172838.fb2 El castillo del lago Zhou-an - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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6

El juez Di tiene un sueño; hay otra muerte en la ciudad.

A fuerza de contemplar la lluvia desde la cama, el juez Di acabó quedándose dormido. Al levantarse se preguntó qué hora podía ser. Nadie se había atrevido a despertarlo. ¿Se había perdido la cena? Vio que alguien había dejado platos para él en la alcoba. No era mala idea, pues estaba un poco cansado de las envaradas comidas con los Zhou. Mojó los palillos en los productos que contenían los cuencos, que no le parecieron ni mejores ni peores que de costumbre. La capacidad de adaptación del ser humano es una inagotable fuente de asombro. Luego volvió a acostarse llevándose un libro de poesías que había cogido de la biblioteca de su anfitrión.

Esa noche soñó algo curioso. La diosa del lago emitía un melodioso canto para atraer a los hombres hasta sus riberas y luego se convertía en un monstruo cuyas fauces abiertas devoraban a los imprudentes melómanos. El juez Di despertó sobresaltado de la pesadilla. ¡Vaya! El castillo no le dejaba descansar ni siquiera en sueños. Tuvo la impresión de que el curioso y temerario personaje del sueño era él mismo, y que el monstruo que lo devoraba no era sino el misterio impenetrable de la finca. Al cabo de unos instantes, recuperado del susto y la calma, oyó un ruido sospechoso en el exterior.

A toda prisa, se puso la capa, se protegió la cabeza con el gorro y salió a sondear la noche en la galería cubierta. Había dejado de llover. Una ligera bruma iluminada por la luna flotaba encima del lago, dándole una atmósfera fantasmal. El juez Di oyó entonces la voz cautivadora de su sueño. Una mujer recitaba dulcemente una salmodia. El canto procedía indudablemente del agua. ¿Y cómo era posible? ¿Había alguien tan chiflado para coger la barca a una hora tan avanzada de la noche, en medio de esa humedad helada, entre los lotos y las ranas?

Súbitamente se creyó transportado a su sueño. Una forma, al principio difusa y luego terriblemente nítida, atravesó la bruma. La diosa de la pagoda flotaba sobre las aguas. Tenía la piel dorada, el largo cabello le cubría los pechos e iba montada a lomos de un pez gigante que se desplazaba lentamente. De golpe, una miríada de luciérnagas se encendió a su alrededor. Debían de ser las almas de los Zhou ya difuntos, que continuaban sirviéndola aún después de muertos. El juez Di esperaba que la deidad no se convirtiera en un monstruo como en su sueño. Pero nada de eso ocurrió. En cambio, un hombre descendió a la orilla. El juez Di reconoció la silueta del mayordomo Song, que estaba claro era una de las presas favoritas de la divinidad. La diosa, sin dejar de cantar su melodía, tendió en dirección a él una perla plateada de gran tamaño, igual a la de la pagoda. La sombra masculina seguía inmóvil junto a la orilla, como hipnotizada por el espectáculo. Al fin, el canto se atenuó hasta hacerse inaudible, tal vez porque la cantante había llegado a las riberas de un mundo al que los hombres no tenían acceso.

El magistrado observó con inquietud qué hacía el criado. Lo vio desaparecer entre los macizos de camelias. Esta vez el juez quiso averiguar adónde llevaba toda la peripecia y corrió tras sus pasos. Sin embargo, Song, acostumbrado a las vueltas y revueltas del parque, le despistó probablemente sin saber que alguien le estaba siguiendo.

El juez regresaba al castillo a través de los arbustos que le arañaban las manos, cuando un objeto brillante atrajo su mirada. Se agachó y descubrió que se trataba nada más y nada menos que de un lingote de oro. A los Zhou no les bastaba con poseer estatuas de oro macizo, sino que además tenían que pavimentar los senderos de la finca con el metal precioso, plantándolo en el parque a ver si crecía -¡y estaba claro que crecía!-. La casa rebosaba de oro, escupía oro por todos los orificios, estaba intoxicada de oro.

Incapaz de volver a acostarse, caminó hasta la pagoda llevando el lingote en la mano. De nuevo vio una sombra fugitiva a lo lejos. Quiso salir en su persecución, pero resbaló en el barro y cayó cuan largo era sobre el fango pegajoso. Y encima se ponía a llover otra vez. Ya no había forma de ver nada. El juez subió los escalones del pequeño templo y se sentó en el suelo, tan aturdido por lo que acababa de ver como por la caída. La luna reapareció por un instante entre dos nubes. Un resplandor plateado lo deslumbró. Se levantó y se acercó a la estatua. La perla de plata, la misma perla que la aparición había paseado por el lago, estaba ahora entre los dedos de la diosa, como si fuese la propia efigie la que hubiese subido a lomos del pez gigante para visitar sus dominios. Fijándose más, el juez descubrió en el suelo algunas virutas de oro. A tientas, barrió con la mano el embaldosado. Su palma húmeda recogió tres pequeñas virutas de oro. Comprendió que alguien se había vuelto a burlar de él. Habían despegado la perla y vuelto a colocarla, utilizándola como atrezzo de una hábil exhibición. Eso significaba que al menos no había enloquecido. Sin embargo, seguía fascinado por la mágica visión. Era el espectáculo más extraño que había presenciado nunca.

«¡Día fasto!», se dijo a primera hora de la mañana. Acababan de servirle de desayuno unas tortas en aceite de lo más insulso, como las que se podían comprar en la esquina de cualquier calle. Pero no había nada que flotara o apestara, lo que era en sí mismo un prodigio. Se sentía de excelente humor, el día se anunciaba bajo los mejores auspicios. ¿Sería igual de afortunada la pesca de indicios?

El sargento Hung le anunció que el capitán del junco les había enviado a uno de sus marinos; ese individuo era insaciable en materia de dinero y reclamaba más sapeques en pago por los trabajos de reparación. El emisario esperaba delante de la casa a que hubiesen sangrado a su presa. La jornada no era, pues, tan prometedora como parecía.

– ¿Qué piensas tú? -preguntó el juez a su criado-. Están reconstruyendo el barco de arriba abajo a mis expensas, ¿no te parece?

La noche pasada, Hung Liang había ido a la ciudad. Había fiesta en la posada y los marineros pasaban más tiempo emborrachándose en galante compañía que claveteando las tablas de su barcucho. Dicho sea en su descargo, el estado del río no era un aliciente para el trabajo. Reparado el junco o no, seguía siendo demasiado aventurado reanudar la navegación. Vamos, que no se esperaba una inminente partida.

El juez Di comprendió que lo tomaban por necio. Mandó responder al capitán que pagaría lo que hiciese falta una vez terminada la reparación y cuando se dispusiera a embarcar. Ni una moneda más para brindar a su salud, eso los motivaría más que la duración de las crecidas. Pero en parte lamentó tener sentido común, que amenazaba con alejarlo del castillo mágico y de su intrigante secreto.

El resto de la mañana la dedicó a leer relatos históricos y a vagabundear por la hermosa mansión casi vacía. El juez estaba acostumbrado a verse desbordado de trabajo, entre la gestión de los asuntos corrientes y los expedientes de justicia que debía instruir.

Una sola investigación a la vez equivalía para él prácticamente a estar de fiesta. Fue a devolver la obra que había cogido la noche anterior, impaciente por llevarse otra.

Conforme pasaba el tiempo, la casa se veía más descuidada: todo se desmoronaba. Las flores se marchitaban en los jarrones sin que nadie se preocupara de cambiarlas. Podía decirse que los criados, que no parecían abrumados de trabajo aparte de la elaboración de esas calamitosas comidas, no hacían nada por el mantenimiento de la casa. Por lo que se veía, la limpieza era la última de sus prioridades. El juez Di pasó un dedo por los estantes y se llevó una parte de la espesa capa de polvo que los cubría. La vieja criada se atracaba del día a la noche, a cualquier hora que tropezara con ella por los pasillos siempre estaba masticando algo. El mayordomo desaparecía, cuando no andaba de ronda por el parque dedicado al cielo sabía qué. Se podía recorrer toda la finca sin dar nunca con el monje o el jardinero. El juez comprendía ahora por qué los Zhou habían podido prescindir tan fácilmente de los otros criados: como propietarios, eran asombrosamente negligentes.

El gong avisó de la hora de comer. El juez Di suspiró y cerró el libro diciéndose que no había placer sin penitencia.

La señora Zhou había cambiado de personalidad una vez más. Ya no era la delicada botanista del jardín de orquídeas sino una matrona maquillada de modo ostentoso, decidida a lucir todas sus joyas a la vez, igual que esos árboles votivos cargados de ofrendas a cual más vistosa.

– ¿Qué tal soporta la humedad? -preguntó amablemente a su invitado.

– La lluvia me brinda el placer de una estancia entre ustedes, y le doy las gracias por ello cada día -respondió el juez en el mismo tono.

– Oh, pero ya no puede durar más -dijo la señora Zhou-. Pronto será la fiesta de la perla.

El magistrado preguntó qué fiesta era ésa, pues nunca había oído hablar de ella. El padre de familia explicó que se trataba de una costumbre local muy antigua. Tradicionalmente, ese día lucía el sol, por malo que hubiese sido el tiempo los días previos. La población esperaba asimismo con impaciencia la ceremonia, y este año sobre todo. En cualquier caso, y ocurriera lo que ocurriera, saldrían en procesión sobre el río. Era inconcebible que no se celebrara, fuera cual fuese el humor del río. Las barcas celebraban la fertilidad del río mediante el símbolo de la perla de plata, y el junco de los Zhou sería como siempre el más hermoso, el más espacioso, el mejor engalanado. Una perla de piedra plateada sería arrojada en medio del agua; ese gesto simbolizaba la gratitud de los habitantes, que devolvían a la diosa una parte de los favores con que los había gratificado a lo largo del año.

– Bonita costumbre -ponderó el juez Di, preguntándose si la historia de la perla tenía algo que ver con la escena que había presenciado la noche pasada.

– ¡No habrá fiesta! -anunció una voz trémula desde el umbral-. ¡Nunca más habrá fiesta! ¡La perla ya no brilla! ¡La diosa estará enfurecida!

Por la expresión de sus anfitriones, el juez supuso que el anciano Zhou había vuelto a escaparse de su habitación. El mayordomo apareció pisándole los talones. Se inclinó sobre su señor para hablarle al oído, pero el juez Di pudo oír claramente lo que le decía:

– Creo que hay alguien que se divierte abriéndole la puerta…

El pequeño Zhou estaba con la vista clavada en su cuenco de arroz. No había que ser muy listo para adivinar a quién se referían esas acusaciones. El granujilla había vuelto a desbloquear el pestillo, cediendo a los ruegos de su abuelo para desesperación del resto de la familia.

Muy sorprendido, el magistrado vio que el señor Zhou no consiguió disimular un gesto de enfado. Rojo de ira, advirtió a su hijo que ya era hora de poner fin a sus lamentables bromitas. Por primera vez veía a ese hombre desustanciado y sin carácter recurrir a su autoridad paterna. Salvo que no era la ocasión más oportuna, pues habría que aplaudir al compasivo muchachito, que al desbloquear la cerradura se había limitado a obedecer la voluntad de su venerable abuelo. ¡Bonita idea mantener al viejo encerrado durante seis días de la semana y ponerlo a correr por las calles el séptimo día! ¿Cómo iba un niño a comprender esa paradoja, si hasta un magistrado dotado de una agudísima inteligencia estaba desconcertado? Al terminar el plato, el juez se despidió de sus anfitriones. Apenas doblaba la esquina del pasillo, llegaron a sus oídos las voces de una explicación a gritos entre las tres generaciones de la familia Zhou.

Fue a tenderse unos instantes en su habitación para soñar con el arrullo del viento barriendo las aulagas. Pero el descanso fue breve, pues Hung Liang entró para anunciarle que había un campesino esperándole en la escalinata: en la ciudad se había producido una desgracia.

– ¿Y ahora qué ocurre? -preguntó el juez de pésimo humor al ver su siesta interrumpida-. ¡Esperaba aprovechar este paréntesis para reposar! ¡Terminaré por creer que hay más trabajo para un magistrado en esta pequeña aldea que en la gran ciudad de la que vengo!

– El bonzo ha aparecido muerto, noble juez -explicó Hung Liang-. Lo han encontrado ahogado en el patio del templo.

– ¡Dame la capa, rápido! -respondió su señor, despierto de golpe-. ¡Quiero ser de los primeros en llegar al lugar de los hechos!

A toda prisa salió a la puerta de la finca, donde una barca lo estaba esperando, y llegó al centro de la pequeña ciudad en un tiempo récord. Una decena de personas le esperaban con expresión abatida en el interior del santuario de la Felicidad Pública. El cadáver reposaba encima de una mesa delante del altar.

– ¿Se puede saber qué es esto? -preguntó sin dar crédito a lo que veía-. ¿Quién se ha tomado la libertad de mover el cuerpo?

Los aldeanos se justificaron diciendo que les había parecido necesario a la dignidad del difunto sacarlo del agua.

– ¿No saben que la ley prohíbe formalmente mover un cadáver? -les reprendió-. ¡Vuelvan a colocarlo inmediatamente en el mismo lugar donde lo encontraron!

Cuatro hombres cogieron el cuerpo haciendo gestos de repugnancia y lo trasladaron a todo correr a la parte trasera del edificio, seguidos por el magistrado. Llegados al patio interior, que estaba completamente inundado, se detuvieron vacilantes.

– ¡Vamos! -les conminó el juez-. ¿Dónde estaba?

– Aquí -dijo uno.

A un gesto sin réplica del juez, los cuatro hombres soltaron el cuerpo, que cayó al agua con un siniestro ruido de zambullida. El juez lanzó una mirada circular. ¿Cómo diablos había podido el bonzo ahogarse en su propio patio, un lugar que conocía al dedillo? Le cogió el bastón a un anciano y lo hundió en el agua. No había más de un codo de profundidad. Vamos, que se había ahogado en un barreño. Habría que estar borracho para llegar a tan lamentable resultado.

– ¿Tenía el bonzo por costumbre beber más de la cuenta? -inquirió.

Los aldeanos respondieron que de ninguna manera: el bonzo se atenía estrictamente a la digna sobriedad que su función exigía. En ese sentido, no se le podía reprochar nada. No tenía más pecado que la glotonería, como su figura rolliza delataba. Nadie podía explicarse tan desgraciado accidente. Seguramente, se habría sentido repentinamente indispuesto, cayó al agua y ya no pudo levantarse.

El juez mandó sacar por segunda vez el cadáver de su baño para examinarlo. No se lo veía rojo o violáceo, como lo estaría un hombre víctima de una dolencia cardíaca. No mostraba rastro de golpes. Al menos, no había sido golpeado, como el vendedor de sedas. Y tampoco lo habían estrangulado: su cuello estaba intacto. En cambio, la cara no expresaba la serenidad de quien se dispone a iniciar una nueva y brillante etapa de su karma: sus rasgos mostraban un rictus de disgusto. No debió de ser una muerte agradable. Esa mueca alimentaba algunas dudas sobre la naturaleza de su fallecimiento.

– ¿Desea Su Excelencia ver al médico? -preguntó uno de los aldeanos, dubitativo.

– Sí. Háganlo venir.

Mientras uno de ellos salía en busca del galeno, el magistrado examinó los apartamentos privados del bonzo, que comunicaban con el templo y daban al patio. La mesa seguía puesta para la comida. Observó que el religioso no había terminado de comer. Algunos cuencos estaban vacíos, pero otros seguían llenos. ¡Ese hombre se había levantado en medio de la comida para ir a ahogarse a dos pasos de la mesa! Ahí no había ninguna lógica; si estuviese dormido y el agua hubiese subido inesperadamente, podría creerse que se había dejado sorprender, pero no era el caso. Había interrumpido su colación para caer al agua, debajo de donde se encontraba, para ahogarse por así decirlo en una taza de té. ¿Podía ser un suicidio? Tal vez provocado por el temor a perder los donativos de los Zhou. Era un poco pronto para dejarse vencer por la desesperación. La última vez que vio al bonzo, le pareció más enojado o contrariado que fatigado o deprimido. Al contrario, estaba resuelto a luchar contra el intruso con toda la fuerza de su fe en la superioridad de la Felicidad Pública sobre los aventureros oportunistas.

El médico entró en el salón interior del templo. Su expresión le pareció al juez menos presuntuosa que la vez anterior.

– ¿Su Excelencia me necesita? -preguntó-. ¿Puede mi miserable persona serle de alguna utilidad?

El juez Di señaló el cuerpo inerte y empapado, tendido sobre el embaldosado, junto al agua.

– Por favor, ausculte a este individuo -respondió-. Me gustaría ante todo conocer la hora aproximada de su muerte y su causa, si ello está dentro de su competencia.

El médico pareció algo desconcertado ante el cuerpo del bonzo que yacía a sus pies, pero se comportó como un hombre acostumbrado a contemplar carnes sin vida.

– Muy bien, noble juez -respondió abriendo su estuche de instrumentos.

Di advirtió complacido que se mostraba más respetuoso ahora que se sabía delante de un magistrado. Se terminaron las observaciones mordaces sobre los muertos que no pueden permitirse el lujo de sus eminentes servicios.

El médico también se mostró desconcertado por el aspecto del difunto.

– Por lo que hace a la hora de su muerte, es reciente, muy reciente -aseguró-. Apenas una hora o dos, diría yo. Este desdichado ha pasado en el agua apenas unos minutos. La elasticidad de la piel resulta anormal y los ojos no están vidriosos.

Un aldeano hizo ademán de querer añadir algo. El juez le concedió la palabra.

– Si me permiten, el bonzo no ha estado solo mucho rato. El mozo de la posada le ha traído la comida, y la criada del templo lo ha encontrado como ustedes han visto, una hora después, más o menos.

– Bien -dijo el juez-. ¿Y qué me dice de la causa del fallecimiento?

– Lo ignoro -admitió el galeno-. No se ahogó. No hay golpes. Parece una afección pulmonar o cerebral.

– ¿Trataba usted al bonzo de alguna de esas enfermedades?

– De ninguna manera, noble juez. Tenía una salud excelente, que yo sepa. Por lo demás, todos mis pacientes gozan de excelente salud. En eso se reconoce al buen médico. Solamente mis colegas sin talento tienen pacientes enfermos. Los míos me agradecen los cuidados que dedico a mantener su buena salud. Si le hubiese diagnosticado este tipo de problema al bonzo, tenga por seguro que lo habría sanado. Por otra parte, si Su Excelencia quiere hacerme el honor de consultar conmigo, será un placer confirmarle que rebosa de salud.

El juez levantó una mano para atajar en seco ese libelo publicitario.

– ¿Sería capaz de determinar si este religioso pudo ingerir una dosis de veneno poco antes de su muerte?

El médico respondió que lo intentaría. Sacó de su estuche un frasco y administró al muerto un lavado bucal, para comprobar si su aparato digestivo contenía algún producto sospechoso o sangre. Haciendo presión en su abdomen, forzó al cadáver a tragar el líquido, luego lo sentó como una muñeca y lo dobló en dos para que escupiera. El bonzo devolvió no varios litros de agua sino la exacta cantidad que le había hecho ingerir, teñida de rojo.

Los aldeanos retrocedieron un paso. El médico se secó las manos. Una sonrisa triunfal iluminaba su cara.

– De esta prueba, noble juez, podemos deducir dos cosas. Una: nuestro hombre no se ha ahogado, pues su estómago no contiene suficiente cantidad de agua. Dos: poco antes de su muerte ingirió una sustancia que le irritó el aparato digestivo hasta el punto de hacerlo sangrar, un hecho que no podemos atribuir sin más al arte culinario de nuestro posadero.

– ¿Quiere decir que ha sido envenenado? -especificó el juez.

El médico asintió con un gesto de la barbilla.

– Su sagacidad va a la par que su lucidez, noble juez -respondió con una amabilidad en la que latía cierta vanidad-. Esto es lo que en nuestra jerga profesional acostumbramos a llamar envenenamiento.

– ¿Un asesinato en nuestra pequeña ciudad? -dijo uno de los lugareños con aire sombrío-. Es preocupante.

– Sí, sobre todo si es el segundo en una semana -le corrigió el juez.

Las facciones del médico mostraron una viva sorpresa.

– ¿Debo entender de las palabras de Su Excelencia que sospecha que la muerte del comerciante de sedas no fue accidental?

– Hago más que sospechar. Y esta nueva muerte me confirma en mi idea, por si hiciera falta.

Regresó al apartamento del bonzo, permaneció largo rato inmóvil delante de la mesa, que le tenía obsesionado, y husmeó los alimentos. Nada sospechoso, aunque algunos de los cuencos estaban vacíos. Los hechos estaban claramente establecidos: el asesino, después de envenenar al religioso, por ejemplo depositando una ofrenda de vituallas para él, había recogido la comida adulterada y lanzado el cuerpo al patio inundado para que se confundiera con un accidente.

– ¿Alguien ha visto algo inhabitual? -preguntó al grupo de hombres-. ¿Saben si hoy el santo varón iba a comer en compañía?

Nadie sabía nada; nadie había notado nada ni visto nada. «Es la ciudad de los sordos y los ciegos», se dijo el magistrado. El agua omnipresente lo había cubierto todo con una capa de algodón por la que el asesino se desplazaba sin que nadie se percatara de su presencia. La gente sólo tenía ojos para medir el nivel del río. Podrían estar descuartizando a sus esposas en el cuarto de al lado y no se enterarían.

Tras despedirse del médico, regresó al castillo meditando sobre el nuevo asesinato. ¿Podía considerarse al monje-cocinero como un posible sospechoso? ¡Estaba claro que sus interrogantes lo conducían una vez más al castillo de los Zhou! La muerte rondaba a la familia. Se había instalado en los parajes del castillo y segaba alrededor de la hermosa finca venenosa. Estaba persuadido de que compartía alojamiento con ella.

¿El asesinato del bonzo tenía alguna relación con su visita de la víspera? Podía ser que el monje empleado en las cocinas, preocupado por conservar un cargo tan interesante hubiese enviado a su competidor al otro mundo? Después de todo, tenía a la vez el móvil y los medios. ¿El religioso había descubierto algún secreto relativo al origen, al pasado del predicador itinerante? Era imprescindible tener cuanto antes una conversación con él.

El rechoncho monje estaba precisamente en su feudo ocupado en atizar a las anguilas de la cena, con gran disgusto de su visitante. No era que las anguilas no fuesen plato de su gusto, pero, después de ver cómo las mataba, el apetito se resentía del espectáculo. «Bien, no será una digestión fácil», se dijo el juez. Para romper el hielo, elogió el arte del cocinero.

– He venido expresamente a felicitarle por los esfuerzos de imaginación que despliega en la elaboración de nuestro menú -declaró, aplaudiendo para sus adentros sus dotes para la perfidia-. Veo que hoy nos prepara anguila ahumada.

– No -respondió el monje sin dejar de aporrear a los animales-: marinadas en vinagre, con miel y un buen chorrito de alcohol. Es más fino.

El juez Di habría preferido ignorar estos detalles. Reprimiendo una arcada, reanudó sus asedios diplomáticos.

– Con la inundación, su trabajo no ha de ser fácil todos los días…

– Bah -respondió el monje-, para mí es como siempre. Los señores son de gustos muy sencillos. No son aficionados a los platos complicados.

«Ya me había dado cuenta», se dijo el juez asintiendo con una expresión de perfecta gravedad.

– Me pregunto por qué un asceta de su dignidad no está en una comunidad de la mayor categoría.

Salvador del Paraíso, que ése era su nombre de religión, explicó que había optado por abandonar el monasterio para predicar la buena doctrina por los caminos. Vivió de la caridad, uniéndose a quien lo quisiera, para terminar, por un milagro de la providencia, al lado de esta familia admirable en cuya casa se había empleado varios meses atrás.

El juez Di estaba seguro de que su comunidad lo había puesto de patitas en el camino. Decidió hacerle ya la pregunta que le quemaba en los labios:

– ¿Puedo preguntarle si el estilo de cocina que con tanta bondad nos prodiga forma parte de la práctica religiosa?

Salvador del Paraíso respondió con un dedo de orgullo que de ninguna manera, que siempre había comido así, y que de donde él venía consideraban sus menús muy ricos, inmejorables. Estaba convencido, además, de que por eso el juez insistía tanto en sus proezas culinarias, pero que si lo que pretendía era sonsacarle sus secretillos, podía irse con viento fresco.

El juez corrigió su opinión: los Zhou habían debido de confundirse y probablemente creían que era una forma de penitencia que debía cumplirse tres veces al día.

– ¿Y ha considerado volver a ponerse en camino? -preguntó con una leve esperanza en la voz.

– ¡Ah, no! -respondió el monje con un grito que le salió del corazón-. Si Buda quiere, seguiré junto a estas personas formidables mientras requieran mi presencia.

No parecía tener prisa en recuperar su emocionante vida de mendigo errante. Muchos monjes itinerantes pretendían haber elegido esa penosa forma de vida como penitencia cuando la realidad era que habían sido expulsados por indisciplina u otros vicios, y la fanfarronería no era el vicio menos extendido.

– Pero ¿y si las circunstancias los obligasen a prescindir de sus servicios? -insistió el juez.

«Por ejemplo, si decidiesen comer viandas de calidad», pensó.

El monje respondió con una mueca de disgusto que Buda enseñaba a ser resignados: Salvador del Paraíso había sido pobre y sabría serlo otra vez.

El juez Di pensó que hablaba de boquilla, pues la cara del monje decía que estaba muy seguro de que eso no iba a suceder nunca. Parecía estar convencido de que sus penalidades habían quedado atrás para el resto de sus días. ¿La muerte del bonzo tenía algo que ver con esa seguridad?

– ¿Sabe que el bonzo del templo de la Felicidad Pública acaba de ser asesinado? -preguntó el magistrado como si le preguntara por el azul del cielo.

Salvador del Paraíso lanzó un grito, soltó las anguilas, volcó un taburete y cayó redondo sobre sus nalgas.

– ¡Su Excelencia se burla de la candidez de un pobre monje inculto! -protestó-. ¡Eso no está bien!

– Pues se ve que no lo sabía -dijo el juez, considerando que era la primera expresión sincera que le veía desde que empezó la charla.

– ¿Entonces es verdad? -preguntó el monje-. ¿Un bonzo asesinado? ¡La decadencia de este mundo ya no tiene límites! He recorrido a pie medio imperio, me atacaron ladrones, pero nunca nadie osó atentar contra mi vida de ninguna manera. Golpes, sí, hubo golpes, que ayudan en la penitencia, y yo mismo di y los devolví. Pero ¡un asesinato!

– Quizá usted no tenía ningún secreto que proteger -insinuó su interlocutor.

El religioso abrió los ojos como platos. Durante unos segundos miró escrutadoramente la cara del juez y como éste no decía ni oste ni moste, el monje tomó aliento. Parecía muy afectado.

– ¡Quienes han cometido esta infamia se reencarnarán en cochinillas apestosas! -rugió-. Su karma está arruinado para sus veinte próximas existencias. ¡Escupo sobre ellos!

Y escupió al suelo; menuda gracia dentro de una cocina. El juez Di sintió una repentino recelo pensando en la higiene con que el cocinerillo elaboraba sus platos. Al salir, se encontró a la familia Zhou en pleno, atraída por los chillidos de su cocinero.

– ¿Es verdad que ha habido una tragedia en la ciudad? -preguntó el señor del castillo.

En pocas palabras, el juez los puso al corriente del asesinato. Al oír la noticia, la expresión de los Zhou se ensombreció. «De modo que hay cosas que hacen mella en su coraza frente a todo lo que ocurre fuera», se dijo su invitado. Los remilgos de los Zhou empezaban a hacer aguas.