172838.fb2 El castillo del lago Zhou-an - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

El castillo del lago Zhou-an - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

2

La posada recibe una visita inesperada; vestiduras de seda ofrecen testimonio.

Al día siguiente, pese al alarde de sabiduría filosófica del juez Di, seguía lloviendo.

– Hoy el río se desbordará -profetizó al pie de la ventana, contemplando la cortina gris perla que oscurecía el cielo.

El sargento Hung parecía más desconsolado que él, si tal cosa era posible.

– A no ser que una mano invisible haya desviado las aguas hacia algún abismo -respondió con una pizca de ironía siniestra en la voz.

Se vistieron y bajaron al comedor común a desayunar. Al menos, todavía podían disfrutar de un reconfortante té muy cargado acompañado de una torta de soja con gambitas asadas.

– ¡Ay, amigos! -exclamó el posadero al verlos llegar, levantando los brazos al cielo, con voz sinceramente lastimera-. ¡Qué catástrofe! ¡Nuestras cocinas están inundadas! ¡No podemos ofrecer nada a nuestros queridos huéspedes hasta que hayamos reinstalado todo otra vez!

La operación llevaría varias horas. El material estaba mojado, la madera húmeda, el horno apagado y la vajilla flotaba en lenta procesión entre las mesas.

– Bien -respondió el juez Di-. Prescindiremos del desayuno. Avísennos cuando la situación se haya normalizado.

– Es un cataclismo -repitió el posadero instando de nuevo al personal a preparar unos hornos improvisados en el piso alto-. ¡Tener la posada casi llena y no poder satisfacer los mil pequeños deseos de una clientela con los bolsillos llenos! ¡Mi casa está maldita!

Se esforzó en encender de nuevo el farolillo delante de las efigies de los espíritus protectores de su negocio, que vagaban de modo extravagante sobre la estantería de madera donde los había colocado, como náufragos en una balsa a la deriva.

El juez Di se instaló en su habitación tan confortablemente como pudo, y trató de olvidar los gruñidos de su estómago con la lectura de unos rollos de buena literatura, de los que nunca se separaba, por más duras que fuesen las pruebas a las que tuviera que enfrentarse. Y no era la menor oír los gorgoteos procedentes del camastro donde el sargento Hung buscaba un sueño imposible.

La hora de la comida trajo una buena noticia y otra mala. La buena fue el delicioso olor a verduras y a arroz que vino a acariciar las narinas cuando ya estaban decididos a matar a un ratón para asarlo en una lámpara de aceite. La mala fue descubrir que el posadero no había encontrado mejor solución que repartir las cocinas de repuesto por todos los rellanos de la casa, incluido el suyo, lo cual significaba que el olor a fritura cada vez más penetrante tardaría en desaparecer.

Después de degustar algunas porciones de la comida disponible, se dedicaron a contemplar la lluvia, saciados ya que no optimistas. Al cabo de un momento, el juez Di dejó al sargento Hong roncando en la cama y salió al rellano a pedir una tetera llena. No había nadie. Cogió una tela impermeable y descendió a la planta baja. Las cañerías de evacuación del patio estaban saturadas: el nivel del agua estaba subiendo, saltaba a la vista. Un detalle llamó su atención, adiestrada en observar acontecimientos que parecían insignificantes: la carreta de los actores había desaparecido. «Muy bien -pensó-. Habrán encontrado alguien que los contrate. Con la amenaza de la inundación, la gente habrá pagado a escote lo necesario para brindar unas danzas en honor de Buda o alguna representación sagrada que los distraiga. Con un poco de suerte y algunos bastones de incienso pronto habremos salido de apuros.»

En la sala común, el espectáculo era más desastroso que nunca. Los ratones no abandonaban el barco sino que lo invadían. Los empleados de la posada chapoteaban en el agua y a contundentes golpes de pala intentaban matar a los animales, que conseguían casi siempre escapar nadando con frenesí. Las paredes resonaban con ensordecedores «floc, floc» y exabruptos que los furiosos criados les asestaban cada vez que una de sus víctimas escapaba. Di Yen-tsie consideró la batalla perdida de antemano. Mejor sería realizar una ofrenda al dios-ratón en la pagoda para conseguir la retirada de las tropas.

– ¿Nos servirían una taza de té? -preguntó en medio del tumulto y de la indiferencia general.

Nadie reparó en su presencia hasta pasado un largo cuarto de hora, después de que un mozo levantara triunfalmente por la cola al más débil de los asaltantes, cuyos hermanos habían terminado replegándose en espera de una nueva embestida. En la habitación reinaba ahora una calma relativa. Fue entonces cuando se oyó a alguien o algo que llamaba suavemente a la puerta.

– ¡Ve a abrir! -gritó el posadero a una de las criadas, preguntándose por qué el cielo le enviaba tantos huéspedes en el momento en que no se hallaba en condiciones de responder conforme a las reglas de la profesión.

La mujer abrió a duras penas el batiente de la puerta y lanzó un grito agudo que dejó clavado a todos en el sitio. Todas las miradas se volvieron hacia la entrada. Esperaban ver a alguna criatura gesticulante salida de la nada que venía a solicitar refugio contra los elementos, odiosos a los propios demonios. El juez Di no vio nada al principio, luego reconoció una especie de plancha grisácea que entraba lentamente en la sala inundada, con una ligera ondulación provocada por los remolinos. Cuando la plancha estuvo más cerca, vio que tenía en un extremo algo muy parecido a unos cabellos, y en el otro lo que sin lugar a dudas era un par de pies, uno de los cuales calzaba aún un zapato. El cuerpo fue a tropezar con la mesa sobre la que estaba encaramado el juez. Unos grandes ojos glaucos y vidriosos se posaron en él con la fijeza de un pez muerto. La criada daba ahora grititos de horror, a los que enseguida se unieron los lamentos y plegarias de los otros criados.

– ¡Buda poderoso, guárdanos de recibir a difuntos entre nuestra clientela! -exclamó el posadero-. ¡Qué presagio espantoso! ¡Rápido, hay que quemar incienso!

– ¡Es la peste! ¡Es la peste! -repitió un mozo escapando.

– No creo -respondió el juez Di.

Había observado en la frente del cadáver una brecha alargada que inducía a pensar en una caída antes del ahogamiento.

– Llamen a un médico -ordenó, recuperando por reflejo su autoridad de magistrado-. Él certificará la muerte y nos dirá la causa. ¡Apresúrense!

El posadero envió a uno de los mozos, no sin antes observar que los archivistas de cuarto rango eran capaces de mostrar mucho aplomo, por no llamarlo arrogancia, en un pueblo que ni siquiera era el suyo. El juez Di rogó a los dos mozos menos pasmados que depositaran el cadáver en lugar seco, encima de una mesa.

– ¿Alguien conoce a este hombre? -preguntó.

Algunos negaron con la cabeza, pero la mayoría estaban demasiado estupefactos para mirar atentamente. El moño del desconocido se había deshecho. Con ayuda de un trapo de cocina, el juez apartó los largos cabellos que se le habían pegado al rostro. Sobreponiéndose al asco, intentó imaginar qué apariencia pudo tener el muerto antes de quedar hinchado y blanqueado por efecto del agua. Reconoció entonces a uno de los comensales con los que había charlado la noche anterior.

– ¡Es el señor Li Pei! -exclamó una criada-. ¡El representante de sedas! ¡Y decir que estaba sentado en esta misma sala no hace ni medio día! ¡Le gustaban tanto mis gambitas asadas!

– ¡Qué desgracia! -exclamó el posadero pensando que su huésped había dejado para el día siguiente saldar la cuenta-. ¡Qué pérdida irreparable!

El médico, un hombre entrado en años, bastante bien vestido y dotado de una larga barba gris dividida en dos con meticulosa afectación, arribó a la posada a bordo de una minúscula barca de fondo plano que debía de servirle para pescar la carpa dorada en sus días de descanso. Entró chapoteando en el comedor, visiblemente contrariado porque hubieran considerado necesario molestarlo por tan poco. El examen del cuerpo apenas le ocupó tres minutos.

– Bueno, está muerto y, en cuanto a la causa, ahogamiento -concluyó haciendo ademán de retirarse-. Hay ahogados a montones desde hace un tiempo.

– ¿Y esa herida en la frente? -preguntó el juez Di.

El médico lanzó una mirada impaciente al seudoarchivero de cuarto rango preguntándose por qué le fastidiaban con muertos cuando tantos vivos amenazados por la epidemia imploraban sus preciosos servicios. No obstante, se dignó inclinarse por segunda vez sobre el objeto que excitaba la curiosidad malsana del extranjero, y declaró:

– Se habrá herido al caer al agua. O bien lo habrá golpeado algún tronco de árbol a la deriva. No hay nada misterioso en ese detalle. Hasta la vista, señores.

Se esfumó, y ni todos los archiveros del mundo habrían logrado retenerlo un minuto más lejos de los enfermos que, ellos sí, sabían recompensar las molestias que se tomaba para visitarlos en su tante no reservaba mayores sorpresas para el sagaz investigador. Debió de llevar consigo el librillo donde anotaba las citas, que con toda seguridad se había perdido durante su último baño.

El juez dejó al posadero a solas con su codicia y regresó a sus habitaciones. El sargento Hung, ya despierto, se esforzaba en reavivar el brasero para acabar con la humedad que invadía el ambiente. Su señor le resumió el curioso asunto del muerto flotante con el que acababa de tropezar. Hung Liang no creía en la casualidad:

– Es extraño -dijo- que ese vendedor haya venido a golpear precisamente la puerta de la posada donde pasó la noche. O bien ese hombre murió muy cerca de aquí o bien la corriente se ha tomado la molestia de acompañarlo… O de traérselo a usted, como si el agua hubiese querido avisarle. A lo mejor, el espíritu del muerto ha querido dirigirse a usted para pedir venganza. No sería la primera vez, y no tendría nada de extraño. Creo que Su Excelencia debería ir a consultar a los oráculos al templo más cercano. No pueden haberse inundado todos.

El juez Di consideró que un testigo del asesinato no habría actuado de manera diferente si hubiese deseado que se abriera una investigación sin atreverse a prestar declaración. ¿Significaba eso que alguien había conducido el cuerpo hasta él? La hipótesis hacía aguas por todas partes, pues él estaba en la posada de incógnito. ¿Y si había sido el propio río el que había querido disculparse por una muerte que alguien pretendía endosarle? Su estancia en estos parajes parecía resueltamente situada bajo el signo del agua y de las coincidencias. Tenía la impresión cada vez más aguda de que deidades desconocidas pretendían influir en su destino desde que había puesto en riesgo su vida subiéndose a ese junco fatal.

Tenía el estómago revuelto tras la inspección del «ahogado», así que renunció a tomar nada y se tendió para meditar sobre los hechos recientes. Una hora más tarde abrió un ojo y descubrió que el sueño o el aburrimiento que habían tendido sus redes sobre él era contagioso: Hung Liang volvía a roncar en la otra punta de la habitación, tendido vientre arriba sobre la estera de junco. Una minúscula cosa marrón se movía cerca de su barbilla. «¡Una rata! -se dijo el juez-. ¡Que no se despierte precisamente ahora!»

O el sargento Hung captó sus pensamientos o bien el animal le cosquilleó con el pelo, la cosa fue que el sargento abrió repentinamente los ojos como platos, lanzó un grito y se levantó de un salto cubriéndose la cara con las manos. Luego quiso castigar la afrenta del pequeño roedor, que huyó por una grieta en la puerta. El sargento corrió tras él, armado con un bastón. Abrió la puerta… y se encontró de bruces con un ejército de ratones que subían la escalera al asalto de los desvanes. Las aguas habían vuelto a subir y era un sálvese quien pueda generalizado. Hombres y roedores estaban obligados ahora a disputarse los espacios no inundados, y no era seguro que los primeros consiguieran la mejor parte.

– Este albergue gana en elegancia a cada hora que pasa -observó el juez Di sin inmutarse-. Creo que ya es hora de replegarnos hacia lugares menos poblados.

Sacó de su escritorio un rollo de pergamino y redactó una carta sumamente amable por la cual rogaba a los señores del lago Zhou-an que tuvieran a bien recibir a dos viajeros sin amparo que solicitaban su hospitalidad. Firmó con su apellido y entregó la misiva al sargento para que algún criado, a cambio de una razonable propina, se encargara de llevarla.

Había transcurrido más de una hora cuando el hombre vino a llamar a la puerta. Devolvió la carta al juez transmitiéndole en tono consternado la respuesta de los señores: con gran pesar, les era imposible recibir a ningún visitante dado el desorden en que se hallaba su humilde hogar a causa de las inclemencias del tiempo. Deseaban al archivista mejor suerte al continuar viaje.

«Hum», dijo el juez con aire pensativo. Al recibir su petición, los Zhou debieron de preguntarle al recadero por la condición del huésped. La palabra «archivista» no debió de pesar mucho en la balanza frente a su pequeño confort o a su repugnancia a dejar que entraran en su casa personas extrañas en tiempos de epidemia. Su buena conciencia iba a necesitar un incentivo para animarlos a abrirle las puertas. Pues se emplearía a fondo en proporcionarles ese incentivo. Volvió a su escritorio, mandó fundir la cera de sellar, dejó caer algunas gotas en la parte inferior del mismo documento y esta vez incluyó su sello oficial, garante de sus elevadas funciones; un sello cuya mera visión era motivo de irritación para los ricos y de alarma para los miserables. Delante de la mención de su apellido, añadió el carácter que indicaba su dignidad de magistrado imperial. Entregó la carta al recadero con otra moneda y lo envió de vuelta a la casa del lago asegurándole que esta vez no debía temer un nuevo rechazo. A continuación pidió al sargento Hung que sacara los oropeles oficiales. Después de cambiarse, se puso en la cabeza el gorro negro de funcionario y preparó sus objetos personales.

Esta vez la respuesta tardó menos tiempo en llegar. El juez Di y su criado acababan apenas de cerrar el equipaje cuando sonaron dos golpecitos en la puerta de la habitación. Un hombre bastante alto, encorvado, con cara de incomodidad, esperaba en el rellano. Al ver al magistrado, se inclinó en una profunda reverencia.

– Quiera Su Excelencia perdonar el malentendido que de manera tan estúpida ha confundido a mi señor. Soy el mayordomo del señor Zhou, que se declara sumamente honrado del favor que desea hacerle Su Excelencia al buscar refugio en su modesto hogar durante el tiempo que Su Excelencia juzgue necesario.

«Ahí tenemos una reacción típica de esos grandes burgueses henchidos de orgullo -se dijo el juez-: se muestran tan exagerados en el halago a los poderosos como groseros en su desprecio a los humildes. Una actitud de nuevos ricos, de hidalgüelos de provincias, refinados por fuera y vulgares por dentro. Creo que la estancia va a ser de lo más interesante.»

– Su señor patrón no es responsable de este malentendido -respondió con afabilidad el juez Di-. Acepto encantado su oportuna invitación.

– Saldremos cuando Su Excelencia lo decida -dijo el mayordomo volviéndose a doblar en dos-. Fuera tengo una barca sólida y segura, que nos llevará a nuestro destino sin correr riesgos.

El juez Di descendió la escalera muy digno, con las manos escondidas en las amplias bocamangas de su hermoso traje. Detrás de él venían Hung Liang, cargado con el escritorio y con su bolsa, mientras el mayordomo y dos mozos seguían con los cofres de viaje de cuero que contenían sus ropas y rollos. El posadero se quedó boquiabierto al ver al cortejo entrando en su desastrado comedor. Abrió los ojos como platos al ver al magistrado, ataviado con su traje verde y el sombrero de terciopelo negro conformes a la etiqueta. Hacía años que no recibía a un personaje de tan alto rango. Inundación, epidemia, ratas, ¡y, ahora, un juez disfrazado de archivero! Resbaló del taburete sobre el que se había refugiado y cayó al agua con mucho ruido y grandes salpicaduras. El juez hizo una señal al sargento para que pagara la cuenta y el curioso cortejo salió del figón inundado para tomar asiento en la barca enviada por el castillo.

Se trataba de una elegante embarcación pintada de rojo, adornada con esculturas que representaban dragones y animales acuáticos, y con los bancos cubiertos con cojines bordados. Un mascarón de proa con forma de sirena colocaba la navegación bajo la égida de la deidad lacustre. El pequeño barco seguramente solía utilizarse para pasear por el estanque a las damas del lugar, al abrigo de sombrillas de colores pastel. Una vez el juez y su sargento tomaron asiento, el mayordomo se armó de una pértiga para avanzar a través de las calles de la aldea cubiertas por las aguas. Por todos lados se veían a hombres con las piernas desnudas cargando de aquí para allá muebles y utensilios para ponerlos en lugar seco. La corriente arrastraba un lote de objetos de pequeño tamaño y animales ahogados. Era una visión apocalíptica, del fin del mundo, a la que los caprichos de los ríos por desgracia tenían acostumbrados a muchos súbditos del Imperio del Medio. Aquí o allá, unas obras propias de titanes, que los emperadores en su infinita sabiduría habían ordenado realizar, habían permitido dominar los ríos, pero casi siempre era preciso adaptarse a su curso irregular y a sus imprevisibles cambios de humor.

– No puede decirse que este mayordomo escatime esfuerzos -murmuró el sargento Hung al oído de su señor-. Es la segunda vez que pasamos por esta calle. Puede que nuestra presencia le haya alterado la memoria. ¡Nos está obsequiando con una visita completa a la ciudad!

El juez Di salió de sus cavilaciones para comprobar que, efectivamente, estaban tardando más de lo que había esperado en salir de la ciudad.

– ¿Hay algún problema? -preguntó al improvisado barquero.

– En absoluto, noble juez -respondió el mayordomo en tono obsequioso-. Pronto habremos llegado, no tema.

Pero, por el contrario, parecía decidido a dar todos los rodeos imaginables para alargar el trayecto. Los pasajeros no podían dejar de ver que existían caminos más cortos y que no eran los que él tomaba.

– No tiene prisa en volver al redil -comentó el sargento soplando sobre sus dedos entumecidos-. ¡Qué ganas de hacer ejercicio! Estoy a punto de pedirle que me deje empujar un poco: ¡al menos, así entraría en calor!

Pero, como el sargento Hung ignoraba la dirección que debían tomar, tuvieron que resignarse a los meandros que el mayordomo les impuso para llegar al remanso prometido. Hasta una hora más tarde no se encontraron con un pequeño pabellón, una de cuyas ventanas daba a lo que parecía ser una larga muralla.

«Es curioso -observó el juez Di-. Si sumo el tiempo que ha debido tardar el recadero en llevar la carta la segunda vez y el que tenía este hombre para venir a buscarnos a la posada, ha tardado una infinidad de tiempo en traernos. Me gustaría saber por qué. ¿Tan cansado está que no reconoce el camino de su propia casa?»

En esto pensaba cuando dos criados acudieron a ayudarlos a salir de la barca. La finca discurría sobre un ribazo; caminaban ahora por terreno seco.

– Es la mejor noticia del día -observó el sargento Hung, sacudiéndose para entrar en calor.

Un palanquín los estaba esperando para trasladarlos hasta el castillo por un sendero que atravesaba el parque.