de su familia suplantara al anciano Zhou? ¡Y pasearlo entre la gente que lo conoce de toda la vida! ¡Así se entiende por qué ese actor de segunda fila decía frases tan incoherentes!

La señora Zhou puso cara de pocos amigos al oír la expresión «actor de segunda fila».

– Encontramos algo mejor que un actor de segunda para interpretar el papel -repuso.

– Es que ese viejo… -continuó su marido-… es de verdad el padre del difunto señor Zhou. Es el único miembro de la familia que ha sobrevivido a la epidemia. Eso nos ha permitido exhibirlo una vez a la semana, como era costumbre, para convencer a la gente de que todo andaba bien. Él podía decirles lo que se le antojara porque nadie se tomaba en serio sus peroratas desde hace tiempo.

«¡Diabólico!», se dijo el juez llevándose una mano a la frente. Ese noble anciano había estado diciendo la verdad en todo momento, advirtiendo a su manera que toda su familia estaba muerta. ¡Pero daba gritos en el desierto! Solamente su senectud le había permitido soportar el drama, y la presencia de los intrusos se había confundido con sus alucinaciones. Todo se imbricaba a la perfección. Y podría haber seguido así el año entero.

– ¿Y los asesinatos? -inquirió-. ¿Qué parte tenían en la función?

– ¡No tenemos nada que ver con eso! -protestaron los Zhou-. Somos sólo humildes actores, contratados para interpretar una comedia trágica. ¡Somos nada más copias cuyos originales han muerto! Suplicamos a Su Excelencia que crea nuestra palabra.

«¡La palabra de unos redomados mentirosos! -completó el juez en su fuero interno-. Necesitaría una conciencia celestial para dar fe a sus palabras.» Quiso saber cuánto les había prometido el mayordomo por su trabajo. Les había entregado un lingote de oro y les había dado a entender que habría otro cuando acabara la representación. Pero, cuando vieron el tesoro encontrado en el cadáver de su madre, habían comprendido que aquello no era nada. Ese hombre estaba sentado sobre una montaña de oro. ¡No solamente habían puesto en peligro sus cabezas, sino que además lo habían hecho por una propina!

– ¿Hasta cuándo debía durar esta mascarada?

Su empleador quería que fingieran hasta la Fiesta de la Perla. Pero, ahora que su madre había sido asesinada, estaban acogotados de miedo, por eso habían intentado huir. «Sin olvidar llevarse el dinero», se dijo el juez. Todo estaba meridianamente claro. Quedaba el asunto de los asesinatos: estaban ligados a la superchería, pero ¿de qué manera? El juez preguntó en qué circunstancias habían conocido al representante de sedas. La señora Zhou bajó un poco más la nariz.

– Mi mujer se encontró con él -respondió el marido en su lugar en tono de reproche-. Todo es culpa suya.

– ¡No tenía nada que ponerme! -protestó ella-. ¡El guardarropa de la señora Zhou no es de mi talla! Cuando Ho Kai, que interpretaba el papel de nuestro jardinero, me advirtió que un vendedor ambulante estaba a la puerta, no resistí las ganas de recibirlo. El mayordomo estaba en la ciudad, así que creí que no debía privarme de ese pequeño placer. ¿De qué sirve vivir en un palacio si ni siquiera puedes llevar un traje bonito? Además, la entrevista transcurrió sin problemas. Yo le compré el tejido que necesitaba para confeccionarme algo decente. Luego el mayordomo llegó y lo acompañó a la salida. ¡No tengo nada que ver con que se ahogara!

El juez Di permaneció pensativo unos instantes.

– Vi su carreta en el patio de la posada. Antes de venir, estuvieron alojados allá, ¿no es cierto?

– Pasamos tres noches en la posada, noble juez.

Por lo tanto, era probable que el representante los hubiese visto. Y especialmente a las damas.

– ¿Nunca antes había visto a ese hombre? -preguntó en tono inquisitivo.

La señora Zhou pareció incómoda.

– Bueno -confesó-, si hubiese sabido de quién se trataba, no lo habría recibido. Me acordé de golpe, al terminar, que lo había visto en la Garza Plateada. Una vez comimos en la sala común mientras él estaba allí. No le presté mucha atención entonces.

¡Así se pierde un hombre! El representante no había demostrado conocerla durante la entrevista con la falsa señora Zhou, porque estaba concentrado en la venta que tenía entre manos. Pero, cuando el mayordomo lo acompañaba a la puerta, debió de olerse algo, hacer preguntas, mostrar su sospecha. El parecido de la señora del castillo con la actriz debió de dejarlo perplejo, sobre todo después de ser introducido por el «jardinero», otro miembro de la troupe… Y tal vez viera a un tercer actor, por ejemplo, al chiquillo jugando en el parque, ¡o a la criada ocupándose de la limpieza! El juez imaginó fácilmente su estupefacción al comprender de golpe la impostura, camino del portón, y al mayordomo, adivinando por su recelo que todo estaba perdido. Era muy probable que ese pérfido criado hubiese decidido en ese momento eliminar a un testigo incómodo. Aprovechando la ausencia de la familia, había cogido una rama seca, molido a golpes a la víctima y empujado el cuerpo a la corriente de la crecida. Ignoraba que había golpeado al vendedor de sedas con tanta fuerza antes de echarlo al agua que sus pulmones seguían llenos de aire. E ignoraba lo fundamental: que un magistrado imperial al que nada le pasaba por alto había llegado a la posada. Ignoraba, por último, que el alma del difunto encontraría fuerza suficiente en su sed de venganza para guiar el cadáver hasta ese perspicaz funcionario.

El juez Di se sorprendió de que después del asesinato del vendedor de sedas, que se había cometido por así decir delante de la puerta de su casa, los Zhou no se hubiesen preocupado del giro que tomaban los acontecimientos. Los señores Zhou seguían cabizbajos. Llegados a ese punto, el cebo de la ganancia era el motivo más imperioso: sofocaba todas las dudas y temores. Su tranquilidad mental reposaba en la convicción de la superioridad de su arte, tanto más porque sólo habían debido experimentarla sobre el juez y su sargento. La señorita Zhou fue la única que levantó la cabeza.

– Yo sí he intentado algo -dijo con una pizca de arrogancia.

– ¿Tú? -se extrañó su padre-. ¿Y qué has hecho tú, pobre hija mía?

Ella nunca había confiado en ese mayordomo capaz de sustituir a sus señores con los primeros recién llegados para robarles tras su muerte. Era un individuo sin moral, los trataba con dureza y su conducta resultaba dudosa: vagaba de noche por la finca, dedicado a no se sabía qué. Así que había decidido influir sobre él. Se dio cuenta de que solía acudir a rendir honores a la diosa, en la pagoda del fondo del parque, y había supuesto que era supersticioso, de modo que jugó con su credulidad para proteger a su familia. Se le ocurrió rascar la espalda de la estatua para extraer algunas virutas doradas. Una noche, instaló a su hermano pequeño en una viga del techo. Encendió una vela y se escondió fuera del pabellón, en la espalda de la efigie sagrada. Al cabo de un momento, el mayordomo entró atraído por la luz. «¿Hay alguien?», le oyó preguntar. Prestó entonces su voz a la diosa, disfrazándola hasta que resultara irreconocible, tal como había aprendido a hacerlo actuando para sus espectáculos. El mayordomo la oyó dirigirse a él y le ordenó obedecer sus órdenes. Como estaba solo, llegó a la conclusión de que era la estatua la que le hablaba, en la atmósfera fantasmal de la noche, a la luz oscilante de la vela. Ella le ordenó obedecer en todo punto a los preceptos de amor impuestos por el Cielo y le prohibió tocar un solo cabello de la familia que habitaba el castillo. Luego, el chiquillo vació encima del criado la bolsa de virutas de oro, para redondear el efecto.

– ¡Como en el cuento de la princesa del cabello dorado! -exclamó su padre-. ¡Le dedicaste una representación privada!

– Sí, padre -respondió la joven Zhou, sin esconder su orgullo-. Utilicé nuestro saber para asegurarme de que ese hombre odioso no nos haría daño, por si hubiese sido ésa su intención. Un tipo como él está dispuesto a lo que sea para enriquecerse. Yo no me he fiado de él ni un segundo.

Sus padres estaban atónitos. Al observar a la muchacha, Di se dijo que no tenía dieciséis años como le habían dicho al llegar: ésa debía de ser la edad de la auténtica señorita Zhou. Ahora que no interpretaba su papel de adolescente, parecía al menos veintidós, lo que explicaba su aplomo.

– ¿Y funcionó? -preguntó su madre.

– Hasta cierto punto… -dijo la falsa señorita Zhou-. Para redondear el golpe, tuve la idea de repetir otra noche, y fui un poco más lejos. Utilicé los artificios de nuestros espectáculos. Con una cabeza de pez de cartón, una cola de tela, fuegos de bengala y la tiara de la princesa Li Gan, transformé una pequeña barca en una carpa encantada. Una noche de bruma aparecí delante de él convertida en diosa del lago. Mi hermano, cubierto con una capa negra, remaba a mi lado. Y ese hombre espantoso volvió a quedar muy impresionado. Mi aparición lo fascinó. Por desgracia…

No terminó la frase reprimiendo un sollozo. El juez Di creyó adivinar sus pensamientos.

– Por desgracia, eso no le impidió acabar con la vida de vuestra abuela -terminó.

La señorita Zhou asintió con la barbilla. Sus padres dieron un brinco de sorpresa.

– ¿Cree usted que esa rapaz inmunda tiene algo que ver con la muerte de nuestra venerada madre?

El juez Di se mesó lentamente su luenga barba negra.

– Es muy posible -respondió-. Si no es él, sólo puede haber sido uno de ustedes. ¿Creen que su monje-cocinero o su comparsa «el jardinero»…?

– ¡De ninguna manera! -exclamó el señor Zhou-. Llevamos años recorriendo juntos los caminos. Mi suegra tenía su carácter y muchas veces discutíamos, ¡pero nunca ninguno de ellos tocaría un solo pelo de su cabeza!

«Y, además, está todo ese montón de lingotes que encontraron encima de ella… -pensó el juez-. Las personas ancianas acostumbran a tener el sueño ligero, e incluso insomnio. Ella pudo muy bien sorprender al mayordomo mientras trasladaba el tesoro. Eso explicaría su expresión radiante la última vez que hablé con ella. Pretendería robar una parte del oro, y él la lastró con su propio botín… Habría que averiguar dónde se encuentra el escondrijo…»

Era primordial que siguieran interpretando su papel para el mayordomo, a la espera de averiguar algo más, al menos en las próximas horas. Eso jugaría a favor de sus pesquisas. En otras circunstancias, habría ordenado encadenarlos a todos y conducirlos ante el yamen, el tribunal. Pero estando ahí solo, ¿cómo actuar? No podía contar con nada más que con el miedo que les inspiraba para obligarlos a colaborar. Ellos eran muy culpables, el mayordomo lo era mucho más, y la desaparición providencial de los verdaderos Zhou estaba envuelta en una zona de sombra muy preocupante. Iba a necesitar algo de tiempo y de calma para esclarecer el caso.

La entrada de Song Lan con una segunda tetera llena de humeante té originó un silencio de varios segundos.

– Su Excelencia tiene mucha razón, las naranjas de la provincia de Chi-en-lou son mucho más jugosas, pero tienen más pepitas -dijo la señora Zhou con perfecta naturalidad, como si la conversación hubiese girado en torno a los cítricos durante los últimos veinte minutos.

Su marido acercó la mano a la garrafa de vino, luego la retiró.