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París, Francia, 13.23 h
A Malone le encantaba París. Era una deliciosa conjunción de antigüedad y modernidad en la que cada esquina era imprevisible y estaba llena de vida. Había visitado la ciudad en numerosas ocasiones cuando trabajaba para el Magellan Billet y conocía sus casas medievales. Sin embargo, aquella misión no le resultaba agradable.
– ¿Cómo conociste a ese tipo? -le preguntó a Sam.
A media mañana habían tomado un vuelo directo desde Copenhague y en el aeropuerto Charles de Gaulle habían tomado un taxi hasta el bullicioso Barrio Latino, bautizado así hace mucho tiempo por el único idioma que a la sazón estaba permitido en el recinto universitario. Como hizo con casi todo lo demás, Napoleón abolió el uso del latín, pero el nombre perduró. Oficialmente conocido como el quinto arrondissement,el barrio todavía era un refugio para artistas e intelectuales. Los estudiantes de la cercana Sorbona dominaban sus adoquines, si bien los turistas se sentían atraídos por su atmósfera y la mareante variedad de tiendas, bares, galerías, puestos de libros y clubes nocturnos.
– Nos conocimos por Internet -dijo Sam.
Malone escuchó a Sam mientras este le hablaba de Jimmy Foddrell, un expatriado estadounidense que había llegado a París para estudiar economía y había decidido quedarse. Foddrell había creado una página web tres años antes -GreedWatch.net-, que se hizo popular entre el público New Age aficionado a las conspiraciones internacionales. El Club de París era una de sus obsesiones más recientes.
“Nunca se sabe -había dicho Thorvaldsen un rato antes-. Foddrell tiene que sacar la información de alguna parte y tal vez podamos aprovechar algo”.
Dado que Malone no podía discutir ese razonamiento, aceptó venir.
– Foddrell ha hecho un máster en economía global en la Sorbona -le dijo Sam.
– ¿Y qué ha hecho con él?
Se hallaban frente a una achaparrada iglesia llamada St.-Julien-le-Pauvre, supuestamente la más antigua de París. Bajando la Rue Galande, justo a su derecha, Malone reconoció la hilera de casas antiguas y campanarios, una de las imágenes más retratadas de la orilla izquierda. Al otro lado del concurrido bulevar y el tranquilo Sena se encontraba Notre Dame, atestada de visitantes por Navidad.
– Que yo sepa, nada -dijo Sam-. Al parecer trabaja en su página web, dedicada a conspiraciones económicas internacionales.
– Lo cual dificulta que consiga un trabajo de verdad.
Malone y Sam se alejaron de la iglesia y caminaron hacia el Sena, siguiendo una callejuela iluminada por los rayos de sol invernales. Una gélida brisa agitaba las hojas sobre el seco pavimento. Sam le había enviado un correo electrónico a Foddrell para pedirle que se reuniera con ellos. Eso llevó a otro intercambio de correos donde Foddrell les indicaba que acudieran a número 37 de la Rue de la Bûcherie, que, según pudo comprobar Malone, era, precisamente, una librería: Shakespeare &Company.
Conocía el lugar. Todas las guías parisinas señalaban aquella tienda de segunda mano como lugar de interés cultural. La librería tenía más de cincuenta años de antigüedad y fue fundada por un estadounidense que la diseñó y la bautizó inspirándose en la célebre tienda parisina que regentaba Sylvia Beach a comienzos del siglo xx. La amabilidad y la política de préstamo gratuito de Beach convirtieron su guarida en la madre de muchos escritores de renombre, entre ellos Hemingway, Pound, Fitzgerald, Stein y Joyce. Aquella reencarnación conservaba poco del original, pero aun así había logrado hacerse un hueco entre la bohemia.
– ¿Tu amigo es librero? -preguntó Malone.
– Mencionó este lugar en una ocasión. En realidad vivió aquí una temporada, cuando acababa de llegar a París. El propietario lo permite. En el interior hay hamacas entre las estanterías. A cambio, tienes que trabajar en la tienda y leer un libro al día. A mí me pareció una necedad.
Malone sonrió. Había leído sobre aquellos huéspedes, que se hacían llamar “plantas rodadoras”. Algunos de ellos permanecían allí durante meses. Malone había visitado la tienda años atrás, pero prefería a otro vendedor de segunda mano, la librería Abbey, a un par de manzanas de distancia, que le había proporcionado algunas primeras ediciones excelentes.
Malone contempló el ecléctico frontispicio de madera, que rebosaba color y parecía temblar sobre sus cimientos de piedra. Bancos de madera vacíos bordeaban la fachada bajo unas desvencijadas ventanas de bisagras. El hecho de que faltaran solo cuarenta y ocho horas para la Navidad explicaba que la acera estuviese abarrotada y que entrara y saliera un flujo constante de gente por la puerta de la tienda.
– Me ha dicho que subamos al piso de arriba -observó Sam-, al espejo del amor. Sea lo que sea eso.
Ambos entraron. El interior rezumaba antigüedad: sobre sus cabezas había retorcidas vigas de roble, y a sus pies, baldosas rotas. Los libros estaban apilados a la buena de Dios sobre estantes combados que cubrían todas las paredes de extremo a extremo. En el suelo se amontonaban más libros. La luz provenía de bombillas desnudas enroscadas en desastradas lámparas de latón. Gente ataviada con abrigos, guantes y bufandas rebuscaba en las estanterías.
Malone y Sam subieron a la segunda planta por una escalera. Arriba, entre los libros infantiles, vieron un largo espejo de pared cubierto de notas manuscritas y fotografías. En su mayoría eran agradecimientos de personas que habían residido en la tienda a lo largo de los años. Todas aquellas notas eran cariñosas y sinceras y reflejaban admiración por lo que en apariencia había sido una experiencia única. Una tarjeta de color rosa chillón pegada en el centro llamó la atención de Malone.
Sam , recuerda nuestra conversaci ó n del a ñ o pasado.
Quien te dije ten í a raz ó n.
Lee su libro de la secci ó n de negocios.
– Estarás bromeando -musitó Malone-. Este tipo está chiflado.
– Lo sé. Es un paranoico redomado. Siempre lo ha sido. Solo accedió a tratar conmigo después de confirmar que trabajaba para el Servicio Secreto, aunque siempre con contraseña, que cambiaba cada vez que hablábamos.
Malone se preguntaba seriamente si aquello merecía la pena, pero tenía una corazonada, de modo que recorrió el piso superior y se agachó para franquear una pequeña puerta que mostraba la curiosa advertencia: “No seas desagradable con los desconocidos, pueden ser ángeles disfrazados”, hasta llegar a una ventana.
Había visto a aquel hombre cuando salían del patio de la iglesia y se dirigían a la tienda. Era alto y enjuto y llevaba pantalones caqui anchos, un abrigo azul marino que le llegaba por la cintura y zapatos negros. Caminaba cien metros por detrás de ellos y, mientras aguardaban delante de la librería, él también se había detenido cerca de un bar. Ahora aquel hombre estaba entrando en la tienda.
Malone necesitaba estar seguro, así que se alejó de la ventana y preguntó a Sam:
– ¿Foddrell sabe qué aspecto tienes?
El joven asintió.
– Le mandé una foto.
– Deduzco que él no lo hizo.
– No se la pedí.
Malone volvió a pensar en el espejo del amor.
– Dime, ¿quién dice que Foddrell tenía razón?
Londres, 13.25 h
Ashby entró en la abadía de Westminster entre una multitud que acababa de bajar de varios buses turísticos. Siempre notaba un hormigueo en la columna cuando visitaba aquel santuario.
El lugar había sido testigo de más de mil años de la historia de Inglaterra. Antaño un monasterio benedictino, ahora era la sede del gobierno y el corazón de la Iglesia anglicana. Desde la época de Guillermo el Conquistador, todos los monarcas ingleses, salvo dos, habían sido coronados allí. Solo le molestaban sus influencias francesas, aunque era comprensible, pues el diseño se había inspirado en las grandes catedrales de Reims, Amiens y la Sain-te-Chapelle. Pero siempre coincidía con la descripción que hacía un observador británico de Westminster: “Una gran idea francesa expresada en un excelente inglés”.
Ashby se detuvo delante de la puerta y pagó la entrada, luego siguió a la muchedumbre hasta el Rincón de los Poetas, donde los visitantes se congregaban cerca de los monumentos de las paredes y las estatuas que representaban a Shakespeare, Wordsworth, Milton y Longfellow. A su alrededor yacían muchas grandes figuras: Tennyson, Dickens, Kipling, Hardy y Browning. Su mirada escrutó la caótica escena y se detuvo por fin en un hombre, enfundado en un traje de cuadros y una corbata de cachemira, que se hallaba frente a la tumba de Chaucer. Unos guantes de color caramelo cubrían sus manos vacías y lucía unos elegantes mocasines Gucci en sus anchos pies.
Ashby se acercó y, mientras admiraba la sillería de quinientos años de antigüedad que decoraba la tumba, preguntó:
– ¿Conoce al pintor Godfrey Kneller?
El hombre lo examinó con sus ojos húmedos, cuyo tono ámbar era a un tiempo peculiar e inquietante.
– Creo que sí. Fue un gran artista de la corte del siglo xviii. Está enterrado en Twickenham, si no me equivoco.
La referencia a Twickenham era la respuesta correcta, y el leve acento irlandés le otorgaba un toque interesante.
– Me han dicho que Kneller sentía una gran aversión por este lugar, aunque hay un monumento dedicado a él cerca de la puerta este del claustro -dijo Ashby.
El hombre asintió.
– Sus palabras exactas fueron, según creo: “Juro por Dios que no seré enterrado en Westminster. Allí solo entierran a los cretinos”.
La cita confirmaba que aquel era el hombre con el que había hablado por teléfono. Entonces la voz le sonó distinta, más gutural, menos nasal y sin acento.
– El premio de la mañana es para usted, lord Ashby -dijo esbozando una sonrisa.
– ¿Y cómo debería llamarle yo?
– ¿Qué tal Godfrey? En honor al gran pintor. Tenía bastante razón sobre las almas que reposan dentro de estas paredes. Hay muchos cretinos enterrados aquí.
Ashby observó los rasgos toscos de aquel hombre, inspeccionando la nariz ancha, la boca grande y la tupida barba canosa. Pero fueron sus ojos ámbar parecidos a los de un reptil, enmarcados por unas cejas pobladas, los que le llamaron la atención.
– Le aseguro, lord Ashby, que este no es mi verdadero aspecto; no malgaste el tiempo memorizándolo.
Ashby se preguntaba por qué alguien que se había tomado tantas molestias para disfrazarse permitía que su característica más perceptible, los ojos, destacaran tanto, pero solo dijo:
– Me gusta conocer a los hombres con los que hago negocios.
– Y yo prefiero no saber nada de mis clientes. Pero usted, lord Ashby, es una excepción. De usted sé mucho.
A Ashby no le interesaban especialmente sus demoníacos juegos mentales.
– Es usted el único accionista de una gran institución bancaria británica, un hombre adinerado que disfruta de la vida. Incluso la mismísima reina cuenta con usted como asesor.
– Y, desde luego, su existencia es igual de apasionante.
El hombre sonrió, revelando unos dientes separados.
– Mi único interés, señor, es complacerle.
A Ashby no le gustó aquel sarcasmo, pero hizo caso omiso.
– ¿Quiere seguir adelante con lo que hablamos?
El hombre se dirigió hacia una hilera de monumentos y los contempló, como los demás visitantes que los rodeaban.
– Eso dependerá de si está dispuesto a cumplir con su parte.
Ashby se metió la mano en el bolsillo y sacó un manojo de llaves.
– Estas abren el hangar. El avión está allí, esperándolo con el depósito lleno de combustible. Tiene matrícula belga y un nombre falso.
Godfrey aceptó las llaves.
– ¿Y?
La mirada que proyectaban aquellos ojos de color ámbar lo hizo sentir incómodo. Ashby le tendió un papel.
– El número y la clave de la cuenta suiza, como usted solicitó. La mitad del pago está allí. La otra mitad más adelante.
– El plazo que usted estipulaba termina dentro de dos días. En Navidad. ¿Es correcto?
Ashby asintió.
Godfrey se guardó las llaves y el papel en el bolsillo.
– Sin duda, las cosas cambiarán a partir de entonces.
– Eso espero.
El hombre esbozó una leve sonrisa y ambos se internaron en la catedral hasta detenerse frente a una placa que señalaba una fecha de defunción en 1669. Godfrey señaló la pared y dijo:
– Sir Robert Stapylton. ¿Lo conoce?
Ashby asintió.
– Un poeta dramático, ordenado caballero por Carlos II.
– Si no me equivoco, fue un monje benedictino francés que se convirtió al protestantismo y fue sirviente de la corona. Ujier de cámara de Carlos II, según creo.
– Conoce usted la historia inglesa.
– Fue un oportunista, un hombre ambicioso que no permitía que los principios interfirieran en sus objetivos. Muy parecido a usted, lord Ashby.
– Y a usted.
El hombre se rió una vez más.
– Ni mucho menos. Como he dejado claro, sólo estoy aquí para prestarle mi ayuda.
– Una ayuda cara.
– La buena ayuda siempre lo es. Dos días. Allí estaré. No se olvide del pago final.
Ashby vio cómo aquel hombre llamado Godfrey desaparecía por el deambulatorio sur. Había tratado con mucha gente en su vida, pero el déspota amoral que acababa de marcharse le inquietaba de veras. No se sabía cuánto llevaba en Gran Bretaña. La primera llamada se había producido una semana antes y los detalles de su relación se habían concretado a través de otras llamadas inesperadas. Ashby había cumplido fácilmente su parte del trato y había esperado con paciencia la confirmación de que Godfrey había hecho lo mismo. Ahora lo sabía. Dos días.
Valle del Loira, 14.45 h
Thorvaldsen había viajado desde París hasta un tranquilo valle situado al sur de Francia y protegido por colinas cubiertas de viñedos. El châteause hallaba anclado como un barco en mitad del zigzagueante Cher, a unos quince kilómetros del punto donde el fangoso río confluye con el majestuoso Loira. Construido sobre la vía fluvial, su encantadora fachada de ladrillo, piedra, torretas, agujas y un tejado cónico de pizarra parecían irreales. No era gris, no había sido construido con la sobriedad de un edificio defensivo, ni se había deteriorado a causa del abandono, sino que irradiaba un caprichoso aire de esplendor medieval.
Thorvaldsen se sentó en el salón principal del castillo bajo las vigas de castaño, fruto de una magnífica artesanía con varios siglos de antigüedad. Dos candelabros eléctricos de hierro forjado despedían una intensa luz. Las paredes, revestidas con paneles de madera, estaban salpicadas de espléndidos lienzos de Le Sueur, una obra de Van Dyck y algunos retratos al óleo de primer orden que, supuso, representaban a antepasados queridos. La propietaria del castillo estaba sentada frente a él en una exquisita butaca de piel Enrique II. Poseía una voz encantadora, unas maneras tranquilas y unos rasgos memorables. Por lo que sabía de Eliza Larocque, era perspicaz y decidida, pero también testaruda y obsesiva. Tan solo esperaba que este último atributo fuese cierto.
– Me sorprende un poco su visita -dijo Larocque.
Aunque su sonrisa parecía sincera, la esbozó con excesivo automatismo.
– Conozco a su familia desde hace muchos años -respondió Thorvaldsen.
– Y yo conozco su porcelana. Tenemos una buena colección en el comedor. Dos círculos con una línea debajo; ese símbolo representa lo máximo en calidad.
Thorvaldsen inclinó la cabeza, agradeciendo su cumplido.
– Mi familia ha trabajado durante siglos para labrarse esa reputación.
Los oscuros ojos de Larocque mostraban una peculiar mezcla de curiosidad y cautela. Sin duda se sentía incómoda e intentaba disimularlo. Los detectives de Thorvaldsen le habían avisado de la llegada del avión de Larocque. La habían seguido desde el aeropuerto de Orly hasta cerciorarse de su destino. Así, pues, mientras Malone y Sam recababan información en París, él había viajado al sur para realizar sus pesquisas.
– Debo admitir, Herre Thorvaldsen -dijo en inglés-, que he aceptado verlo por curiosidad. Llegué anoche de Nueva York, así que me encuentro algo fatigada y no estoy para visitas.
Él observó su rostro, una agradable composición de curvas elegantes, y se fijó en la comisura de sus labios cuando esbozaron otra sonrisa de manipuladora consumada.
– ¿Es esta la finca campestre de su familia? -preguntó intentando pillar a Larocque desprevenida. En ese momento le pareció vislumbrar un atisbo de incomodidad en su cara.
Su interlocutora asintió.
– Construida en el siglo xvi e inspirada en Chenonceau, que se encuentra cerca de aquí. Otra maravilla idílica.
Thorvaldsen admiró una repisa de roble oscuro situada al otro lado de la sala. A diferencia de otras casas francesas que había visitado, en las que la escasez de muebles le recordaba a una tumba, aquella no parecía en modo alguno un sepulcro.
– Como usted sabrá, madame Larocque, mis recursos financieros son bastante más elevados que los suyos. La diferencia podría ascender a diez mil millones de euros.
Thorvaldsen estudió sus pómulos altos, la gravedad de sus ojos y la firmeza de su boca. El marcado contraste entre su cremosa piel y su cabello de ébano le pareció intencionado. Dada su edad, dudaba que el color del pelo fuese natural. Era, sin lugar a dudas, una mujer atractiva, y también confiada e inteligente. Estaba acostumbrada a salirse con la suya, pero no a la brusquedad.
– ¿Y por qué iba a interesarme su riqueza?
Thorvaldsen hizo una pausa intencionada para romper el flujo de la conversación y respondió:
– Usted me ha insultado.
Ella le miró confundida.
– ¿Cómo es posible? Acabamos de conocernos.
– Controlo una de las empresas más importantes y exitosas de Europa. Mis negocios secundarios, que incluyen el petróleo y el gas, las telecomunicaciones y la industria, están repartidos por todo el mundo. Cuento con más de ochenta mil empleados. Mis ingresos anuales exceden con mucho los de todas sus entidades juntas. Y, sin embargo, usted me insulta.
– Herre Thorvaldsen, debería usted explicarse.
Larocque estaba desconcertada, pero ahí radicaba la belleza de los envites a ciegas. La ventaja siempre estaba de parte del atacante. Así había sido en México dos años antes y así era hoy allí.
– Quiero formar parte de sus planes -declaró Thorvaldsen.
– ¿Y qué planes son esos?
– Aunque yo no viajaba en su avión ayer por la noche, puedo conjeturar que a Robert Mastroianni, quien, por cierto, es amigo mío, se le ha ofrecido una invitación. Y, sin embargo, a mí se me excluye.
El semblante de Larocque era pétreo como una lápida.
– ¿Una invitación a qué?
– Al Club de París.
Thorvaldsen decidió no permitirle el lujo de responder.
– Tiene usted una ascendencia fascinante. Proviene directamente de Carlo Andrea Pozzo di Borgo, que nació cerca de Ajaccio, Córcega, el 8 de marzo de 1764. Se convirtió en el enemigo implacable de Napoleón Bonaparte. Con una destreza maravillosa, manipuló la política internacional y acabó arruinando a su enemigo de toda la vida. La clásica vendetta corsa. Sus armas no son las pistolas ni las bombas, sino las intrigas de la diplomacia. Su golpe de gracia, el destino de las naciones.
Thorvaldsen calló mientras Larocque digería aquellos datos.
– No se alarme -dijo-. No soy un enemigo, más bien al contrario. Admiro lo que hace y quiero formar parte de ello.
– Suponiendo por un momento que hubiera algo de cierto en lo que dice, ¿por qué iba a acceder a semejante petición?
Su voz era cálida y pausada y no denotaba el más leve vislumbre de inquietud. Thorvaldsen la miró también con semblante impasible.
– La respuesta a eso es bastante simple.
Larocque siguió escuchando.
– Tiene usted un fallo de seguridad.
París
Malone siguió a Sam escaleras abajo, donde localizaron una hilera de abarrotadas estanterías de la sección de negocios.
– Foddrell y yo nos comunicamos por correo electrónico -dijo Sam-. Él está en contra del sistema de la Reserva Federal. Lo define como una gigantesca conspiración que supondrá el ocaso de Estados Unidos. Parte de lo que dice tiene sentido, pero la mayoría de sus opiniones son realmente extravagantes.
Malone sonrió.
– Me alegra comprobar que tienes límites.
– Contrariamente a lo que piensa, no soy un fanático. Solo creo que hay gente ahí fuera que puede manipular nuestros sistemas financieros. No pretenden conquistar el planeta o destruir el mundo. Es una cuestión de avaricia, una manera fácil de hacerse ricos o seguir siéndolo. Lo que hacen puede afectar a nuestras economías nacionales de muchas maneras, ninguna de ellas buena.
Malone no discrepaba, pero todavía quedaba la cuestión de las pruebas. Antes de abandonar Christiangade, había leído con atención las páginas web de Sam y Jimmy Foddrell. No eran muy distintas, con la excepción de que, como bien hacía dicho Sam, Foddrell pronosticaba la perdición del mundo en un tono más radical.
Malone agarró a Sam del hombro.
– ¿Qué buscamos exactamente?
– La nota que hemos visto en el piso de arriba habla de un libro escrito por un consultor financiero a quien también le interesan las cosas de las que hablamos Foddrell y yo. Hace unos meses encontré una copia y la leí.
Malone soltó a Sam y lo observó mientras este buscaba en las atestadas estanterías. El avezado ojo de Malone también examinó los libros. Vio que había una mezcla de obras, la mayoría de las cuales él jamás habría comprado a la gente que las traía a aquella tienda en cajas. Malone supuso que al estar en venta en la orilla izquierda de París, a unos centenares de metros del Sena y de Notre Dame, su valor se incrementaba.
– Aquí está.
Sam cogió un enorme libro en rústica de color dorado que llevaba por título La criatura de la isla de Jekyll: una segunda mirada a la Reserva Federal.
– Seguramente Foddrell ha dejado este ejemplar aquí -explicó Sam-. Es imposible que hubiera una copia por casualidad. Es un libro bastante desconocido.
La gente seguía rebuscando. Otros entraban para cobijarse del frío. Malone buscó disimuladamente al hombre delgado que los perseguía, pero no lo vio. Estaba razonablemente seguro de lo que ocurría, pero se dio cuenta de que tenía que ser paciente. Le arrebató a Sam el libro de las manos y lo hojeó hasta encontrar un trozo de papel en su interior.
Vuelve al espejo.
Malone negó con la cabeza. Ambos regresaron a la planta superior y vieron escrito en la misma nota rosa que los había llevado al piso de abajo:
Caf é d ’ Argent , 34 Ru é Dante
Treinta minutos
Malone se acercó a la ventana de la segunda planta. Los plátanos de la calle se erguían inertes, con sus ramas desnudas como escobas y sus delgadas sombras alargándose ya bajo el sol de media tarde. Tres años antes, él y Gary habían visitado el Museo Internacional de Espionaje de Washington, D. C. Gary quería saber cómo se ganaba la vida su padre y el museo le resultó fascinante. Disfrutaron de las exposiciones y Malone le compró a Gary un libro, Manual práctico de espionaje,una desenfadada mirada sobre la profesión. Uno de los capítulos, titulado “Protegerse del viento”, explicaba cómo abordar con seguridad a tus contactos. De modo que esperó, sabedor de lo que estaba por venir. Sam se acercó.
Malone oyó cómo alguien abría la puerta de abajo y a continuación la cerraba, y vio a su perseguidor salir de la tienda sosteniendo lo que, por su color y su forma, parecía el libro de la isla de Jekyll que habían visto abajo.
– Es una vieja estratagema que nadie utiliza nunca -dijo-. Una manera de comprobar quién va a reunirse contigo. Tu amigo ha visto demasiadas películas de espías.
– ¿Ha estado aquí?
Malone asintió.
– Parecía interesado en nosotros cuando estábamos frente a la librería. Luego entró e imagino que se escondió detrás de las estanterías del piso de abajo mientras buscábamos el libro. Como tú le enviaste una fotografía, sabía a quién buscar. Una vez que se ha cerciorado de que mi aspecto no era sospechoso, ha vuelto aquí antes que nosotros y ha bajado hace un minuto.
– ¿Cree que se trata de Foddrell?- preguntó Sam señalándolo.
– ¿De quién si no?
Eliza se puso en guardia. Henrik Thorvaldsen no solo conocía sus negocios, sino que al parecer sabía algo que ella ignoraba.
– ¿Un fallo de seguridad?
– Uno de los individuos que forman parte de su Club de París no es lo que aparenta.
– Yo no he dicho que exista club alguno.
– En ese caso, usted y yo no tenemos nada más que hablar.
Thorvaldsen se levantó.
– He disfrutado visitando su finca. Si alguna vez viene a Dinamarca, estaré encantado de recibirla en mi casa, Christiangade. Ahora la dejo para que pueda descansar de su viaje.
Larocque soltó una carcajada.
– ¿Siempre es tan grandilocuente?
Thorvaldsen se encogió de hombros.
– Hoy, dos días antes de Navidad, me he tomado la molestia de venir hasta aquí y charlar con usted. Si insiste en que no tenemos nada de que hablar, entonces me marcho. La existencia de su problema de seguridad al final saldrá a la luz. Con un poco de suerte, los daños serán mínimos.
Larocque había actuado cuidadosamente, eligiendo a sus miembros con deliberada escrupulosidad y limitándolos a siete, incluyéndola a ella. Cada recluta había confirmado su aceptación abonando unos honorarios de iniciación de veinte millones de euros. Todos ellos habían realizado un juramento de secretismo. Las primeras iniciativas en Suramérica y África habían generado unos beneficios sin precedentes y garantizaron la lealtad permanente de todos, pues nada consolidaba mejor una conspiración que el éxito. Sin embargo, aquel danés de inmensa riqueza e influencia, un extraño, parecía saberlo todo.
– Cuénteme, Herre Thorvaldsen, ¿está realmente interesado en unirse a nosotros?
Los ojos de Thorvaldsen centellearon por un momento. Larocque había tocado una fibra sensible.
El danés era un hombre rechoncho y parecía incluso más menudo a causa de su desviación de columna y sus rodillas dobladas. Vestía un jersey holgado, unos pantalones de pana varias tallas más grandes y zapatillas deportivas oscuras, tal vez para enmascarar su deformidad. Llevaba una espesa y descuidada melena gris. Sus cejas copetudas parecían cepillos metálicos. Las arrugas de su rostro se habían convertido en profundas grietas. Se lo podría confundir fácilmente con un indigente, pero tal vez esa fuera su intención.
– ¿Podemos dejarnos de farsas? -preguntó-. He venido por un motivo concreto, un motivo que esperaba fuese de beneficio mutuo.
– Lo escucho.
Su impaciencia pareció remitir cuando notó que Larocque cedía.
Thorvaldsen tomó asiento.
– Conocí su Club de París a través de una exhaustiva investigación.
– ¿Y qué fue lo que despertó su interés?
– Tuve conocimiento de ciertas manipulaciones muy hábiles que se produjeron en algunas transferencias de divisa extranjera. Desde luego no eran hechos naturales. Por supuesto, hay páginas de Internet que aseguran saber mucho más sobre usted y sus actividades que yo.
– He leído algunas. Usted sabrá, sin duda, que tales informaciones son absurdas.
– Diría que sí -Thorvaldsen hizo una pausa-. Pero me llamó la atención una en particular. Creo que se llama GreedWatch. Esa página se ha acercado demasiado a la verdad. Me gusta la cita que incluye en el encabezamiento: “No hay nada más engañoso que un hecho obvio”.
Larocque conocía la página y a su webmaster,y sabía que Thorvaldsen estaba en lo cierto. Sabían muchas cosas, motivo por el cual, tres semanas antes, Larocque había ordenado tomar medidas paliativas. Se preguntaba por qué aquel hombre también sabía aquello. ¿Por qué mencionaba aquella página en particular?
Thorvaldsen se metió la mano en el bolsillo del pantalón, sacó una hoja de papel y se la entregó.
– Ayer imprimí este artículo de GreedWatch.
Larocque desdobló la hoja y leyó:
¿Ha llegado un Anticristo?
Si analizamos la actual conquista sistemática de los países independientes del mundo no tardaremos en descubrir que detrás de todas estas agresiones se oculta un modelo de poder único que abarca a la economía, el ejército, los medios de comunicación y la clase política. Intentaré demostrar que este poder pertenece a los financieros del mundo. Creo que un Anticristo lidera a estos tiranos. Su nombre es Eliza Larocque. Quiere dominar el mundo de forma invisible mediante el poder económico que posee en secreto y que su familia ha atesorado durante siglos.
No hay negocio más seguro y provechoso que prestar dinero a los países. Asimismo, los financieros que se asocian, se niegan a competir entre sí y manipulan mercados y divisas para su provecho colectivo, y suponen una grave amenaza. Larocque y sus socios poseen una estructura organizada jerárquicamente que compra o adquiere acciones de todo cuanto sea valioso en el mercado global. Pueden ser dueños de, por ejemplo, Coca-Cola y PepsiCo y, desde la cima de su Olimpo, ver cómo estas empresas compiten en el mercado. Pero merced al sistema capitalista y a su política secreta de regulación empresarial, nadie excepto ellos puede saberlo. Controlando a los gobiernos de los países occidentales controlan todo el mundo occidental. Si estudian la política global les será fácil comprobar que los líderes estatales elegidos democráticamente cambian, pero la política satisface los intereses de los ricos y, por ende, siempre es más o menos la misma. Numerosos elementos apuntan a la existencia de una organización invisible que domina el mundo. Los datos que he recabado sobre Eliza Larocque confirman que ella dirige esa organización. Estoy hablando de una conspiración que abarca a buena parte del planeta.
Larocque sonrió.
– ¿Anticristo?
– Los términos son poco ortodoxos, lo sé, y las conclusiones osadas, pero va bien encaminado.
– Le garantizo, Herre Thorvaldsen, que lo último que deseo es dominar el mundo. Supondría demasiadas molestias.
– Cierto. Simplemente quiere manipularlo para su propio beneficio y el de sus colegas. Si esa manipulación tiene alguna… consecuencia política… ¿Qué más da? Lo que importa son los beneficios -Thorvaldsen hizo una pausa-. Por eso estoy aquí. Me gustaría compartir esos beneficios.
– Usted no necesita dinero.
– Tampoco usted. Pero ese no es el objetivo, ¿verdad?
– ¿Y qué puede ofrecer usted a cambio de esa participación?
– Uno de sus miembros se halla en apuros económicos. Su liquidez ha llegado a un punto crítico. Está muy endeudado. Su estilo de vida exige cantidades ingentes de capital, un dinero del que sencillamente carece. Una serie de malas inversiones, gastos excesivos y negligencias lo ha llevado al borde del abismo.
– ¿Por qué le interesa ese hombre?
– No me interesa. Pero para llamar su atención sabía que tendría que aportar algo que usted no supiera ya. Esto me pareció idóneo para tal fin.
– ¿Y por qué iban a preocuparme las tribulaciones de ese hombre?
– Porque él es su fallo de seguridad.
Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Larocque. Todos sus planes podían verse amenazados si uno de los elegidos vendía a los otros. Necesitaba saber más.
– ¿Quién es ese hombre?
– Lord Graham Ashby.
Inglaterra
El almuerzo lo estaba esperando cuando regresó a Salen Hall. La ancestral residencia familiar de su padre era una casa solariega clásica con almenas, emplazada en veinticuatro hectáreas de bosque que pertenecían a los Ashby desde 1660.
Entró en el comedor principal y ocupó su asiento habitual al extremo norte de la mesa, donde un retrato de su bisabuelo, el sexto duque de Ashby, un confidente de la reina Victoria I, vigilaba su espalda. Fuera, el gélido aire de diciembre arremolinaba los copos blancos, un preludio, creía, de una nevada y de la Navidad, para la que faltaban solo dos días.
– Me han dicho que has vuelto -anunció una voz femenina.
Ashby levantó la cabeza y miró a Caroline. Llevaba un vestido largo de seda con una gran abertura que dejaba entrever de vez en cuando sus piernas desnudas. Una prenda estilo quimono y abierta por delante cubría sus delgados hombros, y el color dorado del vestido hacía juego con su pelo largo y rizado.
– Veo que te has vestido como es propio de una buena amante.
Ella sonrió.
– ¿No es esa mi labor? ¿Complacer al señor?
A Ashby le gustaba aquel juego. La gazmoñería de su esposa le parecía cansina desde hacía mucho tiempo. Ella vivía en Londres, en un piso lleno de pirámides bajo las cuales se tumbaba cada día durante horas con la esperanza de que sus poderes mágicos purificaran su alma. Ashby confiaba en que el piso ardiera con ella dentro, pero la fortuna no le había sonreído. Fue una suerte, no obstante, no haber tenido hijos y llevar años separados, lo cual explicaba sus numerosas amantes. Caroline era la última y la más duradera.
Sin embargo, tres cosas distinguían a Caroline de las demás. En primer lugar, era extraordinariamente hermosa, una colección de los mejores atributos físicos reunidos en un mismo cuerpo. En segundo lugar, era brillante. Se había licenciado por la Universidad de Edimburgo y el University College de Londres en literatura e historia antigua aplicada. Caroline había dedicado su tesis a la era napoleónica y sus efectos en el pensamiento político moderno, sobre todo a su impacto en la unificación europea. Por último, le gustaba de veras aquella mujer. Su sensualidad lo estimulaba como nunca creyó que pudiera hacerlo nadie.
– Anoche te eché de menos -dijo Caroline mientras se sentaba a la mesa.
– Estaba en el barco.
– ¿Negocios o placer?
Ella sabía cuál era su lugar, eso debía reconocérselo. Nada de celos. Nada de exigencias. Sin embargo, curiosamente jamás la había engañado y a menudo se preguntaba si ella también le era fiel. Pero se dio cuenta de que la senda de la privacidad se extendía en ambas direcciones. Ambos eran libres para hacer lo que quisieran.
– Negocios -dijo-. Como de costumbre.
Entonces apareció un sirviente y dejó un plato sobre la mesa. Le encantó ver un corazón de apio envuelto en jamón y bañado en la salsa de queso que tanto le gustaba. Ashby se colocó la servilleta en el regazo y le ofreció un tenedor.
– No, gracias -le dijo Caroline-. No tengo hambre. No quiero nada.
Ashby notó el sarcasmo, pero siguió comiendo.
– Ya eres mayorcita. Imagino que habrías pedido que te trajeran algo si te apetecía.
Caroline tenía la finca y el servicio a su entera disposición. La mujer de Ashby nunca visitaba la casa, gracias a Dios. A diferencia de ella, Caroline trataba a los empleados con amabilidad. Cuidaba las cosas con esmero, cosa que él apreciaba.
– He comido hace un par de horas -dijo Caroline.
Ashby terminó el apio y degustó el entrante que trajo el sirviente: perdiz asada con aliño dulce. Manifestó el placer que le procuraba aquel manjar con un leve movimiento de cabeza y pidió un poco más de mantequilla para el rollito.
– ¿Has encontrado el maldito oro? -preguntó al fin Caroline.
Ashby había guardado silencio intencionadamente sobre el éxito que había cosechado en Córcega, esperando que ella preguntara. Era una muestra más de su juego, que sabía que a Caroline también le gustaba.
Ashby cogió otro tenedor.
– Justo donde dijiste que estaría.
Fue ella quien descubrió el vínculo entre los libros de Gustave, el corso y los números romanos. Unas semanas antes, Caroline también había descubierto en Barcelona el Nudo Arábigo. Se alegraba de tenerla a su lado y sabía lo que se esperaba ahora de él.
– Te reservaré unos lingotes.
Ella asintió en señal de agradecimiento.
– Y yo me encargaré de que pases una hermosa velada.
– Me vendría bien relajarme un poco.
La seda de su vestido brilló al acercarse a la mesa.
– Supongo que eso resuelve tus problemas económicos.
– A corto plazo. He calculado cien millones de euros en oro.
– ¿Y mis lingotes?
– Un millón, tal vez más. Depende de lo hermosa que sea mi velada.
Caroline se echó a reír.
– ¿Qué tal un disfraz? ¿La colegiala a la que envían al despacho del director? Eso siempre es divertido.
Ashby se sentía bien. Tras un par de años desastrosos, las cosas volvían por fin a su cauce. Los malos tiempos llegaron cuando Amando Cabral empezó a actuar con negligencia en México y estuvo a punto de acabar con los dos. Por suerte, Cabral solventó el problema. Luego, una combinación de malas inversiones, mercados fallidos y desatención le costó varios millones. Casi en el momento adecuado, Eliza Larocque se personó en su finca y le ofreció la salvación. Hizo cuanto estuvo a su mano para reunir los veinte millones de euros necesarios para comprar su ingreso y lo consiguió. Ahora por fin tenía espacio para respirar. Se terminó el entrante.
– Tengo una sorpresa para ti -dijo Caroline.
Aquella mujer era una rara combinación, en parte carnal y en parte académica, y bastante buena en ambas facetas.
– Estoy esperando -dijo Ashby.
– Creo que he descubierto un nuevo vínculo.
Ashby vio su expresión divertida y preguntó:
– ¿Crees?
– En realidad estoy segura de ello.
París
Sam siguió a Malone y ambos salieron de la librería en aquella fría tarde. Foddrell se alejó del Sena y se adentró en las caóticas calles del Barrio Latino, atestadas de entusiasmados juerguistas que gozaban de sus vacaciones.
– No hay manera de saber si alguien te sigue entre esta muchedumbre -dijo Malone-. Pero conoce nuestras caras, así que mantengamos las distancias.
– No parece importarle que alguien lo siga. No ha mirado atrás ni una sola vez.
– Se cree más listo que nadie.
– ¿Va al Café d’Argent?
– ¿Adonde si no?
Ambos mantuvieron un paso normal y se metieron entre el gentío que atestaba los comercios. Queso, verduras, fruta, chocolate y otras exquisiteces expuestas en cajas de madera invadían la calle. Sam vio pescado sobre resplandecientes lechos de hielo, y carne, deshuesada y enrollada, enfriándose en cajas refrigeradas. Más adelante, una heladería ofrecía una gran diversidad de tentadores sabores italianos. Foddrell se encontraba cien metros por delante de ellos.
– ¿Qué sabes realmente de ese tipo? -preguntó Malone.
– Poca cosa. Me encontró hará cosa de un año.
– Lo cual, por cierto, es otro motivo por el que el Servicio Secreto no quiere que hagas lo que estás haciendo. Demasiados locos, demasiados riesgos.
– Entonces, ¿por qué estamos aquí? -preguntó.
– Henrik quería que nos pusiéramos en contacto. ¿Por qué?
– ¿Es siempre tan desconfiado?
– Es una cualidad que te alarga la vida.
Pasaron delante de más bares, galerías de arte, boutiques y tiendas de recuerdos. Sam estaba entusiasmado. Por fin había entrado en acción, haciendo lo que hacen los agentes.
– Separémonos -propuso Malone-. Así tendrá menos posibilidades de reconocernos, si es que se molesta en mirar hacia atrás.
Sam cambió de acera. Había estudiado contabilidad en la universidad y estuvo a punto de convertirse en auditor de cuentas. Pero un reclutador del gobierno, que visitó el campus cuando estaba en último curso, lo orientó hacia el Servicio Secreto. Después de licenciarse, superó la prueba de Hacienda, un examen con polígrafo, una prueba física, una prueba ocular y un test de drogas, pero fue rechazado.
Cinco años después se presentó por segunda vez, después de trabajar de contable en varias empresas nacionales, una de las cuales se vio envuelta en un escándalo corporativo. En la academia del Servicio Secreto recibió formación en armas de fuego, defensa personal, técnicas médicas de urgencia, protección de pruebas, detección de delitos e incluso supervivencia en mar abierto. Luego fue destinado a la oficina regional de Filadelfia y trabajó en delitos con tarjeta de crédito, falsificaciones, suplantación de identidades y fraudes bancarios. Estaba muy preparado.
Los agentes especiales pasaban sus primeros seis u ocho años en una oficina regional. Después, en función de su rendimiento, eran trasladados a un grupo de custodia, donde permanecían entre tres y cinco años más. A partir de entonces, la mayoría regresaba a la oficina regional o era transferida al cuartel general, a una oficina de formación o alguna otra asignación en Washington. Seguramente podría haber trabajado en una oficina en el extranjero, pues su francés y su español eran razonablemente fluidos.
El aburrimiento fue el motivo por el que se volcó a Internet. Su página web le había permitido explorar vías en las que quería trabajar como agente. Investigar el fraude electrónico poco tenía que ver con salvaguardar los sistemas financieros del mundo. Su página le proporcionaba un foro en el que podía expresarse. Pero sus actividades extralaborales suscitaron algo que un agente nunca podía permitirse: atención hacia su persona. Fue reprendido en dos ocasiones y en ambas ignoró a sus superiores. La tercera vez fue sometido a un interrogatorio oficial, que había tenido lugar dos semanas antes, y eso lo había llevado a huir a Copenhague y a buscar a Thorvaldsen. Ahora estaba allí, siguiendo a un sospechoso en el barrio más animado y pintoresco de París en un frío día de diciembre.
Foddrell, que seguía delante de ellos, se acercó a uno de los innumerables restaurantes del barrio, cuyo llamativo cartel exterior rezaba “Café d’argent”. Sam ralentizó el paso y buscó a Malone entre el gentío. Lo encontró a cincuenta metros de allí. Foddrell franqueó la puerta y se sentó en una mesa interior contigua a una cristalera.
Malone se acercó a Sam.
– Tanta precaución y se sienta a la vista de todo el mundo.
Sam seguía llevando el abrigo, los guantes y la bufanda que Jesper le había prestado la noche anterior. Aún tenía la imagen de los dos cadáveres en la cabeza. Jesper acabó con ellos sin ceremonias, como si matar fuese una rutina. Y quizá lo fuera para Henrik Thorvaldsen. En realidad sabía poco del danés, al margen de que parecía interesado en las ideas de Sam, lo cual era mucho más de lo que podía decir de cualquier otra persona.
– Vamos -dijo Malone.
Entraron en el luminoso interior del restaurante, decorado al estilo de los años cincuenta, con motivos de cromo, vinilo y neón. El local era ruidoso y estaba cargado de humo. Sam vio a Foddrell mirándolos. Sin duda los había reconocido, y se regodeaba observándolos desde su anonimato.
Malone fue directo hacia él y cogió una silla de vinilo.
– ¿Ya te has divertido bastante?
– ¿Cómo sabes quién soy? -preguntó.
Malone señaló el libro que descansaba sobre el regazo de Foddrell.
– Deberías haber escondido eso. ¿Podemos dejarnos de tonterías e ir al grano?
Thorvaldsen oyó cómo el carillón daba las tres y media y otros relojes confirmaban la hora por todo el castillo. Estaba progresando, arrinconando a Eliza Larocque hasta que no tuviera más opción que cooperar con él.
– Lord Ashby está arruinado -aseguró Thorvaldsen.
– ¿Tiene pruebas que lo demuestren?
– Nunca hablo sin tenerlas.
– Hábleme de mi fallo de seguridad.
– ¿Cómo cree que he averiguado lo que sé?
Larocque le lanzó una mirada penetrante.
– ¿Ashby?
– No directamente. No nos hemos visto ni hablado nunca. Pero ha hablado con otras personas, gente a la que acudió en busca de ayuda económica. Esa gente quería asegurarse de que les devolvería sus préstamos, de modo que Ashby les ofreció una garantía única que lo obligó a explicar en qué andaba metido. Anunció a bombo y platillo los beneficios que podían cosechar.
– ¿Y no piensa darme ningún nombre?
Thorvaldsen adoptó una pose rígida.
– ¿Por qué iba a hacer tal cosa? ¿Qué valor tendría yo entonces?
Sabía que Larocque no tendría otra opción que aceptar sus ofertas.
– Es usted un gran problema, Herre Thorvaldsen.
Él se echó a reír.
– Lo soy.
– Pero empieza a caerme bien.
– Esperaba que pudiéramos llegar a un acuerdo -Thorvaldsen la señaló con el dedo-. Como le he dicho antes, la he estudiado al detalle, sobre todo a su antepasado Pozzo di Borgo. Me pareció fascinante cómo hicieron uso los británicos y los rusos de su vendetta contra Napoleón. Me encanta lo que dijo en 1811 al enterarse del nacimiento del heredero del emperador: “Napoleón es un gigante que doblega los poderosos robles del bosque virgen. Pero, algún día, los espíritus de los bosques escaparán de sus desgraciadas ataduras y entonces los robles se erguirán de repente y arrojarán al gigante contra la tierra”. Fue bastante profético. Eso es precisamente lo que sucedió.
Thorvaldsen sabía que aquella mujer hallaba fuerzas en su ascendencia. Hablaba de ella a menudo y lo hacía con orgullo. En ese sentido eran muy parecidos.
– A diferencia de Napoleón -respondió ella-, Di Borgo continuó siendo un verdadero patriota corso. Amaba a su patria y siempre antepuso los intereses de esta. Cuando Napoleón ocupó finalmente Córcega en nombre de Francia, Di Borgo fue borrado explícitamente de la lista de amnistiados políticos, así que se vio obligado a huir. Napoleón lo persiguió por toda Europa. Sin embargo, Di Borgo evitó que lo apresaran.
– Y, a la vez, instigó la caída del emperador. Todo un hito.
Thorvaldsen había descubierto que Pozzi di Borgo ejerció presión sobre la corte y el gabinete francés e inflamó los celos de los numerosos hermanos de Napoleón, de forma que al final se convirtió en un conducto para toda la oposición francesa. Trabajó con los británicos en su embajada en Viena y devino persona grata en los círculos políticos austríacos. Entonces le llegó su verdadera oportunidad al entrar en el servicio diplomático ruso como comisionado del ejército prusiano. A la postre, se convirtió en la mano derecha del zar en cualquier asunto relacionado con Francia y convenció a Alejandro de que no rubricara la paz con Napoleón. Durante doce años mantuvo sumida a Francia en la controversia con gran destreza, sabedor de que Napoleón podía combatir y ganar sólo en algunos frentes. Al final, sus esfuerzos dieron frutos, pero su vida fue un triunfo no reconocido. La historia apenas lo mencionaba. Falleció en 1842, mentalmente desquiciado pero increíblemente rico. Sus propiedades cayeron en manos de sus sobrinos, uno de los cuales fue un antepasado de Eliza Larocque, cuyos descendientes multiplicaron esa riqueza por más de cien e instauraron una de las grandes fortunas europeas.
– Di Borgo llevó su vendetta hasta el final -dijo Thorvaldsen-, pero yo me pregunto, madame: ¿tenía su antepasado corso, en su odio hacia Napoleón, un motivo oculto?
Los fríos ojos de Larocque transmitían una recelosa deferencia.
– ¿Por qué no me cuenta lo que ya sabe?
– Usted busca el tesoro perdido de Napoleón. Es por ese motivo que lord Ashby forma parte de su grupo. Él es, por decirlo finamente, un coleccionista.
Larocque sonrió al oír aquella palabra.
– Veo que he cometido un grave error al no recurrir a usted hace tiempo.
Thorvaldsen se encogió de hombros.
– Por suerte no soy rencoroso.
París
A Malone empezaba a agotársele la paciencia con Jimmy Foddrell.
– Todas estas sandeces de intriga y misterio son innecesarias. ¿Quién diablos te persigue?
– No tengo ni idea de cuánta gente está enojada conmigo.
Malone disipó los temores de aquel joven de un plumazo.
– Primicia: a nadie le importas un carajo. He leído tu página y es un montón de basura. Y, por cierto, hay medicamentos para tu paranoia.
Foddrell miró a Sam.
– Me dijiste que tenías a alguien que quería aprender, una persona abierta de mente. No es él, ¿no?
– Enséñame -espetó Malone.
Foddrell separó sus finos labios y mostró la parte superior de un diente de oro.
– Ahora mismo. Tengo hambre.
Foddrell llamó con un gesto al camarero. Malone escuchó mientras el joven pedía riñones de ternera salteados con salsa de mostaza. Se le revolvía el estomago solo de pensarlo. Con suerte la conversación acabaría antes de que llegara la comida. Malone decidió no pedir nada.
– Yo tomaré la côte de bœuf-dijo Sam.
– ¿Para qué? -preguntó Malone.
– Yo también tengo hambre -dijo.
Malone meneó la cabeza.
Cuando el camarero se fue, Malone le preguntó de nuevo a Foddrell:
– ¿Por qué tienes tanto miedo?
– En esta ciudad hay gente poderosa que lo sabe todo sobre mí.
Malone se obligó a dejar hablar a aquel bobo. En algún lugar, de algún modo, podían tropezar con algún dato valioso.
– Nos obligan a seguirlos -dijo Foddrell-. Aunque no lo sepamos. Crean políticas y lo ignoramos. Nos generan necesidades y poseen los medios para satisfacerlas y nosotros no lo sabemos. Trabajamos para ellos y no lo sabemos. Compramos sus productos y…
– ¿De quién hablas?
– De gente como la Reserva Federal de Estados Unidos, uno de los grupos más poderosos del mundo.
Malone sabía que no debía preguntar, pero aun así lo hizo:
– ¿Por qué dices eso?
– ¿No me dijiste que este tipo era enrollado? -le preguntó Foddrell a Sam-. No tiene ni idea.
– Mira -respondió Malone-, en estos últimos años he estado metido en el rollo de la autopsia alienígena y Área 51. El tema financiero es nuevo para mí.
Foddrell alzó un dedo con nerviosismo.
– Muy bien, eres muy gracioso. Todo esto te parece un chiste, ¿no?
– ¿Por qué no te explicas de una vez?
– La Reserva Federal obtiene dinero de la nada. Luego se lo presta de nuevo a Estados Unidos y los contribuyentes lo reembolsan con intereses. Estados Unidos debe a la Reserva Federal billones y billones de dólares. Solo los intereses anuales de esa deuda, que por cierto está controlada sobre todo por inversores privados, es unas ocho veces mayor que la fortuna del hombre más rico del planeta. Nunca llegará a saldarse. Mucha gente se está forrando a costa de esa deuda y todo es un engaño. Si usted o yo imprimiéramos dinero y luego extendiéramos préstamos, iríamos a la cárcel.
Malone recordó algo que había leído en la página web de Foddrell. Supuestamente, John Kennedy quiso poner fin a la Reserva Federal y firmó la Orden Ejecutiva 11110, que obligaba al gobierno de Estados Unidos a recuperar el control sobre el suministro monetario de la nación en detrimento de la Reserva. Tres semanas después, Kennedy estaba muerto. Cuando Lyndon Johnson ocupó el cargo, revocó de inmediato esa orden. Era la primera vez que Malone oía esa acusación, así que investigó más a fondo y leyó la Orden Ejecutiva 11110, una inocua directriz cuyo efecto, de haber sido puesto en práctica, habría fortalecido, en vez de debilitarlo, el sistema de la Reserva Federal. Cualquier relación entre la aprobación de esa orden y el asesinato de Kennedy era pura coincidencia. Y Johnson jamás la revocó. Por el contrario, fue purgada décadas después junto con una serie de regulaciones anticuadas. Más bulos conspirativos.
Malone decidió ir al grano.
– ¿Qué has averiguado del Club de París?
– Lo suficiente para saber que debemos tener miedo.
Larocque miró a Thorvaldsen y dijo:
– ¿Alguna vez se ha preguntado lo que se puede conseguir realmente con dinero?
Su invitado se encogió de hombros.
– Mi familia ha amasado tanto dinero durante tanto tiempo que nunca pienso en ello. Pero está claro que puede darte poder, influencia y una vida confortable.
Ella adoptó un aire tranquilo.
– Puede darte mucho más. Yugoslavia es un excelente ejemplo.
Larocque notó que había despertado la curiosidad del danés.
– Supuestamente, en los años ochenta, los yugoslavos eran un régimen imperial fascista que cometió crímenes contra la humanidad. Tras unas elecciones libres en 1990, el pueblo serbio eligió al Partido Socialista, mientras que la población de otras repúblicas yugoslavas optó por instaurar unos gobiernos más pro occidentales. Al final, Estados Unidos le declaró la guerra a Serbia. Sin embargo, antes de eso vi cómo la política mundial iba debilitando paulatinamente a Yugoslavia, que por aquel entonces poseía una de las mejores economías de Europa del Este. La guerra entre Estados Unidos y Serbia y el posterior desmoronamiento de Yugoslavia desmintieron la idea de que una economía socialista podía ser algo positivo.
– Serbia era opresiva y peligrosa -observó Thorvaldsen.
– ¿Quién dice eso? ¿Los medios de comunicación? ¿Era más opresiva que, por ejemplo, Corea del Norte, China o Irán? Y, sin embargo, nadie aboga por declararles la guerra. “Coja un fósforo y prenda fuego a un bosque”. Eso es lo que me dijo un diplomático en aquel momento. Las agresiones contra Serbia contaron con el apoyo de los medios mayoritarios, así como de líderes influyentes de todo el mundo. Esa agresión se prolongó más de diez años, lo cual, por cierto, hizo que fuese bastante fácil y mucho menos costosocomprar toda la economía de la antigua Yugoslavia.
– ¿Eso es lo que sucedió?
– Conozco a muchos inversores que sacaron tajada de aquella catástrofe.
– ¿Me está diciendo que lo que ocurrió en Serbia fue algo orquestado?
– Es una forma de hablar. No de manera activa, pero desde luego sí de manera tácita. Aquella situación demostró que es totalmente factible sacar réditos de situaciones destructivas. Existen beneficios en la discordia política y nacional. Siempre, por supuesto, que la discordia termine en algún momento. Solo entonces pueden obtenerse beneficios de cualquier inversión.
Larocque disfrutaba hablando de teorías. Rara vez tenía la oportunidad de hacerlo. No estaba diciendo nada inculpatorio, tan solo haciéndose eco de las observaciones que muchos economistas e historiadores habían señalado durante mucho tiempo.
– En los siglos xviii y xix -prosiguió-, los Rothschild dominaban esta técnica. Se las ingeniaban para jugar en todos los bandos, generando unos beneficios enormes en una época en que los europeos luchaban entre sí como niños en un patio de recreo. Los Rothschild eran ricos, internacionales e independientes, tres cualidades peligrosas. Los gobiernos monárquicos no podían controlarlos. Los movimientos populares los odiaban porque no rendían cuentas ante el pueblo. Los constitucionalistas recelaban de ellos porque trabajaban en secreto.
– ¿Al igual que usted?
– El secretismo es esencial para el éxito de cualquier conspiración. Estoy segura, Herre Thorvaldsen, de que comprende cómo se puede incidir con discreción en los acontecimientos simplemente concediendo o negando fondos, influyendo en la selección de personal clave o manteniendo relaciones comerciales diarias con quienes toman las decisiones. Permanecer entre bastidores amortigua buena parte de la ira ciudadana, que va dirigida, como debe ser, a las figuras políticas públicas.
– Que en su mayoría están controladas.
– Como si usted no fuese propietario de unas cuantas -Larocque necesitaba encauzar de nuevo la conversación-. Deduzco que podrá aportar pruebas sobre la traición de lord Ashby…
– En el momento apropiado.
– Hasta entonces, ¿debo transmitir sus palabras sobre las afirmaciones de lord Ashby a estos financieros desconocidos?
– ¿Qué le parece esto? Permítame unirme a su grupo y juntos descubriremos si miento o digo la verdad. Si soy un embustero, pueden quedarse con los veinte millones de euros que he pagado por mi ingreso.
– Pero nuestro secreto se vería comprometido.
– Ya lo está.
La repentina aparición de Thorvaldsen resultaba desconcertante, pero también podía ser maná del cielo. Lo que Larocque le había dicho a Mastroianni era cierto: creía en el destino.
¿Tal vez Henrik Thorvaldsen estaba llamado a formar parte de su destino?
– ¿Puedo enseñarle algo? -preguntó Larocque.
Malone vio que el camarero regresaba con agua embotellada, vino y una cesta de pan. Los restaurantes franceses nunca le habían causado buena impresión. Todos los que había visitado eran excesivamente caros, sobrevalorados o ambas cosas a la vez.
– ¿De verdad te gustan los riñones salteados? -le preguntó a Foddrell.
– ¿Qué tienen de malo?
No pensaba exponer los numerosos motivos por los que ingerir un órgano que elimina la orina del cuerpo es insalubre. Por el contrario, dijo:
– Háblame del Club de París.
– ¿Sabes de dónde nació la idea?
Malone notó que Foddrell se regocijaba en su superioridad.
– En tu página tratabas el tema de forma un poco vaga.
– Napoleón. Después de conquistar Europa, lo que realmente quería era relajarse y disfrutar, así que reunió a un grupo de gente y creó el Club de París, que estaba concebido para facilitarle su mandato. Por desgracia, la idea no llegó a cuajar; estaba demasiado ocupado librando una guerra tras otra.
– Me pareció oírte decir que quería dejar de luchar…
– Y así era, pero algunos pensaban de otra manera. Mantener a Napoleón enfrascado en el combate era lo mejor para que bajara la guardia. Algunos se aseguraron de que siempre tuviese una caterva de enemigos a la vuelta de la esquina. Napoleón intentó firmar la paz con Rusia, pero el zar le dijo que se la metiera por donde le cupiese. Por eso invadió Rusia en 1812, un acto que a punto estuvo de costarle todo su ejército. Después de aquello, todo fue cuesta abajo. Tres años después, adiós. Depuesto.
– Eso no me dice nada.
Foddrell miró por la ventana, como si algo llamara su atención repentinamente.
– ¿Algún problema? -preguntó Malone.
– Solo echaba un vistazo.
– ¿Por qué sentarse en la ventana para que te vea todo el mundo?
– No lo entiendes, ¿verdad?
Aquella pregunta denotaba el creciente enojo que le provocaba a Foddrell ser despreciado tan a la ligera, pero eso a Malone no le importaba.
– Intento comprender.
– Como has leído la página web, sabrás que Eliza Larocque ha fundado un nuevo Club de París. La misma idea, en distinta época y con gente diferente. Se reúnen en un edificio de la Rue l’Araignée. Lo sé con certeza. Los he visto allí. Conozco a un tipo que trabaja para uno de sus miembros. Se puso en contacto conmigo a través de la página y me lo contó. Esta gente está confabulada. Harán lo mismo que los Rothschild hace doscientos años. Lo que pretendía hacer Napoleón. Es una gran conspiración. El Nuevo Orden Mundial renovado. La economía es su arma.
Durante la conversación, Sam había guardado silencio. Malone se dio cuenta de que debía de pensar que Jimmy Foddrell vivía a años luz de la realidad o algo que se asemejara a ella, pero no pudo resistirse.
– Aunque eres un paranoico, no me has preguntado cómo me llamo.
– Cotton Malone. Me lo dijo Sam en su correo electrónico.
– No sabes nada de mí. ¿Qué pasa si he venido aquí a matarte? Como tú dices, están por todas partes, vigilando. Saben lo que ves por Internet, qué libros tomas prestados de la biblioteca, conocen tu grupo sanguíneo, tu historial médico, tus amigos.
Foddrell empezó a estudiar el restaurante, las mesas llenas de clientes, como si fuera una jaula.
– Tengo que irme.
– ¿Qué hay de los riñones salteados?
– Cómetelos tú.
Foddrell se levantó de la mesa y se dirigió a toda prisa hacia la puerta.
– Se lo merecía -dijo Sam.
Malone vio cómo aquel memo salía del restaurante, sondeaba la atestada acera y echaba a andar a paso ligero. Él también estaba dispuesto a marcharse, de ser posible antes de que llegara la comida. Entonces algo le llamó la atención al otro lado de la concurrida calle peatonal, en uno de los puestos de arte. Eran dos hombres enfundados en oscuros abrigos de lana. Se habían puesto en alerta en cuanto apareció Foddrell. Luego iniciaron una persecución, caminando deprisa con las manos en los bolsillos.
– No parecen turistas -dijo Sam.
– En eso tienes razón.
Ashby y Caroline recorrieron los laberínticos pasillos hacia el ala más septentrional de la mansión. Allí entraron en uno de los muchos salones, convertido en el estudio de su compañera. En su interior, había libros y manuscritos esparcidos sobre varias mesas de roble. La mayoría de los libros tenían más de doscientos años de antigüedad y fueron adquiridos a un coste considerable y localizados en colecciones privadas de lugares tan remotos como Australia. Algunos, no obstante, habían sido robados por Guild-hall. Todos versaban sobre el mismo tema: Napoleón.
– Encontré la referencia ayer -dijo Caroline mientras buscaban entre las montañas de libros-. En uno de los que compramos en Orleans.
A diferencia de Ashby, Caroline hablaba francés moderno y antiguo con fluidez.
– Es un tratado de finales del siglo xix, escrito por un soldado británico destacado en Santa Elena. Me llama la atención lo mucho que admiraba esta gente a Napoleón. Va más allá de la veneración al héroe, como si no pudiera equivocarse nunca. Y este libro es de un británico, nada menos.
Caroline entregó el libro a Ashby. Varias páginas estaban marcadas con tiras de papel que asomaban por sus desgastados márgenes.
– Existen tantos relatos que es difícil tomarse alguno en serio. Pero este es interesante.
Ashby quería hacerle saber a Caroline que cabía la posibilidad de que él también hubiese encontrado algo.
– En el libro de Córcega que nos condujo hasta el oro se menciona Sens.
El rostro de Caroline se iluminó.
– ¿De verdad?
– Contrariamente a lo que puedas pensar, yo también soy capaz de descubrir cosas.
Caroline sonrió.
– ¿Y cómo sabes tú lo que pienso?
– No es difícil de intuir.
Ashby le habló de la introducción y de lo que Saint-Denis había legado a la ciudad de Sens, sobre todo la mención de un libro, Los reinos merovingios 450-731 d. C. Ashby sabía que había algo importante en ese libro. Al instante, Caroline se acercó a otra mesa y hurgó entre los montones de libros. Verla tan enfrascada en sus pensamientos, pero vestida provocativamente, le excitaba.
– Aquí está -dijo Caroline-. Sabía que ese libro era importante. Testamento de Napoleón. Disposición VI. “Cuatrocientos volúmenes, seleccionados de mi biblioteca, de los cuales he utilizado la mayoría, incluida mi copia de Los reinos merovingios 450-751 d. C. Ordeno a Saint-Denis que se haga cargo de ellos y que los entregue a mi hijo cuando cumpla la edad de dieciséis años”.
Ashby y Caroline estaban recomponiendo poco a poco un rompecabezas que no había sido concebido para ser descifrado hacia atrás.
– Saint-Denis era leal -dijo Caroline-. Sabemos que guardó fielmente esos cuatrocientos tomos. Por supuesto, no hubo manera de entregárselos al hijo de Napoleón. Tras la muerte de este, vivió en Francia y el hijo fue prisionero de los austríacos hasta que falleció en 1832.
– Saint-Denis murió en 1856 -precisó Ashby, recordando lo que había leído-. Guardó esos libros durante treinta y cinco años. Luego los legó a la ciudad de Sens.
Caroline le dedicó una sonrisa maliciosa.
– Todo esto te excita, ¿verdad?
– Lo que me excita eres tú.
Caroline señaló el libro que sostenía Ashby.
– Antes de cumplir gustosamente mis responsabilidades como amante, lee lo que señala el primer marcador. Creo que aumentará tu placer.
Ashby abrió el libro. Pedazos de cuero seco de la quebradiza encuadernación cayeron al suelo.
El abate Buonavita, el más anciano de los dos sacerdotes de Santa Elena, llevaba algunos meses tullido, hasta el punto de que no podía abandonar su habitación. Un día, Napoleón fue en su busca y le explicó que sería mejor que regresara a Europa en vez de permanecer en Santa Elena, cuyo clima debía de ser perjudicial para su salud, mientras que el de Italia seguramente prolongaría sus días. El emperador mandó escribir una carta a la familia imperial solicitando el pago de una pensión de tres mil francos al sacerdote. Cuando el abate agradeció al emperador su bondad, lamentó no acabar sus días junto a él, pues deseaba consagrar su vida a la suya. Antes de abandonar la isla, Buonavita hizo una última visita al emperador, quien le dio varias instrucciones y cartas que debía entregar a la familia de Napoleón y al Papa.
– Napoleón ya estaba enfermo cuando Buonavita se fue de Santa Elena -dijo Caroline-, y murió pocos meses después. He visto las cartas que Napoleón quería que entregaran a su familia. Se encuentran en un museo de Córcega. Los británicos leían todo lo que entraba y salía de Santa Elena. Aquellas misivas se consideraron inofensivas, así que permitieron que el abate se las llevara.
– ¿Qué tienen de especial?
– ¿Quieres verlas?
– ¿Las tienes?
– Tengo fotografías. No tiene sentido viajar a Córcega y no hacer fotografías. Tomé unas cuantas cuando estuve investigando allí el año pasado.
Ashby estudió su puntiaguda nariz y su barbilla, sus cejas arqueadas, la redondez de sus senos. La deseaba. Pero lo primero era lo primero.
– Tú me has traído unos lingotes -dijo Caroline-. Ahora soy yo quien tiene algo para ti -sacó una fotografía que acompañaba una carta de una página escrita en francés y preguntó-: ¿Ves algo?
Ashby estudió la temblorosa caligrafía.
– Recuerda -dijo Caroline- que la caligrafía de Napoleón era atroz. Saint-Denis lo reescribió todo. Eso lo sabía todo el mundo en Santa Elena. Pero esta carta no es ni mucho menos pulcra. Comparé la letra con otras atribuibles a Saint-Denis.
Ashby percibió el brillo travieso de sus ojos.
– Esta fue escrita por el propio Napoleón.
– ¿Eso es importante?
– Sin duda. Escribió estas palabras sin la intervención de Saint-Denis. Eso les otorga todavía mayor relevancia, aunque hasta hace un rato no he sabido hasta qué punto.
Ashby continuó observando la fotografía.
– ¿Qué dice? Mi francés no es ni por asomo tan bueno como el tuyo.
– Es solo una nota personal. Habla de su amor y su devoción y de lo mucho que echa en falta a su hijo. Nada que pueda levantar las sospechas de un británico entrometido.
Ashby sonrió y entonces prorrumpió en una carcajada.
– ¿Por qué no te explicas y así podemos pasar a otra cosa?
Caroline le arrebató la fotografía y la dejó sobre la mesa. Cogió una regla y la colocó debajo de una línea del texto:
– ¿Lo ves? -preguntó Caroline-. Con la regla debajo queda más claro.
Ashby lo vio. Algunas letras eran más altas que las otras. Sutil, pero estaba allí.
– Es un código que utilizó Napoleón -explicó Caroline-. Los británicos de Santa Elena no se percataron. Pero cuando descubrí ese relato sobre cómo Napoleón envió las cartas a través del abate, unas cartas que escribió él mismo, empecé a estudiarlas más detenidamente. Solo esta contiene letras más elevadas.
– ¿Qué palabras forman las letras?
– Psaume trente et un.
Eso podía traducirlo, “salmo treinta y uno”, aunque Ashby no comprendía el significado.
– Es una referencia concreta -respondió ella-. La tengo aquí -Caroline cogió una Biblia abierta de la mesa-. “Escúchame, ven pronto a mi rescate; sé mi refugio de roca, una sólida fortaleza que me salve. Puesto que tú eres mi roca y mi fortaleza, por el amor de tu nombre guíame. Libérame de la trampa que me ha sido tendida” -Caroline levantó la vista-. Eso encaja perfectamente con el exilio de Napoleón. Escucha esta parte: “Mi vida está consumida por la angustia y mis años por mi sufrimiento; mi fuerza flaquea por causa de mi aflicción y mis huesos se debilitan. Porque de todos mis enemigos, mis vecinos sienten desprecio absoluto por mí; mis amigos se sienten atemorizados por mí; quienes me ven por la calle huyen. Me han olvidado como si estuviese muerto”.
– Es el lamento de un hombre derrotado -sentenció Ashby.
– Cuando escribió esta carta sabía que el final estaba cerca.
La mirada de Ashby se clavó inmediatamente en la copia del testamento de Napoleón, que estaba sobre la mesa.
– De modo que dejó los libros a Saint-Denis y le pidió que los conservara hasta que su hijo tuviese dieciséis años. Luego mencionó el tomo concreto y envió una carta en clave lamentándose de su situación.
– Ese libro sobre los merovingios podría ser la clave -dijo Caroline.
– Debemos encontrarlo.
Caroline se acercó, le rodeó el cuello y le besó.
– Ha llegado el momento de que atiendas a tu amante.
Ashby se disponía hablar, pero ella se lo impidió poniéndole un dedo sobre los labios.
– Después te diré dónde se encuentra el libro.
París
Sam no podía creerse que aquellos dos hombres estuviesen siguiendo a Jimmy Foddrell. Malone había hecho bien en bajarle los humos a aquel sabiondo en el restaurante. Se preguntaba si sus superiores del Servicio Secreto lo miraban a él con la misma perplejidad. Nunca había sido tan radical o paranoico, aunque había desafiado a la autoridad y defendido creencias similares. Las normas no estaban hechas para él.
Sam y Malone continuaron avanzando por las laberínticas callejuelas repletas de gente embutida en gruesos abrigos y jerseys. Los restauradores se enfrentaban al frío pregonando sus menús con la intención de captar clientes. Sam saboreó los ruidos, los olores y los movimientos, resistiéndose a su efecto hipnótico.
– ¿Quién cree que eran esos dos tipos? -preguntó finalmente.
– Ese es el problema del trabajo de campo, Sam, que nunca sabes. Todo se reduce a la improvisación.
– ¿Podría haber alguien más?
– Por desgracia no hay forma de saberlo en medio de este caos.
Sam recordó las películas y las series de televisión en las que el héroe siempre parecía oler el peligro, por confuso o lejano que fuese. Pero en el alboroto que los asaltaba por todos los flancos se dio cuenta de que no había manera de percibir una amenaza hasta que se cerniera sobre ellos.
Foddrell no dejaba de andar. Más adelante, la vía peatonal desembocaba en una concurrida calle llamada Boulevard Saint Germain, una marabunta de taxis, carros y buses. Foddrell se detuvo hasta que un cercano semáforo paró el tráfico y entonces cruzó a galope los cuatro carriles, colapsados de gente. Los dos hombres le pisaban los talones.
– Vamos -dijo Malone.
Ambos echaron a correr y llegaron a la intersección enel preciso instante en que los semáforos que tenían a su derecha volvían a ponerse en verde. Sin detenerse, él y Malone cruzaron el bulevar y llegaron a la otra acera justo cuando los motores rugían junto a ellos con impaciencia.
– Ha faltado poco -dijo Sam.
– No podemos perderlos.
La parte interior de la acera estaba bordeada por un muro de piedra que les llegaba a la cintura y sostenía una verja de hierro forjado. La gente se abría paso a codazos en ambas direcciones con animación.
Al no tener familia directa, para Sam las vacaciones siempre habían sido una época solitaria. Las cinco últimas Navidades las había pasado solo en una playa de Florida. No conoció a sus padres. Se crió en un lugar conocido como el Instituto Cook, una manera elegante de referirse a un orfanato. Llegó allí de niño y se marchó una semana antes de su decimoctavo cumpleaños.
– ¿Tengo otra alternativa?-preguntó.
– Sí, la tienes -respondió Norstrum.
– ¿Desde cuándo? Aquí no hay más que normas.
– Son para los niños. Ahora ya eres un hombre. Eres libre de vivir tu vida como te plazca.
– ¿Y ya está? ¿Me puedo ir? Así, sin más.
– No nos debes nada, Sam.
Se alegró de oír aquello. No tenía nada que dar.
– La decisión está en tus manos -dijo Norstrum-, así de sencillo. Puedes quedarte y formar parte de este lugar o puedes irte.
Aquello no era una elección.
– Quiero irme.
– Lo suponía.
– No es que no me sienta agradecido. Simplemente me quiero ir. Ya estoy harto de…
– Normas.
– Eso es. Ya basta de normas.
Sabía que muchos de los instructores y cuidadores se habían criado allí, pues también eran huérfanos, pero otra norma les prohibía hablar de ello. Como se marchaba, decidió preguntar:
– ¿Tú tuviste elección?
– Yo elegí otra cosa.
Su respuesta lo dejó asombrado. No sabía que aquel hombre mayor también era huérfano.
– ¿Podrías hacerme un favor?-preguntó Norstrum.
Se encontraban sobre la hierba del campus, entre edificios de dos siglos de antigüedad. Sam conocía cada centímetro cuadrado de ellos, hasta el último detalle, ya que se exigía que todos colaboraran en el mantenimiento. Otra de aquellas normas que había llegado a odiar.
– Ten cuidado, Sam. Piensa antes de actuar. El mundo no es tan complaciente como nosotros.
– ¿Así lo llaman aquí? ¿Complaciente?
– Hemos cuidado de ti -Norstrum hizo una pausa-. Yo te he cuidado de verdad.
En sus dieciocho años de vida nunca había percibido tal sentimentalismo en aquel hombre.
– Eres un espíritu libre, Sam. Eso no es por fuerza algo malo, pero ten cuidado.
Sam vio que Norstrum, a quien conocía de toda la vida, le hablaba con sinceridad.
– Puede que fuera encuentres normas que te sean más fáciles de cumplir. Esto ha sido un desafío para ti.
– Quizá lo lleve en los genes.
Sólo intentaba quitar hierro al asunto, pero el comentario le recordó que no tenía padres ni ascendencia. Lo único que conocía estaba a su alrededor. El único hombre que le había importado en su vida se encontraba junto a él. Así que, por respeto, le tendió la mano, que Norstrum estrechó educadamente.
– Tenía la esperanza de que te quedases -dijo el hombre en voz baja.
Unos ojos llenos de tristeza le devolvieron la mirada.
– Que te vaya bien, Sam. Intenta ser bueno siempre.
Y así lo hizo. Se licenció en la universidad con honores e luego ingresó en el Servicio Secreto. A veces se preguntaba si Norstrum seguiría vivo. Habían hablado por última vez hacía catorce años. Simplemente, Sam nunca se había puesto en contacto con él porque no quería decepcionar más a aquel hombre.
– “Tenía la esperanza de que te quedases”.
Pero no podía.
Él y Malone doblaron una esquina y entraron en un callejón situado tras el gran bulevar. La acera ascendía hacia la siguiente intersección y otro muro con una verja de hierro se extendía a su derecha. Siguieron la lenta marea de pies hasta la esquina y después giraron. Una pared alta coronada por almenas sustituía a la verja. De la basta piedra colgaba una colorida pancarta que anunciaba: “Musée National du Moyen Age, Thermes de Cluny” (Museo Cluny de Historia Medieval).
El edificio que se alzaba por encima del muro era una estructura gótica almenada cubierta por un tejado de pizarra a dos aguas salpicado de buhardillas. Foddrell desapareció por una entrada y los dos hombres le siguieron. Malone aceleró el paso.
– ¿Qué estamos haciendo? -preguntó Sam.
– Improvisando.
Malone sabía adonde se dirigían. El Museo Cluny estaba construido sobre el emplazamiento de un palacio romano y las ruinas de sus antiguos baños se conservaban todavía en su interior. La actual mansión fue erigida en el siglo xi por un abad benedictino. Hasta el siglo xix los terrenos no fueron de propiedad estatal, y ahora exhibían una impresionante colección de objetos medievales. Seguía siendo una de las visitas obligadas en cualquier itinerario parisino. Malone había estado allí en un par de ocasiones y recordaba el interior. Dos plantas, una sala de exposiciones desde la que se accedía a la siguiente, una entrada y una salida. Espacios pequeños. Un mal lugar para pasar desapercibido.
Malone iba en cabeza cuando entraron en un claustro y divisaron a los dos hombres franqueando la entrada principal. Unas treinta personas pertrechadas con cámaras de fotos se arremolinaban en el patio.
Malone vaciló y después se dirigió hacia la misma entrada. Sam lo siguió.
La estancia contigua era una antesala con muros de piedra convertida en centro de recepción, con una consigna y una escalera que descendía a los servicios. Los dos hombres estaban comprando las entradas a una cajera; luego dieron media vuelta, ascendieron los escalones de piedra y entraron en el museo. Mientras desaparecían por una puerta estrecha, él y Sam compraron sus entradas. Subieron por las mismas escaleras y entraron en una tienda de recuerdos abarrotada de gente. No había rastro de Foddrell, pero los dos gorilas habían rebasado ya otra puerta baja que quedaba a su izquierda. Malone vio trípticos en inglés, cogió uno y estudió rápidamente el plano.
– Henrik dice que tiene memoria fotográfica. ¿Es verdad? -preguntó Sam.
– Memoria eidética -corrigió-. Tan solo buena memoria para los detalles.
– ¿Siempre es tan preciso?
Malone se guardó el tríptico en el bolsillo trasero.
– Casi nunca.
Entraron en una sala de exposiciones bañada por la luz del sol que se filtraba por una ventana dividida con parteluces y por diversos focos incandescentes colocados estratégicamente que resaltaban la porcelana, el vidrio y el alabastro medievales. Ni Foddrell ni sus perseguidores estaban allí.
Sam y Malone avanzaron a empujones hasta la siguiente estancia, que contenía más cerámica, y vieron a los dos hombres justo cuando salían por el otro extremo. Hasta el momento, visitantes parlanchines y cámaras habían animado las dos salas. Por el tríptico, Malone sabía que más adelante se encontraban las termas romanas.
Al salir vio a los dos hombres recorriendo un estrecho pasillo pintado de azul y forrado de placas de alabastro que culminaba en un majestuoso vestíbulo de piedra. Bajando un tramo de escaleras de piedra estaba el frigidarium,pero una placa anunciaba que estaba clausurado por reformas, y una cadena de plástico impedía el acceso. A su derecha, atravesando un elaborado arco gótico, una sala densamente iluminada acogía restos de estatuas. Delante de una plataforma y un pódium había dispuestas varias sillas metálicas plegables; era una especie de sala de presentaciones que ocupaba lo que en su día había sido un patio exterior. A la izquierda, uno se internaba en el museo. Los dos hombres siguieron ese camino.
Malone y Sam se aproximaron y observaron con cautela la sala adyacente, que tenía una altura de dos pisos y gozaba de luz natural proveniente de un techo opaco. Los muros de piedra sin pulir alcanzaban los doce metros de altura. Antaño probablemente había sido otro patio abierto entre los edificios, pero ahora estaba cubierto y exponía marfiles, fragmentos de capiteles ymás estatuas.
No había rastro de Foddrell, pero sus perseguidores se dirigían hacia la siguiente sala de exposiciones, que nacía en lo alto de otra escalinata de madera.
– ¡Esos dos me están siguiendo! -gritó alguien, rompiendo un silencio digno de una biblioteca.
Malone levantó la cabeza. Apoyada en una balaustrada, en la que parecía ser la planta superior del edificio contiguo, y señalando a los dos hombres a los que Sam y Malone seguían, vio a una mujer. Rondaría los treinta años y tenía el pelo corto de color castaño. Llevaba una bata azul que Malone ya había visto a otros empleados del museo.
– ¡Vienen por mí! -gritó la mujer-. ¡Quieren asesinarme!
Valle del Loira
Thorvaldsen y Larocque abandonaron el salón y se adentraron en el castillo hasta llegar al Cher, que fluía por debajo de los cimientos. Antes de su llegada, Thorvaldsen había estudiado la historia de la finca y sabía que su arquitectura se había concebido a principios del siglo xvi como parte de la elegante y civilizada corte de Francisco I. Una mujer había ideado inicialmente el diseño y esa influencia femenina todavía resultaba evidente. No había muros reforzados ni una envergadura abrumadora que ejercieran su poder. Por el contrario, su garbo inimitable evocaba solo una agradable opulencia.
– Mi familia posee esta finca desde hace tres siglos -dijo Larocque-. Uno de los propietarios construyó el castillo central en la orilla norte, donde estábamos sentados hace un momento, y un puente que conectaba con la orilla sur del río. Otro erigió una galería sobre el puente.
Larocque señaló hacía adelante. Thorvaldsen contempló el largo salón rectangular, con una extensión de sesenta metros o más, un suelo de baldosas blancas y negras y un techo sustentado en unas pesadas vigas de roble. Los rayos de sol se colaban por unas ventanas dispuestas simétricamente de pared a pared a ambos lados de la estancia.
– Durante la guerra, los alemanes ocuparon la finca -explicó Larocque-. La puerta sur que ve al fondo en realidad estaba ubicada en la zona libre. La puerta de este otro extremo estaba en la zona ocupada. Se hará cargo del problema que eso suponía.
– Odio a los alemanes -aclaró Thorvaldsen.
Larocque lo escrutó con una mirada calculadora.
– Destruyeron a mi familia y a mi país e intentaron acabar con mi religión. Nunca podré perdonarlos.
Thorvaldsen dejó que calara su condición de judío. Su investigación sobre Larocque había desvelado un arraigado prejuicio antisemita. No descubrió ninguna razón en particular, tan solo un desagrado innato, nada fuera de lo común. Sus indagaciones evidenciaron otra de las numerosas obsesiones de su anfitriona. Thorvaldsen había abrigado la esperanza de que ella lo acompañara en su visita por el castillo. Allí, delante de ellos, junto al umbral que preludiaba otra de las numerosas salas, iluminado por dos halógenos diminutos, colgaba el retrato. Justo donde le habían dicho.
Thorvaldsen contempló la imagen. Una larga y fea nariz, unos ojos oblicuos y hundidos que proyectaban una astuta mirada de soslayo. La mandíbula poderosa, la barbilla prominente. Un sombrero cónico cubría un cráneo prácticamente calvo que daba a aquella figura el semblante de un Papa o un cardenal. Pero había sido mucho más que eso.
– Luis XI -dijo Thorvaldsen apuntando con el dedo.
Larocque hizo un alto.
– ¿Es usted admirador suyo?
– ¿Qué decían de él? “Amado por el pueblo, odiado por los grandes, temido por sus enemigos y respetado en toda Europa. Era un rey”.
– Nadie sabe si es una imagen auténtica. Pero posee una cualidad extraña, ¿no le parece?
Thorvaldsen recordó lo que le habían contado sobre el hedor a farsa que rodeaba la memoria de Luis XI. Gobernó de 1461 a 1483 y consiguió labrarse una maravillosa leyenda de grandeza. En realidad carecía de escrúpulos, se rebeló contra su padre, trató a su mujer con vileza, confiaba en pocos y no mostraba clemencia con nadie. Su fijación fue la regeneración de Francia tras la desastrosa Guerra de los Cien Años. Planeó, tramó y sobornó de manera incansable, todo ello con objeto de reunir tierras perdidas bajo una misma corona. Y lo consiguió, lo cual sirvió para cimentarle un lugar santificado en la historia de Francia.
– Fue uno de los primeros en comprender el poder del dinero -dijo Thorvaldsen-. Le gustaba comprar a los hombres en lugar de luchar contra ellos.
– Es usted un estudioso -observó Larocque, claramente impresionada-. Entendió la importancia del comercio como herramienta política y sentó las bases de la nación-Estado moderna, en la que la economía sería más importante que un ejército.
Larocque hizo un gesto y ambos entraron en otra sala con las paredes forradas de cálida piel y las ventanas cubiertas con telas de color vino. La impresionante chimenea renacentista estaba apagada. Había pocos muebles, a excepción de unas cuantas sillas tapizadas y mesas de madera. En el centro, desentonando con la antigüedad de la sala, se apreciaba una vitrina de acero inoxidable y cristal.
– La invasión de Egipto que Napoleón llevó a cabo en 1798 fue un fiasco militar y político -dijo Larocque-. La República francesa envió a su más importante general a la conquista y él obedeció. Pero gobernar Egipto era otra cosa. En eso, Napoleón no triunfó. Aun así, es innegable que la ocupación del país cambió el mundo. Por primera vez, el esplendor de aquella civilización misteriosa y olvidada salía a la luz. Así nació la egiptología. Los sabios de Napoleón descubrieron literalmente el Egipto faraónico bajo las arenas milenarias. Típico de Napoleón: un fracaso absoluto enmascarado por un éxito parcial.
– Habla usted como un auténtico descendiente de Pozzo di Borgo.
Larocque se encogió de hombros.
– Mientras él reposa en toda su gloria en los Inválidos, mi antepasado, que probablemente salvó Europa, ha caído en el olvido.
Thorvaldsen sabía que aquel era un tema amargo, así que por el momento lo postergó.
– Sin embargo, mientras estuvo en Egipto, Napoleón logró descubrir algunas cosas de inmenso valor -Larocque señaló la vitrina-. Estos cuatro papiros. Fueron descubiertos por accidente un día, después de que las tropas de Napoleón dispararan a un asesino en una cuneta. De no ser por Pozzo di Borgo, Napoleón quizá los hubiera utilizado para consolidar su poder y gobernar buena parte de Europa. Por suerte, nunca tuvo la oportunidad de hacerlo.
Las investigaciones de Thorvaldsen no mencionaban aquella anomalía. Con Ashby no había reparado en gastos y lo había averiguado todo. Pero, en el caso de Eliza Larocque, había sido más selectivo en sus pesquisas. ¿Tal vez había cometido un error?
– ¿Qué dicen estos papiros? -preguntó, fingiendo no dar importancia al asunto.
– Son la razón del Club de París. Explican nuestro propósito y guiarán nuestro camino.
– ¿Quién los escribió?
– Nadie lo sabe. Napoleón creía que procedían de Alejandría y que se perdieron cuando desapareció la biblioteca.
Thorvaldsen tenía cierta experiencia con aquel lugar, que no estaba tan perdido como la mayoría de la gente pensaba.
– Deposita usted mucha fe en un documento desconocido escrito por una persona anónima.
– Como la Biblia, en mi opinión. No sabemos prácticamente nada de su origen y, sin embargo, miles de millones de personas modelan su vida a partir de sus palabras.
– Excelente argumento.
Los ojos de Larocque se iluminaron con la confianza de un corazón candido.
– Le he mostrado algo por lo que siento gran afecto. Ahora quiero ver sus pruebas sobre Ashby.
París
Malone vio que dos hombres, vestidos con chaquetas azules de sport arrugadas, corbata e identificaciones del museo colgadas del cuello, entraban apresuradamente en la sala de exposiciones. Uno de los hombres que había seguido a Foddrell, un tipo fornido con una melena descuidada, reaccionó al ataque y propinó un puñetazo en la cara al empleado que iba delante. El otro perseguidor, que tenía insípidos rasgos de gnomo, tumbó al otro vigilante de una patada. Ambos empuñaban sendas pistolas.
La mujer que había desencadenado la refriega se apartó de la balaustrada. Cuando los visitantes vieron las armas, se armó un griterío. La gente pasó corriendo a toda prisa junto a Malone y Sam en dirección a la entrada principal.
Dos empleados del museo aparecieron al otro lado. Se oyeron disparos. Los muros de piedra, el suelo de baldosas y el techo de cristal apenas lograron amortiguar el sonido, y las detonaciones retumbaron en los oídos de Malone con la fuerza de una explosión. Uno de los empleados se desplomó. Más gente corrió hacia él. El otro trabajador desapareció. Los dos perseguidores se desvanecieron.
Malone visualizó el plano del museo en su cabeza.
– Voy a volver sobre mis pasos. Solo hay otra salida en el edificio. Les cortaré el paso allí. Tú no te muevas.
– ¿Y qué hago?
– Intentar que no te disparen.
Malone supuso que el personal de seguridad del museo cerraría las salidas y que la policía llegaría en breve. Lo único que debía hacer era mantener ocupados a los dos pistoleros el tiempo suficiente para que todo eso ocurriera, de modo que echó a correr hacia la entrada principal.
Sam tenía poco tiempo para pensar. Los acontecimientos se sucedían con rapidez. Decidió al instante que no iba a quedarse quieto pese a las órdenes de Malone, así que atravesó la gran sala iluminada donde se había producido el tiroteo y se acercó al hombre de la chaqueta azul, que yacía sangrando en el suelo. Su cuerpo estaba flácido como un harapo. Sam se arrodilló.
Los ojos de aquel hombre tenían una mirada distante y apenas pestañeaba. Nunca había visto a un herido de bala. ¿Y a un muerto? Sí, la noche anterior. Pero aquel hombre seguía vivo.
Sam contempló la escena que lo rodeaba mientras contaba más capiteles, estatuas y esculturas, además de dos salidas: una puerta cerrada con un pestillo de hierro y un arco que conducía a un espacio sin ventanas. Vio un tapiz colgado en la pared del fondo y una escalera que llevaba a un piso superior.
Todos los visitantes habían escapado y el museo se había sumido en una calma inquietante. Sam se preguntó por el personal de seguridad, los empleados y la policía. Sin duda alguien habría llamado a las autoridades. ¿Dónde estaban todos?
Oyó pasos corriendo en dirección a él. Provenían del lugar por el que él y Malone habían entrado, por el que Malone se había ido. No quería que lo detuvieran. Quería formar parte de aquello.
– La ayuda está en camino -le dijo al hombre herido.
Luego corrió hacia la siguiente sala y subió dando brincos hasta la planta de arriba.
Malone volvió a la tienda de recuerdos y se abrió paso a codazos entre la multitud que clamaba por salir por las puertas del museo. Voces agitadas retumbaban en varios idiomas. Siguió avanzando entre la muchedumbre y salió de la tienda para entrar en una cámara adyacente donde, según el tríptico, se encontraban las taquillas y una escalera que los visitantes utilizaban para bajar del piso superior. Una vez arriba podría volver hacia atrás e interceptar a los dos desconocidos.
Subió los escalones de dos en dos y entró en una sala vacía en la que se exponían armaduras, cuchillos y espadas. Un tapiz que representaba una escena de cacería adornaba una de las paredes. Todas las vitrinas de cristal estaban selladas con cerrojos. Necesitaba un arma, así que esperaba que el museo lo entendiera. Cogió una silla apoyada en una pared y golpeó la vitrina con la pata metálica. Los fragmentos de cristal cayeron al suelo.
Malone echó la silla a un lado, metió la mano y sacó una espada corta. Había sido afilada, probablemente para que luciera mejor. En el interior de la vitrina, un pequeño cartel informaba a los visitantes de que se trataba de un arma del siglo xvi. Malone sacó también un escudo que databa del siglo xvi. Tanto la espada como el escudo estaban en excelentes condiciones. Empuñando aquellas armas parecía un gladiador dispuesto a saltar a la arena.
– Mejor esto que nada -pensó.
Sam corrió escaleras arriba apoyando una mano en una resbaladiza barandilla de cobre. Se detuvo a escuchar en el descansillo y luego subió el último tramo hasta la planta superior del museo. No se oía nada, ni siquiera abajo.
Avanzó con precaución, asiéndose firmemente a la barandilla con la mano derecha. Se preguntaba cuál sería su próximo movimiento. Iba desarmado y estaba aterrorizado, pero Malone quizá necesitara ayuda, igual que en la librería la noche anterior. Además, los agentes se ayudaban entre sí. Llegó a la última planta. A su izquierda, un amplio pasadizo abovedado daba a una sala con techos altos y paredes de color rojo sangre. Al frente había una entrada a una exposición titulada “La dama y el unicornio”. Sam se detuvo y observó cuidadosamente el pasadizo y la sala. Se oyeron tres disparos. Las balas tachonaron la roca a escasos centímetros de su rostro y se echó atrás. Mala idea. Llegó otro disparo. Las ventanas que tenía a su derecha, contiguas al rellano, se rompieron a causa del impacto.
– Eh -dijo una voz que era casi un susurro.
Miró a su derecha y vio a la misma mujer de antes, la que había desatado el caos con sus gritos, en el acceso a la exposición de la dama y el unicornio. Se había apartado el pelo de la cara y sus ojos eran brillantes y vivos. Tenía las manos abiertas y en una de las palmas vio una pistola. La desconocida le entregó el arma. Sam la cogió con la mano izquierda y puso el dedo en el gatillo. No había disparado desde su última visita al campo de tiro del Servicio Secreto. ¿Hacía cuatro meses, tal vez? En cualquier caso, se alegraba de tener un arma.
La mirada de Sam se cruzó con los intensos ojos de la mujer, que le indicó con un gesto que debía disparar. Respiró hondo, extendió el brazo y apretó el gatillo. En la sala roja se oyó ruido de cristales rotos. Sam disparó de nuevo.
– Al menos podrías intentar alcanzarles -susurró la mujer desde su escondite.
– Si eres tan buena, hazlo tú.
– Devuélvemela y lo haré.
Valle del Loira
Larocque estaba sentada en el salón, contrariada por las inesperadas complicaciones que habían surgido durante las últimas horas. Thorvaldsen había partido hacia París. Al día siguiente volverían a hablar. Ahora mismo necesitaba pensar.
Había ordenado que encendieran una hoguera y la chimenea ardía ahora con una llama viva que iluminaba el lema tallado en el manto por uno de sus antepasados: “S’il vient à point, me souviendra” (Si este castillo llega a terminarse, seré recordado).
Estaba sentada en uno de los sillones tapizados. La vitrina, que contenía los cuatro papiros, se encontraba a su derecha. Solo se oía el crepitar de los rescoldos. Le habían dicho que podía nevar aquella noche. Le encantaba el invierno, especialmente allí, en el campo, cerca de todo lo que amaba.
Dos días.
Ashby estaba en Inglaterra, preparándose. Hacía meses le había encargado una serie de tareas, pues se fiaba de su supuesta experiencia. Ahora se preguntaba si había hecho bien en depositar su confianza en él. Muchas cosas dependían de Ashby. Todo, en realidad.
Larocque había esquivado las preguntas de Thorvaldsen y no le había permitido leer los papiros. No se había ganado ese derecho. Hasta la fecha, ninguno de los miembros del club lo había hecho. Aquella sabiduría era sagrada para su familia y la había recibido del propio Pozzo di Borgo, cuyos agentes robaron los documentos de entre los efectos personales de Napoleón, enviados a Santa Elena cuando el emperador partió al exilio. Napoleón se percató de su ausencia y presentó una queja oficial, pero el error se atribuyó a sus captores británicos. Además, a nadie le importaba.
Por aquel entonces, Napoleón no tenía poder. Lo único que deseaban los líderes europeos era que el otrora potentado emperador sufriera una muerte rápida y natural. Sin juegos sucios, sin ejecución. No se le podía permitir que se convirtiera en mártir, de modo que encarcelarlo en una remota isla del Atlántico Sur parecía el mejor camino para conseguir el resultado deseado. Y funcionó. Napoleón, en efecto, se desvaneció. Murió al cabo de cinco años.
Larocque se puso en pie, se acercó a la vitrina y estudió los cuatro escritos antiguos, protegidos por el cristal. Fueron traducidos hace mucho tiempo, y ella había memorizado hasta la última palabra. Pozzo di Borgo no tardó en darse cuenta de su potencial, pero vivía en un mundo posnapoleónico, en una época en que Francia sufría levantamientos constantes, desconfiaba de la monarquía y era incapaz de instaurar una democracia, así que no habían servido de mucho.
Larocque no había mentido cuando le había dicho a Thorvaldsen que era imposible saber quién los había escrito. Lo único que sabía era que las palabras tenían sentido.
Abrió un cajón que había debajo de la vitrina. En su interior guardaba las traducciones al francés del original copto. Dentro de dos días compartiría aquellas palabras con el Club de París. Revisó sucintamente las páginas mecanografiadas, reencontrándose con su sabiduría, maravillándose con su simplicidad.
La guerra es una fuerza progresiva que provoca de forma natural lo que de otro modo no habría ocurrido. El pensamiento libre y la innovación son solo dos de los numerosos aspectos positivos que genera la guerra. La guerra es una fuerza activa para la sociedad, una herramienta estabilizadora y fiable. La posibilidad de la guerra crea los cimientos más sólidos para la autoridad de cualquier gobernante, cuyo alcance aumenta en relación directa con la amenaza siempre creciente que supone el conflicto. Los individuos obedecerán voluntariamente mientras exista al menos la promesa de protección ante los invasores. Desaparecida la amenaza de la guerra, o rota la promesa de protección, toda autoridad termina. La guerra puede constatar la lealtad social de un pueblo como ninguna otra institución. La autoridad central simplemente no existiría sin la guerra y la medida en que cualquier gobernante pueda regir dependerá de la capacidad para librar la guerra. La agresión colectiva es una fuerza positiva que controla el disentimiento y fortalece la lealtad social. La guerra es el mejor método para canalizar la agresión colectiva. Una paz duradera no interesa si pretendemos mantener una autoridad central, como tampoco interesa una guerra constante e interminable. Lo mejor es la mera posibilidad de la guerra, puesto que la amenaza percibida proporciona una sensación de necesidad externa, sin la cual no puede existir ninguna autoridad central. La estabilidad perdurable puede surgir simplemente de la organización de cualquier sociedad para la guerra.
Era increíble que una mente de la antigüedad poseyera ideas tan modernas.
El temor a una amenaza externa es esencial para que cualquier autoridad central persevere. Tal amenaza debe resultar creíble y tener magnitud suficiente para instigar un terror absoluto, y debe afectar a la sociedad en su conjunto. Sin ese temor, la autoridad central podría desmoronarse. Una transición social de la guerra a la paz fracasará si un gobernante no llena el vacío sociológico y político creado por la ausencia de guerra. Deben hallarse sustitutos para canalizar la agresión colectiva, pero estos sustitutos deben ser a un tiempo realistas y convincentes.
Larocque dejó la traducción sobre la vitrina.
En la época de Pozzo di Borgo, a mediados del siglo xix, no existían sustitutos adecuados, por lo que se impuso la propia guerra, primero conflictos regionales y luego dos contiendas mundiales. En la actualidad era distinto. Se disponía de abundantes sustitutos. Demasiados, en realidad. ¿Había elegido el adecuado? Era difícil saberlo. Larocque volvió al sillón. Todavía debía averiguar algo más.
Tras la marcha de Thorvaldsen, Larocque había sacado el oráculo de su morral. Abrió con reverencia el libro e inspiró profundamente. De la lista de preguntas eligió: “¿El amigo más valioso será fiel o un traidor?’’. Sustituyó “amigo” por “Thorvaldsen” y luego formuló la pregunta en voz alta ante la hoguera.
Cerró los ojos y se concentró. A continuación cogió un bolígrafo y trazó líneas verticales en cinco hileras, contando cada serie y determinando la lista correcta de puntos.
Larocque consultó rápidamente la tabla y vio que la respuesta a su pregunta se encontraba en la página H. Allí el oráculo proclamaba: “El amigo será para ti un escudo contra el peligro”. Larocque cerró los ojos.
Había confiado en Graham Ashby, le había otorgado su confianza aun sabiendo poco de él, salvo que era un rico heredero y un cazatesoros consumado. Le había brindado una oportunidad única y le había proporcionado información que nadie másen el mundo conocía, pistas transmitidas en el seno de su familia desde los tiempos de Pozzo di Borgo. Todo ello podría conducir al tesoro perdido de Napoleón.
Di Borgo pasó las dos últimas décadas de su vida buscando sin éxito. Su fracaso acabó porvolverlo loco. Pero había dejado notas, unas notas que ella había entregado a Graham Ashby. ¿Había sido una estupidez? Larocque recordó lo que el oráculo acababa de predecir sobre Thorvaldsen. “El amigo será para ti un escudo contra el peligro”.
Quizá no.
París
Malone oyó disparos. ¿Cinco? ¿Seis? Luego el cristal se estrelló contra una superficie sólida. Recorrió tres salas que exhibían un milenio de historia francesa a través de elaboradas obras de arte, retablos coloristas, intrincada metalistería y tapices. Giró a la derecha y se acercó a otro pasillo de unos seis metros de longitud. El suelo era de madera noble y el techo artesonado. En la pared derecha, dos vitrinas iluminadas exponían enseres para la escritura e instrumentos de cobre, y entre ellas se abría una puerta que daba acceso a otra sala iluminada. En el muro opuesto vio un pasadizo abovedado de piedra y la balaustrada en la que la mujer había dado por primera vez la voz de alarma.
Vio a un hombre al otro extremo del pasadizo. Era el más fornido de los dos perseguidores.
Estaba de espaldas a Malone, pero cuando se dio media vuelta y vio a alguien que portaba una espada y un escudo, apuntó con su pistola y disparó.
Malone se echó al suelo protegiéndose con el escudo. La bala hizo una muesca en el metal justo cuando Malone soltaba el escudo e impactaba contra el suelo. El escudo cayó provocando un gran estrépito. Malone rodó hasta la siguiente sala y se levantó rápidamente.
Unos sonoros pasos se dirigían hacia él. Se hallaba en una sala que albergaba varias vitrinas iluminadas y retablos. No había elección. No podía desandar el camino, de modo que huyó hacia la sala posterior.
Sam vio cómo la mujer cogía la pistola con sus manos pequeñas pero rápidas y avanzaba de inmediato. El umbral en el que se encontraba era perpendicular a la entrada de la sala roja, donde se habían apostado los pistoleros, lo cual le proporcionaba cobertura. La mujer se asentó, apuntó y disparó dos veces. Se rompieron más cristales. Otra vitrina destrozada.
Sam se asomó y vio a uno de los hombres cruzando hacia el otro lado. La mujer también lo vio y abrió fuego justo cuando su objetivo se escurría tras otra vitrina de cristal. La escena se desarrollaba ante sus ojos con un halo de incertidumbre. ¿Dónde estaban los agentes de seguridad? ¿Y la policía?
De repente, Malone se dio cuenta de que había cometido un grave error. Recordó el tríptico del museo y supo que se dirigía a la capilla superior, un pequeño y compacto espacio que solo disponía de una salida y una entrada.
Entró a toda prisa en la capilla y contempló su rimbombante estilo gótico, acentuado por un pilar central que se alzaba hasta una bóveda de arista construida como si fueran las ramas de una palmera. Con unos seis metros por doce de envergadura y carente de mobiliario, no había lugar donde esconderse.
Todavía sostenía la espada, pero de poco serviría contra un hombre armado con una pistola. Había que pensar en algo.
Sam se preguntaba cuáles serían las intenciones de aquella mujer. Obviamente, ella había empezado la pelea y ahora parecía dispuesta a ponerle fin.
Dos disparos más retumbaron por todo el museo, pero no fue ella la artífice, ni tampoco iban dirigidos a ellos. Consciente de las balas que pasaban silbando junto a su cabeza, Sam se asomó y vio a uno de los atacantes refugiarse detrás de una vitrina intacta y disparar en otra dirección. La mujer también lo vio. Otra persona estaba atacando a sus perseguidores.
Tres balas más volaron por la sala roja y el pistolero se vio atrapado en un fuego cruzado, pues se había concentrado más en el peligro que le acechaba por la espalda que en el que tenía delante. La mujer parecía estar esperando el momento adecuado. Cuando llegó, disparó una vez más.
El pistolero trató de ponerse a cubierto, pero otra bala lo alcanzó en el pecho. Empezó a tambalearse. Sam oyó un grito de dolor y vio cómo el crispado cuerpo del hombre caía al suelo.
Malone se preparó. El miedo le provocaba un hormigueo en el cuero cabelludo. Su única esperanza era que su atacante se aproximara a la capilla con cautela, desconfiando de lo que pudiera aguardarle más allá del umbral. Con un poco de suerte, la espada sería suficiente para conseguir algunos segundos de ventaja, pero toda aquella empresa se estaba convirtiendo en una pesadilla, lo cual era de esperar, habida cuenta de que Thorvaldsen se hallaba implicado.
– ¡Quieto! -gritó una voz masculina.
Transcurrieron unos segundos.
– ¡He dicho quieto!
Se oyó un disparo.
Un cuerpo se desplomó. ¿Habían actuado por fin la policía o la seguridad del museo? Malone no estaba seguro, así que esperó.
– Señor Malone, puede usted salir. Lo hemos abatido.
No era tan estúpido. Malone se dirigió poco a poco hacia la entrada y lanzó una mirada furtiva. Su perseguidor yacía en el suelo con un reguero de sangre que corría por debajo de su cuerpo. A varios metros de distancia, un hombre enfundado en un traje oscuro con una Sig Sauer 357 semiautomática apuntaba al cadáver. Malone vio el pelo cortado a cepillo, el aspecto sombrío y el físico cuidado. Tampoco le pasó desapercibido su acento inglés con cierto deje del sur. Pero la pistola era la pista definitiva. Un modelo P229 estándar. Servicio Secreto.
El cañón de la pistola se alzó hasta apuntar directamente al pecho de Malone.
– Suelte la espada.
Sam se sintió aliviado al ver que la amenaza parecía haber terminado.
– ¡Malone! -gritó con la esperanza de que fuese él quien había abatido al hombre.
Malone oyó a Sam gritar su nombre. Todavía sostenía la espada, pero la Sig continuaba apuntándole.
– Tranquilo -dijo el hombre en voz baja-. Y suelte la maldita espada.
Sam no obtuvo respuesta a sus gritos. Miró a la mujer y vio que le apuntaba con su arma.
– Ahora tú y yo debemos irnos -dijo ella.
El hombre guió a Malone a punta de pistola a través del solitario museo. Todos los visitantes se habían ido y al parecer el interior estaba cerrado. Se habían producido muchos disparos, lo cual le llevó a preguntarse por la ausencia de policías o agentes de seguridad en el recinto.
– ¿Qué hace aquí el Servicio Secreto? -le dijo-. ¿Por casualidad no habrás visto a uno de los tuyos? Un chico joven, apuesto. Un poco ansioso. Se llama Sam Collins.
Tan solo obtuvo el silencio por respuesta.
Transitaron una sala de exposiciones con paredes de un tono rojo oscuro, más retablos y tres vitrinas destrozadas. Algún cargo oficial se iba a enfadar mucho.
En el suelo vio un cuerpo bañado en sangre. Era el otro perseguidor. En la otra salida de la sala, una escalera descendía hacia la derecha y una puerta doble conducía a la izquierda. Una placa laminada anunciaba que al otro lado se encontraba “La dama y el unicornio”.
Malone señaló.
– ¿Ahí dentro?
El hombre asintió y entonces bajó la pistola y volvió a la galería roja. La timidez del agente le llamaba la atención.
Malone se adentró en una estancia oscura en la que había expuestos seis coloridos tapices, cada uno de ellos cuidadosamente iluminado con luz indirecta. En una situación normal, se habría sentido impresionado, pues recordaba que aquellas eran algunas de las posesiones más preciadas del museo, originales del siglo xv, pero fue la solitaria figura sentada en uno de los tres bancos dispuestos en el centro de la sala lo que le hizo atar todos los cabos. Era Stephanie Nelle, su ex jefa.
– Has conseguido destruir otro tesoro nacional -dijo levantándose y mirándolo directamente.
– Esta vez no he sido yo.
– ¿Quién ha lanzado una silla contra una vitrina para coger una espada y un escudo?
– Veo que estabas vigilando.
– Los franceses te buscan -aclaró Stephanie.
– Lo cual significa que te debo… -Malone se contuvo-. No, probablemente se lo debo al presidente Daniels, ¿verdad?
– Intervino personalmente cuando le informé que se había desatado el infierno.
– ¿Qué hay del vigilante del museo que ha recibido un disparo?
– Va camino del hospital. En principio sobrevivirá.
– ¿El tipo de fuera es del Servicio Secreto?
Stephanie asintió.
– Cedido temporalmente.
Malone la conocía desde hacía mucho tiempo, ya que había trabajado para ella durante doce años en el Magellan Billet, perteneciente al Departamento de Justicia. Habían vivido muchas cosas juntos, sobre todo durante los dos últimos años, momento en que él se había retirado.
– Siento lo de tu padre -le dijo Stephanie.
Malone hacía dos horas que no pensaba en las dos últimas semanas.
– Te agradezco lo que hiciste.
– Había que hacerlo.
– ¿Por qué estás aquí?
– Sam Collins. Tengo entendido que ya se conocen.
Malone se sentó en un banco y dejó que su mirada se perdiera en los tapices. En todos ellos se apreciaba una isla redondeada de color azul oscuro, cubierta de plantas floridas, en tonos vibrantes que oscilaban del rojo intenso al rosa claro. En los seis aparecían representados una noble dama con un unicornio y un león en diversas escenas. Malone conocía la alegoría: eran personificaciones de los cinco sentidos, un hechizo mitológico, viejos mensajes sutiles de los que había tenido más que suficiente en los últimos tiempos.
– ¿Sam está en apuros? -preguntó Malone.
– Lo está desde el momento en que entró en contacto con Thorvaldsen.
Stephanie le habló de la reunión que había mantenido con Danny Daniels el día anterior en el Despacho Oval, donde el presidente de Estados Unidos le comunicó que algo importante estaba sucediendo en Copenhague.
– Daniels sabía lo de Sam. El Servicio Secreto le había puesto al corriente.
– Parece un asunto trivial para que el presidente le preste atención.
– No en el momento en que le informaron de que Thorvaldsen estaba de por medio.
Buen argumento.
– Cotton, este Club de París es real. Nuestra gente ha estado vigilándolo desde hace más de un año. Hasta hace poco no había nada alarmante. Pero necesito saber en qué anda metido Thorvaldsen.
– Entonces, ¿el problema es Sam o Henrik?
– Ambos.
– ¿Cómo hemos pasado del Club de París a Henrik?
– ¿Me tomas por una idiota? Estás ahí sentado con la aspiradora en marcha, absorbiendo cualquier información que esté dispuesta a ofrecerte. Ese no es el motivo por el que estoy aquí. Necesito saber qué está haciendo ese maldito danés.
Malone sabía que Henrik y Stephanie mantenían una relación basada en la desconfianza mutua, aunque últimamente se habían visto obligados a confiar el uno en el otro en más de una ocasión. Decidió que como no tenía ningún interés real en todo aquello, aparte de ayudar a su mejor amigo, por una vez diría la verdad:
– Está buscando al asesino de Cai.
Stephanie meneó la cabeza.
– Sabía que probablemente se trataría de algo así. Thorvaldsen está a punto de echar por tierra una importante operación de espionaje y comprometer una fuente esencial.
Al instante Malone ató más cabos. Frunció el ceño.
– ¿Graham Ashby trabaja para ustedes?
Stephanie asintió.
– Ha proporcionado una gran cantidad de información importante.
Una oleada de inquietud invadió a Malone.
– Henrik va a matarlo.
– Tienes que impedirlo.
– Eso es imposible.
– Cotton, aquí están ocurriendo más cosas. El Club de París planea algo espectacular. ¿Qué? No lo sabemos, al menos por ahora. Una mujer llamada Eliza Larocque dirige el grupo. Ella es el cerebro. Ashby forma parte de la rama administrativa. Hace lo que ella dice, pero nos ha mantenido informados. Ese club comprende a siete de las personas más ricas del mundo. Por supuesto, no estamos seguros de que todos los miembros sepan lo que Larocque se trae entre manos.
– ¿Y por qué no se lo dices?
– Porque se ha tomado la decisión de acabar con todos a la vez. Están envueltos en casos de corrupción, sobornos, extorsiones y gran cantidad de fraudes económicos y bursátiles. Han alterado cambios de divisas y podrían ser responsables del debilitamiento del dólar. Atrapándolos a todos de una tacada les enviaremos un claro mensaje.
Malone conocía el procedimiento.
– Ellos van a la cárcel y Ashby queda en libertad.
– Es el precio que hay que pagar. No habríamos sabido nada de esto sin él.
Malone se fijó de nuevo en uno de los tapices. Representaba a una joven, rodeada por un león y un unicornio, eligiendo un dulce de un plato mientras un periquito sostenía otro con la pata.
– ¿Tienes idea del caos que esto supone? -preguntó Malone.
– Ahora sí. Hace poco, los nuestros han averiguado que Thorvaldsen tiene a Ashby sometido a vigilancia. Incluso ha llenado la finca de micrófonos. Esto ha ocurrido porque seguramente Ashby ha bajado la guardia. Cree que todo va bien con nosotros y con Eliza Larocque. No tiene ni idea de que Thorvaldsen lo está vigilando. Pero el presidente quiere que Thorvaldsen desaparezca de escena.
– Henrik asesinó a dos hombres ayer por la noche. Uno de ellos estuvo implicado en la muerte de Cai.
– No puedo reprochárselo. Tampoco voy a interferir, excepto si Ashby corre peligro.
– ¿Qué planea el Club de París?
– Eso es lo único que Ashby no nos ha revelado todavía. Tan solo que ocurrirá y pronto, en cuestión de días. Supongo que es su manera de continuar siendo valioso.
– Entonces, ¿quiénes son los dos muertos del museo?
– Trabajan para Eliza Larocque. La otra mujer, la de la bata azul, los delató y reaccionaron exageradamente.
– Qué locos están los franceses.
– Esto no va bien.
– No es culpa mía.
– El Servicio Secreto ha vigilado este museo durante más de un mes -Stephanie dudó unos instantes-. Sin problemas.
– La chica de la bata azul lo empezó todo.
– Durante el vuelo me enteré de que Eliza Larocque ha estado investigando la página web de GreedWatch. Imagino que eso explica por qué esos dos seguían a tu hombre, Foddrell.
– ¿Dónde está Sam?
– Lo han apresado. Lo he visto por las cámaras de seguridad.
– ¿La policía?
Stephanie negó con la cabeza.
– La chica de la bata azul.
– Deberías haberle ayudado.
– Se las arreglará.
Malone conocía bien a Stephanie. Trabajaron juntos mucho tiempo. Él había sido uno de los doce abogados y agentes originales del Magellan Billet, contratado personalmente por ella. Así que su siguiente pregunta era sencilla:
– Lo sabes todo sobre ella, ¿no es cierto?
– No exactamente. No tenía ni idea de cuáles eran sus intenciones, pero me alegro mucho de que lo hiciera.
La mujer condujo a Sam a la planta baja por la misma escalera que había utilizado para llegar hasta el último piso. Una vez allí, los dos descendieron hasta el frigidarium,donde los aguardaba Jimmy Foddrell. Juntos pasaron por un pasadizo abovedado bloqueado por una puerta de hierro que la mujer abrió con una llave.
A Sam le inquietaba un poco la pistola. Nunca le habían apuntado tan de cerca, de forma tan directa, y la amenaza de salir herido jamás había sido tan inmediata. Aun así, sentía que no corría peligro. Por el contrario, quizá estuviese en el buen camino.
Decidió seguirlo. Quería ser un agente de verdad.
“Entonces debes actuar como tal -se dijo a sí mismo-. Improvisa. Eso es lo que haría Malone”.
Foddrell volvió a cerrar la puerta. Las paredes de ladrillo y piedra medían quince metros. La luz se filtraba por unas ventanas situadas en lo alto, cerca del techo abovedado, y el lugar era gélido, con la apariencia y la atmósfera de una mazmorra. Se estaban realizando reformas, como anunciaba el andamio apoyado en una de las toscas paredes.
– Si quieres puedes irte -le dijo la mujer-. Pero necesito hablar contigo.
– ¿Quién eres?
– Meagan Morrison. La página GreedWatch es mía.
– ¿No es de él? -preguntó señalando a Foddrell.
Meagan negó con la cabeza.
– Toda mía.
– ¿Y qué hace él aquí?
La mujer pareció meditar qué y cuánto decir.
– Quería que vieras que no estoy loca. Me persiguen. Llevan semanas vigilándome. Michael trabaja conmigo en la página. Inventé el nombre de Foddrell y lo utilicé a él como señuelo.
– ¿Así que nos has traído a Malone y a mí hasta aquí? -preguntó al hombre al que Meagan había llamado Michael.
– La verdad es que ha sido bastante fácil.
En efecto, lo había sido.
– Trabajo aquí, en el museo -dijo la mujer-. Cuando me enviaste un correo diciendo que querías reunirte conmigo, me alegré. Los dos tipos que han sido tiroteados han estado siguiendo a Michael durante dos semanas. Si te lo hubiese dicho, no me habrías creído, así que te lo he demostrado. Cada día vienen hombres a vigilarme, pero creen que no me doy cuenta.
– Tengo gente que puede ayudarte.
Sus ojos brillaron de ira.
– No quiero gente. De hecho, probablemente sean los tuyos los que también me vigilan. FBI, Servicio Secreto. ¿Quién sabe? Yo quiero tratar contigo -Meagan hizo una pausa-. Tú y yo -el enojo despareció de su voz- estamos de acuerdo en todo.
Sam se sintió paralizado por su sinceridad, así como por la atractiva y herida mirada de su rostro, pero se vio obligado a decir:
– Ahí dentro ha habido un tiroteo. Uno de los vigilantes ha resultado herido de gravedad.
– Y lo lamento, pero esto no lo empecé yo.
– En realidad sí, cuando has gritado a esos dos tipos.
Meagan era menuda, de pecho abundante y cintura esbelta, y susceptible. Sus apasionados ojos azules centelleaban con un deleite casi diabólico; era dominante y segura de sí misma. En realidad era él quien estaba tenso; le sudaban las manos y evitaba a toda costa demostrar su ansiedad, así que adoptó una postura despreocupada y sopesó sus opciones.
– Sam -dijo Meagan con un tono más suave-. Necesito hablar contigo en privado. Esa gente ha estado siguiendo a Michael, no a mí. A los otros, los estadounidenses que me vigilan, los acabamos de evitar saliendo de aquí.
– ¿Son ellos los que han disparado a estos dos?
Meagan se encogió de hombros.
– ¿Quién si no?
– Quiero saber quién envió a los dos tipos a los que seguimos hasta aquí. ¿Para quién trabajan?
Ella lo miró con una expresión de descaro. Sam se sintió escrutado. Una parte de él sentía rechazo y la otra deseaba impresionar a Meagan.
– Ven conmigo y te lo enseñaré.
Malone escuchó las explicaciones de Stephanie sobre GreedWatch.
– La dirige la mujer que empezó esta refriega, Meagan Morrison. Es una estadounidense que estudió económicas en la Sorbona. Te tendió una trampa enviando al otro joven. Foddrell es un seudónimo que Morrison utiliza para gestionar la página.
– Engañado por un idiota que come riñones para almorzar. La historia de mi vida.
Stephanie se echó a reír.
– Me alegro de que cayeras en la trampa. Así ha sido más sencillo que contactáramos. Daniels me dijo que Sam lleva más de un año comunicándose con GreedWatch. Le pidieron que lo dejara, pero no escuchó. El Servicio Secreto, a través de su sede en París, ha vigilado la página y a la propia Morrison durante los últimos meses. Es una mujer astuta. El tipo que te trajo hasta aquí figura como el webmaster oficial. En las dos últimas semanas ha sido vigilado por Eliza Larocque, según ha averiguado el Servicio Secreto.
– Nada de esto me dice por qué estás aquí ni por qué sabes todo esto.
– Creemos que esa página está al corriente de cierta información privilegiada y, al parecer, Larocque también.
– Supongo que no has venido hasta aquí para hablarme de una página web. ¿Qué está pasando en realidad?
– Peter Lyon.
Malone conocía al surafricano. Era uno de los hombres más buscados del mundo. Estaba metido en negocios de armamento ilícito, asesinatos políticos, terrorismo y cualquier cosa que deseara el cliente. Se autodefinía como un mediador del caos. Cuando Malone se retiró dos años antes, se le atribuían al menos una docena de atentados y centenares de muertes.
– ¿Sigue activo? -preguntó.
– Más que nunca. Ashby se ha reunido con él. Larocque planea algo que contará con la participación de Lyon. Los hombres como él no salen a la superficie a menudo. Quizá esta sea la mejor oportunidad de que dispongamos para darle caza.
– ¿Y el hecho de que Ashby disponga de cierta información sobre esa posible oportunidad no representa un problema?
– Lo sé. No era yo quien dirigía esta operación. Yo jamás le habría permitido tomarse esas libertades.
– Obviamente está jugando a dos bandas. No pueden permitir que siga ocultando información.
– No lo hará. Ya no. Ahora esto es una operación del Billet. Desde hace doce horas yo estoy al mando. Así que quiero que le aprieten las tuercas a ese hijo de puta.
– ¿Antes o después de que Henrik lo mate?
– Preferiblemente antes. Ashby se ha reunido con Lyon en Westminster hace solo unas horas. Hemos grabado la conversación con micrófonos parabólicos.
– Veo que alguien utilizó el cerebro. ¿Qué hay de Lyon?
– Lo dejan en paz. No hay seguimiento, y yo he dado el visto bueno. Si ve que lo han descubierto, desaparecerá. Ahora mismo se siente cómodo recurriendo a Ashby.
Malone sonrió por la fanfarronería de Lyon.
– Me alegra saber que todo el mundo se equivoca.
– Ashby le facilitó a Lyon algunas claves y mencionó un plazo de dos días, pero poco más. Tengo una cinta de la conversación -Stephanie hizo una pausa-. Ahora dime, ¿dónde está el alegre danés? Necesito hablar con él.
– Ha ido a ver a Eliza Larocque.
Sabía que esa revelación despertaría su interés.
– Por favor, dime que Thorvaldsen no va a espiarla a ella también.
Malone percibió un destello de ira en sus ojos. A Stephanie le gustaba dirigir las operaciones a su manera.
– Va a cobrarse su venganza -aclaró Malone.
– No mientras yo esté aquí. Por el momento, Ashby es lo único que tenemos para indagar en las actividades de Lyon.
– No necesariamente. Henrik ha conseguido introducirse en el Club de París. Podría sernos útil.
Ambos guardaron silencio mientras Stephanie ponderaba la situación.
– Meagan Morrison -dijo- se ha llevado a Sam a punta de pistola. Lo vi por el circuito cerrado de televisión del museo. Decidí permitírselo por una razón.
– El muchacho no es un agente.
– Es un miembro del Servicio Secreto. Espero que actúe como tal.
– ¿Cuál es su historia?
Stephanie negó con la cabeza.
– Eres tan malo como Thorvaldsen. Sam ya es un hombre. Sabe arreglárselas solo.
– Eso no responde a mi pregunta.
– Es una triste historia. Fue abandonado de niño y se crió en un orfanato.
– ¿No hubo adopción?
Stephanie se encogió de hombros.
– No conozco el motivo.
– ¿Dónde?
– Nueva Zelanda. Vino a Estados Unidos cuando tenía dieciocho años con un visado de estudiante y al final obtuvo la ciudadanía. Asistió a la Universidad de Columbia y fue el tercero de su promoción. Durante unos años trabajó duro como contable y luego se ganó el puesto en el Servicio Secreto. En general es un buen chico.
– Pero no escucha a sus superiores.
– Me temo que tú y yo también entramos en esa categoría.
Malone sonrió.
– Supongo que Meagan Morrison es inofensiva.
– Más o menos. El problema es Thorvaldsen. Sam Collins se marchó de Washington hace un par de semanas, justo después de ser interrogado una vez más sobre la página web. El Servicio Secreto lo siguió hasta Copenhague. Decidieron dejarlo tranquilo, pero cuando supieron que Thorvaldsen estaba investigando a Ashby, acudieron al presidente. Fue entonces cuando Daniels me hizo partícipe del caso. Creyó que se estaba cociendo algo grande y tenía razón. Decidió, teniendo en cuenta mi relación personal con Thorvaldsen, que yo era la persona más indicada para ocuparme de ello.
Malone sonrió ante su sarcasmo.
– ¿Sabe Eliza Larocque que Meagan Morrison es inofensiva?
La tensión que creó el silencio de Stephanie inundó la sala.
Al final dijo:
– No lo sé.
– No envió a esos hombres por diversión. Será mejor que investiguemos. Eso podría ser un problema para Morrison y Sam, teniendo en cuenta lo que ha sucedido aquí.
– Yo me ocuparé de Sam. Necesito que tú te concentres en Graham Ashby.
– ¿Cómo demonios me he metido en este enredo?
– Tú sabrás.
Pero ambos conocían la respuesta, de modo que Malone preguntó:
– ¿Qué quieres que haga?
17-15 h
El carro que había traído a Thorvaldsen desde el valle del Loira lo condujo hasta el Hotel Ritz, en el centro de París. Por el camino realizó varias llamadas telefónicas para planear su siguiente movimiento.
Thorvaldsen huyó del frío de última hora de la tarde y entró en el famoso vestíbulo del hotel, adornado con una colección de antigüedades digna de un museo. Le gustaba sobre todo la historia de cuando Hemingway liberó el Ritz en 1944. Armados con ametralladoras, el escritor y un grupo de soldados aliados irrumpieron en el hotel y buscaron hasta en el último recoveco. Tras descubrir que los nazis habían escapado, se retiraron al bar y pidieron una ronda de dry martinis. Para conmemorar el suceso, la dirección lo bautizó como Bar Hemingway y, cuando Thorvaldsen entró, comprobó que el lugar conservaba su calidez gracias a las paredes de madera, los sillones de piel y un ambiente que recordaba a otra época. Fotos tomadas por el propio Hemingway adornaban las paredes y una delicada música de piano aportaba cierta privacidad.
Thorvaldsen vio a su hombre junto a una mesa, se dirigió hacia él y tomó asiento.
El doctor Joseph Murad impartía clases en la Sorbona; era un reconocido experto en la Europa napoleónica.
Thorvaldsen había mantenido a Murad en la recámara durante el año anterior desde que tuvo constancia del apasionado interés de Ashby.
– ¿Whisky de malta? -preguntó en francés al ver el vaso de Murad.
– Quería degustar el sabor de una bebida de veintidós euros.
Thorvaldsen sonrió.
– Además, paga usted.
– Así es.
Sus investigadores de Gran Bretaña llamaron mientras iba en coche y le transmitieron lo que habían averiguado gracias a los dispositivos de escucha instalados en el estudio de Caroline Dodd. Puesto que esa información no le decía gran cosa, Thorvaldsen se la comunicó rápidamente a Murad por teléfono. El erudito le devolvió la llamada media hora después y propuso aquel cara a cara.
– El testamento de Napoleón sin duda mencionaba ese libro -dijo Murad-. Siempre me ha parecido una referencia extraña. Napoleón se llevó unos mil seiscientos libros con él a Santa Elena. Sin embargo, se tomó la molestia de legar cuatrocientos a Saint-Denis y destacar Los reinos merovingios 450-751 d. C. Es la demostración de la máxima “Lo que falta”.
Thorvaldsen esperó que el académico se explicara.
– En arqueología existe una teoría: “Lo que falta indica lo que es importante”. Por ejemplo, si tres estatuas tienen una base cuadrada y la cuarta una base redonda, normalmente la importante es la cuarta. Se ha demostrado una y otra vez que esta máxima es cierta, sobre todo cuando se estudian objetos de naturaleza ceremonial o religiosa. Esta referencia en el testamento a un libro en particular podría ser igual de significativa.
El danés escuchó las explicaciones de Murad sobre los merovingios. Sus líderes, empezando por Meroveo, del que recibieron su nombre, unificaron a los francos y luego avanzaron hacia el este y conquistaron a sus primos germánicos. En el siglo v, Clovis eliminó a los romanos, conquistó Aquitania y empujó a los visigodos hacia España. También se convirtió al cristianismo e hizo de París, una pequeña ciudad a orillas del Sena, su capital. La región de París y alrededores, que contaba con un emplazamiento estratégico, defendible y fértil, vino a llamarse Francia. Los merovingios eran un peculiar grupo que practicaba costumbres extrañas, se dejaban el pelo y la barba largos y enterraban a sus muertos con abejas de oro. La familia gobernante se convirtió en una dinastía, pero más tarde entró en declive con asombrosa rapidez. En el siglo vii, el poder real del mundo merovingio estaba en manos de los administradores de la corte, los “mayordomos de palacio”, carolingios que a la postre se hicieron con el control y erradicaron a los merovingios.
– Ricos en fábula, faltos de historia -dijo Murad-. Esa es la crónica de los merovingios. Sin embargo, Napoleón sentía fascinación por ellos. Las abejas de oro de su manto de coronación se inspiraron en ellos. Los merovingios también eran partidarios de acumular tesoros. Robaban con placer en las tierras que conquistaban y su rey era responsable de repartir la riqueza entre sus seguidores. Como líder, se esperaba que viviera únicamente de los frutos de sus conquistas. Este concepto de autosuficiencia real duró del siglo v al xv. Napoleón lo resucitó en el siglo xix.
– Teniendo en cuenta el tesoro que anda buscando Ashby, ¿cree que este libro merovingio puede ser revelador?
– No lo sabremos hasta que lo veamos.
– ¿Todavía existe?
Caroline Dodd no le había contado a Ashby el paradero del botín mientras estaban en su estudio. En vez de eso, le había puesto la miel en los labios y le había hecho esperar hasta después de practicar sexo. Por desgracia, los investigadores de Thorvaldsen no habían conseguido instalar micrófonos en el dormitorio de Ashby.
Murad sonrió.
– El libro existe. Lo comprobé hace algún tiempo. Se encuentra expuesto en el Hotel des Invalides, donde yace enterrado Napoleón. Forma parte de lo que Saint-Denis legó a la ciudad de Sens en 1856. Al final, esos libros fueron donados por Sens al gobierno francés. La mayoría de los volúmenes ardieron en el incendio del Palacio de las Tullerías en 1871. Lo que quedó llegó a los Inválidos tras la Segunda Guerra Mundial. Por suerte, este libro sobrevivió.
– ¿Podemos echarle un vistazo?
– No sin responder a multitud de preguntas a las que estoy seguro que no quiere contestar. Los franceses son muy protectores con sus tesoros nacionales. Consulté a un colega, que me dijo que el libro está expuesto en el museo de los Inválidos. Pero esa ala está cerrada ahora mismo por reformas.
Thorvaldsen comprendía los obstáculos: cámaras, puertas y agentes de seguridad. Pero sabía que Graham Ashby quería el libro.
– Necesitaré que esté usted disponible -dijo a Murad.
El profesor bebió un trago de whisky.
– Esto se está convirtiendo en algo extraordinario. Napoleón deseaba que su hijo poseyera su tesoro privado. Adquirió cuidadosamente esa riqueza, igual que un rey merovingio. Pero entonces, a diferencia de un merovingio, y más como un déspota actual, lo ocultó en un lugar que solo él conocía.
Thorvaldsen entendía la atracción que podía ejercer semejante tesoro sobre la gente.
– Una vez que Napoleón estuvo atrapado en Santa Elena y no suponía peligro alguno, los periódicos ingleses aseguraron que había amasado una gran fortuna -Murad sonrió-. Él se vengó desde su exilio con una lista de lo que él denominaba el “verdadero tesoro” de su reinado. El Louvre, los greniers publics,el Banco de Francia, el suministro de agua de París, el alcantarillado de la ciudad y sus múltiples mejoras. Fue atrevido, eso debo reconocérselo.
Y lo era.
– ¿Se imagina lo que podría contener ese tesoro perdido? -preguntó Murad-. Napoleón saqueó miles de obras de arte que no han sido vistas desde entonces. Por no mencionar los tesoros de Estado y las fortunas privadas que expolió. Las cantidades de oro y plata podrían ser inmensas. Se llevó el secreto del paradero del tesoro a la tumba, pero confió cuatrocientos libros, incluido uno que nombró específicamente, a su sirviente más leal, Louis Etienne Saint-Denis, aunque dudo que este tuviera conocimiento de su importancia. Simplemente hizo lo que su emperador quería. Una vez fallecido el hijo de Napoleón en 1832, los libros carecían de sentido.
– No para Pozzo di Borgo -declaró Thorvaldsen.
Murad le había enseñado cuanto sabía del estimado ancestro de Eliza Larocque y su constante vendetta contra Napoleón.
– Pero nunca resolvió el acertijo -dijo Murad.
No, di Borgo no lo había hecho, pero un heredero lejano se afanaba por subsanar aquel error. Y Ashby viajaría a París, así que Thorvaldsen sabía lo que debía hacer.
– Conseguiré el libro.
Sam acompañó a Meagan hasta una salida lateral del Cluny, que daba a un paseo de grava jalonado de árboles altos. Una puerta en la tapia que rodeaba el museo, coronada por una valla de hierro forjado, los llevó a la acera por la que él y Malone habían llegado al lugar. Cruzaron la calle, encontraron una estación de metro y tomaron varios trenes hasta la Place de la Republique.
– Esto es Le Marais -le dijo Meagan mientras salían de nuevo a las frías calles. Ella se había quitado la bata azul y llevaba una chaqueta de lona, pantalón tejano y botas-. En su día esto fue una marisma, pero se convirtió en una zona de viviendas de lujo entre los siglos xv y xviii. Luego cayó en la ruina, pero está volviendo a renacer.
Sam la siguió por un paisaje de casas altas y elegantes, más profundas que anchas. Dominaban el ladrillo rosa, la piedra blanca, la pizarra gris y las balaustradas de hierro negro. Boutiques de moda, perfumerías, teterías y deslumbrantes galerías de arte latían con la vitalidad que inspiraba el período vacacional.
– Se están restaurando muchas mansiones -continuó Meagan-. Esto se está convirtiendo otra vez en el lugar donde hay que vivir.
Sam intentaba entender a aquella mujer. Parte de ella parecía dispuesta a arriesgarlo todo por transmitir su mensaje, pero en el museo había demostrado tener la cabeza más fría que él, lo cual le molestaba.
– El cuartel general de los Templarios se encontraba aquí. El propio Rousseau halló un santuario en estas casas. Victor Hugo vivía cerca. Aquí es donde Luis XVI y María Antonieta fueron encarcelados.
Sam se detuvo.
– ¿Qué hacemos aquí?
Ella también dejó de andar. Le llegaba a Sam a la altura de la nuez.
– Eres un tipo listo, Sam. Lo sé por tu página web y por tus correos electrónicos. Me comunico con mucha gente que piensa como nosotros y en su mayoría son dementes. Tú no lo eres.
– ¿Y tú?
Meagan sonrió.
– Eso tienes que decidirlo tú.
Sam sabía que Meagan todavía llevaba la pistola debajo de la chaqueta, donde la había guardado antes de abandonar el museo. Se preguntaba qué ocurriría si se marchaba en aquel mismo instante. Había disparado a aquellos dos hombres con gran habilidad.
– Sigamos -dijo Sam.
Doblaron otra esquina y bordearon más edificios con entradas situadas al nivel de la calle. Ahora no había tanta gente y todo estaba mucho más tranquilo. El tráfico quedaba lejos de la colmena de edificios arracimados.
– Nosotros diríamos: “Tan viejo como las montañas” -observó Meagan-. Los parisinos dicen: “Tan viejo como las calles”.
Sam ya había advertido que los nombres de las calles se anunciaban en carteles esmaltados de color azul que colgaban de los edificios que hacían esquina.
– Todos los nombres tienen un significado -apostilló Meagan-. Honran a alguien o algo concreto, indican adonde conduce la calle, identifican a su inquilino más ilustre o lo que sucede allí. Siempre significan algo.
Se detuvieron en una esquina. Un cartel blanco y azul decía: “Rue l’Araignée”.
– Calle de la araña -tradujo Sam.
– Así que hablas francés…
– Me defiendo.
Una expresión de triunfo inundó el rostro de la joven.
– Estoy segura de ello. Pero te enfrentas a algo de lo que sabes bien poco -Meagan señaló la estrecha calle-. Mira la cuarta casa.
Sam se volvió. Era una fachada de ladrillo con ventanas negras barnizadas, parteluces de piedra y balaustradas de hierro. Una puerta dorada impedía el acceso a un amplio corredor abovedado, coronado por un frontón esculpido.
– Construida en 1395 -dijo Meagan-. Reconstruida en 1660. En 1777 albergaba a un enjambre de abogados. Constituían un frente de blanqueo de dinero español y francés para los revolucionarios americanos. Esos mismos abogados vendían armas al ejército continental para la lucha contra los proyectos de ley que prohibirían el futuro suministro de tabaco y artículos provenientes de las colonias. Sin embargo, los victoriosos americanos no pagaron los suministros. ¿No somos un gran pueblo?
Sam no respondió al notar que Meagan estaba a punto de decir algo importante.
– Esos abogados denunciaron al nuevo país y finalmente recibieron el pago en 1835. Unos bastardos bastante listos, ¿no crees?
Sam permanecía en silencio.
– En el siglo xiii, se instalaron aquí unos prestamistas lombardos. Eran rapaces. Prestaban dinero con unos intereses escandalosos y exigían elevadas devoluciones.
Meagan señaló de nuevo la cuarta casa y miró a Sam.
– Ahí es donde se reúne el Club de París.
18.10 h
Malone llamó suavemente a la puerta de madera. Había abandonado el museo y tomado un taxi hasta el Ritz. Esperaba que Thorvaldsen hubiese regresado del valle del Loira y se sintió aliviado cuando su amigo respondió.
– ¿Tuviste algo que ver con lo ocurrido en el Cluny? -preguntó Thorvaldsen mientras Malone entraba en la suite-. Ha salido por televisión.
– Fui yo. Conseguí salir antes de que me cogieran.
– ¿Dónde está Sam?
Malone relató lo sucedido, incluido el secuestro de Sam, enlazando los hechos mientras explicaba que Jimmy Foddrell era en realidad Meagan Morrison y omitiendo cualquier referencia a la aparición de Stephanie. Había decidido no contárselo. Si quería pararle los pies a Thorvaldsen, o al menos demorarlo, no podía mencionar la intervención de Washington. Era interesante cómo habían cambiado las cosas. Normalmente era Thorvaldsen quien ocultaba información y arrastraba a Malone.
– ¿Sam se encuentra bien? -preguntó Thorvaldsen.
Malone decidió mentir.
– No lo sé. Pero ahora mismo no puedo hacer gran cosa al respecto.
Malone escuchó mientras Thorvaldsen pormenorizaba su visita a Eliza Larocque.
– Es una zorra despreciable. Tuve que sentarme allí, educadamente, pensando en Cai en todo momento -concluyó.
– Ella no lo mató.
– Yo no la exoneraría de su responsabilidad tan alegremente. Ashby trabaja con ella. Existe una estrecha relación entre ambos y eso es suficiente para mí.
Su amigo estaba cansado y la fatiga resultaba evidente en sus ojos.
– Cotton, Ashby está buscando un libro.
Malone escuchó la información sobre el testamento de Napoleón y Los reinos merovingios 450-751 d. C,supuestamente expuesto en los Inválidos.
– Primero necesito hacerme con ese libro -dijo Thorvaldsen.
Ideas vagas flotaban en su cerebro. Stephanie quería frenar a Thorvaldsen. Para hacerlo, Malone debía tomar las riendas de la situación, pero eso era complicado habida cuenta de quién las tenía en ese momento en sus manos.
– ¿Quieres que lo robe? -preguntó.
– No será fácil. En su día, los Inválidos fue un arsenal, una fortaleza.
– Eso no es una respuesta.
– Sí, quiero que lo robes.
– Conseguiré el libro. ¿Qué harás después? ¿Encontrar el tesoro perdido? ¿Humillar a Ashby? ¿Matarlo? ¿Sentirte mejor?
– Todo eso.
– Cuando raptaron a mi hijo el año pasado, tú estuviste allí para apoyarme. Te necesitaba y viniste. Ahora estoy aquí, pero tenemos que utilizar la cabeza. No puedes matar a un hombre así como así.
El rostro del anciano adoptó una expresión de profunda simpatía.
– Ayer por la noche lo hice.
– ¿Eso no te inquieta?
– En absoluto. Cabral mató a mi hijo, merecía morir. Ashby es tan responsable como Cabral. Y no es que importe, pero quizá no tenga que asesinarlo. Larocque puede hacerlo por mí.
– ¿Y eso facilita las cosas?
Stephanie ya le había dicho que Ashby vendría a París y le había asegurado que al día siguiente le ofrecería todos los detalles de lo que estaba a punto de acontecer. Malone despreciaba a Ashby por lo que le había hecho a Thorvaldsen, pero comprendía el valor de la información confidencial que Ashby podía proporcionar y la importancia de aniquilar a un hombre como Peter Lyon.
– Henrik, tienes que dejar que yo me encargue de esto. Puedo hacerlo, pero tiene que ser a mi manera.
– Puedo obtener el libro yo mismo.
– Entonces, ¿qué diablos hago yo aquí?
Los labios del anciano dibujaron una sonrisa obstinada.
– Espero que estés aquí para ayudar.
Malone miró fijamente a Thorvaldsen.
– A mi manera.
– Quiero a Ashby, Cotton. ¿Lo entiendes?
– Lo entiendo. Pero averigüemos qué se trae entre manos antes de que lo mates. Eso es lo que dijiste ayer. ¿Podemos ceñirnos a eso?
– Empieza a traerme sin cuidado lo que esté ocurriendo, Cotton.
– Entonces, ¿por qué posponer las cosas con Larocque y el Club de París? Mata a Ashby y acaba con esto.
Su amigo calló.
– ¿Qué hay de Sam? -preguntó Thorvaldsen al final-. Me preocupa.
– También me encargaré de eso -Malone recordó lo que había dicho Stephanie-. Pero ya es mayorcito, así que tendrá que cuidarse a sí mismo, al menos por un tiempo.
Sam entró en el piso, situado en un barrio de la ciudad que Morrison denominó Montparnasse, cerca del Museo Cluny y del Palacio de Luxemburgo, en un edificio que irradiaba el encanto de tiempos pasados. La oscuridad los había devorado en el trayecto desde la estación de metro.
– Lenin vivió a unas pocas manzanas de aquí -dijo ella-. Ahora es un museo, aunque imagino que nadie querrá visitarlo.
– ¿No eres seguidora del comunismo? -preguntó Sam.
– Ni mucho menos. Es peor que el capitalismo en muchos sentidos.
La vivienda era un espacioso estudio ubicado en una sexta planta. Contaba con una pequeña cocina y cuarto de baño y parecía un piso de estudiante. Grabados sin enmarcar y carteles de viajes adornaban las paredes. Improvisadas estanterías de aglomerado se doblegaban bajo el peso de los libros de texto y las ediciones en rústica. Sam vio un par de botas de hombre junto a una silla y unos pantalones téjanos, demasiado grandes para ser de Morrison, tirados de cualquier manera en el suelo.
– Esta no es mi casa -dijo ella al percatarse de su interés-. Es de un amigo.
Morrison se quitó el abrigo, sacó la pistola y la dejó sobre una mesa como si nada.
Sam vio tres computadores y un servidor ultrafino en un rincón.
– Eso es GreedWatch. Dirijo la página desde aquí, pero hago creer a todo el mundo que es obra de Jimmy Foddrell -explicó Morrison.
– En el museo ha habido heridos -insistió Sam-. Esto no es un juego.
– Desde luego que lo es, Sam. Un juego peligroso. Pero yo no soy su artífice, sino ellos. Y el hecho de que haya gente herida no es culpa mía.
– Tú lo empezaste cuando les gritaste a aquellos dos hombres.
– Tenías que ver la realidad.
Sam decidió que, en lugar de discutir otra vez por obviedades, haría lo que el Servicio Secreto le había enseñado: conseguir que Morrison no cesara de hablar.
– Cuéntame más cosas sobre el Club de París.
– ¿Te pica la curiosidad?
– Sabes que sí.
– Lo imaginaba. Como te dije, tú y yo pensamos igual.
Sam no estaba tan seguro de eso, pero mantuvo la boca cerrada.
– Por lo que sé, el club está integrado por seis personas. Todas son obscenamente ricas. Los típicos cabrones avariciosos. Cinco mil millones en propiedades no es suficiente, quieren seis o siete. Conozco a alguien que trabaja para uno de los miembros…
– ¿El mismo tipo que lleva esas botas? -preguntó Sam.
La sonrisa de Morrison se acentuó hasta dibujar una media luna.
– No, otro.
– Eres una chica ocupada.
– Tienes que serlo para sobrevivir en este mundo.
– ¿Quién demonios eres?
– Soy la chica que te va a salvar, Sam Collins.
– No necesito que me salven.
– Yo creo que sí. ¿Qué estás haciendo aquí? Hace un rato me dijiste que tus superiores te habían prohibido seguir adelante con tu página web y hablar conmigo. Sin embargo, la página sigue ahí y tú estás aquí, buscándome. ¿Esto es una visita oficial?
Sam no podía contarle la verdad.
– No me has explicado nada del Club de París.
Morrison se sentó de costado en una de las sillas de vinilo, con las piernas apoyadas sobre uno de los brazos y la espalda en el otro.
– Sam, Sam, Sam. No lo entiendes, ¿verdad? Esa gente está planeando algo. Son unos expertos manipuladores financieros y pretenden hacer todo aquello de lo que hemos hablado. Van a manipular la economía, engañar a los mercados, devaluar divisas. Recordarás cómo se vieron afectados los precios del petróleo el año pasado. Lo hicieron especuladores que, artificialmente, volvieron loco al mercado con su avaricia. Esa gente no es distinta.
– Eso no me dice nada.
Un golpeteo en la puerta los sorprendió a ambos. Era la primera vez que Sam veía un resquicio en la gélida máscara de Morrison. La mirada de la joven se clavó en la pistola que descansaba sobre la mesa.
– ¿Por qué no abres? -preguntó Sam.
Llamaron de nuevo. Ligeramente. Amigablemente.
– ¿Crees que los tipos malos llaman a la puerta? -preguntó adoptando una pose desafiante-. Además, esta ni siquiera es tu casa.
Morrison lo miró con perspicacia.
– Aprendes rápido.
– Me licencié en la universidad.
Morrison se levantó y fue hacia la puerta. Cuando la abrió, apareció una mujer menuda con un abrigo beige. Tendría poco más de sesenta años, con el pelo oscuro entreverado de mechones plateados y unos intensos ojos marrones. Alrededor del cuello llevaba una bufanda Burberry. En una mano sostenía una funda de piel con una insignia y una foto. En la otra una Beretta.
– Señorita Morrison -dijo-. Soy Stephanie Nelle, del Departamento de Justicia de Estados Unidos.
Valle del Loira, 19.00 h
Eliza recorrió la larga galería escuchando el viento invernal que batía las ventanas del castillo. Su mente reprodujo todo lo que le había dicho a Ashby durante el último año, inquieta por la posibilidad de haber cometido un enorme error.
La historia relataba cómo Napoleón Bonaparte había saqueado Europa, robando cantidades incalculables de metales preciosos, joyas, antigüedades, cuadros, libros y esculturas, cualquier cosa de valor. Existían inventarios de dichos saqueos, pero nadie podía aseverar su exactitud. Pozzo di Borgo se enteró de que Napoleón había ocultado parte de los expolios en un lugar que solo él conocía. Los rumores que corrían en tiempos del emperador hablaban de un tesoro fabuloso, pero nada indicaba el camino hasta él. Su antepasado buscó durante veinte años.
Eliza se detuvo ante una de las ventanas y contempló la oscuridad. Más abajo, el río Cher fluía con gran rapidez. Se dejó acariciar por el calor de la habitación y saboreó su hogareño perfume. Llevaba una gruesa bata sobre el camisón y se cubrió bien con ella. Encontrar ese tesoro perdido sería su forma de vengar a Pozzo di Borgo, validar su legado y otorgar importancia a su familia. Una vendetta absoluta.
El clan Di Borgo tenía una gran trayectoria en Córcega. De niño, Pozzo había sido amigo íntimo de Napoleón. Pero el legendario revolucionario Pasquale Paoli abrió una brecha entre ellos cuando favoreció a los Di Borgo en detrimento de los Bonaparte, a quienes consideraba demasiado ambiciosos.
La disputa se inició cuando el joven Napoleón se enfrentó con un hermano de Pozzo di Borgo en la carrera por ocupar el rango de teniente coronel de los voluntarios corsos. Los métodos despóticos que utilizaron Napoleón y sus partidarios para asegurarse un resultado favorable suscitaron la enemistad de Di Borgo. La ruptura fue definitiva a partir de 1792, cuando los Di Borgo se alinearon con la independencia corsa y los Bonaparte se unieron a Francia. A la postre, Pozzo di Borgo fue nombrado jefe del gobierno civil corso. Cuando la Francia liderada por Napoleón ocupó Córcega, Di Borgo huyó, y durante los veintitrés años posteriores trabajó diligentemente para destruir a su enemigo declarado.
“Pese a los intentos por relegarme, eliminarme y acallarme, será difícil hacerme desaparecer del todo del recuerdo ciudadano. Los historiadores tendrán que hablar del Imperio y habrán de ser justos conmigo”.
La arrogancia de Napoleón ardía en el recuerdo de Eliza. Sin duda, el tirano había olvidado los centenares de pueblos que había quemado hasta los cimientos en Rusia, Polonia, Prusia, Italia y las llanuras y montañas de Iberia. Miles de prisioneros fueron ejecutados, cientos de miles de refugiados despojados de sus hogares e innumerables mujeres violadas por su Grande Armée. ¿Y qué hay de los tres millones de soldados muertos que se pudrieron a lo largo y ancho de Europa? Millones de personas heridas o incapacitadas de por vida. Y las instituciones políticas destruidas en varios centenares de estados y principados. Economías hechas añicos. Terror por doquier, Francia incluida. Eliza coincidía con lo que dijo el escritor francés Émile Zola a finales del siglo xix: “Qué gran locura pensar que podemos impedir que al final se escriba la verdad sobre la historia”.
¿Y cuál era la verdad acerca de Napoleón? La destrucción de los estados germánicos y su reunificación, junto con Prusia, Bavaria y Sajonia, propiciaron el nacionalismo alemán, que condujo a su consolidación cien años después, hecho que estimuló el ascenso de Bismarck, Hitler y propició dos guerras mundiales.
“Habrán de ser justos conmigo”. Claro que sí. Ella lo sería.
Se oyó un taconeo proveniente de la galería. Eliza se dio la vuelta y vio a su mayordomo dirigiéndose hacia ella. Esperaba la llamada y sabía quién estaba al otro lado de la línea. Su acólito le entregó el teléfono y se retiró.
– Buenas noches, Graham -dijo.
– Tengo excelentes noticias -anunció Ashby-. La investigación ha dado sus frutos. Creo que he encontrado un vínculo que podría llevarnos directamente al tesoro.
Aquello concitó la atención de Eliza.
– Pero necesito su ayuda -dijo él.
Ella escuchó con cautela y desconfianza, pero estimulada por las posibilidades que prometía el entusiasmo de Ashby.
Al final, él dijo:
– Necesitaría cierta información sobre los Inválidos. ¿Puede conseguirla?
La mente de Eliza barajó las posibilidades a toda prisa.
– Sí.
– Lo suponía. Vendré por la mañana.
Eliza escuchó algunos detalles más y dijo:
– Buen trabajo, Graham.
– Puede que esto sea definitivo.
– ¿Y qué hay de nuestra presentación navideña? -preguntó ella.
– Según lo previsto, como solicitó.
Eso era exactamente lo que Eliza quería oír.
– Entonces nos vemos el lunes.
– No me lo perdería por nada del mundo.
Se despidieron.
Thorvaldsen la había atormentado con la posibilidad de que Ashby fuera un traidor. Pero el británico estaba haciendo todo aquello para lo que lo había reclutado, y bastante bien. Aun así, las dudas le nublaban los pensamientos. Dos días. Tendría que hacer malabares en medio de aquella inestabilidad, al menos hasta entonces.
Sam se puso en pie justo cuando Stephanie Nelle entraba en el piso y Meagan cerraba la puerta. Notó un sudor frío en la frente.
– Esto no es Estados Unidos -dijo Meagan en un claro arrebato de pasión-. Aquí no tiene jurisdicción.
– Cierto. Pero, por el momento, lo único que impide que la policía de París la detenga soy yo. ¿Prefiere que me marche y los deje apresarla para que podamos charlar mientras está bajo custodia?
– ¿De qué se me acusa?
– De llevar una pistola, disparar un arma de fuego dentro de los límites municipales, incitar un altercado, destrucción de la propiedad estatal, secuestro, ataque. ¿Me olvido de algo?
Meagan negó con la cabeza.
– Son todos iguales.
Stephanie sonrió.
– Me lo tomaré como un cumplido -repuso y miró a Sam-. No hace falta que le diga que está metido en un buen lío. Pero ya veo dónde está el problema. Conozco a Henrik Thorvaldsen y doy por hecho que su presencia aquí tiene que ver con él, al menos en parte.
Sam no conocía a aquella mujer, así que no pensaba vender a la única persona que lo había tratado con cierto respeto.
– ¿Qué quiere?
– Necesito que cooperen. Si lo hace usted, señorita Morrison, no irá a la cárcel. Y usted, señor Collins, quizá pueda seguir con su carrera.
A Sam no le gustaba su actitud condescendiente.
– ¿Y si no quiero una carrera?
Stephanie le lanzó una mirada que Sam había visto en sus superiores, gente que imponía unas normas insignificantes e inveteradas barreras que hacían prácticamente imposible que nadie progresara.
– Pensaba que quería ser un agente. Eso es lo que me dijo el Servicio Secreto. Yo simplemente le estoy brindando esa oportunidad.
– ¿Y qué quiere que haga? -preguntó él.
– En este caso, eso depende de la señorita Morrison -la mujer observó a Meagan-. Lo crea o no, estoy aquí para ayudar. Así que, dígame: aparte de decir tonterías en su página web sobre conspiraciones mundiales que tal vez existan o tal vez no, ¿qué pruebas tangibles posee que puedan resultarme de interés?
– Es usted una zorra engreída, ¿eh?
– No lo sabe usted bien.
Meagan sonrió.
– Me recuerda a mi madre. También tenía un corazón de piedra.
– Eso solo significa que soy vieja. No se está granjeando usted mi simpatía.
– Es usted la que todavía empuña una pistola.
Stephanie pasó junto a ellos, se acercó a la mesa de la cocina, donde estaba la pistola de Meagan, y la cogió.
– Dos hombres han muerto hoy en el Cluny. Otro está en el hospital.
– ¿El vigilante? -preguntó Sam.
Stephanie asintió.
– Se recuperará.
Sam se alegró de oír aquello.
– ¿Y usted, señorita Morrison, también se alegra?
– No es problema mío -respondió.
– Fue usted quien lo empezó.
– No, yo lo saqué a la luz.
– ¿Sabe para quién trabajaban los dos muertos?
Meagan asintió.
– Para el Club de París.
– Eso no es del todo cierto. En realidad, Eliza Larocque los contrató para que siguieran a su señuelo.
– Va usted un poco rezagada.
– Pues cuénteme algo que yo no sepa.
– De acuerdo. ¿Qué le parece esto? Sé lo que va a ocurrir dentro de dos días.
Thorvaldsen estaba sentado solo en su suite del Ritz, con la cabeza apoyada en el respaldo de una silla. Malone se había ido y le había garantizado que al día siguiente robaría el libro de los Inválidos. En aquellos momentos confiaba en su amigo más que en sí mismo.
En la mano sostenía una copa de coñac para templar los nervios. A Dios gracias, todos los espíritus burlones que clamaban en su fuero interno se habían retirado a dormitar. Había participado en numerosas luchas, pero aquella era diferente, más obsesiva que personal, y eso le asustaba. Quizá al día siguiente tendría que ponerse en contacto con Graham Ashby, y sabía que ese momento sería difícil. Tendría que mostrarse cordial, estrechar la mano del hombre que había asesinado a su hijo y obsequiarlo con toda su cortesía. No podía revelar absolutamente nada hasta el momento adecuado.
Thorvaldsen dio otro sorbo de coñac. Le vinieron a la mente escenas del funeral de Cai. El ataúd había permanecido cerrado a causa de los daños irreparables que habían ocasionado las balas, pero él había visto cómo había quedado el rostro de su hijo. Había insistido en verlo.
Necesitaba aquella horrible imagen grabada a fuego en su memoria, porque sabía que jamás descansaría hasta que aquella muerte tuviese una explicación.
Ahora, dos años después, por fin sabía la verdad y tan solo faltaban unas horas para que empezara la venganza.
Había mentido a Malone. Aunque consiguiera incitar a Eliza Larocque a actuar contra Ashby, mataría a aquel cabrón con sus propias manos. Nadie más lo haría, solo él, igual que la noche anterior, cuando había frenado a Jesper y disparado a Amando Cabral y a su cohorte. ¿En qué se estaba convirtiendo? ¿En un asesino? No, en un vengador. Pero ¿había alguna diferencia?
Sostuvo el vaso a contraluz y admiró la rica tonalidad del alcohol. Saboreó otro trago de coñac, más largo esta vez, más satisfactorio, y cerró los ojos. Recuerdos dispersos centellearon en su mente, se desvanecieron por un momento y reaparecieron. Todos llegaron en un proceso tranquilo y silencioso, como si cambiara diapositivas en un proyector. Le temblaron los labios. Recuerdos que casi había olvidado, de una vida que no conocía desde hacía muchos años, se materializaron, borrosos, y luego desaparecieron.
Había enterrado a Cai en la finca, en el cementerio familiar, junto a Lisette, entre otros Thorvaldsen que descansaban allí desde hacía siglos. Su hijo llevaba un sencillo traje gris y una rosa amarilla. A Cai le encantaban las rosas amarillas, al igual que a Lisette.
Recordó el peculiar olor que emanaba del ataúd, un poco ácido, un poco húmedo, el hedor de la muerte.
Volvió a invadirlo una sensación de soledad. Apuró el coñac que quedaba en el vaso. Una oleada de tristeza recorrió su cuerpo con una fuerza intolerable. Ya no lo asaltaban las dudas. Sí, mataría a Graham Ashby con sus propias manos.
París, lunes, 24 de diciembre, 11.00 h
Malone entró en la iglesia del Domo, adosada como un apéndice al extremo sur del imponente Hotel des Invalides. El edificio barroco, con una fachada de columnas dóricas y un solo frontón, estaba cubierto por una formidable cúpula dorada, la segunda estructura más alta de París, coronada por una linterna y una aguja. Originalmente había sido un lugar de culto real erigido por Luis XIV para ensalzar la gloria de la monarquía francesa y más tarde Napoleón lo convirtió en una tumba para guerreros. Tres de los nombres más importantes de la historia militar francesa, Turene, Vaubon y Foch, descansaban allí. En 1861, el propio Napoleón fue inhumado bajo la cúpula y más tarde lo acompañaron sus dos hermanos y su hijo.
La Nochebuena no había atenuado el flujo de visitantes. El interior, aunque solo llevaba una hora abierto, estaba abarrotado. Si bien el lugar ya no se utilizaba para oficios religiosos, una placa recordaba a todo el mundo que se descubriera la cabeza y hablara en voz baja.
La noche anterior, Malone se había hospedado en una habitación, que Thorvaldsen había reservado para él en el Ritz, con la esperanza de conciliar el sueño, pero lo habían asaltado algunos pensamientos inquietantes. Le preocupaba Sam, pero confiaba en que Stephanie tuviera la situación bajo control. Le preocupaba todavía más Thorvaldsen. Las vendettas podían salir caras en más de un sentido, algo que había aprendido por experiencia. Todavía no estaba seguro de cómo contener a Thorvaldsen, pero había que hacerlo, y rápido.
Malone se dirigió lentamente hacia una balaustrada de mármol que le llegaba a la cintura y contempló la imponente cúpula. Imágenes de los evangelistas, los reyes de Francia y los apóstoles le devolvieron la mirada. Bajo el domo, por detrás del balaustre, estudió el sarcófago de Napoleón.
Conocía los detalles. Siete féretros, uno dentro de otro, contenían los restos imperiales; dos eran de plomo y el resto de caoba, hierro, ébano, roble y, el visible, de pórfido rojo, el material de los sepulcros romanos. Con casi cuatro metros de longitud y dos de altura y forma de arca adornada con hojas de laurel, descansaba sobre una base de granito color esmeralda. Doce figuras colosales de la victoria y el nombre de las principales batallas de Napoleón estaban grabados en el suelo que rodeaba la tumba.
Malone oteó la concurrida iglesia y vio a Graham Ash-by. El británico coincidía con la descripción que le había proporcionado Stephanie y se hallaba al otro extremo, cerca de la baranda circular.
Thorvaldsen le había dicho una hora antes que sus agentes habían seguido a Ashby desde Londres hasta París y los Inválidos. Junto a él vio a una atractiva mujer con una larga melena. Eso le trajo a la mente a otra rubia que había robado su atención durante las dos semanas anteriores un desacierto que estuvo a punto de costarle la vida.
La rubia, que tenía las caderas apoyadas en la baranda y la espalda arqueada, señalaba el impresionante cornisamento que rodeaba la iglesia y al parecer le estaba explicando a Ashby algo que este escuchaba con atención. Tenía que ser Caroline Dodd. Thorvaldsen le había hablado de ella. Era la amante de Ashby, pero también poseía licenciaturas en historia medieval y literatura. Su presencia allí significaba que Ashby consideraba que había algo importante en aquel lugar.
El nivel de ruido de la sala fue en aumento y Malone se dio la vuelta. El gentío entraba en tropel por las puertas principales. Observó cómo cada nuevo visitante pagaba su entrada.
Miró alrededor y admiró el collage de mármol que lo rodeaba y la cúpula sostenida por majestuosas columnas corintias. Símbolos de la monarquía afloraban de la decoración esculpida, recordando al visitante que aquella fue en otro tiempo una iglesia de reyes y ahora ofrecía cobijo a un emperador.
– Napoleón murió en 1821 en Santa Elena -oyó que explicaba en alemán uno de los guías a un grupo que se agolpaba cerca de allí-. Los británicos lo enterraron allí con escasos honores, en una tranquila hondonada. Pero en sus últimas voluntades, Napoleón pidió que sus cenizas descansaran “a orillas del Sena, en medio del pueblo francés” al que tanto amaba. De modo que en 1840, el rey Luis Felipe decidió cumplir ese deseo y traer al emperador a casa. Fue una iniciativa que pretendía complacer a la ciudadanía y reconciliar a los franceses con su historia. Por aquel entonces, Napoleón se había convertido en una leyenda. Así, pues, el 15 de diciembre de 1840, en una grandiosa ceremonia, el rey dio la bienvenida a los restos del emperador en los Inválidos. Se precisaron veinte años, no obstante, para modificar esta iglesia y cavar la cripta que ven aquí abajo.
Malone se alejó de la balaustrada de mármol mientras los alemanes se apiñaban cerca de ella y contemplaban el imponente sarcófago. Más grupos apretujados se paseaban por el lugar. Malone vio que otro hombre se había unido a Ashby. Estatura media, rostro inexpresivo y cabello gris ralo. Un abrigo cubría su cuerpo delgado. Era Guildhall. Thorvaldsen también le había proporcionado información sobre aquel hombre. Los tres dieron media vuelta y se dispusieron a abandonar el lugar.
“Improvisa”. Eso es lo que le había dicho a Sam que hacían los agentes. Malone meneó la cabeza. Sí, tenía razón.
Ashby salió de la iglesia del Domo y bordeó el exterior hasta llegar a una larga galería jalonada de cañones que conducía al interior de los Inválidos. El enorme complejo comprendía dos iglesias, un patio de honor, un museo militar, un jardín y una elegante explanada que se extendía desde la fachada norte hasta el Sena, a casi un kilómetro de distancia. Fundados en 1670 por Luis XIV para dar cobijo y atención a los soldados tullidos, los edificios de varias plantas conectados entre sí eran obras maestras del clasicismo francés.
Igual que Westminster, aquel era un lugar histórico. Ashby imaginó el 14 de julio de 1789, cuando una multitud arrolló a los centinelas allí apostados y asaltó el depósito de rifles subterráneo, donde confiscaron armas que aquel mismo día utilizaron para irrumpir en la Bastilla e iniciar la Revolución Francesa. Siete mil ex combatientes habían habitado allí, y ahora era un lugar frecuentado por turistas.
– ¿Hay forma de entrar en el museo? -preguntó Caroline.
Había hablado con Eliza Larocque tres veces más desde la noche anterior. Por suerte, había logrado recabar gran cantidad de información relevante.
– No creo que haya problema.
Entraron por el patio de honor, una extensión adoquinada y cercada por cuatro extensas galerías de dos plantas. Tenía una envergadura que rondaba los cien metros por sesenta. Una estatua de Napoleón tallada en bronce presidía el enorme patio, encaramada a la entrada confrontón de la iglesia de los Soldados. Ashby sabía que aquel era el lugar en que De Gaulle había besado a Churchill en una muestra de agradecimiento tras la Segunda Guerra Mundial.
Ashby señaló a la izquierda, hacia una de las austeras fachadas clásicas, mucho más imponentes que atractivas.
– Son antiguos refectorios donde los inválidos tomaban sus comidas. El museo de armas comienza ahí -Ashby señaló otro refectorio situado a la derecha-. Y termina ahí. Ese es nuestro objetivo.
El edificio que se erguía a la izquierda estaba cubierto de andamios. Larocque le dijo que la mitad del museo estaba siendo modernizado, principalmente las exposiciones históricas, dos plantas enteras clausuradas hasta la primavera siguiente. Los trabajos incluían la limpieza de las fachadas y una amplia remodelación de la entrada principal. Pero aquel día no había nadie. Era Nochebuena, un día festivo.
Malone recorrió una de las amplias galerías de los Inválidos y pasó junto a las puertas de madera repartidas cada tres metros, flanqueadas por cañones en posición de firme. Fue desde la galería sur hasta la este, rebasó la iglesia de los Soldados, dobló una esquina y se dirigió a una entrada temporal que daba acceso al edificio este. Ashby y su contingente se hallaban en el lado opuesto del patio de honor, contemplando la parte cerrada del ala del museo, que albergaba objetos históricos de los siglos xvii y xviii, además de piezas que databan de la época de Luis XIV hasta los días de Napoleón.
Un trabajador enfundado en un abrigo gris, que caminaba con ritmo pausado y actitud vigilante, ocupaba la entrada provisional que conducía al tercer piso, donde permanecían abiertos el museo de planos y relieves y una librería.
Malone subió la escalera, asiéndose a una gruesa barandilla de madera.
En la segunda planta, las puertas del ascensor estaban bloqueadas por dos tablones clavados formando una equis. Sobre unos palés se amontonaban más andamios desmontados. De unas puertas temporales de metal blanco colgaba un cartel que decía “Prohibida la entrada”. En la pared, otro letrero anunciaba que tras aquellas puertas se encontraban las “Salles Napoleón ier” (las estancias de Napoleón i).
Malone se acercó y tiró del pomo de las puertas de metal, que cedieron. No había necesidad de bloquearlas, según le habían dicho, ya que el edificio se cerraba cada noche y había pocos objetos de valor en las galerías.
Malone se adentró en la silenciosa oscuridad y dejó que la puerta se cerrara a sus espaldas, con la esperanza de no tener que lamentarse de los minutos que estaban por llegar.
Napoleón se tumbó boca abajo en la cama y miró hacia la chimenea. Las velas resplandecían, proyectando un brillo rojo sobre su rostro, y el emperador dejó que el calor y el silencio lo adormecieran.
– Viejo adivino. ¿Vienes por mí al fin?-preguntó en voz baja.
La alegría colmó la faz de Napoleón, que inmediatamente se trocó en una muestra de ira.
– No -gritó-, estás equivocado. Mi suerte no se parece al cambio de estaciones. Todavía no estoy en el otoño. El invierno no se acerca. ¿Qué? ¿Dices que mi familia me abandonará y me traicionará? Eso es imposible. Me he prodigado en complacencias con ellos -Napoleón hizo una pausa y pareció escuchar con atención-. Ah, pero eso es demasiado. No es posible. Toda Europa es incapaz de derrocarme. Mi nombre es más poderoso que el destino.
Desvelado por el sonido de su propia voz, Napoleón abrió los ojos y miró alrededor de la habitación. Se llevó una mano temblorosa a la humedecida frente.
– Qué sueño tan terrible -se dijo.
Saint-Denis se le acercó. Bueno y fiel, siempre a su lado, dormía en el suelo junto a la cama, dispuesto a escuchar en todo momento.
– Estoy aquí,sire.
Napoleón cogió la mano de Saint-Denis.
– Hace mucho tiempo, cuando estaba en Egipto, un hechicero me habló en la pirámide -dijo Napoleón-. Profetizó mi ruina, me advirtió sobre mis familiares y la ingratitud de mis generales.
Sumido en sus reflexiones, con una voz enronquecida por el sueño que se esfumaba, parecía necesitar hablar.
– Me dijo que tendría dos esposas. La primera sería emperatriz y no la apartaría del trono la muerte, sino una mujer. La segunda esposa me daría un hijo, pero, no obstante, todo mi infortunio empezaría con ella. Dejaría de ser próspero y poderoso. Todas mis esperanzas se verían frustradas. Sería expulsado a la fuerza y abandonado en suelo extranjero, rodeado de montañas y mar.
Napoleón alzó la vista con expresión temerosa.
– Ordené asesinar a aquel hechicero -dijo-. Lo tomé por un necio, y yo jamás escucho a los necios.
Thorvaldsen escuchó a Eliza Larocque explicar lo que sabía su familia de Napoleón desde hacía largo tiempo.
– Pozzo di Borgo investigó exhaustivamente todo lo sucedido en Santa Elena -dijo-. Lo que acabo de describir ocurrió unos dos meses antes de la muerte de Napoleón.
Thorvaldsen atendía con fingido interés.
– Napoleón era un hombre supersticioso -prosiguió Larocque-. Creía firmemente en el destino, pero nunca se doblegaba a su inevitabilidad. Oía lo que le convenía.
Thorvaldsen y Larocque estaban sentados en una sala privada de Le Grand Véfour, con vista a los jardines del Palais Royal. El menú proclamaba con orgullo que el restaurante se había inaugurado en 1784, y los invitados comían, entonces y ahora, entre ornamentos dorados del siglo xviii y delicados paneles pintados a mano. No era un lugar que Thorvaldsen frecuentara, pero Larocque lo había llamado, le había propuesto quedar para comer y había elegido el sitio.
– Sin embargo, la realidad es innegable -dijo Larocque-. Todo lo que predijo aquel hechicero egipcio se cumplió. Josefina se convirtió en emperatriz y Napoleón se divorció de ella porque no podía concebir un heredero.
– Creí que había sido porque le fue infiel.
– Lo fue, pero él también. María Luisa, la archiduquesa de Austria, que entonces tenía dieciocho años, al final conquistó la imaginación de Napoleón y se casó con él. Le dio el hijo que deseaba.
– Al más puro estilo de la realeza de aquella época -musitó Thorvaldsen.
– Creo que Napoleón se habría ofendido de que lo compararan con la realeza.
El danés se echó a reír.
– Entonces era estúpido. Él también era un monarca.
– Tal como se había predicho, fue tras su segundo matrimonio, en 1809, cuando la suerte de Napoleón cambió. La fallida campaña rusa de 1812, donde su ejército en retirada quedó diezmado. La coalición de 1813, que puso a Inglaterra, Prusia, Rusia y Austria en su contra. Sus derrotas en España y Leipzig y luego el derrumbamiento de Alemania y la pérdida de Holanda. París cayó en 1814 y luego abdicó. Lo enviaron a Elba, pero escapó e intentó arrebatar París a Luis XVII. Pero su Waterloo llegó al fin el 18 de junio de 1815 y todo terminó. Lo mandaron a Santa Elena a morir.
– Realmente odia a ese hombre, ¿no es así?
– Lo que me molesta es que nunca llegaremos a conocerlo. Pasó sus cinco años de exilio en Santa Elena lavando su imagen, escribiendo una autobiografía que acabó siendo más ficción que realidad, adecuando la historia para su provecho. En verdad, fue un marido que amaba a su esposa, pero que se divorció rápidamente cuando no pudo darle un heredero; un general que profesó un gran amor por sus soldados, y que sin embargo sacrificó a cientos de miles. Supuestamente era temerario, pero abandonó una y otra vez a sus hombres cuando le convino. Fue un líder que tan solo quería fortalecer Francia, y sin embargo mantuvo a la nación sumida en una guerra permanente. Creo que es obvio por qué lo detesto.
Thorvaldsen pensó que aguijonearla un poco podía estar bien.
– ¿Sabía que Napoleón y Josefina cenaron aquí? Me han dicho que esta sala se conserva prácticamente intacta desde comienzos del siglo xix.
Larocque sonrió.
– Lo sabía. No obstante, es curioso que conozca esa información.
– ¿De veras hizo Napoleón que asesinaran a ese hechicero en Egipto?
– Ordenó a Monge, uno de sus sabios, que lo matara.
– ¿Coincide con la teoría de que Napoleón fue envenenado?
Thorvaldsen sabía que supuestamente le habían administrado arsénico en la comida y la bebida en dosis suficientes para acabar con su vida. Pruebas recientes efectuadas con muestras de cabello confirmaron la presencia de niveles elevados de arsénico.
Larocque soltó una carcajada.
– Los británicos no tenían motivos para matarlo. De hecho, más bien lo contrario. Querían que siguiera con vida.
En ese momento llegaron sus entrantes. El de Thorvaldsen era salmonete a la cazuela con aceite y tomates y el de Larocque un pollo joven con salsa de vino y queso. Ambos degustaron una copa de merlot.
– ¿Conoce la historia de cuando exhumaron a Napoleón en 1840 para devolverlo a Francia? -preguntó ella.
Thorvaldsen negó con la cabeza.
– Demuestra por qué los británicos jamás lo habrían envenenado.
Malone recorrió la desértica galería. No había ninguna luz encendida y la claridad que proporcionaba el sol era difusa por culpa de unos plásticos que cubrían las ventanas. El aire era cálido y olía a pintura húmeda. Muchas vitrinas estaban envueltas en basta lona. Había escaleras apoyadas por todas las paredes. Al fondo se levantaba otro andamio. Parte del suelo de madera había sido retirado y se estaban realizando reparaciones en la superficie de piedra.
Malone no detectó cámaras ni sensores. Pasó junto a uniformes, armaduras, espadas, dagas, arneses, pistolas y rifles, todos ellos expuestos en vitrinas forradas de seda. Era una constante e intencionada progresión tecnológica, en la que cada generación aprendía a matar a la siguiente con más rapidez. Nada denotaba el horror de la guerra. Por el contrario, solo parecía subrayar su carácter glorioso.
Malone esquivó otro boquete en el suelo y continuó su recorrido por la extensa galería sin que sus suelas de goma emitieran un solo ruido.
A su espalda oyó cómo alguien trataba de abrir las puertas metálicas.
Ashby se encontraba en el descansillo de la segunda planta y observó a Guildhall mientras este empujaba las puertas que conducían a las galerías de Napoleón. Algo las bloqueaba.
– Creía que estaban abiertas -susurró Caroline.
Eso fue exactamente lo que le había dicho Larocque. Cualquier cosa de valor había sido retirada hacía semanas. Lo único que quedaba eran objetos históricos menores, que se guardaron dentro porque en el exterior la capacidad de almacenamiento era limitada. El contratista encargado de la remodelación había aceptado trabajar en torno a los objetos expuestos y se le exigió que contratara una póliza de responsabilidad para garantizar su seguridad.
Sin embargo, algo bloqueaba las puertas.
Ashby no quería llamar la atención de la mujer que había abajo o de los empleados del museo de planos y relieves situado en la planta superior.
– Fuérzalas -dijo-. Pero sin hacer ruido.
La fragata francesa La Belle Poule llegó a Santa Elena en octubre de 1840 con un contingente liderado por el príncipe de Joinville, el tercer hijo del rey Luis Felipe. Middlemore, el gobernador británico, envió a su hijo a recibir el barco, y las baterías de la Armada Real repartidas por la costa dispararon veintiuna salvas en su honor. El 15de octubre, cuando se cumplían veinticinco años de la llegada de Napoleón a Santa Elena, se iniciaron las tareas de exhumación de su cuerpo. Los franceses querían que sus marineros se encargaran del proceso, pero los británicos insistieron en que su gente realizara esa labor. Obreros locales y soldados británicos trabajaron duramente toda la noche bajo un fuerte aguacero. Habían transcurrido diecinueve años desde que el ataúd de Napoleón descendiera a las entrañas de la tierra y fuera sellado con ladrillos y cemento, e invertir aquel proceso resultó un desafío. Extraer las piedras una a una, perforar estratos de mampostería reforzados con vigas de metal y abrir a la fuerza las cuatro tapas para afrontar finalmente la imagen del difunto emperador había supuesto un gran esfuerzo.
Varias personas que vivieron con Napoleón en Santa Elena regresaron para ser testigos de la exhumación: el general Gourgaud; su homólogo Bertrand; Pierron, el pastelero; Archambault, el ayuda de cámara; Noverraz, el tercer ayuda de cámara; Marchand y Saint-Denis, que siempre había estado junto al emperador.
El cuerpo de Napoleón fue envuelto en fragmentos de raso blanco que habían caído de la tapa del ataúd. Sus botas negras de montar se habían despegado y dejaban entrever sus pálidos dedos. Las piernas seguían cubiertas por unos pantalones bombachos blancos, y el sombrero descansaba junto a él, en el mismo lugar que ocupaba años atrás. El plato de argento que contenía su corazón se encontraba entre sus muslos. Sus manos, blancas, duras y perfectas, mostraban unas uñas largas. El labio había retrocedido y se apreciaban tres dientes; el rostro era gris a causa de una incipiente barba y tenía los párpados cerrados con firmeza. El cuerpo se hallaba en un estado asombroso, como si estuviese durmiendo, más que descomponiéndose.
Todos los objetos introducidos en el ataúd para que le hicieran compañía seguían allí, apiñados alrededor de su lecho de raso: una colección de monedas francesas e italianas con su impasible rostro acuñado, una salsera de plata, un plato, tenedores, cuchillos y cucharas con las armas imperiales grabadas, un frasco de plata que contenía agua del valle de los Geranios, una túnica, una espada, una barra de pan y una botella de agua.
Todo el mundo se quitó el sombrero y un sacerdote francés roció agua bendita mientras recitaba el Salmo 130. “Desde las profundidades he llorado por ti, oh Señor”.
El doctor británico quiso examinar el cuerpo en nombre de la ciencia, pero Gourgaud, un general rechoncho de mejillas rojas y barba gris, se opuso.
– No lo hará. Nuestro emperador ya ha sufrido bastantes ultrajes.
Todos los allí presentes sabían que Londres y París habían aceptado aquella exhumación como una manera de limar asperezas entre las dos naciones. Al fin y al cabo, como había dejado claro el embajador francés en Inglaterra: “No conozco ningún motivo honorable para negarnos, ya que Inglaterra no puede decir al mundo que desea mantener prisionero a un cadáver”.
Middlemore, el gobernador británico, dio un paso al frente.
– Tenemos derecho a examinar el cuerpo.
– ¿Por qué razón?-preguntó Marchand-. ¿Con qué fin? Los británicos estaban aquí cuando se cerró el ataúd y sus doctores practicaron una autopsia al cadáver, pese a que el emperador dejó instrucciones concretas para que eso no ocurriera.
El propio Marchand estaba allí ese día y su amargura puso de manifiesto que no había olvidado aquella afrenta.
Middlemore alzó las manos en un gesto de falsa rendición.
– Muy bien. ¿Se opondrían a una inspección superficial? Después de todo, coincidirán en que el cuerpo se encuentra en unas condiciones sorprendentes para llevar tanto tiempo enterrado. Eso exige cierta investigación.
Gourgaud cedió y los demás aceptaron.
El médico palpó las piernas, la barriga, las manos, un párpado y después el pecho.
– Después, Napoleón fue encerrado en sus cuatro féretros de madera y metal, se giró la llave del sarcófago y se dispuso todo para devolverlo a París -dijo Eliza.
– ¿Qué buscaba realmente el médico? -preguntó Thorvaldsen.
– Algo que los británicos habían tratado de averiguar en vano mientras Napoleón era su prisionero: el paradero del tesoro perdido.
– ¿Creían que estaba en la tumba?
– No lo sabían. Se introdujeron muchos objetos extraños en aquel ataúd. Alguien pensó que la respuesta podía encontrarse allí. Se cree que ese fue uno de los motivos por los que los británicos accedieron a la exhumación: para volver a echar un vistazo.
– ¿Y encontraron algo?
Larocque bebió un poco de vino.
– Nada.
La mujer esperó a que sus palabras surtieran efecto.
– No buscaron en el sitio adecuado, ¿verdad? -preguntó el danés.
A Larocque empezaba a caerle bien Thorvaldsen.
– Ni por asomo.
– ¿Y usted, madame Larocque, ha descubierto el lugar correcto?
– Esa, Herre Thorvaldsen, es una pregunta que seguramente halle respuesta antes de que termine el día.
Malone encontró los objetos napoleónicos y examinó reliquias del triunfo del emperador y también de su caída. Vio la bala que hirió al general en Ratisbona, su telescopio, mapas, pistolas, un bastón, una bata e incluso su máscara mortuoria. Una exposición reproducía la habitación de Santa Elena en la que falleció Napoleón, incluida la cama plegable y el baldaquín.
Un chirrido resonó por toda la sala. Alguien estaba forzando las puertas de metal situadas cien metros detrás de él.
Malone había apoyado uno de los palés contra las puertas, consciente de que pronto tendría compañía. Vio que Ashby salía de la iglesia y se dirigía pausadamente hacia los Inválidos. Mientras él y su séquito se detenían a admirar el patio de honor, Malone entró raudo en el museo. Supuso que Ashby poseía la misma información que Stephanie le había proporcionado a él. Malone la había llamado la noche anterior, después de hablar con Thorvaldsen, y habían ideado un plan que satisfacía sus necesidades y que al mismo tiempo no ponía en peligro a su amigo. Era un juego de manos, pero no imposible.
El palé que bloqueaba las puertas de metal se arrastró por el suelo provocando un fuerte estruendo. Malone dio media vuelta y se fijó en la luz que se colaba en la tenue sala. Pudo distinguir tres sombras.
Ante él, en el interior de una vitrina entreabierta, había una cubertería de plata, una taza utilizada por Napoleón en Waterloo, una caja de té de Santa Elena y dos libros. Una pequeña placa anunciaba al público que los libros pertenecían a la biblioteca personal de Napoleón en la isla y que formaban parte de los 1.600 volúmenes que había conservado. Uno de ellos era Memorias y correspondencia de Josefina,que Napoleón leyó, según decía la información del museo, en 1821, poco antes de su muerte. Dicen que cuestionó su veracidad y que su contenido le disgustó. El otro era un pequeño volumen con cubiertas de piel, abierto más o menos por la mitad; otra placa lo identificaba como Los reinos merovingios 450-751 d. C,perteneciente a la misma biblioteca personal, aunque ese libro tenía la distinción de haber sido destacado en las últimas voluntades del emperador. Un rápido taconeo resonó por toda la sala.
A Ashby le encantaba indagar. Siempre le habían divertí-do los libros y las películas que retrataban a los cazadores de tesoros como matones. En realidad, invertía gran parte del tiempo en estudiar detenidamente viejos escritos, ya fuesen libros, testamentos, correspondencia, notas personales, diarios privados o archivos públicos. De todo un poco. Jamás una única prueba había resuelto el rompecabezas de golpe. Las pistas por lo común eran prácticamente inexistentes o indescifrables y uno se encontraba con muchas más decepciones que éxitos.
Aquella búsqueda era el ejemplo perfecto. Sin embargo, puede que en aquella ocasión fuesen por buen camino. Era difícil saberlo con certeza hasta que examinaran Los reinos merovingios 450-751 d. C,que debían de estar a escasos metros de distancia.
Eliza Larocque le había advertido que aquel era el día perfecto para colarse en aquella zona del museo. No habría cuadrillas trabajando. Asimismo, el personal de los Inválidos estaría ansioso por finalizar la jornada y marcharse a casa para celebrar la Navidad. Era uno de los pocos días en que el museo permanecía cerrado.
Guildhall encabezaba el grupo en la desordenada galería. El aire tibio desprendía un olor a pintura y trementina, un indicio más de las remodelaciones que se estaban llevando a cabo.
Ashby debía abandonar París en cuanto hubiese cumplido su misión. Los estadounidenses lo esperarían en Londres, ansiosos por obtener un informe, que él finalmente aportaría. No había razón para demorarlo más. Mañana sería un día de lo más interesante, una Navidad que sin duda alguna recordaría.
Guildhall se detuvo y Ashby vio lo que su secuaz ya había descubierto. En la vitrina de cristal donde supuestamente les esperaban las diversas reliquias y libros napoleónicos había un libro, pero el otro había desaparecido. En su lugar encontraron una pequeña tarjeta, inclinada sobre un caballete de madera. Aquellos instantes de silencio parecieron horas.
Ashby reprimió su consternación, se acercó y leyó lo que estaba escrito en la tarjeta.
Lord Ashby , si se porta usted bien ,
le entregaremos el libro.
– ¿Qué significa esto? -preguntó Caroline.
– Imagino que es la manera que tiene Eliza Larocque de mantenerme a raya.
Ashby sonrió por el esperanzado fervor que encerraba su mentira.
– Dice “entregaremos”.
– Debe de referirse al club.
– Te facilitó toda la información de que disponía. Te proporcionó la información confidencial sobre este lugar -dijo Caroline. Sus palabras sonaron más como una pregunta que como una afirmación.
– Es cautelosa. Tal vez no quiera que lo tengamos todo. Al menos todavía.
– No deberías haberla llamado.
Ashby adivinó en sus ojos cuál sería la siguiente pregunta y dijo:
– Volvemos a Inglaterra.
Abandonaron la galería y Ashby barajó mentalmente todas las posibilidades. Caroline no sabía nada de su colaboración secreta con Washington y por eso culpaba de la ausencia del libro a Larocque y al Club de París. Pero la verdad le asustaba todavía más. Los estadounidenses conocían sus negocios.
Malone vigiló desde el otro extremo de la sala mientras Ashby y sus acompañantes salían. Sonrió ante el dilema de Ashby y sabía que este había mentido a Caroline Dodd. Luego se fue por una escalera trasera y escapó de los Inválidos por la fachada norte. Paró un taxi, cruzó el Sena y encontró Le Grand Véfour.
Entró en el restaurante y contempló el agradable salón, totalmente afrancesado, con paredes resplandecientes cubiertas de espejos con marcos dorados. Escudriñó las mesas y vio a Thorvaldsen sentado con una atractiva mujer que lucía un traje de chaqueta gris.
Malone le enseñó el libro y sonrió.
Thorvaldsen sabía ahora que el equilibrio de poder había cambiado. Tenía el control absoluto y ni Ashby ni Eliza Larocque lo sospechaban, al menos por el momento, de modo que cruzó las piernas, se recostó en la silla y se dedicó de nuevo a su anfitriona, sabedor de que muy pronto todas sus deudas quedarían saldadas.