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El juez Di busca ayuda en vano; todo el mundo muere.
El juez levantó la vista del estudio dedicado a Lao-tseu donde andaba buscando solución a sus problemas. Algo había cambiado. Un rayo de sol bañaba la ventana. Salió a la crujía. Las nubes se disipaban lentamente, dejando sitio a un sol tan radiante como no lo había visto en varias semanas. Entonces oyó un ruido de carrera.
– ¡Noble juez! -gritó el niño de lejos-. ¿Ha visto? ¡Hace buen tiempo! ¡La diosa expulsa a la lluvia para que la ciudad pueda honrarla en el río! ¡Estamos salvados!
Luego se marchó en sentido contrario dando gritos: «¡Hace buen tiempo! ¡Hay sol! ¡Podremos celebrar a la diosa! ¡Quiero un dragón de papel!»
¿Era posible que esas viejas supersticiones descansaran sobre un fondo de verdad? De hecho, si el tiempo se mantenía, el río no tardaría en calmarse. Tal vez ya desde mañana, los lugareños podrían dedicarse a su festividad de la perla. En días como ése se apoyaban las leyendas regionales. ¿Cuánto tiempo tendría que pasar para que alguien asegurase haber visto a la diosa apartar la corriente con un golpe de cola? Mientras paseaba por la galería cubierta para admirar los rayos de sol sobre el lago, se cruzó con los distintos habitantes del castillo. Con expresión radiante, tenían una actitud de adoración delante de lo que les parecía un prodigio, largo tiempo esperado. El fin de la adversidad significaba para ellos mucho más que para los aldeanos. Incluso el mayordomo contemplaba las pequeñas olas con expresión encantada. ¿Qué podía estar pensando? El juez se dijo que rara vez había podido observar en la intimidad el rostro de un asesino sabiendo pertinentemente que el hombre o mujer en cuestión era culpable. Tenía algo de fascinante. Y el hombre parecía un hombre como cualquier otro. Era necesario poseer la convicción del juez para distinguir a través de su aparente bonhomía el rictus de la violencia y la muerte. La idea le dio escalofríos.
Una hora después, el agua empezaba a descender. El juez Di pensó que la corriente delante del portón sería ya menos potente. Su investigación estaba cerrada. Importaba ahora ir a por ayuda a la ciudad, para ponerles los grilletes al asesino. Sólo el Cielo sabía lo que todavía intentarían contra uno u otro de los habitantes del castillo, e incluso contra él, el magistrado.
Sin avisar a nadie, se dirigió al extremo del sendero acompañado por Hung Liang. Había dos barcas amarradas cerca del portón. Llevaron una hacia la corriente, que efectivamente estaba más calmada. Cuando el juez tomó sitio en el interior, notó cómo los zapatos se estaban mojando. El agua entraba a borbotones por un agujero practicado en el fondo.
– Cojamos la otra barca -dijo, saliendo rápidamente de ésta.
Cuando sacaban la segunda embarcación, Hung Liang se detuvo y señaló el suelo.
– Mire, noble juez. ¡Ésta también está hundida! ¡Sabotaje!
Alguien había hecho varios agujeros, de manera que resultaba imposible practicar un colmatado provisional. Alguien quería impedir que se marcharan. El juez Di suponía quién podía ser. ¿Song Lang había descubierto su superchería nocturna?
El mayordomo se encontraba delante de la carreta de los actores, que estaba parcialmente desmontada. Los actores habían estado tocando sus enseres, algunos objetos habían sido retirados del amontonamiento y otros devueltos a su sitio. ¡Así que se preparaban para huir! Pues él no estaba de acuerdo con esta parte de la obra. Ya se había ocupado de las barcas. En cuanto a los actores, sería ya sólo cuestión de horas. «No dejes mi oro en manos impuras», había dicho la diosa del lago. No, no iba a traicionarla. Además, ¿por qué compartir? Se lo quedaría todo, ya que solamente él era digno del tesoro. No importaba un crimen más. Después de haberse librado de sus queridos señores, ¿qué le importaba la vida de un grupo de malos actores y de un juez inepto? Sería cosa de un visto y no visto, bastaría con nada. La cripta aún podía acoger algunos huéspedes. Jamás encontrarían los cuerpos.
Pasó el resto de la tarde preparando su partida. Los filtros habían funcionado. El polvo de oro estaba recogido, ya sólo quedaba esconderlo en algún accesorio de ceremonia, una estatua de cartón que representaba a la diosa y que él mismo llevaría por el río. Luego se haría trasladar a la otra orilla, pueblo abajo, compraría un caballo en Ho-Cha. Y entonces empezaría su nueva y brillante existencia.
Fue un día espléndido. El agua se había retirado, como prometían los antiguos, para permitir la celebración náutica. El lago casi había recuperado el nivel normal. Los lotos estaban a punto de resurgir como ni nada hubiera ocurrido. Dentro de poco se podría vadear la corriente delante del portón.
El juez Di, para calmar su impaciencia, fue a consultar algunas obras eruditas en esa biblioteca que sólo tenía interés para él. Encontró al benjamín de los actores hojeando algunos dibujos de mujeres-zorras y de monos vestidos como personas que ilustraban una colección de cuentos.
Poco antes de cenar, la señora de la casa entró en la estancia y murmuró algunas palabras al oído del magistrado. Luego acarició el cabello de su hijo, con sonrisa enigmática, y salió.
– ¿Sabría dibujarme un demonio? -preguntó el niño.
Al juez le recordó a sus hijos. Empezaba a echar de menos a su familia. Sus esposas debían de preguntarse si seguía vivo, seguramente estarían locas de preocupación. Con un poco de suerte, pronto podría tranquilizarlas.
– Mejor lee este cuento -respondió-. Y luego me harás una redacción. Si no entiendes alguna palabra, yo te la explicaré.
Sin hacer ruido, se fue directamente al patio donde la señorita Zhou tenía su jardín de orquídeas. Bajo el sol el espacio era una maravilla. Di fingió interesarse por varias flores y se acercó a la planta que antes había señalado a la dueña de la casa diciéndole que podía extraerse un veneno potente. Tal y como ésta acababa de advertirle, faltaban algunas hojas, cortadas de manera que no desequilibraba el conjunto. El juez se felicitó de haberle pedido a la mujer que vigilara de cerca la planta y le avisara si advertía algún cambio sospechoso. Pasó a contemplar otra flor, y después volvió al arbusto como si nada y contó cuántas hojas podían faltar. Diez, veinte, veinticinco al menos… suficiente para envenenar a una guarnición completa.
Sonó el gong de la cena. Los Zhou esperaban en el comedor, a la expectativa. Les hizo una señal de asentimiento con la cabeza. Sí, había cortado la planta venenosa.
El mayordomo sirvió los platos y el té. ¿Dónde habría introducido el veneno? ¿En las salsas? ¿Como infusión en la tetera? ¿Dentro del pescado? ¿O en todos los platos a la vez?
Empezaron a hablar sin ton ni son mientras el criado parecía esperar a verlos comer. Nadie comía ni bebía. Lo más difícil era mantener la conversación. Necesitaban una excusa para obligar a salir al envenenador.
– Este cerdo marinado sabría mejor con un poco de jengibre rallado -dijo la señorita Zhou, con una sangre fría que el juez consideró admirable.
– Sí -respondió su madre-. Vaya a buscar a la despensa, Song.
Antes de que el criado saliera del comedor, el juez observó sus manos, agitadas por un ligero temblor nervioso.
Tan pronto hubo salido, Di vio un gran jarro de porcelana, retiró la tapa que lo cubría y los Zhou se apresuraron a vaciar dentro la mitad de los platos y el contenido de las tazas.
A su regreso, Song Lan encontró al juez Di atravesado en el sillón, con la lengua colgando. No respiraba. El actor estaba derrumbado sobre la mesa, con una mano en la jarra de vino. Su mujer yacía en el suelo, al igual que sus dos hijos: la hija de espaldas y el niño boca abajo, con la cara contra el suelo. Se acabó. Dejó la bandeja encima de la mesa y fue a inspeccionar las dependencias. En la cocina, el monje estaba tendido en el suelo, con un cuchillo en la mano, como si hubiese querido defenderse de un fantasma antes de dar el gran salto. El mayordomo separó los dedos crispados y dejó el arma encima de la mesa. En el pasillo de la despensa, descolgó una llave de su clavo y abrió la puerta de la fresquera. Él mismo había llevado la comida al jardinero unos minutos antes. También él reposaba inmóvil, acostado sobre su estera, de cara a la pared. En su agonía, había volcado los cuencos, cuyo contenido se había derramado sobre el suelo. El mayordomo, por reflejo, se agachó para poner en orden los objetos. Luego se dio cuenta de lo que hacía y se echó a reír nervioso ante su propia estupidez. «Por suerte, ¡ya nunca más tendré que limpiar!», se dijo. De ahora en adelante, siempre habría alguien para ocuparse en su lugar de las tareas domésticas. No quería tocar una sola bayeta más en su vida. Tendría un ejército de criados. En eso consistía el verdadero lujo: en tener un empleado para cada tarea. No quería ni tener que vestirse o lavarse por sí mismo. Ya lo harían las mujeres, antiguas prostitutas dóciles y de carnes frescas, que compraría a proxenetas después de probarlas… Tendría que inventar trabajos para emplear a más criados. Cada uno de ellos le recordaría su esclavitud pasada y el milagro que le había permitido liberarse.
Un día, cuando regresaba de orar a la diosa de la pagoda, había visto al anciano Zhou, que ya empezaba a perder la cabeza, abrir la puerta de la cripta sin tomarse la molestia de cerciorarse si estaba solo. Aguijoneado por la curiosidad, no le fue difícil birlarle la llave para echar un vistazo. Lo que vio entonces seguía brillando en el fondo de sus pupilas: había contemplado el final de sus fatigas, de su humillación y, sobre todo, de la espantosa envidia que lo reconcomía desde niño. ¿Por qué no podía llevar también él esa existencia fácil de lujo y placeres sin fin? ¿Por qué no había nacido rico en lugar de hijo de humildes campesinos? Él valía tanto como cualquiera de los Zhou, vanos e insulsos tras cinco generaciones de vida ociosa. Se había envilecido al entrar a su servicio movido por el afán de acercarse a esa vida anhelada. Cada día podía verlos viviendo la vida a la que él aspiraba. Al principio le había dejado maravillado, pero, andando el tiempo, la injusticia de su destino se había transformado en un sufrimiento permanente. Los Zhou no estaban a la altura de su fortuna, de su suerte insolente. Gracias al cielo, un día el equilibrio se invirtió. Y ahora él era el dueño y señor de todo. Ellos no se despertaban ya para reclamar su cuenco de arroz matinal, sus futilidades, sus artificios y su ayuda, siempre su ayuda, como si no pudiesen vivir sin ver cómo se rebajaba ante ellos. ¡Era libre! Y eso ya nunca cambiaría.
Sus preparativos estaban casi terminados. Estaba seguro de que las barcas de la procesión estaban preparadas para salir de la ciudad. La diosa había respetado su promesa: hacía un tiempo espléndido y las aguas se retiraban ante él para facilitarle la huida.
Aún debía recoger algunos lingotes en la cripta. Cruzó el parque, a la luz del crepúsculo que enrojecía los árboles. Eso le recordó la sangre manando de la cabeza del vendedor de sedas. Al trasladarlo, porque esa coqueta imbécil no había podido resistir la tentación de recibirlo, había sentido que ese miserable viajante se olía la suplantación. Se había quedado pasmado al ver al chiquillo jugando junto a la escalinata, vestido como un pequeño aristócrata. Desde ese momento, Song Lian supo lo que debía hacer. Actuó sin vacilar, un soplo de violencia fue suficiente.
Librarse del bonzo le había exigido más preparación. De parte de sus señores, le llevó uno de esos platos con los que el lustroso monje los asesinaba a fuego lento. Para hacerlo más apetitoso, lo había sazonado con esa planta admirable que ya había servido para enviar a sus señores y a sus compañeros de penurias a un mundo perfecto. Le había explicado al sacerdote glotón, contemplando cómo devoraba la ofrenda, que los Zhou no tardarían en recibirlo, que no debía preocuparse. Sí, los vería, sin falta. No, no había por qué alarmarse, podía creerle. Después de varios bocados, el bonzo cayó de espaldas. Song Lan había cumplido su palabra: veía ahora a esos Zhou a los que tanto quería… en el infierno o en el paraíso. Ya no le quedaba otra que llevarlo hasta el patio inundado. La diosa lo había previsto todo: le había ofrecido un camuflaje para cada uno de sus crímenes.
Casi había disfrutado al matar a la vieja y codiciosa actriz. ¡La muy perra se había atrevido a robar una parte de su tesoro! Cada noche, él iba a contemplar su oro, ese oro por el que había enfangado su karma. La mujer sufría insomnio, sin duda la muy loca lo habla seguido. Habría podido coger lo que le hubiese apetecido y marcharse. ¿Por qué abrió la segunda puerta, la del sepulcro? «¡Asesino!», le espetó cuando él la sorprendió, con los lingotes al hombro, al salir de la cripta. Un arrebato de furia lo cegó. No recordaba los detalles, pero creía que la había estrangulado. No fue complicado encontrar la manera de sacarse de encima el cadáver: lastró el cuerpo con el fruto de su profanación y lo arrojó al agua para que descansara eternamente en el limo del río. Si no llega a aparecer el magistrado, aún seguiría allí.
Al llegar delante de la pagoda, quedó sorprendido al ver que había tres farolillos encendidos. Era extraño, pues aún no era de noche. Sin poder resistirse a la llamada subió los peldaños: había llegado el momento de agradecer una última vez sus favores a su protectora.
Un horrible espectáculo le aguardaba. Ahí, delante de la estatua, sentado en el suelo entre bastoncillos de incienso humeantes, vio el cuerpo del pequeño Zhou, ese chiquillo al que había dado muerte dos semanas antes. El muchachito lo miraba con ojos lívidos. ¿Cómo era posible? ¿Quién lo había depositado ahí? ¡Pero si todos estaban muertos! Le pareció leer en el rostro dorado de la sirena una expresión furiosa: la frente de metal tenía arrugas, las cejas de jade estaban fruncidas, la boca con los hermosos dientes de marfil estaba retorcida en una mueca de disgusto. ¿Qué hacía ahí el niño? ¿Acaso se había levantado de la cripta? ¿Sus padres iban a hacer lo mismo? A su espalda sonó un crujido. Song Lan se volvió con un movimiento brusco, esperando ver las siluetas macabras acercándose a él, arrastrando los pies.
No había nadie. Presa del pánico, escapó al sendero del parque, sin saber adónde iba. En el tercer recodo vio unas luces que se aproximaban. ¡Los espectros salían de la casa! ¡Unos espectros que tenían el rostro de sus víctimas! ¡Guiados por fuegos fatuos! ¡Las almas de sus señores le estaban buscando! ¡Se acercaban… querían vengarse!
Dio media vuelta y corrió hasta la caverna. Su oro seguía ahí. Recogió todo el que podía cargar en dos paquetes muy pesados, que ató con una cuerda uno con otro y se colgó a ambos lados del cuello. Salió. Las luces estaban cerca. Distinguió perfectamente las facciones del juez muerto, de su sargento y del resto de habitantes de la casa, a los que había envenenado hacía apenas unos minutos. ¿Qué hacer? ¿Adónde ir? ¿Cómo escapar de ellos?
Descubrió entonces un nuevo prodigio. Por arte de magia, el lago se había convertido en un manto de oro. Era una llamada.
– ¡Gracias! -le gritó a la diosa-. ¡Voy! ¡Te traigo tu oro! ¡Sálvame!
Se precipitó al agua, con los sacos cargados alrededor del cuello. Enseguida se dio cuenta de que le era imposible nadar. El metal, demasiado pesado, lo arrastraba hacia el fondo. ¡Qué importa! Se esforzó en avanzar, a riesgo de hundirse con él: la diosa sabría qué hacer una vez se reuniera con ella.
Cuando el juez Di llegó a la ribera, su asesino ya había desaparecido. A fuerza de escudriñar la superficie protegiéndose del sol que la hacía brillar, creyó ver una cola de pescado asombrosamente larga hundiéndose en las profundidades del agua. Un banco de carpas doradas saltó a lo lejos. Era la hora en que los peces cazaban, y la caza había sido suculenta. El juez Di se preguntó si, en cierto modo, la deidad había ajusticiado al abominable mayordomo.
– Ha perdido la cabeza con la estratagema de Su Excelencia -dijo la señorita Zhou-. ¡Se ha ahogado por su propia iniciativa!
– La sirena ha sido la que lo ha ahogado -la corrigió el monje-. Se ha enojado al descubrir que los Zhou estaban muertos, cuando le hemos llevado el cadáver del niño. Ha descubierto el engaño y no ha tardado ni una hora en vengarse. Ha hecho bien en acudir a ella, noble juez. Nunca nos dirigimos en vano a las potencias invisibles.
– Se ha hecho justicia -intervino la señora Zhou, que pensaba en la muerte de su madre.
– Y así termina la aventura para el resto de los tiempos -concluyó su marido, parafraseando un viejo cuento tradicional que solían representar por los mercados.
– Sólo el Cielo sabe con qué imágenes lo ha confundido su fantasía enferma -murmuró el juez-, y por qué ha enloquecido presa de pánico.
El sol poniente teñía de oro la superficie del lago.
– ¡Mirad! -exclamó el niño, que tenía una vista de águila, señalando un punto en el agua.
Al perder el lastre del fardo, el cuerpo remontaba a la superficie como una pequeña mancha negra en un océano de oro líquido. La diosa había aceptado la ofrenda y ahora devolvía el cuerpo.
Al pasar de nuevo ante la pagoda, el juez Di pronunció las palabras que todos temían: se necesitaba un voluntario para devolver el cadáver del pequeño Zhou a la bodega, a la espera de que los sepultureros de la ciudad llegasen y se procediese a las inhumaciones rituales. El monje se ocupó de ello mientras los otros continuaban camino. No tardaron en oír cómo los llamaba.
– ¡Ya no está! ¡Alguien se lo ha llevado!
El juez Di subió a toda prisa la escalera. En efecto, los bastoncillos de incienso que habían encendido seguían ardiendo, pero el difunto había desaparecido. Ojalá no se hubiese llevado los pobres restos del pequeño algún animal. Convenía verificar si todo seguía en orden dentro de la cripta. Cogió uno de los tres farolillos y entró en la caverna. El olor repugnante había desaparecido. Se adentró hasta el fondo de la roca excavada. ¡Cuál no fue su sorpresa al descubrir que el cuerpecito del niño se había unido al de sus padres! La familia Zhou asesinada descansaba de nuevo junta; parecían dormir, apaciguados, tranquilos. ¿Qué prodigio era ése? Regresó al aire libre. Los otros lo estaban esperando ansiosos.
– ¿Alguno de ustedes ha llevado al niño con sus padres? -preguntó.
Ninguno contestó, y por toda respuesta obtuvo una expresión de susto mientas se miraban unos a otros. Considerando inútil repetir la pregunta, el juez Di se encaminó hasta el portón de entrada, seguido por la pequeña tropa.
– La corriente ya no es tan fuerte -dijo Hung Liang.
– Mucho mejor -respondió el juez-. Así podrás cruzar, y el señor Zhou te ayudará. ¿No es cierto, Zhou?
El actor respondió balbuceando que con mucho gusto. El monje y el jardinero llegaron arrastrando la barca del lago, que el mayordomo se había olvidado de sabotear, y la depositaron en la orilla.
– Puedo intentar el viaje, si Su Excelencia así lo quiere -propuso el muchacho.
El juez respondió que su sargento sabría cumplir su cometido. Quería mantener a sus principales sospechosos cerca de él, y especialmente a ese joven actor, que tenía motivos de sobras para escapar: la muerte de Song Lan no lo limpiaba de ninguna manera del odioso ataque que se había permitido cometer en la persona de un magistrado en misión. La señorita Zhou miraba con reproche al juez.
Ambos contemplaron cómo el señor Zhou y Hung Liang luchaban contra la corriente.
– ¡Vamos! -les gritó el juez impaciente por ver el caso terminado-. ¡No sean tan torpes!
Con esfuerzo, los dos hombres consiguieron poner rumbo a la ciudad.
– ¡Estamos salvados! -dijo el monje con un gesto de gratitud al Cielo.
– No estoy tan segura -respondió la señora Zhou, que se preguntaba por los planes del juez en relación con ellos.
Las autoridades llegaron poco después, conducidas por el sargento. Di les resumió en dos palabras la situación: el mayordomo había envenenado a sus señores antes de suicidarse. No estaba dispuesto a contar a sus superiores que se había dejado embaucar durante ocho días seguidos por una troupe de actores de segunda fila: eso habría eclipsado todo su mérito en la resolución del caso. ¡Años enteros se habrían reído de él en la capital! Los recién llegados insistieron en traer a los principales notables. La noticia revolucionó el pueblo. El magistrado comprendió que esa noche no se iría pronto a la cama. El responsable de la ciudad y sus amigos se hicieron servir un tentempié, que devoraron salpicándolo de grandes «¡Oh!» y otras exclamaciones exageradas al relato que Hung Liang adornó con un sinfín de detalles, en su mayor parte fruto de su imaginación. Di aprovechó para ir a presentar sus excusas al anciano Zhou, que seguía recluido en su habitación. Cogió la llave que descansaba encima de un mueble y liberó al viejo, el único superviviente de la terrible matanza. Su reclusión carecía ya de sentido. Y era ahora el único dueño del castillo.
– Tenía usted razón desde el principio -dijo el juez-. Ruego que acepte mis más sinceras y humildes disculpas. Debería haberle prestado oídos a sus palabras. He sido muy presuntuoso.
– ¡Ya le dije que yo estaba muerto! -clamó el anciano-. ¿Admite ahora que usted nos mató? ¡No es mucho pedir!
El juez Di recordó entonces por qué motivo no había hecho caso de los exabruptos del testigo. El monje ayudó al patriarca a acompañar con teas los nueve féretros hacia el templo de la Felicidad Pública, a la espera de su inhumación en el cementerio: los soberbios féretros de los Zhou, los de sus criados y la vieja criada, y el de su asesino, repescado en el lago, al que habían depositado sobre cuatro tablas más juntas. El malhechor recuperaba en la muerte su lugar subalterno.
Al amanecer nadie había pegado ojo. El juez Di acababa apenas de conciliar el sueño cuando oyó arañazos en su puerta, del lado de la crujía.
– ¡Entre! -gritó preguntándose quién venía a molestarle.
Era la señorita Zhou. En su rostro había una expresión de timidez que, por una vez, no parecía fingida. Se arrodilló ante la cama del magistrado.
– Vengo a implorar su clemencia -dijo.
– ¿Para su familia de embusteros?
– No. Para Ho. Lo amo. Le suplico a Su Excelencia que no me rompa el corazón y le perdone lo que hizo, su arrebato irreflexivo.
El juez consideró que la damisela no carecía de audacia. ¿Cómo perdonar a un hombre que había intentado matarle mientras dormía? ¡Merecía el peor de los castigos! Aunque no necesariamente según lo previsto por la ley… En definitiva, la víctima era él, y a él le correspondía elegir la penitencia. De pronto tuvo una idea.
– Le perdonaré… A condición de que se case con usted cuanto antes. Ésa es mi condición y no admite réplica.
Una sonrisa radiante iluminó la cara de la joven. Estuvo a punto de saltarle al cuello, le dio cien veces las gracias y corrió a anunciar la buena noticia al joven. El juez Di sonrió, sarcástico. No le había concedido el perdón para procurarles la felicidad. El jardinero había intentado ahogarlo: pronto sería él quien se ahogaría. La estrangulación con que solía castigarse a quien asesinaba a un funcionario era una muerte demasiado rápida; él lo condenaba a un sufrimiento mucho más largo y refinado. El desdichado quedaría más que castigado con una esposa tan artera; diez mil veces llamaría maldito al día en que renunció a ser ejecutado para vivir un calvario sin fin con esta mujer que de día en día perdería belleza, atractivo, pero no su perfidia, y que compensaría la pérdida de sus encantos con un malhumor insoportable.
Los actores le esperaban en el pasillo con expresión lastimera.
– ¡Ahora comprendo por qué sus platos eran tan malos!: ¡usted no es cocinero! -le dijo al monje.
– No entiendo qué quiere decir Su Excelencia. Siempre cocino así. ¿Hay algo que no sea de su gusto? -respondió Salvador del Paraíso con expresión indignada.
Los dos jóvenes iban de la mano. El encantador cuadro tenía la ternura algo ñoña de las figuras de cerámica vidriada.
– Se han prometido -anunció la madre de familia con una dulzura que sonó fuera de lugar.
El juez lanzó un profundo suspiro. Los animó a aprovechar el descenso de las aguas para abandonar el lugar cuanto antes. Tuvo en consideración que se habían redimido al ayudarle a desenmascarar al asesino; a fin de cuentas, les habría sido fácil permitir que el mayordomo acabara con su vida, incluso animarle a ello para saquear la casa. Los Zhou dieron las gracias con una reverencia. Una hora después, atravesaban el portón sin reclamar su dinero.
El juez Di los vio alejarse en su carreta por el camino embarrado. Le costaba creer que se fuesen con las manos vacías, pero poco importaba. El anciano Zhou no echaría en falta un lingote de oro más o menos. ¡Y entonces cayó en la cuenta de que ni siquiera había preguntado por su auténtico apellido!
Se convino que la monja vendría a instalarse en el castillo para ocuparse de su antiguo galán. El juez se preguntó si sería capaz de impedirle que siguiera visitando a la señorita Capullo de Rosa un día a la semana. Seguro que no. En principio, la dinastía de los Zhou terminaba con él. Pero ¿quién sabe? Tal vez la mujer-flor le daría in extremis un heredero. Con la protección de la diosa, todo era posible. El juez Di se sorprendió fabulando con las supersticiones. Después de todo, el día de su festividad, la diosa del lago Zhou-an les había entregado al abominable mayordomo.
La casa por fin estaba tranquila. Era el momento de tomarse unas horas de descanso. Se tendió en la cama, incapaz de conciliar el sueño. Este caso tan singular seguía preocupándolo. Esos propietarios del castillo, una generación tras otra, habían extraído de la bodega tan sólo lo necesario para llevar una vida agradable. Vástagos de un simple pescador, sin grandes ambiciones, habían conservado la voluntad denonadada de pasar desapercibidos. De hecho, hasta su muerte habría permanecido ignorada de no ser porque un cadáver había llegado flotando hasta sus pies y delatado el crimen. ¡El difunto había actuado como testimonio de su propio asesinato! «Siempre conviene contar con la venganza de los cadáveres y de su fantasma», resumió para sus adentros el juez Di; luego pensó que la atmósfera mágica de la mansión había contaminado también sus ideas. Ya era hora de regresar al mundo real.
A la mañana siguiente. Hung Liang le anunció con cierta satisfacción que un barco había arribado con el resto de su escolta. El magistrado se dijo que no le quedaba ya sino pagar las reparaciones efectuadas en el barco que los había traído, para reanudar su periplo. Precisamente tenía a mano, para ello, un bonito lingote de oro, el que había encontrado en el parque. No había que ser demasiado estricto respecto a la honradez; después de todo, no lo había robado, lo había encontrado entre unos arbustos. El señor Zhou tenía muchos más, si es que se acordaba. Y resolver el enigma del castillo bien valía un pequeño regalo. El viejo probablemente no tenía nada que hacer tampoco del cuaderno de estampas raras que le habían obsequiado sus falsos hijos. Y a la primera esposa de Di iba a gustarle muchísimo, fanática como era de los dibujos antiguos.
El magistrado y su sargento bajaron el tramo de escalones de la escalinata, dejando a su espalda las dos quimeras con la pata alzada en señal de una felicidad que era ya cosa del pasado, y cruzaron por última vez el bonito puentecillo arqueado que sorteaba los lotos blancos y rosa. Di no pudo por menos que pensar que ese hermoso jardín del bien estaba destinado a una rápida degeneración, ahora que el mal había sido extirpado. Se despidió sin lamentarlo del castillo del lago de Zhou-an, de su lujo inútil y de sus espectros, cuya sombra sobrevolaría durante mucho tiempo aún sus aguas brumosas.