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El juez tiende una trampa; descubre un tesoro.
Esa noche, el mayordomo Song Lan cayó dormido como una piedra, pese a los tormentos que habitualmente le obligaban a velar durante una buena parte de la noche. Soñaba que estaba sobrevolando un lago de oro donde ninfas de piel de jade le llamaban con sus voces melodiosas cuando una suave música lo trajo a la realidad. Encendió una lámpara. Sentía pesada la cabeza y la vista nublada. ¿De dónde procedían esos sonidos? ¿Acaso uno de esos actores imbéciles se divertía ensayando en plena noche, en su castillo? ¡Ah, si hubiese podido prescindir de ellos! Continuamente tenía que llamarlos al orden. Eran peores que los antiguos criados.
Salió al pasillo sin hacer ruido. Nadie. Le costaba despertarse del todo. Sin embargo, no había tomado alcohol. La cocina del monje debía de tener la culpa. Un temblor lo llevó un poco más lejos. Le pareció que alguien se movía por los pasillos. Pero cada vez que giraba una esquina, se encontraba solo. Siguiendo la música, Song Lan llegó a la capilla del castillo. Todo estaba en calma, oscuro, nada se movía. Cuando ya iba a dar media vuelta, el aire empezó de pronto a oler a incienso, pero ningún bastoncillo ardía cerca de él. La música sonó más alta. Venía del altar o del cielo, no sabría decirlo. De golpe, varios farolillos se encendieron espontáneamente, iluminando con una luz brillante la estatuilla de la diosa, una imagen reducida de la de la pagoda.
– ¿Qué ocurre? -preguntó con voz que pretendía ser autoritaria-. ¿Qué significa esto? ¿Dónde está todo el mundo?
«Duermen -respondió una voz sepulcral-. He extendido mi manto de sueño sobre esta casa. Deseo decirte algo sólo a ti. ¡Escúchame!» El mayordomo miró a su alrededor sin ver nada particular. Ni un alma.
«Prostérnate, hombre malévolo -ordenó la estatua-. ¡Gusano desobediente! ¿Así aplicas mis órdenes? ¡Sufrirás mi ira! ¡Mira cómo el brazo armado cae sobre ti!»
Hubo un rayo, un poco de humo y un demonio gesticulante, provisto de un sable, apareció a la derecha de la diosa. El mayordomo se arrojó de bruces al suelo.
«¡Podría reducirte a cenizas ahora mismo! -clamó la diosa-. ¡Mira los verdugos que te envío!»
Un segundo diablo apareció del mismo modo que el primero, por el lado izquierdo; tenías rasgos rojizos, ojos saltones, cabellos desgreñados.
– ¿Qué quiere, diosa poderosa? -preguntó Song Lang con voz temblona.
«¡Quiero mi oro! -replicó la diosa-. Este oro que te confié y que has dejado en manos impuras. Ve a buscarlo en la habitación de ese funcionario incompetente y llévalo a donde lo encontraste. No está hecho para las manos sucias de la justicia corrupta. Más tarde lo recogerás, cuando estés decidido a darle mejor uso. ¡Ve! ¡Muévete! ¡Yo te ayudaré! ¡Pero no me defraudes más!»
El mayordomo se incorporó. Los demonios se habían esfumado. Retrocedió espantado, hizo una reverencia y salió de la capilla corriendo. En las cocinas escogió un gran cuchillo. Necesitaba un saco. Regresó a su cuarto. Todo estaba en silencio. No se oía siquiera la respiración de esos actores estúpidos a los que se había visto obligado a contratar para que interpretaran el papel de compañeros, ese monje obeso y ese jardinero tan impulsivo que podía ser criminal. Caminó hasta los aposentos de los invitados. La puerta no estaba cerrada con llave. El sargento roncaba ligeramente sobre su estera. Song Lan empujó la segunda puerta y entró en la habitación del magistrado. También él dormía: a la luz de su lamparilla distinguió el abultamiento de la colcha. Al menor gesto, no vacilaría en hundirle la hoja en el vientre. Sería la manera más sencilla de acabar. Un día tendría que librarse de él, igual que de los otros, si la situación empezaba a eternizarse. Qué más daban tres gotas de sangre más o menos.
Los lingotes reposaban sobre una mesa, como si estuviesen esperando la visita de su propietario. La diosa tenía razón: ese juez idiota no era digno de poseerlos. Song Lian metió uno tras otro en el saco. Estaba tan nervioso que uno de los lingotes se le escurrió de las manos y cayó al suelo haciendo un ruido capaz de despertar a los muertos. El ronquido en la estancia de al lado se interrumpió. El mayordomo aguzó el oído con ansiedad, aferró con más fuerza la empuñadura del puñal. Al cabo de unos instantes, volvió a oír el ronquido. La silueta del juez dormido no se había movido. Song Lang se dijo que la protección de la diosa no eran palabras vanas. Terminó su trabajo y salió de la estancia por la crujía.
El viento agitaba furiosamente la copa de los árboles. Era una noche propicia a las apariciones mágicas. Se dirigió raudo a la pagoda temblando, apretando el fardo contra el pecho. ¡Cuánto había que codiciar ese tesoro para prestarse a esas manipulaciones inacabables! ¡Y resulta que hasta las divinidades se inmiscuían! No le molestaba en el fondo que le diesen su aprobación. Pues eso era lo que había entendido de las exhortaciones celestes. Qué importaba lo que le dijera la diosa. Se había revelado en su fascinante desnudez, había sentido la necesidad de dirigirle sus mensajes: él era su elegido. Es cierto que se había permitido hacer algunos cambios en sus recomendaciones, pero era necesario y ella no se lo reprocharía.
¿Qué hombre podía jactarse a la vez de ser rico y admitido en la intimidad de los dioses? Su acto lo había acercado a los seres superiores, escapaba al común de los mortales. ¡Él mismo era un semidiós! ¡Ya nada podía atravesarse en su camino! Tenía el poder absoluto, la diosa le protegía, lo consideraba digno de ella. Y si a ese magistrado insignificante se le ocurría llevarle la contraria a sus proyectos, sabía muy bien qué iba a hacer con él.
Llegó a la pagoda. Tres farolillos iluminaban la entrada. La diosa esperaba, ella le enseñaba el camino. Un camino que él conocía bien. Rodeó el edificio, apartó las ramas y sacó una llave de la manga. Acercó el farol para encontrar la cerradura, abrió y entró. Unos instantes más tarde volvía a salir, recolocaba el montículo de ramas, y apresuradamente se dirigió a la capilla para dar cuenta de su misión.
El olor a incienso seguía siendo muy intenso.
– He obedecido, diosa poderosa -dijo con la cara contra el suelo-. Quiero que vuelvas a darme tu apoyo. Te serviré fielmente siempre. Levantaré en tu honor un templo magnífico, en la provincia donde pronto me instalaré. Quedarás contenta de mí.
«Que así sea», le respondió la voz sepulcral. Se apagaron las luces de golpe y todo quedó a oscuras. El mayordomo se retiró después de una última inclinación y regresó a acostarse, aunque en esta ocasión era del todo incapaz de conciliar el sueño.
Al día siguiente, después del arroz de la mañana, el monje fue a avisarle de que Su Excelencia había pedido carpa para comer.
– ¿Desde cuándo ese perro se permite dictar los menús? -gruñó el mayordomo-. De todos modos, ustedes han dejado que se hundan las bancas de pescado, como todo en esta casa, y ahora están vacías. Ese pretencioso funcionario comerá lo que haya.
– No está de buen humor -objetó el monje-. He tenido la mala suerte de decirle que había recuperado algunas de las cubetas flotantes. Algunas carpas han vuelto, por costumbre, para rebuscar algo que comer. Bastará con ir con una redecilla, no llevará mucho tiempo. Ayúdame, sin ti no lo conseguiré y despertaría sospechas.
Song Lan le siguió refunfuñando. Las cubetas estaban hundidas, sólo una de ellas flotaba apenas. El monje se acercó al agua, redecilla en mano. Los dos hombres miraron dentro del estanque.
– ¡Ahí veo una! -exclamó el cocinero.
Recogieron un primer pez y luego otro, que arrojaron dentro del cubo.
– Necesitamos al menos tres -dijo el monje-. ¡Ya la veo! ¡Ayúdame!
Se inclinó bruscamente hacia adelante, perdió el equilibrio y se agarró con fuerza al mayordomo, al que arrastró en su caída. Los dos hombres cayeron al agua.
– ¡Imbécil! ¡Torpe! ¡Criminal! -gritó Song Lan en cuanto salió a flote.
Una vez fuera del lago, los pescadores corrieron a ponerse al abrigo, llevando las carpas en brazos.
– ¡Amigos míos! -exclamó la señora Zhou recibiéndolos en la escalinata-. Pero ¿qué les ha ocurrido? ¡Podrían haberse ahogado! ¡Ya hemos tenido bastantes desgracias!
Su hija acudía ya con toallas secas. Las dos mujeres se pusieron a friccionarlos. Los llevaron dentro de la casa y prepararon té.
– ¡Se morirán como no se cambien ahora mismo! -dijo la señora Zhou-. Voy a preparar una infusión ideal para enfriamientos.
Era muy previsora. Los dos hombres se dejaron arropar como niños, entorpecidos por el resplandor de la estufa delante de la que se calentaban. El mayordomo comprobó mecánicamente que no había perdido la llave al caer. No, seguía notándola dentro de la manga.
El muchacho se dirigió corriendo al juez Di, que esperaba cerca de la pagoda.
– Mamá me ha dicho que le traiga esto.
Sostenía en su pequeña mano una gruesa llave manchada de verdín. El juez la cogió.
– ¿Sabes silbar? -preguntó al niño.
– ¡Claro que sí, noble juez! ¡Yo sé hacer de todo! ¡Sé subir a los tejados para tocar la flauta y hacer cabriolas!
Se disponía ya a demostrárselo, pero el juez lo detuvo.
– No será necesario por ahora. Ya nos has ayudado mucho esta noche.
Le pidió que estuviera al acecho, escondido detrás de un árbol, en caso en que se descubriera el cambiazo. Rodeó el pabellón como había visto hacerlo al criado la noche pasada, apartó las ramas y despejó la portezuela, que abrió sin dificultad con la llave. Se había preocupado de coger una buena lámpara y la encendió. Cruzó una primera estancia de techo bajo, sucia, polvorienta, cubierta de telarañas. Era difícil imaginar que albergara un tesoro. En un rincón, un tramo de escalones que se adentraba en el suelo llevaba a una segunda puerta, carcomida, que abrió con la misma llave. Olía a humedad. Levantó la lámpara, vio que las paredes rezumaban agua. En una de ellas, de la que sobresalía una roca, había colgado un curioso patchwork de telas y de marcos de madera. ¿Para qué podía servir? Los marcos, bien barnizados, sostenían tirantes un fino tejido de seda empapada. El agua de la roca se deslizaba imperceptiblemente de seda en seda para terminar desapareciendo en un canal del suelo.
El juez observó entonces un detalle extraordinario. No era apenas nada, una huella ínfima, un minúsculo brillo dorado: en cada uno de los marcos, que actuaban como filtros, se depositaba oro. El agua, al pasar, dejaba su tributo de oro, día y noche sin interrumpirse nunca. De hora en hora era muy poco, pero probablemente al cabo del año suponía cantidades interesantes. El juez Di buscó con la vista dónde podía estar reunida la cosecha así cogida. Descubrió dos cofres. El primero guardaba un enorme montón de polvo de oro. En el segundo reposaba una reserva de lingotes salidos de la función que había descubierto junto a las cocinas. Tuvo que sentarse. Acababa de descubrir el secreto de la familia Zhou, el que se legaban de una generación a otra, sin haberla compartido nunca con los lugareños. Delante de sus ojos tenía la explicación de su repentina opulencia. Y ahí estaba la explicación de su devoción al lago: a él le debían toda su fortuna.
Di imaginó al humilde pescador del siglo pasado, ese pobre Zhou sin pretensiones pero lleno de ingenio que un día al arrojar las redes había descubierto esta caverna, ese agujero del que chorreaba un reguero de oro fino. Tuvo que imaginar el sistema idóneo para recoger el oro poco a poco, sin fatigas, sin atraer la atención, con paciencia infinita… Y unos años después ¡se había convertido en un hombre rico! El pescador se había convertido en propietario de tierras. Sólo se dio prisa en adquirir la isla, el lago y todas las tierras que lo rodeaban, para vedárselas a los curiosos. Bastaba con que sus descendientes levantaran las redes de vez en cuando, cambiaran las telas de seda, para disponer de una fortuna inagotable con la que hacía mucho tiempo ya que no sabía qué hacer.
Así, la mentira no empezó con la impostura de los actores. Los Zhou eran mentirosos por tradición. Los mentirosos de hoy no habían hecho más que sustituir a los otros. Era como para creer que la atmósfera del lago estaba envenenada, para que nadie dijese nunca la verdad. Estaba contaminada por el oro que fluía de la roca. El viejo Zhou lo había expresado muy bien: ese tesoro era su desgracia, era su maldición. Se habían enriquecido, pero fueron incapaces de escapar de la influencia del lago. Nunca lo habían abandonado, no se habían alejado un paso de él; toda su existencia giraba en tomo a él como un náufrago que eternamente da vueltas en su isla. Ese terreno no era un refugio sino una cárcel. El oro de la diosa no los había liberado sino que los había encadenado a ella irremediablemente. Ellos habían sido sus esclavos. Y ahora que habían muerto… ¡era Song Liang el que se había convertido en su juguete! Ella lo había hechizado.
El juez Di trató de recuperar la lucidez. Tener tan a mano esa fortuna, abandonada casi en una cueva húmeda, le mareaba. Había suficiente para instalarse en la capital y llevar una vida de gran lujo durante varias generaciones. ¡Toda una tentación!
Descubrió otra puerta al fondo de la caverna. No estaba cerrada con llave. Cuando abrió, un curioso olor le cosquilleó la garganta. Se cubrió la boca con un pañuelo y entró. Cuando alzó la lámpara un espectáculo macabro se ofreció a sus ojos. En el suelo estaban tendidos unos al lado de otros los siete cadáveres. Había una pareja de unos cuarenta años, vestida ricamente con lujosos brocados. El hombre lucía un fino bigote. La mujer era bajita y rolliza. A su lado dormía para la eternidad una muchacha de unos quince años y luego seguía un niño. Por último, tres criados con ropas más sencillas, pero cuyos rostros conservaban, pese a estar muertos, el aire digno de los criados de las casas de alto rango. Los falsos Zhou, al lado de éstos, eran meras caricaturas.
El juez saludó respetuosamente a los difuntos: acababa de conocer a sus auténticos anfitriones. Hacía fresco, como dentro de una cripta de un monasterio de montaña. Esa cueva aurífera era un siniestro mausoleo. El juez comprendió por qué a la actriz le había costado entrar en los vestidos de su modelo: su figura era muy distinta. En cambio, el señor Zhou tenía un punto en común con el actor: la misma blandura en el rostro, expresando sin duda, en este caso, la indolencia del hombre que no había tenido otra obligación en su vida que levantar unos trozos de tela manchados de oro, y como única carga ocupar su tiempo libre como pudiera. Sus rasgos eran serenos: la vida no había sido más que un intermedio, se habían ido a soñar a otro lugar. El juez no descubrió trazas de enfermedad, ni mejillas hundidas ni el cabello bañado en sudor. ¿Cómo habiendo sucumbido a las fiebres podían tener un aire tan descansado, tan tranquilo?
El juez Di sintió que empezaba a dolerle la cabeza. Salió del lugar pestilente antes de caer desmayado y cerró tras de sí. Recolocó las ramas como mejor pudo y se alejó, a punto de vomitar.
– ¿Y qué? -preguntó el chiquillo corriendo hasta él tanto como le daban las piernas-. ¿Ha encontrado el tesoro sí o no?
El juez enarcó las cejas. Ese niño no terminaba de entender la importancia de un magistrado imperial.
– No he encontrado nada, amiguito -respondió para desalentarlo de seguir por ahí-. Está sucio y hay bichos. Llévale esta llave a tu madre, para que la guarde en su sitio. Iré a verla dentro de un momento.
El muchachito tomó la llave con decepción y corrió hacia el castillo. En cuanto al juez Di, tuvo que ir a respirar en el arenal hasta olvidar el olor, que se le pegaba a la ropa.
– ¿Qué? -preguntó Hung Liang cuando le vio cerrar la puerta de sus aposentos.
– ¿Dónde está el mayordomo? -preguntó el juez.
– Nos hemos encargado de mantenerlo ocupado, como nos ordenó. La señora Zhou le ha cogido hábilmente la llave mientras lo friccionaba y la ha sustituido por otra parecida. Él no se ha dado cuenta de nada y no ha salido de la sala. El monje se entretiene estornudando. ¿Puedo preguntarle a Su Excelencia si ha encontrado lo que buscábamos?
– Ah, sí -respondió el juez con un suspiro-. He encontrado oro. Y los cadáveres por añadidura.
– ¿Entonces los Zhou están muertos de verdad? -dijo el criado, decidido a extraerle toda la información-. ¡Qué triste! ¿Qué les ha ocurrido?
– Envenenados seguramente.
– ¿Cómo lo sabe Su Excelencia?
– He probado la comida de la casa.
Se sumergió en sus cavilaciones. Lo tenía todo: el móvil, el botín, los cuerpos de las víctimas, y el asesino estaba al alcance de la mano. En otras condiciones, el asunto estaría resuelto.
El juez Di se preguntó si debía armar un escándalo por el oro que había desaparecido de su habitación. Lo cual planteaba un problema: él no era un actor profesional. Temía que su arrebato no resultara creíble. Era mejor no hacer nada, como si no se hubiese percatado de la desaparición. Era inútil complicar más sus relaciones con ese triste sujeto.
En cuanto a los Zhou, estaban interpretando sus papeles con maestría inusitada. Lo suyo era un arte de campanillas. Ahora mantenían una complicidad con una parte de su público, como cuando interpretaban los misterios para los rústicos. Su auditorio sabía que estaban interpretando, y eso lo cambiaba todo. A solas con el juez Di se mostraban relajados. Cuando entraba el mayordomo, la representación se hacía en su honor. A solas con su criado-empleador estaban más incómodos, pero eso no cambiaba demasiado respecto al momento previo. No había pasado mucho tiempo antes de que ese individuo se convirtiera en motivo de preocupación: sus engaños, sus cóleras, sus arrebatos seguidos de mohines de amabilidad cautelosa, les daba escalofríos desde el principio. Muy pronto había sido demasiado tarde. Su codicia se había convertido en miedo helado a un personaje imprevisible, del que podía temerse cualquier cosa, porque no conocía límites.
Solo en la mesa con los Zhou, el juez Di sorprendía miradas, gestos fuera de lugar en su juego; susurraban, se relajaban. Al llegar el mayordomo, todo volvía a su lugar al instante, como marionetas de las que el señor tira de las cuerdas. Las sonrisas estudiadas volvían a sus labios, los ojos perdían la expresividad, pronunciaban las frases de manera maquinal.
– ¿Sus esposas soportan bien sus cambios de destino cada tres años? -preguntaba la señora Zhou con su mejor entonación de solícita anfitriona.
Varias veces le pareció al juez leer en la cara del mayordomo, casi impenetrable, su satisfacción: los actores nunca habían interpretado tan bien su papel de anfitriones envarados. Al fin estaba contento, precisamente cuando lo estaban traicionando.
De vez en cuando, para distraerse, incluso se burlaban de él. El juez, atento ahora al juego, captó en su conversación largos fragmentos de teatro clásico. Recitaban delante del «celoso criado» tiradas enteras, en el tono más banal, o se reían bajo capa de su impasibilidad. El hombre no era un erudito, los lamentos de la pobre princesa Koi-Ne o las exhortaciones del rey-mono trasladadas a la vida corriente, con que el señor Zhou fingía reñir a su hijo, le pasaban por alto. Cuando uno de los cuatro actores dejaba escapar por casualidad una frase exagerada o enfática, recitada en tono de tragedia, el mayordomo se contentaba con alzar discretamente los ojos al cielo, tranquilizado al ver que el juez no se inmutaba. Era el pelele de la farsa y creía que se burlaban de otro. La situación habría sido graciosa si no fuera porque bailaban sobre cadáveres.
¿Cuánto tiempo podía durar la comedia? El juez notaba que les estaba pidiendo un esfuerzo creciente, pese a la naturalidad que aparentaban. Sus nervios no soportarían más de dos o tres días. Era urgente recibir ayuda.
– ¿No podríamos capturar a este hombre a la espera de entregarlo al ejército? -preguntó el señor Zhou al oído del juez.
En realidad, Di no estaba del todo seguro de que el mayordomo fuese el culpable que andaba buscando. E incluso, de serlo, ¿quién le aseguraba que los Zhou no eran sus cómplices? Prefería mantener la situación actual. Era mejor que no cambiara nada a la espera de conseguir que la espada de la justicia cayera sobre él. Por desgracia, a la fuerza se dio cuenta de que sus aliados empezaban a mostrar signos de cansancio, estaban empezando a patinar. El señor Zhou cada vez prestaba menos atención a su larga barba postiza, muy importante a la hora de convertir a un actor de segunda fila en un honorable aristócrata, y se le despegaba al sorber la sopa, lo que obligaba a su huésped a fingir que no se percataba de nada.
A medias por interés, a medias por compasión, les dio una fecha límite: si por la mañana no se habían producido cambios, atarían al mayordomo y enviarían a Hung Liang en busca de algún tipo de ayuda, la que fuera.