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Una estatuilla empieza a hablar; el juez Di descubre nuevos motivos de sorpresa en la familia Zhou.
Una noche más, el juez Di luchó en vano por conciliar el sueño. Las algas verdosas se le habían atragantado. Decidió dar un pequeño paseo digestivo por las galerías que rodeaban la casa. La noche era fresca y revitalizante. El suave chapoteo del agua favorecía el sosiego. Como no llovía, bajó la escalinata para caminar un poco por los senderos arenosos que cruzaban el jardín, por detrás del edificio. Distinguía bajo la luz que ofrecía una luna opaca las sombras de árboles majestuosos, suavemente agitados por el viento. La atmósfera en esa isla en medio del lago era mágica. No costaba creer que una mujer-zorro o algún demonio peludo y cornudo pudiese escabullirse entre dos arbustos con la naturalidad de una comadreja; su presencia no habría resultado chocante en este universo aparte, donde los vínculos con la realidad trivial estaban cortados desde tiempos inmemoriales. La isla era un barco que zigzagueaba entre dos mundos. A fin de cuentas, ¿no era el reino de una diosa? Y los que la habitaban ¿no eran más sus guardeses que sus propietarios? El juez Di sintió que también él habría podido fundirse en la atmósfera tan especial del lugar y dejar que su vida discurriera leyendo poesía en la biblioteca, entre estampas antiguas y obras de arte, despreocupado para siempre de la sociedad de los hombres, de sus crímenes y de sus miserias sin fin. En ese momento envidiaba sinceramente a los Zhou y su plácida existencia que se burlaba de las reglas del común de los mortales.
Inmerso en sus pensamientos, llegó a las inmediaciones de una pagoda al fondo del parque, por encima de la rosaleda. Estaba semioculta por los sauces llorones, cuyas largas ramas rozaban la superficie del agua. En ese instante oyó una voz, sin entender qué decía. Al acercarse descubrió entre las columnas rojas del pequeño edificio una escena extraña que lo dejó fascinado. Un hombre que le daba la espalda estaba arrodillado delante de una estatua monumental de la diosa de cola de pez, cuyo revestimiento dorado destellaba a la luz de una lamparilla colocada en el suelo.
«¿Me has comprendido bien?», preguntó la voz femenina, con sepulcral acento.
– Sí, poderosa diosa -respondió en voz muy baja el mayordomo, con perceptible emoción-. Te obedeceré sin vacilar. Perdóname por haberte ofendido. Yo soy tu muy humilde y fiel servidor.
E hizo el kao-teu como era costumbre en el tribunal: tres veces golpeó el suelo con la frente en signo de sumisión absoluta. El juez casi esperaba ver moverse los labios de la estatua cuando la voz añadió:
«Bien. Ya que te muestras sensato, voy a recompensarte. Tus más caros deseos te serán concedidos. ¡Márchate y recibe!»
Algo luminoso, con reflejos amarillos, cayó revoloteando alrededor del suplicante arrodillado. El juez Di ahogó un grito de justificada sorpresa al ver que una lluvia de oro, una verdadera nube dorada, descendía del cielo como una bendición palpable. El fenómeno se prolongó cerca de un minuto. El juez creyó estar soñando, pero el mayordomo, atónito, seguía sin lugar a dudas en el centro de un embaldosado sembrado de finas virutas de oro. El polvillo luminoso brillaba sobre sus ropas, cabellos y manos.
– ¡Gracias, gracias! -repitió golpeando una vez más el suelo con la frente.
Luego, sin tomarse la molestia de recoger el maná que acababa de derramarse sobre él, salió de la pagoda, la espalda encorvada, cabizbajo, como un hombre al que acaba de aplastar una revelación celeste, sin dejar de murmurar invocaciones o plegarias, y desapareció entre los árboles, en dirección al castillo.
La oscuridad volvió a adueñarse de la pagoda. Durante unos instantes el juez Di fue incapaz de hacer un solo gesto. La visibilidad era demasiado mala como para examinar el lugar. Pospuso las pesquisas para la mañana siguiente y regresó a acostarse, menos dispuesto que nunca a encontrar el sueño.
Al despertar descubrió que la lluvia había reanudado su interminable letanía.
– ¿Ha dormido bien Su Excelencia? -preguntó Hung Liang apartando las cortinas de la cama.
El propio juez Di se sorprendió de haber conseguido dormir. La escena que había presenciado en la noche acudió a su memoria. Se preguntó si sólo había sido un sueño provocado por la penosa digestión de una cena repugnante.
Después del desayuno, se vistió con ropas de abrigo, recogió una tela impermeable y regresó a la pagoda. Los caminos estaban ahora embarrados. Después de una caminata chapoteando sin rumbo bajo el aguacero, por fin dio con el bonito pabellón, que bajo la lluvia le pareció más siniestro que en la oscuridad de la noche.
Una vez en su interior, vio que la estatua, en cambio, era igual de grandiosa a la luz del día. De dimensiones majestuosas, la pintura dorada que la cubría daba la impresión de ser de oro macizo; era un hermoso trabajo de orfebre. Los ojos eran de jade con piedras preciosas incrustadas; los dientes, visibles a través de la sonrisa de los labios en oro rosado, estaban tallados en un marfil inmaculado. Los cabellos, que caían sobre sus senos en forma de pera, estaban atados por un cordón de coral escarlata, y las manos, cuyos dedos eran de una extraordinaria finura, se abrían una haciendo el signo de la bendición y la otra ofrecía una especie de perla plateada de gran tamaño, símbolo de suerte y de buena posición. Ningún objeto en el castillo de los Zhou se acercaba a la perfección y a la originalidad de esta figura votiva. La diosa reinaba en la isla y sobre el lago. Ella era la esencia, el eje y la razón de ser de esa familia, de esa casa. Al contemplar esa mezcla de riqueza y de serenidad, ciertamente se tenía la impresión de que nada malo podía suceder mientras ella velara por la finca, y que ésta desaparecería el día de su declive ya que nada es eterno en este mundo, ni siquiera las efigies monumentales de las deidades de sonrisa celestial.
El enlosado estaba impecable. Alguien se había tomado la molestia de barrer muy diligentemente la lluvia de oro, o bien ésta había existido nada más en la imaginación del soñador. Sin embargo, al examinar con atención los rincones de la estancia, el juez Di descubrió complacido algunas ligeras huellas del polvillo dorado, perdidas en una ranura entre dos baldosas. La escena, por lo tanto, no era fruto de sus sueños. Se apoyó un instante en la barandilla de la pagoda para contemplar el lago, que la lluvia acribillaba con una infinidad de picotazos de plata, el equivalente poético de la lluvia de oro.
¿Qué había sucedido? ¿De qué había sido testigo? Sus firmes convicciones confucianas, que le encastillaban en un pragmatismo estricto, difícilmente darían por buena la visión de una sirena derramando sus dones tangibles sobre un admirador hincado de rodillas. Volvió a examinar de cerca la estatua para averiguar si era posible deslizarse en su interior para crear la ilusión de que hablaba. Había un resquicio entre el fondo de la pagoda y la espalda de la efigie. El juez Di deslizó una mano para comprobar si estaba hueca o era maciza. Era maciza. Pero percibió que la superficie, en lugar de estar pulida como el lado visible, estaba rayada, rugosa. Al retirar la mano constató que estaba cubierta de polvillo dorado. Al mirarlo desde más cerca, vio que no se trataba de un polvillo dorado… ¡sino de auténtico oro en polvo!
Sin importarle la lluvia, salió de la pagoda en busca de una herramienta. Encontró un palo fino y resistente a orillas del camino, lo introdujo en el resquicio y frotó la espalda de la diosa. Finas partículas de oro cayeron al suelo. La cabeza empezó a darle vueltas: la capa de oro era bastante más espesa que una simple hoja. La estatua no estaba pintada con oro sino que ¡era de oro macizo! Tenía delante una enorme fortuna en forma de estatua. Ese solo objeto bastaba para mantener a una familia principesca durante más de un siglo. Los Zhou eran mucho más ricos de lo que había imaginado. De hecho, ¡eran más ricos de lo que nadie en toda la comarca podía suponer! La bendición de la diosa parecía no tener límites.
Cuando se repuso de su estupefacción, entendió cómo se había fabricado la lluvia de oro. Alguien había rascado la espalda de la estatua igual que acababa de hacer él, pero con un objeto metálico, con lo que había conseguido reunir en poco tiempo material suficiente para hacer el bonito truco de magia. Había bastado con lanzar poquito a poco las virutas encima del mayordomo. Unas anchas vigas muy ornamentadas cruzaban la pagoda. Un sencillo sistema de cordajes permitiría a una sola persona provocar el fenómeno. O bien un niño, acurrucado en una de las vigas, podía dedicarse a esa comedia con más facilidad todavía.
Una de dos: o bien durante aquella noche extraña el mayordomo le había gastado una broma explotando su credulidad, aunque ¿con qué fin?, o bien todo había sido una representación destinada a él, el magistrado indiscreto, para que aprendiera a no meter las narices en lo que no le incumbía. Ahora bien, esta coyuntura no era nada comparado con el descubrimiento de que los Zhou estaban sentados sobre un montón de oro con el que no hacían nada, o casi.
Vivían como si de una generación a otra la memoria de ese tesoro se hubiese perdido. ¿Significaba eso decir que el anciano Zhou se había vuelto senil antes de poder transmitir el secreto? Las inundaciones de Zhouan-go eran decididamente una fuente inagotable de preguntas y de fenómenos misteriosos.
Un ruido de pasos a la carrera por el barro atrajo la atención del investigador.
– ¡Este tiempo va a matar a Su Excelencia! -gritó el sargento Hung acudiendo bajo la lluvia, paraguas en mano.
– No te preocupes -respondió su señor-. Me había traído una tela impermeable.
– Muy humildemente le hago notar a Su Excelencia que está medio empapada -dijo el sargento entrando en la pagoda-. El señor Zhou me encarga que le pregunte si le haría el honor de comer con él en privado. Le espera en su biblioteca.
El juez Di sentía mucha curiosidad por ver qué obras había reunido la familia en varias décadas de ociosidad.
– Acepto de buena gana -respondió-. No le hagamos esperar.
Regresaron al castillo, el sargento Hung protegiendo a su señor con el paraguas, a riesgo de mojarse él mismo.
Aunque se tomó el tiempo de cambiarse de ropa, el juez Di fue el primero en llegar a la biblioteca. Libros y rollos atestaban unos estantes lacados de negro que llegaban hasta el techo. Lo más impresionante, sin embargo, era la abundante colección de caligrafías de maestros que cubrían profusamente dos de las cuatro paredes desde el techo hasta el suelo. El juez Di, aunque no era experto en este arte sublime, admiró algunos poemas estilizados de exquisita sutileza, realzados en ocasiones con un pájaro, una flor o una cascada en tinta negra.
– Bonito, ¿no es cierto? -inquirió una voz a su espalda.
Si había creído que los Zhou vivían desde tiempos inmemoriales con la austeridad que había observado en ellos en los últimos días, estaba equivocado. El señor Zhou vestía un magnífico traje de seda ocre, realzado con hilos de oro, que no habría desentonado en una ceremonia de gala en el templo de la Felicidad Pública. Había pretendido honrar a su invitado, o impresionarlo. Por cierta exaltación, el magistrado supuso que ese farolillo viviente había empezado a regar la comida sin esperar a los primeros platos.
Zhou le rogó que tomara asiento antes de dejarse caer en un sillón y ofrecerle una copa de vino tibio. El juez Di prefirió seguir con el té, pero vio decepcionado que no seguía su ejemplo.
La cortesía prohibía a Zhou aludir al obsequio que había hecho llevar a su invitado, pero sí obligaba a éste a mencionarlo al cabo de algunas frases para agradecerlo o rechazarlo. Por la forma como el señor Zhou hablaba de la lluvia y de su hermoso jardín, el juez adivinó su ansiedad por conocer la respuesta. Decidió acabar con sus dudas.
– Le agradezco infinitamente el cuaderno de dibujos con que ha tenido la bondad de agasajarme -dijo-. Es una obra de arte extraordinaria.
Una frase del tipo «Soy indigno de un presente como ése» expresaría un rechazo categórico. Di no lo había pronunciado, Zhou respiró aliviado.
– Eso hará que recuerde con placer su estancia demasiado breve en nuestra casa, cuando haya tomado posesión de su cargo en Pu-yang, lo que, con la ayuda benévola del cielo, no puede demorarse mucho…
– Es cierto -respondió el juez, que había captado el mensaje-. Nunca olvidaré estos días, o semanas, en los cuales he tenido la oportunidad de disfrutar las delicias de su delicada hospitalidad.
La expresión de Zhou se ensombreció. La respuesta no estaba a la altura de su inversión. Se preguntó si no había gastado en vano el capital acumulado por sus antepasados o si le convenía añadir algo más.
– ¿Esas estampas son de su agrado? -preguntó con una amabilidad exagerada-. Tal vez prefiera los bibelots…
El juez Di se preguntó si por «bibelots» se refería a una de las costosas estatuillas de marfil, a una de las cerámicas antiguas, a uno de los vasos de bronce o a una de las encantadoras pinturas que decoraban cada centímetro del castillo. ¿Podía elegir lo que se le antojara si daba a entender que tenía la intención de echar la llave a sus baúles y marcharse sin más demora? Estaba seguro de que estaban dispuestos a elevar la apuesta con tal de verlo salir pitando. Decidió mostrarse evasivo.
– El objeto más pequeño de su casa sería demasiado deslumbrante en mi hogar -respondió-. El único a mi alcance…
Su interlocutor aguzó el oído.
– … es el placer de esta estancia en su casa.
Zhou respondió con una cortés reverencia, aunque esas zalamerías estaban lejos de resolver la situación. Habría preferido oír a su huésped anunciar su partida, incluso al precio de llenar su junco de porcelanas finas. ¡Había cosas que ni las mayores riquezas podían procurar! Ese magistrado era una lata. Pero, en cualquier caso, no se podía dar puerta a un personaje de su rango… La mera idea le daba escalofríos. En el Imperio del Medio existía un principio que no admitía transgresiones, pese al crimen, al robo, la mentira y la ignominia: era el sentido de las convenciones y de la jerarquía. Zhou se preguntó cuánto tiempo aún conseguiría mantener la calma y presentar a ese juez de los infiernos el rostro sereno del amo y señor de la casa incapaz de contrariar las leyes. Dio entonces unas palmadas y al poco entraron el jardinero y la criada cargados con platos y llenaron sus copas, lo cual permitió a Zhou vaciar de un trago la suya, que por supuesto no era la primera de la mañana.
El investigador vio que había llegado el momento de tratar los temas interesantes.
– ¿Puedo preguntarle cuál es el origen de la fortuna de su brillante familia? -dijo descubriendo una especie de moluscos agazapados en el fondo del cuenco que acababan de ponerle delante.
– Bien -dijo Zhou sirviéndose nuevamente de beber-, precisamente, es una fortuna familiar.
– ¿Sí? -respondió el juez, muy poco dispuesto a contentarse con esa explicación.
«Vaya, se dijo. No son moluscos. ¿Algas otra vez? ¿No será ensalada hervida?» Era blando y de gusto salado.
– Mis antepasados supieron administrar su patrimonio con sabiduría -añadió Zhou-. Y sucesivos y ventajosos matrimonios contribuyeron a aumentarla.
«Seguramente es un nabo hervido con alguna especia desconocida -pensó el juez Di masticando una minúscula porción cuadrada de sabor más sorprendente que desagradable-. O puede que sean setas babosa.»
– La señora Zhou es miembro de una de las mejores familias de la región, ¿no? -declaró sin creer ni una palabra de lo que decía.
– ¡En efecto! -se apresuró a señalar su comensal-. Tiene vínculos con toda la nobleza de nuestra localidad, como delata su infinita distinción.
No tenían la misma idea de la distinción. El juez Di estaba asombrado al ver hasta qué punto su interlocutor se mantenía tercamente en la superficie de las cosas, como si quisiera evitar a cualquier precio entrar en detalles, como si cualquier precisión relativa a su linaje estuviese descartada. Y además bebía como el dragón de ocho estómagos de la fábula. Su esposa no estaba en la sala para ponerle freno. La cosa se ponía embarazosa. El juez Di se mostró maravillado ante la colección de caligrafías.
– Seguro que usted mismo es un experto en este arte -aventuró.
– No, qué va -respondió su anfitrión-. Era la colección de mi difunto abuelo. Yo me intereso sobre todo por la literatura.
El jardinero llegó inesperadamente, sin aliento. Murmuró algo al oído de su amo, que respondió enojado.
– Envía a Song. Que él se ocupe; eso es cosa suya. ¿Qué puedo hacer yo?
Sus ojos mostraron cierta preocupación hasta que pareció recordar que no estaba solo. Miró al juez Di y añadió en tono más firme:
– No me estorbes más. ¡Márchate!
Después, como si esta interrupción le hubiese alterado, se lanzó atropelladamente a perorar sobre su tema de soliloquio favorito: sus galopadas por las montañas, en medio de una naturaleza mágica y cautivadora. Su inesperado arrebato lírico le recordó vagamente algo al juez Di, aunque en ese preciso instante era incapaz de ponerle nombre a su reminiscencia.
Por fin, al cabo de una de esas carreras desenfrenadas por colinas imaginarias, el jinete se sumió en silencio en el trance poético. Al cabo de poco tiempo, su barbilla cayó sobre el pecho; su invitado comprobó que se había quedado dormido. Su pecho exhaló un ronquido cada vez más potente. El vino lo había vencido. El juez Di, que había ingerido una cantidad de té por lo menos equivalente, notaba que le provocaba el efecto inverso. Dejó a su anfitrión durmiendo la curda y salió de la sala sin hacer ruido.
Mientras volvía a sus habitaciones, oyó el sonido de una conversación cortés en la escalinata. Vio de lejos al mayordomo haciendo una reverencia. El bonzo del templo de la Felicidad Pública respondió del mismo modo y se alejó a pasitos por el sendero. Di se apresuró a darle alcance.
– ¡Noble juez! -exclamó el bonzo volviéndose-. Veo que al menos hay una persona en esta casa que no ha caído enferma por estas siniestras fiebres.
– ¿Las fiebres? -se sorprendió el magistrado.
– ¡Sí, las fiebres! Había solicitado una entrevista con el señor Zhou, pero me han contestado que estaba en cama. Nada grave, por lo que parece. En tiempos de epidemia, hay que ser prudente. Procuraré volver dentro de unos días.
El juez Di adivinó que al bonzo le preocupaba menos la salud de los Zhou que la presencia en la casa de un competidor, y que ése era el verdadero motivo de su visita. La curiosidad lo devoraba y estaba absolutamente decidido a averiguar qué se cocía, dispuesto a presentarse con su barca en la finca tantas veces como fuera necesario.
– Es cierto, el señor Zhou está algo indispuesto -respondió el juez-. Cuando me he despedido de él, descansaba de sus pesares.
– Eso he entendido. Si se pone en manos de cualquier monje charlatán para que vele por su bienestar, no me extraña que se encuentre mal. Espero que venga pronto al templo a dar gracias a Buda por su recuperación. Rezaré para que así ocurra. Dígaselo. El mayordomo Song no ha sido muy colaborador. Me preocupa que esta casa haya caído en unos excesos de religión perniciosos.
El juez Di estaba muy de acuerdo con él en este punto. El bonzo le saludó exagerando su tristeza y reemprendió camino hacia el pórtico.
El juez estaba sorprendido de que se hubiesen atrevido a mentir a un religioso. Luego se dijo que Zhou había adivinado claramente el motivo de la visita y no había querido dar explicaciones sobre su nueva orientación religiosa, una actitud perfectamente comprensible. Las prácticas ascéticas adoptadas por la familia necesitaban la mentira por personas interpuestas. Mala cocina de un lado, mentiras del otro… Si tuviera que elegir, habría preferido que le mintieran y que le dieran bien de comer.
Cerca de una saloncito de amplios ventanales que daban a un patio interior donde se cultivaban orquídeas, vio a la señora Zhou absorta en la contemplación de sus flores; la disposición de éstas demostraba un gran interés por unas plantas tan hermosas como frágiles. El juez Di carraspeó. La dama se volvió lentamente para saludar a su invitado.
– ¿Su Excelencia me hará el honor de compartir una taza de té perfumado?
Aunque algo excitado por la tetera que había vaciado en compañía de su marido, el juez Di cazó al vuelo que se le presentaba una primera oportunidad de conversar a solas con la señora de la casa. Parecía melancólica, casi ausente. Era sorprendente la propensión de esta mujer a cambiar de humor de un día a otro. Su carácter polimorfo no tenía consistencia: en este momento parecía muy tranquila, casi etérea, como normal y exuberante se había mostrado durante las comidas.
– Son una flores magníficas -dijo el magistrado antes de humedecer los labios en la taza.
– Son mi orgullo -respondió la señora Zhou-. Contemplarlas me consuela de todo.
El juez se dijo que probablemente se refería a la afición de su esposo a los alcoholes fuertes.
– Supongo que exigen mucha dedicación -respondió.
– ¡Ah, sí! Requieren un cuidado muy meticuloso.
Se inclinó para aspirar una flor particularmente compleja, que por desgracia no tenía fragancia, como la mayoría de sus congéneres.
– No huele a nada -confirmó la señora Zhou con una pizca de tristeza.
El juez Di se sorprendió esta vez de que una mujer acostumbrada a cultivar orquídeas pudiera extrañarse de que carecieran de olor. La señora Zhou se acercó a otra flor y hundió la nariz en su interior.
– ¡No se acerque demasiado! -advirtió el magistrado-. Ésta segrega una sustancia tóxica.
– ¿De veras? -dijo la señora Zhou apartándose de la planta-. Me parecían bonitas esas cabezas blancas.
– Soy un gran aficionado a la medicina, de manera que poseo algunos conocimientos en este campo. Ya puede suponer que es una pasión útil en mi oficio. El arbusto que acaba de respirar permite destilar una poción muy eficaz contra las dolencias del corazón. Pero en dosis elevadas resulta peligroso.
La señora Zhou se quedó pensativa.
– La muerte en mi jardín privado -dijo-. Parece el verso de un poema. ¿No ha escrito alguien ya sobre este asunto?
– Las flores más hermosas son las más venenosas -respondió el juez Di por decir algo ingenioso-. Le recomiendo que se lave las manos después de haber tocado ésta. Nunca se es demasiado prudente.
Ahora tenía la impresión de estar adoptando un fastidioso aire de viejo moralista. Pero, después de todo, esta jardinera aficionada no sabía nada de nada. ¡Tener en su propia casa esencias peligrosas e ignorarlo!
– ¿Y es que la belleza y la muerte no son hermanas gemelas? -dijo ella en tono despreocupado.
Sostenía en una mano las tijeras de podar. El juez Di se fijó en un soberbio ejemplar moteado.
– Veo que ha conseguido una magnífica pantera imperial -la felicitó.
– Sí, creo que sí -respondió la señora Zhou.
Dicho esto, acercó las tijeras y cortó con negligencia la flor más hermosa de su jardín y se la colocó adornando el pelo. El juez enarcó las cejas, estupefacto. ¡Lo que acababa de hacer era como si su marido hubiese quemado delante de sus ojos el ejemplar más hermoso de su colección de caligrafías! ¡Su despreocupación era milagrosa! Aún asombrado, Di saludó con una reverencia y se retiró.
Dos cosas lo habían impresionado: si la dama amaba sus flores tanto como decía, no habría sacrificado la más rara de todas, la suntuosa y delicada pantera imperial por media jornada de coquetería. De otro lado, no se veía que hubiera cortado ninguna otra flor en el macizo, lo cual significaba que la señora Zhou no tenía por costumbre actuar así con sus flores. Algún grave suceso tenía que haber alterado por fuerza el comportamiento de esa mujer al punto de hacer que destruyera sin pensar lo que hasta un minuto antes era su orgullo. ¿Qué había podido provocar ese cambio, perturbándola tanto?
Un piar de pájaros que venía de otra ala de la casa atrajo la atención del juez Di. Una gran jaula de bambú se levantaba en medio de una estancia bastante amplia y luminosa. La señorita Zhou estaba dando de comer grano a los pájaros. La muchacha hizo una profunda reverencia cuando él se acercó.
– ¿Me haría el honor? -dijo, señalando una tetera que humeaba encima de una mesa baja.
Era el día del té. Se resignó a saborearlo por tercera vez, en compañía de la señorita Zhou. A fin de cuentas, los temas de conversación con una muchacha de la buena sociedad no abundaban.
– ¿Qué edad tiene usted? -preguntó en el tono de un adulto bondadoso.
– Tengo dieciséis años, noble juez -respondió ella bajando los ojos con una timidez algo exagerada.
«Parece mayor -pensó el juez-. Bien, aquí tenemos una niña a la que convendría casar pronto o se marchitará como las orquídeas en el cabello de su madre.»
– ¿Se habla ya de planes de matrimonio?
– Oh, no creo -respondió con un nuevo alarde de timidez juvenil que supuestamente debía reflejar una educación tan severa como reclamaba su posición-. Mis padres no hablan de estas cosas. Y yo no me atrevo a pedírselo.
«Toda una lagarta», se dijo el juez. Una extensa práctica de interrogatorios en el tribunal le permitía apreciar como experto el aplomo con que esta bachillera escondía su juego.
– Se lo ruego -dijo dejando la taza-, continúe dando de comer a sus pájaros. No se moleste más por mí.
– Son tan buenos -dijo la muchacha-. Yo soy la única que se ocupa de ellos. Si no fuera por mí, morirían de hambre y de tristeza.
El juez Di descubrió un pequeño cadáver cerca de la puertecita enrejada.
– Pues parece que incluso así se mueren.
La señorita Zhou sacó de la jaula el cuerpo sin vida de una curruca.
– No sé qué les pasa -dijo-. Desde hace un tiempo no se encuentran bien. Cada día encuentro un pájaro muerto. Y mueren por una razón desconocida. Yo no sé qué hacer. ¿Entiende usted algo de pájaros?
– Lástima, pero no -respondió el juez-. Los únicos seres a los que he llegado a enjaular caminan sobre dos patas y no tienen tanto encanto. Debería preguntarle a su madre. Si ella es tan experta en la cría de pájaros como en jardinería, sus esfuerzos harán maravillas.
La señorita Zhou no respondió. El juez se dispuso a despedirse: el té empezaba a provocarle palpitaciones. La señorita Zhou se levantó a su vez y lo despidió con una inclinación.
En el pasillo, estuvo a punto de tropezar con el jardinero. Estaba convencido de que el joven había estado espiándolos. El desdichado muchacho parecía el enamorado con el corazón roto al que se negaba toda esperanza de matrimonio. Bien es verdad que había recibido importantes compensaciones. ¿Y si el viajante de sedas hubiese sido amante de la señorita Zhou y no de su madre? En tal caso, el jardinero indiscreto se convertía en un muy posible culpable… El juez Di guardó la idea en un rincón de su mente prometiéndose estudiar ese punto más tarde.
El sinfín de tazas de té empezaban a provocarle un estado de nerviosismo que contradecía el equilibrio mental predicado por Confucio. Necesitaba salir a respirar al aire libre y se fue a caminar por el parque. Contemplando la superficie del lago con el que los Zhou mantenían tan intrigantes relaciones, no le habría sorprendido demasiado ver aparecer a plena luz del día a la sirena del cabello dorado. En un lugar tan atípico podía ocurrir cualquier cosa.
A cierta distancia de la finca, unos sonoros «plaf» atrajeron su atención hacia una pequeña playa. Allí encontró al menor de los Zhou armado con una sacadera, cerca de las cubetas flotantes donde se criaban esas carpas tan canijas que les servían en la mesa.
– ¿Te diviertes, criatura? -saludó.
– Sí, noble juez.
El niño le explicó en qué consistía el juego y le invitó a participar. Al menos, éste no le ofrecía una taza de té. Pescaba los peces con la sacadera para luego arrojarlos al agua. Di se extrañó de que le permitieran torturar así a la crianza con riesgo de ahogarse. Tuvo la impresión de que nadie velaba por el niño. Habitualmente, el heredero de una familia china de rancio linaje vivía, por el contrario, rodeado de atenciones como al principal tesoro de la casa. También era cierto que la familia Zhou cuidaba muy poco sus tesoros.
– ¿Tu abuelo no juega contigo? -preguntó el magistrado, retrocediendo para no quedar salpicado por los esfuerzos entusiastas del pequeño pescador.
– Me gustaría, pero esta tarde tiene prohibido salir. Tiene que quedarse en su habitación descansando.
– Ah, sí… -dijo el juez Di-. Pero saldrá a veces… cuando le abren la puerta.
Le guiñó un ojo al niño y éste soltó una risita.
– Lo has liberado alguna que otra vez, ¿eh? Y haces rabiar a tus padres…
– Me gusta sacar al viejo señor -confesó el niño-. No me gusta estar solo todo el día. Pero he prometido no hacerlo más, me han dicho que la próxima vez me darán un buen azote.
«Bueno, al menos hemos aclarado un punto», se dijo el juez Di despeinando el cabello del niño. Luego se alejó, porque las salpicaduras empezaban a ser francamente una amenaza para su traje de seda.
Regresó al castillo a paso lento, las manos cruzadas a la espalda, y mentalmente hizo balance de la tarde. No dejaba de sorprenderle constatar cómo lo que estaba vivo desfallecía. Era el indicio de un desequilibrio vital; eso podía efectivamente indicar que se había producido una muerte violenta. Esas orquídeas cortadas, esos pájaros que se extinguían lánguidamente uno tras otro, esos peces descuidados, los niños librados a su suerte, las obras de arte que regalaban al primer recién llegado, la superficie rascada de la estatua de oro sin que a nadie le preocupara… ¿En qué clase de casa estaba? Todo se estaba yendo a pique, como si ya nada importara. Como si la esperanza hubiese muerto. Como si ya no existiera el futuro. No era ya una vida apartada del mundo: era una muerte lenta y aceptada, una decadencia consentida. No se necesitaba una inundación para socavar los cimientos de la finca. A este paso, en pocos meses tan sólo quedarían ruinas sobre el lago Zhou-an.