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¡Gracias, Jupiter Optimus Maximus! Escuchad lo que aconteció durante la noche que pasé entregado al llanto. El torrente de lágrimas derramadas por Marco Tulio Cicerón parecía no querer concluir. Mis almohadas quedaron mojadas como las paredes de una tienda con el rocío de la mañana. ¡Cómo he llorado a este grande del Estado que halló tan miserable fin! ¡Cómo peno por él! En mi dolor se mezcló la ira por mi propia cobardía, por mi flaqueza e ingratitud. Jamás vertí lágrimas más ardientes. No pude conciliar el sueño y el zumbido en mis oídos sordos creció hasta semejarse al rumor de la resaca en los acantilados de Escila y Caribdis. Atormentado, metí los pulgares en mis orejas como si el insoportable fragor viniera de afuera. Yací horas enteras en la misma posición, entregado al llanto, hasta que el tenue arrebol de Aurora me envolvió en ligero sopor.
Un anciano necesita poco sueño y a mí me bastan tres horas, pero no había reposado ni la mitad de ese tiempo cuando desperté súbitamente: como si la marea se hubiera retirado de los espumosos escollos, como si hubiese amainado el temporal, no hubo sino silencio a mi alrededor, pero en medio del silencio escuché el gorjeo jubiloso de las aves de policromo plumaje que pueblan el Palatino. ¡Por Júpiter, había recuperado la audición! ¡Podía oír de nuevo!
Cogí por los hombros al pretoriano apostado frente a mi puerta, lo zamarreé y le ordené que me hablara a voz en cuello.
– ¿Qué debo decir, César? -preguntó el amedrentado guardián.
– Di lo que quieras – le contesté-. Todo me parecerá hermoso sólo con que penetre en mis oídos. El pretoriano carraspeó ceremonioso, como un candidato al participar en un certamen de poetas, y mientras yo acercaba un oído más que el otro a su boca, empezó a declamar la oda de Horacio: Solvitur acris hiems, que forma parte de la instrucción escolar de todo romano. Al principio, lo hizo en voz queda, vacilante, pero mis interjecciones lo animaron a recitar con voz plena y sonora. En un primer momento escuché con la alegría propia del niño que recibe un regalo inesperado, pero luego me uní a la estentórea declamación y al unísono concluimos los divinos versos:
Así recitamos a todo pulmón, yo y el pretoriano. Entonces, convencido de no ser ignominiosamente engañado por mis sentidos, corrí aprisa, tan aprisa como me lo permitió mi doliente osamenta por los interminables corredores del palacio, clamando una y otra vez Solvitur acris hiems! y, cual montañas, los muros devolvieron el eco.
La repetición de mi voz me embelesó como mi propia imagen reflejada en el espejo. Así es, por primera vez sentí complacencia por este órgano mío, aun cuando es expresión de mis pensamientos desde hace setenta y seis años.
¿Por qué, por Júpiter, no es sino la pérdida de las cosas lo que nos hace advertir su valor?
Detrás de todas las puertas que abrí intempestivamente y con voz jubilosa, no encontré sino perplejidad y asombro. Aquí y allá me saludaron compasivos en la creencia que el César, destinado a morir, había perdido la razón.
– ¡Creed lo que se os antoje! -les grité sin detenerme en mi carrera, seguido por una horda cada vez más numerosa-, pero escuchad la voz del César, así como yo la oigo por voluntad del amante de Pan.
De pronto me salió al paso Antonio Musa, a quien habían mandado llamar para asistirme. Ocultaba en el puño izquierdo una pequeña redoma.
– Aleja de mí amargas pócimas, Musa -exclamé-, pues la causa de mi alegría no es enfermedad alguna ni delirio, sino la recuperación de mi audición.
Para probar mi afirmación, Musa se cubrió la boca con la mano a fin de que yo no percibiera el movimiento de sus labios y me invitó a repetir: "Yo, emperador César Augusto, he recobrado mi audición por designio divino."
Repetí las palabras tal como llegaron a mis oídos, lo hice varias veces y Antonio Musa meneó la cabeza. -En verdad, César, en verdad eres divino -farfulló por fin. Sin embargo, me pareció percibir en sus palabras más desaliento que gozo.
Esto aconteció hoy, en los idus de junio, bajo el consulado de Sexto Pompeyo y Sexto Apuleyo.