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Al pasar por los puestos callejeros de la avenida Shyama Prasad Mukherjee, Urmila sintió el aroma de buñuelos de pescado y dhakai parotha que emanaba de las puertas del resturante Dilkhusha.
-Me muero si no como enseguida -comentó a Murugan.
No perdió tiempo en hacerle entrar en el restaurante. Tras conducirlo a un reservado con cortinas, se sentó en un banco y le hizo señas para que se sentase enfrente. Casi inmediatamente apareció un camarero con dos arrugadas cartas en la mano. Urmila pidió para los dos y, en cuanto se marchó el camarero, cerró las cortinas.
-Dime, ¿quién es ese Lachman del que no paras de hablar? -preguntó a Murugan, inclinándose sobre la mesa.
-Lutchman, querrás decir -corrigió él-. Así es como lo habría pronunciado Ronnie Ross; así lo escribía, en cualquier caso.
-Pero debía llamarse Lachman -observó Urmila-. Ross probablemente lo escribiría a la inglesa.
-Es lo mismo. Quién sabe cómo le llamaría su madre. Nosotros no estábamos allí. De todas formas, Lutchman era el joven que se presentó ante Ronnie Ross a las ocho de la tarde del 25 de mayo de 1895, ofreciéndose como cobaya. Acabó pasándose los tres años siguientes sirviendo en todo a Ron, desde hacerle las rebanadas de pan para el desayuno a contarle las platinas. Cada vez que Ron se equivocaba de camino, allí estaba Lutchman para cortarle el paso y mostrarle la dirección que debía seguir. Decía que era ordenanza de oficio, un dhooley, pero sospecho que llevaba a Ron por donde quería.
-Pero ¿cómo sabía él por dónde llevar a Ronald Ross?
-Es una larga historia. Te la resumiré: hace unos años encontré una carta escrita en Calcuta por un misionero médico llamado Elijah Farley. Antes de volverse religioso, Farley realizaba investigaciones médicas en los Estados Unidos, en la Johns Hopkins. De estudiante había trabajado con los más famosos investigadores de la malaria.
»Bueno, pues lo último que escribió fue esa carta, en la que describía una visita al laboratorio de Cunningham en Calcuta. Allí vio algo que iba, oh, bueno, tres o cuatro años por delante de la situación vigente en la comunidad científica internacional. No lo entendió, claro está, porque no encajaba con nada de lo que le habían enseñado.
-No vayas tan deprisa -protestó Urmila-. No estoy segura de entender lo que tratas de decirme. ¿Estás hablando de las investigaciones de Cunningham?
-No -dijo Murugan, riendo-. Cunningham no tenía ni idea.
-¿Quién estaba haciendo ese trabajo, entonces?
-En opinión de Farley, la gente del laboratorio, los criados y ayudantes de Cunningham.
-Pero sus ayudantes dirían a Cunningham lo que estaban haciendo, ¿no?
-El caso es que los ayudantes eran un surtido de lo más inculto. Cunningham no quería universitarios instruidos de Calcuta enredando en su laboratorio, ¿entiendes?, venga a hacer preguntas y todo eso. Así que, en cambio, él formaba a sus propios ayudantes.
-¿Y quiénes eran? -preguntó Urmila-. ¿Dónde los encontraba?
-En el último sitio que pudiera pensarse. En la estación de Sealdah. La habían inaugurado hacía poco, pero si se quería encontrar gente que estuviera sola, que no tuviese donde caerse muerta, ningún sitio adonde ir, allí era donde había que buscar. Cunningham iba de vez en cuando a echar una mirada a la estación, y cuando veía a algún muchacho con el aspecto adecuado le ofrecía techo y comida a cambio de ocupación; nada extraordinario, sólo la clase de trabajo retribuido con salario mínimo para el laboratorio, asistente, criado, dhooley, esas mierdas. Se apresuraban a aceptar, naturalmente: ¿qué podían perder? Vivían en esas casetas que hay junto a la valla del hospital y ayudaban en el laboratorio. Era un chollo tranquilo y agradable.
-Así que les enseñaba, ¿eh? ¿Los preparaba y todo eso?
-No exactamente -dijo Murugan-. Quizá les enseñaba a leer un poco y probablemente a hacer algunas cosas, pero sólo como a monos de imitación. De todas formas, a ellos les daba igual. Pero había una persona, una mujer, que en el laboratorio se encontraba en su elemento. Sospecho que al cabo de unos años iba muy por delante de Cunningham y poseía un conocimiento intuitivo de los aspectos fundamentales del problema de la malaria.
-¿Y quién era esa mujer? -quiso saber Urmila-. ¿Cómo se llamaba?
-Según dice Farley -contestó Murugan, sonriendo y pasándose la manga por la húmeda frente-, se llamaba Mangala.
Urmila sofocó un grito.
-¿Mangala? -exclamó-. ¿Como Mangala-bibi…, como el nombre que pronunció la niña?
-Supongo que podría considerársela un prototipo -dijo Murugan-. Y en cuanto a quién era, ¿quién sabe? El único indicio que tenemos de su existencia real es la carta escrita por Elijah Farley. Y ni siquiera disponemos de ella: al menos no se encuentra en ningún catálogo.
-¿Qué decía Elijah Farley de esa mujer?
-Pues no mucho. Lo único que sabía era lo que le había contado Cunningham; es decir, que la había encontrado en la estación de Sealdah, que era pobre de solemnidad y que tenía sífilis congénita. Pero la gran cuestión es: ¿fue Cunningham quien la encontró a ella, o ella quien lo encontró a él? En cualquier caso, Farley vio que en el laboratorio pasaban cosas que demostraban sin género de dudas que sabía de la malaria mucho más de lo que Cunningham pudo haberle enseñado.
-¿En serio? -dijo Urmila, frunciendo incrédula el ceño-. ¿Es posible que hubiera aprendido por sí sola algo de carácter tan técnico?
Murugan se encogió de hombros.
-Sabemos que han pasado cosas así. Acuérdate de Ramanujan, el matemático de Madrás que se dedicó a reinventar buena parte de la matemática moderna sólo porque nadie le había dicho que ya lo habían hecho. Y con Mangala no se trata de matemáticas, sino de microscopía, que en aquella época era una materia aún en estado artesanal. Un verdadero talento podía ir muy lejos por ese camino; la carrera de Ronnie Ross es una prueba palpable de ello. Con esa mujer se trata de algo más que talento; quizá haya que hablar de genio. También debes tener en cuenta que a ella no le estorbaba la clase de cosas que podrían frenar a alguien con una formación convencional: no tenía la cabeza atiborrada de estúpidas teorías, no tenía que escribir artículos ni elaborar pruebas estructuradas. A diferencia de Ross, no le hacía falta estudiar un manual de zoología para saber que el culex y el anofeles eran distintos: ella lo sabía igual que tú y yo conocemos la diferencia entre un dachshund y un doberman. A ella la tenían sin cuidado las clasificaciones formales. En realidad, ni siquiera le importaba la malaria. Por eso es probablemente por lo que se puso detrás de Ronnie Ross y empezó a empujarle hasta la línea de meta. Su trabajo aspiraba a algo completamente distinto, y empezó a creer que sólo haría su descubrimiento definitivo si hacía que Ronnie Ross lograra el suyo. Ella pensaba en cosas más importantes que el parásito de la malaria.
-¿En qué?
-En el cromosoma Calcuta.
Con una discreta tosecita, el camarero abrió la cortina y sirvió los platos en la mesa.
Urmila esperó a que se marchara.
-¿Qué es lo que acabas de decir?
-El cromosoma Calcuta -repitió Murugan-. Así llamo yo al objeto de su trabajo.
-Ahora sí que me he perdido -anunció Urmila-. He vivido aquí toda mi vida y nunca he oído hablar de eso que dices.
-¿Y quién sabe si lo oirás alguna vez? -se preguntó Murugan-. O yo. O si existe o ha existido alguna vez. En este preciso momento, todo son conjeturas por mi parte.
-Pero tendrás algo en que basar tus conjeturas.
Murugan no contestó.
-Continúa -le instó Urmila, casi rogándole-. Al fin y al cabo, los dos estamos metidos en esto. Tengo derecho a saber.
Murugan titubeó.
-¿Estás verdaderamente segura de que quieres saberlo?
Ella asintió con la cabeza.
-Vale, te contaré cómo empezó la cosa -dijo Murugan, de mala gana-. Por la carta de Farley, tuve la impresión de que en realidad Mangala estaba utilizando el microbio de la malaria como tratamiento para otra enfermedad.
-¿Qué enfermedad?
-Sífilis. O, para ser más precisos, paresia sifilítica: el último estadio paralítico de la sífilis. Por el relato de Farley, parece que había una red clandestina de gente convencida de que ella poseía un remedio. No olvides que hablamos de finales del siglo xix, mucho antes del descubrimiento de la penicilina. La sífilis no tenía tratamiento y era incurable: cada año morían millones de personas en todo el mundo. Los que iban a ver a Mangala quizá la considerasen una maga, una diosa o lo que fuese, no importa; los tratamientos médicos convencionales tampoco iban más allá de un abracadabra. Quedémonos con el viejo refrán de que cuando el río suena, agua lleva. Si una multitud creía que Mangala tenía un remedio, o un tratamiento de mediana eficacia, debía ser porque lograba cierta cantidad de curas. La gente no está loca: si venían de muy lejos para verla, debían pensar que les ofrecía alguna esperanza.
-¿Y cuál crees que era ese tratamiento? -preguntó Urmila.
-No son más que meras conjeturas, ¿de acuerdo? Pero si me apretaras las clavijas, diría que habría topado con alguna variante de un proceso que en 1927 le valió el Nobel a un individuo llamado Julius von Wagner-Jauregg. ¿No adivinas cuál era el tratamiento?
Urmila alzó la vista del plato.
-Sabes perfectamente que no tengo ni idea. ¿Cuál era?
Con la punta del dedo, Murugan picó la redondeada y crujiente superficie de su parotha de dhakai, arrancándole una voluta de humo.
-De acuerdo, te lo diré -dijo-. Lo que Wagner-Jauregg demostró era que la malaria inducida artificialmente muchas veces curaba, o al menos mitigaba, la paresia sifilítica. Lo que hacía era inyectar efectivamente sangre palúdica en el paciente haciendo una pequeña incisión. Era un proceso bastante tosco, pero lo raro era que daba resultado. En realidad, hasta que se inventaron los antibióticos el proceso Wagner-Jauregg era un tratamiento bastante normal: todos los hospitales importantes de enfermedades venéreas tenían su pequeña sala de incubación donde crecía un enjambre de anofeles. ¡Imagínate: los hospitales cultivando enfermedades! Pero, por otro lado, ¿que cosa más natural que combatir el fuego con el fuego? Podría decirse que es el mismo principio de las vacunas, pero lo que realmente hacen éstas es preparar al sistema inmunológico contra ellas mismas. Es el único caso conocido en que la medicina se sirve de una enfermedad para combatir otra.
»Hasta la fecha, nadie sabe cómo actuaba el tratamiento Wagner-Jauregg. No es que a nadie le quitara el sueño. Fue un escándalo científico y la medicina casi se sintió aliviada de volverle la espalda una vez que aparecieron los antibióticos. Al viejo Julius tampoco le importaba mucho cómo actuaba. Recuerda que no era biólogo: era médico clínico y psicólogo. Creía que el proceso actuaba subiendo la temperatura corporal del paciente. Al parecer no le preocupaba el hecho de que ninguna otra clase de fiebre tuviese el mismo efecto.
»Pero es bastante posible que la malaria influyera en la paresia por un camino diferente: el cerebro, por ejemplo. Uno de los efectos de la sífilis es que obstaculiza el flujo sanguíneo cerebral. La malaria también afecta al cerebro de diversas maneras. Por eso es por lo que la malaria falciparum también se llama malaria cerebral. Pero otras clases de malaria también tienen extraños efectos neuronales. Mucha gente que ha tenido malaria lo sabe: puede ser más alucinógena que cualquier droga que altere el estado de conciencia. Por eso los pueblos primitivos a veces consideraban el paludismo como una especie de posesión demoníaca.
»Y aparece Mangala: ella también ha dado con ese tratamiento, casi por la misma época que Herr Doktor. Pero Mangala le añadió una pequeña particularidad. Por lo que conocemos de su técnica, parece que trabajaba con una extraña variedad de malaria; es decir, mediante algún tosco método de cruces entre especies había creado una variedad que incluso podía cultivarse en palomas. Mi idea es que descubrió algún medio para traspasar el bacilo, de manera que la paloma pudiese utilizarse como un tubo de ensayo o como caldo de cultivo.
»Y ahora viene lo verdaderamente absurdo. Pero me arriesgaré a decir que, en mi opinión, sucedió que en algún momento del proceso Mangala empezó a notar que su tratamiento producía extraños efectos secundarios: unas raras alteraciones de la personalidad. Salvo que no eran alteraciones sino transferencias. Empezó a atar cabos y descubrió que lo que se traía realmente entre manos era el trasvase de un conjunto aleatorio de rasgos de la personalidad del donante al receptor de la malaria; a través de la paloma, naturalmente. Y una vez que lo comprendió, se fue dedicando cada vez más a aislar ese aspecto del tratamiento, con objeto de controlar la forma de actuar de tales transferencias.
-No estoy segura de entender -le interrumpió Urmila-. ¿Qué intentas decir exactamente?
-¿Qué quiero decir? Pues estoy diciendo lo siguiente: creo que Mangala topó con algo que ni ella ni Ronnie Ross ni ningún científico de la época podía haber definido. Como hipótesis, digamos que es un cromosoma: aunque el caso es que si se trata verdaderamente de un cromosoma sólo lo es por extensión, por así decir, por analogía. Porque hablamos de algo que es al típico conjunto mendeliano de veintitrés cromosomas lo que Ganesh es al panteón de los dioses; es decir, diferente, atípico, único, lo que constituye exactamente la razón por la cual elude las técnicas corrientes de investigación. Y por eso lo denomino así: el cromosoma Calcuta.
»Una de las razones por las cuales el cromosoma Calcuta no puede hallarse mediante métodos ordinarios es porque, a diferencia de los cromosomas normales, no está presente en todas las células. O si lo está, tiene una codificación tan sólida que no puede aislarse con nuestras técnicas actuales. Y la razón de que no esté presente en todas las células es que, a diferencia de los demás cromosomas, no está emparejado simétricamente. Y ello obedece a que no se divide en óvulos y esperma. ¿Y sabes por qué? Te lo diré: porque se trata de un cromosoma que no se transmite de generación en generación por reproducción sexual. Se crea mediante un proceso de recombinación y es propio de cada individuo. Por eso sólo se encuentra en determinadas clases de células: sencillamente, no aparece en el tejido regenerativo. Sólo existe en el tejido no regenerativo; es decir, en el cerebro.
»Permíteme exponerlo de la siguiente manera: si el cromosoma Calcuta existiese realmente, sólo alguien como Mangala, una persona que está completamente fuera de onda desde el punto de vista científico, sería capaz de encontrarlo; aun sin saber de qué se trataba ni cómo denominarlo. Porque lo que aquí tenemos es una manifestación biológica de los rasgos humanos que ni se hereda directamente del patrimonio genético ni se transmite al mismo. Es exactamente la clase de entidad que a un científico convencional le sería más difícil aceptar. Los biólogos reciben muchas presiones para adaptar sus hallazgos a la política: la derecha siempre está encima de ellos para que encuentren genes para todo, desde la pobreza al terrorismo, y así tener una coartada para castrar a los pobres o lanzar bombas nucleares en Oriente Medio. La izquierda estalla cada vez que oye hablar de manifestaciones biológicas de los rasgos humanos: todo es individuo y conciencia en ese extremo del espectro político.
»Pero si lo piensas bien, es lógico que determinadas clases de rasgos tengan un correlato biológico. Pero ¿quién dice que están determinados por la biología? Quizá sea al contrario: que dejen su huella en la biología. Quién sabe.
»Y el hecho de que esos correlatos biológicos no se transmitan por reproducción sexual no significa que no puedan transferirse entre individuos por otros medios. Y ahí es donde interviene Mangala. No olvides que ha empezado por el otro extremo, descubriendo por casualidad el proceso de transmisión en vez del cromosoma en sí; al fin y al cabo no sabía lo que era un cromosoma. En aquella época nadie lo sabía. Ten presente que fue la malaria lo que le condujo a ese descubrimiento. Recuerda que uno de los aspectos extraordinarios del bacilo de la malaria es su capacidad de “recortar y pegar” su ADN, a diferencia de cualquier animálculo que conozcamos aparte del tripanosoma. No olvides que ésa es una de las razones por las cuales ha sido tan difícil crear una vacuna contra la malaria. Porque lo que la bacteria de la malaria tiene de especial es que a medida que avanza en su ciclo vital va alterando su revestimiento de proteínas. De manera que cuando el sistema inmunológico empieza a reconocer la amenaza, el bacilo ya ha tenido tiempo de cambiarse de vestuario antes del siguiente acto.
»Lo que Mangala descubrió por azar quizá fuese simplemente esto: que debido a su capacidad recombinatoria, el bacilo de la malaria puede digerir efectivamente esa pizca de ADN dividiéndola y distribuyéndola de nuevo. Entonces, si vuelve a introducirse en un paciente con el flujo sanguíneo cerebral obstaculizado, quizá pueda retransmitir la información y practicar algunas reconexiones minúsculas en el sistema neuronal del anfitrión.
»Supongo que cuando dio con el proceso dejó todo lo demás para dedicarse a perfeccionarlo… en dos sentidos. Uno consistía en descubrir un medio para impedir el paso de la sífilis. Y el otro en intentar que el cromosoma se estabilizase durante el proceso de transferencia. Porque lo que ocurría hasta entonces era que el bacilo se fragmentaba de la forma más rara, y ella quería controlar los tipos de rasgos que iban a transmitirse.
»La idea que tengo es que hacia 1897 Mangala se encontraba en un callejón sin salida y había llegado a la conclusión de que las variedades existentes de malaria no le permitirían ir más lejos. Por eso necesitaba desesperadamente que Ronnie resolviera todo el problema y lo divulgase. Porque estaba enteramente convencida de que el vínculo entre el bacilo y la mente humana era tan estrecho que una vez que se descubriese su ciclo vital se producirían mutaciones espontáneas que le permitirían impulsar su trabajo en otras direcciones. Eso es lo que ella creía, me parece: que cada vez que llegaba a un punto muerto, el modo de avanzar consistía en provocar otra mutación.
Apartando su plato vacío, Urmila preguntó:
-¿Cómo?
-Tratando de dar a conocer ciertas cosas.
-¿Y lo consiguió?
Murugan sonrió.
-Me parece que vamos a averiguarlo.
-¿Cómo?
-Creo que este experimento trata precisamente, de eso.
-Pero ¿por qué de esta manera? ¿Por qué no…?
-¿Es que no lo entiendes? -la interrumpió Murugan-. Mangala no se ha metido en esto por fines científicos, sino porque cree que es una diosa. Lo que significa que pretende ser la persona que decida la marcha de las cosas. Desde su punto de vista, nosotros nunca podremos conocerla, ni entender sus motivos ni nada que se relacione con ella: el experimento no dará resultado a menos que sus razones permanezcan inescrutables para nosotros, tan incognoscibles como una enfermedad. Pero al mismo tiempo tiene que tratar de contarnos su propia historia: eso también forma parte del experimento.
-¿Por qué te refieres a ella como si aún viviese? -inquirió Urmila-. ¿Intentas sugerir que está viva? ¿Que de algún modo ha logrado…?
Murugan sonrió y preguntó a su vez:
-Bueno, ¿a ti qué te parece?
Urmila se cruzó de brazos, encogida por un súbito escalofrío.
-No sé qué pensar -contestó, cogiendo la cortina del reservado y abriéndola.
En cuanto miró al restaurante, todo pareció detenerse; era como si todos los comensales se hubiesen vuelto a mirarla -los demás clientes, los camareros, los desaliñados estudiantes de la mesa de al lado-, como si hubiesen estado esperando la ocasión de verle la cara.
Volvió a echar rápidamente la cortina.
-Pero ¿qué hay de Lutchman? -preguntó-. En lo que me has dicho, nada indica que existiera relación alguna entre Mangala y Lutchman. Y, a propósito, ¿quién era Lutchman? ¿Cuál es su historia?
-En eso me has pillado, Calcuta -dijo Murugan-. Me siguen faltando muchos datos al respecto. Sólo dispongo de algunos detalles aislados; ni principio, ni desarrollo ni tampoco desenlace.
-Dame ejemplos -le instó Urmila-. ¿Cuáles son esos detalles de que hablas?
-La carta de Farley es la fuente principal -explicó Murugan-. Farley dice que en el laboratorio de Cunningham trabajaba otro individuo. Parece de la misma edad de Lutchman y cuadra con su descripción general.
-Con eso no se puede ir muy lejos -observó Urmila.
-Es cierto -reconoció Murugan-, sólo que algunas referencias de la carta pueden sugerir que ese ayudante era el mismo que se presentó a la puerta de Ross el 25 de mayo de 1895.
-¿Como cuáles?
-Bueno, pues de otra fuente sabemos que Lutchman tenía cierto impedimento en los dedos; es decir, le faltaba el pulgar de la mano izquierda. Lo cual, según parece, no afectaba a su destreza manual. Probablemente era de nacimiento, porque aprovechaba el dedo índice para suplir las funciones del pulgar…
Algo se removió en la memoria de Urmila, un recuerdo lejano.
-¿Qué ocurre? -preguntó Murugan-. ¿Por qué arrugas el ceño?
-Me ha parecido recordar algo, pero no lo sitúo -contestó Urmila, mordiéndose el labio-. No importa, sigue. ¿Dice Farley algo sobre la mano del ayudante?
-Nada concreto. Pero en una frase dice: «era sorprendentemente hábil, dadas las circunstancias». O algo parecido. Yo creo que las «circunstancias» a que se refiere tienen algo que ver con la mano de ese individuo.
-¿Eso es todo? -dijo Urmila, decepcionada.
-Sólo otra cosa. Al final de la carta, Farley dice que el ayudante utiliza un nombre supuesto.
-Entonces, ¿cómo se llamaba de verdad?
-Ojalá lo supiera. Pero no lo sé. Farley no lo mencionaba en su carta. Se marchó de Calcuta el mismo día que la echó al correo. Lo vieron subir a un tren en la estación de Sealdah junto con un joven que respondía a la descripción del ayudante, que le llevaba el equipaje. También los vieron más tarde, bajándose del tren en una pequeña estación desierta. No se volvió a ver a Farley. Unos meses después, en mayo de 1895, «Lutchman» se presentó en el laboratorio de Ronald Ross en Secunderabad.
-Tal vez sea una simple coincidencia -apuntó Urmila.
-Puede ser -concedió Murugan-. Pero habría que explicar otra coincidencia.
-¿Cuál?
-Sencillamente que, por una fuente distinta, he comprobado que el nombre de Lutchman tampoco era un nombre auténtico.
-¿Y cómo se llamaba?
-Laakhan.
Urmila se llevó súbitamente las manos a la boca.
-Dime, rápido: ¿cómo se llamaba la estación donde vieron por última vez a Farley y al ayudante?
-Renupur.
Urmila miraba a Murugan sin decir palabra.
Murugan le cogió la mano, apretándosela.
-Eh, despierta -le dijo-. ¿Qué te ocurre?
-Me parece que puedo llenar una laguna de la historia -anunció ella.
-¿Cómo?
-Anoche acompañé a su casa a Sonali-di y me contó algo: un episodio que le había relatado su madre sobre un incidente que le acaeció a Phulboni hace muchos años.