172838.fb2 El castillo del lago Zhou-an - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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El juez Di da un paseo por la ciudad de Zhouan-go; recibe un valioso regalo.

Cuando despertó a su señor, el sargento Hung estaba de lo más alegre ante la idea de comer en la ciudad. La vieja criada trajo la tetera y el arroz del desayuno. El juez le rogó que avisara a sus anfitriones de que estaría ausente durante buena parte del día. Pidió nada más que pusieran a su disposición una embarcación ligera, en el caso que la zona siguiera inundada. La criada respondió que el nivel del agua no había bajado desde la noche anterior, pese a que ya no llovía con tanta intensidad. El juez se vistió con sus prendas de civil queriendo pasar tan desapercibido como fuera posible. Le gustaba realizar sus investigaciones con discreción cuando no era preciso apelar a su autoridad para impresionar a sus interlocutores. La astucia del zorro era la respuesta indispensable al rugido del león. Se abrigó con su capa gris y un gorro de piel con largas orejeras, que le ocultaban en parte la cara. El cielo les concedía una tregua, favor que se apresuraron a aprovechar.

– Pero ¿cómo nos las arreglaremos para llegar? -pregunto el sargento Hung cuando llegaron al pórtico, justo por encima de la inundación.

– Es sencillo -respondió su señor-: cogeremos prestada esa embarcación que está esperándonos ahí, y tú remarás.

– ¿Y no podríamos llevarnos prestado también al mayordomo, o a ese joven jardinero tan fortachón, para que nos guíe? -preguntó el sargento con renovado entusiasmo.

El juez Di no tenía ningunas ganas de llevar consigo a ningún criado de la casa, que no haría otra cosa que espiarlos. El sargento Hung se resignó a ejercer de barquero, después de haberse desempeñado como porteador y doncella de habitaciones.

Mientras su criado los conducía con la pértiga tratando de evitar las salpicaduras, el juez, sentado en medio de la elegante embarcación, reflexionaba y observaba, con la serenidad de un Buda desplazándose sobre el agua encima de una hoja de loto gigantesca.

Al volver de una calle distinguieron a lo lejos al anciano Zhou, en una barca conducida por el mayordomo.

– Veo que es día de salida -observó el juez Di-. Ventilan al anciano por el agua después de haberlo tenido encerrado en su habitación. Parece que lo cuidan con el viejo método del frío y el calor alternos.

Tal y como el juez había predicho, su improvisado marinero, que no era lo que se dice un maestro en el oficio, tardó mucho menos tiempo en llegar a la Garza Plateada que el mayordomo en conducirlos a las puertas de la finca.

La alegría del posadero al verlos de vuelta a su albergue fue casi tan grande como el alivio de Hung Liang al dar por terminado el agotador trayecto. Estaba claro que la identidad secreta del magistrado había alimentado todas las conversaciones del establecimiento desde que lo abandonaron para instalarse en la casa del lago. Todo el mundo los trataba como a ministros con un sinfín de reverencias. Una idea, sin embargo, no dejaba de dar vueltas en la cabeza del posadero. Al ver a un hombre tan poderoso y con un séquito tan escaso temía que intentara darle gato por liebre con un traje robado, lucido por algún canalla audaz. Un crimen como ése se castigaba con el hacha, pero la imaginación de los bandidos no tenía límites. Lo habitual era que un juez llegase precedido por ocho portaestandartes al grito de «¡Llega Su Excelencia!» y además de un gran número de servidores que sostenían el palanquín oficial, engalanado de oro y púrpura.

Al fin se decidió.

– Su Excelencia me permitirá que le pregunte por qué razón viaja sin séquito, sin esbirros, sin esposas ni valets…

Dicho esto, retrocedió un paso, asustado de su propia temeridad. El juez Di enarcó una ceja y condescendió en explicar que sus esposas llegarían más adelante. Forzado a asumir el cargo de manera urgente, había tenido que embarcarse como pasajero en un pequeño navío mercante, abandonando a su séquito a los azares de otro embarco. Y sólo había conservado a su lado al sargento Hung, «heredero de un largo linaje de criados devotos a su familia».

El posadero se inclinó ante Hung Liang como si estuviese en presencia de la familia Di resucitada hasta la octava generación. «¡Apenas esta aldea se acostumbra a la presencia de un magistrado y ya reclama todo su boato y se queja de falta de decoro y ceremonial! -pensó el juez Di-. Así son los hombres, se acostumbran tan pronto a los honores que nunca dejan de pedir más. ¡Dentro de poco, se extrañarán de no recibir la visita del emperador y de su corte!»

Los dos comensales comieron con buen apetito, primero porque en comparación con el régimen monacal del castillo todo les parecía suculento, y luego porque convenía recuperarse de la cena de la víspera y adelantarse a la que los esperaba. Las monedas de cobre con que el juez Di saldó la nota acabaron con las dudas que pudiera albergar aún el restaurador. Un hombre que pagaba era un hombre de bien, no se lo podía confundir con un estafador. Y, al contrario, todos los pobres le parecían unos golfos redomados.

Ahora que había recuperado su dignidad oficial, el juez Di aprovechó para interrogar a los comensales de dos noches atrás. Quiso saber de dónde venía el representante de sedas, para qué firma trabajaba y a qué clientes se proponía visitar. La conversación fue de lo más decepcionante. Sabían que el difunto era originario de Dei-Pu, pero era imposible llegar hasta la fábrica de sedas mientras no mejorase el tiempo. En cuanto a sus contactos locales, podían anotarse en la lista al conjunto de los burgueses de la zona, y particularmente a las damas, lo cual suponía una lista de sospechosos demasiado larga para el tiempo que el juez Di calculaba que duraría este obligado alto en su viaje.

A través de la ventana vio pasar por segunda vez al anciano Zhou, entrando esta vez en una bella casa, situada al otro lado de la calle. El posadero, con ganas de chismorreo, explicó sin hacerse de rogar que el viejo estaba dando su paseo semanal. Hasta donde podía remontarse su memoria, no recordaba que nada se lo hubiera impedido, así nevara, helara o el río sufriera la mayor crecida de la década que recordaran los habitantes de Zhouan-go.

– Habría creído que, con un tiempo como éste, el anciano preferiría quedarse caliente en palacio -observó Hung.

– El sentido común no es el rasgo más común -respondió el juez-. Además, a esa edad son nuestras costumbres lo que nos mantienen con vida. Por cierto -preguntó al cooperativo posadero-, ¿qué ha hecho usted con las muestras de tejido que encontramos en el cuarto del representante?

La pregunta pareció incomodar a su interlocutor. Le enseñó algunos paquetes, pero entre ellos el juez Di no encontró la hermosa tela de seda de color crema con motivos de camelias.

– Creo que olvida un paquete -insistió el juez-. ¿Dónde está?

El posadero, cada vez más apurado, dio unas palmadas. «Que venga Yu», ordenó. Le respondieron que era difícil que pudiera acudir pues estaba ocupada, en plena labor de costura. «¡Que venga como esté!» atajó secamente.

Apareció entonces una joven ataviada con un bonito vestido con un adorno de camelias bordadas y el dobladillo por terminar. El juez comprendió que tendría que recuperar la muestra sobre el cuerpo de la cocinera, que al parecer mantenía con el posadero unas relaciones lo bastante estrechas para que le cayera en suerte algún que otro regalo cuando se presentaba la ocasión. Desde luego, era el mismo tejido que llevaba la señora Zhou. Di tuvo la consideración de dejar que se lo quedara, pero le recomendó que tuviera cuidado, pues podía convertirse dentro de poco en una pieza probatoria. La portadora de la pieza probatoria se sonrojó tanto como las camelias de su vestido.

– Es el mismo tejido que llevaba la hermosa señora Zhou -observó el juez con desenvoltura.

El rostro de la cocinera, que se sentía tan halagada como apurada, viró al rojo amapola. Sin embargo, no era tan fácil considerar la similitud de las telas una prueba formal de asesinato: los vendedores itinerantes eran la primera fuente de aprovisionamiento de una ciudad pequeña. Seguro que había diez mujeres como la señora Zhou con un vestido con el mismo origen. El juez Di se prometió poner en claro este punto con su encantadora anfitriona a la primera ocasión.

Salieron de la posada en el mismo momento en que el anciano Zhou abandonaba la casa de enfrente para dirigirse al templo de la Felicidad Pública, cuyas columnas se erigían al final de la calle.

– No está dando un paseo -observó el juez Di-. Lo suyo es una carrera de fondo. O bien el viejo esconde unas fuerzas físicas insospechadas o bien su familia ha decidido librarse de él obligándolo a un entrenamiento propio de un atleta.

Se dirigieron al puerto para averiguar si estaba previsto salir pronto. El río estaba más calmado, aunque una gran cantidad de escombros continuaba el siniestro desfile de ramas y de puercos muertos vientre al aire. El capitán del junco les informó que los desperfectos que había provocado su azarosa navegación no habían sido reparados. Y nada de eso habría ocurrido si el magistrado no hubiese utilizado su autoridad para obligarlos a ello. Dicho lo cual, aprovechó para sacarle algún dinero, que el juez le entregó en cuentagotas, dividido entre el deber, que le llamaba a Pu-yang, y las ganas de quedarse donde estaba para resolver el enigma del cadáver flotante. Disponía al menos de dos días, si hasta entonces la corriente llegaba a calmarse. En ambos casos, su conciencia quedaría tranquila: los elementos decidirían si su investigación llegaba a buen puerto o no.

La luz declinaba cuando cruzaron la ciudad en sentido inverso. Hung Liang estaba cansado de transportar a un señor tan impasible y pesado como una estatua de granito. A su señor le habrían silbado los oídos si hubiese podido percibir los pensamientos con que lo agraciaba a su espalda. El sargento, concentrado en sus protestas, se extravió por un suburbio construido siguiendo lo que había sido la ribera, pero que en este momento parecía un triste pantano. Las casas, especialmente afectadas por la crecida de las aguas, habían abandonado todas su planta baja a los desbordamientos del río. Se accedía directamente a la planta por una escalera de madera prevista al efecto ya desde la construcción. Un farol encendido mucho antes del anochecer indicaba que se encontraban en el «Paseo de los sauces», el barrio reservado a la prostitución, como el que todas las ciudades de pequeña importancia solían tener. Apenas había tres casas de citas, y de dimensiones modestas. El sargento Hung iba a dar media vuelta cuando volvieron a ver la barca del señor Zhou. El mayordomo dormitaba sobre una banqueta, abrigado con una gruesa capa.

– ¿Es verdad lo que ven mis ojos? -susurró el sargento Hung al oído de su señor.

La puerta del piso se abrió en ese instante y los ojos del sargento Hung ya no tuvieron por qué dudar: vieron que el mayordomo se levantaba apresuradamente y subía brincando los escalones para ayudar al anciano a volver a la embarcación. El viejo semiimpotente acababa a todas luces de abandonar los brazos de una mujer-flor.

– ¡A su edad! -resopló Hung Liang-. ¡El viejo degenerado!

– Pues a mí no me extraña -respondió el juez, recordando la escena que había sorprendido la pasada noche en el dormitorio de la señorita Zhou-. En esta familia, empiezan pronto y acaban tarde.

Por discreción, dejaron que la barca del anciano Zhou se alejara en dirección a la finca. Hung estornudó.

– Pobre amigo mío -dijo el juez-. Estás cogiendo frío. Nos convendría calentarnos un poco antes de regresar. Hagamos una visita a esa dama. Estas mujeres siempre tienen té caliente para recibir a las visitas inesperadas. Creo que se impone hacer algunas preguntas.

Confundido sobre las intenciones de su amo, el sargento abrió los ojos como platos. Amarró la embarcación a la escalera, y los dos hombres fueron a llamar a la puerta del primer piso. Una mujer bastante corpulenta, que lucía un maquillaje excesivo y emperejilada como para un día de fiesta, acudió a abrir.

– Uno solo a la vez -declaró calibrando de un vistazo a los dos visitantes-. El otro tendrá que esperar en la alcoba.

– No somos clientes -respondió el juez Di entrando en el santuario del placer y la voluptuosidad-. Soy el magistrado de Pu-yang, y vengo a hacerle algunas preguntas en el contexto de una investigación.

La cortesana se mostró por unos segundos desconcertada. Después de dirigir una mirada diferente a sus visitantes, cerró la puerta tras Hung Liang y los acogió con una reverencia.

– Espero que disculpen mi error -dijo-. Sí, había oído que un magistrado estaba alojado en la posada de nuestra pequeña ciudad, pero no imaginaba que tendría el honor de recibirlo. ¿Qué puedo hacer yo por Su Excelencia?

Pidieron una taza del té que veían calentarse en el brasero y tomaron asiento cómodamente alrededor de una bonita mesa baja lacada de rojo. Al fondo de la estancia, una gran cama deshecha atraía las miradas de forma algo violenta. Después de servirles el té, la anfitriona echó las cortinas y luego regresó ante el juez esperando sus preguntas. Por encima de prejuicios, era una mujer perspicaz y con cierta educación. Por su profesión, el juez Di había tenido la oportunidad de conocer a un buen número de colegas suyas, aunque no todas tan dóciles. La miseria y una vida de ignominia al margen de la sociedad no solían animarlas a mostrarse obedientes y de buen trato. Sin embargo, en una aldea tranquila donde todo el mundo se conocía y convivía en buena armonía, la situación era diferente del hampa de las grandes ciudades. Las cuatro o cinco florecillas de placer locales eran parte de la decoración, como la casa del médico o la del posadero.

Capullo de Rosa, que ése era su nombre de guerra, vivía en este «pequeño patio de flores» hacía treinta años y desde hacía treinta años cada semana, rugiera el viento o lloviera, el señor Zhou padre acudía a visitarla con regularidad de clepsidra. El anciano manifestaba cierta inclinación por las mujeres entradas en carnes y un poco vulgares. Su buena amiga parecía una tarta gigante con muchas guindas. «Esto explica a quién ha elegido por nuera -caviló el juez Di-. Se corresponde con su ideal femenino y ha querido que su retoño disfrutara del mismo tipo de atractivos que él ha gozado toda la vida.»

Aunque no entendía por qué el magistrado se interesaba por su cliente más veterano, Capullo de Rosa le contó con todo detalle el ritual de su tour semanal. Cada ocho días se reunía para comer con un puñado de viejos amigos, acudía al templo a rendir culto a su difunta esposa, charlaba con el bonzo, saludaba a una vieja pariente sempiterna enamorada y luego venía, «más por el placer de la conversación que por otra cosa», creyó necesario aclarar, aunque el estado de la cama sembraba algunas dudas al respecto. La veía en último lugar porque, a su edad, más que en cualquier otra cosa, casi todo el placer residía en el hecho de diferir el instante.

El juez Di quiso saber si el señor Zhou le había comentado algún cambio reciente en el castillo o si ella misma había observado algo distinto en su comportamiento. Capullo de Rosa reflexionó unos segundos antes de responder que no había observado nada especial. Hacía varios años que el señor Zhou solía decir incoherencias a las que nadie prestaba ya atención. El juez Di pensó que el estado del anciano debía sazonar de manera muy curiosa ese «placer de la conversación» del que hablaba la mujer-flor. Según ella, era un hombre de lo más bondadoso y tranquilo, como todos los de su familia, y «eso pesaba más que cualquier otro detalle en su comportamiento». Saltaba a la vista que su viejo cliente le inspiraba un afecto cargado de ternura madurado al calor de los años.

Cuando sus visitantes se despedían, la dama recordó de pronto que un detalle insignificante le había llamado la atención: ese mismo día, el señor Zhou le parecía especialmente preocupado por la escasa perennidad de las cosas y por los funerales. Claro que era habitual que los viudos de cierta edad recordaran a sus muertos y creyeran que la muerte los esperaba a la vuelta de la esquina. «Las desgracias que el río ha provocado no le ayudaban a estar de buen humor, eso es todo», concluyó ella.

Los dos hombres salieron de la casa agradeciendo a su anfitriona el té hirviendo. Esperaban que no los sorprendiera nadie justo en ese momento, pues ¿quién iba a creer que salían de charlar junto al fuego alrededor de una taza de té?

En el camino de regreso, su barca pasó cerca del templo de la Felicidad Pública. El juez pidió al sargento Hung que la amarrara allí, cosa que éste hizo de buena gana, encantado de ese alto providencial en el camino.

En el interior, delante del altar, señoreaba un ataúd de ceremonia lacado y labrado. Una inscripción indicaba que contenía de modo provisional el cuerpo del representante, cuya inhumación se había retrasado por culpa de las condiciones climatológicas. Delante de la estatua de Buda ardía una gran cantidad de bastoncillos de incienso. En un período de angustia y de desastres, los fieles no habían escatimado en ofrendas.

– Nuestro templo se honra con su augusta presencia -dijo una voz a su espalda.

Un bonzo se había acercado sin hacer ruido con sus sandalias de esparto. Después de los saludos, el juez aprovechó para preguntarle si había recibido la visita del anciano Zhou esa tarde.

– El señor Zhou es uno de nuestros fieles más piadosos -respondió el bonzo, que recogía cada año una parte contante y sonante de las bendiciones que la diosa del lago prodigaba a la familia Zhou-. Ha venido, como todas las semanas, a rogar por el descanso de su difunta esposa. ¡Ay!, el pobre hombre cada día pierde un poco más la cabeza. Fíjese que en lugar de la varilla de incienso que enciende habitualmente, ¡ha llenado todo un quemaperfumes!

– Quizá haya querido honrar a todos los muertos de la reciente epidemia… -sugirió el juez Di.

– Es posible -respondió el bonzo-. Pero precisamente cuando se lo he sugerido, no parecía enterado de que hubiera una epidemia. El hombre vive en un mundo aparte… lo cual no impide que sea uno de nuestros principales benefactores. Está bendito por los dioses.

– ¿Viene alguna vez en compañía de su familia?

– Muy pocas veces -respondió el bonzo-. Creo que ellos aprovechan su salida semanal para respirar un poco. El trato con él no debe de ser fácil: lo que dice es incomprensible, hermético, ya lo ha comprobado usted mismo.

– Y además los Zhou tienen su propio monje -añadió el juez Di.

El bonzo se quedó petrificado, como si tuviera delante una serpiente. No sabía que la finca hubiese contratado los servicios de un religioso.

– ¿Cómo ha dicho?

– Es ese hombre que se ocupa de la cocina -respondió el juez-. Salta a la vista que es un monje. ¿No lo sabía usted?

El rostro del bonzo se ensombreció como el de una primera esposa al descubrir por casualidad que su marido se propone tomar una concubina dos veces más joven que ella.

– Nadie me ha avisado -dijo en tono seco.

Los pensamientos se agitaban en su ánimo contrariado: el dinerillo que los Zhou donaban a lo largo del año podía mermar si un competidor se instalaba en el castillo. Pero ¿qué historia era esa del monje? Proteger sus intereses era, provisionalmente, más importante que la satisfacción de ver que los Zhou protegían su karma. Se sentía como un viejo comerciante que ve cómo sus mejores clientes se pasan a la competencia.

La conversación decayó: el bonzo ya sólo respondía como si fuese duro de oído, con la cabeza en otra parte. El juez dejó algunas monedas para el mantenimiento del templo y volvió a la barca rumbo a la finca. Llegaron a la hora de cenar, y no supieron decir si eso era una suerte o una desgracia.

Después de cambiarse de ropa por otra de interior más cómoda, el juez fue a reunirse con sus anfitriones en el comedor.

– Espero que a Su Excelencia no le ofenda que nuestros hijos compartan todas las comidas con nosotros -dijo la anfitriona-. En este período tan fuera de lo habitual, cuando contamos con la mitad de la servidumbre, a la fuerza tenemos que pasar por alto algunas reglas.

– No me ofende de ninguna manera, son de lo más educados -respondió el juez pensando que esos pobres Zhou eran de una debilidad irresponsable hacia sus hijos. La compostura en la mesa de los dos jóvenes dejaba mucho que desear y se veía que necesitaban que alguien les inculcara los buenos modales a latigazos.

La señorita Zhou estaba demostrando un cierto talento de actriz. Pese a lo que había visto anoche, sus gestos eran propios de una tímida y frágil muchachita. El jardinero ayudaba a la vieja criada en el servicio como hizo la víspera, y nada en la actitud del joven o de la damisela permitía sospechar que eran amantes. La señora Zhou notó con cuánta insistencia el juez observaba a su hija.

– Es encantadora, ¿verdad? -dijo.

– Su hija es una joven muy bonita y bien educada, que un día hará dichoso a su esposo -declaró con una pizca de ironía mordaz.

Inflada de orgullo, la señora Zhou se lanzó a hacer una vibrante exposición de las cualidades morales que había sabido transmitir a su descendencia. «Pues sí, cómo no», pensó el juez meditando sobre la lamentable ceguera de los padres. Sólo quedaba esperar que los muchachos tomaran las precauciones indispensables, pues en caso contrario casarla podría resultar más urgente de lo que hubieran deseado.

El juez Di esperaba que lo castigaran con la misma pitanza que la noche anterior, pero se equivocaba: las proezas culinarias del castillo eran de una insólita variedad. Les sirvieron algas verdes y viscosas que apestaban a ciénaga. «¡De manera que podía ser aún peor!», se dijo luchando con unas violentas arcadas. El monje poseía un inmenso talento en el ejercicio de las más refinadas torturas. Tendría que preguntarle si se proponía ofrecer sus servicios a un tribunal, pues según preveía la ley un acusado debía confesar su crimen antes de ser condenado a muerte, y no importaban los medios con que se obtenía esa confesión. Por ese motivo habitualmente se recurría a torturadores. Esos platos extravagantes serían una alternativa genial a las tenazas y bastonazos que, a la larga, resultaban aburridos y faltos de originalidad. Los presos preventivos ya sabían qué les esperaba. El efecto sorpresa podía ser un elemento añadido interesante para obtener la confesión. El juez Di se dijo que, en lo que a él se refería, habría admitido cualquier crimen con tal de no tener que tragar ese menú abominable.

Por cambiar de ideas, prefirió concentrarse en su investigación y preguntó a los anfitriones si habían oído algo del drama ocurrido en la ciudad. Para su gran sorpresa, la familia en pleno pareció caer de las nubes. Vivían tan aislados que ninguna noticia había llegado a sus oídos. Al menos eso aseguraron.

– ¿Un ahogado? -se extrañó Zhou-. ¿Y quién puede ser?

– Un representante de sedas -respondió el juez observando discretamente su reacción.

El señor del castillo no mostró la menor emoción. En cambio, a señora Zhou le cayeron los palillos de las manos. El juez les contó cómo había llegado el cuerpo a la misma posada donde el difunto había pasado la noche.

– ¡Qué raro! -exclamó la señorita Zhou-. Debió de caer al agua cuando hacía la ronda de visita a sus clientes.

– No, no -dijo el juez Di, decidido a revelar un detalle de sus conclusiones y jugar con el electo de choque para impresionarlos-. Estoy convencido de que se trata de un crimen. Todo induce a creer que alguien golpeó a ese hombre, lo mató y luego lo arrojó al río para que creyéramos que se trataba de un accidente.

Los Zhou se quedaron tiesos como una vara.

– ¿Un asesinato? ¿Aquí? ¿En nuestra ciudad? -preguntó el pater familias.

– ¡Qué horror! -murmuró su esposa mientras los hijos hundían la nariz en los cuencos de algas-. ¿Cómo es posible?

– Lo habrán asesinado mientras se dirigía a casa de alguna de sus clientes -añadió el juez como si nada-. Por cierto, ¿por casualidad lo conocía usted? Sus tejidos eran de hermosa factura.

La señora Zhou pareció de repente muy emocionada. No respondió.

– Hay tantos vendedores ambulantes -dijo su marido-. Y todos llaman a nuestra puerta, atraídos por la reputación de opulencia de esta casa. Pero ninguno entra. ¡Ninguno! Nosotros estamos dedicados a la meditación y a la oración.

El juez Di quedó convencido de que el representante había venido a verlos antes de morir y que la señora Zhou tenía parte de responsabilidad en lo ocurrido. Se imaginó muy bien al marido sorprendiendo a su esposa en brazos del vendedor de sedas, en medio de una sesión de pruebas picantona. Quizá lo golpeó. No debió de ser difícil arrojarlo al agua fuera de la finca: no había que ir muy lejos. La señora Zhou, a pesar del maquillaje excesivo, poseía encantos suficientes para despertar la lascivia de un viajante de comercio que llevaba largo tiempo lejos de casa. Además, el pudor no era la virtud más preciada en el castillo.

La señora Zhou ya no pronunció palabra. Una preocupación obsesiva parecía atormentarla. Salvo su marido, que aprovechaba para beber como una ballena, todos parecían extrañamente desconcertados por la noticia.

Como el ambiente no era el idóneo para un concierto, el juez se retiró a sus habitaciones. Convenía meditar sobre los resultados de su pequeño golpe de efecto. El vestido de la señora Zhou era la prueba de que el vendedor de sedas había pasado por la finca… Aunque también pudo comprarla en una visita anterior del representante. ¿Eran amantes? Si lo eran, el señor Zhou se convertía en el sospechoso principal. Pero, en tal caso, ¿su mujer iba a llevar la tela que le había regalado su amante muerto? Bien podía no haberse enterado de su trágico final. ¿O bien el cambio de actitud al enterarse de su muerte se debía sencillamente a que lo había conocido íntimamente? Si se pretendía incriminar a los Zhou, era indispensable acumular pruebas irrefutables. Ahora bien, ¿qué pruebas iban a quedar al cabo de uno o dos meses de inundación y de ¡os estragos de una epidemia?

En ese punto de su razonamiento, unos golpes en la puerta de la habitación vinieron a distraerlo de sus cavilaciones. La criada entró seguida del jardinero, que llevaba un grueso cuaderno encuadernado en piel. Lo dejó encima de una mesa mientras la anciana anunciaba en el tono de un pregonero:

– Mis señores ruegan al honorable magistrado que tenga a bien aceptar este humilde presente en recuerdo de su estancia en esta casa.

Con una profunda reverencia, criada y jardinero se retiraron. Cuando se quedó a solas, el juez Di abrió el cuaderno. Se trataba de una colección de pinturas antiguas, una espléndida obra de arte, de valor extraordinario. Este obsequio evocaba un intento de soborno típico. Si se aceptaba plantear su culpabilidad, el mensaje era: «¡Llévese lo que quiera, y váyase al diablo!»

– Después del aceite de ricino, una cucharada de miel -comentó el juez Di paseando distraídamente la mirada por los bellos paisajes estilizados suntuosamente presentados.

Le habían enviado una de las joyas de la biblioteca. No podía imaginar manera más elegante de pedirle que se marchara. Con ese movimiento la partida de Go resultaba más interesante. Decidió aceptar provisionalmente el regalo… y permanecer en el castillo hasta resolver el enigma: ése y no otro era el regalo que esperaba de sus generosos anfitriones.