172860.fb2 El eco de la memoria - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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Lo que estaba lleno no era mi nasa, sino mi memoria. Como la curruca zarcera, había olvidado que en la Bifurcación nunca sería más que de mañana.

Aldo Leopold,

Almanaque del Condado Arenoso

Regresan desde el Ártico. Ahora los tres miembros de la familia vuelan con muchos otros. A media mañana, cuando el aire calentado por el sol se alza en anchas columnas, las aves se elevan a varios centenares de metros por encima del suelo. Las bandadas flotantes se van engrosando, descienden a la siguiente corriente térmica hacia el sur, donde se elevan de nuevo. Llegan a alcanzar ochenta kilómetros por hora y recorren ochocientos al día con escaso batir de alas. De noche se deslizan a la superficie y se posan en extensiones de agua someras y abiertas que recuerdan de años anteriores. Navegan sobre campos cosechados, dinosaurios alados cuyos gritos parecen toques de clarín, un último gran recordatorio de la vida antes de que empezara a existir la conciencia.

La cría, ya con el plumaje totalmente desarrollado, sigue a sus padres de vuelta a un hogar del que debe aprender que ha partido. Tiene que ver el meandro una sola vez, memorizar sus hitos. Esta ruta es una tradición, un ritual que solo cambia ligeramente, transmitido a través de generaciones. Incluso retiene las pequeñas irregularidades (a la izquierda, bajando por ese valle, para seguir más allá de aquel afloramiento rocoso). Algo en su visión debe de cotejar los símbolos. Pero ninguna persona sabe cómo lo hacen y ninguna ave puede decirlo.

Aletean de nuevo sobre los estados occidentales. Cada día les regala un viento de cola. En la primera semana de octubre, la familia se posa en las praderas orientales de Colorado. En cuanto ha amanecido, cuando sobrevuelan a ras de los campos, en espera de que el suelo se caliente y el aire ascienda, el espacio alrededor de la cría de grulla estalla. Su padre ha sido alcanzado. Lo ve tendido en la tierra cercana. Los gritos de las aves llenan el aire estremecido, sus troncos encefálicos bombean pánico. También este caos deja un rastro permanente, que siempre será recordado: Se abre la veda.

Cuando, tras la efusión de sangre, vuelve la normalidad, la joven ave localiza a su madre. Oye su llamada, a menos de un kilómetro de distancia, donde traza círculos, traumatizada. Esperan dos días más, examinando el entorno, lanzando al unísono un espectro de lo que fue su grito. Nada puede informarles, no tienen manera de saber. No pueden hacer más que trazar círculos y gritar, esperando, una especie de religión, para que se presente el muerto. Pero no lo hace, y entonces solo existe el ayer, el año pasado, los sesenta millones de años anteriores, la misma ruta, el regreso ciego que se organiza por sí solo.

Ahora las grullas canadienses no se reúnen en Nebraska. No hay en el Platte ninguna gran puesta en escena otoñal. Las grullas solo se detienen brevemente, en pequeños grupos. La madre ceba a su cría y la saca adelante. La conduce a diez metros del lugar donde, el pasado febrero, ella y su pareja se acurrucaban, a unos metros del lugar donde la camioneta dio una vuelta de campana. La madre vadea las lisas aguas del río en otoño, esperando encontrar de nuevo a su pareja en los meandros, en el tiempo sin límites de los animales, el ahora permanente, el mapa cuyos bordes se pliegan sobre sí mismos.

Pero su pareja tampoco se encuentra en este lugar. Ella vuelve a ponerse nerviosa, recordando ese antiguo incidente, el trauma de la pasada primavera. Algo malo sucedió una vez aquí, tan ruidoso y mortífero como el nuevo y fatal agravio. Como una especie de pronóstico, ese granulado irritante en la mente de la grulla viuda es todo lo que queda de lo que sucedió aquella noche. Todos los relatos de los testigos presenciales han desaparecido en el presente de los animales. Nadie puede decir lo que un ave podría haber visto, lo que un ave podría recordar.

Su nerviosismo se transmite a la cría de este año. Una inquietud contagiosa la hace saltar. Patea el vacío circundante. Sus plumas primarias se extienden como dedos separados. Echa el cuello atrás y grita, helando el aire. Arroja hojas por encima del lomo arqueado, cubriéndose las alas. Y por primera de un millar de veces en su vida, danza. En la creciente oscuridad, otras especies podrían tomarlo por éxtasis.

* * *

Abandona la presunta terapia cognitiva. Debería haberlo hecho hace largo tiempo. No es posible que algo propuesto con tanto empeño por la copia de Karin redunde en su beneficio. No es más que un truco para distraer su atención, para hacerle pensar en todo excepto en lo que sucede a su alrededor. Una especie de lavado de cerebro para lograr que se tome en serio todas estas falsedades. Tan solo confía en que no le haya echado a perder para siempre.

La doctora Tower se planta. Ella casi le suplica: Pero si ni siquiera hemos terminado con la evaluación. Bien, él está dispuesto a darle una evaluación completa, si le interesa. Pero ella sigue insistiendo. ¿No quiere tener la satisfacción de saber que se ha hecho todo lo posible antes de…? Una actitud bastante penosa e interesada. Él le dice que busque ayuda profesional.

Pero Mark necesita hablar con alguien, una persona que pueda ayudarle a ordenar los hechos. Bonnie está descartada. De acuerdo, sigue siendo la niña de sus ojos. Llámesele amor o lo que sea. Pero la copia de Karin ha influido en ella, la ha cambiado, la ha convencido de que hay algo en él que no está bien. Incluso cuando aduce las pruebas acumuladas (su hermana desaparecida, la falsa casa prefabricada, que nadie admita haber escrito la nota, la nueva Karin liada con el viejo Daniel, el Daniel disfrazado que los sigue de un lado a otro, el adiestramiento de animales para que los vigile), ella replica que no está segura.

Podría preguntarles a Rupp y Cain. Podría haberlo hecho, mucho tiempo atrás, de no ser por esa pequeña semilla de duda. ¿Dónde estaban ellos, después de todo, la noche que volcó su camioneta? Él se ha contenido, en espera de una explicación que nunca llega del todo. Pero ahora se pregunta quién plantó esa semilla de duda. La copia de Karin, una vez más, que trató de hacerle a él lo que había logrado hacerle a Bonnie. Convencerle de que sus amigos son enemigos y viceversa. La teoría de los tres vehículos: todo idea de la impostora. Es absurdo pensar siquiera en ello.

Busca la ocasión de solicitar la ayuda de los dos chicos. La ocasión se presenta una fría tarde, cuando vienen para llevarlo a un vertedero de ardillas. Es una de las especialidades de Ruppie: durante todo el verano liquida ardillas grises en su jardín con una escopeta de perdigones, y las almacena en el frigorífico hasta que tiene suficientes para justificar una excursión fuera de la ciudad con objeto de librarse de ellas. Entonces los tres amigos se equipan con gemelos, una docena de latas de cerveza, salchichas y un saco que contiene los roedores descongelados, y se dirigen a una pequeña franja de pradera sin cultivar a lo largo del río South Loup. Forman una pequeña pirámide de ardillas a campo abierto, acampan a unos cien metros de distancia, y esperan a los zopilotes. A Rupp le encantan esas rapaces, podría pasarse el día entero contemplándolas. Cathartes aurea, exclama cuando empiezan a trazar círculos en el cielo. Ave, Cathartes aurea, como si los zopilotes fuesen seres bíblicos y las ardillas, la ofrenda sacrificada. Y, en efecto, la densa nube de esos pájaros tiene algo de bíblico.

Mark y Duane visten tejanos y sudaderas. Rupp lleva pantalones cortos y camiseta de media manga negra, para demostrar que es inmune a la congelación. Acampan y se relajan. La conversación gira en torno a mujeres deseables. ¿Queréis saber quién es una cachonda?, pregunta Cain. Esa Cokie Roberts.

Metro setenta y ocho, dice Rupp. Metro ochenta. Muy guapa, pero la sobreabundancia de ideas reduce el valor de la propiedad. ¿Y qué pasa con esa Christiane Amanpour? Quiero decir, ¿cuál es su punto de vista? ¿Es siquiera norteamericana o qué?

Hablan en código. Uno dice: ¿Sabes qué luciría muy bien alrededor del cuello de Britney? Y el otro responde: ¿Sus tobillos? Al cabo de un rato, este intercambio pone nervioso a Mark. Contempla el montón de ardillas. ¿Por qué matáis a estos bichos?, le pregunta a Rupp.

Porque ellos destrozan mis mejores y más lozanos tomates.

Tercia Duane para decir que ese es su trabajo. La misión de la rata de jardín vulgar y corriente es causar estragos en tus típicos tomates. ¿Sabíais que el tomate es un fruto?

Lo sospechaba desde hacía mucho tiempo, dice Rupp. La verdad es que no me importaría que los roedores se los comieran. Pero lo que les gusta es arrancarlos del tallo y jugar al polo. No puedes razonar con ellos, aparte de congelarlos.

Matar es un pecado, hombre.

Lo sé muy bien. Dos de tres otoños, he luchado con mi conciencia y vencido a esa cabrona.

Los tres permanecen ahí sentados, beben y fríen unas salchichas en la pequeña parrilla. Llegan los zopilotes y sus dos especies afines, para confraternizar durante una comida campestre.

Ah, el Día del Trabajo, dice Duane. Es adorable.

Rupp está de acuerdo. La vita no podría ser más dolce de lo que es en estos momentos. Un día así requiere un poco de poesía. Recítanos un poema, Cain, ¿quieres?

Preferiría hacer salir un pedo del culo de una vaca, responde Cain.

Rupp se encoge de hombros. En aquella colina hay un rebaño. Esta es tu América. No te prives.

Duane propone que hagan unas prácticas de tiro, pero Rupp le da una palmada en la cabeza. No se dispara contra la Cathartes aurea. Es un símbolo de nobleza. El mejor que tenemos. No dispararías contra el presidente, ¿verdad?

No, a menos que él lo hiciese primero. Y ya que estamos en ello: ¿tienes alguna noticia más de tu unidad? ¿Ordenes de movilización o lo que sea? Rupp se limita a reír, pero Duane insiste. Puede ocurrir en cualquier momento. Ya sabes que Estados Unidos irá a por todas antes de que finalice el año, y nadie se cruzará en su camino. Lo de Afganistán va a parecer un simple entrenamiento. Se acerca el gran momento. Equipo blindado. Vuelo directo desde Fort Riley a Riad. Vas a hacer la peregrinación a La Meca, muchacho. Un fin de semana al mes, ya lo verás.

Puede que no sea ahora, pero ocurrirá, dice Rupp. Tenemos que hacer algo. No podemos quedarnos sentados, consumiéndonos. Pero, una vez más, serán misiles de crucero contra camelleros. Personalmente, todo lo que he de hacer es mantener las ruedas engrasadas. En casa el Día de los Veteranos. Empuja el hombro de Duane: Vamos, tontaina. Únete a nosotros. No hay conocimiento sin sufrimiento.

¿Dejar que me disparen? Preferiría que unos fugados de Hastings me destrozaran el ano.

Alto ahí. ¿Quién dice que no puedas disfrutar de una cosa y la otra?

He recibido una carta de la Guardia Nacional, dice Mark.

¿Qué?, grita Rupp. Como si estuviera preocupado. ¿Qué decía?

Mark agita la mano por encima de su cabeza para alejar a los mosquitos. Tan solo una carta, amistosa y personal, dentro de un estilo digamos reglamentario. No era nada que requiriese una lectura detenida.

¿Cuándo la recibiste?, quiere saber Rupp, como si eso fuese importante.

¿Quién sabe? Hace algún tiempo. Eso es lo de menos. Son el puñetero ejército, tío. No parecía que tuvieran mucha prisa.

Pero Rupp está muy preocupado y no deja de fastidiarle. Echaremos un vistazo a esa carta en cuanto te llevemos a casa. Recuérdamelo.

Claro, claro. Pero tranquilízate un momento. Escucha. Es posible que el gobierno tenga otros planes para nosotros.

Esto llama la atención de los otros dos. Pero Mark ha de tomárselo con calma. El cuadro completo es un tanto difícil de comprender, y no quiere que le agobien. Empieza por aquello con lo que están familiarizados. Las sustituciones: la hermana, la perra, la casa. Luego la nota que, según cree ahora, le dio alguien que viajaba en la camioneta con él.

Eso es imposible, dicen al unísono sus dos amigos.

Él los mira con fijeza: Sé lo que vais a decir, que no había nadie en la camioneta conmigo. Nadie más en el vehículo siniestrado cuando llegaron los enfermeros. Bueno, pues se marchó. Informó del accidente.

Rupp sacude la cabeza, contra la que sostiene una cerveza fría. No, hombre, no. Si hubieras visto…

Duane se apresura a intervenir. Tío, tu camioneta parecía una buena res después de haber pasado por la maquinaria de despiece. Salió una foto en el periódico. Nadie pudo salir a pie de allí. Es un milagro que tú…

Mark Schluter se altera un poco. Vuelca la parrilla. Una brasa rueda y le produce una quemadura marrón en la puntera de una de sus zapatillas Check Taylor.

Vale, vale, dice Rupp. Supongámoslo. Como punto de partida para el debate. ¿Qué te hace pensar que ese tipo estaba…? ¿Quién era? ¿Qué hacía en tu camioneta?

Mark alza las manos. Relajaos. Volvamos al principio. Sé que estaba allí porque lo recuerdo.

Es como el momento, en una película de suspense, en que el tipo se mete la mano bajo la barbilla y se quita la máscara.

¿Lo recuerdas? ¿Quién…? ¿Qué estás diciendo?

Está bien: Mark no recuerda los detalles del hombre que hizo autostop, pero sí que habló con él. Con tanta claridad como la de esta conversación. Debía de haberlo recogido un poco antes, porque estaban en medio de una especie de juego de adivinanzas. Unas preguntas a las que el autostopista no respondía directamente, sino que daba pistas. Algo así como «caliente, caliente», «frío, frío». Adivina el secreto.

Rupp está alterado, cosa que no le sucede con frecuencia. Espera un momento, le dice. ¿Qué es lo que recuerdas con exactitud?

Pero los detalles no preocupan a Mark en este momento. Va en busca del rompecabezas completo, que es precisamente lo que todo el mundo quiere impedir que vea. Alguna clase de encubrimiento sistemático, para evitar que averigüe demasiado sobre aquello con lo que ha tropezado. Recapitulemos los hechos: pocos minutos después de que haya recogido a ese ángel autostopista en medio de ninguna parte y empiece esa sucesión de preguntas, sufre un accidente. Entonces, en el hospital, algo le sucede cuando está en la mesa de operaciones. Algo que le borra convenientemente el recuerdo. Y cuando por fin vuelve en sí, le han cambiado a su hermana, que podría ayudarle a recordar, y la han sustituido por una impostora que lo mantiene bajo vigilancia las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. Todo eso es demasiado para poder llamarlo coincidencia. Y entonces le colocan en una Farview paralela. Un experimento integral de internamiento, con Mark como mono de laboratorio.

¿Y qué pasa con nosotros?, quiere saber Duane. ¿Cómo es que no nos cambiaron? Parece ofendido. Dejado al margen.

¿No es evidente? Vosotros dos no sabéis nada.

Duane se enoja, pero Mark no tiene tiempo para explicar cada pequeño detalle. Ha de hacerles ver la importancia que debe de tener el asunto para que el gobierno invierta tanto dinero y reemplace una población entera.

Cielos, dice Duane, que empieza a comprender la magnitud del asunto. ¿Qué crees que se proponen?

Ese es el quid. Eso debe de ser lo que el autostopista insinuaba. Caliente, caliente. Frío, frío. Están utilizando este lugar para algún proyecto. O bien necesitan un sitio grande y deshabitado, o bien hay aquí algo concreto que necesitan… algo especial sobre la vida de por aquí.

Rupp suelta un bufido. ¿Algo especial? ¿La vida de por aquí?

Mark insiste. Pensad: algo tan cercano que ni siquiera lo vemos ya. Algo que hacemos nosotros y que nadie más hace.

Duane casi se atraganta con una bratwurst. Trigo. Envasado de carne. Aves migratorias.

Cielo santo, dice Mark. Las aves. ¿Cómo se nos puede haber pasado por alto? ¿No os acordáis? ¿Cuándo tuve el accidente?

Nadie dice nada, tan evidente es. Las pocas semanas del año en que el remoto lugar donde viven adquiere fama mundial.

Y ni siquiera os he hablado de la clave. Cuando iba de puerta en puerta con la nota, ¿sabéis? Había alguien… Alguien aparecía una y otra vez, aunque nunca exactamente…

Es como si Rupp ni siquiera le estuviese escuchando. Ni tan solo sigue el razonamiento. Se limita a preguntar: ¿Cómo sabes que es el gobierno?

Eso es exactamente lo que Mark está tratando de decirle. Durante semanas ha estado siguiéndole alguien que solo puede ser Daniel Riegel, el hombre de los pájaros. Además, el tipo se ha liado de la manera más oportuna con la falsa Karin. Y ya sabéis para quién trabaja, ¿verdad?

¿Daniel? ¿Danny Riegel? No trabaja para el gobierno, sino para el puñetero Refugio de las Grullas.

Que depende del gobierno… que obtiene la mayor parte de su Financiación de…

Bueno, creo que podría ser de veras una operación del gobierno, dice Cain. Pensándolo bien.

No estás en tus cabales. Rupp trata de reír, pero lo hace sin convicción.

Una organización pública, en cualquier caso, dice Duane. Una reserva pública.

No es pública. Es una fundación. Los fondos son privados…

Está claro que tiene alguna clase de afiliación estatal…

¿Queréis callaros un momento? Pasáis por alto lo esencial. Suponed que ese tipo al que recogí fuese un terrorista. Meses después… tratando de atacar algo realmente… norteamericano. Y suponed que el gobierno…

No recogiste a nadie, replica Rupp. No hubo ningún autostopista.

¿Cómo lo sabes? Me aseguraste que no habías estado allí.

Mark Schluter grita un poco. Rupp y Cain también. A decir verdad, es un tanto enervante. Todos guardan silencio durante un minuto, permanecen sentados y observan a los zopilotes que picotean el montón de ardillas. Pero en esencia la excursión ha terminado.

Deberíamos volver a tu casa, dice Rupp. Echar un vistazo a esa carta de la Guardia.

No hace falta que me hagas favores, replica Mark.

Pero recogen las cosas y suben al Chevrolet 454 del 88 de Rupp. Este se pone al volante, Duane se sienta a su lado y Mark se acomoda detrás, como en los viejos tiempos. Solo él está empezando a ver que se han terminado los viejos tiempos, si es que alguna vez los hubo. Rupp pone Hand Rolled, el nuevo compacto del grupo Cattle Call. Una canción titulada «Tengo amnesia desde hace tanto tiempo como puedo recordar». Parecen ansarinos castrados, la misma mierda que la banda toca desde que les dieron la libertad condicional. Pero Duane se pone nervioso y Rupp pulsa un botón para cambiar de tema, como si le azorase, lo cual hace que Mark desee retroceder y escuchar con más atención.

Están volviendo por la carretera 40 cuando, poco antes de la bifurcación de Odessa, un gran ciervo sale de un bosquecillo y cruza corriendo la calzada por delante de ellos. Va directamente al encuentro de la camioneta, un proyectil lanzado contra el capó. Ni siquiera hay tiempo para gritar. Pero justo en el momento en que el animal va a impactar contra ellos, Rupp vira bruscamente y el vehículo cruza la línea central y avanza un corto trecho por el carril contrario. El ciervo se detiene en la cuneta, desconcertado. Se esperaba tanto morir que no sabe cómo interpretar ese cambio de rumbo. Solo cuando el animal sale de su asombro y corre para desaparecer entre los árboles, los tres hombres se recobran.

La madre que lo parió.

Los dos amigos miran a Mark. Rupp le coge de la rodilla, Duane del hombro. ¿Estás bien, muchacho? Joder, ha ido de un pelo. Habría sido el fin.

Pero la verdad es que no ha ocurrido nada. El vehículo no ha recibido ni un arañazo, y el ciervo lo superará. No está seguro de por qué quieren que esté tan afectado.

Maldita sea, sigue farfullando Duane, descompuesto. Éramos hombres muertos. Hora de cobrar el seguro de vida. ¿Cómo diablos has hecho eso? Girar incluso antes de que viera al animal.

Rupp está temblando. Duane y Mark procuran no mirarle, pero es innegable. El hombre con aptitudes innatas para ser miembro de la Guardia Nacional, temblando como un paciente de Parkinson con zancos en medio de un terremoto. El ciervo ha tratado de matarnos, dice. Simula que es el mismo de antes, pero ellos lo ven ahora, ven cómo es en realidad. Creedme, ese maníaco ha intentado saltar a través del parabrisas. El jodido videojuego nos ha salvado la vida. Se mira las manos temblorosas. Si no me hubiera pasado cientos de horas jugando a ese videojuego, estaríamos hechos papilla.

Rupp vuelve a poner el vehículo en marcha y regresa al carril derecho. Cain aúlla como un coyote. No puede creer que haya tenido suerte, por una vez en la vida. Agita los puños en el aire. Joder, joder. Qué viaje. Golpea la guantera, que se abre. Saca un pequeño comunicador electrónico de color negro, un aparato que Mark ha visto antes. Duane se lo acerca a la cara y masculla como si fuese un poli. Eh, san Pedro, buen amigo. Cancela esas tres reservas que nos guardabas para esta noche, ¿quieres? Cabeza de cabra. *

Al oír las últimas palabras, Mark se yergue en el asiento trasero, se inclina hacia delante y trata de arrebatarle a Duane el comunicador. Dame eso. Pero la verdad es que no necesita examinarlo con detalle. Lo ha tenido antes en la mano. O uno exactamente igual.

Guárdalo, ordena Rupp. Cain revuelve el interior de la guantera, tratando de poner el comunicador fuera del alcance de Mark. Pero de ninguna manera va a quedar la cosa así.

Mark mueve su dedo índice extendido entre los dos, como una pistola. ¿Vosotros? ¿Estaba hablando con vosotros dos? ¿Vosotros erais el autostopista? No entiendo… ¿cómo voy a…?

Rupp la toma con Cain. Estúpido descerebrado. Conduce con una sola mano mientras trata de apoderarse del comunicador con la otra. En la refriega, logra hacerse con él. Lo arroja por la ventanilla, como si esa fuese la respuesta a todas las preguntas. Mira furibundo a Cain, dispuesto a matarlo. Zopenco inútil. ¿En qué estabas pensando?

¿Qué? Yo solo… ¿Qué? ¿Cómo iba a saberlo?

Me dijisteis que no estabais allí, les dice Mark. Me habéis mentido.

No estuvimos allí, replican al unísono. Rupp silencia a Cain con una mirada. Se vuelve hacia Mark, con una expresión de súplica. Tenías uno en tu camioneta. Nosotros solo… solo los compramos.

¿Ese era el juego? ¿Vuestra pequeña charla por walkie-talkie? ¿Ese eras tú? ¿Cabeza de cabra?

Tú te lo inventaste, hombre. Te hizo reír. Nosotros solo estábamos haciendo el rollo ese de hablar por radio, charlando a distancia, cuando tú…

Mark Schluter es una estatua. Pura arenisca. Vosotros también. Estáis metidos en esto. Ellos empiezan a hablar al mismo tiempo, tratando de explicarse, embrollando los hechos. Mark se tapa las orejas con las manos. Dejadme bajar. Parad este trasto. Dejadme aquí mismo.

Pero, Mark. No seas loco, hombre. Estamos a más de tres kilómetros de Farview.

Discuten, pero él no los escucha. Iré andando. Me bajo.

Se pone tan violento que finalmente han de acceder a que se apee. Pero durante un largo trecho la camioneta avanza a su lado, al paso, e intentan convencerle para que vuelva a subir. Como siempre, tratan de confundirle más, antes de que el Chevy parta con un airado chirrido.

* * *

La noche de la discusión en el restaurante no se tocaron. Al día siguiente se hablaron con amables y atentos monosílabos. Se desplazaban sigilosamente por la casa, haciéndose pequeños favores. Durante toda la semana siguiente Daniel se mostró retraído, paciente, leal, fingiendo que aún habitaban aquella soleada planicie, a salvo de su antigua pesadilla. Actuaba como si fuese ella la que había cometido un error, y él, abnegado, la perdonara. Ella se lo permitía y le alentaba, a pesar de que la enojaba. Tal era su forma de ser.

Con toda evidencia, Daniel no tenía ni idea de qué era lo mejor para él o lo que necesitaba. No ofrecía más que aquella irritante máscara de abnegación. Ella quería gritar: ve, prueba, saborea. Encuéntrate a ti mismo. Sé que no soy suficientemente buena, eso es lo que me dices con cada una de tus pacientes aceptaciones. Pero no le dijo nada. La verdad solo habría indignado a aquel hombre. Ella le comprendía ahora. San Daniel, que necesitaba ser superior al resto de la especie. Necesitaba probar que un ser humano podía ser mejor que el género humano, podía ser tan puro como un animal instintivo. Pero necesitaba la confirmación de Karin. Algo en ella la predisponía a conceder que él podía ser un hombre tan bueno como cualquiera que hubiera tenido ocasión de conocer en este mundo. Le gustaba la triste insistencia de él en que toda herida podía curarse. Pero la duda de su mirada, la vaga decepción que reflejaban sus ojos, aquella búsqueda constante de algo más válido y brillante… Virtuoso, sacrificado, resignado: y asfixiándola lentamente.

La más ligera insinuación de que Daniel pudiera ser tan frágil como cualquier hijo de vecino le hacía entrar en barrena. Presa de pánico, se esforzaba por complacerla, cuidaba de su relación como si corriera el peligro de perderla. Limpiaba y cocinaba, despilfarraba en exquisiteces: colmenillas y macadamia. Él descubrió sus artículos sobre el síndrome de Fregoli y le consintió todos sus temores. Por la noche, le masajeaba la espalda con linimento, y acabó por hacerlo casi con tanta fuerza como ella le pedía.

Hacía el amor con él, imaginándose la mujer que él estaba imaginando. Luego la embargaba un frenesí de ternura, un esfuerzo desesperado por contenerse y arreglar su deteriorada situación.

– Daniel -le susurró al oído en la oscuridad-. Danny… Tal vez deberíamos pensar en algo pequeño, algo nuevo, algo que sea un poco de los dos.

Le tocó la boca y un estrecho haz de luz lunar le permitió ver que él sonreía. Dispuesto a ir casi a cualquier parte donde ella le necesitara. No puso ninguna objeción, pero un músculo diminuto en el labio superior planteaba una negativa, le decía: Hijos no. Basta de seres humanos. Ya ves lo que hacen.

Por fin Karin comprendió lo que él pensaba acerca de sus posibilidades como madre. Vio cómo la imaginaba realmente en el fondo.

Aquel fin de semana, Mark le dijo que abandonaba la terapia. La noticia desconcertó a Karin. Se sintió como cuando tenía ocho años, cuando Cappy Schluter sufrió su primera bancarrota y llegaron los representantes de la entidad propietaria de la vivienda para subastar los muebles de la sala de estar. Su última esperanza de rehabilitar a Mark se había desvanecido. Le suplicó, tan exhausta por la falta prolongada de sueño que llegó a llorar. Sus lágrimas sorprendieron a Mark, pero finalmente sacudió la cabeza.

– ¿Esto es salud mental? ¿Qué es lo que andamos buscando con esto? Esto no es para mí, amiga. Lo último que deseo es tener una salud tan buena.

Ella se dirigió a Dedham Glen, pues quería consultar el asunto a Barbara. Habían transcurrido meses desde que Mark estuvo ingresado allí, pero Karin había esperado a medias verlo avanzar arrastrando los pies por el pasillo y que la regañara. Se sentó en el sofá de plástico, frente al mostrador de recepción, y se arregló el pelo con nerviosismo mientras esperaba a Barbara. Cuando esta llegó, su expresión reveló lo contrariada que estaba por la emboscada. Siempre le había dicho a Karin que fuese a verla por cualquier cosa que necesitara. Tal vez le hubiera mentido. Pero se repuso enseguida y sus labios trazaron una sonrisa animosa.

– ¿Qué tal, amiga mía? ¿Va todo bien?

Tomaron asiento para charlar en la sala de la televisión comunitaria, rodeados de pacientes aturdidos e incontinentes.

– No soy abogada -le dijo Barbara-. Sería una locura que te asesorase. Creo que, si quisieras, podrías presionar para que tomen una decisión. Ahora eres su tutora legal, ¿no es cierto? Pero ¿de qué te serviría eso? No es probable que la terapia forzada ayude. Tan solo convencería a Mark de que le estás persiguiendo.

– A lo mejor es verdad que le estoy persiguiendo, por el simple hecho de no ser quien él cree que soy. Todo cuanto hago no hace más que empeorar su estado.

Barbara cubrió la mano de Karin con la suya. Su contacto la tranquilizaba más que el de Daniel. No obstante, incluso la solicitud de Barbara contenía un consejo.

– A veces debe dar esa sensación.

– Siempre la da. ¿Cómo puedo saber lo que sería correcto hacer si no puedo confiar en mis sensaciones?

– ¿Has escrito a Gerald Weber? Eso sería lo correcto.

Karin sintió el impulso de confiarse por completo a ella, de decirle a Barbara la sencilla y justificable verdad de que jamás se había sentido tan impotente en toda su vida. Pero ahora ella sabía lo suficiente sobre los cerebros humanos, dañados o no, para que no se le ocurriera hacer algo así. Necesitaba una mujer, alguien que la ratificara, que le recordara el valor del afecto espontáneo, que la salvara del interminable rechazo masculino. Un encaprichamiento juvenil. No, algo más: ella sentía un profundo afecto por Barbara, por cuanto había hecho por ellos. Pero la primera de sus palabras alejaría a la mujer. Adoptó un tono de pura invitación que la sorprendió incluso a ella.

– ¿Tienes hijos, Barbara?

Preparada, si la otra mujer la rechazaba, a negar todo intento de intimidad.

– No -respondió, sin revelar nada.

– Pero ¿estás casada?

Esta vez, «no» significó «ya no». Karin notó un pequeño vuelco en su interior, como si aún pudiera ser capaz de darle a aquella mujer algo a cambio. Pero no estaba segura de qué preguntas le consentiría.

– ¿Estás sola?

El impulso de responder «¿Alguien no lo está?» afloró al rostro de la mujer antes de que pudiera reprimirlo. Sus facciones se suavizaron.

– La verdad es que no. Tengo esto. -Se encogió de hombros, las palmas hacia arriba abarcando la sala de la televisión-. Tengo mi trabajo.

Karin no pudo contenerse y soltó un bufido. Tenía que hacerle la pregunta que deseaba plantearle desde hacía tiempo.

– ¿Qué obtienes de este sitio?

Barbara sonrió. A su lado, la Mona Lisa habría parecido una bronca participante en un programa de testimonios.

– Conexión, solidez, mis… amigos. Continuamente renovados.

Sus ojos decían «Mark». Karin cayó en la cuenta de algo ilícito, dispuesta a sospechar incluso de la caridad cristiana. Si Barbara hubiera sido un hombre, la policía habría examinado la situación desde todos los ángulos. Mark su… ¿amigo? ¿Relación con aquellos pacientes, atrapados en unos cuerpos que se desmoronaban, personas incapaces de sostener una cuchara o recogerla del suelo si se caía? Un duro pensamiento desembocaba en otro, y ella iba sumiéndose en el rencor. Rencor porque aquella mujer no le daba la décima parte de lo que le daba a un hombre con una lesión cerebral quince años más joven que ella. La idea le hizo cerrar los ojos con fuerza y torcer el rostro. El rencor: nombre familiar de la necesidad. ¿No podía ver aquella mujer lo íntimas que eran las dos?

– Dime, Barbara… ¿Cómo lo haces? ¿Cómo te mantienes leal cuando todo el mundo es tan…?

Iba a perder el dominio de sí misma e indignar a la mujer. Miró a la auxiliar, tratando de no rogarle.

Pero el rostro de Barbara solo mostraba sorpresa. Abrió la boca para expresar su rechazo.

– No soy la única… -No abatida, no golpeada, ninguna lesión-. No soy yo…

¿Era realmente posible que alguien llegara a dominarse de esa manera? ¿Cómo había alcanzado esa madurez? ¿Cómo había sido ella a la edad de Karin? Los interrogantes se amontonaban, y ninguno de ellos era permisible. La conversación llegó a un punto muerto. Barbara se estaba poniendo nerviosa y necesitaba volver al trabajo. Karin tenía la sensación de que aquella podría ser la última vez que tuvieran una conversación similar. Antes de marcharse, abrazó a Barbara, pero, fuera cual fuese la «conexión» entre ambas, no se reflejó en el abrazo.

Aquella noche, cuando Daniel volvió a casa, ella estaba sentada encima de sus tres maletas hechas, a metro y medio del sendero de acceso. Llevaba media hora sentada allí. Se había propuesto marcharse mucho antes de que él volviera del trabajo. Sin embargo, allí estaba, acampada a menos de diez metros de su coche aparcado, incapaz de moverse en una u otra dirección. Daniel saltó de la bicicleta, pensando que estaba herida. Pero a pocos metros de llegar a donde ella se encontraba, lo comprendió todo.

Evidenció una implacable nobleza, a pesar de que ella le abandonaba. Todas las preguntas que él no le formulaba («¿Por qué haces esto?», «¿Estás segura de que es esto lo que quieres?», «¿Qué me dices de Mark?», «¿Y de mí?») ardían en su interior mientras permanecía allí sentada, paralizada. Ni siquiera trató de hacer que se sintiera culpable, hablándole o acariciándola. No le dijo nada durante mucho rato, y se limitó a estar a unos pasos de ella, asimilando la situación, pensando. Buscaba en sus ojos, intentando determinar lo que necesitaba de él. Pero ella no podía sostener su mirada. Cuando por fin le habló, en su tono apenas había rastro de acusación. Una pura preocupación práctica por ella: exactamente lo que Karin no podía soportar.

– Pero ¿adónde irás? Todas tus pertenencias están almacenadas. Acabas de vender tu casa.

Ella replicó lo que había ensayado mentalmente durante semanas.

– Estoy destrozada. No puedo seguir haciendo esto. Por cada pequeña ayuda que le presto, lo hiero de tres maneras distintas. Verme lo empeora. Quiere que me vaya. Estoy cansada, destrozada, soy un engorro para ti, la cabeza me da vueltas y llevo mes y medio sin dormir bien. Él me hace pensar que soy invisible, un virus, nada. Me estoy desmoronando, Danny. Me siento aturdida y temblorosa, como si continuamente me corretearan arañitas por la piel. Estoy hecha un desastre, doy asco. No debes. No puedes, no tienes ningún derecho a…

Él le puso una mano en el hombro para calmarla. No le dijo: «Lo sé». Solo asintió.

Algo parecido a la excitación impulsaba a Karin.

– No cerrarán el piso hasta dentro de diez días. Puedo alojarme allí. Será muy sencillo… solo lo imprescindible. Puedo usar el dinero de la venta para alquilar un apartamento. Puedo volver al trabajo y empezar a reembolsarte todo lo que has pagado, todos estos…

Él la hizo callar. Dirigió una rápida mirada por encima del hombro a la hilera de ventanales, a través de los cuales los vecinos miraban aquella pieza de teatro callejero en la noche de septiembre. Ahora, encima de todo lo demás, ella hacía una escena y le avergonzaba. Se levantó bruscamente y cogió una de las maletas para arrastrarla hasta el coche. La repentina rapidez le hizo perder el equilibrio y cayó sobre él. Daniel la afianzó sujetándola por los hombros. Se inclinó para coger la maleta.

– Déjame que te ayude.

Su estúpida y burda compasión hizo que Karin perdiera los estribos. Se apartó de él, se llevó ambos puños a la mandíbula y empezó a respirar rápida y profundamente. Él se le acercó, para darle todo el consuelo que pudiera, y ella lo rechazó con ambas manos.

– Déjame en paz. No me toques. Estas lágrimas no son reales. ¿No te das cuenta todavía? No soy ella. Soy solo una simulación. Algo que has creado en tu cabeza.

No podía comprender sus propias palabras, húmedas y correosas. Un temor vívido cruzó por su mente: estaba sufriendo aquello sobre lo que ella y Mark tanto especulaban en el terror de la infancia: una crisis nerviosa.

Pero su furia cesó con la misma rapidez, y Karin permaneció en el bordillo, tranquilizada. De algún modo debía de haberlo sabido desde el principio: actuar como lo acababa de hacer sería siempre lo único que estaría a su alcance, jamás podría ir más allá. Si se marchaba, le daría la razón a Daniel. La despojaría de cualquier explicación que pudiera dar de sí misma. La embargó una gran curiosidad, una impaciencia por saber aquello en lo que aún podría convertirse si se quedaba allí. Quién podría llegar a ser todavía si ya no podía ser la otra. Se sentó en la maleta volcada, y Daniel lo hizo en el césped, a su lado, ahora indiferente a lo que cualquier otra persona viera o pensara de ellos.

– No puedo marcharme todavía -le anunció-. Me había olvidado. La nota del doctor Weber. Volverá la próxima semana.

– Sí -respondió Daniel-. Es cierto.

No hizo ni siquiera amago de alentarla a seguir. E incluso eso, de una manera que ella no podía nombrar, era un pequeño alivio. Se sentaron juntos en la maleta llena de ropa hasta que los primeros goterones de una escasa lluvia otoñal empezaron a caer a su alrededor. Entonces él la ayudó a entrar el equipaje en la casa.

Al día siguiente, Karin vio a Karsh. Este caminaba por Central, delante de su oficina, un trecho que ella había evitado durante meses. La mañana era espléndida, uno de esos días de otoño cristalinos, secos, azules, en que la temperatura ronda casi a la perfección las previsiones. Karin sabía que acabaría yendo allí, lo sabía desde que Daniel pronunció aquellas palabras durante su desastrosa cena. Casi como si la provocara a atreverse, sacando a la luz el asunto sin terminar. Nuevo consorcio de promotores. «Trapicheros locales.» ¿No sabrás por casualidad si…? Pues no, ella no sabía. No sabía absolutamente nada de nadie.

Pero había ciertas cosas que podía descubrir acerca de sí misma. Deambuló por las calles de delante del edificio de Platteland, fingiendo mirar aquellos pocos escaparates de tiendas (suministros médicos, Ejército de Salvación, libros usados) que aún no habían desaparecido desde la llegada del Wal-Mart. Él saldría a almorzar a las doce menos diez y se dirigiría al café Home Style. Cuatro años no habrían cambiado nada. Robert Karsh era el hábito personificado. «Una mente de primera clase sabe lo que quiere.» Todo lo demás era caos.

Salió de la oficina con dos colegas. Vestía una impecable chaqueta gris, corbata de color burdeos y pantalones negros Brooks: un hombre de negocios con sobrecompensación psicológica, que fingía que Kearney sería la próxima Denver. Karin se volvió para inspeccionar el escaparate de un cerrajero, un carrusel de llaves sin tallar. Él la vio a dos manzanas de distancia. Ella se llevó una mano al cabello, y la dejó caer al instante. Él hizo a sus acompañantes un vago saludo con la mano de «nos vemos luego». Entonces estuvo ante ella, sin tocarla, pero absorbiéndola con la mirada, consumiéndola de nuevo. Un turista de los tiempos en que viajar era todavía duro.

– Tú -le dijo, con la voz un poco más profunda-. Eres tú. No puedo creer que seas tú.

Por primera vez en meses, ella se reconoció a sí misma. Los seis últimos meses le quitaron la presa de su garganta. Sus hombros cayeron. Alzó la cabeza.

– Créelo -le dijo, su voz como la de la misma recepcionista de Dios.

Él crispó el rostro mientras movía las manos.

– ¿Qué te has hecho? -El corte de pelo: la única variación destinada a hacer creer a Mark que era ella-. Diablos, estás asombrosa. Como si hubieras vuelto a la etapa virginal, como si volvieras a estar en la universidad.

Ella frunció el ceño, procurando no reírse.

– Querrás decir el instituto.

– Claro, lo que he dicho. ¿Has perdido peso?

Cierta vez la había llamado anoréxica fracasada.

Ella casi adoptaba una pose, saboreando la venganza.

– ¿Cómo están tus hijos? -Casi podía actuar así. Capaz, pragmática-. ¿Y tu mujer?

Él sonrió y se pasó los dedos por el cabello.

– ¡Bien, bien! Bueno… es una larga historia.

Su corazón, ese estúpido vestigio, daba vueltas como una paloma en una caja de Skinner. * Cierta vez le había comprado a aquel hombre un libro titulado Cómo fugarse, incluso mientras buscaba vestidos de boda. Por lo menos se había limitado a los colores albaricoque y melocotón.

Él seguía mirándola, sacudiendo la cabeza con incredulidad.

– ¿Cómo… está tu hermano?

– ¿Mark? -respondió ella.

Esperaba de él que se disculpara. No en vano llevaba mucho tiempo viviendo con Daniel.

– Sí. Leí acerca de él en el Hub. Una pesadilla.

Con una notable economía de palabras, se dirigieron al banco ante el monumento conmemorativo de la guerra. Karsh se sentó a su lado, en plena luz del día, en el centro de la ciudad. Prescindía por completo de la cautela. Le preguntó una y otra vez si quería algo, un bocadillo, tal vez algo más elaborado. Ella respondió a todo con gestos negativos. «Come tú», le dijo. Habría de transcurrir algún tiempo antes de que ella pudiera comer de nuevo. Rechazó la idea de alimentarse, insistiendo en que aquello era más importante que la nutrición. Él le pidió detalles de Mark y se mantuvo callado durante un rato sorprendentemente largo, en comparación con lo que habría hecho el Robert Karsh de cuatro años atrás. Sacudía la cabeza y decía cosas como La dimensión desconocida o La invasión de los ultracuerpos. Burdo, de poco tacto, trivial, pero unas palabras que procuraban a Karin una sensación de hogar.

Ella se lo contó todo con la facilidad con que respiraba, haciendo que su crisis nerviosa pareciera casi cómica.

– Solo he vivido para él en los últimos seis meses, pero él ha llegado a la conclusión de que nunca volveré a ser yo misma. ¿Y después de medio año…? Tiene razón.

– Vamos, mujer, sigues siendo tú misma, permíteme que te lo diga. Unas pocas arrugas nuevas, tal vez.

El lema de Robert: «El gilipollas de la verdad». Cuanto más brutalmente sincero, tanto mejor. Decuplicaba el conocimiento de sí mismo que tenía Daniel. Casi siempre le había encantado admitirlo ante todas las mujeres a las que codiciaba. «Soy un hombre, Conejita. Estamos programados para mirar. Todo aquello que merece la pena mirar.» La verdad brutal era el motivo de que ahora estuviera sentada junto a él, en el centro de la ciudad, ante el monumento conmemorativo de la guerra, a la vista de todo el mundo.

Su voz la dejó helada: el sonido del tiempo que comenzaba de nuevo. Su cabello, ahora con una capa de escarcha muy tenue, le cubría las orejas. La camisa estaba tensa por encima del cinturón, en lugar de abombada. Por lo demás no había cambiado: un hermano Baldwin olvidado, ligeramente fofo, la cara un poco demasiado ancha para ser actor de cine y, por lo tanto, separado del resto del clan. Algo incomodaba a Karin, alguna pequeña diferencia. Tal vez solo fuese su manera de caminar. Se había vuelto un poco más lento, más abierto y apacible. Su acidez había sido neutralizada en parte. Mostraba menos labia, era menos agresivo, menos satisfecho de sí mismo. Cualquiera podía ser cualquier cosa, durante una hora.

La tomó del codo, como si fuese ciega y él le ayudara a cruzar la calle. Ella no lo apartó.

– ¿Por qué has tardado tanto?

El temblor en su voz la sorprendió.

– ¿Qué quieres decir?

– Has tardado en venir a verme.

– No he venido a verte, Robert. Estaba paseando por el centro. Eres tú quien me ha encontrado.

Él sonrió, lleno de simpatía por su mentira transparente.

– Me llamaste la primavera pasada.

– ¿Yo? No lo creo.

Entonces recordó la maldición del identificador de llamadas.

– Bueno, era el número de tu hermano, pero aún estaba en el hospital. -Su sonrisa era más burlona que sádica-. En fin, supuse que eras tú.

Ella cerró los ojos.

– Se puso tu hija. ¿Ashley? Me di cuenta nada más oírla… Lo siento. Un error estúpido.

Recordó las palabras de su madre la víspera de su muerte: «Ni siquiera los ratones caen dos veces en la misma trampa».

– Bueno -dijo él-. He visto crímenes peores contra la humanidad.

Se sacó una pequeña agenda negra del bolsillo de la chaqueta y pasó las páginas hasta llegar a la primavera. Le mostró la nota, en su caligrafía gélida y pulcra: «Ha telefoneado Conejita». El apodo cariñoso que le daba su hermano cuando eran pequeños. La palabra que nunca debería haber revelado a Karsh. El apodo con el que no había creído que nadie volviera a llamarla jamás.

– Ojalá no hubieras colgado. Podría haberte sido de ayuda.

No era un sentimiento que el Robert Karsh de antes hubiera sido capaz de fingir. Su encuentro podría haber finalizado así, sin que ella volviera a verle de nuevo y, de todos modos, sintiéndose justificada, mil veces mejor consigo misma de lo que él le había hecho sentir al final de su relación.

– Ahora estás siendo de ayuda -comentó.

Robert enfocó de nuevo la conversación en torno a Mark. Los síntomas le fascinaban, el pronóstico le deprimía y la reacción de los médicos le indignaba.

– Cuando vuelva ese médico escritor, házmelo saber. Me gustaría someterle a algunas pruebas.

Karin no le habló a Karsh de Barbara. No quería que se conocieran, ni siquiera en la imaginación.

– Háblame de ti -le pidió-. ¿Qué has estado haciendo?

Él abarcó con un gesto de la mano los edificios circundantes.

– ¡Todo esto! ¿Cuándo viniste por última vez? La ciudad debe de parecerte muy cambiada.

La ciudad parecía Brigadoon. La tierra de la que el tiempo se olvidó. Karin soltó una risita ahogada.

– Creía que nada había cambiado desde los tiempos Roosevelt. Teddy.

Él hizo una mueca, como si le hubiera dado un rodillazo.

– Estás de broma, ¿verdad? -Miró a su alrededor, a tres puntos cardinales, como si él mismo pudiera estar sufriendo alucinaciones-. La ciudad de Nebraska que ha crecido con más rapidez, aparte de la capital. ¡Tal vez de todas las Llanuras orientales!

Ella sofocó la risa con pequeños hipidos.

– Lo siento, de veras… He reparado en algunas cosas nuevas… Sobre todo cerca de la autopista interestatal.

– No puedo creerte. Este lugar está viviendo un renacimiento. Por todas partes hay mejoras.

– Se está acercando a la perfección, Bob.

Pronunció sin querer el diminutivo que se había jurado no utilizar de nuevo jamás.

El pareció dispuesto a emprender un ataque frontal, como en los viejos tiempos, pero se pasó los nudillos por el pelo, un poco avergonzado.

– ¿Sabes, Conejita? Tenías razón respecto a mí. Hemos construido un montón de mierda. Nada de calidad inferior, pero de todos modos… Muchas galerías comerciales y complejos de apartamentos de hormigón ligero, por los que te tendré que pagar cuando llegue el día del Juicio. Por suerte, el próximo vendaval se llevará todo eso. -Tarareó una aguda versión de la música del tornado de El mago de Oz, y ella se echó a reír sin querer-. Pero ahora hemos cambiado. Tenemos dos nuevos socios y somos mucho más ambiciosos.

– La ambición nunca ha sido un problema para ti, Robert.

– No, me refiero a la buena ambición. ¡Estuvimos involucrados en el proyecto de la Arcada!

A ella le entraron nuevos hipidos. Pero el entusiasmo de niño explorador de Robert la asombraba. Era inconcebible que alguna vez hubiera temido a aquel hombre. Simplemente se había equivocado con él, nunca había comprendido lo que buscaba realmente.

– Tardé algún tiempo en comprenderlo, pero es preciso reconocer que la buena conciencia vende. Solo tienes que enseñar a la gente a reconocer qué es lo que más le conviene. Logramos encargarnos de la planta recicladora de papel. ¿La has visto? Yo la llamo Mea Pulpa…

Ella le preguntó por los nuevos proyectos. En cuanto hubo plena confianza entre ambos, le sondeó. ¿Algo grande y nuevo cerca de Farview? La franqueza era lo mejor con Robert. Él no trató de ocultar nada; nunca lo había hecho. Se quedó pensativo ante la pregunta, su sorpresa amenazando con convertirse en deseo.

– ¿Dónde diablos has oído hablar de eso? ¡Te estás refiriendo a una operación comercial de alto secreto!

– Esta es una ciudad pequeña.

¿Por qué se había pasado su vida adulta tratando de abandonarla? ¿Por qué nunca lo había conseguido?

Él quería averiguar cuánto sabía, pero se negó a interrogarla. Se limitó a mirarla, con una mirada tan íntima como un brazo alrededor de su cintura.

– Espera un momento. ¿No habrás hablado de nuevo con el Druida? ¿Cómo anda estos días el mundo del sagrado ecoterrorismo?

– No seas malicioso, Bob.

Él sonrió.

– Tienes razón. En cualquier caso, ahora él y yo estamos prácticamente en el mismo negocio. Construyendo un futuro mejor. Cada uno según sus capacidades.

Ella le miró, indignada y, al mismo tiempo, encantada. Las cuatro manzanas del centro que ella podía ver habían revivido de alguna manera. Tal vez Kearney estaba resucitando de veras, volvía a sus días gloriosos de un siglo atrás, cuando los optimistas ciudadanos de la Edad Dorada hacían presión para trasladar la capital desde Washington a su milagrosa ciudad en el centro de la nación. Aquella burbuja estalló con tal violencia que Kearney tardó un siglo en recuperarse. Pero al oír a Karsh hablando de banda ancha, red de acceso, satélites de comunicaciones y radio digital, se diría que la geografía había muerto y la imaginación era una vez más el único límite al crecimiento.

Llevaban media hora juntos, y ella ya pensaba como él. Señaló un banco renovado al otro lado de la calle, con amplios movimientos del brazo, como la ayudante de un mago o una actriz que vendiera electrodomésticos en la teletienda.

– ¿Eres el responsable de ese edificio?

– Tal vez. -Se restregó la ancha cara de Baldwin, divertido por su propio fervor-. Pero esta nueva… construcción es algo diferente. Esta es una cosa buena, Karin.

– Y grande -dijo ella en tono neutro.

– No sé lo que has oído decir, pero este es un proyecto hermoso. Siempre he querido hacer por lo menos una cosa en mi vida que te hiciera sentirte orgullosa de mí.

Ella se volvió para mirarle. Las palabras de Robert habían salido de ninguna parte, de la misma cabeza de Karin, tan absolutamente inmerecidas que ella se sintió desgarrada. Siempre había soñado con que bastarían unos pocos años de ausencia para gustarle más a Robert. Se estabilizó con un brazo, aspiró aire y se apretó un ojo con la otra palma. Se estaba exponiendo demasiado: tenía que parar. Él le puso la mano en el cuello, y medio año de muerte en vida desapareció. En plena luz del día, sin preocuparse de si los veían. El Robert Karsh de antes nunca habría hecho eso.

Permanecieron sentados e inmóviles hasta que cesaron las lágrimas de Karin y él retiró la mano.

– Te echo de menos, Conejita. Añoro la época en que estábamos juntos.

Ella no replicó. Él musitó que tal vez podrían verse el próximo martes y pasar un rato en las afueras de la ciudad. Ella asintió, su rostro temblando ligeramente, como una espiga de trigo en un día sin viento.

Que se sintiera orgullosa de él. Nadie en la tierra era quien creías que era. Dominó el temblor de la cara, mirando con fijeza la calle a su izquierda. La ciudad debe de parecerte bastante diferente. Se volvió hacia él, dispuesta a dirigirle una mirada firme y sardónica. Pero él observaba a un grupo de administrativos veinteañeros, tres de ellos mujeres, que se dirigían al Edificio Municipal después de su hora de asueto.

– Supongo que has de volver al trabajo -le dijo. Él se volvió, sonriente, y sacudió la juvenil cabeza. A ella volvió a latirle el corazón con más fuerza-. Anda, vete -le dijo en un tono ligero, desenfadado-. Debes de estar hambriento.

– Ya comeré cualquier cosa. -Ella agitó la mano, en un gesto de despedida, de bendición. Él necesitaba algo más-. ¿El martes?

Karin se limitó a mirarle, con una tensión casi imperceptible alrededor de los ojos: ¿Tú qué crees?

Aquella noche no le dijo nada a Daniel. No era un verdadero engaño. Decírselo, invitarle a una conclusión errónea, habría sido lo engañoso. Incluso ahora le gustaba demostrarle que podía amar la más profunda inquietud de ella, seguir tan entregado a ella como lo estaba a las inocentes aves. Y ella adoraba esa forma de ser que no sabía cómo enturbiarse. Su hermano, el Mark de antes, había estado en lo cierto: Daniel era un árbol. Un tronco que tenía décadas de longitud, inclinado hacia el sol. Ni victoria ni derrota, solo un inclinarse constante. Cada vez que ella le hacía daño, él crecía un poco. Aquella noche parecía casi crecido del todo.

Durante la cena, a base de cuscús con pasas de Corinto, les acometió la claustrofobia de los últimos días. Daniel se sentaba a la vieja mesa de granja frente a ella, los codos sobre el roble, las manos unidas y los dedos contra los labios. Amenazaba con diluirse en sus reflexiones. Se levantó y amontonó los platos sucios. El cuidado con que los llevó al fregadero evidenciaba el hecho de que ella lo estaba derrotando. Estaba destrozando sus ideales ecológicos.

Dejó los platos en el fregadero y empezó a restregarlos con agua tibia. Como de costumbre, al lavar los platos, apoyaba la cabeza en los armarios que sobresalían por encima de la pila. Con el transcurso de los años, la pintura del armario había desaparecido, dejando un pequeño óvalo, debido a la grasa del cabello. A ella le enternecía.

– Daniel -le dijo, casi como si estuvieran sosteniendo una conversación trivial-. He estado pensando.

– ¿Ah, sí? Cuéntame.

Aún parecía dispuesto a llegar a donde fuera. Su viejo paganismo cristiano: ¿Guardan rencor los animales? Era un buen hombre, la clase de buen hombre que solo una persona insegura de veras podría encontrar despreciable.

– He sido una sanguijuela para ti. Un auténtico parásito.

Él habló de cara al fregadero.

– En absoluto.

– Lo he sido. Estaba demasiado absorta en Mark, continuamente a su lado. Temerosa de conseguir un empleo a dedicación plena, por si… se diera el caso…

– Naturalmente -replicó Daniel.

– Necesito trabajar. Por mi culpa vamos a enloquecer los dos.

– Nada de eso.

– Estaba pensando… que podría ayudar -le susurró-. Si todavía está disponible… el empleo del que me hablaste, en el Refugio.

Sería recaudadora de fondos hasta el último suspiro.

Él dejó el paño de cocina y se volvió hacia ella. La miró fijamente, con los ojos brillantes. Una oferta de trabajo y su recelo desaparecía. Ya no le ocurría lo peor, y lo mejor ya parecía confirmado a medias. Hasta qué extremo necesitaba creer en ella…

– Si te hace falta dinero…

– No se trata solo de dinero.

No solo agua, no solo aire. No, se dijo a sí misma, no solo cualquier cosa.

– Porque ahora no podríamos pagar mucho. En estos momentos la situación es delicada. -Estaba tan seguro de que Karin iba a darle lo mejor de sí que ella casi se echó atrás-. Pero la verdad es que te necesitamos.

¿Y no debería bastar con eso? Algo la necesitaba más de lo que Mark la necesitaría jamás. Miró detenidamente a Daniel, en busca de atisbos de una caridad que no podía permitirse. ¿Amañaría la contabilidad, arriesgaría su estatus profesional solo para sacarla de su apuro? Le miró a los ojos y él no los desvió. Tenía una necesidad absoluta de ella, pero no por sí misma, sino por algo más grande. En otro tiempo, eso fue todo lo que ella quería. Se levantó y fue hasta donde él estaba. Lo besó. Así pues, el trato estaba cerrado. Lo que Mark no tomara de ella, lo entregaría en otra parte. En el Refugio se quedarían asombrados de su energía.

El martes siguiente Karin se encontró de nuevo con Robert Karsh.

* * *

Cuatro meses después, el lugar era otro país. Los campos verdes, cuyas espigas llegaban a la espinilla, a través de los que condujo en junio pasado, ahora se ondulaban dorados y marrones. Idéntica ruta desde el aeropuerto de Lincoln hacia el oeste, en un vehículo alquilado intercambiable, y sin embargo todo a su alrededor se había alterado. No era solo el simple cambio de estación: más ondulaciones, más variedad enmarañada, colinas suaves y declives, grietas y bosquecillos ocultos que interrumpían la perfecta extensión de los campos cultivados, rasgos sorprendentes donde Weber solo había visto el apogeo del vacío. La primera vez que estuvo allí todo eso le había pasado por alto.

Así pues, ¿por qué en los últimos treinta kilómetros antes de llegar a Kearney todo le parecía tan familiar? Como regresar a la casa de verano herméticamente cerrada para recoger alguna prenda olvidada. No necesitaba ningún mapa, sino tan solo conducir desde la rampa de salida hasta el MotoRest guiándose por su brújula interior. En la marquesina de la fachada seguía el letrero: «Bienvenidos, observadores de grullas», ya preparado para la próxima migración de primavera, para la que solo faltaban cuatro meses y medio.

Tenía la sensación de hallarse en un retiro espiritual, recargando sus células, haciendo borrón y cuenta nueva. Unos cartelitos en su habitación seguían pidiéndole que limitara el uso de las toallas y salvase la tierra. Así lo hizo, y se acostó extrañamente tranquilo. Al levantarse, se sentía renovado. En el bufete del desayuno (una saludable oferta del Medio Oeste, con tres clases de salchichas), se le ocurrió pensar que su obra nunca debería haber pasado de ser más que una reflexión privada, una entrega diaria para sí mismo y unos pocos amigos. Podía empezar de nuevo, con el extraordinario Mark Schluter. Había vuelto no tanto para documentarse sobre Mark como para ayudar a que su historia avanzara por un territorio absolutamente desconocido. En última instancia, la ciencia podía ser impotente para estabilizar aquella mente que improvisaba con desesperación. Pero él podría ayudar a Mark a improvisar.

Siguió las indicaciones de Karin hasta Farview y la urbanización River Run por carreteras numeradas y trazadas tan en ángulo recto como la racionalidad pretendía serlo. Encontró la casa, en una zona agazapada en medio de un enorme campo cultivado, limitada a un lado por la serpenteante hilera de álamos de Virginia y sauces que indicaban la presencia del río oculto. Permaneció sentado un momento en el coche de alquiler, mirando la casa: encargada por catálogo, desmontable, algo que ayer no estaba allí y que ciertamente no estaría mañana. Al acercarse a la puerta de madera laminada, tuvo la sensación huidiza no de déjà vu, sino de déjà écrit, de un pasaje que había escrito mucho antes y que solo ahora se hacía real.

El hombre que abrió la puerta a Weber era un desconocido. Todas las cicatrices de Mark se habían curado y le había crecido el cabello. Parecía un dios en ciernes, un cruce entre Loki y Baco. Dio la impresión de que se sorprendía solo a medias al ver a Weber.

– ¡Loquero! Me alegro de que haya venido. ¿Dónde diablos ha estado? No podrá creerse lo que ha estado pasando aquí. -Echó un vistazo al césped detrás de Weber antes de franquearle la entrada. Cerró la puerta y se apoyó en ella, lleno de excitación-. Antes de que le cuente nada: ¿qué ha oído decir?

Todas las entrevistas clínicas deberían tener lugar en el domicilio del sujeto. En la sala de estar de Mark, Weber se enteró de más cosas acerca de él en cinco minutos que a lo largo de todos sus encuentros anteriores. Mark le hizo sentarse en la butaca demasiado rellena y le trajo un botellín de cerveza mexicana y unos cacahuetes tostados y rebozados en miel. Le pidió que esperase y fue en busca de algo a su habitación. Regresó con un bloc de papel y un bolígrafo. Hizo un gesto para que Weber pusiera en marcha la grabadora, ambos viejos colaboradores.

– Bien, abordemos este asunto de una vez por todas.

Mark estaba notablemente animado, y tejió un relato que salvaba todas las lagunas. Se apresuró a dar las respuestas antes de que Weber pudiera plantearle las preguntas. Trazó una sola y nítida línea de pensamiento: todos sus amigos conspiraban para ocultarle lo que había sucedido aquella noche. Cain y Rupp lo sabían; estaban hablando con él por el walkie-talkie cuando volcó. Pero le habían mentido. Su hermana lo sabía, y por eso la habían sustituido, para impedir que se lo dijera. Como al ángel de la guarda que era el autor de la nota, probablemente la habían encerrado en alguna parte. Daniel Riegel le estaba siguiendo, por razones desconocidas.

– Como si fuese una especie de animal silvestre. Es un gran rastreador, ¿sabe? Capaz de descubrir animales salvajes que nadie más distingue a simple vista. Seres que ni usted ni yo sabemos que existen.

El novio de tu falsa hermana siguiéndote disfrazado: Freud podría ser más útil en este caso que la imagen por resonancia magnética. Sin duda el fenómeno tenía que ver más con una disociación entre los caminos de reconocimiento ventral y dorsal. Pero ¿qué significaba ya la palabra «psicológico», excepto un proceso que aún carecía de sustrato neurobiológico? Weber no teorizaba sobre las nuevas creencias de Mark. Ahora su trabajo consistía en ayudar a que ese nuevo estado mental se adaptara a sí mismo. Jamás volvería a actuar de manera que pudieran acusarle de compasión fallida. Dejaría que Mark escribiera el libro.

¿Qué sensación produciría ser Mark Schluter? Vivir en aquella ciudad, trabajar en un matadero y experimentar en carne propia la fractura del mundo en un abrir y cerrar de ojos. El puro caos, el absoluto desconcierto del estado de Capgras, le revolvía a Weber las tripas. Ver a la persona más próxima a ti en este mundo y no sentir nada. Pero eso era lo asombroso: Mark no tenía la sensación de que nada en su interior hubiera cambiado. La conciencia improvisadora se ocupaba de eso. Necesitaba sus engaños, a fin de cerrar esa brecha. La finalidad del yo era su propia continuación.

Por lo menos Mark seguía siendo él mismo, y eso era más de lo que Gerald Weber podía decir. Como un actor del método, Weber trataba de ponerse en el lugar del hombre sentado ante él, entretejiendo teorías. Le sería más fácil canalizar a Karin, sus correos electrónicos desesperados y retraídos. ¿Cómo podía ponerse en el lugar de Mark Schluter, el abstraído paciente de Capgras, cuando ni siquiera podía ponerse en el lugar de Mark Schluter, el sano conductor de una camioneta customizada y mecánico de un matadero? Ya ni siquiera podía imaginar qué sensación le había producido ser Gerald Weber, aquel confiado investigador de la primavera anterior…

– Todos los que han nacido por aquí encubren algo. Usted y esa muñeca Barbie son las dos últimas personas en las que puedo confiar.

¿Qué suponía Mark que estaban encubriendo? Peor aún: ¿qué le hacía pensar que podía confiar en Weber? Por regla general, Weber nunca seguía la corriente a los delirios de los pacientes. Sin embargo, seguía la corriente a todos los demás, cada día de la semana. El taxista paquistaní camino de La Guardia, con sus teorías sobre los vínculos de Al Qaeda con la Casa Blanca. El agente de seguridad en el aeropuerto, que le hizo quitarse el cinturón y los zapatos. La mujer sentada a su lado en el avión, que le agarró del brazo al despegar, convencida de que el aparato estallaría a ciento cincuenta metros de altura. Seguirle la corriente a Mark formaba parte del estado de cosas habitual.

– Así que, al parecer, estaba hablando con los chicos a través de esos intercomunicadores. Ellos en la camioneta de Rupp y yo en la mía. íbamos detrás de algo, una especie de persecución, y había que pillar algo o a alguien. Resulta curioso… esa mujer que se hace pasar por Karin, ¿sabe? Daba a entender una y otra vez que esos dos estaban allí, y yo no le hacía caso.

Desde luego, algo le había ocurrido a Mark la noche del accidente. Y sus amigos le habían mentido, en efecto. Weber no tenía ninguna explicación para la nota dejada por aquel ángel de la guarda ni podía interpretar las marcas dejadas por los neumáticos en los bruscos virajes. Su propia explicación de por qué razón ahora el mundo le parecía a Mark diferente ni tan solo era parcialmente satisfactoria. Mark había pensado en su estado interior de una manera más profunda y durante más tiempo que nadie. Weber podía permitirse seguirle la corriente cuando exponía sus teorías. Tal vez hacer eso fuese empatía con un nombre distinto.

Repantigado en el sofá, con el hombro en el apoyabrazos y un cojín entre las rodillas, Mark ofreció su mejor hipótesis. Se inclinaba hacia un proyecto biológico secreto.

– Un gran avance experimental, como lo que mi padre siempre trataba de conseguir. Pero algo grande, a la escala que solo el gobierno podría permitirse. Y tiene que ver con las aves. De lo contrario, ¿por qué me perseguiría Danny, el hombre de los pájaros?

Tampoco para eso Weber tenía una explicación.

– Debe de ser un asunto bastante secreto. De lo contrario, habríamos oído hablar de él, ¿verdad? Bien, esto es lo que pienso. La cosa empezó en el momento en que salí del hospital. Me hicieron algo cuando estaba en la mesa de operaciones. De acuerdo, ya sé que Karin Segunda dice que no estuve en la mesa de operaciones. Pero me salía un tornillo de la cabeza, ¿verdad? Tenía una pequeña espita. Podían haberme inyectado cualquier cosa, o extraído algo. Ahora mismo, podría estar soñando toda esta situación. Podrían haberme implantado en los sesos esta reunión con usted.

– Entonces también me inyectaron a mí, porque estoy convencido de que me encuentro aquí.

Mark miró a Weber con los ojos entrecerrados.

– ¿De veras? ¿Me está diciendo…? Espere un momento. ¡Oh, venga ya! Eso no significa nada en absoluto.

Trazó unos garabatos en el bloc. Volvió a repantigarse en el sofá, puso los pies sobre la mesita baja y miró al otro lado de la estancia. Se irguió con brusquedad, alzó un brazo y señaló con un dedo tembloroso. Se puso en pie, tambaleándose un poco, y se acercó al ordenador. Golpeó repetidamente la pantalla con la uña del dedo índice.

– Nunca se me había ocurrido. Sencillamente, nunca me había pasado por la cabeza… ¿Cree posible que los últimos meses de la vida de Mark Schluter hayan sido programados por una máquina del gobierno?

Weber no podía decir que no fuese posible tal cosa.

– Eso explicaría en gran parte por qué tengo la sensación de que he estado viviendo en un videojuego, en el que puedo superar un nivel y avanzar al siguiente.

Weber le sugirió que salieran a dar un paseo hacia el río, y Mark aceptó, con cierto nerviosismo. El aire fresco animó al muchacho. Cuanto más hablaban, tanto más inflexible se volvía Mark. Weber pensó que tal vez él había estado ayudando a ese hombre a crear su enfermedad. Iatrogenia. Colaboración entre el médico y el paciente.

– De modo que estoy hablando por el walkie-talkie con mis amigos. Nos estamos comunicando, perseguimos a esa cosa. De repente, veo algo en la carretera. Vuelco con la camioneta. Así pues, la cuestión estriba en saber qué fue lo que vi. ¿Qué había allí, en medio de la carretera, aquella noche? No hay demasiadas posibilidades. -Weber concedió que así era- Alguien que no tenía que estar allí. No me refiero necesariamente a terroristas. Podría trabajar para cualquier bando.

Regresaron a lo largo de un polvoriento camino de grava, entre dos muros de maíz rojizo al que faltaban pocos días para la cosecha. Otoño, la estación que siempre llenaba a Weber de agobiantes expectativas. La brisa fría, seca, vivificante, le afectaba como no lo había hecho en varios años. Se le aceleró el pulso, engañado por el día perfecto, que hacía pensar que algo iba a suceder. Mark caminaba a su lado, adusto y resignado. Su manera de andar ya no revelaba ninguna lesión.

– ¿Sabe? A veces creo que fue precisamente Mark Schluter. El otro. El tipo que trabajaba para ganarse la vida. El que estaba seguro de todo y era capaz de pasar sus test sin pensar siquiera. Ese es el que estaba allí, en medio de ninguna parte. Atropellé a ese tipo y lo maté.

Había empezado a convertirse en un doble de sí mismo. Aquel hombre podía arrojar una luz interminable sobre la conciencia. Regresaron a través de los campos a la urbanización River Run y la casa prefabricada. Se sentaron uno al lado del otro en los escalones de hormigón de la entrada, Mark con las piernas demasiado separadas. La perra, Blackie Dos, sujeta con una larga cadena, se acercó y husmeó las manos de Mark. Este la acariciaba distraídamente, y luego la ignoraba. El animal gimió, incapaz de descodificar el capricho humano. Tampoco Weber podía hacerlo. Se había jurado rechazar cualquier cosa que oliera a explotación. Sin embargo, la empatía con Mark no excluía unos cuidados más a fondo. Tal vez la ciencia aún tuviera algo que decir. Weber permaneció en silencio el mayor tiempo posible.

– ¿Te gustaría ir a pasar una temporada a Nueva York? -le preguntó al fin.

Un examen completo en el Centro Médico, con el equipo más moderno, sin límite de tiempo, muchos investigadores de talento, interpretaciones más imparciales que la suya.

Mark se apartó de él, asombrado.

– ¿Nueva York? ¿Y que me caiga encima un avión? -Weber le dijo que no correría ningún peligro. Mark se mofó, en modo alguno dispuesto a dejarse engañar-. Allí también hay mucho ántrax, ¿no?

Nada importaba salvo la confianza.

– Ya veo -replicó Weber-. Probablemente estés más seguro si te quedas aquí.

Mark sacudió la cabeza.

– Créame, doctor. Vivimos en un mundo extraño. Pueden alcanzarte dondequiera que estés. -Contempló el horizonte en busca del indicio que finalmente tenía que aparecer allí-. Pero le agradezco el ofrecimiento. De no ser por usted, Loquero, podría estar muerto. Usted y Barbara son los únicos a quienes les importa de veras lo que me ha pasado.

Weber se estremeció al oír estas palabras, las más delirantes que Mark había pronunciado en toda la tarde.

A Mark empezaron a temblarle los brazos, como si le hubiera invadido un frío terrible.

– Mire, doctor, lo de mi hermana me produce una sensación muy mala. Ha pasado… ¿cuánto? Medio año. Y ni siquiera una palabra. Nadie está dispuesto a decirme lo que le ha sucedido. Debe usted comprender: venía a verme cada semana desde que fui lo bastante mayor para mojar la cama. Sabe Dios por qué, pero siempre ha cuidado de mí. Ella y ese ángel de la guarda, los dos desaparecidos sin dejar rastro. Incluso aunque la hubieran encerrado, a estas alturas ella habría encontrado alguna manera de enviarme un mensaje. Estoy empezando a pensar que he jodido a mi hermana. La he metido en problemas, tal vez incluso la han matado, y todo por estar relacionada conmigo. ¿No supondrá usted… no podría haber sido ella quien…? Debe de serlo… admitámoslo. Creo que ella probablemente es…

– Háblame de ella -le dijo Weber, para que no entrara en especulaciones peores.

Mark aspiró aire y soltó una risita breve y aguda.

– No le diga jamás que le he dicho esto, pero no tiene nada de especial. Es la persona más sencilla del mundo. Tan solo necesita un poco de cariño. Sea considerado con ella y se desvivirá por usted. Mi madre era una beata. Ella y mi hermana tenían lo que podríamos llamar puntos de fricción. «Qué espantosa ingratitud la tuya, libertina siempre en busca de emociones», bla, bla. «Nueve meses con náuseas del embarazo seguidos por el dolor más terrible de mi vida, para que vayas y seduzcas a tu profesor de educación física», bla, bla, bla. Así que Karin decidió que sería perfecta, descubriría lo que todo el mundo esperaba de ella y actuaría en consecuencia. Incluso decepcionar a un desconocido la mata. Pero es más sencilla que una mascota doméstica. Solo necesita dos cosas: que la quieran y que le digan que lo está haciendo bien. Que no la consideren una holgazana corta de luces. Bueno, tal vez sean tres cosas. ¿Y qué me dice de usted, doctor? ¿Tiene hermanos? Eh, no tarde tanto en responder. No es una pregunta con trampa ni nada de eso.

– Un hermano -respondió Weber-. Cinco años más joven. Es cocinero, en Nevada.

Si estaba todavía allí, si seguía vivo. La última vez que tuvo noticias de Larry fue dos años atrás, noticias demasiado detalladas sobre la reunión anual de los Liberty Riders, el «Festival Encabeza, Sigue o Quítate de en medio». Una organización de motociclismo nacional, conservadora y fanática: toda la vida de Lawrence Weber. Sylvie importunaba a su marido cada pocos meses para que llamara a su hermano, para que hiciera algún esfuerzo por mantenerse en contacto.

– Un buen hombre -afirmó Weber-. Te pareces un poco a él.

– ¿En serio? -La idea le hizo gracia a Mark-. ¿Y sus padres?

– Fallecidos -respondió Weber.

Era más que una verdad a medias. El padre murió de apoplejía cuando contaba tres años menos de los que Weber tenía ahora. Su madre, con Alzheimer avanzado, estaba interna en una institución católica de Dayton, donde él la visitaba una vez cada estación del año. Weber y Sylvie todavía conversaban con ella por teléfono dos veces al mes, unos diálogos salidos de las obras de Ionesco.

– Lo siento -dijo Mark y, a modo de consuelo, invitó a Weber a cenar.

La sencilla amabilidad emocionó a Weber. ¿Cuántas minúsculas cortesías mentales persistían en sus propios oscuros circuitos, ajenas a los desastres que las machacaban? La cena consistió en cerveza tomada directamente de la botella y lasaña congelada y recalentada en una bandeja honda de aluminio.

– Esto lo trajo la hermana suplente. Coma sabiendo el riesgo que corre.

– ¿Estás bien? -le preguntó Sylvie aquella noche-. De alguna manera pareces diferente. Hablas como… no sé. Como un filósofo.

– Un filósofo. Esa sí que es una carrera con futuro.

– Me pones nerviosa, cariño.

En realidad, él mismo se sentía diferente, trasladado a un lugar fuera de la esfera del juicio público.

– Resulta extraño, ¿verdad? Dos viajes de ida y vuelta, seis mil kilómetros cada uno, solo para ver a un hombre que lo único que desea de mí es que sea un detective.

– Y dicen que los médicos ya no hacen visitas domiciliarias.

– ¡Pero menudo caso! Es preciso que la medicina esté informada de esto.

– La medicina debería estar informada de montones de cosas. Me alegro de que hayas hecho esto. Te conozco, cariño. Este caso te obsesionaba.

– Escucha, querida. Recuérdame que llame a mi hermano cuando vuelva a casa.

Después de la llamada, salió y paseó por la ciudad, a lo largo de las manzanas de estilo victoriano, bajo la luz ambarina de las farolas, como si se dirigiera a una misteriosa cita. Los aromas del otoño impregnaban la atmósfera. El año se replegaba sobre sí mismo y los preparativos del final de ciclo se percibían por doquier. Los enormes arces estaban llenos de color antes de sumirse en el letargo. Un inquieto enjambre de insectos era un fúnebre coro que sonaba como una sierra de cinta. Weber se detuvo en una esquina de cuatro casas prefabricadas con armazones de madera en forma de A, una con un parpadeante resplandor decimonónico, dos con la iluminación azulada de los televisores y la cuarta a oscuras. Nunca había estado más deseoso de averiguar, aunque no podría haber dicho qué era lo que deseaba averiguar. ¿Qué hacía de nuevo allí? Algo que el otoño prometía responder.

Todavía caminaba al azar cuando la calle se oscureció. Tardó cuatro segundos de reloj en pensar: un apagón. Le recorrió el estremecimiento que experimentaba ante las tormentas y las sirenas de las ambulancias. Alzó la vista y observó que el cielo estaba cuajado de estrellas. Había olvidado cuántas podían ser. Una inmensidad que se vertía en torrentes. Y había olvidado lo brillante que podía ser la oscuridad. Veía, aunque mal, sin color, sumido en la acromatopsia. Los dos acrómatas a los que había entrevistado mostraron su irritación hacia las mismas palabras en sí, «rojo», «amarillo», «azul». Vivían para el mundo nocturno, donde eran superiores a los que veían el color y que eran vulgares y corrientes. Cuando se encendieron de nuevo las luces, Weber experimentó la trivialidad de la visión.

Al día siguiente, Mark lo llevó de pesca.

– Nada extraordinario, ¿eh? Todo muy normal. Tal vez el Mark de antes podría haberle enseñado a preparar cebos vivos con insectos y pescaditos. Pero hoy vamos a usar señuelos comerciales. Gusanos de goma aromatizados que se arrastran perezosamente por el agua sobre sus peludos culos con púas de falsos invertebrados hasta que alguna perca los encuentra. Todo el mundo puede manejarlos. Niños pequeños, neurocientíficos, cualquiera.

El lugar de la pesca era un secreto, como lo son todos los caladeros. Weber tuvo que jurar que guardaría silencio antes de que Mark lo llevase allá. El lago Shelter, en un terreno privado, resultó ser poco más que un estanque artificial con delirios de grandeza.

– Aquí lo tenemos -dijo Mark-. El escondite. Aquí se pesca y se liberan las capturas. El hombre que ha pescado más a las dos de la tarde es el ser humano superior. Preparados, listos, ya. Parece que nunca le ha puesto un cebo a un anzuelo, tío.

– Solo en defensa propia -replicó Weber.

Cada verano, hasta que cumplió los doce años, su padre le llevaba a pescar percas en un pequeño lago donde previamente echaban los peces, al otro lado de la frontera de Indiana. Su padre le decía que los peces no sentían nada, y él le creía, sin ninguna prueba. Tonterías; claro que sentían dolor. ¿Cómo no pudo verlo? Cierta vez, abandonándose a una recreación nostálgica, llevó a Jess a pescar en las olas de la South Fork de Long Island, cuando ella aún era pequeña. La expedición terminó en un desastre, cuando ella atravesó el ojo de una lubina con el anzuelo. Aún podía evocarla, corriendo por la playa arriba y abajo y lanzando gritos. Esa fue la última vez.

– ¿Estás seguro de que esto es legal? -le preguntó a Mark.

El muchacho se echó a reír.

– Si nos cazan, yo cargaré con el mochuelo, Loquero. Mantendré limpio su expediente.

Pescaron desde la orilla, Mark mascullando maldiciones.

– Tendríamos que haberle robado el puñetero bote a Rupp. De todos modos, es mío en parte. Probablemente ahora me dispararía por la espalda si tratara de cogerlo. ¿Puede creer que me mintieron? La persona a la que perseguíamos aquella noche, quienquiera que fuese, debió de convencerlos y ponerlos de su parte. Ahora nunca sabré qué fue lo que pasó.

Pescaron con parsimonia, lanzando el sedal y recogiéndolo sin convicción. Weber no capturó nada. Mark se divertía picándolo.

– No es de extrañar que esté hecho polvo. Lanza el sedal como una colegiala lanza la pelota de softball.

Mark capturó media docena de percas de tamaño mediano. En cada ocasión, Weber inspeccionaba la captura, antes de que Mark echara de nuevo el pez al agua.

– ¿Estás seguro de que todos ellos son diferentes? Creo que estás capturando el mismo pez una y otra vez.

– ¡Está de broma! Los primeros presentaban batalla. A este no hay quien lo menee. No tienen nada que ver unos con otros. -Mark vadeó con el agua hasta los tobillos, sacudiendo la cabeza, fingiéndose molesto, divertido-. ¿Se parece este a cualquier pez que usted conozca? Al final ha perdido el juicio, doctor. Demasiada luz directa del sol. No es bueno para alguien con una profesión como la suya. -Permanecía erguido como una garza, inclinado hacia delante, inmóvil entre las cañas. Pescaba a la manera en que Weber mecanografiaba: sumido en un distraído arrobamiento. Había necesitado llevarse a Weber fuera de la ciudad, a algún lugar lo bastante tranquilo para pensar y hablar, sin ningún peligro de que alguien los oyera-. ¿Por qué cree que están tan preocupados por mí, cuando yo no sé nada? Toda esta complicada fantasía solo para mantenerme en la oscuridad. ¿Por qué no se limitan a matarme? Podrían haberlo hecho fácilmente, en la unidad de cuidados intensivos. Entran sigilosamente en la sala, desconectan las máquinas. Pfffiu.

– Tal vez sepas algo que ellos quieren averiguar.

La idea sorprendió a Mark. Aunque sorprendió más a Weber cuando la oyó salir de sus propios labios.

– Debe de ser eso -replicó Mark-. Como dice la nota: para que puedas vivir y traer de vuelta a alguien más. Se trata de hacer algo con lo que sé. Pero no tengo ni puñetera idea de lo que sé.

– Sabes mucho -insistió Weber-. Sobre ciertas cosas sabes más que cualquier otra persona viva.

Mark giró sobre sus talones, los ojos como los de un búho.

– ¿Ah, sí?

– Sabes lo que significa ser tú mismo. Aquí y ahora.

Mark contempló de nuevo el agua, tan derrotado que ni siquiera era capaz de enfurecerse.

– Qué coño voy a saberlo. Ni siquiera estoy seguro de que esto sea realmente lo que parece.

Cambió el tipo de señuelo de los dos, ahora cucharillas para lubinas, no con la esperanza de pescar nada en un estanque tan pequeño, sino por el simple placer de tirar de ellas a través del agua. Weber estaba asombrado de su propia ineptitud. No era solo su falta de pericia para capturar algo, sino también su completa incapacidad de permanecer sentado inmóvil y disfrutar. Allí estaba, perdiendo media jornada, sujetando una caña con un cordel, mientras su carrera, sus deberes profesionales, se deshilachaban a su alrededor. Pero aquel era ahora su deber profesional, la tarea que él mismo había elegido. Permanecer sentado e inmóvil y observar, no un síndrome, sino un ser que improvisaba. Sin eso, los críticos tendrían razón y el resto de su vida sería una mentira.

Mark, entretanto, se había serenado por completo, y aspiraba el aire a grandes bocanadas.

– ¿Sabe, Loquero? He estado pensando. Creo que usted y yo podríamos estar relacionados de alguna manera. Oh, no me clave esa mirada neurológica. Ya sabe a qué me refiero, Sherlock. Lo único que estoy diciendo es colisión de trayectorias y todo eso. Escuche. -Bajó la voz, para que ninguno de los cordados cercanos pudiera oírle-. ¿Cree usted en los ángeles de la guarda?

Weber se afligió al recordar que había sido el más devoto de los niños. Un chico al que nada le gustaba más que ponerse una casulla blanca y agitar un incensario. Incluso a sus padres les había parecido inquietante la espiritualidad del muchacho, quien consideraba que tenía la responsabilidad personal de inclinar el mundo hacia lo antiguo y lo reverente. Su entusiasmo por la pureza, alguna compulsiva manía de limpiar el alma, había durado, solo ligeramente modificada, hasta la adolescencia, e incluso había sufrido accesos de vergüenza al no poder abstenerse de lo que él y su sacerdote habían llamado tácitamente, utilizando una palabra codificada, «susceptibilidad», el placer que rebajaba el estado de gracia por el mero hecho de ser solitario. Ni siquiera la ciencia había aniquilado del todo sus creencias: sus profesores jesuitas habían mantenido ingeniosamente armonizados la fe y los hechos. Entonces, en la universidad, la religión murió de la noche a la mañana, inadvertida y sin duelo alguno, se esfumó con la mayor sencillez a raíz de su encuentro con Sylvie, cuya fe ilimitada en la suficiencia humana le condujo a dejar de lado las cosas infantiles. A partir de entonces, su infancia pareció haber pertenecido a otra persona. No tenía nada que ver con él. No quedaba nada de aquel muchacho, salvo la confianza del adulto en el escalpelo de la ciencia.

– No -respondió.

Ángeles no, sino en lo que la selección dejó en pie.

– No -repitió Mark-. No tenía sentido. Para mí tampoco, hasta que recibí esa nota. -Se quedó pensativo, el rostro contraído-. ¿No cree que mi hermana podría haberla escrito…? No, eso es una locura. Ella es como usted. Realista a más no poder.

Contemplaron las ondas de sus sedales que corrían hasta detenerse. La visión de Weber se concentró, enfocada en el señuelo. El aire en todas direcciones se volvió tan oscuro como el lago. Alzó la vista y miró la capa de nubes, como una berenjena espolvoreada de harina. Solo entonces notó las gotas de lluvia.

– Sí -le confirmó Mark-. Tormentas eléctricas. Las vi anunciadas en el Canal Meteorológico.

– ¿Las viste? -El agua empezó a caer con fuerza a su alrededor-. Entonces, ¿por qué demonios hemos venido a pescar?

– Vamos, hombre. Compórtese como un adulto. Tres cuartas partes de lo que dicen en ese programa están pagadas por algún patrocinador.

Weber se puso nervioso, pero Mark no se apresuró a guardar los aparejos de pesca. Se encaminaron al coche, bajo una cortina de agua, Mark con aire fatalista, riendo de una manera extraña, y Weber corriendo.

– ¿A qué viene tanta prisa? -le gritó Mark, por encima del fragor de la lluvia. Un relámpago rasgó el cielo, seguido por un trueno tan violento que Mark cayó al suelo. Se quedó allí sentado, riendo-. ¡Me he caído de culo! -Weber vaciló entre ayudar a Mark a levantarse o ponerse a salvo. No hizo ninguna de las dos cosas, sino que se quedó parado en medio de un campo cubierto de hierba, mirando cómo Mark trataba de levantarse. Mark alzó la vista, riendo bajo el diluvio-. ¡Vuelve a hacer eso! ¡Te desafío!

Estalló otro trueno y el muchacho cayó de nuevo al suelo.

Cuando los dos hubieron cubierto chapoteando la distancia hasta el coche, granizaba. Ocuparon los asientos delanteros, empapados. Los pedruscos de la cortina de granizo tenían el tamaño de bolas de naftalina y golpeaban el vehículo alquilado con suficiente fuerza para abollarlo.

Mark estiró el cuello y miró a través del parabrisas.

– ¿Qué necesitamos aquí? Langostas, ranas, un primogénito. -Guardó silencio dentro del habitáculo gris aporreado-. Bueno, ese quizá ya lo hemos tenido. -El granizo cedió paso a una lluvia electrificada, lo bastante ligera para atreverse a capearla. Sin embargo, Weber no puso el coche en marcha. Finalmente, Mark le dijo-: Bueno, cuénteme algo de usted, de cuando era niño. No tiene que jurarme que me dice la verdad absoluta. Basta con alguna nimiedad. Invénteselo si quiere. ¿Cómo voy a saber si no quién es usted?

A Weber no se le ocurría nada. Durante toda su vida se había esforzado por borrar su pasado, y no tenía más biografía que la que podía caber en las solapas de un libro. Miró a Mark, tratando de pensar en algo que contarle.

– Me gustaba adorar a las chicas desde lejos, sin decírselo.

– También yo lo hacía. Una inversión con muy poco beneficio. ¿Cómo llegó a casarse, Romeo?

– Mis amigos intervinieron. Me organizaron una cita a ciegas. Tenía que ir a cierta cafetería una tarde de domingo para encontrarme con una mujer que era idéntica a Leslie Caron. Entré allí y no había nadie que encajara ni remotamente con la descripción. Resulta que a la mujer le entró miedo y se echó atrás, pero yo no lo sabía, así que me quedé allí, aturdido, analizando a cada mujer del local y diciéndome: «Bueno, podría ser, tal vez…». Ya sabes: cabello castaño, simetría bilateral… Una camarera me preguntó si podía ayudarme. Le dije que esperaba encontrar a una mujer que se parecía a Leslie Caron. Ella me tomó por un joven de gran desparpajo, con sentido del humor. Tres años después nos casamos.

– Me está tomando el pelo. ¿Se casó con una mujer a la que conoció por accidente? Es un maníaco.

– Era bastante joven.

– ¿Y ella se parecía a… Lindsay Nosequé?

– En absoluto. Era más bien menuda, como Natalie Wood, pero más parecida a… la mujer con la que iba a casarme.

Mark miró a través de la cascada que los envolvía, su júbilo esfumado.

– ¿Cree que fue el destino? Cinco centímetros a la izquierda y su vida es la de otra persona. Ella está ahí, ganándose la vida, y zas: su compañera para toda la vida. Yo diría que alguien le estaba buscando. -Weber puso el motor en marcha. Mark le detuvo el brazo-. Solo que… los hombres como nosotros… no creemos en esa tontería de los ángeles, ¿verdad?

Weber veía ahora hasta qué punto le había fallado a aquel hombre y a su hermana. No volvería a abandonarlos. Llamó por teléfono a varios de sus colegas. A todos, sin excepción, les desconcertó saber de él, pues suponían que se había ido a alguna parte para morir de descrédito público. Pero la historia de Mark les fascinaba. Ninguno había trabajado jamás en un caso así. Y no hubo dos que propusieran el mismo tratamiento, salvo el par que sugirió no interferir en una condición mental que no era amenazante. La mayoría parecieron agradecidos cuando Weber se despidió de ellos.

En el vestíbulo del hotel, utilizó la conexión de banda ancha y estuvo trabajando hasta bien entrada la noche. Entró en todos los índices médicos y exploró todas las referencias clínicas en la literatura médica. Ya lo había hecho con anterioridad, pero de una manera superficial. Mark había sido el paciente del doctor Hayes, y Weber no fue más que un entrevistador visitante. Había investigado lo suficiente para llegar a la conclusión de que no existía una auténtica literatura médica sobre aquella afección. Los pocos casos que había encontrado no tenían ninguna relación directa.

En un segundo recorrido por las bases de datos más actuales, un extracto le llamó la atención. Butler, P.V. Varón de diecisiete años con delirios de Capgras a raíz de una lesión cerebral traumática. Tratamiento y resultado: ideación delirante totalmente resuelta catorce días después de iniciar la administración de cinco miligramos diarios de olanzapina.

Comprobó la fecha: agosto de 2000. De hacía dos años en la Australian and New Zealand Journal of Psychiatry. No tenía ninguna excusa para que se le hubiera pasado por alto la vez anterior, no con el avance de la búsqueda electrónica. Pero, en realidad, la primera vez no había buscado bien. La hermana le había rogado algún tratamiento, pero Weber no había querido que el Capgras fuese tratable con una píldora milagrosa más, recién aparecida en el mercado. Psicofarmacología: acierto o error, difícil de ajustar, llena de efectos secundarios, enmascaradora de los síntomas y, una vez iniciada, de dosificación difícil de reducir poco a poco. La próxima generación de médicos seguramente recordaría a Weber con tanta tristeza como Weber recordaba a su padre. El nivel general de barbarie se reducía, pero nunca de una manera tan rápida o tan completa como se creía. O tal vez él fuese el último bárbaro. Meses de sufrimiento innecesario por culpa del puritanismo de Weber, que le hacía mirar a otro lado. Porque nunca había considerado a Mark nada más que una buena historia.

Karin fue a verle al hotel. Incluso subió a su habitación, acompañada por su novio para protegerla. Sin ninguna razón en especial, Daniel Riegel, un hombre muy amable, hizo sentirse incómodo a Weber. Un malestar espontáneo, oculto en alguna asociación: la perilla, la camisa sin cuello y holgada, el aura de serena aceptación de sí mismo. Era comprensible que Karin mostrara cierta ansiedad. Él la había herido la primera vez con su brusca partida, y la había desconcertado al acceder a un segundo encuentro. Sus labios se movían mientras Weber hablaba, debatiéndose contra la esperanza de que todavía pudiera ayudarla. Weber solo podía imaginar vagamente cómo había podido seguir alimentando esa esperanza. No tenía ningún indicio de cómo, en el transcurso de las eras, se llevaba a cabo la selección de la esperanza en sí.

Había ordenado su habitación antes de que llegaran, metiendo sus pertenencias en armarios y cajones. No le había dado tiempo de ocultar un par de calcetines, la taza de un batido de leche y el libro que leía por la noche, Los siete pilares de la sabiduría, y ahora no podía retirar aquello sin llamar la atención de sus visitantes. En la habitación no había sitio donde sentarse, y Weber no encontraba el ritmo de una verdadera visita en el consultorio. Por su parte, Karin y Daniel entraron en la estancia como si lo hicieran en un tribunal de justicia. Y Weber aún no les había presentado ninguna opción.

Les contó la visita de seguimiento que le había hecho a Mark. Era evidente que el estado del paciente se había agudizado. La mejoría espontánea ya no parecía probable. La terapia conductual había fracasado.

– Sigo creyendo que Mark no corre peligro de hacer daño a nadie -afirmó. Karin ahogó un grito, cosa que le irritó-. Creo que es hora de probar con algo más agresivo. Recomiendo que se le someta a un régimen de olanzapina a bajas dosis.

Karin parpadeó al escuchar la palabra.

– ¿Se trata de un fármaco nuevo?

¿Nuevo desde junio?

Daniel cuestionó la propuesta.

– ¿Qué clase de sustancia es exactamente? -Weber sintió deseos de hacer valer su autoridad, pero se limitó a enarcar las cejas-. Quiero decir… ¿es un… qué categoría? ¿Es un antidepresivo?

– Es un antipsicótico.

Weber encontró el tono exacto de seguridad profesional, pero un temor reflejo embargó a sus dos oyentes. Karin enrojeció.

– Mark no es psicótico. Ni siquiera es…

Weber estaba preparado para responder de la manera más tranquilizadora.

– Mark no es esquizofrénico, pero ha desarrollado unos síntomas complicados. Este medicamento es eficaz para contrarrestar esos síntomas. Ha tenido éxito en un caso similar… en otro lugar.

Daniel torció el gesto.

– No queremos drogarlo ni inmovilizarlo en una especie de camisa de fuerza química.

Miró a Karin, pero esta no le apoyó.

– No estaría dentro de una camisa de fuerza química. -No más de lo que siempre lo está todo el mundo-. Un pequeño número de personas experimentan letargo, y algunas ganan algo de peso. La olanzapina ajusta los niveles de varios neurotransmisores, entre ellos la serotonina y la dopamina. Si funciona en el caso de Mark, reducirá su agitación y confusión. Con suerte, existe una posibilidad de que se vuelva más lúcido, menos susceptible a explicaciones extraordinarias.

– ¿Suerte? -preguntó Karin.

Weber sonrió y extendió las manos.

– Es la gran aliada de la medicina.

– ¿Volverá a reconocerme?

Estaba dispuesta a probar cualquier cosa.

– No hay garantías, pero parece ser que existe un precedente.

Daniel se preparó para entablar una batalla moral.

– ¿No conducen esos fármacos a la dependencia?

– La olanzapina no es adictiva -respondió Weber.

No dijo durante cuánto tiempo Mark tendría que tomarla, por la sencilla razón de que no lo sabía.

Daniel insistió. Había oído cosas. Antipsicóticos que causaban retracción social, que arrasaban la capacidad afectiva. Weber señaló con tacto lo evidente: Mark ya estaba peor. Daniel empezó a desgranar una lista de todos los efectos secundarios conocidos de la medicación. Weber asintió, tratando de refrenar su irritación. Quería ver a aquel hombre contra las cuerdas, arrepentido.

– Se trata de un nuevo medicamento, uno de los llamados antipsicóticos atípicos. Sus efectos secundarios son notablemente inferiores a los de la mayoría.

Karin estaba sentada en el borde de la silla violeta, moviendo la pierna. Hipotensión postural y acatisia: dos de los efectos secundarios de la olanzapina. Sufrimiento simpático por anticipado.

– Daniel quiere decir… tememos que el medicamento pueda convertir a Mark en otra persona.

Exactamente el resultado que le pedía a Weber que consiguiera. El neurocientífico titubeó un momento antes de decir:

– Pero ahora ya es otra persona.

Cuando finalizó la consulta, los tres estaban alterados. Weber se sentía frustrado. Daniel Riegel se retiró con circunspecta consternación. Karin circulaba por la autopista emocional. Quería desesperadamente la bala mágica, pero no podía moverse sin fallarle a alguien. Quiéreme y dime que lo estoy haciendo bien.

– Si está seguro de que reducirá sus síntomas… -planteó, pero Weber no podía prometerle nada-. He de pensarlo, sopesar las cosas.

– Tómese todo el tiempo que necesite -respondió Weber.

Todo el tiempo del mundo.

Telefoneó a Sylvie, salió a cenar, se duchó, leyó e incluso escribió un poco, pero nada bueno. Cuando comprobó el correo electrónico, ya había un mensaje de Daniel. A este le había asustado la información encontrada en la Red, una página que explicaba: «La olanzapina se emplea para tratar la esquizofrenia. Actúa reduciendo los niveles excesivamente elevados de la actividad cerebral». El mensaje estaba lleno de enlaces con sitios que informaban sobre negligencia profesional y listas de efectos secundarios conocidos y sospechados del fármaco. La misma nota era irritantemente minuciosa. ¿Sabía Weber que la olanzapina producía cambios drásticos en los niveles de azúcar en sangre? En la exposición de un juicio pendiente se decía que la olanzapina «había convertido a varias personas en diabéticas». Daniel aseguraba que él no intervenía en la decisión. «Pero me gustaría ayudar a Karin a decantarse por la alternativa correcta.»

La bendición de la información interminable: Internet, que incluso democratizaba los cuidados médicos. Supongamos que diéramos a todos los medicamentos una calificación en Amazon. La sabiduría de las masas. Que prescindiéramos por completo de los expertos. Weber inhaló y empezó a redactar su respuesta. Aquel era precisamente el motivo por el que la profesión médica levantaba tantas barreras entre sus practicantes y los pacientes. Incluso responder al correo de Daniel era un error, pero lo hizo, con tanto cuidado como le fue posible. Una deuda que debía pagar. Era consciente de los posibles efectos secundarios del fármaco, y los había mencionado en la reunión con la pareja. Su propia hija era diabética, y él no tenía el menor deseo de inducir esa condición en nadie. No quería indicar ningún tratamiento con el que Karin no se sintiera completamente cómoda. Daniel hacía lo correcto al informarle de todas las maneras posibles. La decisión dependía por entero de Karin, pero Weber estaba dispuesto a ayudarla en cuanto estuviera en su mano. Le envió a ella una copia del mensaje.

Se durmió planteándose unos interrogantes a los que nadie más experto que él podía responder. ¿Cuál había sido la causa de la continua sorpresa que experimentaba, la sensación de estar despertando de una prolongada impostura? ¿Por qué razón aquel caso concreto, y no los centenares anteriores, le había desestabilizado? Desde la pubertad no había dudado de sus impulsos. ¿Cuándo se sentiría liberado, indemnizado, listo para confiar de nuevo en sí mismo? Se había convertido en objeto de una profunda fascinación clínica, en el tema de su propio experimento abierto…

A la mañana siguiente caminó por el pueblo, buscando el restaurante donde desayunó en cierta ocasión, meses atrás. El aire era fresco y vigorizante, y le preparaba para cualquier cosa. Límpido y terso, de un azul de huevo de petirrojo en los cuatro puntos cardinales, por muy lejos que caminara. Los edificios, las casas, los automóviles, la hierba y los troncos de los árboles brillaban, sobresaturados. Era como si se hallara en el interior de un festival de la cosecha en Kodachrome. Tierra y maíz seco en su olfato: no recordaba la última vez que había olido algo de una manera tan lisa y llana. Se sentía como a los diecisiete años, cuando estudiaba el último curso de secundaria en la escuela Chaminade de Dayton, y se impuso la tarea de escribir un gazal de estilo persa al día. En aquel entonces, sabía que llegaría a ser poeta. Ahora volvía a experimentar aquella sensación terriblemente fraudulenta, lleno de nuevas posibilidades líricas.

Había dejado que sus críticos le convencieran. Algo se había erosionado, el placer fundamental de su actividad. Ahora los tres libros parecían uniformemente superficiales, vanos e interesados. Cuanto más valiente había sido Sylvie ante su desconcierto, tanto más seguro estaba él de que la había decepcionado, de que ella había perdido algo de su fe fundamental en él y de que estaba demasiado asustada para admitirlo. ¿Quién sabía cómo debía de verle Karin Schluter?

Tras muchas vueltas al azar, encontró el restaurante. No había manera de escapar a la cuadrícula: no era aquella una ciudad para perderse en ella. Dispuesto a cruzar la puerta y plantear un reto a la memoria de la camarera, miró a través del vidrio. Karin Schluter estaba sentada a una mesa frente a un hombre que claramente no era Daniel Riegel. El hombre, con una fina corbata de color azul cerceta y traje gris oscuro, parecía capaz de comprar al ecologista con la calderilla caída en el forro del bolsillo de su chaqueta. La pareja se cogía de las manos sobre la mesa del desayuno. Weber retrocedió, se volvió y siguió caminando. Tal vez ella le hubiera visto. Giró y se alejó calle abajo. Por encima del hombro, miró las fachadas del otro lado: elegantes bufetes de abogados, una oscura tienda atestada de instrumentos musicales con el escaparate agrietado, un videoclub con una banderola blanca en la que se leía en un alegre tipo de letra: «El miércoles es el Día del Dólar». Detrás del brillante revestimiento de aluminio y la señalización de plástico se veían fragmentos de ladrillo y ménsulas de la década de 1890. La ciudad entera vivía en una continua amnesia retrógrada.

Nadie podía pedirle que hiciera más de lo que ya había hecho. Había pasado con Mark más tiempo del que cualquier profesional clínico podría permitirse. Había encontrado el mejor tratamiento disponible. Se había puesto al servicio de Karin, de acuerdo con la decisión de esta. No podía beneficiarse de la visita de ninguna manera. De hecho, el viaje le había costado considerables tiempo y dinero. Pero aún no deseaba marcharse. Todavía no estaba en paz con Mark. Regresó al hotel, se sirvió el desayuno en el bufé, subió al coche alquilado y se dirigió a Farview.

En un campo, a tres kilómetros de la ciudad, pasó ante una cosechadora verde que parecía un brontosaurio y que estaba devastando las hileras de maíz. Los campos, al morir, tenían una exigua y severa belleza. Nada podía acecharte sigilosamente en aquellos horizontes despejados. Los inviernos podían ser lo más duro, desde luego. A Weber le gustaría pasar allí un mes de febrero. Semanas con temperaturas bajo cero, el aire cargado de nieve, los vientos que soplan desde las Dakotas sin nada que reduzca su velocidad a lo largo de centenares de kilómetros. Sobre una suave elevación rodeada de maíz, vio una vieja granja, el siguiente paso evolutivo de aquellas antiguas chozas de barro y hierba. Se imaginó en una de aquellas viviendas de tablas blancas y grises, sin ningún medio más moderno que la radio para ponerle en contacto con la humanidad. Desde su sitio al volante le parecía uno de los pocos lugares que quedaban en el país donde tendrías que enfrentarte al contenido de tu alma, despojado de todos sus envoltorios.

Unos años atrás, la urbanización River Run había sido un campo de trigo o soja. Y solo unas décadas antes, una docena de hierbas distintas que Weber no habría sabido nombrar. Dentro de veinte años, o de dos mil, volvería a ser un terreno cubierto de hierbas y no quedaría ningún recuerdo de aquel breve interludio humano. En el sendero de acceso a la casa de Mark había otro vehículo, y Weber supuso de quién era. Se le aceleró el pulso y, sorprendido, se debatió entre los impulsos de huir o presentar batalla. Se examinó el rostro en el retrovisor: parecía un gnomo de jardín blanqueado. Llegó a la puerta de entrada sin ninguna razón plausible, ni profesional ni personal, pero Mark le abrió como si lo estuviera esperando. Weber la vio por encima del hombro de Mark, sentada a la mesa de la cocina. Le sonreía, tímida, familiar. Weber aún no podía decir a quién le recordaba. Tuvo un primer atisbo de conocimiento, pero hizo caso omiso. Ella le saludó, como una vieja confidente. Él se estremeció, con la sonrisa culpable de quien pasa la aduana con contrabando en el equipaje.

Mark le sacudió los hombros, encantado.

– Así que los dos estáis aquí, las dos últimas personas en las que puedo confiar. Eso es bastante interesante de por sí. ¿No os parece que esto es muy interesante? Las únicas personas que siguen conmigo y las únicas a las que conozco desde el accidente. Vamos, pase. Siéntese. Estábamos examinando posibles planes. Las maneras de expulsar a los culpables del sotobosque.

– No es exactamente de eso de lo que estábamos hablando, Mark.

Weber admiró su semblante inexpresivo. Parecía imposible que no hubiera tenido hijos.

– Más o menos -replicó Mark-. No me riñas por un tecnicismo.

– Bien, ¿de qué estabais hablando? -le preguntó Weber a Barbara.

Desprotegido, perdido el equilibrio, ahogándose en el extremo de la piscina que no cubría.

La sonrisa de la mujer dio a entender comunicaciones privadas.

– Solo le estaba sugiriendo a nuestro joven Mark…

– Es decir, a mí…

– … que es hora de intentar un nuevo enfoque. Si desea saber lo que Karin quiere…

– Se refiere a la seudoher…

– Si Mark quiere «llegar al fondo de ella», el mejor plan es que hable con ella. Que se sienten y se lo pregunte todo. Quién cree que es ella. Quién cree que es él. Qué recuerda de su pasado. Que escuche en busca de cualquier…

– Un complicado juego de confidencias para lograr que la culpable confiese, ¿sabe? Sonsacarle. Obligarle a presentar coartadas y responder a las preguntas. Hacer que cometa un desliz en algún momento. Conseguir que se descubra.

– Señor Schluter…

Mark hizo un saludo militar.

– Presente.

– Ese no es precisamente el espíritu de lo que hemos…

– Espera un momento. Demasiada excitación. Tengo que ir a mear. Últimamente parece que he de hacerlo a cada momento. Dígame, doctor, ¿qué edad hay que tener antes de que pueda presentarse un cuadro prostático?

No esperó la respuesta.

Weber miró a Barbara con admiración. Su plan tenía una sencilla belleza, fuera del alcance de la teoría neurológica. Nadie, ni quienes consideraban el cerebro como un ordenador, ni los cartesianos o neocartesianos, ni los conductistas renacidos disfrazados, ni los farmacólogos o los funcionalistas o los que veían en las lesiones las causas de todo, ninguno de ellos, salvo una persona lega, lo habría sugerido. Y no parecía más destructivo o impotente que cualquier propuesta científica. Aunque no consiguiera nada, podría seguir siendo útil.

Ella evitó su mirada y murmuró una pregunta.

– Básicamente, en Nueva York -respondió él.

Ella alzó los ojos, sonriendo alarmada.

– ¡Perdona! ¿He dicho «dónde»? Quería decir «cómo».

– Ah, pues entonces la respuesta es: «Básicamente, alterado».

Las palabras parecían proceder de otra persona. Pero le sorprendieron menos que el consuelo inmediato que le proporcionaban. Salía de su escondite, al cabo de varios meses: podía decir cualquier cosa a aquella improbable cuidadora, aquella mujer impenetrable.

Barbara se tomó su confesión con calma.

– Es natural. Si no te hubieras sentido alterado, no serías normal. Se ha abierto la veda contra ti. -Mostraba sus cartas para que él las viera. Una auxiliar de enfermería informada de la sátira más reciente del New Yorker. Pero compartiendo su sentimiento de la forma más natural imaginable. Alzó la vista, las pupilas de sus ojos color avellana tan grandes como las manchas de una polilla enmascarada. Le conocían-. El orden jerárquico sigue primando entre los seres humanos, ¿no es cierto? Aun cuando la jerarquía sea imaginaria.

– No es una competición que me interese gran cosa.

Ella se irguió, con la misma expresión de divertido escepticismo con que acababa de mirar a Mark.

– Claro que te interesa. Este libro es tuyo. Los cazadores te están rodeando. No hay nada imaginario. ¿Qué vas a hacer, echarte a morir?

La reprimenda más suave, una censura basada en la lealtad absoluta. Total confianza en él, pero ¿con qué autoridad? Hora y media de tiempo compartido y la lectura de sus libros. Sin embargo, veía lo que a Sylvie le pasaba desapercibido. Aquella mujer le turbaba. ¿Por qué? ¿Qué hacía leyendo críticas de libros? ¿Qué estaba haciendo allí, en casa de un ex paciente? ¿Era posible que los dos tuviesen una relación sentimental? La idea era absurda. Una visita particular, meses después de que le dieran el alta a Mark. Algo incluso más impropio de su actividad profesional que de la de Weber. Sin embargo, allí estaba él también. Barbara se lo quedó mirando, sospechando de sus motivos ocultos. ¿Y qué respuesta podía dar a la pregunta que le había hecho? No dijo nada, dispuesto a echarse a morir.

Mark salió del baño, todavía subiéndose la cremallera. Estaba más animado de lo que Weber le había visto jamás.

– Bueno, este es el plan. Os diré lo que voy a hacer.

Sus palabras sonaban metálicas y lejanas. Weber no podía distinguirlas, por encima del estrépito más cercano. El rostro de Barbara Gillespie, aquel óvalo lleno de franqueza, seguía mirándole, planteándole la pregunta más sencilla. Sus entrañas, que parecían flotar, respondían por él.

Los dos regresaron juntos a Kearney y acabaron en un restaurante, una de esas cadenas diseñadas en Minneapolis o Atlanta y con las especificaciones remitidas por fax a todo el país. La América histórica, desaparecida, reencarnada como cómodas franquicias. Aquella pasaba por ser una mina de plata de la década de 1880, aunque unos seiscientos kilómetros fuera de lugar. Claro que Weber había estado en una idéntica en Queens.

La facilidad de su conversación le confundía. Hablaban en el lenguaje taquigráfico, comprimido y cómico de las personas que se conocen desde la infancia. Idioglosia, un fenómeno tan común como cualquier otro. Picoteaban una cebolla frita en manteca, charlando sin necesidad de explicarse. Por supuesto, tenían como tema común del que hablar el cerebro de Mark, un tema de inagotable interés para ambos.

– Bueno, dime, ¿qué te parece, personalmente, que se someta a esa medicación?

La voz de Barbara no revelaba nada, ningún atisbo de su propia postura.

El interés que la mujer mostraba por Mark le fastidiaba, al tiempo que censuraba el suyo propio. ¿Por qué tenía que mostrar tal intimidad con el muchacho, cuando compartía con él incluso menos que Weber? Sacudió la cabeza y se pasó los dedos por el resto de cabello que le quedaba.

– Tengo mis dudas, en el mejor de los casos. En general, soy conservador, cuando se trata de algo tan potente. Cada lanzamiento de los dados neurológicos tiene un resultado impredecible. Es como tratar de meter un barco en una botella por el procedimiento de sacudirla. Ni siquiera me gustan los inhibidores selectivos de la recaptura de la serotonina, antes de agotar otras posibilidades.

– ¿De veras? Seguro que no padeces depresión.

Él ya no estaba seguro.

– La mitad de la gente que responde a ellos responderá también a los placebos. Ciertos estudios indican que quince minutos de ejercicio y veinte de lectura al día pueden hacer tanto por la depresión como los medicamentos más populares.

Ella parpadeó y ladeó la cabeza.

– Leo entre tres y cuatro horas al día, y eso no me ayuda en especial a sentirme segura.

Una mujer que leía más que él, que padecía sus propios accesos depresivos: no habría adivinado ninguna de las dos cosas. Ahora ambas parecían palmarias.

– ¿Ah, sí? -Weber ladeó la boca-. Intenta reducirlo a veinte minutos.

Ella sonrió y se pasó una mano por la frente.

– Sí, doctor.

– Pero esto podría ser lo apropiado para él. La única vía con alguna posibilidad de ayudar.

Dos cosas diferentes, lo sabía. Pero no señaló la diferencia.

Ella le hizo muchas preguntas, llena de interés por el caso de Mark. Sin solución de continuidad abordaron el síndrome de Capgras y después la paramnesia reduplicativa y la intermetamorfosis. Ella no se cansaba de escuchar casos de anosagnosia: pacientes incapaces de ver sus síntomas, incluso cuando se los mostraban.

– No acabo de entenderlo. ¿Crees que ese hombre, Ramachandran, puede tener razón? ¿Que hay un subsistema cerebral que es un pequeño «abogado del diablo» y se avería?

Ella no se había limitado a leer los libros de Weber, y estaba demasiado deseosa de hablar sobre lo que había leído. Él la escuchaba con atención, mirándola, la oreja casi sobre su hombro, un gesto vagamente canino. Deseaba preguntarle: Dime, ¿quién eres cuando no eres tú misma?

– Bueno, ¿desde cuándo te dedicas al trabajo de enfermera?

Ella ladeó la cabeza.

– En realidad, no soy enfermera. Ya lo sabes. Soy ayudante de enfermería. Una auxiliar sanitaria.

Furtivamente, pinchó un anillo de la flor de cebolla frita.

– ¿Y nunca has querido obtener el diploma? ¿Nunca has pensado en formarte como terapeuta?

Weber empezó a forjarse una teoría: por algún motivo, la palestra del juicio público había causado en ella un pánico similar al que él estaba experimentando con tanta rapidez. Otra cosa más que los unía.

– Verás, no llevo mucho tiempo en el sector sanitario.

– ¿Qué hacías antes?

A ella le centellearon los ojos.

– ¿Por qué será que me siento como el próximo caso de estudio?

– Lo siento. He sido un poco avasallador.

– Oh, no te disculpes. La verdad es que me siento halagada. Hacía mucho tiempo que nadie me sometía a un interrogatorio completo.

– Te prometo que dejaré de husmear.

– No es necesario. A decir verdad, es agradable hablar de… cosas reales. No tengo muchas oportunidades…

Desvió la mirada. Él tuvo un atisbo de su verdadero ser, hambrienta de cualquier fragmento de conexión intelectual, en aquel lugar donde había decidido exiliarse, un lugar que desconfiaba del intelecto y recelaba de las palabras. Tal vez la única razón por la que le respondía.

– ¿Estás… sola? ¿Sin amigos? ¿No estás casada?

Ella se echó a reír.

– Hoy día, la pregunta correcta es: «¿Cuántas veces?».

– ¡Lo siento! Qué estúpido soy…

– Dices mucho «Lo siento». Una casi podría pensar que lo dices en serio. En fin, dos veces. La primera fue una de esas locuras temporales que se cometen a los veintitantos. Ninguno de los dos tuvo la culpa. El segundo me dejó porque tardaba demasiado en decidirme a tener hijos.

– Espera un momento. ¿Se divorció de ti por no tener hijos?

– Necesitaba un heredero.

– ¿Quién era, el rey de Inglaterra?

– Muchos hombres lo son.

Él contempló su cara y se percató de que necesitaba la neurociencia para que le inmunizara contra la belleza. La vio con el aspecto que tendría al borde de los ochenta años, afectada por el Alzheimer y sentada, con la mente vacía, ante una ventana.

– ¿Y no querías tener hijos?

– Sobre esos subsistemas neuronales… -replicó ella-. ¿Cuántos hay? Me dan la sensación de un destartalado colegio electoral.

Ella le estaba utilizando. Y quizá ni siquiera a él, sino tan solo a un cerebro amueblado y disponible, algo que le permitiera sacar a relucir el suyo.

– ¡Ah, política! Supongo que es el momento de marcharme.

Pero no se fue. Conversaron hasta que la camarera dejó de servirles café. Incluso en el aparcamiento, apoyados en el coche de Weber, acariciados por la brisa que hacía crepitar las ramas, siguieron hablando, sobre Mark, la memoria retrógrada, si el recuerdo de aquella noche persistía y teóricamente era recuperable, aunque el muchacho no pudiera hacerlo.

– Habla de que estaba en un bar -dijo Weber-. Una sala de baile en un local junto a la carretera.

Ella sonrió, la sonrisa más solitaria que él había visto jamás.

– ¿Quieres ver ese sitio? -Solo entonces Weber se percató de que le había lanzado el anzuelo-. Primero llama a tu mujer -le pidió Barbara.

– ¿Cómo has…?

– Por favor. Llevas toda la noche conmigo. Te he dicho que he estado casada. Sé lo que hay que hacer.

Así pues, Weber telefoneó a Sylvie desde el aparcamiento, mientras la mujer inescrutable daba vueltas a una farola a unos cincuenta metros de distancia, concediéndole intimidad, arrebujada en su abrigo de ante demasiado fino.

Fueron al Silver Bullet en el coche alquilado. Cuando él puso el motor en marcha, se encendió la radio, la emisora de música clásica que había encontrado y que transmitía desde Lincoln. La apagó.

– ¡Espera! -exclamó ella-. Vuelve a ponerla.

Él encendió de nuevo la radio, salió del aparcamiento y enfiló la carretera desierta. Unas voces agudas, sin acompañamiento, se entrelazaban, sostenidas por un telón de metales. Música de otro planeta, antífona, una manera de pensar perdida.

– Dios mío -dijo ella. Parecía encontrarse mal. Él la miró. En la oscuridad, las facciones de Barbara estaban tensas y tenía los ojos húmedos. Alzó una mano para impedir que la mirase, y desvió los ojos-. Lo siento -le dijo con la voz tomada-. Ya ves…

«Lo siento.» Me parezco a ti. Lo siento. No es nada. No me hagas caso.

– Monteverdi -conjeturó él-. ¿Conoces la pieza?

Ella sacudió bruscamente la cabeza.

– Jamás he oído nada igual. -Escuchó como si fuese la noticia de una invasión extranjera emitida por una radio antigua. Después de medio coro, apagó el aparato. Se alejaron de la ciudad por las oscuras carreteras rurales, en silencio, Barbara indicando la dirección con gestos de la mano. Cuando habló de nuevo, su voz era tranquila-. Esta es la carretera. Este es el tramo de Mark.

Él lo examinó, pero no pudo ver nada. El lugar carecía por completo de rasgos distintivos. Podrían haber estado en cualquier lugar entre Dakota del Sur y Oklahoma. Avanzaron en la oscuridad de la noche otoñal, los faros con el fulgor apenas suficiente para permitirles avanzar a través de la ignorancia absoluta.

La sala de baile era ensordecedora, la música tan fuerte que hacía brincar los tímpanos de Weber como trampolines.

– Por lo menos no es una noche de topless -gritó Barbara-. Este es el grupo que tocaba la noche del accidente, el favorito de Mark.

Él quería decirle que sabía todo lo relativo al grupo, que sabía tanto como ella sobre los gustos musicales de Mark. Le irritaba que su interés por Mark fuese tan espontáneo, mientras que el suyo estaba lleno de motivos.

Encontraron una mesa libre en un rincón. Ella fue al bar y volvió con dos cervezas claras en vasos de plástico acanalados. Se inclinó por encima de la mesa y le gritó al oído:

– «Tal vez te preguntes: ¿cómo he llegado aquí?»

– ¿Cómo fue?

Ella le miró, para cerciorarse de si lo decía en serio.

– Nada. Hablaba de mi generación.

El extendió los brazos en abanico.

– ¿Son todos clientes habituales? -Ella se encogió de hombros: La mayoría-. ¿Algunos estaban aquí la noche en que Mark y sus amigos…?

La música engulló sus palabras.

Barbara se inclinó hacia él, los codos sobre la mesa.

– La policía ha hablado con todo el mundo, y nadie sabe nada. Nadie sabe nada nunca.

Sentados a la mesa apartada del bullicio, bebieron y contemplaron la sala. Él examinó a la mujer. De cerca, su rostro era como el de una niña que contara los días hasta su cumpleaños. Su inexplicable aislamiento le inquietaba. Algo le había sucedido que la encerraba en el interior de una pose, alguna singular pérdida de la confianza cuyo resultado era un modo de ganarse la vida muy por debajo de su capacidad. Había perdido algo de sí misma, o prescindido de ello, negándose a competir, rechazando tomar parte en aquella empresa colectiva cada día más imparable. ¿Era posible que una lesión de la corteza prefrontal la hubiera convertido en ermitaña? No se requería ninguna lesión. Él la reconocía, comprendía su retirada. Algo los unía. Algo más que la inconcebible extrañeza del síndrome de Capgras -el huérfano cuya custodia compartían- era lo que les había alienado a ambos. Ella había pasado por una crisis muy similar a la que ahora erosionaba a Weber.

Barbara sorprendió su mirada sondeadora. Extendió el brazo por encima de la mesa y le tomó la muñeca.

– ¿De modo que esto es lo que significa: «Básicamente, alterado»?

Mientras ella la sujetaba, él no podía controlar el temblor de su mano. De todo su cuerpo: temblaba como si acabara de levantar algo que superaba varias veces su propio peso por encima de la cabeza.

Ella se inclinó hacia delante y le alzó la barbilla.

– Escúchame. Ellos no son nadie. No tienen poder sobre ti.

Weber tardó un momento en identificar a «ellos»: el tribunal de la opinión pública.

– Está claro que sí lo tienen -replicó.

Más poder sobre él que el suyo propio. La corteza cerebral humana evolucionó a base de navegar por las complejidades del rango social. Eso constituía la mitad de la cognición, la principal presión selectiva ahora en juego: la manada en la cabeza.

Y conformado con esa finalidad por el poder de «ellos», el cerebro de Barbara interpretaba al suyo.

– ¿Qué te importa lo que haga ese grupo de monos que se dedican a acicalarse y hacer trampas? Nada importa salvo el sentido que tu propio trabajo tenga para ti.

Todo el sentido de su propio trabajo se había esfumado. Solo quedaba el juicio sumario. Ella le miraba con la cabeza ladeada, explorando. Y ante ese gesto de impotencia, él respondió:

– Ese es el problema. Todo lo que dicen los críticos es completamente cierto. Mi trabajo es muy sospechoso.

Semejante admisión a Barbara casi le hizo sentirse eufórico. Ella entrecerró los ojos y sacudió la cabeza.

– ¿Por qué dices eso?

– No vine aquí para ayudar a Mark. Al principio no fue eso lo que me trajo.

Cesó la música. A su alrededor, la gente se dedicaba a intentar ligar unos con otros. Weber no soportaba mirar nada más complejo que la espuma de su cerveza.

– Creer que podría ayudarle, en primer lugar, fue puro narcisismo. ¿Qué más puedo hacer por él aparte de recetarle alguna arma química… «Mira, tómate esto, crucemos los dedos y esperemos que suceda lo mejor»? -Ella le acarició los nudillos con el dorso del pulgar, como si lo hubiera hecho durante toda su vida-. ¿De qué le sirve toda la ciencia neurológica del mundo? Arrogancia, a decir verdad. Una especie de charlatanismo. ¿Qué es lo que estoy haciendo aquí?

Ella siguió presionándole los dedos y no dijo nada. Su espina dorsal se curvó hacia delante. Algo en ella compartía la sensación de engaño que él experimentaba, la incorporaba a su organismo. Solo sus ojos le daban seguridad: la empatía significaba vértigo. Sacudió la muñeca de Weber en el aire. Casi había dejado de temblar.

– Basta. Basta ya de flagelarse. Bailemos.

Weber estaba demasiado exhausto para objetar. Ella le llevó al centro de la pista, como un remolcador que tirase de un carguero averiado. Él la siguió con dificultad, esperando instrucciones, pero no recibió ninguna. Estaba bailando en un bar con una mujer a la que no conocía: se sentía intranquilo, tal como se sentía cuando dejaba que transcurriera una jornada sin trabajar. Pero aquello no era más que un refugio sencillo, improvisado, mutuo. La idea de cualquier cosa ilícita casi le parecía cómica: «ataque con un arma muerta», solía bromear con Sylvie. Weber y Barbara se agitaban y estiraban. A su alrededor, la gente se movía. Salsa y boogie. Pasos de baile sencillos. Extrañas contorsiones a juego con los aún más extraños violines y estruendosas guitarras de los Apalaches que tocaba el grupo del local. Junto a ellos, una pareja más joven se miraban y movían vigorosamente. Más lejos, un descendiente de los indios ponca pisoteaba el suelo y hacía volar a su pareja. Por todas partes las rodillas se levantaban y los hombros aleteaban. La mujer estaba en lo cierto: todo lo que vivía se agitaba bajo la atracción de la luna.

Barbara se rió.

– ¡Lo estás haciendo muy bien!

En realidad, parecía bobo. Un torpe polluelo que graznara en otoño. Pero su cuerpo latía al unísono con el ambiente. Cesó la música y quedaron varados. Weber se sentía profundamente avergonzado y necesitaba llenar el vacío.

– ¿Crees que Mark y sus amigos estuvieron bailando aquella noche?

Ella reflexionó sobre esa posibilidad con los ojos entrecerrados.

– Bonnie dijo que no estuvo aquí. Eso no quiere decir que no hubiera alguna otra involucrada. Desde luego, bebieron y tomaron otras sustancias. Eso lo sé por el mismo Mark.

La música se reanudó: heavy bluegrass metal. Una ola rompió contra Weber, ligera, omnisciente. Incluso el baile era demasiado insoportable.

– Anda, vayámonos -le dijo a Barbara-. Aquí no hay nada que averiguar.

Estaba seguro de que a ella también se lo parecía. La emoción del derrumbe. Podrían haber sido cualesquiera, en cualquier vida, ocultándose para que no los descubrieran. El rostro de Barbara, tan inestable como el suyo, fingía despreocupación. Ella encontró la salida y pasaron de la nube de humo y ruido a la noche estrellada. Él experimentaba la calma más inverosímil, la placidez de la impotencia, y sabía que también Barbara se había sumido en aquel silencio con él. La atmósfera era densa y seca en la época de la cosecha. Sus pies hacían crujir la grava camino del coche. Ella le asió del codo, deteniéndole.

– Chsss… ¡Escucha!

Él volvió a oírlo, en la versión nocturna. Enjambres de insectos y los chirridos de sus predadores. Búhos de vez en cuando, y el grito, como una antífona, de lo que solo podían ser coyotes. Todos ellos criaturas que oían a los seres humanos y solo sabían de ellos que formaban parte de la red más amplia de sonidos. Seres vivos de todos los calibres para los que el bar al lado de la carretera no era más que otro montículo del paisaje, tan solo otro módulo pululante en el bioma que explotar.

Ella le miró, la mujer más solitaria que había conocido jamás, desesperada por relacionarse, por encontrar alguna prueba de que la existencia no era una creación de su mente. Él prestó oídos a la noche, al sonido de la reclusión de Barbara. Pero, como el testigo secreto de Mark que redactó la nota, se mantuvo absolutamente quieto y callado, confiando en pasar inadvertido. Se apartó de la mirada inquisitiva que ella le dirigía y encaminó sus pasos al coche. Cuando llegó al vehículo, ya no podía defenderse, ni siquiera ante sí mismo, el más fácil de los públicos. Sí, se había obligado a volver para enderezar las cosas con los Schluter, para reconciliarse consigo mismo. Pero allí, entre los sonidos de la noche habitada, con el viento rozándole suavemente el brazo y bajo la mirada de aquella mujer reclusa, que tanto se refugiaba para alejarse de la vida, reconocía la desaparición en pos de la que él también iba.

* * *

Karin se reunió con Karsh para pedirle consejo. Los consejos de Daniel estaban enturbiados por la moralidad. Este le dijo que la medicación causaría más problemas de los que podría resolver. Pero Daniel no era el hermano de Mark. Trabajar por la causa era una cosa. Sacrificar por ella su propia relación de parentesco era otra muy distinta.

Se había visto dos veces con Karsh. Tomaron unas copas, se pusieron al día. Nada delictivo, nada que ella no pudiera manejar. Había vivido sin placer durante tanto tiempo que unas pocas sacudidas emocionales rápidas apenas tenían efecto en ella. Se puso en contacto con él por correo electrónico, utilizando el antiguo alias secreto de Karsh. Él le propuso que desayunaran juntos. «Una especie de cambio, ¿no? Un encuentro después del juego, pero sin juego.»

Eso la había enfurecido. Todo lo que ella quería era que se reunieran, aunque fuera una sola vez, como personas civilizadas, sentados a la mesa del desayuno, en vez de encontrarse furtivamente como delincuentes. Se reunieron en Mary Ann's, en la misma calle donde él trabajaba. Cuando ella entró en el restaurante, él se apresuró a levantarse y la besó en la mejilla. El súbito movimiento la estremeció.

Pero solo iban a desayunar, así que ella tomó asiento y pidió lo que deseaba tomar. Lo único que necesitaba era la mente de aquel hombre, tan briosa y brutal como una auditoría. Ella le planteó la propuesta de medicación del doctor Weber.

– Un antipsicótico -le susurró. Robert se limitó a asentir. Ella trató de exponerle las objeciones más temibles de Daniel-. Tengo miedo de dejar que mi hermano se drogue con sustancias que alteran el estado de ánimo.

Karsh sacudió la cabeza y señaló el desayuno.

– Una taza de café es una sustancia que altera el estado de ánimo. Una tortilla española. Creo recordar una pequeña adicción tuya… ¿aquellas tabletas triangulares de chocolate suizo? No me digas que nunca te pusiste a tono comiendo unas cuantas.

– Esto no es una pastilla de chocolate, Robert. Es un psicoactivo.

Él se encogió de hombros y agitó las manos.

– No estás al día, Conejita. La mitad de los norteamericanos toman algún psicoactivo. Mira a tu alrededor. ¿Ves a esa gente de ahí? -Señaló vagamente hacia unas mesas a las que se sentaban cuatro ancianos en chándal y una familia de mennonitas-. Casi la misma proporción. El cuarenta y cinco por ciento de los estadounidenses toma algo que modifica la conducta. Ansiolíticos, antidepresivos, lo que quieras. De otro modo no podrían funcionar. El mundo es demasiado complicado. Yo mismo tomo un par de cosas.

Ella le miró, aturdida. La nueva relajación de Robert, la placidez y la humildad recién descubiertas: tal vez solo se debieran a algo que estaba tomando. La suavización de sus facciones, la capa añadida de grasa infantil. Todo puramente químico. Claro que el mismo cerebro era un depósito de unas u otras sustancias que alteraban la conciencia. Así lo decían todos los libros que ella había leído desde el accidente de Mark. La repugnaba. Quería al Karsh auténtico, no a aquel filósofo tolerante que escurría el bulto.

– Pero un antipsicótico…

Él no había perdido el hábito: una y otra vez su mano derecha comprobaba el pulso en la muñeca izquierda. En el pasado, ese gesto había sacado de quicio a Karin. Ahora solo la asustaba. Robert alzó el dedo índice y se convirtió en predicador.

– «Un pellizco es mejor que un abismo.»

– ¿Qué es eso?

– ¿No lo recuerdas? -se regodeó él-. Teníamos que leerlo en el instituto. Recuerdas el instituto, ¿verdad? Tal vez necesites algún reforzador de la memoria.

– Recuerdo que te llevé de pareja al baile del instituto y que te encontré detrás del malecón, retozando con aquella zorra del equipo de criquet como uno de esos perros que buscan trufas.

– Creía que estábamos hablando de literatura médica.

– Estábamos hablando del futuro de mi hermano.

Él agachó la cabeza.

– Lo siento. Dime qué es lo que te preocupa. El mejor y el peor de los casos.

El mero hecho de que la escuchase era agradable, sin el juicio perpetuo y silencioso. Fumar delante de un hombre, sin ocultarse, era incluso más agradable. Le contó todos sus temores acerca de Mark: que pudiera hacerse daño, que dañara a alguien, que apareciera algún síntoma nuevo y misterioso, convirtiéndole en alguien un poco menos humano, que la medicación pudiera hacerle incluso menos reconocible.

– Me está destrozando, Robert. Había hecho las maletas y estaba preparada para marcharme, y ni siquiera pude hacer eso. Mark tiene toda la razón cuando dice de mí que soy una sustituta. Mira mi vida. Soy una broma, una de esas personas camaleónicas. Nada, en el fondo. La chica Viernes de todo el mundo. ¿Dice que soy una impostora? Está en lo cierto. Todo lo he hecho siempre de una manera mecánica. Nunca he querido nada salvo lo que creía que alguien quería de mí…

– Vamos, mujer-le reconvino Robert-. Tranquila. Puede que necesites tomar alguna de esas píldoras.

Ella no pudo contener una risa triste. Le habló a Robert del juicio por los efectos secundarios de la olanzapina que Daniel había descubierto, fingiendo que era ella quien lo había encontrado. Karsh tomó notas en su agenda.

– Tenemos un bufete de abogados. Pediré a alguien que investigue.

Tan solo hablar con Karsh la tranquilizaba, más de lo que debería. Por supuesto, la postura que adoptaba él era tan parcial como la de Daniel. Ninguno de los dos sabía qué era lo mejor para Mark, pero tan solo oír los contraargumentos de Karsh resultaba liberador. Una decisión errónea ya no pendería exclusivamente sobre su cabeza.

Karsh se tomó el pulso.

– Si decides hacer eso, seguirá habiendo un problema.

– ¿Cuál?

– Lograr que Mark se avenga.

– ¿Lograr que Mark se tome las píldoras? ¿Eso será un problema?

Soltó un bufido, compungida.

– Conseguir que las tome con regularidad. O que cuando suspenda el tratamiento lo haga de la manera apropiada. No sería el más fiable de los pacientes. Si se le ocurre interrumpir la toma de repente…

Ella asintió, una cosa más de la que preocuparse. Ambos habían llegado al límite de su ingesta de café permisible. Era hora de marcharse. Ninguno de los dos se movía.

– He de ir a trabajar -dijo ella.

– ¿Así que ahora eres una voluntaria en el Refugio?

Karin le sonrió de la misma manera sesgada.

– Aunque parezca mentira, me pagan por mis servicios.

Aún no podía creerlo del todo. En el transcurso de unas pocas semanas, esforzándose por demostrar cuanto antes que era digna de que la hubieran contratado, había leído todos los informes publicados por el Refugio. Y muy pronto le habían confiado auténticas responsabilidades. De alguna manera comprometedora, sus nuevas tareas la sacaban del foso de impotencia en el que había vivido desde el accidente de Mark. Un lugar que necesitaba de veras sus energías, una definición útil de sus días. Como Daniel, ahora trabajaba por lo menos cincuenta horas a la semana. Mark no podía culparla, pues los impostores no le debían ninguna lealtad. Ella sabía ahora más sobre el esfuerzo por proteger el río de lo que debería saber cualquier empleada en prácticas. Tenía una información por la que Karsh estaría dispuesto a matar.

– ¿De veras? -replicó él, enarcando las cejas-. ¿Te pagan en dinero contante y sonante? Eso es estupendo. Bueno, ¿qué es lo que haces ahí exactamente?

Lo hacía todo: almacenaba cajas, revisaba informes, hacía llamadas imprevistas a políticos locales y posibles donantes, con aquella voz sonora de mezzosoprano, tan apropiada para las relaciones con los clientes, que era su principal baza.

– ¿Sabes, Robert? No debo decirlo.

– Comprendo. -En sus ojos de color aguamarina apareció un destello de inocencia herida. El viejo Robert, capaz de desmontarla sin necesidad de un manual del propietario, el Karsh del que ya no podía evadirse, como tampoco podía huir de sí misma-. Secretos muy bien guardados de los protectores de las tierras pantanosas. Lo comprendo perfectamente. ¿Qué es tu historia personal comparada con preservar la evolución de cuatro mil millones de años?

Ese mismo mes, dos años atrás, ella había yacido con Robert bajo un diluvio, desnudos en la lodosa orilla, lamiéndole las axilas como una gata.

– Por Dios, Karsh. ¿Qué puedo decir? Es el trabajo más gratificante que he tenido jamás. Algo mucho más importante que mi pequeño mundo, más que el de cualquiera. Estoy lidiando con unos informes que… ¿Sabías que hemos cambiado ese río en cien años más que en los diez mil anteriores…?

– Perdona… ¿unos informes? ¿Qué clase de informes?

– Fotocopias de la Oficina del Condado, si quieres saberlo.

Ya era demasiado, pero seguramente él lo habría conjeturado. Observó a Robert mientras él fingía tranquilidad. Había visto a menudo aquella expresión, pero nunca hasta entonces había podido causarla. Era una expresión capaz de alterar el estado de ánimo.

– Tienes razón, probablemente no deberías decirme nada -replicó él, exudando encanto, un encanto juvenil que resultaba extraño, ahora que el cabello se le estaba volviendo gris-. Pero confírmamelo si lo adivino, ¿de acuerdo?

– Eso depende.

– ¿De qué?

– De lo que tú me digas a cambio.

Él extendió las manos sobre la mesa.

– De acuerdo. Pregúntame lo que quieras.

– ¿Lo que quiera? -Ella soltó una risa socarrona-. ¿Qué tal tu vida familiar?

Él se recostó en su asiento y se rindió con demasiada rapidez.

– Los chicos son… estupendos, de veras. Me alegro mucho de haber sido padre. Cada semana hay algo diferente. Monopatín, teatro de aficionados, piratería de software a escala industrial. Créeme, son fantásticos. Lo de Wendy y yo es otra historia.

– ¿Otra historia que…?

– Mira, no quiero abrumarte con eso, Conejita. No tiene nada que ver con tu vuelta a casa. Era algo que veníamos arrastrando durante meses antes de que te viera.

Al parecer, no se trataba de una historia distinta a la que le había contado durante años. Pero ahora no podía hacerle daño. Como uno de esos correos basura con la indicación: «Urgente. Material con fecha límite. Responda, por favor».

– Estoy segura, Robert. Mis idas y venidas jamás te afectarían.

– Ya sabes que no es eso lo que quiero decir. Pero voy a mostrar una gran agudeza psicológica dejando que me ataques. -A modo de represalia, ella echó sal a la media tira de beicon que quedaba en el plato de Robert. Él se la llevó a la boca, como un acto de contrición-. Esto es exactamente lo que estoy diciendo. -Agitó los brazos, sonriente-. ¿Sabes cuándo fue la última vez que me sentí tan libre? Cuando Wendy y yo recorrimos aquella desinfectada casa de estilo colonial, evaluándonos mutuamente como investigadores de fraudes para cobrar el seguro después de un incendio. Estamos absolutamente hartos el uno del otro. Hemos llegado al punto en que tenemos que separarnos por el bien de los chicos.

Miró por el cristal cilindrado de la ventana que daba a la avenida Central.

– ¿Hay ahí fuera algo que te guste? ¿Atractivas transeúntes de buena mañana?

Él se limitó a asentir.

– Cuando estoy contigo, todo lo que veo me gusta un poco más.

La jugada más peligrosa de todas. Alguien que hacía a los demás más felices por ser quienes eran: eso era lo que ella siempre había soñado ser. Y solo aquel hombre conocía su fatal punto débil. Ella le escuchaba y le consentía, asintiendo a sus detalles: el apartamento de separado que tenía en mente, el abogado que le había prometido una protección razonable. Le dejó hablar de su futuro emergente. Por lo menos él tenía la decencia de no preguntarle si le interesaba llenarlo. Y todo lo que aquella breve escapada le costaba era el beso en la mejilla y la renuncia a pagar su parte de la cuenta del desayuno.

Él la asió por los codos mientras se despedían.

– Creo que tu hermano podría tener razón. Has cambiado, desde luego. -Antes de que ella pudiera protestar, añadió-: Estás mejor.

Y se alejó por la recientemente renovada avenida principal de Kearney.

Aquella noche llamó el doctor Weber.

– ¿Qué tal lo lleva? -le preguntó. Parecía solícito de veras, pero ella no iba a dejarse analizar. Solo su hermano necesitaba la ayuda del médico, no ella. Se apresuró a buscar su lista de nuevas preguntas sobre el tratamiento propuesto y empezó a formularlas. Él la cortó con suavidad-. Mañana por la mañana volveré a Nueva York.

Estas palabras la silenciaron. Inició un par de confusas objeciones antes de comprender. Volvía a despedirse, incluso más rápido que la vez anterior. Ella no le vería más, al margen de la opción que eligiera.

– Estaré en contacto con el doctor Hayes del Buen Samaritano. Le enviaré mi evaluación completa. Le facilitaré todo el material que he encontrado, le pondré al tanto de su situación.

– Eso es… Yo no… Aún tengo preguntas…

Al buscar entre un rimero de papeles del Refugio, todas las hojas le cayeron al suelo. Ella maldijo furiosamente antes de ponerse de nuevo al aparato.

– Por favor -le dijo Weber-. Pregúnteme lo que sea. Ahora o en cualquier momento después de que me haya ido.

– Pero creía que íbamos… Creía que tendríamos otra oportunidad de hablar sobre las alternativas. Esta es una decisión importante, y no tengo…

– Podemos hablar. Y cuenta usted con el doctor Hayes y los profesionales del hospital.

Ella notó que perdía el dominio de sí misma y no le importó.

– Así que se trata de compasión del médico hacia el paciente -dijo alzando la voz.

Tenía que desahogarse, por su bien y el de todo el mundo. La calma profesional de aquel hombre la enfurecía. ¿Por qué se había molestado en volver si aquello era lo que había planeado? Volver a casa con su familia, su esposa. Supongamos que cruzaba la puerta y su mujer no le reconocía, que amenazaba con llamar a la policía si no se marchaba. Antipsicótico.

– No sabe usted cómo me afecta todo esto.

– Puedo imaginarlo -replicó Weber.

– No, no puede. No tiene la menor idea. -Estaba harta de quienes se imaginaban que podían imaginarlo. Estaba dispuesta a decirle exactamente lo que era. Pero se tranquilizó, por Mark-. Perdone. Lo que acabo de decirle no tiene excusa. Últimamente no estoy muy centrada.

Le dijo que comprendía su decisión y que se las arreglaría sola. Entonces le agradeció su ayuda y se despidió de él para siempre.

* * *

Casi se lo había arrojado a la cara: «No tiene la menor idea». Como si hubiera querido confirmar a propósito las peores acusaciones públicas. Un oportunista frío y absorto en su cometido, que no se interesaba en absoluto por las personas. Lo único que le interesaba eran las teorías.

La desfachatez de aquella mujer le pasmaba. Él le había propuesto un tratamiento cuando no había ninguno, una opción que solo había encontrado tras dedicar su tiempo y esfuerzo. Decenas de millares de dólares en atención médica, que él le había procurado gratuitamente y a domicilio. Dos viajes a través del país realizados sin ánimo de lucro por un investigador de reputación internacional, cuando ella podría haber estado llamando infructuosamente a todas las puertas, rogando citas, llevando a su hermano de un lado a otro del continente, de clínica en clínica, en busca de alguien que por lo menos supiera qué estaba examinando.

Weber se había mostrado sorprendentemente sereno, al menos así lo recordaba. Eso se debía al exceso de práctica. Que él recordara, jamás había perdido los estribos en el ejercicio de su profesión. Había querido explicarle: «Mi marcha no se debe a lo que usted cree», pero entonces habría tenido que explicarle a qué se debía su marcha.

Karin tenía razón en su acusación silenciosa: él no era un psicólogo. La conducta humana, tan opaca cuando inició sus estudios, ahora le parecía peor que el misterio religioso. No entendía a nadie. Ni siquiera podía empezar a comprenderla a ella. Había pasado de la gratitud a la arrogación de derechos, sin ninguna base. La vulnerabilidad revolviéndose para atacar, incluso mientras rogaba misericordia. Él había estudiado los absurdos del comportamiento durante toda su vida, y ni siquiera se había aproximado a predecir las palabras que ella le había lanzado.

Sí, las lesiones a cuyo estudio había dedicado su vida profesional enlazaban con la psicología en un espectro continuo. Pero las cosas que se esforzaba por explicar como déficit no podía excusarlas en aquella persona sana. Ningún tribunal médico le habría condenado si hubiera interrumpido la comunicación con ella. Sin embargo, él no le colgó, lo experimentó todo, desde lejos. Cierta vez vio esa misma afección en una joven paciente. Asimbolia del dolor: lesión en la circunvolución supramarginal del lóbulo parietal dominante. «Sé que el dolor está ahí, doctor, lo noto, es atroz. Pero ya no me molesta.» Dolor por todas partes, pero no penoso.

Tal vez él había sufrido una lesión y se hallaba en una fase madura de compensación. Pero por teléfono no había podido hacer más que cumplir con las formalidades: ¿Qué haría Gerald Weber? Dejó que Karin Schluter le insultara, sin decir nada en defensa propia. Respondió a sus preguntas tan sinceramente como le fue posible. Al colgar el aparato, se sintió peor que humillado. Pero la humillación no le preocupaba. Lo que le desmontaba también le alborozaba, le producía una euforia tan intensa que se sentía como si flotara. Al borde de los sesenta años, y el mañana amenazaba con revelar el misterio que durante toda su vida se había esforzado por penetrar. Le inundó una acometida de ilusión, peor que cualquier sustancia farmacéutica. Se había enamorado de una incógnita total, una mujer de la que no sabía absolutamente nada.

Llamó al Buen Samaritano y se puso en contacto con Christopher Hayes, quien le saludó calurosamente.

– Estoy leyendo su nuevo libro. Aún no lo he terminado, pero no puedo comprender las exageraciones de la prensa. No es diferente de lo que ha escrito siempre.

Weber había llegado a la misma y devastadora conclusión. Ahora todo lo que había escrito no hacía más que aumentar una vaga sensación de vergüenza. Le dijo a Hayes que había estado en la ciudad y examinado a Mark. La noticia silenció a Hayes. Weber describió el empeoramiento del paciente, mencionó el artículo de la ANZJP que había leído y le habló de su propuesta de tratamiento con olanzapina.

El doctor Hayes estuvo de acuerdo en todo.

– Por supuesto, recordará que ya en junio pensé que deberíamos explorar en esa dirección.

Weber no lo recordaba. Agudamente consciente de la impresión que debía de estar dándole a su interlocutor, apresuró la conversación y acabó con ella. Aquella noche regresó al aeropuerto de Lincoln, y esperó hasta que consiguió plaza para volar. Desde allí llamó a Mark y se despidió de él.

Mark se mostró estoico.

– Supuse que huiría. Se largó de aquí como alma que lleva el diablo. ¿Cuándo volverá? -Weber respondió que no lo sabía-. Nunca, ¿verdad? No le culpo. Yo mismo volvería al mundo real, si supiera cómo hacerlo.

* * *

Últimamente Mark no sirve para nada, salvo para fallar en las pruebas a que le someten. Primero, decepciona al Loquero. No está seguro de por qué (algo relacionado con su menos que óptimo comportamiento en el último cuestionario de preguntas y respuestas), pero el hombre huye de la ciudad como si le persiguiera un enjambre de abejas. Apenas ha ahuyentado al Loquero, cuando la Guardia le persigue. Algún acuerdo que el joven Mark firmó, y, según parece, ahora el país tiene una necesidad desesperada de sus servicios.

Ya sabéis quién (por lo menos ella siempre está ahí) le lleva a la caja de reclutamiento de Kearney. El mismo lugar en el que Rupp y el antes mencionado Mark se presentaron hace una infinidad de tiempo, para hablar de la posibilidad de que Mark aportara su granito de arena a la seguridad de la patria. Durante el trayecto, intenta resolver el embrollo: el mismo Rupp el especialista, que finalmente ha admitido que se comunicó con él justo después de que Mark supuestamente firmara unos documentos oficiales, y justo antes de que alguien le hiciera salirse de la carretera. Como de costumbre, nada encaja, excepto para involucrar al gobierno. Pero que el gobierno esté involucrado generalmente es algo que no requiere pensar mucho.

En la oficina de la Guardia tiene lugar una reunión muy seria, a la que él no está invitado, entre la mujer parecida a Karin y el jefe de los guardias. Ella intenta cancelar el trato, aportando la documentación del hospital, la evidencia de que su hermano está incapacitado, etcétera. Pero el ejército la cala, por supuesto, y le piden a Mark Schluter que responda a unas pocas preguntas por su país. Él lo hace tan bien como puede, lo hace sinceramente. Si Norteamérica sufre un asedio y ha de ir al extranjero para patearle el culo a algún malvado, Mark ha de colaborar, como todo el mundo. Pero no puede evitar reírse ante algunas de las preguntas. Verdadero o falso: Creo que conocer gente de distintas procedencias puede mejorarme como persona. Bueno, eso depende. ¿Se refiere «gente» a un árabe armado que trata de derribar mi avión comercial? A veces me irritan las situaciones repetitivas o monótonas. ¿Cómo responder a estas preguntas, por ejemplo? Pregunta al médico de la caja de reclutamiento si nos estamos preparando para capturar por fin al Saddamizador y terminar el trabajo diez años después. Pero el señor Tieso es increíblemente seco. No podría decírselo, señor. Limítese a responder a las preguntas, señor. Al parecer, estamos tratando con algún imbécil con una misión de alto secreto.

Durante el trayecto de regreso a casa, la doble de Karin expresa sus opiniones, unas opiniones sospechosamente próximas a las de su hermana. La familia es nuestro país, viene a decir. Mark se olvida de todo ello hasta una semana después, cuando recibe una carta de la Guardia Nacional de Nebraska, con el logotipo de una pequeña ojiva de Patriot en el círculo de estrellas. En esencia, dice: No nos llame, nosotros le llamaremos.

Entonces llega el tercer strike. La seudohermana deja caer que los cheques que ha estado recibiendo de la empresa podrían dejar de llegar después del primer aniversario del accidente. Se nota que lo lamenta en cuanto lo ha dicho, como si él no tuviera que saberlo, cosa que, naturalmente, le llama la atención. No hay ningún motivo por el que ella debería estar tan asustada. Y, ni que decir tiene, su cancioncilla y danza secretas le meten el miedo en el cuerpo.

Telefonea a la empresa. Tras esperar largo rato, entretenido por la recitación de hechos sorprendentes sobre la industria cárnica, mientras lo envían de un encargado de personal que no tiene ni idea a otro, le ponen en contacto con alguien que parece saberlo todo acerca de su situación. No es una buena señal, y le hace pensar que Rupp o Cain ha hablado primero con ellos y les ha presentado el otro lado de la historia, el lado que todo el mundo le oculta a Mark. El encargado de personal le dice que necesitará toda una nueva serie de pruebas, una certificación expedida por el Buen Samaritano de que está completamente recuperado, antes de que consideren la posibilidad de volver a contratarlo. ¿Qué diablos significa eso de «volver a contratarlo»? Ya trabaja ahí. El hombre replica con rudeza y Mark contraataca: ¿Queréis que le cuente a la policía federal lo de los treinta hispanos ilegales que tenéis trabajando en las salas de despiece? Una amenaza inocua, en realidad, puesto que en estos momentos la relación entre Mark y los federales no es muy buena. El tipo le cuelga el teléfono, por lo que no hay nada que hacer salvo someterse a las pruebas del hospital. Está seguro de que los resultados pueden ser bastante buenos, dada su considerable práctica. Pero parece ser que en el hospital están enojados con él porque abandonó el Thera-Play, y le presentan unas preguntas extrañas de veras, contra las que él vuelve a estrellarse.

Así pues, strike tres, y, según las reglas del juego, está eliminado. Pero Mark sigue con la mierda hasta el cuello, enfrentado al desempleo real. Todo esto es un videojuego a vida o muerte, con un cronómetro que va contando hacia atrás hasta la detonación. Tiene tiempo hasta el aniversario del accidente para averiguar lo que le hicieron en la mesa de operaciones. Su única esperanza es encontrar a quien le encontró, el autor de la nota, su ángel de la guarda, el único que lo sabe todo.

Se le ocurre un plan, algo en lo que debería haber pensado hace tiempo. Y lo habría hecho, de no ser por tanta locura como hay por estos pagos. Es un plan muy sencillo, y su hermosura consiste en la manera en que fuerza la mano de las autoridades. Expondrá su caso al público. Sacaría la nota a la luz en Crime Solvers. Los habitantes de cuatro condados verán el papel plastificado en sus pantallas de televisión. «No soy nadie, pero esta noche, en la carretera North Line…» Si queda viva alguna persona auténtica, sin el cerebro lavado, que sepa lo que sucedió aquella noche, tendrá que darse a conocer. Y si los poderes fácticos tratan de apoderarse de esa persona y silenciarla, toda Nebraska central lo sabrá.

Un año atrás, no habría pensado en rebajarse tanto. El programa es demasiado patético: la peor clase de investigación de sucesos de la televisión local. Una reportera y un policía recorren toda la región de la Big Bend, fingiendo interesarse por los supuestos misterios sin resolver de la gente, cuando, con toda evidencia, lo que realmente quieren hacer es internarse en los trigales, fuera del alcance de la cámara, y meterse mano como locos. ¿Y los enmarañados y desconcertantes casos que investigan? En sus tres cuartas partes se trata de esposas con pocas luces que se quejan de que llevan semanas sin ver a sus maridos. Señora, ¿ha buscado en el piso de su criada mexicana adolescente? En contadas ocasiones muestran algo interesante, como los dos depósitos llenos de amoníaco robados de un apartadero en Holdrege, que aparecieron en el subterráneo de un viejo edificio de Hartwell donde fabricaban metanfetamina. O el Bigfoot de la Pradera, esa criatura mítica a la que se vio de noche revolviendo en los contenedores de basura en North Platte y de cuya presencia se informó luego en todas partes, desde Ogallala hasta Litchfield, y que resultó ser un oso malayo, la mascota ilegal de un empleado de una compañía telefónica: un animal muy aturdido, vapuleado por cientos de humanos histéricos presa de alucinaciones.

Pero Crime Solvers es su última esperanza. Mark se entrevista por teléfono con su «cazador de historias», también conocido como becario no pagado. El caso les interesa, y envían a la famosa Tracey Barr en persona, junto con un cámara para filmarlo. La Homestar en la caja tonta. O, por lo menos, la falsa Homestar. La mismísima Tracey Barr en su sala de estar. Mark quiere llamar a sus amigos, dejarlos boquiabiertos, tal vez incluso lograr que los filmen. Entonces recuerda que ya no está en condiciones de llamarlos.

En persona, la escultural señorita Barr es algo mayor y no tan atractiva. No tan atractiva, deberíamos decir, como cierta Bonita Baby, vestida con su atuendo de la época de los colonos. Sin embargo, Tracey (ella le pide que la llame Tracey, por increíble que parezca) es impresionante, enfundada en una especie de falda de tubo negra y una blusa rojo rubí. Por suerte, Mark se acuerda también de vestirse bien, con su elegante Izod verde de manga larga, un regalo que le hizo la Bonnie de antes.

Tracey quiere saber todo lo ocurrido. Por supuesto, Mark Schluter no está enterado de todo. Por eso enviaron primero a la pringada criminal. Y por eso es consciente de que, cuando cuenta lo que sabe, la gente le trata de un modo raro. No quiere pisar más minas de las necesarias. Cuanto menos sepa la emisora de la verdadera situación, tanto mejor. Les ofrece los datos básicos: accidente, huellas de neumáticos, hospital, UCI herméticamente cerrada y la nota en la mesilla de noche, esperándole cuando vuelve en sí al cabo de unas semanas. Ella se traga toda la información. Filman el jardín y la casa: Mark solo, contemplando los campos. Mark con una foto de la camioneta. Mark con Blackie Dos, porque, ¿quién va a notar la diferencia? Mark sosteniendo la nota, mostrándosela a Tracey. Está leyendo la nota en voz alta. Y lo más importante: primer plano de la nota que ocupa toda la pantalla, de modo que ningún telespectador se quede sin ver la escritura y leer cada palabra.

Tracey lo lleva a la carretera North Line, para filmarle en la escena del crimen. Se les une el policía que esta semana se encarga del caso, el sargento Ron Fagan, quien resulta conocer a Karin del instituto, y conocerla tal vez incluso en el sentido del Antiguo Testamento. Una y otra vez pregunta a Mark por su hermana, como si «la policía» no estuviera enterada del cambio. ¿Cómo está tu hermana? Es muy simpática. ¿Todavía vive en la ciudad? ¿Sale con alguien? Es espeluznante: aquel hombretón uniformado, sondeando para ver cuánto sospecha Mark. Este esquiva las preguntas y espera no meterse en aguas más profundas que en las que ya se encuentra.

Pero el oficial Fagan es hábil con Tracey, a quien habla de las pruebas obtenidas en el lugar del accidente: las huellas de lo que obstaculizó el avance de Mark y las que quedaron marcadas en la carretera detrás de él. ¿Quiere decir que podría tratarse de una encerrona?, pregunta Tracey. Y con toda seriedad, el policía dice que no quiere llegar a conclusiones precipitadas. Precipitadas, casi un año después. Dice que no tienen nada que se ajuste a las huellas, ninguna pista sobre los vehículos…

Lamentablemente, también menciona la velocidad a la que iba Mark cuando volcó. Es una cifra que no va a granjearle el cariño de ningún defensor potencial. Mark no tenía ni idea de que hubiera ido tan rápido. Se le ocurre pensar que el vehículo situado detrás del suyo le estaba persiguiendo. El trataba de escapar, y cayó directamente en la emboscada.

Colocan en un punto erróneo la cámara que ha de filmar el lugar del accidente. La carretera es la correcta, pero el tramo no. Mark objeta, pero no le hacen caso. Dicen que en ese sitio el telón de fondo es mejor, más pintoresco o algo por el estilo. El policía mueve las manos como un director de orquesta, indicando lo que ocurrió ahí, pero todo está equivocado. Todo es falso. Mark se lo dice, tal vez alzando demasiado la voz. Tracey le ordena callar, pero él replica gritando: ¿Cómo diablos la persona que le encontró va a reconocer el lugar y presentarse si el programa ni siquiera muestra el sitio correcto?

Todos le miran como si se hubiera escapado del manicomio. Pero, en vez de insistir, van en busca del lugar auténtico. Le filman caminando por el pequeño tramo, lo cual es absurdo si bien se mira, porque aquella noche no estaba precisamente en condiciones de caminar. El ambiente es suave y seco, un tiempo para llevar una chaqueta ligera, con un viento juguetón que se burla de los campos. Pero Mark se está helando, tiene tanto frío que es como si estuviera allí, en la cuneta, en febrero, la cara asomando por el parabrisas roto en un charco de hielo aguado.

* * *

Otro invierno en la pradera, aquello de lo que Karin Schluter había huido durante toda su vida adulta. En su infancia había oído hablar del invierno asesino de 1936, con temperaturas bajo cero durante todo un mes seguido; el de 1949, con sus montículos de nieve de doce metros de altura; de la Ventisca de los Escolares, en 1888, con el brutal descenso de veintiséis grados en un solo día, que salpicó el paisaje de estatuas congeladas. En comparación, aquel invierno no era nada. Y, sin embargo, ella temía por su supervivencia.

Se impusieron los marrones cartón y los grises plomo. Las últimas calabazas se secaron en sus enredaderas y la fauna juiciosa emigró al sur o se refugió bajo tierra. Las noches se hicieron más largas y en la ciudad oscurecía pronto. La mayor parte de las noches el viento despertaba a Karin; en pocos lugares del globo era tan ruidoso. Padecía su tradicional bajón de noviembre, la sensación de que se había caído por encima de la barandilla protectora del mundo y ahora yacía bajo la gasa continua del cielo de Nebraska, incapaz de hacer nada salvo esperar que llegase la primavera y alguien la descubriera.

Se habría diagnosticado a sí misma trastorno afectivo estacional, pero se negaba a creer en enfermedades inventadas recientemente. Riegel trató de convencerla de que se sentara bajo las luces que usaba para estimular el crecimiento de sus plantas.

– Todo está relacionado con el sol. El número de horas de luz solar que recibes a diario.

– ¿Quieres engañar a mi cuerpo con fluorescentes? Eso no me parece muy natural.

Se daba cuenta de que le atacaba más a medida que los días se acortaban, pero no podía evitarlo. Él lo soportaba en noble silencio, lo cual no hacía más que empeorar las cosas. Ella se apresuraba a disculparse, con pequeñas muestras de amabilidad, diciéndole de nuevo lo agradecida que estaba por el trabajo, el más importante que había desempeñado en su vida. Al día siguiente, volvía a atacarle.

Llamó a Barbara para pedirle consejo.

– No sé qué hacer. Si le doy ese medicamento podría cambiar y convertirse en Dios sabe qué. Por otro lado, puedo dejarlo tal como está. Es demasiado poder en mis manos.

Le contó los reparos que tenía Daniel hacia los productos farmacéuticos. La ayudante de enfermería la escuchó atentamente.

– Comprendo los temores de tus amigos, y te hablo como alguien que ha dejado el tabaco, la cafeína y el azúcar refinado. Sé que te asusta todo aquello que pueda empeorar las cosas. No puedo decirte lo que deberías hacer, pero con esa olanzapina tendrías que ser tan prudente como con…

– Ya lo soy -la interrumpió Karin-. Y el hombre que me propuso ese tratamiento se ha ido. Por favor, Barbara…

– No puedo aconsejarte. No estoy cualificada. Si pudiera elegir por ti, lo haría.

Cuando colgó el teléfono, Karin, que antes había soñado con hacerse amiga de aquella mujer, la detestaba.

Aumentó las horas que pasaba en el Refugio. Si hubiera tenido ese trabajo desde el principio, un río al que entregarse, podría haberse convertido en una persona diferente. Le encargaban la preparación de folletos. Textos para recaudar fondos y ejercer presión. Era un fuego de armas de pequeño calibre en la guerra desesperada por el agua. Por supuesto, los profesionales hacían la auténtica tarea. Pero incluso sus pequeños esfuerzos de ardillita ayudaban. Daniel, casi temeroso de observar su creciente inquietud, le mostraba los materiales de investigación y le exponía los objetivos.

– Necesitamos algo que despierte a los sonámbulos -le dijo-. Hacer que el mundo vuelva a ser extraño y real.

También veía a Robert, a intervalos de varios días, cuando él tenía tiempo. No habían hecho nada, por lo menos nada que Wendy pudiera aducir ante el tribunal. Se masajeaban mutuamente la cabeza. En el cráneo hay ciertas líneas que Daniel le había enseñado a encontrar, y se las mostró a Robert. Meridianos. Algo muy potente, si sabías encontrarlo. Pasaban horas en las afueras, en el lago Cottonmill, bajo los árboles esqueléticos, buscando los elusivos meridianos: presionando por encima de las protuberancias oculares, siguiendo un recorrido hacia arriba y hacia atrás, hasta la coronilla, donde, si se apretaba con fuerza, podía obtenerse una sensación picante y embriagadora. Cuando Karin apretaba las líneas de Robert, él se echaba hacia atrás, gritaba «¡Wasabi!» y se tomaba el pulso.

Las noches se habían hecho demasiado frías para permanecer al aire libre, pero no tenían a donde ir. Acababan subiendo al coche de ella, recorrían cierta distancia y se detenían en los arcenes de oscuras carreteras rurales o en un rincón del aparcamiento de una tienda abandonada. No podían utilizar el coche de Robert, debido al agudo sentido del olfato de Wendy. Según él, tenía un olfato tan aguzado como el de un tejón.

– Es peor que ser una adolescente -gruñía Karin-. Maldita sea, Robert. Voy a estallar.

Entonces se detenían y charlaban sin tocarse. Habían llegado a la edad en que la frustración ofrecía más que la liberación. Aquel sometimiento a la fidelidad técnica significaba algo. El engaño llegaría más tarde, cuando cada uno volviera al lado de su respectiva pareja.

A Karin le sorprendía el descubrimiento de que, si tenía que elegir entre enrollarse o charlar, prefería lo último. Eso era lo que ahora más necesitaba de él, pues la mentalidad de Robert era radicalmente distinta a la de Daniel o la suya. Ella pensaba más rápido cuando estaba con él. Robert era una enorme y calculadora extensión de la agenda electrónica cuyos botones siempre estaba pulsando. Sentado al volante del Corolla aparcado, jugueteaba con el instrumento como un recién nacido que explorase un juguete de plástico móvil y sonoro. Ella le manifestó su inquietud por la medicación antipsicótica de Mark.

– Calcula los costes -replicó él-. Suma los beneficios, y a ver cuáles son mayores.

– Pero ¿qué dices? Ojalá fuese tan fácil.

– Es así de fácil, a menos que quieras hacerlo difícil. ¡Vamos, mujer! ¿Qué otra cosa hay? La columna del más y la del menos, y luego el cálculo. -Su claridad desquiciaba a Karin, pero le permitía avanzar-. De veras -siguió diciendo. Su voz era muy tranquilizadora, como la de Peter Jennings visitando una clase de estudios sociales en una escuela de secundaria-. ¿Qué te impide empezar a administrarle ese antipsicótico y ver qué ocurre?

– Una vez que has empezado, es difícil dejar de tomarlo.

– ¿Difícil para ti o para él?

Karin le dio un cachete, cosa que a él le agradó.

– ¿Qué hago si surte efecto?

Él se volvió en su asiento para mirarla. No la comprendía. ¿Cómo podría hacerlo? No estaba segura de que ella misma lo comprendiera. Sacudió la cabeza, pero la expresión de sus ojos era más divertida que exasperada. Karin era como un rompecabezas para él.

Ella le tomó la palma y se la acarició con el pulgar, su contacto físico más peligroso hasta la fecha.

– ¿Cómo sería si él fuera… si él volviera a ser el de antes?

Robert inhaló.

– Pues sería tal como era. Tu hermano.

– Sí, pero ¿cuál? No me mires así. Ya sabes lo que estoy diciendo. Podía ser un gilipollas agresivo. Siempre me tomaba el pelo.

Karsh se encogió de hombros, dando a entender que ella había nombrado algo de lo que toda la humanidad era culpable.

– También yo he sido un poco así.

– Pero es que… cuando trato de imaginarlo como era antes, ¿sabes?, no puedo estar segura de que yo… A veces era realmente desagradable. Se enfurecía conmigo porque me marchaba para salvarme, y a él lo condenaba a vivir con la sanadora por la fe y el empresario. Me llamaba… En ocasiones me odiaba de veras.

– No te odiaba.

– ¿Cómo vas a saberlo? -Él alzó las palmas, una diana para su furor-. Perdona -se apresuró ella a decirle-. No estoy segura de que pueda volver a pasar por eso. -Permanecieron sentados en silencio. Él consultó su reloj y puso el coche en marcha. Karin no tenía mucho tiempo para preguntárselo-. Dime una cosa, Robert. ¿Crees que alguna vez le guardé rencor, por aquel entonces? Ya sabes. ¿Algo oculto…?

Robert tamborileó en el volante.

– ¿Quieres que te diga la verdad? No había nada oculto.

Ella se sulfuró, pero enseguida inclinó la cabeza.

– Mira, eso forma parte… Ahora, en esta situación, ya no le guardo en absoluto rencor. No me importa, de veras, que sea quien…

– ¿No te importa? -Karsh metió la marcha-. ¿Quieres decir que te gusta más tal como es ahora?

– ¡No! Claro que no. Es solo que… me gusta la nueva idea que tiene de mí, más que la de antes. Bueno, no de mí, sino de «la auténtica Karin». Me gusta quién cree que era. Ahora defiende a la que fui ante todo el mundo. Dos años atrás, la auténtica Karin era una fuente constante de decepción. Siempre le estaba defraudando. Una puta, una traidora, una avara, una pretenciosa quiero y no puedo de clase media, que se creía demasiado buena para sus raíces. Ahora la auténtica Karin es una especie de víctima de la historia. La hermana que nunca he podido ser del todo.

Karsh conducía en silencio. Parecía como si necesitara abrir su ordenador de bolsillo e iniciar una hoja de cálculo para subir de categoría a Karin Schluter. Costes. Beneficios.

– No puedo creer que te esté diciendo todo esto. ¿Soy totalmente repugnante?

Con los ojos en la carretera, él sonrió burlonamente.

– No del todo.

– No puedo creer que se lo haya dicho a alguien, que incluso me lo haya dicho a mí misma en voz alta.

Se detuvieron a cuatro manzanas de la casa de Robert, donde este siempre bajaba y seguía a pie. Abrió la portezuela del lado del conductor.

– Me lo has dicho porque me quieres -le dijo.

Ella se pasó una mano por la cara.

– No -replicó-. No del todo.

La llamaba en ocasiones, cuando no había nadie en su oficina. Hablaban durante momentos robados, susurros acerca de nada. Una vez agotado lo básico (¿qué había comido él?, ¿qué llevaba puesto ella?), todo lo demás consistía en sucesos de la actualidad. ¿Era el francotirador de Washington un terrorista o solo un individuo endurecido que se había hecho a sí mismo? ¿Por qué los inspectores de armamento de la ONU en Irak no presentaban ninguna prueba? ¿Habría que darles a los ejecutivos de Enron y ImClone su propio canal de telerrealidad? Tan bueno para ambos como el sexo por teléfono.

Ella quería imparcialidad y él libertad. Cada uno creía que era capaz de convertir al otro: esa había sido siempre su atracción fatal. Ambos convenían en que el gobierno estaba descontrolado, pero mientras ella quería que este actuara de una manera honesta, él deseaba su derrocamiento de una vez por todas. Un encuentro casual con El manantial había convertido a un risueño y modesto campeón de natación del instituto en un libertario, aunque incluso ese nombre le parecía a Karsh demasiado restrictivo.

– Cada persona competente del mundo es una especie de dios, nena. Juntos, no hay manera de detenernos. El ingenio humano puede lograr cualquier cosa. Nombra un obstáculo material y ya hemos recorrido la mitad del camino hacia su superación. Apartarlo de nuestro camino y ver cómo se suceden los milagros.

– Dios mío, Robert. No puedo creer que estés diciendo eso. ¡Mira a tu alrededor! Lo hemos destruido todo.

– ¿De qué me estás hablando? Los adolescentes de las reservas indias viven mejor de lo que vivía la realeza. Prefiero vivir ahora que en cualquier otra época. Excepto en el futuro.

– Eso es porque eres un animal. Quiero decir: eso es porque no eres un animal.

– ¿Desde cuándo tienes tales convicciones?

Desde que se dio cuenta de lo poco que ella podía hacer por cambiar a Mark. Tenía que dedicar sus energías a otra cosa o morir. Aquel río podría necesitarla más de lo que jamás la había necesitado su hermano.

Al cabo de unos minutos pisarían hielo fino, y entonces saldrían de allí girando y cogidos del brazo, como una pareja de patinadores haciendo su actuación. Cada uno necesitaba derrotar al otro: era algo inútil pero irresistible. Ella prefería gritar horrorizada contra los ultrajes de Karsh que murmurar su acuerdo con el fervor de Riegel. Robert conocía la verdad que siempre se le escaparía a Daniel, hasta la tumba: solo amamos aquello en lo que podemos vernos reflejados nosotros mismos.

Invariablemente, Karsh la tanteaba.

– ¿Qué tal las cosas en la Pajarería Benéfica? Háblame de esa nueva y brillante campaña para recaudar fondos. ¿Estáis planeando comprar algunas tierras pantanosas?

– Primero háblame del nuevo centro comercial de tu consorcio.

– ¡No es un centro comercial!

– ¿Qué diablos es entonces?

– Ya sabes que no te puedo decir eso.

– ¿Y en cambio yo debería gritar mis secretitos a los cuatro vientos?

– Entonces, ¿tenéis un secreto? ¿Estáis planeando algo?

Era embriagador verlo suplicar. Ella ejercía cierto poder sobre él, un poder cuyo sabor compensaba las interminables humillaciones del pasado.

– No quedan muchos lugares a lo largo del río por los que aún se pueda luchar, ya lo sabes.

Daniel le había dicho eso durante el desayuno, un par de mañanas atrás. Karin lo repitió como si se le hubiera ocurrido a ella.

– Solo queremos apartarnos de vuestro camino -afirmó Karsh-. No deseamos construir en ninguna zona que el Refugio considere esencial preservar.

– Entonces deberías sentarte con los miembros del consejo de administración y estudiar el asunto, hectárea por hectárea.

Él se rió entre dientes.

– ¿Te he dicho que eres adorable de veras?

– No en esta vida.

– Bien, si tú y yo estuviéramos al frente, eso es lo que haríamos, en serio. Todas estas intrigas empresariales me crispan los nervios. Hablemos una vez que esto se haya hecho público. Entonces estarás mucho más orgullosa de mí.

La palabra «orgullosa» le llegó a lo más profundo. Algo en ella admiraba a Robert. Este podía señalar ciertas cosas y reclamar su paternidad. Las cosas más horribles, ciertamente, pero sólidas y acabadas. Por lo menos Karsh había dejado una cicatriz en el paisaje. Ella no podía señalar nada excepto una serie de empleos en el sector servicios, todos ellos perdidos, y un piso, ahora vendido. Ni siquiera había procreado, algo que todas sus compañeras de instituto hacían con más facilidad de la que Karin tenía para limpiar la casa. Incluso su propio hermano decía de ella que no era nada. A los treinta y un años, por fin había encontrado una ocupación importante. Ansiaba decirle a Robert hasta qué punto era un trabajo digno.

– ¿Orgullosa? -inquirió, dispuesta a perderse-. ¿Cómo voy a estarlo?

– Ya lo verás, si obtenemos la aprobación del Consejo de Desarrollo. De lo contrario, el asunto se someterá a debate. Ven a la sesión pública y descúbrelo.

– He de ir -replicó ella en un seductor tono de chanza-. Por mi trabajo.

Asistió a la sesión pública con Daniel. Él condujo, y ella le atacó de un modo implacable durante todo el trayecto.

– Si llegas a la señal de stop primero, tienes que pasar primero. No te quedes ahí sentado, haciendo señales a los otros para que pasen.

– Es cortesía elemental -replicó él-. Si todo el mundo…

– ¡No es cortesía! -le gritó ella-. No haces más que joder a la gente.

Él se achicó.

– Evidentemente.

Esa era toda la crueldad de que era capaz, y a ella le daba pena. Cuando llegaron al lugar donde se celebraba la sesión pública, estaba contrita. Le tomó del brazo mientras caminaban por el aparcamiento del Edificio Municipal.

Soltó el brazo de Daniel en el vestíbulo, al ver a Karsh y sus colegas de Platteland. Dirigió la vista al suelo de mármol de color melocotón mientras Daniel la conducía a la sala. Buscaron asiento en la cámara, que se iba llenando. Daniel examinó la sala. Ella siguió la dirección de su mirada, por encima del público, formado en su mayoría por personas mayores. Dos chicos del canal por cable comunal universitario manejaban una videocámara hacia la mitad del pasillo, a mano derecha. Aparte de ellos, la mayoría del público vivía de la Seguridad Social. ¿Por qué la gente esperaba a tener un pie en la tumba antes de ocuparse de su futuro?

– La asistencia no está mal -le dijo Karin a Daniel.

– ¿Tú crees? ¿Cuántas personas dirías que hay?

– No sé. Ya sabes lo torpe que soy para calcular. ¿Cincuenta? ¿Sesenta?

– O sea… ¿aproximadamente la décima parte del uno por ciento de la gente directamente afectada?

Se unieron al contingente del Refugio. Daniel pasó en un instante de la apatía a la animación, y ella se colocó detrás de él, como un tordo en el nido. El grupo se puso a hacer planes y contraplanes, y Karin iba aportando la documentación que había preparado. Vio a Daniel trabajando, lleno de la energía que le daban las fuerzas desplegadas contra ellos. La disminución de las probabilidades le hacía más atractivo de lo que había estado en las últimas semanas.

Detrás del equipo de la televisión estudiantil, en una silla colocada a propósito fuera del alcance de la cámara, se sentaba Barbara Gillespie. Su presencia puso nerviosa a Karin: mundos incompatibles.

– Esa de ahí es Barbara -le dijo a Daniel-. La Barbara de Mark. ¿Qué te parece?

– ¡Ah! -Daniel se estremeció.

– ¿No tiene algo? ¿Alguna clase de aura? No pasa nada… solo dime la verdad.

– Parece muy… segura de sí misma -respondió él, temeroso de mirar, confirmando las impresiones de Karin.

El contingente de Platteland eligió aquel momento para hacer su entrada. Avanzaron en grupo hasta los demás promotores sentados en primera fila, ante las mesas del consejo. Karin y Daniel desviaron los ojos. Al cabo de un minuto, ella miró de nuevo a hurtadillas. Si Karsh la había atisbado entre el público, el momento había pasado. Estaba atareado en la presentación de los materiales, el arte de darse importancia. Aturdida, Karin miró de nuevo a Barbara, quien la saludó agitando muy discretamente la mano. Peligro, decía aquel movimiento. Humanos por todas partes.

Se inició la sesión. El alcalde se dirigió al consejo y estableció el procedimiento. Una portavoz del grupo de promotores subió al estrado, hizo que bajaran las luces de la sala y encendió un proyector con pantalla de cristal líquido. En esta, situada detrás de las mesas del consejo, apareció una diapositiva con el título, la omnipresente plantilla de Nature. La diapositiva, en tipo de letra Mistral, decía: «Nueva especie migratoria en nuestra antigua vía fluvial».

Karin se volvió hacia Daniel, incrédula. Pero él y sus compañeros del Refugio se preparaban para el espectáculo, con los dientes apretados. Las diapositivas se fueron sucediendo, serpenteando como el río en cuestión. La argumentación iba dirigida al último blanco que Karin habría esperado, lo que el Consejo de Desarrollo llamaba el sector hostelero.

Un diagrama de barras mostró el número de visitantes de la migración primaveral en los últimos diez años. Los números eran un eterno misterio para Karin, pero podía calcular las longitudes. Las barras del diagrama se duplicaban cada tres años. Cuando ella muriese, gran parte del país pasaría por allí cada mes de marzo.

La oradora se metamorfoseó en Joanne Woodward ante los ojos de Karin.

– La puesta en escena de la concentración de casi todas las grullas migratorias de la tierra se ha convertido en uno de los espectáculos naturales más impresionantes de que disponemos.

– ¿De que disponemos? -susurró Karin, pero Daniel, sumido en una batalla mental, no podía oírla.

Siguió una foto panorámica, un trecho del Platte no lejos de la vivienda de Mark. Se superpuso el fundido de una imagen, la recreación artística de un asentamiento rústico, con terrenos cedidos a los colonos y chozas. La portavoz lo llamó «avanzada escénica natural del Central Platte», y estaba relacionando sus principios de construcción ecológicos (bajo impacto ambiental, tecnología solar pasiva, vallas de troncos partidos simuladas, hechas con millones de cajas de leche recicladas) cuando Karin comprendió: el consorcio quería construir un gran pueblo turístico para los observadores de las grullas.

La batalla se desarrolló en forma de glacial pantomima, en la que promotores y ecologistas atacaban y contraatacaban. Daniel intervino en la refriega y repartió un par de golpes hirientes. Señaló que la contemplación de las aves era espectacular precisamente porque el río se había vaciado más abajo del lugar donde se posaban, y por eso se habían concentrado en los pocos refugios que quedaban. Extraer incluso un vaso de agua más de un bioma que ya se estaba disgregando era un acto de negligencia. Karin estaba muy al tanto de aquellos hechos, unos hechos que ella había ayudado a investigar. Cada palabra que Daniel pronunciaba era sagrada, pero predicaba con tal pasión mesiánica que ella notó que no conectaba con el público, considerándolo otro Jeremías que apuntaba con el dedo.

Robert, sonriendo como un espectador inocente, se levantó para defender su proyecto. El puesto de avanzada no estaba en una zona donde las aves se posaran, sino tan solo cerca de allí. Los visitantes acudirían, de una manera u otra. ¿No tenía sentido absorberlos lo más ecológicamente posible, en edificios que preservaran la conciencia histórica, integrados en el paisaje natural? Los visitantes se marcharían más conscientes de la necesidad de conservar la naturaleza. ¿No era la finalidad del ecologismo proteger la naturaleza para que pudiéramos apreciarla? ¿O acaso el Refugio creía que solo una selecta minoría debería gozar del espectáculo de las aves?

El público aprobó esta última observación. Aquello parecía una repetición del consejo estudiantil. Los Karsh de este mundo siempre aplastarían a los Riegel, en cualquier votación abierta. Los Karsh tenían sentido del humor, estilo, presupuestos ilimitados, sofisticación, seducción subliminal, neuromarketing… Los Riegel solo tenían sentido de la culpa y hechos.

Robert volvió a sentarse. Miró a Karin, una mirada que se demoró como la de un acechador. ¿Qué te ha parecido eso? Por un extraño y fugaz momento, ella se sintió personalmente responsable de la contienda.

El Refugio contraatacó: los promotores requerían diez veces más agua de la que su puesto de avanzada natural consumiría. Los promotores explicaron sus previsiones más prudentes y prometieron que el puesto de avanzada vendería toda el agua sobrante a la reserva pública y a precio de coste.

Se sucedieron los aspavientos de la democracia, la forma más engorrosa de decidir que conoce el ser humano. Un velero impulsado por el aliento. Cada excéntrico de pueblo y cada sin techo que vivía de recoger latas manifestaron su opinión. ¿Cómo un procedimiento tan a ciegas podría alcanzar jamás una decisión acertada? Un promotor con un traje verde claro y un miembro del Refugio vestido de áspero tejano, con el poco cabello que le quedaba recogido en una cola de caballo, se enfrentaban, sus brazos como espadas ceremoniales, sus voces alzándose y cayendo cual espectrales lamentos de kabuki. Un filtro de gasa se posó sobre los reunidos, lo que Karin habría sentido si se hubiera levantado con demasiada rapidez. La sala brillaba tenuemente, como un campo de habichuelas bajo un viento de agosto. Aquella gente llevaba reuniéndose allí desde antes de que el desarrollo fuese un problema. Durante tanto tiempo como hubo praderas lo bastante extensas para cegar y enloquecer, los hombres se habían reunido allí a fin de discutir, únicamente para demostrarse a sí mismos que no estaban solos.

El público sufría un conflicto como el del hermano de Karin. Peor aún: como el de ella misma. Los participantes en el debate daban vueltas, actuando como dobles de los demás, dobles de sí mismos, alistándose para pelear contra combatientes fantasmales… Ella estaba sentada en medio de la refriega, un agente doble que se vendía a ambos bandos. El combate se reproducía en su interior, todas las posturas posibles chocando alrededor de la dispersa democracia en su cerebro. ¿Cuántas partes cerebrales describían los libros de Weber? Una profusión de agentes libres; sesenta especialidades en el fragmento prefrontal. Todas esas formas de vida con nombres latinos: la aceituna, la lenteja, la almendra. Caballito de mar y concha, telaraña, caracol y gusano. Suficientes partes corporales para componer otro ser vivo: senos, nalgas, rodillas, dientes, colas. Demasiadas partes del cerebro que recordar. Incluso una parte llamada «sustancia innominada». Y todas tenían una mente propia, cada una pugnaba por hacerse oír por encima de las demás. Era natural que estuviera sumida en una frenética confusión: todo el mundo lo estaba.

Una ola recorrió su interior, un pensamiento a una escala como jamás había experimentado. Nadie tenía la menor idea de aquello que buscaban nuestros cerebros ni cómo se proponían conseguirlo. Si pudiéramos distanciarnos un momento, liberarnos de tanta duplicación, contemplar el agua real y no un espejo creado por el cerebro… Por un instante, cuando la sesión se convertía en un ritual instintivo, se dio cuenta: la especie entera padecía el síndrome de Capgras. Aquellas aves danzaban como nuestros parientes, parecían nuestros parientes, llamaban, ordenaban, cuidaban de sus hijos, enseñaban y navegaban igual que nuestros parientes. La mitad de sus órganos seguían siendo como los nuestros. Sin embargo, para los hombres eran ajenos, unos impostores. Como mucho, un extraño espectáculo que contemplar agazapado desde un escondite. Mucho después de que todos los reunidos en aquella sala hubieran muerto, aquella especie de reunión adventista seguiría rugiendo, debatiendo el declive de la calidad de vida, elaborando trabajosamente los apremiantes detalles de una nueva y vasta urbanización. El río se secaría, iría a otra parte. Tres de cuatro especies supervivientes diezmadas vendrían aquí todos los años, sin saber por qué regresarían a este árido desierto. Y aún seguiríamos atrapados en el engaño. Pero antes de que Karin pudiera fijar el pensamiento que se formaba en ella, le resultó irreconocible.

La sesión terminó sin que se hubiera llegado a ninguna decisión. Karin, confusa, apretó el brazo de Daniel.

– ¿No tienen que adoptar alguna decisión?

Él la miró con lástima.

– No. Retendrán la propuesta unos meses y entonces aprobarán discretamente una resolución cuando nadie esté mirando. Bien, por lo menos ahora sabemos a qué nos enfrentamos.

– Creía que iba a ser mucho peor. Uno de esos centros comerciales con un montón de salas de cine. Gracias a Dios que solo se trata de esto. Algo que no segrega veneno, que por lo menos está a favor de las aves.

Fue como si le hubiera apuñalado. Daniel se había dirigido a la salida, al fondo de la sala. Se detuvo en medio de la gente que les rodeaba y la cogió del brazo.

– ¿A favor de las aves? ¿Esto? Joder, ¿es qué has perdido el juicio?

Varias cabezas se volvieron hacia ellos. Robert Karsh, que estaba haciendo números con dos miembros del Consejo de Desarrollo, les miró desde el otro lado de la sala. Daniel se ruborizó. Se acercó a Karin y le susurró una vehemente disculpa.

– Lo siento. Una conducta imperdonable. Las últimas horas han sido espantosas.

Ella dio un paso adelante para silenciarlo. Una mano le tocó el hombro. Al volverse se encontró ante Barbara Gillespie.

– ¡Tú! ¿Qué estás haciendo aquí?

Aquella única ceja arqueada de la Gillespie…

– Ser una buena ciudadana. ¡Vivo aquí!

Karin no tuvo más remedio que hacer las presentaciones.

– Mi amigo Daniel. Esta es Barbara, Daniel, la… la mujer de la que te hablé.

Riegel se volvió hacia ella, como un Pinocho sonriente y rígido. Ni siquiera podía tartamudear. Karin vio que Karsh, mientras abandonaba la sala, lanzaba una mirada lasciva a Barbara.

– Me ha gustado lo que has dicho -comentó Barbara a Daniel-. Pero aclárame una cosa: ¿qué crees que se propone hacer esa gente con el complejo durante los diez meses del año en los que no se ve una sola grulla?

Daniel se quedó pasmado: a ninguno de los ecologistas se le había ocurrido plantear la pregunta durante la sesión.

– ¿Tal vez un centro de conferencias?

Barbara reflexionó un momento.

– Es posible. ¿Por qué no? -Entonces, con tal rapidez que sobresaltó a Karin, añadió-: Bueno, me alegro de verte, querida. Y ha sido un placer conocerte, Daniel. -Este asintió, enervado-. ¡Crucemos los dedos!

Barbara retrocedió con una sonrisa sesgada y agitando la mano con la elegancia de la reina del baile en la facultad. Abandonó la sala entre el resto de los asistentes. Karin la maldijo en silencio por marcharse.

Daniel lo estaba pasando mal.

– Lo siento. No habría perdido los estribos si las cosas no hubieran ido tan… No sé cómo he podido decir eso. Ya sabes que yo no…

– Déjalo. No importa. -Nada importaba salvo liberarse, alcanzar el agua auténtica-. Bien, he perdido el juicio. Eso ya lo sabíamos los dos.

Pero Daniel no podía dejarlo correr. Durante el trayecto de regreso a casa, se le ocurrieron tres teorías más que explicaban su ataque verbal. Y quería que ella las ratificara todas. Karin lo hizo, para tener la fiesta en paz. Pero a él no le bastaba.

– No digas que me crees si no es cierto.

– Estoy de acuerdo contigo, Daniel, de veras.

Por lo menos, la discusión les mantuvo la mente ocupada hasta que llegaron a casa y se acostaron. Pero la autopsia prosiguió en la oscuridad. Él habló dirigiéndose a las grietas del techo.

– La sesión ha sido un desastre, ¿verdad? -Ella no sabía si tenía que estar de acuerdo u objetar-. No hemos sabido qué nos golpeaba. De inmediato hemos adoptado el método defensivo del erizo. Nos hemos opuesto como si fuera la habitual utilización del espacio para establecer un centro comercial. No hemos logrado desacreditar lo que se proponen hacer. Probablemente el consejo ha abandonado la sala pensando lo mismo que tú, que esa especie de parque temático natural sería algo beneficioso.

Ella aún lo pensaba así. Si se hacía bien, incluso podría ser un equivalente popular del Refugio, que controlara el impacto de los turistas, cuyo número iría en aumento de todos modos.

– Es evidente que se proponen algo. Esta es solo la primera fase. Mira la cantidad de agua que están pidiendo. Y tu amiga tiene razón. No pueden ganar dinero si el lugar solo se llena dos meses al año.

Ella le restregó la espalda, trazando grandes círculos con una suave presión. Según decía Weber en su libro, así se producían endorfinas. Surtió efecto durante uno o dos minutos, antes de que él se diera la vuelta.

– Lo hemos estropeado. Deberíamos haberlos desenmascarado, y en cambio…

– Chsss. Lo has hecho lo mejor que has podido. Perdona, no quería decir eso. Quiero decir que, dadas las circunstancias, has hecho lo mejor que se podía hacer.

Daniel estuvo toda la noche despierto. En algún momento, pasada la una de la madrugada, empezó a moverse tanto que sacó a Karin de su sueño irregular lo suficiente para que ella le pusiera una mano en el hombro.

– No te preocupes por eso -musitó, todavía medio dormida-. Era solo una palabra.

Alrededor de las tres, Karin se despertó sola en la cama. Oyó a Daniel en la cocina, yendo de un lado a otro como un animal del zoo. Cuando por fin regresó a la cama, ella fingió que dormía. El yació inmóvil, un oído que lo captaba todo, en medio de un campo, siguiendo a algún animal de gran tamaño. Lleva tu esfera de sonido al interior de tu esfera de visión. Totalmente inmóvil, incluso sus pulmones. A las cinco y media, ninguno de los dos pudo seguir fingiendo.

– ¿Estás bien? -le preguntó ella.

– Pensativo -susurró él.

– Eso he supuesto.

Deberían haberse levantado de la cama y desayunado, al estilo de los pioneros, en la oscuridad, pero ninguno de los dos se movió. Finalmente, él comentó:

– Tu amiga parece muy aguda. Tiene razón. Esas casas para los observadores de aves no son más que la punta de algo.

Karin estrujó la almohada con fuerza.

– Sabía que estabas pensando en ella. ¿Es por eso por lo que…?

Él hizo caso omiso.

– ¿Me la habías presentado ya en alguna parte?

– Mírame. ¿Tengo aspecto de haber perdido el juicio?

Él la miró parpadeando, la cabeza inclinada.

– Te he dicho que lo sentía, que ha sido imperdonable. No sé qué más decirte.

Era cierto: había perdido el juicio. Hecha polvo por la falta de cuidados.

– Olvídalo. Estoy loca. ¿Qué me estabas diciendo de Barbara?

– Tengo la extraña sensación de que conozco su voz. -Se levantó y fue desnudo a la ventana. Retiró la cortina y contempló el jardín a oscuras-. Yo diría que no es la primera vez que la veo.

* * *

El invierno en Long Island: ¿por qué insistían en quedarse? Seguramente no por las pocas imágenes de postal impresionantes: la escarcha en el molino de agua, el estanque de patos helado, la costa de la bahía Conscience cubierta por un manto blanco, sin nada más que los cisnes mudos invasores y una sola garza confusa aguantando firme antes de que la nieve se ensuciara y empezara la auténtica estación sin vida. No por su salud, ciertamente: acribillados durante días seguidos por las minúsculas agujas hipodérmicas del aguanieve. Tampoco por necesidad económica. Solo por alguna expiación insondable que se agarraba al antiguo, fresco y verde pecho del nuevo mundo.

– Atrincherado en aquella casta oscuridad más allá de la ciudad -le dijo a Sylvie, mientras tomaba un implacablemente administrado desayuno dietético a base de muesli y leche de soja-. Donde los oscuros campos de la república se ondulan bajo la noche.

– Sí, querido, lo que tú digas. ¿Qué hay de los guardas forestales?

– Podría dedicarme a la enseñanza en Arizona. O ir como profesor invitado a California, donde viviríamos en la misma calle de Jess. Mejor todavía, los dos podríamos estar jubilados, viviendo en una destartalada casa de campo en Umbría.

Ella sabía lo que debía decir.

– O podríamos estar muertos, y entonces ya estaría todo resuelto y no tendríamos que preocuparnos de nada. -Enjugó los boles del desayuno por enésima vez en su vida en común-. Clase en el Centro Médico dentro de diecisiete minutos.

Él la vio caminar hacia el dormitorio para vestirse. ¿Qué pensarían de ella los desconocidos? Todavía esbelta para su edad, con caderas y cintura que aún recordaban el pasado, su cuerpo todavía anunciando vigor, mucho después de que tuviera derecho a hacerlo. En las últimas semanas, el afecto que sentía por ella se había vuelto casi insoportable, como resultado de lo cerca que había estado de descarrilar en Nebraska.

La noche de su regreso, le contó por qué había vuelto a casa de una manera tan precipitada. Decirlo todo: ese había sido su contrato matrimonial desde el principio, y, para salvar la sinceridad de su relación con aquella mujer tan sincera, ahora no podía ocultarle nada. Siempre había creído en el «árbol del veneno» de Blake: si quieres nutrir una fantasía, entiérrala. Para matarla, sácala al aire libre.

El húmedo aire de Long Island no mató su fantasía. Describir a su mujer el atroz descubrimiento que había hecho la noche de su regreso a casa más bien mató otra cosa. Tendido en la cama a su lado, se lo dijo todo. Tan solo disponerse a hablar le hizo sentir un enfermizo escalofrío de derrumbe.

– Escucha, Sylvie, tengo que decirte algo.

– Vaya. Me llamas por el nombre. Eso indica un gran problema. -Sonrió y se volvió de lado, la cabeza apoyada en el brazo doblado por el codo-. Déjame que lo adivine. Te has enamorado.

Él cerró con fuerza los ojos y ella tomó aire.

– Yo no diría… -empezó a decir-. Al parecer, es posible que haya vuelto a Kearney, por lo menos en parte, para ver de nuevo a la mujer alrededor de la cual, sin ser consciente de ello, he fabricado toda una vida hipotética.

Ella seguía sonriendo, como si él acabara de decirle: «Esto es un neurocientífico que entra en un bar…».

– Tu sintaxis está resultando curiosa, Ger.

– Por favor. Esto me está matando.

La sonrisa de Sylvie se paralizó. Se tumbó boca abajo y le miró como si él acabara de confesarle que le gustaba ponerse ropa interior femenina. A cada segundo que pasaba, ella se volvía más profesional. Sylvie Weber, de Wayfinder. Daba todo su apoyo; siempre, de una manera terrible, daba todo su apoyo.

– ¿Te has acostado con ella?

– No es eso. Creo que ni siquiera la he tocado.

– Ah, entonces me encuentro realmente en apuros, ¿verdad?

Él se merecía la bofetada, incluso la quería. Pero se achicó y no dijo nada.

– Te conozco, cariño. La nobleza de Weber. Conozco tu idealismo.

– Esto no es algo… que quiera. Por eso he vuelto tan rápido.

Sylvie arremetió contra él.

– ¿Has huido? -Entonces volvió a suavizar el tono, avergonzada-. ¿No lo sabías cuando hablamos de que ibas a viajar de nuevo allí?

– Verás… sigo sin saber. Esto no es… -Quería decir «lujuria», pero parecía una evasiva. Tan sospechoso como algo que el famoso Gerald pudiera escribir. Más esfuerzo desesperado por sacar del caos un relato continuo-. Si pienso en ello, es posible que deseara volver a verla.

– ¿No fuiste consciente de que te atraía en tu primera visita?

Él reflexionó antes de responder. Cuando lo hizo, sonó como cerca del techo de la habitación.

– No estoy seguro de que el nombre más apropiado para lo que sentí ayer sea atracción.

Ella se puso las manos sobre los ojos, a modo de visera.

– ¿Hasta qué punto es algo serio?

¿Hasta qué punto podía ser algo serio? Tres días contra treinta años. Un enigma absoluto contra una mujer a la que conocía como el respirar.

– No quiero que signifique nada en absoluto.

Por debajo de las manos ahuecadas, Sylvie lloraba. Su llanto, tan infrecuente a lo largo de los años, siempre le había desconcertado. Objetivo, casi abstracto. Demasiado calmo para considerarlo verdadero llanto. Tal vez una serena aflicción indicaba auténtica madurez, lo que exigía la salud mental. Pero solo ahora Weber se percataba de lo mucho que siempre le había molestado la vaguedad de sus reacciones cuando estaba deprimida. La crisis de la que su certidumbre a toda prueba siempre se burlaba (las pequeñas muestras de amabilidad y los juegos tontorrones, «cariño» y «querida»), el distanciamiento que nunca habían comprendido en los demás, ahora eran suyos. Y ella lloraba, en silencio.

– Entonces, ¿por qué diablos me estás diciendo esto?

– Porque no puedo dejar que no signifique nada.

Ella se apretó las sienes.

– ¿No me estás arrojando esto a la cara? ¿Mi castigo por…?

¿Por qué? Por encontrarse a sí misma, encontrar una actividad que la llenara de un modo constante en la mediana edad, mientras que a él le abandonaba la satisfacción de su trabajo. Algo animal apareció en el rostro de ella, dispuesto a devolver el daño. Y él sintió con qué crueldad la amaba.

– Te estoy dando… -intentó decir él-. Estoy tratando de…

Entonces ella se estiró y se levantó, animosa de nuevo, con demasiada rapidez. Se sentó y exhaló, como si acabara de hacer ejercicio. Dio unas palmadas en la cama.

– De acuerdo. Dime qué te gusta de esa mujer.

Un proyecto de mejora. El siguiente paso en la vida hacia el dominio de sí misma.

– ¿Cómo puede… gustarme nada de ella? Desconozco por completo a esa mujer.

– Un producto desconocido. ¿Misterio? ¿Un secreto bajo llave? ¿Qué edad tiene?

Él deseaba poner fin a la conversación, pero su penitencia consistía en hablar.

– Cerca de los cincuenta -respondió, escamoteando una década.

Una mentira inútil, pues cuarenta difícilmente permitía considerarla una mujer más joven, tras aquella verdad más dura. Barbara era más joven, en efecto, pero la juventud no tenía nada que ver.

– ¿Te recuerda a alguien?

Y él lo comprendió.

– Sí. -Aquella aura de haber eludido a la vida. Un paso fuera y por encima de ella. El mismo fingimiento angélico que el autor de aquellos tres libros. Y, sin embargo, un frenesí íntimo, bajo la superficie de su impecable representación-. Sí. Parezco vinculado a ella. Me recuerda a mí mismo.

Era como si hubiese abofeteado a Sylvie.

– No comprendo.

Nosotros dos. Weber se presionó las órbitas de los ojos con las palmas hasta que vio manchas verdes y rojas detrás de los párpados.

– Hay algo en lo que conecto con ella, algo que necesito comprender.

– ¿Me estás diciendo que no es nada físico? ¿Que es más…?

Y entonces Weber expresó lo que había intentado decirle a Karin Schluter, algo que él mismo no acababa de creer:

– Todo es físico.

Químico, eléctrico. Sinapsis. Tanto si hay fuego como si no.

Ella se dejó caer en la cama, a su lado.

– Vamos -dijo sonriendo, aferrando las sábanas en busca de seguridad-. ¿Qué tiene esa furcia que no tenga yo?

Él se cubrió con ambas manos la zona calva de la cabeza.

– Nada, salvo una historia totalmente inescrutable.

– Comprendo -replicó ella, entre valiente y mordaz. Tanto una cosa como la otra resultaban demasiado dolorosas para él-. No tengo posibilidades de competir con eso, ¿verdad?

Por fin él se levantó, la rodeó con los brazos y apoyó la temblorosa cabeza de Sylvie contra su pecho.

– La competición ha terminado. No hay contienda. Tienes… todo lo que sé, toda mi historia.

– Pero no todo tu misterio.

– No necesito el misterio -afirmó él. El misterio no podía sobrevivir al amor y viceversa-. Solo necesito controlarme.

– Gerald, Gerald. ¿No podías tener otro tipo de crisis de la mediana edad? -Encorvó la espalda y rompió a llorar. Dejó que él la abrazara. Al cabo de un rato superó el acceso de llanto y se enjugó la cara húmeda y enrojecida-. ¿Tengo que comprarme intrincada ropa interior por Internet o algo así?

Los dos se echaron a reír, unas risas ahogadas en las que bullía la conmiseración.

La conversación les afectó más de lo que Weber imaginaba. Le rompía el corazón que Sylvie siguiera siendo la misma de siempre, y se recriminaba su idiotez cada vez que ella le sonreía animosamente. Al cabo de treinta años debería haberse tomado la noticia con una fatiga teñida de ironía, debería haberse dado cuenta de que él le pertenecía por defecto, sepultado bajo el registro fósil de la experiencia. Debería haberle dado unas palmaditas en la cabeza, diciéndole: «Sigue soñando, hombrecito mío; el mundo es todavía tu campo de pruebas». Debería haber sabido que él no iría a ninguna parte, excepto de una manera simbólica.

Pero una vida dedicada a la neurociencia le había demostrado que los símbolos eran reales. Ningún otro lugar donde vivir. Se cruzaban en el estudio y se abrazaban. Se tocaban mutuamente los antebrazos en el lavadero. Durante las comidas se sentaban juntos en sus taburetes, como siempre lo habían hecho, los dos encendidos por el peligro, intercambiando superficiales teorías sobre los inspectores de armamento de la ONU o los avistamientos de focas en el canal. El rostro de Sylvie no estaba ensombrecido, pero su expresión era distante, como una nebulosa de colores intensificados por la retransmisión desde el Hubble. Ella se negaba a preguntarle cómo estaba, la única pregunta que le importaba. Él sentía una opresión en el pecho al mirarla. Aquella preocupación insoportable le abatía.

Algunos años atrás, el grupo de Giacomo Rizzolatti, de Parma, había experimentado con neuronas de control motor en la corteza premotora de un macaco. Cada vez que el mono movía el brazo, las neuronas se disparaban. Un día, entre mediciones, las neuronas que controlaban los músculos del brazo se «encendieron» como locas, aunque el mono se mantenía perfectamente inmóvil. Nuevas pruebas permitieron llegar a una conclusión alucinante: las motoneuronas reaccionaban cuando uno de los investigadores del laboratorio movía su brazo. Neuronas acostumbradas a mover un miembro se activaban simplemente porque el mono veía a otro ser moviéndose, y movía su propio brazo imaginario por simpatía espaciosimbólica.

Una parte del cerebro que realizaba actos físicos estaba siendo plagiada para llevar a cabo representaciones imaginarias. Por fin la ciencia había puesto al descubierto la base neurológica de la empatía: mapas cerebrales, trazando mapas de otros cerebros que trazaban mapas. Un ingenioso humano se apresuró a etiquetar el descubrimiento como neuronas «el mono lo ve, el mono lo hace», y todos los demás siguieron el ejemplo. El diagnóstico por la imagen y el EEG no tardaron en revelar que también los seres humanos están plagados de neuronas espejo. Imágenes de músculos en movimiento hacían moverse músculos simbólicos, y estos movían el tejido muscular.

Los investigadores se apresuraron a desarrollar el asombroso hallazgo. El sistema de neuronas espejo se extendía más allá de la observación y la realización del movimiento. De él salían zarcillos que serpenteaban para enlazar con toda clase de procesos cognitivos superiores. Desempeñaban papeles en el habla y el aprendizaje, la descodificación facial, el análisis de las amenazas, la comprensión de las intenciones, la percepción y la respuesta a las emociones, la inteligencia social y la teoría de la mente.

Weber contemplaba a su mujer moverse por la casa y dedicarse a sus tareas cotidianas. Pero sus propias neuronas espejo no reaccionaban. Mark Schluter había desmantelado gradualmente su sentido más básico de la relación con el prójimo, y ya nada volvería a parecerle jamás familiar o vinculado.

En la época navideña, Jess fue a pasar tres días en casa de sus padres. La acompañaba su pareja, Sheena o Shawna. Jess no notó nada raro. De hecho, la intimidad de sus padres -«los tortolitos en invierno»- llegó a ser una broma habitual entre la muchacha y su especialista en estudios culturales.

– Te lo advertí: las repugnantes muestras de entrega heteroburguesa solo se dan en las entrañas de la Norteamérica roja.

Las tres mujeres pronto formaron un grupo compenetrado. Iban juntas a degustaciones de vino en los viñedos de North Fork, o a Fire Island para pasear por la fría playa, dejando que él se dedicara a sus solitarias «cavilaciones de la testosterona». Cuando las chicas se marcharon, a Sylvie la invadió el temor al nido vacío que surge después de las vacaciones. Solo las largas horas de trabajo en el centro de servicios sociales Wayfinders le servían de ayuda.

Él fantaseaba con la posibilidad de tratar su propio bajón vacacional con piracetam, un nootrópico sin propiedades tóxicas ni adictivas conocidas. Durante años había leído afirmaciones asombrosas sobre la capacidad de ese fármaco para reforzar la cognición estimulando el flujo de señales entre los hemisferios. Varios investigadores a los que conocía la tomaban con pequeñas dosis de colina, una combinación sinérgica de la que aseguraban que producía mayores incrementos de la memoria y la creatividad que cualquiera de los dos fármacos tomado solo. Pero a él le acobardaba demasiado experimentar con una mente que ya estaba tan alterada.

El país de la sorpresa no apareció en ninguna lista de los libros más vendidos a fin de año, salvo en las que se ocupaban de obras de valor dudoso. Su rápida desaparición casi alivió a Weber, pues así no había pruebas permanentes de su fracaso. Sylvie le mostraba una estudiada indiferencia, lo cual solo le entristecía. Un domingo, pasado el Año Nuevo, estaban sentados ante el fuego cuando él bromeó diciendo que aquel año el famoso Gerald se había olvidado de bajar por la chimenea. Ella se echó a reír.

– ¿Sabes qué te digo? Al diablo con el famoso Gerald. Ahora mismo podría dar al famoso Gerald un beso de despedida y jamás le echaría de menos. Una postal una vez al año desde el Club Med de las Maldivas sería suficiente.

– Eso me parece innecesariamente cruel -replicó él.

– ¿Cruel? -Ella golpeó con fuerza la repisa de ladrillo. Sus manos expresaban el enojo causado por semanas de contención verbal-. Por Dios, cariño, ¿puedes decirme cuándo va a terminar esto?

Había fuego en los ojos de Sylvie, y él vio la profundidad de su miedo. Estaba claro: a ella le tocaba contemplar su deterioro personal, sin saber cómo terminaría o si llegaría a terminar.

– Tienes razón. Lo siento. No he sido…

Ella aspiró hondo varias veces, tratando de tranquilizarse. Se acercó al sofá donde él estaba sentado y le puso una mano en el pecho.

– ¿Qué te estás haciendo a ti mismo? ¿A qué viene esto? ¿Se trata de la reputación? El juicio público no es más que esquizofrenia compartida.

Él sacudió la cabeza y se presionó el cuello con dos dedos.

– No, no se trata de la reputación. Estás en lo cierto. La reputación… no es lo esencial.

– Entonces, ¿qué, Gerald? ¿Qué es lo esencial?

Nadie veía sus síntomas. Nadie sabía lo que otros sabían que era.

Sylvie le retorció la camisa, frunciendo el ceño ante su silencio.

– Escúchame. De buena gana cambiaría todos los reconocimientos para recuperar a mi marido y verle trabajar de nuevo para su propia satisfacción.

Pero su marido, despojado de reconocimiento, no era un hombre al que Sylvie reconociera. Weber estuvo a punto de decirle algo de lo que ahora estaba seguro: la inmoralidad básica de sus libros. Dos palabras que habrían acabado con ellos más que cualquier infidelidad, imaginada o real.

«Clase en el Centro Médico dentro de diecisiete minutos.» Todo lo que ella quería, en definitiva, era que él volviera a ser dueño de su vida, como lo había sido durante décadas, desde que se conocieron cuando los dos estudiaban en Columbus. Su hombre. El hombre que se entregaba a todas sus actividades no por el lugar al que pudieran llevarle, sino por la novedad innata de la pura acción. El hombre que le había enseñado que cualquier vida con la que uno se cruzara tenía una infinidad de matices y era irreproducible. Enseña. Aprende. ¿Cuánto más sabor quieres? ¿Cuánto más importante esperas llegar a ser?

Mientras Weber jugueteaba con un pomelo, algo golpeó la ventana del rincón del desayuno con un atroz ruido seco. Al volverse, vio al ave que se esforzaba por alejarse, destrozada: un gran cardenal macho que, durante las dos últimas semanas, había atacado a su reflejo en la ventana, creyéndose un intruso en su propio territorio.

Estaba ante el público estudiantil, toqueteando el micrófono inalámbrico y tratando de superar la sensación de engaño que ahora le embargaba antes de cada clase. Los estudiantes eran los mismos de cada año: chicos blancos de clase media, procedentes de Ronkonkoma y Comack, que tanteaban todas las identidades, desde tatuaje de patio carcelario hasta cocodrilo de Lacoste. Pero aquel trimestre del curso su actitud había cambiado, se habían vuelto sardónicos. Se habían pasado unos a otros las acusaciones públicas contra Weber, por medio de correos electrónicos y mensajes instantáneos. Todavía anotaban cada palabra que él decía, pero lo hacían más para sorprenderle en un error, para erradicar el charlatanismo, sus bolígrafos apuntando hacia delante en un gesto de desafío. Querían ciencia, no historias. Weber ya no podía distinguir la diferencia.

Probó el micro y enfocó el proyector. Miró el anfiteatro griego lleno de estudiantes universitarios del último curso. El vello facial que daba un aspecto asilvestrado volvía a estar de moda. Y los piercings, naturalmente, el equipo pesado, algo a lo que Weber nunca se adaptaría. Los nietos de Levittown, con objetos de metal atravesándoles cejas y aletas de la nariz. Cuando una rolliza muchacha tatuada sentada en la cuarta fila hizo la última llamada de móvil permitida antes de que sonara el timbre («Eh, estoy en clase de neuro»), él observó el brillo del tachón que le perforaba la lengua bajo la pátina de la saliva, una pequeña y sorprendente perla de agua dulce.

Al contemplar a aquel grupo de hastiados jóvenes de veintiún años, no pudo dejar de asignarles historiales médicos. Desde su última y abreviada visita a Mark Schluter, el mundo se había dividido entre Dickens y Dostoievski. Bhloitov, el febril anarquista, estaba estirado sobre un banco de tres sillas en la última fila. La señorita Nurfraddle, una rigorista casi histérica, estaba en el asiento del pasillo, a dos hileras del estrado, toqueteando sus textos perfectamente alineados. Desde el centro del auditorio, un hombre delgado y de cabello negro, eslavo o griego, miró furibundo a Weber cuando la lección no comenzó a la hora en punto. ¿Qué había en el mundo merecedor de semejante enojo?

En el futuro, todos los jóvenes reunidos en la sala sentirían una divertida repugnancia al verse tal como eran ahora. Yo nunca vestí así. Nunca garabateé apuntes con tal seriedad. No es posible que pensara tales cosas. ¿Quién era ese individuo patético? El yo era una banda, una pandilla improvisada, a la deriva. Ese era el tema de la lección de aquel día, de todas las lecciones que había dado desde su encuentro con el maltrecho operario de un matadero de Nebraska. No hay yo sin autoengaño.

A dos asientos del lugar donde estaba el griego de cabello lacio y brillante se sentaba la mujer de aquel curso a la que Weber evitaba mirar. Iban y venían cada año, cada vez más jóvenes. No todas eran bellas, pero cada una de ellas jugaba a ser mayor de la edad que tenía, las cejas enarcadas un nanómetro demasiado alto. Aquella, en la octava fila, directamente en su fóvea, con un jersey de cuello de cisne color melocotón, le sonreía, la redondeada cara enrojecida, anhelando cuanto él pudiera decir.

La hermana, Karin, había dicho algo la primera vez que comieron juntos. Una acusación. «No puedo creerlo. Usted también lo hace. Creía que una persona con su reputación…» Él pensaba que no había sabido de qué le estaba hablando, pero sí que lo había sabido. Y lo hacía, en efecto, también lo hacía.

Echó un vistazo a sus notas: ignorancia organizada. Al lado del cerebro, todo el conocimiento humano era como una gota de limón al lado del sol.

– Hoy voy a referiros las historias de dos personas muy diferentes.

Su voz descarnada salía de los altavoces en lo alto de las paredes, llena de autoridad amplificada. Los últimos vestigios de charla desaparecieron. La palabra «historias» provocó risitas reprimidas. Bhloitov miró la primera diapositiva de Weber, una sección transversal de la corona del cráneo, con franco escepticismo. La señorita Nurfraddle suplicaba a su grabadora que funcionara. La mujer del jersey de cuello de cisne miraba a Weber con dócil curiosidad. Los demás no revelaban ninguna emoción más allá de un ligero aburrimiento.

– En primer lugar, os hablaré de H. M., el paciente más famoso de la literatura neurológica. Un día de verano, hace cincuenta años, al otro lado del Sound, un cirujano ignorante y demasiado diligente, que trataba de curar la epilepsia cada vez más severa de H. M., le insertó una estrecha pipeta de plata en el hipocampo, esta zona gris rosada, y aspiró, junto con la mayor parte de la circunvolución parahipocampal, la amígdala y las cortezas entorrinal y perirrinal, aquí, aquí y aquí. El joven, aproximadamente de vuestra edad, permaneció despierto durante la operación.

Lo mismo les sucedió a todos los alumnos.

– A los que tenéis hipocampos en funcionamiento y acudisteis a la clase de la semana pasada, no os sorprenderá saber que, junto con todo el tejido extraído por la pipeta, salió también la capacidad de H. M. para formar nuevos recuerdos…

Weber percibía su recargado sentido de la teatralidad, y le asqueaba. Pero había contado la historia tantas veces a lo largo de los años, en las clases y en sus propios libros novelescos de tema neurológico, que no podía hacerlo de otra manera. Fue pasando las diapositivas y contando el resultado de memoria: el regreso del disminuido H.M. a la tierra de los vivos, con su personalidad intacta pero incapaz de agregar nuevas experiencias.

– Habéis leído el informe del doctor Cohen sobre H.M. Cuatro días de pruebas, y cada vez que el examinador abandonaba la habitación y volvía, tenía que presentarse de nuevo. Pasaron décadas desde la intervención, pero a H.M. le parecían días.

«El primer deber de un médico es pedir perdón.» ¿Dónde había oído eso? En una película que había visto con Sylvie, cuando los dos iban a la escuela de graduados. La película y la frase les habían conmovido como solo pueden conmoverse los jóvenes al comienzo de la veintena. No mucho después de aquella noche, él decidió entregarse a su futura carrera. Y, más o menos por la misma época, Sylvie se entregó a él para toda la vida. «El primer deber de un médico es pedir perdón.» Cada noche debería haber dedicado un momento a pedir perdón a todos cuantos había perjudicado inadvertidamente aquel día.

– El recuerdo que H.M. tenía del pasado estaba intacto, incluso era impresionante. Cuando le enseñaron una foto de Muhammad Ali, dijo: «Ese es Joe Louis». Dos horas después se lo volvieron a preguntar y respondió de idéntica manera, como si fuera la primera vez. Estaba atrapado en un sótano, congelado en el momento inmediato a la operación. Ni siquiera podía saber que estaba encerrado en un presente eterno. No tenía la menor idea de lo que le había ocurrido. O más bien: la parte de su mente que poseía el conocimiento era incapaz de transmitir el hecho a su recuerdo consciente. A cada hora repetía varias veces: «Estoy teniendo una pequeña discusión conmigo mismo». Le acosaba el temor permanente a haber hecho algo mal y que lo castigasen por ello.

Weber miró más allá de una hilera de caras turbadas por el horror y la vio. Se interrumpió, desorientado. Ella había entrado en la sala a escondidas, como una oyente secreta. Sylvie. Sylvie a los veintiún años, en Ohio. Tomó asiento a un cuarto de la pendiente, junto al pasillo de la izquierda, y miró las diapositivas, con un cuaderno de espiral en las piernas cruzadas y tocándose el labio superior con el bolígrafo. Sobre la tapa abatible del pupitre estaban todos los libros de texto. Habían llegado al final del trimestre y Weber nunca había reparado en ella.

– En el transcurso de las décadas, H.M. se convirtió en uno de los sujetos más estudiados en la historia de la medicina. Mediante una interminable repetición diaria, logró saber que estaba sometido a observación. Las constantes pruebas que le hacían se convirtieron en una fuente de doloroso orgullo. Cien veces al día repetía: «Por lo menos puedo ayudar a alguien. Por lo menos puedo ayudar a la gente a comprender». Pero aún era preciso repetirle constantemente dónde estaba y, pasadas varias décadas, decirle que aquel día no iba a casa de sus padres.

Contempló la cascada de cabello rizado que cubría en parte el serio rostro de la mujer. La verdad era que se parecía muy poco a Sylvie. Tan solo era ella. Aquella suave intensidad interior. La curiosidad por todo, dispuesta a desentrañar todo lo que el estudio pusiera en su camino. La atención de Weber volvió a dirigirse bruscamente a su inquieta audiencia, mientras los segundos iban pasando. Amplió los detalles del caso sin tener que pensar en ellos. Sus alumnos tomaban notas. Eso era lo que querían: solo los hechos, firmes y repetibles.

– Ahora, además de H.M., quisiera presentaros el caso de David, un agente de seguros de Illinois de treinta y ocho años, casado y con dos hijos pequeños, que gozaba de una salud perfecta y no manifestaba trastornos neurológicos poco comunes, salvo la persistente creencia de que a los Cubs de Chicago solo les faltaba una temporada para conseguir el campeonato.

La risa cortés del público ondeó en la sala, más tímida que el año anterior. Weber alzó la vista. La joven Sylvie se mordió el labio, los ojos en el cuaderno de apuntes. Tal vez sintiera lástima de él.

– La primera señal de que algo fallaba apareció cuando David, a quien de ordinario le gustaba escuchar a R.E.M., empezó a apasionarse por Pete Seeger.

Ninguna reacción del público. Tampoco la hubo el año anterior. Esos nombres habían caído en la amnesia cultural. Seeger nunca había existido. R.E.M. ya no era ni siquiera un sueño provocado por la fiebre.

– A su mujer le pareció muy raro, pero no se alarmó hasta un mes después, cuando David se puso a hablar mal de su autor preferido, J. D. Salinger, al que denunció como una amenaza pública. Empezó a adquirir, aunque nunca a leer, lo que él llamaba «libros reales», que se limitaban a novelas del Oeste y aventuras navales. Su estilo de vestir empezó a cambiar, a retroceder, según su mujer. Iba a la oficina con un mono de trabajo con tirantes. Su mujer trató de convencerle de que fuera al médico, pero él insistía en que estaba bien. Se mostraba tan lúcido que su mujer dudaba de que la angustia que le causaban los cambios de David estuviera justificada. Él hablaba a menudo de recobrar a la persona que había sido. Una y otra vez le decía a su mujer: «Así era como todos vivíamos antes».

»Empezó a padecer dolores de cabeza y vómitos, letargo y reducción de la actitud alerta. Una noche, volvió a casa tres horas más tarde de lo habitual. Su mujer estaba fuera de sí. Había regresado a pie desde la oficina, a unos veinte kilómetros de distancia, tras haber vendido el coche a un colega. Su mujer, asustada, le gritó. Él le explicó que los coches eran funestos para el medio ambiente. Podía ir al trabajo en bicicleta, con lo cual ahorraría enormes cantidades de dinero que podrían dedicar a la universidad de los hijos. Su mujer sospechó un trastorno de personalidad inducido por el estrés, algo que entonces se llamaba crisis aguda de identidad…

La joven Sylvie tomó una nota en el cuaderno equilibrado sobre el muslo. Algo en la manera de mover los codos, en la curvatura del cuello, fuerte y vulnerable al mismo tiempo. Las sensaciones bombardeaban a Weber, todas sus viejas claves, los millones de momentos que habían desaparecido, un acorde tras el otro: cuando estudiaban juntos en la biblioteca hasta la hora del cierre; las películas europeas de arte y ensayo el martes por la noche en el Cineclub; largos debates sobre Sartre y Buber; sexo más o menos continuo. Vendaba los ojos de Sylvie y le rodeaba el vientre desnudo con varias muestras de tela, para poner a prueba su afirmación de que podía sentir los colores. Ella siempre acertaba.

Vestigios, todavía intactos. Todo lo que él había sido seguía archivado en alguna parte. Pero había extraviado las sensaciones del recuerdo hasta que aquel espectro viviente se sentó ante él en el anfiteatro, garabateando todas aquellas notas erróneas en su propio y creciente historial.

– La mujer de David insistió en que al día siguiente llamara al comprador del coche y lo recuperase. Él lo hizo, pero unas semanas después no regresó a casa. Al cruzar el aparcamiento de su empresa, le absorbieron de tal manera los cambios del cielo por encima de su cabeza que se pasó allí la noche entera, sentado en el asfalto, contemplando el espacio. Cuando la policía lo encontró a la mañana siguiente, estaba desorientado. Su mujer lo llevó al hospital, donde ingresó en la sección de psiquiatría, que rápidamente lo pasó a neurología. Sin la moderna tecnología del escáner, ¿quién sabe cómo podrían haberlo tratado? Pero aquí tenéis el escáner: mirad esto, en la corteza orbitofrontal caudal. Lo que veis es un gran neoplasma circunscrito, un meningioma, que ha crecido durante años, presionando los lóbulos frontales e incorporándose gradualmente a su personalidad…

Weber se percató mientras hacía avanzar la diapositiva: la vacilación que había experimentado en Nebraska no era el primer borrón en un historial por lo demás perfecto. Técnicamente, jamás había traicionado a Sylvie. Pero, a intervalos de varios años, el fiel Gerald había avanzado cautelosamente hasta el borde. El año en que cumplió los cincuenta conoció a una escultora que vivía en la zona de la bahía. Intercambiaron correspondencia durante largo tiempo, tal vez año y medio, antes de que ella le obligara a admitir que no había nada entre ellos salvo una pura invención suya. Diez años atrás hubo una licenciada japonesa, investigadora ayudante, seria y expectante, de poco más de treinta años. Se midiera como se midiera, la cosa no llegó a concretarse por un pelo. Ella se alejó cuando él se volvió frío. La mujer, que apenas podía alzar los ojos para mirar los suyos cuando él le hablaba, le dejó una nota para que Weber la leyera después de su partida: «En Japón, los investigadores tienen por lo menos un día de luto por todos los animales que han sacrificado…». Cada una de estas aventuras amorosas teóricas había sido una excepción: media docena de excepciones, en total. Weber parecía ser un infractor repetitivo, que cometía la falta y echaba a correr. En cada ocasión se lo contaba a Sylvie, pero después del hecho, siempre minimizando lo que había estado a punto de ser un desastre. Nada de aquello formaba parte del historial permanente.

Mientras la siguiente diapositiva se colocaba en la ranura, comprendió la verdad: quería a Barbara Gillespie. Pero ¿por qué? La actuación de aquella mujer no tenía sentido. Algo en su vida le había salido tan mal como a él. Ella vivía ya en el vacío donde él estaba penetrando. Un vacío enorme, oculto. Barbara sabía algo que él necesitaba, tenía algo que le evocaba a sí mismo.

Pero había una explicación más cicatera. ¿Cómo, con los hechos de que disponían, podrían diagnosticarla aquellos estudiantes? ¿Crisis trivial de la mediana edad? ¿Puro y clásico autoengaño biológico, o algo más llamativo? Algún déficit que pudiera aparecer en un escáner, algún tumor que presionara implacablemente los lóbulos frontales, reestructurándole de una manera imperceptible…

Se aclaró la garganta y el sonido emergió de los altavoces.

– David no podía ver hasta qué punto estaba alterado, y no solo porque el cambio había sido tan gradual. Recordad la lección sobre la anosagnosia de hace dos semanas. La tarea de la conciencia es la de asegurar que la totalidad de los módulos distribuidos del cerebro parezcan integrados. Que siempre seamos familiares para nosotros mismos. David no quería restablecerse. Creía haber encontrado el camino de regreso a algo verdadero, algo que todos los demás habían abandonado.

La joven Sylvie alzó la cabeza y le miró detenidamente. Él se detestó a sí mismo. No podía perdonar al hombre con la lista de patéticas y frustradas infidelidades. Pero el hombre cuya intachable imagen de sí mismo borraba de un modo tan completo la lista: ¿qué podía merecer un hombre así, aparte de un lento y angustioso desenmascaramiento público? Encorvó los hombros y asió el atril. Se sentía anémico, y lo contrarrestaba con más análisis estructural, más anatomía funcional. Se perdía en lóbulos y lesiones. Un tenue pitido de su reloj le indicó que era hora de finalizar la clase.

– Así pues, tenemos los relatos de dos déficits muy diferentes, dos hombres muy diferentes, uno que no podía convertirse en su siguiente yo consecutivo y otro que se sumía en ese yo sin control. Uno que no podía tener nuevos recuerdos y otro que los creaba con excesiva facilidad. Creemos tener acceso a nuestros estados, pero en neurología todo nos indica que no es así. Nos consideramos una nación unificada y soberana. La neurología sugiere que somos un jefe de Estado ciego, atrincherado en los aposentos presidenciales, que solo escuchamos a unos asesores elegidos a dedo mientras en el país se van produciendo movilizaciones…

Miró a su embotada audiencia. No parecían convencidos. Bhloitov estaba furioso. Los ojos de la mujer con el ceñido jersey de cuello de cisne vagaban. La señorita Nurfraddle parecía dispuesta a llamar por su Black Berry para que detuvieran a Weber por haber violado la Ley Patriótica. Él no podía mirar a la joven Sylvie. Se veía reflejado en los rostros de los jóvenes, una rareza neurológica de caseta de feria, un caso.

¿Cómo podría contárselo? Sobre una antigua célula incidió la energía; esta lo detectó. Ciertos estímulos causaron una cascada química que practicaron una incisión en la célula y cambiaron su estructura, formando un molde de las señales que incidían en ella. Millones de años después, dos células se unieron, se hicieron señales mutuamente, elevaron al cuadrado el número de estados que podían inscribir. El vínculo entre ellas se alteró. Las células se activaban con más facilidad cada vez, sus cambiantes conexiones recordaban un vestigio del exterior. Unas pocas docenas de estas células se unieron para formar una humilde babosa, ya una máquina que se reestructuraba infinitamente, a medio camino del conocimiento. Materia que trazaba el mapa de otra materia, un registro plástico de luz y sonido, espacio y movimiento, cambio y resistencia. Varios miles de millones y centenares de miles de millones de neuronas después, aquellas células conectadas compusieron una gramática: una noción de sustantivos, verbos e incluso preposiciones. Esas sinapsis registradoras, dobladas sobre sí mismas, a lomos del cerebro e interpretándose mientras interpretaban el mundo, estallaron en esperanzas y sueños, recuerdos más minuciosos que la experiencia que los había cincelado, teorías de otras mentes; inventaron lugares tan reales y detallados como cualquier cosa material, siendo ellas mismas materia, mundos microscópicos dentro del mundo grabados eléctricamente, una forma para cada forma ahí fuera, con infinitas formas sobrantes: todas las dimensiones surgiendo de esa cosa en la que flota el universo. Pero nunca caliente o frío, sólido o blando, izquierda o derecha, alto o bajo, sino solo la imagen, el depósito. Solo el juego de parecidos cortados por cascadas químicas, siempre deshaciendo el estado que permitió la depositación. Semáforos nocturnos, adoquinando incluso el precipicio desde el que emitían señales. Como Weber escribió cierta vez: «Sin respaldo, imposibles, casi omnipotentes e infinitamente frágiles…».

No había ninguna posibilidad de demostrárselo. Lo mejor que podía hacer era revelarles las innumerables maneras en que las señales se perdían. Destrozadas en cualquier enlace: espacio sin dimensión, efecto antes de la causa, palabras separadas de su referencia. Mostrar cómo cualquiera podría desvanecerse en el abandono espacial, podría cambiar arriba por abajo y antes por después. Visión sin conocimiento, recuerdo sin razón, eventos sociales de personalidades que compiten por controlar al perplejo cuerpo, pero siempre continuas, sintiéndose intactas. Tan constantes y completas como ahora se sentían aquellos alumnos brillantes y escépticos.

– En el poco tiempo que nos queda, vamos a ver un último caso. Aquí tenéis una sección transversal lateral, en la que la circunvolución cingulada anterior presenta una lesión. Recordad que esta zona recibe información de muchas regiones sensoriales superiores y conecta con áreas que controlan funciones motoras de nivel superior. Crick escribe acerca de una mujer con semejante lesión, que perdió la capacidad de actuar en consecuencia e incluso de formar intenciones. Mutismo acinético: todo deseo de hablar, pensar, actuar o elegir había desaparecido. Con perdonable entusiasmo humano, Crick afirmó que habíamos localizado el asiento de la voluntad.

Sonó el timbre, salvándole y condenándole a la vez. Los alumnos empezaron a desfilar, incluso mientras él se apresuraba a concluir.

– Así pues, hemos tenido una visión preliminar del tema enormemente complejo de la integración mental. Sabemos algo de las partes. Sabemos mucho menos de la manera en que constituyen un todo. En nuestra última sesión, echaremos un vistazo a los principales candidatos a un modelo de conciencia integrado. Si no tenéis el artículo sobre el problema de la vinculación, pedídselo a vuestro moderador de debates antes de marcharos.

Se oyeron los sonidos de pupitres abatidos y libros cerrados mientras los estudiantes se disponían a salir. ¿Qué diría Weber a la semana siguiente para resumir una disciplina que se le escapaba? Mucho después de que su ciencia presentara una teoría integral del yo, nadie estaría un solo paso más cerca de saber lo que significa ser otro. La neurología jamás comprendería desde fuera algo que solo existía en lo más profundo del interior impenetrable.

Los alumnos abandonaron la sala, enfilando por los pasillos en grupitos que abrigaban una semilla de rebeldía. Una sensación embargó a Weber, el deseo de complementar la auténtica neurociencia con seudoliteratura, una ficción que por lo menos reconociese su ceguera. Les haría leer a Freud, el príncipe de los narradores: «Los histéricos padecen sobre todo de recuerdos». Les pediría que leyeran a Proust y Carroll. Les asignaría «Funes el memorioso», de Borges, el hombre paralizado por la memoria perfecta, destruido por el hecho de que un perro visto de perfil a las tres y cuarto tenía el mismo nombre que un perro visto de frente un minuto después. «El presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido.» Les contaría la historia de Mark Schluter. Les diría lo que había provocado en él aquel encuentro con el joven. Haría algún movimiento que sus neuronas motoras se verían obligadas a imitar. Les haría perderse en el laberinto de la empatía.

Los habituales rezagados se arracimaron alrededor del atril. El intentó escuchar cada pregunta, prestar toda su atención a cada una de las observaciones. Cuatro alumnos, que padecían las inquietudes del final de trimestre. Detrás de la primera ola, otros cuatro aguardaban. Exploró la sala sin saber qué buscaba. Entonces la vio, inmóvil a mitad del pasillo a mano izquierda. La joven Sylvie, que le miraba a su vez. Se debatía consigo misma. Tenía un mensaje para él, para el joven que había sido, pero no podía esperar. Tenía que ir a algún lugar futuro.

Trató de apresurar a quienes le interrogaban, con una sonrisa tranquilizadora para cada uno. Los alumnos empezaron a dispersarse y, al alzar la vista, Weber se sorprendió al encontrarse delante a Bhloitov. Visto de cerca, era evidente que el cabello del anarquista estaba teñido. Llevaba un brazalete de cuero con tachones, y por debajo de la manga izquierda le asomaba una Virgen de Guadalupe rojo brillante y azul verdoso. El sedoso bigote estaba dividido por una tenue cicatriz, la de un labio leporino imperfectamente restaurado. Weber dirigió la mirada a la sala. La joven Sylvie, vacilante, empezó a alejarse. Miró de nuevo al anarquista, tratando de dominarse.

– ¿En qué puedo ayudarle, señor?

Bhloitov dio un respingo, parpadeó y retrocedió un poco.

– Lo que ha contado de ese… ese meningioma. El caso de David. -Su voz tenía un tono de disculpa. Weber le hizo un gesto de asentimiento para que prosiguiera-. Me estaba preguntando… Creo que tal vez mi padre…

Weber alzó la vista, un acto reflejo desesperado. Sylvie se había puesto la mochila a la espalda y ascendía por la escalera hacia la salida del auditorio. La observó durante todo el camino, mientras Bhloitov murmuraba y se alejaba discretamente. Ella no se volvió a mirarle. ¿Adónde vas?, le preguntó Weber en el espacio simbólico. Vuelve. Soy yo. Aún estoy aquí.

Era hora de retirarse. Ya no podía confiar en su comportamiento en el aula, y no digamos el laboratorio. Podría encontrar algún trabajo como voluntario, clases de alfabetización para adultos o como profesor particular de ciencias. En los veinte años que le quedaban, podía aprender otra lengua extranjera o escribir una novela de tema neurológico. En cualquier caso, tenía suficientes argumentos. Y no sería necesario que la publicara.

Permaneció en el campus hasta que empezó a anochecer, entregado a un trabajo que se había sacado de la manga, el constante trueque de cartas de recomendación que constituía la existencia académica. Parecía una expiación, una tarea impuesta como castigo. Se recetaba a sí mismo una docena de tabletas de chocolate para obtener una dosis de feniletilamina. Recientemente eso le había ayudado a alzar el manto de las noches invernales.

Lo extraño era que apenas deseaba a Barbara Gillespie. Tal vez la encontrara atractiva, en abstracto. Pero, incluso ahora, sus imaginadas relaciones nunca suponían algo más que un contacto inocuo. Ella era… ¿qué? Ni una familiar ni una amiga y, desde luego, no una simple amante. Alguna relación que aún no se había inventado. No quería poseerla. Tan solo quería investigar, con la habitual batería de cuestionarios, la causa de su derrumbe y por qué él se sentía tan absuelto cuando estaba a su lado. Quería analizarla, hacer que se revelara, conocer su currículo y su historia. Ella no había dicho casi nada en los pocos minutos que habían pasado juntos. Sin embargo, sabía algo de Mark que él buscaba a trancas y barrancas.

La veía vestida con un mono verde y una camisa de algodón blanco, subiendo por una escala de madera. La escala estaba apoyada contra una blanca casa del cabo Cod, cerca del océano. Estaba llegando a los aleros. ¿Qué sabía de ella? Nada en absoluto. Nada excepto lo que su corteza prefrontal podía inventar basándose en desechos del hipocampo. La veía de pequeña, con un velo negro sobre la cara, encendiendo un cirio de cincuenta centavos que colocaba en el altar de una iglesia llena de incienso. ¿Qué sabía él de cualquiera? La veía junto a Mark Schluter, con mono de trabajo y casco amarillo, inspeccionando un ramillete de indicadores sobre una brillante bombona de acero inoxidable alta como una casa. La veía asomándose a la ventana del pasajero de un cupé azul que daba vueltas, conducido por Karin Schluter, tendiendo al viento un osito de peluche. Se veía a sí mismo, hombro a hombro con Barbara, en una atestada sala de justicia de algún lugar como Kabul, tratando de obtener la custodia legal de los hermanos Schluter, pero incapaz de lograr que su petición se entendiera en ningún idioma útil.

Cruzó por su mente la idea de que se había inventado lo ocurrido en Nebraska. Toda la historia: una incursión en un género mixto, experimental, una obra de teatro sobre la moralidad enmascarada como periodismo. No tenía ningún recuerdo fiable de lo que había ocurrido allí. No podía reconstruir con precisión ninguna de las características de Barbara Gillespie, y no digamos sus facciones. Sin embargo, no podía dejar de evocar recuerdos de ella recuperados, todos ellos tan detallados que podría haber jurado que eran datos documentados.

¿Qué sabía de la vida de su esposa? ¿Quién era ella cuando no era su mujer? Él regresaba a casa en coche, cruzando el centro comunal cubierto de nieve. Las dos iglesias coloniales nunca dejaban de apaciguarle. Tomó la larga curva de Strong's Neck, el puerto verde y marrón con la marea baja. Llegó a Bob's Lane, ese pasadizo que los visitantes son incapaces de encontrar a menos que ya hayan estado en él. Las lluvias invernales todavía inundaban la parte delantera del jardín. Una familia de cercetas de alas verdes se había pasado el otoño construyendo un nido junto al lago temporal. Pero ahora el lago estaba congelado y los patos habían volado.

Sylvie había llegado antes que él a casa. Últimamente, desde que él soltara su bomba, procuraba regresar temprano de Wayfinders. Weber no le había pedido que lo hiciera, pero tampoco tenía el valor de decirle que no era necesario. La encontró introduciendo algo en el horno, un estofado con berenjena. Veinte años atrás le había dicho que lo comería gustoso cada noche, y ahora ella recordaba ese entusiasmo sepultado. La sonrisa inquieta de su mujer cuando alzó los ojos hacia él le llegó a lo más hondo.

– ¿Has pasado un buen día?

– Fantástico.

Era algo que siempre se decían.

– ¿Qué tal ha ido la clase?

– Si me lo preguntas a mí, creo que hay una clara posibilidad de que haya estado brillante. -La tomó en sus brazos con demasiada rapidez, mientras ella se esforzaba por quitarse la manopla-. ¿Te he dicho que estoy completamente loco por ti?

Ella soltó una risita dubitativa y miró detrás de él. ¿Quién imaginaba que podría venir? ¿A quién podría él traer a casa?

– Sí, me lo has dicho. Creo que ayer.

* * *

Emiten el programa televisivo. Pero es extraño. Le han hecho a Mark algo digitalmente, lo han pasado por alguna clase de filtro de vídeo de alta tecnología. Quienes no lo conocen jamás sospecharían. Pero sus amigos, los pocos amigos que le han quedado a Mark Schluter, pensarán que es un doble.

Por lo menos la mayor parte de lo que dicen en el programa es correcto. Hablan del accidente, del vehículo que se cruzó delante de él, del que iba detrás y se paró junto a la carretera. Y hay un gran momento en el que aparece la nota manuscrita y llena la pantalla, e incluso hay subtítulos, por si alguien no sabe leer en inglés. «No soy nadie.» No soy nadie. Hombre, en los tiempos que corren, ese podría ser cualquiera. Pero hay una recompensa en metálico de quinientos dólares. Con la economía escurriéndose de nuevo por el desagüe del lavabo y todo el estado en el paro, sin duda alguien dará un paso adelante para hacerse con ella.

Le gustaría sentarse y esperar a que suene el teléfono y empiecen a proporcionarle datos amparados por el anonimato, pero hay demasiado que hacer. Llega la doble de Karin, irritada porque ha oído hablar del programa pero se lo ha perdido. ¿Cuándo hiciste eso? ¿Por qué no me lo dijiste? Es una buena representación, y él casi llega a creerse que la mujer no tiene ni idea.

Se le ha ocurrido un plan para ponerla a prueba, algo en lo que lleva mucho tiempo pensando. Le pregunta si le gustaría dar un paseo en coche, hasta Brome Road, la vieja granja abandonada que su padre trató de explotar y donde él vivió desde los ocho hasta casi los catorce años. El lugar del que su hermana siempre hablaba como si fuera una especie de paraíso perdido. Ella se pone a dar saltos como una niña cuando Mark la invita a ir allí. Uno habría pensado que le pedía que fuese su pareja en el baile de fin de curso o algo por el estilo.

Van juntos, en el pequeño coche japonés de ella. Hace un calor extraño, cuando faltan solo dos semanas para Navidad. Él viste su chaqueta azul claro, una prenda adecuada para octubre. Lo más probable es que el calor se deba a la catástrofe ecológica del efecto invernadero. En fin, será mejor disfrutar del breve período de buen tiempo. Ella está en ascuas, como si hiciera una eternidad que no veía el lugar. Lo más curioso es que seguramente no lo ha visto nunca. Avanzan por el largo camino de acceso a la granja, y es como si hubieran lanzado una bomba de neutrones sobre el porche de la entrada. Todas las ventanas, negras y sin cortinas. El jardín, un mar de hierba alta y hierbajos, como una especie de proyecto de restauración de la pradera. Hay un letrero de «PROHIBIDO EL PASO» clavado en el porche, lo cual es una broma. Nadie vive aquí desde hace muchos años. A decir verdad, la granja sufrió en manos de la familia Schluter un serio deterioro que ninguno de sus inquilinos posteriores pudo reparar. Está abandonada desde 1999, pero él no ha venido a curiosear hasta ahora.

El establo está muy escorado a la derecha, como si fuera a derrumbarse si le alcanzara una pequeña radiación de microondas. Pero antes de que lleguen al edificio, la doble de Karin frena en seco. ¿Dónde está el árbol?, pregunta. El sicomoro ha desaparecido. El que tú y papá plantasteis cuando cumplí los doce años. Al principio, el asombro de Mark es mayúsculo. Ella sabe lo que plantaron y cuándo. Pero, claro, ahí está el tocón. Y cualquiera podría habérselo contado en la ciudad. Aquellos necios Schluter, plantando un árbol que consume una gran cantidad de agua, cuando ni siquiera tienen suficiente para evitar que se les chamusquen las judías.

Él le dice: He oído que lo talaron hace algún tiempo.

Ella se vuelve hacia él, el dolor reflejado en sus ojos: ¿Por qué no me lo dijiste?

¿Decírtelo? Entonces ni siquiera te conocía.

El coche se aproxima al lugar por la grava. Karin baja del vehículo y Mark la sigue. Ella camina hasta el tocón y se queda ahí, con sus tejanos holgados, las manos en los bolsillos de la chaquetilla de cuero, igual que la que usaba la Karin real. No es mala persona. Tan solo se ha metido en un mal asunto.

¿Cuándo lo talaron?, quiere saber ella. ¿Antes o después de la muerte de mamá?

La pregunta desconcierta un poco a Mark. Y no solo por el hecho de que sea ella quien la formule. No está seguro.

Karin le mira y sigue: Ya lo sé. Es como si ella aún estuviera viva, ¿verdad? Como si fuera a salir por esa puerta lateral con una fuente de chuletas de cerdo y nos amenazara con azotarnos si no rezamos la oración de agradecimiento y nos ponemos a comer.

Desde luego, estas palabras estremecen a Mark. Pero ese es exactamente el motivo de que la haya traído aquí. Para sondear los límites. ¿Qué más recuerdas de ella?, le pregunta él. Y la mujer empieza a contarlo todo. Cosas que solo su hermana conoce. Cosas de cuando eran adolescentes, cuando Joan Schluter aún parecía la Betty Crocker original. * Le dice: ¿Recuerdas lo orgullosa que estaba por el premio que su familia ganó cuando era pequeña?

Él no puede dejar de responder: Concurso de la familia más sana, feria estatal de Nebraska, 1951.

Organizado por una sociedad eugenésica nacional, dice ella. Los juzgaban por los dientes y el pelo, como lo hacían con las vacas y los cerdos. ¡Y ganaron una medalla de oro!

De bronce, le corrige él.

Lo que sea. La cuestión es que se pasó el resto de la vida enojada con Cappy por contaminar la dotación genética y engendrarnos.

Ella sigue diciendo estas cosas sorprendentes, mencionando unos hechos que el mismo Mark ha olvidado. Anécdotas del final de la infancia, antes de que Joan se tuteara con el Omnipotente. Cosas de los años difíciles, cuando por cualquier nimiedad su madre caía de rodillas y eructaba espíritus menores. ¿Te acuerdas de aquel libro, Mark? ¿El que ella llevaba a todas partes y que hacía que te rieras como un histérico? Jesús te cubre con su amor. ¿Y el día en que finalmente comprendió de qué te reías?

Los dos permanecen junto al tocón de sicomoro, riéndose como adolescentes colocados. Empieza a soplar el viento y pronto hace frío. Él quiere ir a la casa, pero ahora las palabras de la doble de Karin son como un río de nieve fundida. Cosas del final, cuando su madre se convirtió en una santa prematura. No la habrías reconocido, dice, como si Mark ni siquiera hubiese estado allí. No habrías creído que era ella, tan agradable y dulce. Una tarde, después de que le hubieran conectado el gotero, estábamos hablando y, de repente, empezó a decirme que probablemente la vida eterna fuera una ilusión engañosa. Y, sin embargo, estaba allí sentada, más cristiana que Cristo, sorbiendo las cucharadas de sopa con queso cheddar del hospital que yo le daba, y diciendo: «¡Oh, está buena! ¡Está buena!».

Ha embrollado un poco los hechos, pero Mark no va a discutir. De repente, la temperatura se ha vuelto glacial. La toma del brazo y la lleva hacia la casa. Ella no deja de hablar.

¿Sabes que todavía recibo su correo? Supongo que no lo entregan más allá de la tumba. En general, instituciones benéficas y solicitudes de tarjetas de crédito. Catálogos de la tienda donde encargaba aquellas rebecas anticuadas y sin gracia.

Llegan a la puerta principal. Él intenta abrirla, pero está cerrada con llave, aunque dentro no hay más que excrementos de ratón y escamas de pintura. Mira a la doble de Karin sin hacer ningún comentario.

¿No te acuerdas?, le dice ella. Y se acerca a una tablilla suelta a la izquierda del ventanal, y la mueve un poco hasta que la saca. Ahí está la llave. La llave de repuesto de la que ni siquiera informaron a la familia que se instaló después de ellos. Es muy posible que ella interprete sus ondas cerebrales. Escáneres inalámbricos, alguna novedad digital. Podría habérselo preguntado al Loquero cuando tuvo ocasión de hacerlo. Ella abre la puerta y entran en un espacio que parece salido de una película de terror. La antigua sala de estar aparece vacía, con una capa de polvo gris y telarañas por todas partes. Apena ver el estado en que se encuentra. Hay señales de infestación, de mamíferos mucho más grandes que ratones. La doble de Karin se tira de las mejillas hacia atrás con las palmas.

No hagas eso. Pareces uno de esos atracadores de bancos con una media en la cabeza.

Pero ella no le oye. Deambula por las habitaciones como una sonámbula, señalando cosas invisibles. El sofá, la antena de la tele en forma de V, la jaula del periquito. Lo sabe todo, y lo revive con una precisión hipnótica, pero o bien es la mejor actriz que jamás ha existido o realmente le han trasplantado algo del cerebro de su hermana. Tiene que averiguarlo, antes de que le vuelva loco. Deambula pasmada, como una de esas víctimas de atentados con bomba sobre los que informa la televisión por cable. Aquí comíamos. Aquí estaba el montón de zapatos. Está afectada de veras. Entretanto, Mark se pregunta si es la casa original o una maqueta a escala. Karin se vuelve hacia él. ¿Recuerdas cuando papá nos sorprendió jugando a los médicos y nos encerró en la despensa?

No era eso lo que nosotros… Pero ¿por qué decírselo? Ella no estaba allí.

Prisioneros. Durante varios días, al parecer. Y tú ideaste aquella Gran Evasión, utilizando un espagueti crudo para empujar la llave maestra por el ojo de la cerradura hasta que cayó en un papel encerado que habías introducido bajo la ranura de la puerta. ¿Qué edad tenías, seis años? ¿Dónde aprendiste eso?

Lo sabía por las películas, naturalmente. ¿En qué otro sitio se aprende todo?

Ella permanece ante la ventana de la cocina, contemplando el terreno de la finca. ¿Qué recuerdas de… tu padre?

Y es realmente curioso, porque así es como él y su auténtica hermana llamaban a aquel hombre. Tu padre. Cada uno echándole la culpa de haber engendrado al otro. Bueno, replica ella. No era un granjero, de eso no hay duda. Siempre sembraba tres semanas antes o después de cuando debía hacerlo. Eso no hay campo que lo aguante. Desafía a todo conocimiento convencional. El año que cosechaba algo era una época dorada. Tuvimos suerte de que lo dejara para meterse en todas aquellas inevitables bancarrotas.

Ella se encoge de hombros e introduce las manos en el seco y polvoriento fregadero. Tienes razón, tuvimos suerte. De todos modos, la crisis agrícola le habría alcanzado. Alcanzó a todo el mundo.

Ah, pero dedicarse a fabricar lluvia artificial…, dice Mark. Nadie ha ganado jamás un dólar con eso.

Ella suelta un resoplido de amargura. ¿Quién sabe por qué? Para ella esto no es más que un trabajo. Pero lo hace muy bien. Sacude la cabeza. Quiero decir que… ¿recuerdas su voz? ¿Su manera de andar? ¿Quién era en realidad aquel hombre? Mira, ahora soy tan mayor como lo era él entonces, cuando nos encerró en el sótano. Y no puedo… Recuerdo que tenía una gran cicatriz en la parte inferior de la espinilla derecha, debido a algún accidente que sufrió de joven.

Una traviesa de vía férrea, replica él. No importa que lo sepa: a él no pueden hacerle daño con una vieja historia. Cuando trabajaba en la Union Pacific le cayó encima una traviesa que estaba manejando.

Eso no puede ser cierto, Mark. ¿Cómo se te puede caer una traviesa en la espinilla?

Tú no conoces a mi padre.

Ella empieza a reírse, pero entonces se asusta. Tienes razón, le dice. Se echa a llorar. Tienes razón. Y ha de abrazarla un poco para que se tranquilice. Ella lo lleva hacia el fondo de la casa, hasta el lavadero, donde sobresale el estante de las herramientas. Le dice: Cuando nos mudamos a la casa de Farview, mamá y yo encontramos unos vídeos…

¿Te refieres a aquellos cursillos de autoempleo? ¿Machaca a tus competidores? ¿La gran jugada?

Ella niega con la cabeza, estremecida. Horrible, responde. No puedo ni pensar en ello. No puedo.

Ah, dice Mark. Esas guarradas del puño por el culo y todo eso. Sí, los conocía.

Y cuando mamá, conmocionada, se los muestra y empieza a gritar, él le dice que no los había visto en su vida. No sabe cómo han llegado allí. Tal vez los dejaron los propietarios anteriores. ¡Vídeos! Los vídeos ni siquiera se habían inventado cuando nos mudamos a esta casa. Él se limitó a cogerlos y les vertió gasolina encima. Una hoguera.

Háblame de ello, le pide Mark.

Y mamá lo asimiló. Puntos para el martirio. Creyó que él iba a arrepentirse en serio.

Bueno, dice Mark. Tal vez no.

No. De acuerdo. Tal vez no.

Suben a la planta superior, donde estuvieron los dormitorios. Él se está acostumbrando a la devastación. En el suelo, a lo largo de la pared del pasillo, hay algunos desechos: una vieja factura telefónica, un encendedor sin gas, un trozo de toldo impermeable y un par de botellines de cerveza. Una fina alfombra de yeso en polvo recubre los suelos. Pero una persona podría vivir ahí. No sería difícil, uno se acostumbra a todo.

Ella está en la antigua habitación de él, señalando con el dedo y nombrando las cosas que estuvieron allí, cama, cómoda, estantes, baúl de los juguetes. Le mira para comprender si ha acertado en todo. Así es. No es posible que la hayan adiestrado hasta ese extremo. Tiene que haber una especie de transferencia directa de sinapsis, lo cual significa que algo de su hermana está realmente integrado en esta mujer. Algo esencial. Alguna parte de su cerebro, su alma. Un trocito de Karin. Señala el hueco en el repecho de la ventana, la casita donde vivió el señor Thurman un año tras otro. El único amigo de Mark digno de confianza. Él se estremece, pero asiente.

Esa mirada retadora de ella, una vez más. Oye, Mark, ¿puedo preguntarte una cosa?

No me acerqué a esas condenadas revistas Seventeen.

Ella ríe un poco, como si no estuviera segura de que él pretende ser gracioso. Pero insiste. Cappy… ¿te tocó alguna vez?

¿Qué quieres decir? A punto estuvo de romperme las piernas. Todavía tengo los moratones.

Eso no es… no importa. Olvídalo. Ven a echarme una mano. En mi dormitorio.

Espera un momento, responde él. ¿Echarte una mano? No estarás tratando de seducirme, ¿verdad?

Ella le da un manotazo en el hombro. Él la sigue obedientemente, riéndose entre dientes. Esta chica siempre le hace reír. En la vacía y sucia habitación prosigue el concurso. Cama. Incorrecto. ¿Cama? ¡Incorrecto! ¿Cómoda? No del todo.

Karin Dos le pone una mano en la muñeca, le sujeta los brazos. Trata de mirarle a los ojos. ¿Cómo era ella? Dime… cómo era.

¿Quién? ¿Mi hermana? ¿De veras te interesa mi hermana?

Se fue hace tanto tiempo que ya no puede volver. Y algo malo debe de tener Mark Schluter, algo ocasionado por el accidente que ni siquiera conocen los médicos del hospital, porque se pone a berrear como un puñetero crío.

* * *

Estuvieron solos en la casa de Brome abandonada, reconstruyendo el pasado que ya no compartían. Llegó un momento, entre las sucias habitaciones y los vacilantes recuerdos, en que por la mente de Karin cruzó la idea de que por lo menos habían tenido en común aquel día, aquella soleada tarde de confusión. Y cuando su hermano se echó a llorar y ella se acercó para consolarle, él se lo permitió. Algo que antes no había ocurrido jamás.

Salieron al cálido día de diciembre. Caminaron a lo largo del antiguo campo de su padre, del que desconocían quién lo cultivaba ahora. El crujido del rastrojo bajo sus pies le evocaba a Karin aquellas mañanas veraniegas, cuando se despertaba antes del amanecer e iba al lugar donde estaban plantadas las habichuelas, todavía cubiertas de rocío, y cortaba los hierbajos con una azada tan afilada que en una ocasión a punto estuvo de cortarse el dedo gordo del pie a través del cuero de la bota de faena.

Mark la acompañaba, cabizbajo. Ella notaba el debate interior del muchacho y temía hablarle, temía ser cualquiera, y más que nadie Karin Schluter. Lo más extraño de todo era que no la incomodaba guardar silencio. Se había acostumbrado al papel de doble, de ser esta mujer. Eso le permitía empezar desde cero con Mark, aun cuando la otra Karin mejoraba de una manera tan drástica en el recuerdo de su hermano. Una oportunidad de reescribir la historia: de hecho, dos oportunidades a la vez.

Llegaron a lo alto de la oscura elevación cubierta de rastrojo y bajaron por el otro lado. Como le ocurriera en su infancia, ella pensó en lo perversa que era la ausencia de árboles en aquel territorio. No había a la vista un solo lugar donde ponerse a cubierto. Hagas lo que hagas, no podrás ocultarte a la mirada de Dios. Sobre una ligera cresta, en segundo plano, automóviles y camiones iban y venían como guadañas. Karin se volvió para contemplar la casa. Al año siguiente, por esa misma época, habría desaparecido, se habría venido abajo o la habrían derribado, sería como si nunca hubiera existido. El tejado como un libro abierto, la puerta del sótano ladeada y apoyada en los cimientos de ladrillo, el blanco tocón de una caja cuadrada sobresaliendo del horizonte desnudo. Protección ante nada.

– ¿Recuerdas cuando tú y papá tratasteis de limpiar aquella cisterna atascada?

Él se dio una palmada en la cabeza, como si el desastre acabara de ocurrir.

– No me recuerdes cosas que no puedes saber.

Ella no sabía en qué punto su insistencia sería inapropiada.

– ¿Recuerdas cuando tu hermana se fugó?

Él se enlazó las manos sobre la coronilla, para evitar que la cabeza le saliera volando. Echó a andar de nuevo, contemplando el arroyuelo en la tierra que seguían sus pies.

– Durante mi infancia, mi hermana fue un regalo del cielo. Ella me mantuvo al margen de muchas cosas malas. Sí, tenía sus pequeñas rarezas. ¿No las tenemos todos? Pero solo quería que la amaran.

– ¿No lo queremos todos? -replicó Karin.

– La verdad es que las dos os parecéis mucho. También ella se acostaba con cualquiera. -Karin se volvió hacia él, enfurecida. Mark retrocedió, con una expresión burlona en el rostro-. Eh, tranquila. Solo te estoy poniendo a prueba. A ti todavía es más fácil hacerte cabrear que a mi hermana. -Ella le golpeó el pecho con el dorso de la mano. Él se rió sin júbilo-. Pero, mira, he de preguntarte… ¿ese tipo con el que estás ahora?

Ella bajó la vista y contempló el surco abierto por el arado. ¿Cuál de ellos?

– ¿Por qué estás con él, quieres decírmelo? ¿Es del todo normal en lo que respecta al sexo?

Karin no pudo evitar una risita.

– ¿Qué quiere decir normal, Mark?

– ¿Normal? Hombre, mujer, la puerta delantera. Nada por lo que podrían detenerte.

– Él es… bastante normal.

Mark se detuvo y se arrodilló en el suelo, junto a una carroña seca. La tocó con la puntera del zapato.

– Una taltuza -determinó-. Pobre bicho.

Ella le hizo levantarse.

– ¿Qué es lo que tienes contra Daniel? Fuisteis amigos íntimos durante varios años. ¿Qué ocurrió?

– ¿Qué «ocurrió»? -Mark trazó las comillas en el aire-. Te diré lo que «ocurrió». Intentó meterme mano. Así, de repente. Acoso sexual.

– ¡Mark! Vamos, hombre, no te creo. ¿Cuándo pasó eso?

Él giró sobre los talones y alzó las manos.

– ¿Cómo voy a saberlo? ¿Qué te parece el 20 de noviembre de 1988 a las cinco de la tarde?

– Oh, Markie. ¿Qué edad tenías? ¿Catorce, quince?

– Deberías haberle oído. «Algo que podríamos hacer juntos. Tocarnos el uno al otro, ahí. Solos tú y yo…» Era un chaval enfermo.

Ella alzó las manos y se arrodilló en el barro seco.

– Tienes que estar de broma. ¿Es esta la gran pelea de la que ninguno de los dos queríais hablar durante todos estos años? -Se acuclilló a su lado y deslizó los dedos por la tierra, evitando sus ojos-. Todos los adolescentes hacen esas cosas entre ellos, por lo menos una vez.

– Pues este adolescente no.

– ¿Rechazaste una amistad por eso?

Pero ella había exiliado a algunas de sus mejores amigas por menos.

Mark jugueteó con una masa de raíces, la boca torcida.

– Él tiró por su camino sinuoso y yo por el mío.

Karin le tocó el hombro. Él no se apartó.

– ¿Por qué no me lo dijiste? Quiero decir, ¿por qué no se lo dijiste nunca a tu hermana?

– ¿Por qué? Las dos sois universitarias. Si quieres experimentar malgastando el tiempo con un bisexual, ¿a mí qué me importa? -No podía ocultar su resentimiento mientras contemplaba el campo henchido y ondulante-. ¿Qué crees que diría si nos viera a los dos juntos aquí?

Ella se apoyó en el reborde de un surco, deseosa de reír. Era horrible. Lo peor de todo era que se trataba de su conversación más sincera e íntima desde que habían vivido en aquella casa.

– No fue justo, ¿sabes? Manosearme la polla. Ese tipo estaba enamorado en serio de mí.

Mark miró las nubes que se deslizaban, y ella fue presa de una sensación de náusea. El chirrido de las explicaciones. «Ese tipo estaba…» Pero no podía ser cierto. No de la manera en que lo explicaba Mark.

– Creo que también puede haber tenido relaciones sexuales con animales.

– ¡Por Dios, Mark! ¿Quieres dejarlo ya? ¿Quién te ha dicho eso? ¿Tus amigos? Los mayores violadores de establo que existen.

Él se puso las manos alrededor del cuello, sombrío, sumido en sus pensamientos.

– ¿Sabes? Tenías razón respecto a Rupp y Cain. Tenías razón y yo estaba equivocado. No te escuché. Debería escucharte más.

– Lo sé -replicó ella con la mirada baja-. Lo mismo te digo. -Ahora escuchaba, y Daniel iba cambiando a medida que oía. Empujó la tierra cosechada con las palmas y se levantó-. Anda, volvamos antes de que nos detengan por invadir una propiedad privada.

– ¿Qué es lo que hacéis los dos juntos para… por placer? -Torció la cabeza a un lado y se la cubrió con las manos. Ella parpadeó, sintiéndose asqueada-. No me cuentes los detalles sucios. ¿Vais a la ópera? ¿Estáis en la biblioteca pública hasta que os echan?

¿Qué hacían juntos? El placer no era algo que hubieran perfeccionado.

– A veces paseamos. Trabajamos juntos. Para el Refugio.

– ¿Qué es lo que hacéis?

– Bueno, de momento tratamos de salvar a las grullas de sus admiradores.

Le esbozó los detalles de su jornada laboral, sorprendiéndose a sí misma mientras hablaba. Llevaba en el Refugio poco más de un mes y tenía el fervor de una conversa. Ahora no se podía imaginar sin el trabajo. Sentada durante horas a una mesa llena de folletos del gobierno, tratando de verterlos a un lenguaje capaz de hacer que una persona indiferente se concienciara y viese todas las cosas que dependían del agua del río. El trabajo había llenado un vacío en ella, había acabado con la inactividad causada por el síndrome de Capgras. Había estado en compás de espera durante demasiado tiempo. Quería presentarle sus datos a Mark. El hombre consume un veinte por ciento más de la energía que el mundo puede producir. Un ritmo de extinción mil veces superior a la tasa básica normal. Pero prefirió hablarle de la lucha por los derechos del agua, la guerra por la tierra que tenía lugar a las afueras de Farview.

– Espera un momento. ¿Me estás diciendo que este puesto de avanzada natural es malo para las aves?

– Eso es lo que dicen los números y lo que piensa Daniel.

Mark se puso de malhumor al oír el nombre.

– El llamado Daniel. Es el eslabón perdido, ¿sabes? Todo le apunta una y otra vez.

El eslabón perdido. Cópula con animales. Paladín de todas las criaturas que no podrían competir con la conciencia. Estaban a punto de llegar a la casa. Mark tenía las manos metidas en los bolsillos posteriores e iba dando puntapiés a una piedra por el surco. Se detuvo en seco y se puso frente a ella.

– ¿Dónde van a construir esa aldea natural?

Ella se orientó y señaló al sudeste.

– Quieren levantarla por allí, junto al río.

Él echó la cabeza atrás y se puso en posición de firmes.

– Joder. ¡Mira dónde estás señalando! Pero ¿qué pasa aquí, por el amor de Dios? -Lanzó un grito de dolor-. ¿Es que no lo ves? Precisamente donde sufrí el accidente. -Retrocedió hasta apoyarse en la puerta ladeada del sótano-. Explícamelo, ¿quieres? -Por un instante pareció a punto de sufrir un ataque-. ¿Salvar a las aves? ¿Salvar al río? ¿Y qué hay de salvarme a mí? ¿Dónde diablos está el Loquero? Son muchas las cosas que quisiera preguntarle. El hombre se largó de aquí tan rápido como si hubiera intentado meterle mano.

Sus ojos de color castaño la miraron con desesperación, y ella se vio obligada a decirle algo.

– No tuviste la culpa, Mark. Ese hombre tiene sus propios problemas.

Él se irguió, dispuesto a abalanzarse sobre ella.

– ¿Qué significa eso de «propios»?

Karin retrocedió. Comprobó la distancia hasta el coche. Él era capaz de cualquier cosa. Algo básico en el fondo de su ser pugnaba por salir al exterior.

Pero Mark se apoyó de nuevo en la puerta ladeada y alzó las palmas.

– De acuerdo, déjalo correr. Escúchame. Te he pedido que me acompañaras aquí por una razón. Siento haberte engañado, pero estos son tiempos de guerra. Hay algo que he de solucionar de una vez por todas. No estoy seguro de quién te manda o de qué lado estás realmente. Pero sé que me ayudaste cuando estaba mal. Aún no estoy seguro de por qué, pero nunca lo olvidaré. -Echó la cabeza atrás y contempló el cielo color cáscara de huevo-. Bien, digámoslo de esta manera. En la medida en que recuerdo algo, recordaré eso. No sé cómo sabes lo que sabes, pero está claro que, más o menos, tienes toda la base de datos de mi hermana. La han descargado, te la han impreso o algo por el estilo. Sabes más cosas acerca de mí de las que yo mismo sé. Eres la única persona que puede responderme a esto. No tengo más alternativa que confiar en ti, así que no me jodas, ¿de acuerdo? -Se puso en pie y se apartó tres metros de la casa, el ángulo suficiente para señalar la ventana de su antiguo dormitorio-. ¿Recuerdas a aquel tipo?

Ella logró hacer un gesto de asentimiento con la cabeza.

– Algo en tus bancos de memoria. ¿Quién era, cómo creció, qué fue de él? ¿Qué llegó a ser?

Ella trató de asentir una vez más, pero no pudo. Mark no se dio cuenta. Miraba la ventana de su habitación de niño, esperando que la prueba bajara por una larga cuerda hecha con la funda de la almohada y una sábana.

Mark se volvió y la tomó por los hombros como si fuese la mensajera de Dios.

– ¿Recuerdas bien a Mark Schluter por esta época del año pasado? Digamos diez o doce días antes del accidente. Necesito saber qué piensas, dado el conocimiento sobre ese individuo que imprimieron en tu mente… si crees que podría haberlo hecho… a propósito.

Ella notó un zumbido apagado en la cabeza.

– ¿Qué quieres decir, Markie?

– No me llames así. Ya sabes lo que te estoy preguntando. ¿Intentaba acabar con mi vida?

A Karin se le contrajeron las entrañas. Sacudió la cabeza con tal brusquedad que el cabello le azotó la cara.

Él la escrutó, buscando signos de traición.

– ¿Estás segura? ¿Estás del todo segura? ¿No había hecho nada anteriormente? ¿No estaba deprimido? Porque eso es lo que estoy pensando. En la carretera, delante de mí, había algo. Sí, recuerdo que había algo en la carretera. Era blanco. Tal vez el coche que venía de frente y que me cortó el paso. Claro que también podría haber sido la persona que me encontró, la que escribió la nota y cambió el curso de mi vida. Porque, ¿sabes?, tal vez yo estaba allí tratando de volcar, de poner fin a la historia. Y alguien me lo impidió.

Las objeciones se plantearon antes de que ella pudiera pensarlas. Mark no había presentado ningún síntoma de depresión. Tenía su trabajo, sus amigos y su nuevo hogar. Si se hubiera propuesto hacer una cosa así, ella lo habría sabido… Pero lo cierto era que había sospechado esa posibilidad, que muy pronto le había pasado por la mente, cuando él estaba en el hospital, e incluso había vuelto a pensarlo aquella misma mañana.

– ¿Estás segura? ¿No hay nada en los recuerdos implantados de mi hermana que pudiera apuntar hacia impulsos suicidas? De acuerdo. He de creer que no me mentirías en una cosa así. Vamos. Llévame a casa.

Regresaron al coche, y él se acomodó en el asiento del pasajero. Karin puso el motor en marcha.

– Espera un momento -le pidió Mark.

Bajó del vehículo, corrió al destartalado porche y arrancó el letrero de «PROHIBIDO EL PASO». Corrió de nuevo al coche y, una vez dentro, miró fijamente la carretera sin volver la vista atrás.

Karin le llevó a casa, la distancia entre ellos aumentando conforme avanzaban. Ella titubeó de nuevo respecto a la decisión de administrarle la olanzapina. Ahora le gustaba Mark, por lo menos un poco. Mejor aún, a él le gustaba lo que ella había sido. Sabía cómo volvería a ser si se curaba. Quizá Mark estuviera mejor tal como estaba ahora, quizá estar bien significaba algo más que cordura oficial. El Mark de antes seguramente habría dicho lo mismo. Pero, cediendo a la razón, Karin le dijo que necesitaba ver de nuevo al doctor Hayes.

– Han descubierto algo, Mark, un medicamento que podría contribuir a la solución del problema. Te haría sentir un poco más… equilibrado.

– Estar equilibrado sería muy útil en estos momentos. -Pero en realidad no la escuchaba. Estaba mirando a la derecha, hacia el río, el futuro puesto de avanzada natural, el lugar de su accidente-. ¿Salvar a las aves, dices? -Asintió estoicamente ante la absoluta insensatez de la especie humana-. Salvar a las aves y matar a la gente.

Encendió la radio del coche. Estaba sintonizada en una emisora especializada en ecologismo militante que ella escuchaba por el placer de confirmar sus temores más profundos. El presidente había ordenado que medio millón de soldados se vacunaran contra la viruela. Ahora los radioyentes llamaban para dar consejos para protegerse ante la inminente propagación de la enfermedad.

– Guerra biológica -canturreó Mark. Se volvió, con una incomprensión absoluta en el semblante-. Ojalá hubiera nacido sesenta años antes.

Estas palabras desconcertaron a Karin.

– ¿Qué quieres decir, Mark? ¿Por qué?

– Porque de haber nacido sesenta años antes, ahora estaría muerto.

Llegaron a la urbanización River Run y Karin detuvo el vehículo ante la casa.

– Pediré una cita con el doctor Hayes. ¿De acuerdo, Mark? ¿Mark? ¿Me has oído?

Él salió de la neblina que le envolvía, vacilante, el pie derecho fuera del coche.

– Lo que tú digas. Pero hazme un pequeño favor, ¿quieres? Si mi auténtica hermana aparece alguna vez… -Se tamborileó en la frente con dos dedos-. ¿Crees que aún podrás tenerme un poco de afecto?

* * *

«El yo se presenta como completo, volitivo, encarnado, continuo y consciente.» O así lo escribió Weber en Un kilo y pico de infinito. Pero incluso entonces, antes de que supiera nada, sabía cómo fracasaría cada uno de esos requisitos previos.

Completo: el trabajo de Sperry y Gazzaniga con pacientes de comisurotomía partió esa ficción por la mitad. Epilépticos a los que se había cortado el cuerpo calloso, como último recurso para tratar su enfermedad, acabaron por habitar dos hemisferios cerebrales distintos, sin conexión. Dos mentes divididas en el mismo cráneo, la derecha intuitiva y la izquierda modeladora, cada hemisferio utilizando sus propios preceptos, ideas y asociaciones. Weber había observado las personalidades de las dos mitades cerebrales de un sujeto puestas a prueba de manera independiente. La izquierda afirmaba creer en Dios y la derecha se manifestaba atea.

Volitivo: en 1983, Libet demostró la falsedad de esta creencia, incluso en las funciones cerebrales básicas. Pidió a los sujetos que observasen un reloj que contaba microsegundos y, cuando decidieran alzar un dedo, tomaran nota. Entretanto, unos electrodos registraban el potencial de preparación e indicaban la actividad iniciadora del movimiento muscular. La señal empezaba un tercio de segundo antes de la decisión de mover el dedo. El nosotros que efectúa la volición no es el que creemos que somos. Nuestra voluntad era uno de esos personajes secundarios de comedia clásica: el chico de los recados que se cree el director general.

Encarnado: pensemos en la autoscopia y la experiencia extracorporal. Unos neurocientíficos de Ginebra llegaron a la conclusión de que los acontecimientos eran consecuencia de disfunciones paroxísticas cerebrales de la confluencia temporoparietal. Una pequeña corriente eléctrica en el lugar apropiado de la corteza parietal derecha bastaba para hacer flotar a cualquiera hasta el techo y mirar su cuerpo abandonado allá abajo.

Continuo: ese hilo estaba listo para romperse al menor tirón. Desrealización y despersonalización. Ataques de ansiedad y conversiones religiosas. El error en la identificación, el continuo de fenómenos similares al síndrome de Capgras, unos fenómenos que Weber había presenciado durante toda su vida sin percatarse del todo. El amor eterno revocado. Filosofías de vida abandonadas con indignación. El pianista al que entrevistó y que se había despertado una mañana tras una prolongada enfermedad, sin una patología discernible, todavía en condiciones de tocar, pero incapaz de sentir la música ni mostrar interés por ella…

Consciente: allí estaba su mujer, dormida en la cama a su lado.

Esto era lo que pensaba mientras permanecía despierto al amanecer, escuchando la amplia gama de melodiosos trinos de un sinsonte: en cuanto al yo, tal como el yo se describe a sí mismo, nadie tenía tal cosa. Mentir, negar, reprimir, confabular (como síntoma de alienación): estas eran las patologías. Eran la marca de la conciencia que trataba de mantenerse intacta. ¿Qué era la verdad comparada con la supervivencia? Flotante o roto o dividido o un tercio de segundo rezagado, algo insistía aún: Yo. El agua cambiaba siempre, pero el río permanecía inmóvil.

El yo era una pintura trazada sobre esa superficie líquida. Un pensamiento enviaba un potencial de acción a lo largo de un axón. Un poco de glutamato saltaba la brecha, encontraba un receptor en la dendrita diana y desencadenaba un potencial de acción en la segunda célula. Pero entonces se producía el auténtico «encendido»: el potencial de acción en la célula receptora lanzaba un bloque de magnesio desde otra clase de receptor, el calcio penetraba y se desencadenaba el infierno químico. Los genes se activaban, produciendo nuevas proteínas, que fluían de regreso a la sinapsis y la remodelaban. Y eso constituía un nuevo recuerdo, el cañón por el que fluía el pensamiento. Espíritu a partir de la materia. Cada estallido de luz, cada sonido, cada coincidencia, cada trayectoria al azar por el espacio cambiaba al cerebro, alterando las sinapsis, incluso añadiendo algunas, mientras que otras se debilitaban o decaían por falta de actividad. El cerebro era una serie de cambios para reflejar el cambio. Utilizar o perder. Utilizar y perder. Uno elegía, y la elección le deshacía.

Con la ciencia sucedía lo mismo que con las sinapsis. En la década de 1970, cuando se descubrió la potenciación, en el transcurso de cinco años aparecieron como una docena de artículos sobre el tema. En el lustro siguiente, casi un centenar. Se encienden juntas, se conectan mutuamente. A comienzos de los años noventa, un millar de trabajos o más. En la actualidad más del doble de esa cifra, y cada cinco años se duplican. Más artículos de los que cualquier investigador sería capaz de integrar. La ciencia podía campar a sus anchas, con la sinapsis expuesta a la luz pública. La sinapsis ya era ciencia. La máquina más pequeña que quepa imaginar para comparar y conjuntar. Condicionamiento clásico y operante, escrito en sustancias químicas, capaz de aprender cuanto hay en el mundo y hacer que surja un tú por encima de todo ello.

Cesaron los trinos del sinsonte: series de cinco, de siete, de tres. Cada serie mutaba como los ciclos de una alarma de automóvil. «Escucha al sinsonte. Escucha al sinsonte.» Él solía cantar esa misma canción con su mujer, cuando los dos aún cantaban. «Un sinsonte canta sobre su tumba.»

Ese era el himno que entonaba el ave a la plasticidad. Cada destello de sol alzándose de las aguas rizadas de la bahía y cambiando la forma de su cerebro. El cerebro que recuperaba un recuerdo no era el cerebro que lo había formado. Cada recuperación de un recuerdo mutilaba lo que anteriormente había allí. Cada pensamiento dañaba y volvía a dañar. Incluso aquel acompañamiento del sinsonte, concretamente aquel, cambiaba a Weber de una manera irrevocable.

La maraña se espesaba a medida que él la recorría: grupos de neuronas conectadas que modelaban y memorizaban la luz cambiante eran a su vez modeladas en otros grupos de neuronas. Porciones de circuito reservadas como recipientes de otros circuitos, el ojo de la mente que desmonta al ojo del cerebro y aprovecha sus piezas, la inteligencia social que roba los circuitos de la orientación espacial. El «¿y si…?» imitando a «lo que es», simulaciones simulando simulaciones. Cuando su pequeña Jess aún no tenía un mes de edad, él lograba que sacara la lengua tan solo sacándole su propia lengua. Los milagros involucrados en esta operación eran numerosos. Ella tenía que localizar la lengua de su padre con relación al cuerpo de este y de alguna manera cartografiar los miembros de Weber sobre la sensación de los suyos, hasta encontrar una lengua que ni siquiera podía ver, de la que ni siquiera podía saber nada, y darle una orden. Y hacía todo eso tan solo con verle, aquel bebé al que no habían enseñado nada. ¿Dónde estaba el final del yo de Weber y el comienzo del de su hija?

El yo se renovaba gracias a la actividad de las neuronas espejo, los circuitos de empatía, seleccionados y preservados a través de muchas especies por su críptico valor de supervivencia. La circunvolución supramarginal de la pequeña Jess evocaba una ficción, un modelo imaginario de cómo sería su cuerpo si hiciera lo que el de su padre hacía. Weber había visto a personas con esa zona dañada: apraxia ideomotora. Si se les pedía que colgaran un cuadro, podían hacerlo, pero si se les pedía que simularan colgar un cuadro, golpeaban impotentes la pared, sin hacer como que sujetaban un martillo y clavaban un clavo imaginario.

Cuando Jess, a los cuatro años de edad, miraba cuentos ilustrados, su rostro se armonizaba con las expresiones allí pintadas.

Una sonrisa la hacía sonreír, le inducía una felicidad infantil. Una mueca le causaba auténtico dolor. Weber podía atestiguarlo: las emociones movían los músculos, pero el simple movimiento de los músculos producía emociones. Quienes padecían lesiones en la ínsula ya no podían llevar a cabo la cartografía imitativa e integrada de los estados orgánicos necesaria para interpretar o adoptar los músculos de otra persona. Entonces la comunidad del yo se contraía hasta reducirse a un individuo.

El ave trinaba desde una rama cerca de la ventana de su dormitorio, fragmentos de frases musicales robados a otras especies e integrados en la melodía cada vez más amplia. En la parte interior de los párpados, utilizando las mismas regiones cerebrales como verdadera visión, Weber contemplaba al chiquillo que no reconocía (podría haber sido Mark o alguien muy parecido a él) en un campo cubierto de escarcha, observando unas aves más altas que él. Y al verlas arquearse, saltar, curvar el cuello y batir las alas, el muchacho batía las suyas.

Estar despierto y saber: eso ya era terrible. Estar despierto, saber y recordar: insoportable. Contra la triple maldición, Weber únicamente podía distinguir un único consuelo. Algo en nosotros podía modelar a otro modelador. Y de ese sencillo circuito procedía el amor y la cultura, el ridículo exceso de dones, cada uno de los cuales constituía una desesperada prueba de que yo no soy ello… No teníamos hogar, ninguna totalidad a la que volver. El yo se extendía como una fina capa sobre cuanto miraba, cambiado por la luz cambiante. Pero si nada en el interior jamás era plenamente nosotros, por lo menos alguna parte de nosotros estaba suelta, a disposición del prójimo, interactuando con todo lo demás. Los circuitos de otro circulaban a través de los nuestros.

Este fue el pensamiento que se formó al amanecer en el cerebro de Weber, sus cambiantes sinapsis, toda la percepción que jamás habría tenido que necesitar. Pero se dispersó con la llegada de nuevas oleadas, mientras Sylvie gemía y se desperezaba al despertar, abría los ojos y le sonreía.

– ¿Qué, has…? -le preguntó, todavía soñolienta.

Un viejo código entre ellos: «¿…dormido bien?».

Y, sí, él hizo un gesto de asentimiento y le devolvió la sonrisa. Durante toda su vida había dormido bien.

* * *

La Navidad llegó y pasó, y seguía sin aparecer ningún ángel. Decenas de personas telefonearon después de la emisión, todas ellas con teorías, pero ninguna con una información útil. Cuando incluso el programa Crime Solvers le decepcionó, Mark le dijo abiertamente a Karin que ahora tenía una idea bastante precisa de lo que pasó realmente aquella noche. Cualquier ambicioso proyecto comercial de transformar la región requería ante todo transformar a los habitantes de la región. Cuando ella le pidió que se explicara, él replicó que usara la cabeza y lo dedujera por sí misma.

El día de Año Nuevo, al anochecer, el especialista Thomas Rupp, del 167.° Regimiento de Caballería (los Soldados de la Pradera), apareció en la entrada de la Homestar. Se había quitado la guerrera de su uniforme de camuflaje de tres colores, y acababa de regresar a la ciudad tras los ejercicios con la unidad. Mark miró por la sucia ventana al oscuro jardín, pensando que las fuerzas paramilitares habían llegado con el propósito de requisar su casa, en connivencia con aquel nuevo proyecto del puesto de avanzada natural.

El especialista Rupp estaba en el umbral de Mark, tocando conjuntos de tres notas iguales sobre el material que imitaba la madera de la puerta principal. La sintonía de un programa de la televisión pública sobre ferias de antigüedades se filtraba por las ventanas.

– ¿Qué pasa, Gus? Abre, tío. No puedes estar cabreado con nosotros eternamente.

Mark estaba al otro lado de la puerta, blandiendo una llave de mordazas para tubería que medía noventa centímetros. Al percatarse de quién era, dijo a través de la fina puerta:

– Vete. No eres bien recibido.

– Hombre, Schluter, anda, abre la puerta. Aquí afuera no se está bien que digamos.

La temperatura era de seis grados bajo cero y la visibilidad no llegaba a tres metros. El viento convertía la nieve seca en polvo en una tormenta de arena blanca. Rupp estaba temblando, lo cual no hizo más que convencer a Mark de que se trataba de una trampa, porque nada helaba jamás a Rupp.

– Tenemos que aclarar algo, tío. Déjame entrar y hablaremos.

Para entonces la perra estaba histérica, gruñía como un lobo y daba saltos de un metro en el aire, dispuesta a abalanzarse por la ventana y atacar a quien fuese para proteger a su amo. Mark no podía oírse pensar.

– ¿Aclarar qué? ¿El hecho de que me hayas mentido? ¿El hecho de que hicieras que me saliera de la carretera?

– Déjame entrar y hablaremos. Aclararemos esto de una vez por todas.

Mark golpeó la puerta con la llave, confiando en asustar al intruso. La perra se puso a aullar. Rupp gritó una blasfemia para que Mark reaccionase y cesara en su actitud. La vecina de al lado, una procesadora de datos jubilada que servía comidas a los sin techo en la iglesia católica de Kearney, abrió su ventana y amenazó con arrojarles una bomba incendiaria. Los dos hombres siguieron intercambiando gritos, Mark exigiendo explicaciones y Rupp exigiendo que le dejara entrar porque se estaba muriendo de frío.

– Abre la jodida puerta, Gus. No tengo tiempo para esto. Me han llamado. Servicio activo. Pasado mañana me voy a Fort Riley, tío, y luego a Arabia Saudí, en cuanto me suelten de la cadena.

Mark dejó de gritar y acalló al perro durante el tiempo suficiente para preguntarle:

– ¿Arabia Saudí? ¿Para qué?

– Las Cruzadas. El Armagedón. George contra Saddam.

– Qué creído te lo tienes. Sabía que te lo tenías muy creído. ¿De qué le servirá eso a nadie?

– Segundo asalto -replicó Rupp-. Esta vez va en serio. Iremos a por los cabrones que derribaron las Torres Gemelas.

– Están muertos -objetó Mark, más a la perra que a Rupp-. Murieron en el impacto, en una gran bola de fuego.

– Hablando de muerte… -Rupp pisoteaba el suelo y gañía de frío-. Voy vestido para un clima tropical y aquí hace una temperatura polar, Gus. ¿Vas a dejarme entrar o quieres matarme? -Difícil pregunta. Mark no respondió-. De acuerdo, tío. Abandono. Tú ganas. Habla de ello con Duane. O espera a que yo vuelva. Esta confrontación terminará enseguida. En una semana esos matones se habrán llevado su merecido. El Día de la Bandera, Rupp el matarife estará de regreso y seguirá con la carnicería. El día de tu cumpleaños te llevaré de pesca. -La casa siguió en completo silencio. Rupp retrocedió hacia la gélida tormenta de arena-. Habla con Duane. Él te explicará lo que ocurrió. ¿Qué quieres que te traiga de Irak, Gus? ¿Uno de esos gorritos blancos? ¿Un rosario? ¿Un pozo petrolífero en miniatura? ¿Qué puedo traerte? Solo tienes que decírmelo.

Rupp había desaparecido ya en su camioneta cuando Mark gritó:

– ¿Qué quiero? Quiero que vuelva mi amigo.

El Día de la Marmota, que caía en domingo, Daniel Riegel telefoneó a su amigo de la adolescencia. Durante quince años no habían tenido ningún contacto; solo se habían visto alguna vez desde lejos y, en cierta ocasión, se encontraron en un supermercado y pasaron uno al lado del otro sin decirse nada. A Daniel le temblaban las manos mientras marcaba el número. Colgó una vez, y entonces se obligó a empezar de nuevo.

Karin le había contado la visita que hizo con su hermano aquella tarde a la casa abandonada de los Schluter, una casa que Daniel recordaba tan bien como la suya propia. Algo se había desmoronado en ella cuando le expuso lo que Mark le había revelado. «Querías a mi hermano, ¿verdad?» Claro que le quería. «Me refiero a que le amabas.» Karin lo había pensado todo muy a fondo, evaluando a Daniel como si no tuviera nada que ver con él.

No tenía ni idea de qué diría si Mark Schluter se ponía al aparato. Ya no importaba lo que dijera, mientras dijese algo.

– ¿Diga? -gritó una voz en el otro extremo de la línea.

– ¿Mark? Soy yo, Danny. -Su voz parecía la de un pubescente, entre soprano y barítono bajo. Mark no dijo nada, por lo que Daniel prosiguió con absurda naturalidad-: Tu viejo amigo. ¿Qué tal van las cosas? ¿Qué has estado haciendo? Ha pasado mucho tiempo.

Por fin Mark rompió su silencio.

– Has hablado con ella, ¿verdad? Claro que sí. Es tu mujer, tu amante, lo que sea.

La voz de Mark oscilaba entre el desconcierto y la turbación. ¿Por qué la gente tenía que hablar de él a sus espaldas? ¿Qué demonios les importaba? Eso era un misterio que rebasaba su comprensión y ante el que solo podía guardar silencio.

Con palabras entrecortadas, Daniel se refirió a los malentendidos del pasado, le dijo que se le cruzaron los cables y que su deseo de experimentar le salió mal. Debería haberle dicho que no fue lo que él pensaba y que nunca debería haberle propuesto lo que le propuso. Mark seguía callando, como lo había hecho durante quince años.

– Escucha -le dijo finalmente-. Me tiene sin cuidado que seas gay. Es una tendencia que en la actualidad está de moda. Ni siquiera me importa que los animales te gusten más que la gente. A mí me ocurriría lo mismo, si no fuese humano. Pero ándate con cuidado. Sé que esta es una ciudad universitaria, pero sal a las afueras y te sorprenderás.

– Tienes razón en eso -replicó Daniel-. Pero te equivocas conmigo.

– Muy bien, lo que tú digas. No importa. Olvídalo, entiérralo. El pequeño Danny… y el joven Markie. ¿Recuerdas a esos dos?

Daniel tardó un momento en decidirse.

– Creo que sí -respondió.

– Estoy seguro de que no. Ni idea de quiénes fueron. Dos mundos diferentes. ¿A quién le importa?

– No comprendes. Jamás quise que pensaras…

– Oye, ten relaciones sexuales con quien te parezca. Solo se vive una vez, en general. -Y entonces, sin ninguna transición, pisaron de nuevo el camino trillado-. Pero ¿puedo preguntarte por qué ella? No me malinterpretes. No tengo nada que reprocharle. Por lo menos, aún no me ha hecho daño, pero… esto no tiene nada que ver conmigo, ¿no es cierto?

Daniel intentó decírselo, decirle por qué ella. Porque con ella no tenía que ser nadie más que quien siempre había sido, porque estar con ella le procuraba una sensación de familiaridad, como la de volver a casa.

Mark echó por tierra la explicación.

– Eso pensaba. ¡La estás utilizando en lugar de mi hermana! Dormir con ella te recuerda a Karin, los viejos tiempos. Sí, tío, el recuerdo. Cada vez que lo haces, disfrutas tirándote al recuerdo, ¿eh?

– Así es -convino Daniel.

– Bien, pues eso es lo que tienes. Lo que sea con tal de pasar la noche. Pero no olvides que el amor viene y se va. Un día despiertas y te preguntas qué ha pasado. Supongo que no es necesario que te diga eso. Bueno, dime, ¿a qué has dedicado tu vida? -La risita que soltó entre dientes parecía el sonido de un afilador de herramientas accionado por una correa- En los últimos quince años. Dímelo en doscientas palabras o menos.

Daniel le hizo un resumen de sus actividades, maravillándose de lo poco que había cambiado desde la infancia y lo poco que realmente había conseguido en tan largo tiempo. Apenas podía oírse a sí mismo por encima del ruido del pasado.

Mark quería que le hablara del Refugio.

– ¿Es una especie de Dedham Glen para pájaros?

– Supongo que sí. Algo por el estilo.

– Bueno, eso no puede hacerme daño. Karin Dos dice que estáis luchando contra ese Disney World en el territorio de las dunas, esa especie de campamento para observadores de las grullas.

– Luchamos, sí, pero estamos perdiendo. ¿Qué te ha contado ella?

– Los técnicos de esos promotores han estado por aquí, husmeando. Me parece que se han fijado en mi casa, que pretenden requisarla.

– ¿Estás seguro? ¿Cómo puedes saber que eran de…?

– Un equipo de tíos con esos aparatos de agrimensor. Forasteros, de esos que pescan con dinamita.

Daniel se estremeció. Los promotores estaban realizando un estudio del impacto ambiental. La inversión de capital ya estaba en marcha.

– Escucha, Mark, ¿podríamos vernos? ¿Puedo ir a tu casa?

– Vaya. Para el carro, tío. Te lo dije hace mucho tiempo. No soy de esos.

– Tampoco yo lo soy -replicó Daniel.

– No, si está bien. Este es un país libre. -Mark hizo una pausa, pero no estaba alterado-. Dime una cosa, tú que sabes tanto de los pájaros. ¿Es posible adiestrar a una de esas aves para que espíe a alguien?

Daniel sopesó sus palabras.

– Las aves te sorprenderían. Las urracas pueden mentir. Los cuervos castigan a los individuos que engañan a los demás miembros de la bandada. Las cornejas hacen ganchos a partir de alambres rectos y los usan para sacar objetos de agujeros. Eso es algo que ni siquiera pueden hacer los chimpancés.

– De modo que seguir a la gente no sería un problema para esos pájaros.

– Bueno, no estoy seguro de cómo se conseguiría que se transmitieran la información.

– Bobo. Eso es lo más fácil. La tecnología, minúsculas cámaras inalámbricas y esas cosas.

– No sé -replicó Daniel-. No soy muy ducho en esas cosas. Nunca he sido muy bueno para distinguir entre lo posible y lo imposible. Por eso he terminado dedicándome a la conservación del medio ambiente.

– La cuestión es que no son solo… ya sabes, cabezas de chorlito, ¿no es así?

Daniel permaneció inmóvil al percibir el sonido, el Mark de diez años, el amor de su adolescencia que siempre se fiaba de la autoridad libresca de Daniel. Instintivamente habían entrado en la cadencia olvidada.

– Resulta que sus cerebros son mucho más potentes de lo que la gente siempre ha creído. Tienen mucha más corteza, pero con una forma distinta a la nuestra, por lo que no podemos verla. No hay duda de que son capaces de pensar y de ver pautas. Hay quien ha adiestrado a palomas para que distingan un Seurat de un Monet.

– ¿Corteza? ¿Quiénes son esos a los que pueden distinguir?

– Los detalles no tienen importancia. ¿Por qué me lo preguntas?

– Es una idea que se me ocurrió hace meses. Pensé que… podrías estar siguiéndome. Tú y tus pájaros. Pero eso es demencial, ¿verdad?

– Bueno -replicó Daniel-. He oído cosas más demenciales.

– Ahora comprendo que, si alguien me sigue, es el otro bando. Esa gente del puesto de avanzada natural. Y en realidad no van a por mí. A nadie le importa un carajo que yo viva o muera. Probablemente lo único que desean es mi finca.

– Me encantaría hablar contigo de esto -dijo Daniel, utilizando un delirio para perseguir otro.

– Bueno, tío. Tal vez solo estoy confuso. No puedes imaginarte por lo que he pasado. Un jodido accidente, este mes hará un año. Todo empezó entonces.

– Lo sé -replicó Daniel.

– ¿Viste el programa?

– ¿El programa? No. Te vi a ti.

– ¿Me viste? ¿Cuándo fue eso? No me tomes el pelo, Daniel, te lo advierto.

Daniel le explicó que le había visto en el hospital. Al comienzo, cuando Mark aún no se había recuperado.

– ¿Fuiste a verme? ¿Por qué?

– Estaba preocupado por ti.

Todo ello era cierto.

– ¿Me viste? ¿Y yo no te vi?

– Aún te encontrabas en muy mal estado. Me viste, pero… te asusté. Creíste que era… no sé lo que pensaste.

La imaginación de Mark alzó el vuelo; los fragmentos de palabras se dispersaron como faisanes asustados por un disparo. Sabía quién había pensado que era Daniel. Alguien más le había visitado en el hospital. Alguien que dejó una nota. Alguien que había estado allí aquella noche, en la carretera North Line.

– ¿No viste el programa? De televisión, tío. Tuviste que verlo.

– Lo siento. No tengo televisor.

– Cielos, me había olvidado. Vives en el puto reino animal. Déjalo, no importa. Si pudiera ver el aspecto que tienes ahora… tal vez lo recordaría… recordaría quién pensé que eras. El aspecto que tiene la persona que me encontró.

– Me encantaría. Sí… me gustaría de veras. ¿Qué te parece si fuera a verte algún día…?

– Ahora -replicó Mark-. ¿Sabes dónde vivo? ¿Lo que estoy diciendo? Puede que el Refugio de las Grullas también quiera liberar mi casa.

Daniel llamó a la puerta de la casa prefabricada y, cuando abrieron, se encontró ante un hombre al que no habría identificado si se hubiera cruzado con él en la calle. Mark tenía el pelo largo y enmarañado, como nunca lo había llevado. Había engordado diez kilos en los últimos meses, un peso que había sorprendido al menudo cuerpo de Mark tanto como sorprendía a Daniel. Lo más extraño de todo era su cara, como conducida por un piloto al que desconcertaran los mandos. Ahora remotos pensamientos movían aquellos músculos. Sus ojos miraban fijamente a Daniel, en el umbral de su casa un gélido día de febrero.

– El chico naturalista -dijo Mark, un poco escéptico, tratando de determinar en qué radicaba la gran diferencia. Por fin cayó en la cuenta-. Te has hecho mayor.

Le hizo pasar y Daniel se quedó en medio de la sala de estar. Mark le miraba atentamente. No podía contener las lágrimas, pero su mirada mantenía la concentración, como un cliente que examinara los ingredientes relacionados en la etiqueta de una marca extraña. Daniel permanecía inmóvil, tembloroso. Al cabo de un rato considerable, Mark sacudió la cabeza.

– Nada -dijo-. No me viene nada. -Daniel hizo una mueca extraña, hasta que se dio cuenta. Mark no se refería a quince años, sino a diez meses-. Eso nunca vuelve, ¿verdad? Las cosas nunca son lo que fueron. Probablemente ni fueron lo que fueron, ni siquiera cuando lo fueron. -Se echó a reír, una risa que parecía algodón envuelto en alambre espinoso-. No importa. En el pasado fuiste el chico naturalista, y eso me basta. Es un placer conocerte, hombre naturalista. -Abrazó a Daniel, como si atara las riendas de un caballo a un poste. El abrazo terminó antes de que Daniel pudiera devolverlo-. Perdona las tonterías históricas, tío. Un montón de tiempo y de inquietud desperdiciados, y ahora ni siquiera puedo recordar cuál era el problema. Bueno, no quería que me manosearas las partes pudendas. Eso no significa que tuviera que darte una paliza.

– No -dijo Daniel-. Solo yo tuve la culpa.

– Hacernos mayores no es más que acumular estupideces de las que tenemos que disculparnos. ¿Cómo seremos cuando tengamos setenta años?

Daniel trató de responder, pero Mark no deseaba una respuesta. Del bolsillo de la camisa de pana con los faldones por fuera del pantalón, que llevaba puesta encima de otra camisa, sacó un trozo de papel plastificado lleno de garabatos.

– Se trata de esto. ¿Significa algo para ti?

– Tu… Karin Dos me habló de ello.

Mark le cogió por la muñeca.

– No sabe que has venido a verme, ¿verdad? -Daniel sacudió la cabeza-. Tal vez ella no esté involucrada. Nunca se sabe. Así que me dices que no eras tú mi ángel de la guarda. ¿No tienes idea de quién es? Bien, al margen de lo que pasara en el hospital, la cuestión es que ahora no me recuerdas a nadie, excepto una grande, malhumorada y vieja versión del chico naturalista. ¿Qué quieres beber? ¿Algún té integral de las tierras húmedas?

– ¿Tienes una cerveza?

– Vaya. El pequeño Danny R. se ha hecho mayor de edad.

Se sentaron a la mesita redonda de plástico de la zona comedor, nerviosos por el reencuentro. Aún no sabían cómo ser algo más que un par de muchachos juntos. Daniel le pidió que le hablara de los agrimensores, que parecían solo algo más consistentes que su ángel de la guarda. Mark le preguntó por los promotores, que, tal como los describía Daniel, parecían una invención paranoica.

– No lo entiendo. ¿Me estás diciendo que la única causa de esta lucha es el agua?

– Nada merece más que se luche por ello.

La idea aturdió a Mark.

– ¿Guerras por el agua?

– Guerras por el agua aquí, guerras por el petróleo en el extranjero.

– ¿El petróleo? ¿Esta nueva guerra? ¿Y qué me dices de la venganza, tío? ¿De la seguridad? ¿De la confrontación religiosa y todo eso?

– Las creencias persiguen los recursos.

Hablaron y bebieron, Riegel más de lo que había bebido en los dos últimos años. Estaba dispuesto a perder el conocimiento, si era necesario, para estar con Mark.

Las ideas se agolpaban en la mente de este.

– ¿Quieres saber cómo impedir que esos tipos se hagan con esta tierra? Danny, Danny. Déjame que te enseñe una cosa. -Con lo más parecido a la energía que hasta entonces había mostrado, Mark se puso en pie y se encaminó pisando fuerte a su dormitorio. Daniel le oyó cambiar cosas de sitio, un sonido como el de una retroexcavadora en un vertedero de basura. Regresó con una expresión de triunfo, agitando un libro por encima de su cabeza. Se lo mostró a Daniel: Agua plana <emphasis>*</emphasis>-. El libro de texto de historia local de mi curso universitario. Mi último curso, diría yo. -Mark pasó las páginas en un estado casi de excitación-. No te impacientes. Está aquí, en alguna parte. El señor Andy Jackson, si no me equivoco. Es curioso cómo el remoto pasado sigue aflorando. Aquí está. Ley de Remoción de los Indios, 1830. Ley de Intercambios y Relaciones con las Tribus Indias, 1834. No te emociones, que no es tan interesante como parece. Todas las tierras al oeste del Mississippi que no son ya Missouri, Louisiana o Arkansas. ¿Quieres unas citas? «Seguras y garantizadas para siempre.» «Herederos o sucesores.» «A perpetuidad.» Eso significa eternamente. Estamos hablando de mucho tiempo, tío. La jodida ley de la tierra. ¿Y dicen que yo sufro delirios? ¡Todo este país es delirante! No hay una sola persona de raza blanca que sea propietaria legal, yo incluido. Así es como deberías enfocar esto. Haz que unos abogados y unos cuantos nativos de la reserva india se pongan de tu lado: así serías capaz de despejar todo el estado. Hacer que vuelva a ser como antes.

– Yo… lo estudiaré.

– Devolvérselo a las aves migratorias. Los pájaros no pueden hacer mayor estropicio del que le hemos hecho nosotros.

Daniel sonrió a su pesar.

– En eso tienes razón. Para terminar las cosas de veras, hacen falta cerebros de tamaño humano.

La palabra despertó de nuevo a Mark.

– Danny, muchacho. Hablando de cerebros y grullas… ¿cómo es que tienen la cabeza roja? ¿No te parece extraño? Es como si las hubiesen operado. Deberías haberme visto, tío, con mi cráneo ensangrentado en cabestrillo. Oh, espera, pero si me viste… soy yo el que no me vi.

Se sujetó la misma cabeza lesionada con las manos, abierta de nuevo en su imaginación. Riegel no dijo nada, no movió ni siquiera el meñique. Recuperó su innata actitud de experto rastreador. Confúndete con el terreno en que te encuentras, y el animal se te acercará por su propia voluntad.

Mark se preparó para dar un salto de fe.

– Mira, esa mujer con la que estás liado quiere que tome unas píldoras. Supongo que se propone drogarme. Bueno, no se trata exactamente de droga. No, es uno de esos fármacos… Olestra, Ovaltine, algo por el estilo, que, según parece, me aportará «claridad». Hará que me sienta más como quien soy. No sé quién me he sentido que soy últimamente, pero, la verdad, tío, sería estupendo acabar de una vez con este mal rollo. -Miró a Daniel, con un rayo de falsa esperanza que rogaba confirmación-. La cuestión es que esta podría ser la tercera fase de lo que sea que estén tratando de hacerme. Primero, hacen que me salga de la carretera. Segundo, me sacan algo de la cabeza mientras estoy en la mesa de operaciones. Tercero, me administran una «cura» química que me cambia para siempre. Nos conocemos desde la infancia, Danny. De acuerdo, nos cargamos nuestra amistad. Matamos el pasado y echamos a perder quince años. Pero nunca me mentiste. Siempre podía confiar en ti… bueno, salvo por tus impulsos, que ciertamente no podías evitar. Necesito tu consejo sobre esto. Me está destrozando. ¿Qué harías tú? ¿Tomar esa porquería? ¿Ver qué pasa? ¿Qué harías tú, si fuese tu caso?

Daniel miraba su cerveza, ebrio como un alumno de instituto. Otra clase de aturdimiento se sumó al causado por el alcohol: ¿qué haría él si estuviera en el lugar de Mark? Había estado sentado con Karin en la habitación de hotel de Gerald Weber, y en aquella ocasión adoptó su predecible postura de moralidad superior. Podría muy bien haber cambiado su actitud si su hermano, que acababa de salir de un centro de desintoxicación en Austin, donde había pasado medio año, de repente se hubiera negado a reconocerle. Daniel Riegel: un hombre con una certidumbre absurda. Era él quien podría haber tomado la olanzapina si el mundo le resultara extraño, si un día se despertara harto del río, indiferente a las aves, perdido el amor por todo aquello que antes constituía su vida.

– Es posible -musitó-. Tal vez querrías…

Unos golpes en la puerta le salvaron. Un ritmo juguetón, familiar: ta, tararata, tata. Daniel se sobresaltó, en el semblante una vaga expresión de culpabilidad.

– ¿Y ahora qué? -gruñó Mark, y entonces gritó-: Adelante. Siempre está abierto. Róbamelo todo. ¿A quién le importa?

La persona recién llegada, temblorosa por el frío, empujó la puerta y entró: la mujer que Karin le había presentado a Daniel en la sesión pública. Daniel se apresuró a levantarse, y al hacerlo chocó con la mesita y derramó la cerveza sobre sus pantalones. Un tic facial proclamó su inocencia. También Mark se había levantado e iba al encuentro de la mujer. Le dio un fuerte abrazo, que ella, para sorpresa de Daniel, le devolvió.

– ¡Muñeca Barbie! ¿Dónde te habías metido? Empezaba a estar muy preocupado por ti.

– Pero… ¡señor Schluter! Si solo hace cuatro días que estuve aquí.

– Ah, sí. Supongo que sí. Pero eso es mucho tiempo. Y fue una visita corta.

– Deja de quejarte. Podría mudarme a tu casa, y seguirías quejándote de que no estoy nunca contigo.

Mark dirigió una pícara mirada a Daniel, relamiéndose como para quitarse las plumas del canario de los labios.

– Bueno, podríamos intentarlo. Puramente por razones de investigación médica.

Barbara pasó por su lado en dirección a la cocina, esforzándose por quitarse el abrigo mientras tendía la mano a Daniel.

– Hola de nuevo.

– Es… espera un momento. ¿Me estás diciendo que los dos os conocéis?

Ella echó atrás el mentón y frunció el ceño.

– Ese es el sentido que suelen tener las palabras «Hola de nuevo».

– Pero ¿qué diantres está pasando? Todo el mundo conoce a todo el mundo. ¡Cuando los mundos colisionan!

– Vamos, hombre, cálmate. En esta vida todo tiene explicación, ¿sabes?

Barbara le habló de la sesión pública y de lo mucho que le había impresionado la intervención de Daniel. La explicación tranquilizó a Mark. Solo Daniel no estaba convencido.

– He de irme -dijo con nerviosismo-. No sabía que estabas esperando compañía.

– ¿Te refieres a Barbie? Ella no es lo que se dice compañía.

– No te vayas -le dijo Barbara-. Esto no es más que una visita social.

Pero algo en Daniel ya había emprendido la huida. Camino de la puerta, le dijo a Mark:

– Pregúntaselo a ella. Es una profesional de la salud.

– ¿Preguntarle qué? -replicó Mark.

– Sí -terció Barbara-. ¿Preguntarme qué?

– Si puede tomar olanzapina.

Mark hizo una mueca.

– Ella parece creer que la decisión solo depende de mí. -Cuando Daniel cruzaba la puerta, Mark le gritó-: ¡Eh! ¡No te hagas de rogar tanto!

Solo cuando Daniel Riegel, que había sido un rastreador durante toda su vida, estuvo de regreso en su apartamento y puso el contestador automático, recordó dónde había oído por primera vez la voz de Barbara Gillespie.

* * *

Las aves regresaron a mediados de febrero. Una noche, Sylvie y Gerald Weber vieron un reportaje sobre las grullas en el noticiario de última hora, acostados en su casa cubierta por la nieve de Setauket, en Chickadee Way. Mientras la cámara recorría las orillas arenosas del Platte, marido y mujer miraban azorados.

– ¿Es ese tu lugar? -le preguntó Sylvie.

Resultaría muy extraño que no comentara nada.

Weber rezongó. Su cerebro se debatía con un recuerdo bloqueado, algún problema de identificación que le molestaba desde hacía ocho meses. Pero, cuanto más la perseguía, más alejaban sus pensamientos la posible solución. Sylvie interpretó mal su ensimismamiento. Le acarició el brazo con los nudillos. No pasa nada. Los dos estamos más allá de la simplicidad. Todo el mundo está hecho un lío. También nosotros podemos estarlo.

La mujer que estaba ante la cámara, una neoyorquina algo torpe fuera de su elemento urbano, parecía amilanada ante tanto vacío, y relataba la historia como si fuese una noticia.

– Está considerado como uno de los espectáculos de la naturaleza más grandiosos del mundo, en el que participan medio millón de grullas. Empiezan a llegar el día de San Valentín, y la mayoría ya se habrán ido para el día de San Patricio…

– Son unas aves inteligentes -dijo Sylvie-. Y grandes observadoras de las festividades religiosas. -Su marido asintió, sin desviar los ojos de la pantalla-. Todo el mundo es irlandés, ¿eh?

Su marido no dijo nada. Ella apretó los dientes y le restregó el hombro con un poco más de intensidad.

El Día de los Presidentes, Mark se despidió de todo el mundo y empezó a tomar la medicación. El doctor Hayes duplicó la dosis del caso australiano: diez miligramos cada noche, una cifra todavía conservadora.

– Entonces, ¿debería haber una mejora en dos semanas? -inquirió Karin, como si la palabra de un médico fuese legalmente vinculante.

El doctor Hayes le dijo, en latín, que ya se verían.

– Recuerde nuestra conversación. Es posible que el paciente experimente retraimiento social.

No puedes retraerte, le dijo ella, en inglés, si no estás ahí de entrada.

Cuatro días después, a las dos de la madrugada, el teléfono sacó a Daniel y Karin de un profundo sueño. Daniel, desnudo y tambaleante, fue a responder. Musitó unas palabras incoherentes, o bien la incoherencia era de Karin, que escuchaba desde la cama. Daniel regresó a su lado, perplejo.

– Es tu hermano. Quiere hablar contigo.

Karin cerró los ojos con fuerza y se espabiló de golpe.

– ¿Ha llamado aquí? ¿Ha hablado contigo?

Daniel volvió a acostarse. Por la noche apagaba la calefacción, y su cuerpo desnudo empezaba a sufrir hipotermia.

– Yo… nos hemos visto. Hemos hablado, hace poco.

Karin forcejeó con la lúcida pesadilla.

– ¿Cuándo?

– No importa. Hace unos días. -Agitó la mano en un gesto efusivo: el tiempo corría, el teléfono esperaba, la historia era demasiado larga-. Quiere hablar contigo.

– ¿Que no importa, dices? -Apartó la gris y áspera manta militar-. Es cierto, ¿verdad? Le querías. Es decir, le amabas. Él ha sido la única razón por la que… -Se cubrió los hombros con la manta de lana y le dio la espalda, dirigiéndose en la oscuridad hacia el teléfono-. ¿Mark? ¿Estás bien?

– Sé lo que me ocurrió durante la operación.

– Dímelo -le pidió ella, todavía soñolienta.

– Me morí. Fallecí en la mesa de operaciones, y ninguno de los médicos se dio cuenta.

– Vamos, Mark… -replicó Karin con un hilo de voz y en tono suplicante.

– Eso aclara muchas cosas que no tienen sentido. Por qué todo me parecía tan… lejano. Me resistía a la idea porque… bueno, era evidente que alguien se daría cuenta, ¿no?, de que no estaba vivo. Entonces lo comprendí: ¿Cómo iban a saberlo? Quiero decir, que si nadie se percató de ello… en fin, se me acaba de ocurrir, ¡a mí, que soy el que está en medio de todo!

Karin habló con él mucho rato, y si al principio razonaba, luego se mostró irracional y tan solo trató de consolarle. Mark era presa del pánico; no sabía cómo estar «adecuadamente muerto». Afirmaba que había echado a perder la transición («He desordenado la baraja») y que ahora no parecía haber manera de hacer que las cosas volvieran a la secuencia apropiada.

– Voy a verte ahora mismo, Mark. Resolveremos esto juntos.

Él se rió, como solo los muertos pueden reír.

– No te preocupes. Pasaré de esta noche. Aún no he empezado a pudrirme.

– ¿Estás seguro? -insistió ella-. ¿Seguro que estarás bien?

– Peor que muerto no puedes estar.

Ella tenía miedo de colgar el aparato.

– ¿Cómo te sientes?

– Bien, de veras. Mejor de lo que me sentía cuando aún creía que estaba vivo.

De regreso en el dormitorio, Daniel sostenía abierto uno de los libros de neurociencia que Karin siempre estaba sacando de la biblioteca pública.

– Lo he encontrado -dijo al cabo de un rato-. Se trata del síndrome de Cotard.

Ella extendió la manta de lana gris sobre la cama, se acostó y se cubrió con ella. Lo había leído todo al respecto, se había pasado un año explorando cada uno de los horrores que permitía el cerebro. Otro delirio causante de errores de identificación, tal vez una forma extrema del síndrome de Capgras. La muerte no reconocida: la única explicación posible para sentirse tan alejado del prójimo.

– ¿Cómo es posible que se le haya declarado eso ahora? ¿Al cabo de un año? Precisamente cuando acaba de iniciar el tratamiento.

Daniel apagó la luz y se acostó al lado de Karin. Le puso la mano en el costado. Ella se estremeció.

– Tal vez se deba a la medicación -sugirió él-. Tal vez esté sufriendo alguna clase de reacción.

Ella se volvió para mirarle en la negrura.

– Dios mío. ¿Es posible tal cosa? Debemos ponerle de nuevo bajo observación. Es lo primero que hemos de hacer por la mañana. -Daniel se mostró de acuerdo. Ella se sumió en sus pensamientos-. Mierda -dijo al cabo de un rato-. Santo cielo. ¿Cómo es posible que se me haya olvidado?

– ¿Cómo? ¿De qué me estás hablando?

Daniel trató de masajearle los hombros, pero ella se apartó.

– El accidente. Hoy se cumple un año. Se me había ido de la cabeza por completo. -Permaneció tendida e inmóvil, fingiendo dormir durante cerca de una hora. Entonces se levantó-. Voy a tomar un somnífero -susurró.

– No hagas eso a estas horas -replicó él.

Karin fue al baño y cerró la puerta. Tardaba tanto en volver que él acabó por seguirla. Llamó a la puerta, pero no obtuvo respuesta. La abrió. Ella estaba sentada en la tapa de la taza, mirándole furibunda, incluso antes de que Daniel entrara.

– ¿Le has visto? ¿Has hablado con él? Y no me lo has dicho. Es él quien te importa, ¿verdad? Yo no soy más que su hermana, ¿no es cierto?

El doctor Hayes examinó a Mark, con desconcierto pero fascinado, y le escuchó atentamente.

– No digo que sea una maniobra de encubrimiento. Tan solo estoy diciendo que nadie se dio cuenta. Usted puede saber cómo podría haber sucedido. Pero créame, doctor, jamás me había sentido así cuando estaba vivo.

El médico programó un nuevo escáner para la primera semana de marzo. Mark, extrañamente complaciente, se fue a ver a los técnicos del laboratorio.

– No puede ser la medicación -le dijo Hayes a Karin-. No hay ningún ejemplo de un comportamiento así en la literatura especializada.

– La literatura -repitió ella, como si todo fuese ficticio.

Notaba el entusiasmo del neurólogo, que imaginaba ya el artículo que publicaría sobre el nuevo giro de la enfermedad.

El diagnóstico de Cotard no cambió nada sustancial. Ahora que Mark había iniciado el tratamiento con olanzapina, el doctor Hayes insistió en que lo continuara sin saltarse ninguna dosis. ¿Podía Karin responsabilizarse de que su hermano siguiera estrictamente el tratamiento? No podía, pero lo haría. ¿Se sentía capaz de continuar supervisando a Mark, o preferiría internarlo de nuevo en Dedham Glen? Karin respondió que continuaría supervisándolo. No tenía alternativa, puesto que la cobertura del seguro no costearía la readmisión.

No podía permitirse incrementar las horas que pasaba en Farview. Ya no tenía suficiente tiempo durante la semana para dedicarse al Refugio. Lo que se iniciara como un trabajo inventado para ella, la obra caritativa de un hombre que quería tenerla cerca, se había vuelto real. Ya no se trataba siquiera de una actividad con sentido para ella, que la hiciera sentirse realizada. Aunque cualquiera a quien se lo hubiera dicho habría pensado que deliraba, ahora Karin lo sabía: el agua quería algo de ella.

En su desesperación, telefoneó a Barbara para pedirle que la sustituyera.

– Es solo por unos pocos días, hasta que la medicación haga efecto y mi hermano se recupere por fin.

Los objetivos de los cuidados habían cambiado. Ya no necesitaba que Mark la reconociera. Lo único necesario ahora era que él se creyera vivo.

– Por supuesto -respondió Barbara-. Estoy a tu disposición durante tanto tiempo como él necesite.

Karin sintió como una punzada la buena disposición de la mujer.

– En el Refugio estamos atravesando un período frenético -le explicó-. Las cosas están subiendo de tono con…

– Claro que sí -le dijo Barbara-. Probablemente alguien debería pasar allí la noche, porque supongo que en estos momentos las noches son difíciles para Mark.

Su voz revelaba que estaba dispuesta a llegar incluso tan lejos. Pero Karin se negó a pedirle tal cosa. Si ella no podía estar presente de noche, tampoco lo estaría Barbara.

Llamó a Bonnie, la única alternativa real. Le respondió la empalagosa voz del contestador automático («Me gustaría estar aquí para hablar personalmente contigo…»), aquella alegre voz de tiple que parecía el claxon de un Ford Focus que hubiera tomado estimulantes. Karin lo intentó dos veces más, pero fue incapaz de dejar un mensaje. ¿Te importaría pasar las noches en casa de mi hermano durante algún tiempo? Cree que está muerto. Incluso según los criterios de Kearney, eso era algo que debía solicitarse en persona. Finalmente, Karin fue a la Arcada, en un momento que coincidía con el turno de Bonnie. Karin aún no se había molestado en echar un vistazo a aquel complejo. Sesenta y cinco millones de dólares para convertir a sus bisabuelos en un canal temático de dibujos animados y engañar a la gente de paso hacia California que, al ver aquello reflejado en sus GPS, creían que había algo allí que merecía la pena ser visitado.

Karin pagó los 8,25 dólares que costaba la entrada, pasó ante las figuras de pioneros a tamaño natural y subió en el ascensor hasta la carreta cubierta, rodeada de gigantescos murales. Vio a Bonnie cerca de la choza de terrones herbosos, con su vestido de percal y su toca, hablando con un grupo de escolares con una curiosa voz de otros tiempos: una versión MTV de Ma Kettle. Al ver a Karin, Bonnie agitó briosamente un brazo y, en el mismo tono falsamente arcaico, gritó: «¡Hola!». Se apresuró a librarse de los escolares y se reunió con Karin junto a las figuras de indios pawnee, el percal al lado de la fibra ecológica Tencel.

– Está convencido de que se ha muerto y nadie se ha dado cuenta -le dijo Karin.

Bonnie se quedó pensativa, la nariz arrugada.

– ¿Sabes? En una ocasión yo también sentí eso.

– Escucha, Bonnie. ¿No podrías quedarte con él durante un tiempo? ¿En la Homestar? Solo unas cuantas noches.

Los ojos de la muchacha se agrandaron como los de un lémur.

– ¿Con Mark? ¡Pues claro que sí!

Respondió como si la misma pregunta fuese demencial. Y Karin comprendió que, una vez más, era la última en percatarse de cómo estaban las cosas.

Hicieron los arreglos necesarios. Las dos mujeres decidieron turnarse, mientras que Mark se mostraba indiferente a las medidas que se tomaban a su alrededor.

– Lo que tú digas -le dijo Mark a Karin cuando ella le contó lo que iban a hacer-. Deslómate hasta quedar fuera de combate. No puede dolerme. Ya no existo.

Sin embargo, la noche del primer lunes de marzo Mark reunió a Karin y Bonnie en la sala de estar de la Homestar para ver la última edición de Crime Solvers.

– Hoy he recibido una llamada que me ha espabilado -explicó, y no quiso decir nada más.

Se movía metódicamente, dándoles bebidas y bolsas de maíz tostado, e insistió en que las dos fuesen al lavabo antes de que empezara el programa. Karin le miraba, consciente de lo absurdo que era abrigar esperanzas.

Entonces, como si obedeciera a una orden, Tracey, la presentadora del programa, anunció:

– Ha ocurrido algo en el caso del que les hablamos hace unas semanas, el del hombre de Farview que…

En la pantalla, un granjero de Elm Creek, señalaba un hoyo en el límite de la extensión de césped delante de su casa. Cinco días antes, su esposa había descubierto unas sanguinarias que crecían dentro del macetero que él le había confeccionado con un viejo neumático que sacó del río en agosto, cuando el caudal estaba bajo.

– Verá, mi esposa y yo seguimos desde hace tiempo su programa, y cuando estaba allí, mirando aquel neumático, recordé el caso que ustedes habían contado y se me ocurrió preguntarme…

El sargento de la policía Ron Fagan explicó cómo habían recuperado los neumáticos y cómo los forenses los habían cotejado con las pruebas recogidas en la escena del crimen que tenían archivadas.

– Creemos que coinciden -dijo al mundo, un poco alicaído por estar hablando de investigaciones en bases de datos informáticas en lugar de persecuciones en coche patrulla a toda velocidad.

Pero informó de que se había establecido la procedencia del neumático, cuyo propietario había sido sometido a interrogatorio. El hombre trabajaba en la planta envasadora de carne de Lexington, y se llamaba Duane Cain.

Karin gritó al televisor.

– ¡Lo sabía! Esa sabandija…

Bonnie, sentada al otro lado de Mark, sacudía la cabeza.

– Eso no puede ser cierto. Me juraron que se trataba de otra persona.

Mark permanecía rígido, ya un cadáver.

– Me obligaron a salirme de la carretera. Me azuzaron: adelante, adelante, cabeza de cabra. Me dejaron allí abandonado, dándome por muerto. Al menos por fin sé que lo estoy.

Karin se puso el abrigo y revolvió el interior de su bolso en busca de las llaves.

– Voy a interrogarle.

En su apresuramiento por abrir la puerta, se dio con ella en la cara y se lastimó en el labio.

Mark se levantó del sofá.

– Iré contigo.

– ¡No! -Karin giró sobre sus talones, furiosa, asustándose a sí misma-. No. ¡Déjame hablar con él!

Blackie Dos se puso a gruñir. Mark retrocedió, alzando las manos. Entonces ella salió a la noche y se dirigió dando tumbos al coche.

Preguntó en la comisaría. Duane Cain había sido puesto en libertad. El sargento Fagan no estaba de servicio, y nadie quiso darle detalles. La noche era tan fría y el mundo estaba tan falto de aire como un meteoro. Su aliento salía helado por sus fosas nasales y le bañaba las manos con un vapor plomizo. Se golpeaba los costados con los codos para que sus pulmones siguieran funcionando. Volvió al Corolla, cruzó la ciudad y llegó al apartamento de Cain al cabo de unos minutos. Él abrió la puerta. Llevaba una sudadera morada con la inscripción «¿Qué haría Belcebú?». Estaba esperando a alguien y, al ver a Karin, se amedrentó.

– Supongo que has visto ese programa, ¿verdad?

Ella entró en la habitación y acorraló a Cain contra la pared. Él no se resistió, lo único que hizo fue cogerla por las muñecas.

– Me han soltado. No he hecho nada.

– Las jodidas marcas de tus neumáticos se cruzaron delante de él.

Intentaba golpearle con el puño mientras él se lo impedía inmovilizándola con un torpe abrazo.

– ¿Quieres que te cuente lo que ocurrió o no?

Se negó a decir nada hasta que ella dejara de forcejear. La hizo sentarse en un saco relleno de bolas de poliestireno e intentó ofrecerle algo de beber. Él se sentó en un taburete de bar, a una distancia segura, utilizando el listín telefónico como escudo.

– En realidad no hemos mentido. Técnicamente hablando… -Ella le amenazó con matarle o algo peor. Él empezó de nuevo-. Tenías razón en lo de los juegos. Hacíamos carreras. Pero no fue lo que piensas. Estábamos en el Bullet. Tommy había comprado recientemente un juego de intercomunicadores. Salimos y empezamos a tontear con ellos. Rupp y yo en la camioneta de Tommy, Mark en la suya. Jugábamos a pillar, solo eso. Íbamos por ahí como de costumbre, comprobando el alcance de los aparatos, persiguiéndonos. Ya sabes: caliente, caliente, frío, frío, perdíamos la señal, volvíamos a captarla. Estábamos a cierta distancia, avanzando hacia el este por la North Line desde la ciudad. Pensábamos que estábamos a punto de encontrarnos con él. Mark se reía a través del intercomunicador, hablaba de iniciar una acción evasiva. Entonces su señal se perdió. Alzó el dedo del botón de transmisión y no volvió a pulsarlo. No sabíamos qué se proponía. Tommy aceleró, suponiendo que debíamos de estar cerca. La noche era muy oscura.

Se puso una mano sobre los ojos, como para protegerlos del brillo implacable del recuerdo.

– Entonces le vimos. Había volcado en la cuneta, a mano derecha, en el lado sur de la carretera. Tommy lanzó un juramento y frenó en seco. El vehículo coleó y al zigzaguear cruzamos la línea central. Eso es lo que viste: nuestras huellas en su carril. Solo que llegamos después de él.

Ella permanecía rígida, recta como una vara.

– ¿Qué hicisteis?

– ¿Qué quieres decir?

– Él está tirado en esa zanja. Tú y tu amigo estáis ahí.

– ¿Bromeas? Mark tenía encima tres toneladas de metal. Cada segundo contaba. Hicimos lo que teníamos que hacer. Dimos la vuelta, regresamos a la ciudad y dimos aviso del accidente.

– ¿Ninguno de vosotros tiene un móvil? ¿Vais por ahí tonteando con esos ridículos walkie-talkies de juguete y no tenéis un móvil?

– Llamamos -replicó él-. En cuestión de minutos.

– ¿Anónimamente? Y luego nunca os presentasteis, nunca contasteis lo que había pasado. Cambiasteis los neumáticos y tirasteis los que os implicaban al río.

– Escúchame. Tú no sabes nada. -Cain alzó la voz-. Esos policías primero te detienen y luego te interrogan. Van a por tipos como Tommy y yo. Somos una amenaza para ellos.

– ¿Vosotros, una amenaza? Y él estuvo de acuerdo. Tu amigo Rupp, el especialista.

– Mira, ni siquiera ahora me crees. ¿Piensas que la policía iba a creernos la noche del accidente?

– ¿Por qué no te han encerrado?

– Interrogaron a Tommy en Riley, y él contó exactamente lo mismo. La cuestión es que, gracias a nuestra llamada, la ambulancia llegó allí lo antes posible. No teníamos nada que añadir a los hechos. No teníamos ninguna pista de lo que le había ocurrido. Presentarnos no habría servido de nada.

– Podría haberle servido a Mark.

Cain hizo una mueca.

– No habría cambiado nada.

Karin se sentía consternada por su necesidad de creer. Se puso en pie, reorganizándolo todo: las huellas, el orden que habían tenido, su recuerdo. El tiempo pasaba y volvía a pasar, se hacía más lento, se combaba e iba marcha atrás.

– El tercer coche -dijo.

– No lo sé -replicó Cain-. Llevo un año entero pensando en eso.

– El tercer coche -repitió ella-. El que iba detrás de él y se salió de la carretera. -Cruzó la sala hasta llegar a Cain, dispuesta a golpearle de nuevo-. ¿Venía algún coche hacia vosotros cuando llegasteis al lugar? ¿Vehículos en dirección oeste, que regresaran a la ciudad? ¡Respóndeme!

– Sí. Conforme nos acercábamos, mirábamos atentamente. Esperábamos que él pasara a toda velocidad por nuestro lado. Pero entonces apareció un Ford Taurus blanco con matrícula de otro estado.

– ¿Qué estado?

– Rupp dice que Texas. Yo no estoy seguro. Ya te he dicho que íbamos bastante rápido.

– ¿A qué velocidad iría ese Ford?

– Es curioso que me preguntes eso. Los dos tuvimos la impresión de que iba a paso de tortuga. -Algo pasó por su mente, y se irguió-. Cielos. Tienes razón. Ese otro coche… ese Ford llegó justo antes que nosotros, justo después de que él… Y ellos… estás diciendo que ellos… ¿Qué es exactamente lo que estás diciendo?

Ella no sabía lo que estaba diciendo. Ni entonces ni nunca.

– Tampoco se detuvieron.

Cain cerró los ojos, se llevó una mano a la nuca y echó atrás la cabeza.

– No habría servido de nada.

– Sí que podría haber servido -replicó ella.

«Dios me ha conducido a ti.»

Cuando Karin regresó a casa, ya estaba a punto de amanecer. Daniel la esperaba levantado, fuera de sí.

– Pensé que podría haberte ocurrido algo. Pensé… Podrías estar quién sabe dónde, podrías estar herida.

Podrías haber estado con el otro hombre.

– Perdona -le dijo ella-. Debería haberte llamado.

Para apaciguarle, se lo contó todo.

Él la escuchaba, pero no aportaba la menor ayuda.

– ¿Quién avisó del accidente? ¿Rupp y Cain? ¿No el otro coche? Creía que había sido el ángel de la…

– Tal vez avisaron.

– Pero creía que la policía había dicho…

– No lo sé, Daniel.

– Pero si el otro coche no se detuvo, ¿qué sentido tiene la nota? ¿Atribuirse el mérito después de haber abandonado la escena…?

– Tengo que dormir -le dijo ella.

Era demasiado tarde para llamar a Mark y Bonnie. De todos modos, no sabía qué decirles ni lo que podría asimilar su hermano.

A la mañana siguiente la despertó el sonido del teléfono. La habitación estaba inundada de luz y Daniel ya se había ido al Refugio. Ella se levantó con dificultad, todavía en las garras de un profundo sueño animal.

– Ya voy. Espera un momento, por favor. ¿Me estás controlando o qué?

Pero cuando se puso al aparato, la voz en el otro extremo de la línea era tenue y espectral.

– ¿Karin? Soy Bonnie. Está teniendo una especie de ataque, y no consigo que vuelva en sí.

* * *

Tenía que ser de nuevo el hospital. Un circuito de todo un año de regreso al lugar donde se encontraba por aquellos mismos días el mes de marzo anterior. Como un ser migratorio que no sabía hacer mejor las cosas. Mark Schluter de vuelta en el Buen Samaritano, no en el mismo pabellón, pero bastante cerca. Confinado en la cama, tras una cura de desintoxicación, 450 mg de olanzapina eliminados de su organismo.

Un muerto ha tratado de matarse: esa era la única manera en que podían encajar las piezas. Distónico cuando llegaron los enfermeros. Intubación y lavado gástrico, llevado a toda prisa al hospital para administrarle fluidos por vía intravenosa, control cardíaco y vigilancia por parte de un personal que se aseguraría de que no intentara marcharse.

Sale de su segundo coma, una mera sombra del primero. Cuando recupera la conciencia, rechaza todos los intentos de comunicarse, excepto para decir:

– Quiero hablar con el Loquero. Solo hablaré con el Loquero.

El doctor Hayes telefonea a Weber y le da la noticia. El neurocirujano recibe el informe como un veredicto, el fruto de su larga e interesada ambición. Llama a Mark enseguida, pero el joven se niega a hablar.

– Por teléfono no -le dice a la enfermera de turno. Todas las líneas telefónicas están pinchadas, todos los cables y los satélites-. Tiene que venir aquí en persona.

Weber realiza varios intentos más de ponerse en contacto, sin ningún resultado. Mark está fuera de peligro, al menos por ahora. Weber ya se ha ocupado del caso más allá de los límites de la corrección profesional. Su último viaje casi acabó con él. Si se involucra más, será el fin.

Pero algo en el neurocientífico comprende ahora: la responsabilidad es ilimitada. Los historiales clínicos de los que te apropias son tuyos. Si no hace nada, si rechaza la única petición del muchacho, si abandona ahora lo que ha hecho tan mal, entonces es sin duda aquello de lo que siempre le acusan sus voces más oscuras. Ha intentado matarse por mi culpa. No tiene más alternativa que volver. Un largo circuito para regresar al punto de partida. Así lo quiere el Director de la Gira.

No hay manera posible de decírselo a su mujer. Decírselo a Sylvie. Después de lo que ya le ha dicho, los motivos que aduzca, sean los que fueren, parecerán el peor de los autoengaños. Ella, que ahora no tendería una mano si Gerald Weber, célebre autor, manchillado santo de la comprensión neurológica, fuese quemado en efigie por falsa empatía: no hay forma posible de explicárselo.

Se prepara para la reacción de Sylvie, pero es inútil porque ella se lo toma mucho peor de lo que su marido había previsto. Se lo toma como una Casandra insensibilizada que ya adivina todo lo que él todavía no ha admitido.

– ¿Qué puedes hacer por él? ¿Algo que no está al alcance de los médicos de allí?

Le había formulado esa misma pregunta un año atrás. Él debería haberla escuchado entonces y debería escucharla ahora. Weber sacude la cabeza, su boca una ranura de buzón.

– No se me ocurre qué podría hacer por él.

– ¿Es que no basta con lo que ya has hecho?

– Ese es el problema. La olanzapina fue idea mía.

Como desfallecida, ella se deja caer en la silla del pequeño espacio donde desayunan. Pero aun así logra dominarse, y hay algo horrible en su fidelidad a la convención.

– Que se tomara de golpe la dosis de dos semanas no fue idea tuya.

– No. Tienes razón. Eso no fue idea mía.

– No me hagas esto, Gerald. ¿Qué estás demostrando? Eres un buen hombre. Eres tan bueno como válido. ¿Por qué no puedes creerlo así? ¿Por qué no puedes…?

Se levanta y da vueltas por la estancia. Espera a que sea él quien mencione el asunto. Ella le demuestra ese sombrío respeto, del todo inmerecido. Aceptará que esa mujer no es nada, que carece de importancia, hasta que él le diga lo contrario. Creerá en él, incluso sin confianza. Su marido debe decir algo, pero no puede adornar el hecho, ni siquiera rechazándolo.

Todo se reduce a la creencia. La creencia en una telaraña demasiado fina y efímera para engañar a nadie. Ese será el santo grial de los estudios sobre el cerebro: ver cómo decenas de miles de millones de puertas lógicas químicas, todas ellas centelleando y amortiguándose mutuamente, de alguna manera pueden crear la fe en sus propios circuitos fantasmales.

– Está sufriendo. Quiere hablar conmigo. Necesita algo de mí.

– ¿Y tú? ¿Qué necesitas?

Sus ojos le sondean implacablemente. Está como paralizada, empalidecida, afectada por su propia sobredosis.

Él trata de responderle lo mejor que puede.

– No me cuesta nada. Unas horas de vuelo, un par de días y unos cientos de dólares que salen de la cuenta de investigación. -Ella le mira sacudiendo la cabeza, lo máximo que puede aproximarse al escarnio-. Lo siento -añade él-. Necesito hacerlo. No soy un explotador ni un oportunista.

Ella ha permanecido a su lado, le ha prestado su apoyo, ha mantenido un difícil aplomo durante los últimos meses, mientras él se enfrentaba a su prolongada crisis profesional. Cada disminución de la confianza en sí mismo repercutía en el estado de ánimo de Sylvie.

– No -replica ella, esforzándose por conservar la serenidad, y se acerca a él. Sus manos trazan garabatos en su camisa-. Esto no me gusta, cariño. Está mal. Está todo muy embrollado.

– No te preocupes -replica él. Apenas ha pronunciado estas palabras, se percata de lo ridículas que son. El yo es una casa en llamas; sal mientras puedas. Ve a su mujer, la ve realmente, por primera vez desde que dejó de creer en su trabajo. Ve las arrugas bajo sus ojos y sobre el labio superior… ¿Cuándo ha envejecido? Ve en su mirada estremecida hasta qué punto él la asusta. Ella no puede entenderle. Le ha perdido-. No te preocupes.

La actitud de su marido indigna a Sylvie.

– ¿Qué diablos necesitas? ¿Necesitas al famoso Gerald? Que le zurzan al famoso Gerald. ¿Necesitas que la gente te diga…? -Ella se muerde el labio inferior y desvía la vista. Cuando habla de nuevo, lo hace como una locutora de noticiario-. ¿Verás a alguien mientras estés allí? -Pese a la palidez de su rostro, habla en un tono despreocupado-. ¿Alguna vieja amistad?

– No lo sé. Es una ciudad pequeña. -Y entonces, por la deuda contraída durante treinta años, se corrige-. No estoy seguro. Es probable.

Ella se aparta de él y se acerca al frigorífico. Ese movimiento práctico anonada a Weber. Sylvie abre el congelador y saca dos piezas de tilapia que descongelará para la cena. Lleva el pescado al fregadero y lo pone bajo el agua del grifo.

– Oye, Gerald -le dice, con una ociosa curiosidad, tratando de aceptar la situación, aunque eso es imposible-. ¿Podrías decirme al menos por qué?

Él se merece su furia, incluso la desea, pero no esta serena aceptación. Gerald: dime tan solo por qué. Para que vuelvas a tener un buen concepto de mí.

– No estoy seguro -responde él.

Y lo sigue repitiendo en su mente, hasta que lo convierte en realidad.

Mark no dejó ninguna nota antes de engullir los antipsicóticos. ¿Cómo podría haberlo hecho, si ya estaba muerto? Pero incluso esa falta de un mensaje acusa a Karin. A lo largo de este año él le ha pedido ayuda, y ella siempre le ha defraudado, de todas las maneras posibles: ha sido incapaz de confirmar su pasado, de permitir su presente y de recuperar su futuro.

Se apodera de ella la vieja locura de los Schluter, la herencia de la que nunca ha podido desprenderse. Su primera identidad: culpable y deficiente, al margen de todo lo demás que logre realizar con éxito. Visita a Mark en el hospital. Incluso lleva a Daniel, el amigo no imaginario más antiguo de Mark. Pero este se niega a hablar con ninguno de los dos.

– ¿No podríais tener más respeto y dejar que me pudra aquí en paz?

O habla con el Loquero o no lo hará con nadie.

Ella vuelve a dejarlo en manos de los profesionales médicos, sometido a los correctivos químicos que ahora gotean en sus brazos flácidos. Karin se desliza hacia abajo por su propia escala de Glasgow. No puede concentrarse en nada. Su concentración se extravía durante horas seguidas. Finalmente comprende por qué su hermano dejó de reconocerla. No hay nada que reconocer. Se ha distorsionado de tal manera que el reconocimiento es imposible. Un pequeño engaño sobre otro, hasta que ni siquiera ella puede decir dónde se encuentra ni para quién trabaja. Cosas de las que ha hablado sin decir nada, cosas que ha negado, sobre las que ha mentido, que se ha ocultado incluso a sí misma. Toda clase de cosas para todo el mundo. Relacionándose con un ecologista y un promotor al mismo tiempo. Renovándose, la personalidad del día. La imaginación, incluso la memoria, demasiado dispuestas a satisfacerla, quienquiera que ella sea. Cualquier cosa por que le rasquen detrás de las orejas. Que le rasque cualquiera.

Ella no es nada. Nadie. Peor que nadie. Vacía en lo más profundo de su ser.

Es preciso que cambie su manera de vivir, que del estropicio de su nido ensuciado salve algo. Lo que sea. Lo más nimio, anodino, repulsivo, no importa, mientras sea salvaje y carente de compromiso. Tal vez llegue demasiado tarde para hacer volver a su hermano, pero aún podría rescatar a la hermana de su hermano.

Se sume en los trabajos preliminares para el Refugio, preparando sus folletos. Algo que despierte a los sonámbulos y devuelva la extrañeza al mundo. La mínima dosis de ciencia de la vida, unas pocas figuras en una gráfica, y empieza a comprender: gente que, buscando con desesperación la solidez, debe eliminar todo aquello que la excede. Cualquier cosa que sea mayor o que esté más vinculada o que, en su adusta duración, sea un poco más libre. Nadie puede soportar la inmensidad del exterior, incluso mientras lo diezmamos. Ella solo tiene que mirar, y los hechos se revelan. Lee, y aun así no puede creerlo: doce millones o más de especies, menos de la décima parte de ellas clasificadas. Y la mitad desaparecerán mientras ella está viva.

Abatida por los datos, sus sentidos se despiertan de una manera extraña. El aire huele a lavanda, e incluso los monótonos matices pardos del invierno tardío le parecen más vívidos de lo que han sido desde que tenía dieciséis años. Está continuamente ávida, y la futilidad de su trabajo redobla sus energías. Sus conexiones se aceleran. Es como el caso que expuso el doctor Weber en su último libro, la mujer con demencia frontotemporal que de repente se puso a pintar unos cuadros magníficos. Una especie de compensación: cuando una parte del cerebro está abrumada, otra la sustituye.

La red que atisba es tan compleja, tan amplia, que hace mucho tiempo que los hombres deberían haberse encogido y muerto de vergüenza. Lo único que es correcto querer es lo que Mark quería: no ser, deslizarse por el foso más profundo y fosilizarse en una roca que solo el agua puede disolver. Solo agua, como disolvente de todo el residuo tóxico, solo agua para disolver el veneno de la personalidad. Todo lo que ella puede hacer es trabajar, tratar de devolver el río a aquellos a quienes se lo han robado. Ahora todo lo humano y personal la horroriza, todo excepto aquella preparación de folletos que no servirán de nada.

El agua quiere algo de ella. Algo que solo la conciencia puede entregar. Ella no es nada, tan tóxica como todo cuanto posee un ego. Una parodia, un fraude. Nada merecedor de reconocimiento. Pero, aun así, ese río la necesita, su mente líquida, su manera de sobrevivir…

El mundo se llena de lujos que ella no puede permitirse. El sueño es uno de ellos. Cuando sucumbe, sigue compartiendo la cama con Daniel. Pero han dejado de tocarse, salvo por accidente. Ahora él medita más, a veces durante una hora seguida, tan solo para huir del daño que ella le ha hecho. Le ha golpeado con sus traiciones; él absorbe los golpes, como absorbe todos los insultos de la especie. Ahora le parece a Karin un hombre que podría absorber cualquier cosa, alguien que, único entre todas las personas a las que ella conoce, ha prescindido de la vanidad y mirado más allá de sí mismo. Y es este rasgo de Daniel el que tanto le ha molestado a ella. De todos los hombres con los que ha estado, solo él parece lo bastante fluido para ser un padre aceptable, para enseñarle a un niño todo lo externo a nosotros que es preciso reconocer. Pero él preferiría morir a traer al mundo otro ser humano alienado. Otro como ella.

Daniel debería haberla dejado meses atrás. No hay ningún motivo para que no lo haya hecho. Tal vez únicamente el amor residual por su hermano. O tan solo la consideración que siente por todos los seres vivos. Ella debe de parecerle espantosa, posesiva, tan frágil como rebosante de necesidad. No puede quererla, y en realidad nunca la ha querido. Sin embargo, muestra hacia ella en todas las cosas una amabilidad tenaz aunque silenciosa. Su hermano casi ha muerto, y solo este hombre sabe lo que eso significa. Solo este hombre podría echarle una mano para afrontar semejante situación. Ella yace en la cama, su espalda a un palmo de la de Daniel, deseosa de extender hacia atrás la ciega palma y palpar su cálido cuerpo, comprobar que sigue estando ahí.

El tercer día tras el intento de suicidio de Mark, el Consejo de Desarrollo expresa su voluntad, en principio, de conceder al Puesto de Avanzada Natural Escénico de Central Platte el derecho a la adquisición de un suministro de agua. Ella ha temido esa decisión durante semanas, pero no había creído que llegaran a tomarla. La asociación de grupos ecologistas del Platte reacciona de forma apática y dispersa. Han perdido la carrera con el consorcio de promotores y, en una serie de precipitadas reuniones, la alianza empieza a desmoronarse.

Si la decisión desmoraliza a Karin, anonada a Daniel, quien no dice sobre el juicio más que unas máximas secas y estoicas. No cree que merezca la pena condenar al consejo. Algo se agosta en su interior, una voluntad esencial de seguir luchando contra una especie a la que no es posible rehabilitar ni derrotar. No hablará de eso con Karin, quien, por su parte, ha perdido el derecho a apremiarle.

Es preciso que aclare las cosas con él. Que arregle una sola cosa, para una persona real, entre todo el desastre de los últimos días. Que redima su mal depositada confianza y devuelva algo al único hombre que ama a su hermano tanto como ella misma.

Se pasa el día preparando un festín vegetariano: seitán con almendras y brócoli, salsa de ajo griega skordalia y chutney al coriandro. Incluso budín de arroz tahini, para un hombre que considera el postre como un pecado. Se mueve con brío en la cocina, mezclando los ingredientes, sintiéndose casi estabilizada. Una bendita distracción, y el mayor esfuerzo que ha hecho por satisfacer a Daniel desde que se mudó a su apartamento. No ha hecho nada por él, mientras que él la ha ayudado en todas sus crisis. Karin ha permitido que el hierbajo de su personalidad invadiera su vida en común. ¿Tan imposible es ser otra persona, prepararle por una vez una comida para expresar su agradecimiento? Aunque sea la última que compartan.

Llega Daniel, el semblante ensombrecido. Trata de encontrarle un sentido al festín.

– ¿Qué es todo esto? ¿Alguna celebración?

Su reacción irrita a Karin, pero ella necesita que se comporte así.

– Siempre hay algo que celebrar.

– Cierto. Bueno. -Su sonrisa tiene un rictus de tristeza. Se sienta y extiende las manos, pasmado ante la comida. Ni siquiera se ha quitado la chaqueta-. Entonces será mi fiesta de despedida.

Ella deja de lamerse el budín de arroz de los dedos.

– ¿Qué quieres decir?

Él está tranquilo, con la cabeza inclinada.

– Dejo el trabajo.

Ella se aferra a la encimera y sacude la cabeza. Se sienta en el taburete frente a él.

– ¿De qué me estás hablando? ¿Qué significa esto?

Él no puede abandonar su trabajo. Imposible. Como un colibrí en huelga de hambre.

Daniel se muestra expansivo, casi regocijado.

– Me desvinculo del Refugio. Una división ideológica de posturas. Parecen haber decidido que, después de todo, ese parque temático de las grullas no es tan malo. Algo con lo que pueden trabajar. El compromiso es la mejor parte del valor, ¿sabes? ¡Han puesto en circulación un informe según el cual, si se dirige como es debido, el puesto de avanzada podría ser beneficioso para las aves!

Ella misma ha creído en esa posibilidad, durante bastante tiempo, desde la sesión pública.

– Oh, no, Daniel. No puedes permitir que ocurra esto.

Él la mira enarcando una ceja.

– No te preocupes. Me he ocupado de tu situación. Ya he hablado con ellos. Puedes seguir trabajando ahí. No van a tener en cuenta que eres mi… que tú y yo…

– Pero, Daniel…

Le es imposible asimilar lo que le está diciendo. Han perdido. Eso es lo que se desprende de sus palabras. La lucha ha terminado. Van a urbanizar las orillas del río, se perderá más terreno para las aves. Él está diciendo… pero lo que está diciendo no puede ser. Abandonar el Refugio. Saltar a la nada. Desconectar para morir.

– No puedes abandonar. No puedes permitir que cedan.

– Lo que yo pueda o no dejar que suceda no parece ser la cuestión.

Ella puede hacer que lo sea, puede conseguir que él vuelva al combate. Una palabra de ella y el Refugio rescindirá el acuerdo al que hayan llegado.

Por un instante, Karin piensa que ella hace esto por las aves, por el río. Entonces se dice que es para salvar a este hombre recto. Pero ella no salvará a nadie, a ningún ser vivo. Apenas logrará aminorar la velocidad con que actúan los hombres, a los que no es posible detener. Su elección se debe al puro egoísmo, es tan egoísta como cualquier elección humana. Ahora él la odiará para siempre. Pero, finalmente, sabrá qué es lo que ella puede darle.

– Es peor de lo que crees -le dice a Daniel-. Los promotores del puesto de avanzada planean una segunda fase. Sé cómo el consorcio se beneficiará económicamente de las cabañas para la observación de las aves, fuera de temporada. Se… se va a llamar Museo de las Praderas Vivas.

Se lo describe, en toda su trivialidad.

– ¿Un zoo? -replica él. No puede ni imaginárselo-. ¿Quieren construir un zoo?

– Bajo techo y al aire libre. Y la cosa es aún peor. He descubierto para qué necesitan suministros de agua adicionales. También hay una tercera fase. Un parque acuático. Toboganes, fuentes hidráulicas y esculturas, todo con temas de la naturaleza. Un estanque con enormes olas artificiales.

– ¿Un parque acuático? -Daniel se restriega la cabeza, desde la frente a la coronilla. Se tira de la oreja, la boca ladeada. Suelta una risita-. Un parque acuático en el Gran Desierto Americano.

– Tienes que informar al Refugio. Han de impedir que esto siga adelante.

Él no le responde, se limita a sentarse sobre un talón, en la postura virasana, y mira fijamente los platos que ella ha preparado con tanto esmero. Ahora lo dirá. Ahora ella pagará, por haberse guardado todo aquello.

– ¿Cómo te has enterado?

– He visto los planos.

Él alza el mentón, lo baja, lo alza de nuevo. Una especie de mordaz asentimiento.

– ¿Y cuándo pensabas decírmelo?

– Te lo acabo de decir -responde ella, las palmas hacia arriba, señalando la comida, su prueba.

Está dispuesta a darle todos los brutales detalles, pero él no los necesita. Daniel lo entiende todo. Ahora sabe lo que ella ha estado haciendo durante todas estas semanas, mejor de lo que ella misma lo ha sabido. Permanece sentada, mirándose a sí misma a través de los ojos de Daniel. La fatiga que este muestra es casi un alivio. Debe de haberlo sabido desde hace mucho tiempo. Se prepara para recibir su recriminación, su indignación… cualquier cosa que la ayude a sentirse limpia de nuevo. Pero cuando por fin le habla, sus palabras son un mazazo inesperado.

– Nos has estado espiando, tú y esa amistad tuya. Intercambiando secretos. Alguna clase de doble…

– Él no… De acuerdo. Soy una puta. Dime lo que quieras. Tienes razón. Soy una zorra embustera y taimada. Pero tienes que creer una cosa, Daniel: Robert Karsh no es el hombre con quien deseo compartir mi vida. Robert Karsh puede irse…

Él la mira como si se hubiera puesto a cuatro patas y empezado a ladrar. Lo que hagan ella y otros hombres carece de sentido. Lo único que importa es el río. La mirada que le dirige es de consternación. No puede discernir, y mucho menos contar, las veces que ella ha traicionado al río.

– Robert Karsh me tiene sin cuidado. Puedes hacer con él lo que quieras.

Ella alza las palmas, haciéndole retroceder.

– Espera. ¿De quién me estás hablando? -Si no se trata de Karsh-. ¿A quién te refieres con lo de «esa amistad tuya»?

– Ya sabes a quién me refiero. -Daniel ha perdido por completo la paciencia-. A su investigadora privada. La que contrataron. Tu amiga Barbara.

Karin echa bruscamente la cabeza hacia atrás. Daniel sufre alguna lesión, alguna dolencia peor que la de Mark. Unas manos pequeñas y frías la acarician.

– Pero ¿qué dices, Daniel?

Saldrá corriendo de la casa y pedirá ayuda.

– Sonsacándome en la sesión pública, para ver cuánto podía haber averiguado.

– ¿Investigadora de qué? Es la auxiliar de enfermería que se ocupó de Mark. Trabaja en rehabili…

– ¿Por cuánto? ¿Tres dólares la hora? ¿Una mujer que habla como ella? ¿Una mujer que actúa de ese modo? Me asqueas -concluye, humano por fin.

Una encrucijada de pánicos. ¿Qué es Barbara para él? Karin imagina una explicación que viene de largo, secreta, algo que a ella la deja fuera. Pero el otro temor que la embarga es más profundo. Con el rostro contorsionado por la ira, retrocede hacia la puerta del apartamento.

Él observa su confusión y titubea.

– No me digas que no sabes… ¿Cuánto crees que puedes ocultar?

– No estoy ocultando…

– Barbara me llamó, Karin. La primera vez que me encontré con ella, su voz me resultó familiar. Hace un año y dos meses hablamos por teléfono. Me llamó precisamente por la época en que los promotores estaban planeando esto. Fingió que trabajaba para un noticiario. Me preguntó por el Refugio, el Platte, el trabajo de restauración. Y yo, como un idiota, se lo conté todo. Cuando la gente quiere hablar de esas aves, confío en ella. Soy un necio total.

Miró más allá de ella, inmóvil, como un animalillo agonizante en una tempestad de nieve.

– Espera, Daniel. Eso es absurdo. Me estás diciendo que es… ¿qué? ¿Una espía industrial? ¿Que trabaja en Dedham Glen como una especie de tapadera?

– ¿Espía? Tú lo sabrías, ¿no? Lo que estoy diciendo es que hablé con ella y respondí a sus preguntas. Recuerdo su voz.

Observación de las aves por el oído.

– Bueno, pues lo recuerdas mal. Confía en mí por esta vez.

– ¿Sí? ¿Confiar en ti? ¿Por esta vez? -Su cabeza es como una barca que cambia de dirección y orza-. ¿Y en qué más debería confiar en ti? Has dado información sobre mí, te has reído de mí durante meses engatusándome con tu dulce jodienda…

Ella gira sobre sus talones, dándole la espalda, y se tapa los oídos. A él se le contrae la mejilla derecha. Entrecierra los ojos y sacude la cabeza.

– ¿Vas a continuar negándolo, después de todo? ¿Nunca salió a relucir el nombre de ella en todas esas conversaciones secretas que tuviste con él? ¿Cuando os reuníais y le hablabas de nosotros y del Refugio?

Ella gime y empieza a desmoronarse. Él se levanta y se dirige hasta el fondo de la sala, alejándose de ella cuanto puede, sujetándose el codo y pellizcándose los labios, en espera de que ella se serene. Karin aspira hondo, poco a poco, esforzándose por calmarse, fingiendo que es como él.

– Creo que debería irme.

– Probablemente tengas razón -replica él, y sale de la casa.

Ella deambula por el apartamento mucho rato. Finalmente entra en el dormitorio y mete su ropa en una bolsa. Él volverá y la detendrá, escuchará su explicación. Pero ahora se ha ido, de la misma manera que su hermano está ido, ambos, de uno u otro modo, inalcanzables. Va a la cocina, coloca la comida en viejos envases de brotes de soja y los guarda en el frigorífico. Aturdida, se sienta en la tapa del inodoro e intenta leer uno de los libros de meditación de Daniel, un curso intensivo de trascendencia. Se sienta ante la puerta principal, sobre la bolsa en la que ha metido sus cosas. Él está en alguna parte, acechando, observando el edificio, esperando a que ella se vaya.

Cuando faltan veinte minutos para la medianoche, por fin telefonea a la amiga de su hermano.

– ¿Bonnie? Siento despertarte. ¿Podría dormir en tu casa? Solo una o dos noches. No tengo ningún sitio. Nada.

Gerald Weber detiene su tercer coche alquilado en Nebraska junto a un cajero automático. Le tiemblan las manos mientras saca mucho más dinero del que se proponía. Desde el aeropuerto, se dirige instintivamente a ese hotel del que ahora es cliente regular. «Bienvenidos, observadores de las grullas.» Solo que ahora el vestíbulo está lleno de personas robustas y mayores, con prendas de punto y provistas de guías y pequeños gemelos. Weber también lleva exceso de equipaje, pues se ha traído el triple de lo que normalmente llevaría en un viaje profesional, incluso el móvil y la grabadora digital, un hábito profesional que debería haber perdido meses atrás, junto con sus pretensiones profesionales. En el botiquín, aparte de las tiritas y material para coser, hay diez clases distintas de sustancias, desde gingko hasta dimetilaminoetanol.

Cierta vez estudió a un hombre, por lo demás sano, que creía que los relatos se convertían en realidad. La gente hablaba del mundo para hacerlo existir. Incluso una sola frase desencadenaba acontecimientos tan firmes como la experiencia. Viaje, complicación, crisis y redención: solo tienes que pronunciar las palabras para que adquieran forma.

Durante décadas, el caso obsesionó a todo el mundo. Weber escribió al respecto. Ese único delirio -los relatos se convierten en realidad- parecía el germen de la curación. Nos relatábamos a nosotros mismos hacia atrás, para establecer el diagnóstico, y hacia delante, para determinar el tratamiento. El relato era la tormenta en el núcleo de la corteza. Y no había mejor modo de llegar a esa verdad ficticia que por medio de las cautivadoras parábolas neurológicas de Broca o Luria, relatos de cómo incluso cerebros trastornados podían narrar el desastre de modo que adquiriese un sentido que permitiera vivir con él.

Entonces el relato sufrió un cambio. En algún momento, las herramientas clínicas reales hicieron que sus historiales médicos se redujesen a algo meramente pintoresco. La medicina creció. Instrumentos, diagnóstico por la imagen, test, métrica, cirugía, fármacos: no había espacio para las anécdotas de Weber. Y todas sus curaciones literarias se convirtieron en espectáculos circenses y paradas de monstruos góticos.

Cierta vez conoció a un hombre convencido de que contar los relatos de otros podría convertirles de nuevo en reales. Entonces, los relatos ajenos le rehicieron a él. Ilusión, pérdida, humillación, descrédito: bastaba con decir las palabras para que lo nombrado sucediera. El hombre en cuestión había surgido de relatos amañados. Era una pura invención de Weber. La historia y el reconocimiento médico eran mentira. Ahora el texto se aclara. Incluso el nombre del caso, Gerald W., parece el menos convincente de los seudónimos.

Está de pie junto a la cama de Mark, en busca de redención. El muchacho le suplica.

– ¿Por qué no venía, doctor? Creí que estaba muerto. Más muerto que yo. -Habla de una manera lenta y titubeante-. ¿Sabe lo que ha ocurrido? -Weber no le responde-. He intentado quitarme de en medio. Y, por lo que parece, tal vez no sea la primera vez.

Estas palabras hacen que Weber se siente en la silla junto a la cama.

– ¿Cómo te encuentras ahora?

Mark separa los codos, revelando el tubo del gotero inserto en su brazo derecho.

– Bueno, pronto empezaré a sentirme bien de veras, tanto si quiero como si no. Sí, van a ponerme en forma de nuevo. Seré el tercer Mark. ¿Sabe que están hablando de aplicarme electroshocks?

– Yo… -responde Weber-. Creo que debes de haberlo entendido mal.

– Sí, terapia electroconvulsiva. Muy suave, según me dicen. Saldré de aquí feliz como una lombriz. Como nuevo. Y no recordaré nada de lo que ahora sé, lo que he imaginado. -Agita la mano y aferra la muñeca de Weber-. Por eso tengo que hablar con usted. Ahora, mientras todavía puedo.

Weber toma la mano de Mark en la suya, sin que el muchacho se resista, tan desesperado está. Cuando habla, su tono es suplicante.

– Usted me vio no mucho después del accidente. Me sometió a pruebas y esas cosas. Hablamos de su teoría, la idea de la lesión, la zona posterior derecha que se separa de esa almendra. ¿La mídala?

A Weber le pasma que Mark lo recuerde. Él mismo había olvidado su conversación.

– La amígdala.

– ¿Sabe? -Mark retira su mano de la de Weber y finge una débil sonrisa-. Entonces, cuando me contó eso, estaba seguro de que había perdido el jodido juicio. -Aprieta los ojos y sacude la cabeza. El tiempo se está acabando. Pierde la percepción a causa de un cóctel químico que penetra gota a gota en las venas de sus brazos. No puede nombrar con precisión lo que necesita decir. Las señales de su esfuerzo recorren todo su cuerpo. Se debate por comprender lo que está casi al alcance de su mano-. Mi cerebro, todas esas partes divididas, tratando de convencerse unas a otras. Docenas de boy scouts perdidos que agitan unas linternas de mierda en el bosque por la noche. ¿Dónde estoy yo?

Weber podría contarle anécdotas. Los pacientes de automatismo, cuyos cuerpos se mueven sin conciencia. Las metamorfopsias, asoladas por naranjas del tamaño de pelotas de playa y lápices del tamaño de cerillas. Los amnésicos. El yo es un borrador hecho a toda prisa, confeccionado por un comité que intenta engañar a un joven editor para que lo publique.

– No lo sé -responde Weber.

– Bien, dígame ahora… -Mark se interrumpe, sumido en sus pensamientos, las facciones contraídas. Ninguna pregunta que se le pueda ocurrir merecería tamaña aflicción. Pero Weber ha volado dos mil kilómetros para escuchar esto. Mark baja la voz, la oculta-. ¿Cree que es posible…? ¿Puede estar uno confundido mentalmente y no tener la menor idea? ¿Y seguir sintiéndose como siempre…?

Weber quiere decirle que no es posible. Que es cierto. Obligatorio.

– Te encontrarás mejor -le dice-. Más entero de lo que estás ahora.

Es una promesa temeraria. Si eso fuese cierto, él mismo tomaría el fármaco.

– No estoy hablando de mí -sisea Mark-. Me refiero a la gente. Centenares de personas, tal vez millares, casos en los que, al contrario del mío, la operación funcionó realmente. Todo el mundo yendo tranquilamente por ahí sin tener la más remota idea.

A Weber se le eriza el pelo. Piloerección, una vieja reliquia evolutiva: carne de gallina.

– ¿Qué operación?

Ahora Mark se pone frenético.

– Le necesito, Loquero. No hay nadie más que pueda decírmelo. ¿Todas esas pequeñas partes del cerebro que charlan entre ellas? ¿Esos grupos de boy scouts?

Weber asiente.

– ¿Es posible cortar uno? ¿Uno solo? ¿Sin matar a todo el grupo?

– Sí.

El alivio es inmediato. Mark vuelve a hundir la cabeza en la almohada.

– ¿Y es posible introducir a uno? Ya sabe. Secuestrar a un boy scout y poner a otro en su lugar. ¿Alguna elemental linterna de mierda agitada en la oscuridad?

Más carne de gallina.

– Dime qué quieres decir.

Mark se cubre los ojos con las manos.

– «Dime qué quieres decir.» El señor quiere saber lo que quiero decir. -Vuelve la cabeza a un lado, con irritación. Baja de nuevo la voz-. Me refiero a trasplantes. Combinación entre especies.

Xenotransplante. Un artículo sobre el tema en la revista JAMA, el mes pasado. La cantidad creciente de experimentos: fragmentos de corteza de un animal trasplantado a otro y que adquieren las propiedades del área anfitriona. Mark debía de haberse enterado de esas cosas, a la manera bastarda y embrollada en que la ciencia llega a todo el mundo.

– Insertan partes de cerebro de mono en personas, ¿no es cierto? ¿Por qué no aves? Su almendrita a cambio de la nuestra.

Weber solo tiene que decir que no, de la manera más suave y rotunda posible. Pero en realidad desea decirle: no hay necesidad de hacer ningún cambio. Ya están ahí, heredadas. Estructuras antiguas que siguen dentro de las nuestras.

Pero, por lo menos, le debe a Mark la pregunta que entonces le hace.

– ¿Por qué querrían hacer tal cosa?

Mark reflexiona un momento.

– Todo forma parte de un plan más vasto, algo que han estado desarrollando en los tableros de dibujo durante mucho tiempo. La Ciudad de las Aves. Quieren sacar provecho de los animales. El próximo gran negocio, ¿comprende? Encontrar la manera de intercambiar sustancia cerebral, de las grullas a los seres humanos y viceversa. Como usted dice: un boy scout más o menos sin que el grupo se resienta. Uno sigue sintiéndose igual. También habría funcionado en mi caso, pero hubo algún fallo.

Algo se está comunicando a través de Mark, algo primigenio a lo que Weber debe prestar toda su atención antes de que el fármaco del gotero convierta de nuevo a este joven en un ser humano normal. Este momento es todo el tiempo que queda. Solo ahora.

– Pero… ¿qué tratan de conseguir con la operación?

– Están intentando salvar a la especie.

– ¿Qué especie?

La pregunta sorprende a Mark.

– ¿Qué especie? -La sorpresa cede el paso a una risa resonante y hueca-. Esto sí que es bueno. ¿Qué especie?

Y guarda silencio mientras intenta decidirlo.

Bonnie Travis vive en un bungalow de comienzos del siglo Xx que tiene forma de petaca de bolsillo, en cuyo interior ambas mujeres apenas disponen de espacio para pasar una al lado de la otra sin rozarse. Karin se disculpa a cada oportunidad, friega los platos aunque ni siquiera estén sucios. Bonnie la regaña.

– ¡Vamos! Es como estar de camping. Nuestra pequeña choza.

A decir verdad, la muchacha ha sido una bendición, alegre y divertida incluso cuando no viene a cuento. La entretiene leyendo las cartas del tarot o tostando malvavisco sobre la estufa de gas. «Alimento consolador», lo llama ella. Por la noche, Karin se sobrepone al impulso de acurrucarse en la cama con ella.

A la noche siguiente, entra en casa tras haberse fumado medio paquete de tabaco en la terraza de Bonnie, y encuentra a la muchacha muy preocupada. Al principio no quiere decir por qué y repite una y otra vez: «No es nada, no hay ningún problema». Pero no puede concentrarse en la tarea y acaba por quemar el estofado. Karin descubre al culpable sobre la mesita baja: el nuevo libro de Weber, que la muchacha ha ido leyendo con remolona dedicación, media página al día durante los últimos meses.

– ¿Es esto lo que te ha alterado? -le pregunta Karin-. ¿Algo que has leído aquí?

La chica hace un gesto negativo más con la cabeza, pero entonces se desmorona.

– ¿Hay en el cerebro una parte divina? ¿Visiones religiosas debidas a alguna clase de tormenta epiléptica?

Karin se apresura a consolarla, y lo consigue en parte.

– ¿Puedes encender y apagar a Dios con una corriente eléctrica…? ¿No es más que una estructura integrada en el cerebro? ¿Lo sabías ya? ¿Lo sabe todo el mundo? ¿Todo el mundo inteligente?

Karin la hace callar, le acaricia los hombros.

– Nadie lo sabe. Él tampoco lo sabe.

– ¡Claro que lo sabe! Si no lo supiera, no lo diría en un libro. Es el hombre más inteligente que he conocido jamás. La religión tiene que ver con un lóbulo temporal… Dice que la creencia depende de una sustancia química evolucionada que puedes ganar o perder… Como lo que Mark decidió acerca de ti. La manera en que ya no es él, la manera en que ni siquiera puede ver que él… Ah, mierda. ¡Soy demasiado estúpida para entenderlo!

Y Karin se siente demasiado estúpida para poder ayudarla. Algo en ella, una tormenta temporal, quiere decirle: La suma total de cuanto somos sigue siendo real. El fantasma desea adquirir nuestra forma. Incluso un módulo que incorpora a Dios habría sido seleccionado por su valor para la supervivencia. El agua se propone algo. Pero no dice nada de esto, no tiene palabras. La duda de Bonnie debe de haber estado incubándose desde hace tiempo, como un tumor que crece lentamente. Está lo bastante conmocionada para aceptar cualquier sistema de creencias más amplio que Karin pudiera sugerirle. Se miran una a otra mucho rato, sorprendidas con algún secreto vergonzoso. Entonces, sin más que tristes sonrisas, hacen un pacto, unidas en el truco de la creencia, novicias de un nuevo credo, hasta que los estragos las cambien.

Karin no ha salido de la casa de juguete salvo para hacer un fracasado intento más de hablar con su hermano en el hospital. No ha ido al Refugio desde que abandonó el piso de Daniel. Durante toda su vida ha sospechado en secreto que cuanto aprendes a querer, todo aquello de lo que realmente te apropias, te lo arrebatan. Ahora sabe por qué: nada es tuyo. La noche anterior soñó que volaba, muy por encima de los lagos formados en los meandros del Platte. Placas de hielo salpicaban los bancos de arena, y los campos estaban cubiertos de rastrojos. No había señales de vida por ninguna parte. Todos los animales visibles a simple vista habían desaparecido. Pero había vida por doquier, microscópica, vegetativa, zumbando en la colmena. Voces sin lenguaje, voces que ella reconocía, llamándola para que viera. Al despertar, se sentía reconfortada y llena de una desconcertante confianza.

Ahora se prepara para hacer una incursión en el exterior, tomando prestado el mejor vestido de Bonnie que no es un disfraz de pionera, de seda verde salvia y tan ceñido que podría causar traumatismos cervicales incluso en el Gold Coast de Chicago. Hasta consigue que Bonnie se encargue de maquillarla. La chica, que ahora parece mayor y más seria, coteja el cutis de Karin con varias muestras de color que estudia con los ojos entornados.

Karin le toca el hombro.

– ¿Recuerdas que le pintaste a Mark las uñas cuando aún estaba en traumatología?

– Sí, púrpura de congelación -recuerda Bonnie.

– Púrpura de congelación -repite Karin-. Píntamelas así.

Trabajan juntas, como profesionales. Bonnie retrocede para admirar su obra.

– De muerte -dice, lo cual debe de significar que está muy bien-. Armada y peligrosa. Podrías comerte a los hombres como una rana come moscas. Él no sabrá qué le ha golpeado. De muerte, ya te digo.

Karin, inmóvil en la silla, no puede contener las lágrimas. Abraza a la alicaída maquilladora. Bonnie le devuelve el abrazo, la estrecha con fuerza, cómplice antes del hecho.

Más tarde Karin se dirige al centro de la ciudad, al mismo lugar donde hizo que Robert Karsh saliera de su escondrijo. Cae la tarde, y la gente sale de la oficina. Él está entre los últimos que lo hacen. Cuando cruza la puerta y la ve, se detiene, sorprendido. Ella se vuelve y avanza hacia él, procurando no pensar, diciendo «de muerte» para sí misma, como un hechizo protector. Él también va a su encuentro, el mentón adelantado y mirándola de arriba abajo.

– Cielos -le dice-. Estás espléndida. -La desea incluso ahora, incluso después de lo que ella ha hecho. Tal vez más, debido a ello. Quiere llevarla detrás de los arbustos iluminados por el sol poniente y hacerlo allí mismo, como vertebrados inferiores-. Bueno -sigue diciendo-. Parece ser que tu amigo Daniel ha conseguido que el Consejo de Desarrollo le preste su atención. -No necesita añadir: «Y también la mía». Su sonrisa es intimidante e impersonal, una sonrisa tan propia de Karsh que ella no puede dejar de sonreírle a su vez-. Lo has revelado todo. Has soltado cuanto te dije confidencialmente. De acuerdo, tal vez no todo, pero sí lo referente a los negocios. -Sigue sonriendo, como si estuviera hablando con su pequeña Ashley, la niña que no le ha permitido conocer a Karin-. Tal vez todo esto no fuera más que negocios, ¿eh? Desde el principio.

– Escucha, Robert. -Alza un poco la voz, pero se domina enseguida-. Ojalá eso que dices fuese cierto. Ojalá hubiera sido tan lista.

– Bueno, la cuestión es que nos has retrasado, has complicado el juego. Y me he visto en un serio apuro personal. He tenido que espabilarme para no salir chamuscado. Lo cual no quiere decir que esto no le dé más vidilla al asunto. Es el precio de saber lo que significo para ti.

Ella sacude la cabeza.

– Eso lo has sabido siempre, mejor que yo.

– Pero ten en cuenta una cosa. Si este proyecto no se realiza en Farview, lo haremos en otra parte río abajo. ¿Crees que vas a impedirnos construir? ¿Crees que se va a interrumpir el desarrollo? ¿Quién eres tú? Ni siquiera eres…

– Ni siquiera soy nadie -le interrumpe ella.

– No he dicho eso. Solo estoy diciendo que vamos a construir lo que necesita la comunidad. Acabaremos por hacerlo. Si no el año que viene…

Eso es tan evidente que ella ni siquiera puede replicar. Incluso ahora, los ojos de Robert dicen: Vayamos a alguna parte. Busquemos una habitación. Veinte minutos. El vestido de seda haciendo su trabajo. Y ella se siente nada, una nada que la llena y la eleva. Permanece de pie, incapaz de poner fin a las sacudidas de su cabeza.

– Anulé mi personalidad por ti -le dice, perpleja por haber hecho tal cosa, perpleja porque aún puede hacerlo. Le mira, hurgando en su pasado-. Crees que me conocías. ¡Crees que me conoces!

Años de esfuerzo, y ahora ella podría pasar por su lado en la calle y no sentir nada. Lo mismo que Karsh: Capgras mimético, una sonrisa que no reconoce nada, ahí de pie, sonriendo como si acabara de sobornar a la maestra de la escuela primaria con una manzana agusanada.

Y, no obstante, están conectados. Ella da media vuelta y se dispone a alejarse atravesando en línea recta la ciudad, esa ciudad que detesta y de la que nunca se librará. Y mientras avanza por la calle, a sus espaldas, oye que él la llama, a medias regocijado.

– Cariño. Vuelve, Conejita. ¡Eh! Hablemos de esto.

Sereno, comprensivo, seguro de que ella volverá, si no ahora, el próximo año por esta misma época.

Hablan durante tanto tiempo que Weber pierde la cuenta. Y a cada respuesta que Mark necesita, la certeza de Weber disminuye. Ese grupo de boy scouts que agitan linternas defectuosas en el bosque por la noche se ha diseminado. Durante toda su vida ha sabido de sí mismo que no era más que esa tropa de scouts improvisada. Y, solo ahora, algo que estaba reprimido se libera, y el conocimiento adquiere realidad.

Hablan hasta que las teorías de Mark empiezan a parecer plausibles, hasta que Mark cree que Weber ha comprendido la magnitud de los hechos. Hablan hasta que las sustancias químicas del gotero amortiguan la actividad de sus sinapsis y le tranquilizan.

Pero hay algo en él que todavía lucha. Tiene una palma en las sienes y la otra en la nuca.

– Mire, pueden hacer conmigo lo que quieran. Medicamentos, electroshock, incluso cirugía, si es preciso. Dejaré gustoso que vuelvan a hurgar dentro de mí, si esta vez aciertan. No puedo seguir viviendo con este estúpido problema a medio curar. -Cierra los ojos y gruñe como un lobo acorralado-. Detesto esta sensación de que todo son puros cuentos de mi mente, de que soy un gilipollas totalmente inventado. Pero hay una cosa que estoy seguro de que no he inventado. -Se gira en la cama, abre el cajón de la mesita de noche y saca la nota. Esta no se deteriora; el laminado la ha convertido en permanente. La arroja al antepecho de la ventana-. Ojalá la hubiera inventado. Ojalá no hubiera ningún ángel de la guarda. Pero ahí está. ¿Y qué diablos tenemos que hacer con eso?

Weber no hace nada excepto esperar a que los fármacos surtan efecto y Mark se duerma. Entonces avanza por el pasillo con paso vacilante. Se sienta un momento en una sala de espera que parece un terrario de vidrio, llena de individuos a los que se les ha prometido un milagro de alta tecnología. Una muchacha de unos veinte años, sentada en una silla acolchada de color naranja, lee en voz alta un libro de gran tamaño y colores chillones a un niño de cuatro años sentado en su regazo.

– ¿Te has preguntado alguna vez por el milagro de tu comienzo? -lee la mujer en voz dulce, tranquilizadora-. No procedes de los monos ni de una medusa del mar. ¡No! Empezaste a existir cuando Dios decidió…

Weber alza la vista, y es como si la hubiera conjurado, ahí, delante de él. La hermana, enfundada en un vestido de seda verde.

– ¿Le ha visto? -le pregunta, y su propia voz le suena rara.

Karin sacude la cabeza.

– Está durmiendo. Inconsciente.

Weber asiente. Inconsciente. Es un error que la negación represente algo tantos miles de millones de años más antiguo que lo negado.

– ¿Se pondrá bien?

Hay algo en la pregunta que él no acaba de entender. ¿Se pondrá bien alguien?

– De momento está a salvo. -La distancia entre los dos es muy corta, y guardan silencio. Él ve los centenares de pequeños músculos alrededor de los ojos de Karin leyendo los suyos, incluso mientras él la mira-. Tiene la impresión de que en parte podría ser un pájaro.

Una lenta y dolorida sonrisa aparece en los labios de la mujer.

– Conozco esa sensación.

– Cree que en la sala de urgencias los cirujanos cambiaron…

Su brusco gesto de asentimiento le interrumpe.

– Es una vieja historia -dice ella-. No es sorprendente, dado el aspecto que tienen.

Se ha vuelto loca… debe de ser alguna sustancia en el agua de la ciudad.

– ¿Los cirujanos?

Su cara se frunce como la de una criatura, una niña que acaba de descubrir la trampa de las palabras.

– No, los pájaros.

– Ah. Nunca los he visto.

Ella le mira, como si él acabara de decirle que nunca ha sentido placer. Consulta su reloj.

– Vamos -le dice-. Estamos a tiempo.

Cuando oscurece, se ocultan en un hoyo de observación de aves abandonado. Se sientan en una lona impermeabilizada que ella guarda en el maletero, Karin todavía con el vestido de seda verde, él con chaqueta y corbata. Le ha llevado a una zona de observación que solo conocen los nativos, un terreno particular pero deshabitado, un lugar secreto en el que entran ilegalmente. Hace frío en el hoyo, el campo a su alrededor está cubierto de cañas marrones de maíz del año pasado y grano desperdiciado. Más allá del campo serpentean las arenosas orillas del río. Unas pocas aves empiezan a congregarse. Ella une las manos ante su cara, como una niña que aprendiera a rezar. El contempla el agrupamiento de aves a cien metros de donde se encuentran, y entonces la mira a ella. ¿Es esto? ¿El espectáculo mítico?

Karin sonríe y sacude la cabeza ante la duda de Weber. Le roza el hombro: espera, dice el gesto. En estos parajes la vida es larga. Más larga de lo que piensas. Más larga de lo que puedes pensar.

Por un momento, en la fría oscuridad, él se siente estimulado. El cielo pasa de melocotón a granate y a rojo sangre. Un hilo ondea a través de la luz: una bandada de grullas que vuelven a casa desde ninguna parte. Emiten un sonido, prehistórico, demasiado fuerte y expansivo para su tamaño corporal. Un sonido que él recuerda desde antes de haberlo oído.

Él y la mujer se agazapan en el hoyo. El frío hace estremecer la espina dorsal de Weber. Otra hilera desciende en el aire inmóvil, y luego otra más. Las hileras de aves se dan alcance y se unen, como un paño deshilachado que volviera a juntarse. Aparecen hileras desde todos los puntos cardinales, el cielo carmesí entreverado de venas negras. Las alas se ladean y dan bandazos, se deslizan o enderezan de nuevo, antes de moverse otra vez como un lento ciclón. Pronto el cielo se llena de afluentes, un río de aves, un Platte reflejado que serpentea por el cielo y que grita en toda su extensión.

Las aves son enormes, mucho mayores de lo que él imaginaba. Baten las alas lentamente, las largas plumas primarias arqueándose a considerable altura por encima del cuerpo, para descender bastante por debajo, un chal vuelto a colocar constantemente sobre unos hombros olvidadizos. Con los cuellos estirados mientras las patas penden detrás y, en el centro, el ligero abultamiento del cuerpo, como un juguete infantil suspendido entre cordeles. Un ave aterriza a seis metros del hoyo. Sacude las alas, cuya envergadura supera la altura de Weber. Detrás de esta, se posan varios centenares más. Y su presencia en este campo privado solo es un espectáculo secundario, en absoluto comparable a las apoteosis de los refugios más vastos. Los gritos se concentran y resuenan, un solo coro desafinado y sin oído musical que se extiende a lo largo de kilómetros en todas las direcciones, de regreso al pleistoceno.

Weber piensa que Sylvie debería ver esto. Es el pensamiento más natural del mundo. Sylvie y Jess. No Jess, sino Jessie, a los ocho o nueve años, cuando una ciudad de aves la habría asombrado. ¿Había estado él alguna vez unido a aquella niña? ¿Mereció aquella chiquilla que se formó a sí misma un padre más sensible?

Las hileras de aves se deslizan hacia el suelo. Su elegancia al volar se convierte en un paso tambaleante cuando se posan en tierra. La pérdida de gracia sería cómica si no resultara tan penosa. Un millar de grullas flotantes sucumben a la gravedad. Ven a los seres humanos y siguen adelante, sumidas en el presente que serpentea continuamente. Durante tanto tiempo como han existido praderas y riberas arenosas y la idea de que este es un lugar seguro, las aves se han reunido en este trecho del río. En este siglo se alimentan en los campos de maíz. El próximo siglo tendrán que conformarse con los restos que este lugar aún pueda aportarles.

El gélido suelo deja aterido a Weber. Se sobresalta al oír la voz de Karin, como procedente de un lejano planeta.

– ¡Mire! Esa de ahí.

Alza la cabeza para ver. Es él, en la sala de baile junto a la carretera, al lado de Barbara Gillespie, experimentando una desacostumbrada alegría física. La grulla danza, con una extraña intencionalidad. Arroja ramitas al aire. Junta los extremos de las alas, formando una capucha, y se retuerce como un rapero. Entonces el ave y su pareja adoptan una actitud de alerta, los cuellos extendidos, los ojos fijos en algo invisible a lo lejos, los picos paralelos, estampando su firma en el aire. Se alternan y luego se sincronizan, entrelazando sus llamadas al unísono.

Weber encuentra algo en la pareja de aves que hacen piruetas, alguna pista de su propia disolución. Y entonces, gracias a una telepatía trivial, algo que incluso la ciencia podría explicar, ella lee sus pensamientos.

– ¿Por qué ha vuelto? ¿Lo ha hecho por Mark? ¿O por ella? -Él ni siquiera puede hacerse el tonto. La sonrisa de Karin se vuelve burlona-. Todo el mundo lo vio. Era evidente.

– ¿Qué es lo que vieron?

No pueden haber visto nada. Él acaba de verlo ahora. Pero incluso su lenta ciencia converge en lo evidente: la primera persona es siempre la última en saber.

Cuando ella le habla es como si lo hiciera con alguien que está ahí afuera, en el campo.

– Dice Daniel que ella le llamó. Hace un año, antes del accidente de Mark. Le hizo toda clase de preguntas acerca del Refugio. Dice que es una espía, una investigadora que trabaja para los promotores. ¿Le parece demencial? ¿Como una de las teorías de Mark?

Él le daría alguna respuesta si pudiera. Algún pensamiento cruzaría por su mente, e incluso lo expresaría, pero tiene la sensación de que las palabras son como losas inamovibles bajo las que se ve forzado a la mudez.

Ella le escruta, ambos en papeles cambiados, Karin la doctora y Weber el paciente.

– A usted le ha pasado algo.

– Sí -responde él.

Ve ese algo, miles de ejemplares, deambulando por los campos, a un susurro de distancia.

Ella cierra los ojos y se tiende en el suelo helado. Weber se tumba a su lado, de costado, la cabeza apoyada en el brazo doblado. La mira, contempla el campo abierto que es Karin, con los últimos flecos de luz ambarina extinguiéndose, buscando a la mujer de un año atrás. Ahora ella le devuelve la mirada.

– No sé qué necesitaba de usted. Cuando le escribí acerca de Mark. No sé qué necesitaba de él. De nadie.

Agita la mano ante la evidencia condenatoria, el campo repleto de aves. ¿Qué puede ser realmente necesario?

Desvía la mirada, cohibida. Se yergue y señala a una pareja cercana: dos aves grandes y agitadas que caminan con las alas extendidas, emitiendo sonidos. La melodía de una de ellas es como un toque de corneta, cuatro notas de sorpresa espontánea. Su pareja recoge el motivo y lo acompaña. El sonido hiere a Weber: la creación hablando consigo misma, dejándole al margen. Una charla auténtica, que nadie, excepto una grulla, es capaz de descodificar. La pareja parlante se calla y rastrea el terreno en busca de pruebas. Podrían ser detectives o científicos. La vida incomunicable, incluso para la vida.

Weber mira a la mujer, los surcos de su rostro reflejando el mismo pensamiento, como si él lo hubiera puesto ahí: ¿Qué se sentirá siendo un pájaro?

– Allí -dice ella, señalando con la cabeza a la pareja que camina- A eso es a lo que se refiere Mark. -Se le ensanchan las fosas nasales, enrojecidas y húmedas. Sacude la cabeza, incrédula-. Se desprendían de sus alas para convertirse en nosotros. O nosotros nos desprendíamos de nuestra piel para irnos con ellas. Es el relato más antiguo del libro. -Mira el perfil de Weber, pero cuando él vuelve la cabeza hacia ella, desvía los ojos-. Pero lo triste es que no pueden amar. Se emparejan para toda la vida. Siguen sus trayectorias cada año a lo largo de millares de kilómetros. Crían juntos a sus polluelos. Simulan tener un ala rota para apiadar y alejar a un depredador de sus crías. Incluso se sacrifican para salvarlas. Pero no. Pregúntele a cualquier científico. Las aves no pueden amar. ¡Las aves ni siquiera tienen un yo! Nada en común con nosotros, ninguna relación.

Solo ahora Weber puede empezar a ver todo cuanto Karin alberga contra él. Si pudiera hablar, le pediría perdón.

La mayor de las dos aves se vuelve y le mira fijamente. Los ojos del ave prehistórica revelan algo: un secreto acerca de él, pero no el suyo. Una mirada de puro salvajismo, la dura inteligencia de tan solo ser, que Weber ha olvidado.

Pero la mujer está hablando. Está diciendo cosas, cosas lejanas, con gran vehemencia. Le habla de las guerras por el agua, de cómo los ecologistas han ganado de momento, de cómo, en lo sucesivo, siempre perderán. Ella ha visto todas las cifras, y no existe ningún poder lo bastante grande para detenerlos. Su rostro se convierte en una fea máscara. Agita un brazo ante el ave que la mira con fijeza, y esta se asusta y se aleja volando casi a ras de suelo.

– ¿Cómo es posible que no queramos esto? Exactamente esto, tal como es. Si la gente supiera… -Pero si la gente supiera, este campo estaría atestado de observadores de grullas-. ¿Cuánto tiempo cree que nos queda? -le pregunta-. Dios mío, ¿qué es lo que funciona mal en nuestra cabeza? Usted es el experto. ¿Qué hay en nuestro cerebro que no quiere…?

Ahora el cielo está oscuro, y Weber no puede ver qué es lo que ella señala. Cada uno de ellos está metido en su propio hoyo particular, desde donde contempla una noche impensablemente larga.

Ella habla en voz alta, como si ya solo quedase la memoria.

– Recuerdo la primera vez que mi padre nos trajo aquí. Éramos pequeños. Mi padre, Mark y yo, sentados en este campo. Precisamente este. Cada mañana, antes de que saliera el sol. Hay que ver a estos pájaros por la mañana. El espectáculo nocturno es puro teatro, pero el de la mañana es un acto religioso. Los tres al amanecer, todavía felices. Y mi padre, todavía el hombre más sabio que existía. Es como si le estuviera oyendo. Nos contaba cómo navegaban las aves. Él era piloto de avioneta, y le encantaba la manera en que los pájaros seguían los hitos geográficos para encontrar su lugar preciso, año tras año. Cómo reconocían cada uno de los campos. «Las grullas recuerdan a la perfección. Se agarran mentalmente a lo que ven como los murciélagos se agarran a las vigas de las que cuelgan.» Y la primera vez que vi a esos pájaros trazando círculos en el aire y desaparecer, seguí mirando el cielo, pensando: «Eh, yo también. Llevadme con vosotros». Una terrible sensación de vacío, como si me preguntara qué había hecho mal.

Se pasa los dedos por las cejas. Él la conoce ahora, sabe qué es lo que antes le repelía tanto: su debilidad, su necesidad de hacer el bien en el mundo.

– Era una especie de lección para nosotros. La idea que él tenía de la paternidad. Hablaba sin cesar de los lazos de sangre, de la familia, de cómo incluso los pájaros cuidan de los suyos. Nos asustaba a mi hermano y a mí. Nos pellizcaba hasta hacernos daño, para que jurásemos. «Si algo llegara a suceder, y sucederá, ninguno de los dos jamás debe abandonar al otro.»

Pronuncia estas últimas palabras en voz tan baja que Weber debe reconstruirlas. Entonces ella desvía los ojos, fuerte de nuevo, más serena de lo que él jamás podría fingir, contemplando las tierras húmedas, más allá del progreso que las destruirá.

– Mi padre era un salvaje. Había perdido por completo el contacto con el resto de la especie. Siempre me decía que yo nunca llegaría a nada. En buena medida se aseguró de que así fuera. -Se vuelve y toma el brazo de Weber en la oscuridad. Necesita que él le diga lo contrario. Necesita que le diga que no es demasiado tarde para cambiar de vida. No es demasiado tarde para dedicarse por fin a un trabajo auténtico, el único trabajo que importa-. Si usted me hubiera criado… ¿Y si nos hubiera criado a Mark y a mí? ¿Alguien que supiera lo que usted sabe?

Ella habría acudido a esa llamada antes, cuando aún había tiempo.

Weber guarda silencio, demasiado asustado para confirmar o negar. Pero ella ya ha tomado lo que necesita de él. Le mira sacudiendo la cabeza y dice:

– «Sin respaldo, imposible, casi omnipotente e infinitamente frágil…».

Él se esfuerza por ubicar esas palabras, escritas por alguien que en otro tiempo fue él. La expresión de Karin, rebosante de la idea, le ruega que recuerde. Si todo está inventado, entonces todos somos libres. Libres para actuar, libres para remedar, para improvisar, libres para formarnos imágenes mentales de lo que sea. Libres para que nuestra mente serpentee abriéndose paso a través de lo que amamos. Cuánto podríamos aprender todos sobre este río, qué lugares el agua aún podría llegar a ver…

Se pasa la noche despierto en la habitación del hotel, el cerebro en ascuas. El móvil suena dos veces, pero no responde. Fija la mirada en el diodo emisor de luz, de color rojo infierno, del despertador sobre la mesilla de noche, contemplando el paso de los minutos. Irá a Dedham Glen y pedirá que le dejen ver el expediente de Barbara. No, no se lo permitirán. No está autorizado. Podría preguntárselo a su supervisor: ¿cuándo llegó ella al centro sanitario? ¿A qué se dedicaba antes de ese trabajo? Pero el supervisor respondería con evasivas o algo peor.

Son las cuatro de la madrugada cuando está delante del bungalow de ella, sentado en el coche alquilado, en la oscuridad absoluta. Se tomará todo el tiempo necesario hasta llegar a la firme decisión de no prender fuego a su vida. Pero, claro, ya está quemada (Chickadee, la bahía Conscience, Sylvie, el laboratorio, sus escritos, el famoso Gerald…), se consumió por completo meses atrás. Ahora Weber ni siquiera puede fingir el papel. Ni siquiera su esposa se lo creería. Él mismo quiere ir cuesta abajo, caer. Existe de veras una necesidad de no ser nadie, cuya localización precisa ocultará para siempre a los sondeos de la neurociencia. Baja del vehículo y se encamina hacia la entrada de la casa de Barbara, hacia el caos que él mismo ha creado.

Cuando ella abre la puerta, tiene la cara hinchada por el sueño, los ojos semicerrados, y tarda un momento en recobrar la plena conciencia. Entonces ladea la cabeza y le sonríe, casi como si le hubiera estado esperando. Y la última porción de solidez de Weber se disuelve en el aire.

– ¿Estás bien? -le pregunta ella, invitadora e insegura-. No sabía que habías vuelto.

La cabeza de Weber oscila tan ligera como el respirar.

Sin decir nada más, Barbara le franquea la entrada. Solo cuando ha encendido la luz mortecina en el techo del vestíbulo desnudo (es una casita de veraneo abandonada en la orilla de un lago norteño, de alrededor de 1950), le pregunta:

– ¿Has visto a Mark?

– Sí. ¿Le has visto tú?

Ella agacha la cabeza.

– Tenía miedo de hacerlo.

Pero eso no es posible. La profesional sanitaria que más cuidados ha prodigado al muchacho, que le ha visto en un estado mucho peor. La mira a los ojos. Ella rehúye su mirada, la desliza por encima de su hombro izquierdo. Lleva un batín de hombre de franela a cuadros grises y rojos, del que sobresalen sus piernas y brazos como impertinentes errores. Se lleva una mano a la cara abotargada.

– ¿Estoy horrible?

Es hermosa, tiene la clase de belleza herida que a él le destruye.

Barbara le lleva a una cocina minúscula, donde, tambaleante, pone agua a hervir en el fogón a gas. Él permanece a su lado.

– No hay mucho tiempo -le dice-. Tengo algo que enseñarte antes de que salga el sol.

Ella alza las manos y le empuja el pecho, primero con suavidad y luego bruscamente. Asiente.

– Me vestiré. Por favor…

Con las palmas extendidas, le ofrece las tres pequeñas habitaciones.

No hay nada de lo que tomar posesión. La cocina es estrictamente individual, una desigual colección de sartenes melladas y tarros de jalea. La mesa y las sillas de la sala solo podrían proceder de una subasta. Una alfombra de retales ovalada y cortinas a ganchillo. Uno de aquellos arcones de roble antiguo que se usaban en las granjas, a juego con el escritorio. Por encima de este, fijado a la pared con cinta adhesiva, hay una tarjeta de notas muy manoseada con una inscripción manuscrita: «Pero no me hago nada, y aun así soy mi propio verdugo».

Sobre el escritorio hay un libro de bolsillo, El viaje inmenso, de Eiseley. La lectura nocturna de esta ayudante de enfermería. El texto de la contraportada revela que el autor es un muchacho de la zona, nacido y criado en la gran curva del Platte. Hay decenas de flechas adhesivas de colores pegadas a las páginas. Weber lee la última frase señalada: «El secreto, si uno puede parafrasear un vocabulario salvaje, se encuentra en el huevo de la noche».

Al lado del libro hay un reproductor de compactos portátil y unos auriculares. Junto al reproductor, una pequeña pila de discos. Weber coge el de arriba: Monteverdi. Ella entra en ese momento con demasiada rapidez, procedente del dormitorio, abrochándose apresuradamente la blusa de algodón color cobalto. Le ve examinando el disco. La ha descubierto. Junta las cejas, culpable.

– Las Vísperas de 1610. Pero, para ti, 1595.

Él le tiende el disco, acusador.

– Me engañaste.

– ¡No! Lo compré… después de la noche en que salimos. Un recuerdo. Créeme. Esta música no me evoca nada.

Él deja el disco en el rimero sin mirar. No quiere ver los demás discos. Su credulidad no puede soportar más pruebas.

Ella cruza la sala y le abraza. En sus brazos, él se desmorona. En la base de su cerebro, un puño se abre y se convierte en una palma. Nota el efecto de la dopamina, los remaches de las endorfinas, el pecho agitado. La investigación más insensata en la revista más temeraria… Ha sido el causante de su naufragio, y no podría decir lo grato que es. Ni escritor ni investigador ni profesor ni marido ni padre. Él es el producto de ese precipitado. No queda nada más que sensación, el calor, la leve presión contra sus costillas.

En la sala hace frío y ella está ardiendo. Él se desliza por callejones límbicos, rincones que sobrevivieron cuando apareció la maciza neocorteza como una superautopista. Nota su piel contra las manos de Barbara, una piel demasiado blanca y seca, sus brazos desnudos, un manchado amasijo de venas, sus costados toscos montículos. Un latido del corazón, y su propio cuerpo le resulta extraño, todos esos fantasmas anidados e invisibles para esta mujer que nunca le ha visto más que así.

Entonces algo más extraño todavía: no le importa cómo ella le vea. No quiere que le vea más que como lo que él realmente es: vacío y sin gracia, desprovisto de autoridad. Sin límites, como cualquiera.

– Espera -le dice a Barbara-. Hay algo que debes ver.

Algo que no es suyo. El espectáculo nocturno es puro teatro, pero el de la mañana es un acto religioso.

Alborea cuando se dirigen en coche al campo de Karin. Weber ha memorizado los giros a izquierda y derecha, y encuentra el camino sin dificultad. La noche se ha dispersado, pero la bandada sigue allí, vadeando. Se colocan en el hoyo, a menos de tres metros del grupo de aves más cercano. Se esfuerzan por no hacer ruido, pero sus movimientos alertan a las grullas que montan guardia. El conocimiento de la intrusión se extiende entre la bandada. Las grullas se agitan, tanto por separado como en grupo, y se serenan una vez pasado el peligro. A la creciente luz del día, inician los habituales tambaleos matutinos, acampanando las alas aquí y allá, como si trataran de dar unos vacilantes pasos de ballet.

– Es lo que te dije -susurra ella-. Todos los seres bailan.

Una tras otra, las aves prueban a volar, primero con breves saltos, como retales en la brisa. Entonces millares de ellas se elevan en avalancha. Es como si la superficie aleteante de la tierra se alzara, una espiral que asciende gritando impulsada por invisibles corrientes térmicas. Los sonidos las remontan al cielo, cencerros y carracas, vibrando, resonando, trompeteando, nubes de sonidos vivos. Lentamente, la masa se despliega en cintas y se dispersa en el claro azul.

Qué júbilo hay en esta vida. Siempre se eleva por encima de nosotros. Qué júbilo sin sentido.

Weber oye su propia voz, quebrado contrapunto al coro que grazna en la mañana.

– «No estar aislado, detrás del más delgado tabique, no quedar fuera de la ley de las estrellas.»

– ¿Qué es eso? -le pregunta ella.

Él se esfuerza por recordar.

– «¿Qué es lo interior sino cielo más intenso, cruzado por las veloces aves y barrido por los vientos del retorno?»

Un libro de Rilke que le compró a Sylvie, hace muchos años, recién finalizados los estudios universitarios, cuando aún tenían tiempo para elegías inútiles.

– El científico es un poeta -dice la mujer.

Pero él no es ni una cosa ni la otra. No tiene una profesión que pueda reconocer. Nada en lo que jamás haya pensado que podría convertirse. Y esta mujer: ¿qué es esta ayudante de enfermería? Una mujer tan sola que incluso le quiere a él.

Ella mete la mano bajo el cuello de la chaqueta de Weber. Él le toca la espalda. Recorren la piel, la trampa entre ellos. Le tiemblan las manos contra los senos de la mujer, y ella se lo permitiría, le dejaría llegar hasta donde quisiera, ahí mismo, en ese campo lleno de aves. La caja torácica de Barbara presiona contra su palma. Se topan con algo asombroso para ambos. Sus bocas se unen y el pensamiento desaparece. Todo desaparece excepto esa necesidad primordial.

Algo enorme y blanco cruza raudo por el campo. Él se yergue bruscamente, y ella hace lo mismo. Weber la ve primero, pero ella la identifica.

– Dios mío, una grulla blanca. -Fantasmas en ese destello de luz, algún terror íntimo. Aprieta el brazo de Weber con la fuerza de un torniquete-. Es increíble que estemos viendo esto. Solo quedan ciento sesenta ejemplares. ¡Cielos, es uno de ellos!

El fantasma se desliza resplandeciente a través de los campos. Ninguno de los dos puede respirar. Él se aferra a una última esperanza.

– Eso fue. Lo que estaba en la carretera. Él dijo que vio una columna blanca…

Escruta el rostro de Barbara, la ciencia ansiosa de confirmación.

Ella sigue contemplando el ave, temerosa de mirar a Weber. Ahora tiene la oportunidad de aclararlo todo. Sin embargo, responde:

– ¿Tú crees?

Contemplan el ave fantasmal hasta que se desvanece entre una hilera de árboles. Se agazapan y siguen mirando, mucho después de que el campo se haya vaciado.

Los dos están helados y cubiertos de barro. Ella le atrae hacia sí, de nuevo el pensamiento en suspenso. Se inundan mutuamente, oleadas de oxitocina y un vínculo salvaje. La liberación, el desvanecimiento en mitad de la pradera, elevados y libres de todo, se cierne casi al alcance de la mano de Weber.

Una risa quebrada surge de algún lugar demasiado próximo, algo que no pertenece al coro matinal del Platte. El canto de un grillo, con meses de antelación. Suena de nuevo, desde el interior de la chaqueta que él se ha quitado y está a sus pies. La mira, perplejo. La mirada de Barbara le dice: Es tu teléfono. Él tantea la prenda en busca del bolsillo que contiene el aparato. Mira el número en el identificador de llamadas, la primera vez que lo hace. Desconecta el sonido y se vuelve hacia ella. A partir de ahora, todo le causará pánico. Es extraño como el nacimiento. Él escribiría al respecto, el primer caso de síndrome de Capgras contagioso, si aún pudiera escribir. Parece estar acercándose, y ella lo recibe. Los pensamientos cruzan su mente como un arroyuelo que fluye sobre los guijarros, y ninguno de ellos es suyo. Ahí está el vacío de la llegada. Entonces no hay más que el abrazo, y prepararse para un vértigo interminable.

Regresan al coche de Barbara en silencio.

– ¿Qué dirección? -le pregunta ella finalmente.

Ciertamente, no hay alternativa.

– Al oeste.

No hay más puntos cardinales para los dos. Ella conduce al azar. Cruzan un cauce seco.

– La ruta de Oregón -dice ella.

Las cicatrices en la tierra lo confirman, pese al siglo y medio de erosión.

Recorren varios kilómetros sin decirse nada. Él espera que ella le diga lo que en cualquier momento él podría hacer que le dijera. Pero ahora es, además, perjuro, y no se merece nada. Cuando les acucia el apetito, se detienen a comer algo en una población llamada Broken Bow.

– Otro pueblo fantasma -dice ella-. La mayor parte de los pueblos de por aquí alcanzaron su máximo desarrollo hace cien años. Ahora la región se está despoblando. Vuelve a los tiempos de la frontera.

– ¿Cómo sabes esas cosas?

Él ya sabe cómo las sabe.

Ella esquiva la pregunta.

– Por estos pagos solo se quedan los moribundos.

Compran agua, fruta y pan, y van a comer a las dunas. Lo hacen en una que se mueve en la dirección del viento. Alguna parte de sus cuerpos siempre se toca. La tierra está abandonada, un contagio a escala mundial. En segundo plano, el acorde menor en glissando de un interminable tren de carga.

Ella le toca la oreja por sorpresa.

– Acabo de recordar el sueño que tuve anoche. ¡Qué hermoso fue! Soñé que estábamos tocando una melodía, tú y yo, Mark y Karin, creo. Yo tocaba el violonchelo, un instrumento que jamás he tocado. Pero la música que producía… ¡increíble! ¿Cómo puede hacer eso el cerebro? Simular que tocas un instrumento está bien, pero ¿quién componía esa música? ¿Y en tiempo real? Yo ni siquiera sé leer las notas. Las armonías más bellas que he escuchado jamás. Y tenía que ser yo quien las había compuesto.

Él no tiene una respuesta que darle, y no se la da. Lo único que hace es tocarle a su vez la oreja. El sueño que él tuvo anoche fue uno que no había tenido en varios meses: un hombre que se lanza de cabeza, inmovilizado en el aire ante una humeante columna blanca.

Están sentados en medio de una nada a la deriva. El teléfono vibra en su bolsillo. Si suena aquí, podría sonar en el espacio exterior. Él sabe quién le llama antes de responder. El identificador se lo confirma: Jess, su hija, quien solo llama en casos extremos y en vacaciones. Tiene que responder. Incluso antes de que pueda preguntar qué ocurre, Jess le grita:

– Acabo de hablar con mamá. ¿Qué coño crees que estás haciendo?

Weber no puede sentirse apegado a nada. Nota cada kilómetro entre este lugar y cualquier costa.

– No lo sé -replica, tal vez varias veces, lo cual solo enfurece más a su hija. «¡Madura de una vez!», le grita ella. Quizá esté sufriendo un shock insulínico. La señal empieza a extinguirse-. ¿Jess? No puedo oírte, Jess. Escúchame. Te llamaré yo. Te llamaré…

Cuando termina de hablar, Barbara sigue ahí. Le toma el mentón, con gesto vacilante, y él le deja hacer. El primero de sus castigos. La mano de Barbara dice: Cualquier cosa que necesites. Más cerca o más lejos. Soy tuya para que sigas inventándome o para que me alejes de ti.

Él es un caso que había olvidado hasta este momento: la mujer con la ínsula dañada, sumida en la asomatognosia. De vez en cuando, durante breves períodos, perdía por completo la sensación de su cuerpo. Esqueleto y músculos, miembros y torso se desvanecían hasta quedar en nada. Y, no obstante, aunque no sentía el cuerpo, mentía, creyendo a ese kapo en la confluencia temporoparietooccipital, ese lacayo del organismo siempre dispuesto a tomar el mando.

Avanzan un poco más por la carretera, lo único que pueden hacer. Al cabo de unos veinte kilómetros, ella le dice:

– Hay un sitio más adelante que siempre he querido ver.

– ¿A qué distancia?

Ella frunce los labios mientras calcula.

– Unos ciento cincuenta kilómetros.

A él no le quedan fuerzas para objetar. Apunta hacia un blanco invisible a través del parabrisas.

Ella se vuelve descuidada al volante, incluso atolondrada. No tienen futuro, y aún menos pasado. Durante dos horas no dicen nada acerca de sí mismos. Tampoco comentan gran cosa de Mark. Lo más cerca que llegan es cuando Barbara le pregunta por las diez cosas esenciales que la neurociencia sabe con certeza. Él debería ser capaz de enumerar docenas, pero algo le ha ocurrido a su lista. Las que son esenciales ya no le parecen indiscutibles. Y las que son ciertas no pueden ser esenciales.

Weber ve su destino desde cierta distancia, alzándose de un trigal en invierno. La llanura de Salisbury. Un monumento megalítico. Un giro erróneo en alguna parte, pero aquí están. Ella se ríe cuando él lo distingue.

– Así que es esto. Carhenge.

Las enormes piedras grises se convierten en automóviles. Treinta y seis viejos coches pintados con spray que se alzan verticales en el suelo o están colocados como dinteles horizontalmente sobre otros vehículos. Una réplica perfecta. Barbara y Weber bajan del coche y rodean el círculo de chatarra erecta. Él logra hacer una penosa imitación de regocijo. Aquí está: el monumento conmemorativo ideal al deslumbrante y vertiginoso ascenso del ser humano, el breve experimento de la selección natural con la conciencia. Y por doquier, millares de gorriones que anidan en los oxidados ejes.

Cenan en la cercana Alliance, en un restaurante llamado Longhorn Smokehouse. Un televisor suspendido en el rincón junto a una mesa emite el noticiario. Ha empezado la Operación Libertad Iraquí. La guerra ha tardado tanto en llegar que Weber solo experimenta una ligera sensación de déjà vu. Ven las imágenes cíclicas e incomprensibles, al presidente rizando el rizo una y otra vez: «Que Dios bendiga a nuestro país y a todos cuantos lo defienden». Weber contempla el rostro imperturbable de Barbara mientras esta mira la pantalla. La mira como solo un reportero puede hacerlo. Él lo ha sabido desde hace algún tiempo. Solo ahora la ve, inequívoca. La voz de la mujer se entrecorta un poco cuando habla.

– ¿Sabes? Mark tiene razón. Todo este lugar es un sustituto. Entiéndeme: ¿es este país un lugar que puedas reconocer?

Permanecen sentados demasiado tiempo, mirando demasiados reportajes frenéticos cargados hasta reventar pero sin contenido alguno. Cuando vuelven al coche, la luz ya se desvanece.

– ¿Buscamos algún sitio donde dormir? -pregunta ella, sin mirarle.

Se refiere a un refugio, pero hace mucho que la posibilidad de refugiarse se ha perdido.

Él no quiere más que la página en blanco, donde esté borrado todo lo que ha hecho, lo que está haciendo. Nada le espera en ninguna parte. Buscar algún sitio donde dormir, sí, noche tras noche, los dos buscando, incluso una vez confirmado lo peor, incluso sabiendo lo que ahora sabe de ella. Basta de informes a distancia. Basta de historias clínicas: solo actuar, hasta llegar a ser tan culpable como ella. No obstante, las palabras que pronuncia acaban incluso con esa posibilidad.

– Tenemos que volver.

Ella no puede enmascarar el medio segundo de temor. Sus hombros se estremecen en la trampa.

– ¡Ah, corazón! -exclama. ¿De quién es ese nombre? La expresión de cariño a otro. Alguna aventura anterior con la que ella le confunde. No le quiere; tan solo quiere evitar el descubrimiento. Empieza a poner objeciones-. Mi casa es tan pequeña…

Y la tierra es tan grande.

– Tenemos que volver -repite él.

Sí, la vida es una ficción. Pero, al margen de lo que pueda significar, la ficción es gobernable.

Ella sabe lo que está sucediendo. Sin embargo, finge. Pone el coche en marcha y enfila hacia el sudeste. Al cabo de unos pocos kilómetros, su voz pura invitación, pregunta:

– ¿En qué estás pensando?

Él sacude la cabeza. No puede plantear esto verbalmente. Su silencio turba a Barbara. Aferra el volante, y la expresión de su rostro indica que está preparada para lo peor.

Él le roza el brazo con los nudillos.

– Estaba pensando que tengo la sensación de haberte conocido durante toda mi vida.

Barbara vuelve la cabeza hacia él y su rostro se descompone. No le cree, pero lo aceptará. Algo en ella sabe ya adónde quiere él ir a parar. Algo en ella sufre ya la sentencia, antes de que él la pronuncie.

Él elige ese momento para preguntarle:

– ¿Qué clase de reportaje estabas haciendo? Cuando viniste aquí por primera vez.

El silencio es atroz durante un kilómetro y medio. En cierto modo, él confía en que no le responda. En parte no quiere conocer los hechos. Percibe lo que primero vio en ella, el temor a flor de piel bajo su fingida serenidad. Por el rabillo del ojo, ve que ella es otra persona. Como aquella mujer a la que examinó cierta vez y bautizó como Hermia, cuyo único síntoma era que veía niños en su campo visual izquierdo, incluso les oía reír, pero cuando se volvía a mirarlos desaparecían…

– ¿Qué quieres decir? -pregunta por fin, su voz como esmalte brillante sobre cenizas.

Él no tiene ningún derecho a forzarla. No es un juez, es la misma encarnación de la duplicidad.

– ¿Para quién trabajabas?

No tiene ninguna necesidad de saberlo, pero es un fenómeno neurológico demostrado: la actividad en el centro verbal ejerce un efecto supresor del dolor.

Ella aprieta el volante y conduce por la carretera recta como una regla.

– Dedham Glen -responde-. Trabajé allí todos los días durante un año. Ganaba mil doscientos dólares al mes.

Por fin las anomalías en el historial médico de Mark tienen sentido para él. Sabe lo que sucedió.

– El amigo de Karin, el ecologista -le dice-. Hace un año le entrevistaste por teléfono.

La confusión anida en los ojos de Barbara, y su nariz enrojecida tiembla como la de un conejo. Algo en ella todavía tenaz libera esa última parte de él que aún no la ama.

– El agua -responde. Práctica, periodística-. El reportaje era sobre el agua. -Avanzan otro medio kilómetro en la oscuridad que empieza a palidecer. Ella habla como si lo hiciera ante una grabadora-. Pronto la mayor parte de los reportajes tratarán de eso. -Se recupera, sacude el cabello, dirige a él toda la fuerza de su vacío. Se decanta por una despreocupación de revista de modas. A Weber le repelería, si no fuese por esa cosa que reconoce en ella y que comparte. Esa esperanza desesperada de eludir el descubrimiento-. Te lo contaré todo. ¿Cuánto quieres saber?

Él no quiere saber nada. Incluso ahora desaparecería con ella, irían a algún lugar donde no pudieran llegar las palabras.

– Periodista -dice ella al parabrisas. La calle bordeada de árboles de otro pueblo pasa rauda por su lado-. Productora de Cablenation News. Ya sabes: busca un tema interesante, trabájalo, dirige el trabajo preliminar, filtra las entrevistas, selecciona la investigación. Siempre intentaba… estar a la altura de lo que contaba. Siempre trataba de entender, de sumergirme en el material. Creo que esa fue mi perdición. Había sido editora durante siete años, productora durante tres y medio. Podría haber alcanzado un puesto más importante, en el que me mantendría sin esfuerzo hasta que me jubilaran.

Él mira las marcas de la edad de su cuello en las que aún no se había fijado. Los tendones se ensanchan bajo la mandíbula apretada. Su rostro se resquebrajará y de él emergerá un ser superior.

– Tenía problemas. El éxito profesional acabó por quemarme, como lo llaman. Nunca debería haber empezado. Era una supermujer. Quiero decir que, Dios, había estado en Waco, con todas aquellas hileras de sillas de jardín, todos los buenos ciudadanos norteamericanos contemplando la barbacoa humana. Cubrí lo del Heaven's Gate: tres días sucesivos de suicidio colectivo. Nada me arredraba. Podía contarlo todo. Cuando derribaron las Torres, iba por Manhattan plantándole una cámara de vídeo en la cara a la gente. Cuando llevaba una semana haciendo eso, empecé a desequilibrarme. Estamos fuera de control, ¿no es cierto? Y nos lo vamos echando todo a las espaldas.

Todavía necesita que él la contradiga. Es lo que siempre ha necesitado de Weber. E, incluso en eso, él le falla.

– Mi jefe me convenció para que viera a uno de esos que todo lo arreglan con pastillas, y que me recetó lo mismo que todo el mundo en este país ya está tomando. Las pastillas me tranquilizaron un poco, pero perdí empuje, me volví lenta y descuidada. Ya no podía hacer mi trabajo. Me sacaron de la sección de noticias y me asignaron reportajes de interés humano. Cosas inocuas, patéticas. El cuidador de indigentes que al morir lega un millón de dólares a la universidad pública de la ciudad. Unos gemelos que se reúnen al cabo de cuarenta años y todavía se comportan de una manera idéntica. Eso era lo que debía ser el viaje a Nebraska. Un poco de descanso y recuperación. Un reportaje que no podía fallar, que satisfaría a todo el mundo y que hasta yo sería capaz de hacer.

– Las grullas -dice Weber.

La única historia que hay allí. El retorno interminable.

En un tramo llano y anodino, a cinco kilómetros de la ciudad, ella se vuelve a mirarle. Su rostro busca el de Weber, su expresión reveladora del deseo de pactar.

– Querían algo tipo Disney. Traté de ir más allá, así que escarbé un poco. No tardé mucho en descubrir el problema del agua. Supe que acabaríamos echando a perder ese río, no importa lo que yo escribiera. Podía contar una historia que desgarraría a la gente y les haría anhelar un cambio de vida, pero no serviría de nada. Esa agua ya ha desaparecido.

Kearney surge como una cúpula de luz anaranjada en el horizonte. Él espera a que Barbara termine. Solo cuando ella mira por encima del hombro, con una expresión desesperada, fugaz, suplicante, él comprende lo que ha hecho.

– ¿Entonces abandonaste el trabajo y te hiciste auxiliar de enfermería?

Los hombros de la mujer dan un respingo, pero enseguida se repone.

– Al principio me aceptaron como voluntaria. Tenía cierta experiencia… años atrás, en el instituto. Obtuve el título de auxiliar de enfermería en tres meses. No es… bueno, ciencia neurológica.

Ni siquiera ahora está dispuesta a decírselo. No lo hará por propia iniciativa. Así que él se lo dice.

– ¿Sabías que lo enviarían allí?

Los ojos de Barbara adquieren la dureza del acero. Se vuelve brutalmente serena.

– ¿Es esto algún tipo de teoría? ¿Qué crees que soy yo?

Yo es tan solo una maniobra de distracción. La ciencia de Weber lo sabe desde hace algún tiempo. Ha sospechado de ella desde mucho antes de la identificación positiva de Daniel. Tal vez desde el día en que la vio. Él percibió el engaño de ella, como ella el suyo: la mentira que los unió, que le atrajo a ella. Pero hay algo que él aún no puede comprender.

– Creo que debo de haberte visto antes alguna vez. Hace años cuando tu cadena entrevistó…

– Sí -le interrumpe ella, sin alterarse, mientras gira a la derecha para entrar en la carretera 10, ya en las afueras de la población. Vuelve a hablar como una productora, una periodista que podría informar sobre cualquier noticia-. Entonces, ¿para qué has vuelto una y otra vez? ¿Para poner a prueba tu memoria? Creías que yo te sería útil. Un poco de emoción, un poco de misterio. La hostilidad pública te estaba destrozando, así que hiciste una rápida escapada, para reescribir tu vida. Una experiencia extracorporal. Exponerte al delito. Caer en la trampa. Y así luego podrías juzgarme.

Él sacude la cabeza, por los dos. Lo que le hizo volver fue algo mayor que el juicio público. Los vientos del retorno. Ahora, peor que nunca, incluso cuando ella se vuelve fría y horrible, la conoce. Ella resopla y golpea el volante con las palmas, la mirada perdida en el entorno. Con un movimiento de la cabeza, él la obligará a volver, no hacia su bungalow, no hacia una anónima habitación de motel, sino hacia donde comenzó la historia. Cuando por fin él habla, su voz no es la suya.

– No sé qué habrías podido llegar a sentir… que podría haber sido yo para ti. Pero sé lo que sientes por ese muchacho.

En el penúltimo semáforo antes del Buen Samaritano, ella comprende adónde la está forzando a ir. Extiende la mano derecha y toma la suya. Una última seducción preventiva: aún podríamos huir los dos. Desaparecer en alguna parte de ese largo río.

Él piensa en lo que Barbara ya ha perdido: su carrera, su comunidad, los amigos que tenía, un año de su vida y todos los que el muchacho pueda querer. No es suficiente.

– Díselo -le pide Weber-. Sabes que has de hacerlo.

Ella vuelve la cabeza, deshaciéndose en explicaciones.

– Lo intenté -asegura-. Lo habría hecho. Pero él no reconoció…

– ¿En qué ocasión?

El fingimiento entre ellos se desvanece por completo. Desnudos, cada uno conoce al otro. Ella escupe veneno.

– ¿Por qué me haces esto? ¿Soy otro caso clínico? ¿Qué quieres de mí? Petulante, farisaico que te proteges a ti mismo…

El reconoce que tiene razón y asiente. Pero se ha vuelto liviano, vacío, un comité de millones.

– Puedes hacer esto. -Considera el hecho, la única cosa que aún sabe con certeza-. Puedes hacerlo. Estaré contigo.

Una fría noche de febrero en una oscura carretera de Nebraska. Ella está sola en el coche, conduciendo al azar. Horas antes había filmado el espectáculo nocturno, pero las cámaras no lograron captar toda la fuerza de aquella reunión que parecía de ultramundo. Esta noche las aves han afectado a Barbara de tal manera que no puede volver al hotel. Hace bastante tiempo que los miembros del equipo de filmación se han retirado, y ella está sola, sin nada que hacer, tan frágil como se sintiera en Nueva York el otoño pasado. Tal vez ha abandonado la medicación con demasiada rapidez. O quizá sean las grullas, esas hileras que se deslizan por el cielo, se congregan y trompetean, inducidas a error por una memoria que se remonta a millones de años. El fin será instantáneo. Jamás sabrán que fue lo que las golpeó.

Ella misma nunca lo habría sabido de no haber sido por este reportaje. La nueva guerra, silenciosa e invisible, en las tierras húmedas: ella ha buscado hasta dar con los detalles, los antecedentes para su reportaje. Su especie se está desmadrando, y ahora, más que nunca, cada forma de vida ha de arreglárselas como pueda. Tiene los nervios de punta, el calor dentro del coche alquilado es sofocante, y en esta carretera recta como el filo de una cuchilla se siente inquieta. Ha tratado de calmarse durante horas, sentada en un restaurante, luego en un cine, caminando por el centro sin vida de la ciudad, conduciendo por estas desiertas carreteras rurales, y todavía no está en condiciones de dormir. Si pudiera esperar unas horas más, hasta el amanecer, y ver las aves de nuevo…

Incluso la antigua polifonía que emiten los altavoces del coche la molesta. Apaga la radio, los dedos frenéticos. Pero el silencio en esta negra y helada noche de febrero es peor. Solo lo soporta durante medio minuto antes de encender de nuevo la radio. Recorre las emisoras con mano temblorosa, tratando de encontrar algo apropiado. Se decide por una emisora, sin que le importe el contenido. Están hablando, y ahora hablar es lo único que podría ayudarla.

Una satinada voz femenina le susurra en tono íntimo al oído. Por un momento parece una reunión de cristianos renacidos: no se le da de lado a ningún creyente. Pero esas palabras son peores que la religión. Son hechos. La voz femenina recita una letanía que oscila entre la lista de la compra y un poema. «La especie humana tardó dos millones y medio de años en alcanzar los mil millones de personas. Se tardó ciento veintitrés años en sumar otros mil millones. Alcanzamos los tres mil millones treinta y tres años después. Luego en catorce años, luego en trece, luego en doce…»

Temblorosa, se detiene en la cuneta. Sola en esta nada y con estas cifras. En algún lugar de su cabeza estalla una tormenta. Surgen señales, que se activan unas a otras. Nada en la evolución la prepara para esto. Láminas eléctricas la atraviesan en cascada, ataques inducidos por los datos, y cuando los faros aparecen en el retrovisor, lo más racional del mundo es abrir la portezuela del coche, bajar y caminar hacia ellos.

Ahora entra de nuevo en el hospital. El año anterior la pararon en la entrada de la sala de urgencias. «¿Es usted su hermana?» Un gesto de asentimiento sin pensar bastó para que la dejaran pasar. Esta vez nadie le pregunta nada. Cualquiera puede visitarle. Incluso la persona que fue la primera causante de que lo ingresaran allí.

Está erguido en la cama, tratando de leer un viejo y conocido libro. Ella ve por su postura que la niebla se está dispersando. Alza la cara al verla, esa mezcla de gratitud ideal e instintiva. Pero se desvanece con la misma rapidez, solo con ver su expresión.

¿Qué ha pasado?, le pregunta. ¿Quién ha muerto?

Ella está al pie de la cama. Tan solo esta postura podría provocar el recuerdo del joven. Ese rastro sigue ahí dentro, en las cargas de las sinapsis. Pero de todos modos debe decírselo. Sus huellas fueron las primeras. El coche que estaba detrás de él estaba delante de él. Ella estaba en la carretera. Él volcó para evitar matarla.

¿Cómo?, pregunta él. ¿Por qué? Las piezas no encajan.

Ella está viva gracias a él. Él sufre un daño cerebral por culpa de ella.

¿Eres mi ángel de la guarda? ¿Fuiste tú quien escribió la nota?

No, responde ella. No fui yo.

Vuelve a estar ante él en el recuerdo, solo unas horas después de la primera vez, allá en la carretera desierta. Todavía está intacto, todavía reacciona. Intubado por todas partes, pero aún no ha entrado en coma. Eso vendrá después, con la excitotoxicidad. La conmoción de esta visita será el desencadenante. Ahora, mientras ella permanece junto a su cama en la unidad de traumatología, él la reconoce. La mira, aterrado. Ella ha vuelto, la columna blanca que quiso evitar dando un volantazo. Es una criatura sobrenatural que se alza de entre los muertos. Pero tiene el rostro demudado y emite unos sonidos entrecortados. Él la rehúye antes de darse cuenta: le está rogando que la perdone.

Mark intenta decírselo, pero nada sale de su garganta salvo un seco siseo. Ella se inclina hacia su boca, pero sigue sin oír nada. La mano derecha del herido gesticula en el aire, pidiendo papel y bolígrafo. Ella los saca de su bolso y se los tiende. Ya semiparalizado por la presión que aumenta en el interior de su cráneo, sus lóbulos magullados hinchándose contra el hueso inamovible, con una maltrecha mano que ya no es la suya, escribe las palabras:

No soy nadie

pero esta noche en la carretera North Line

DIOS me ha conducido a ti

para que puedas vivir

y traer de vuelta a alguien más.

Le pone la nota en los dedos. Mientras ella la lee, un pico cegador golpea el hemisferio derecho de Mark. Cae hacia atrás en la cama, su grito interrumpido. Luego yace inmóvil.

Ella le ha destruido dos veces. Presa de un pánico reptiliano, deja la nota en la mesilla de noche y se marcha.

La angustia de él continúa, demasiado pasmada para cesar. Incluso mientras ella le suplica, sus ojos la niegan. En su mirada fija, la santa se desintegra y vuelve a ser ella misma.

Has dejado que buscara durante un año, sin decir nunca esta boca es mía. ¿Cómo has podido hacer eso? Eras mi… Habrías hecho cualquier cosa…

Ella permanece ante él, anulada. Incluso ha perdido el derecho a defenderse. Él toma la nota que está sobre la mesilla de noche y la agita en el aire, golpeando la defectuosa caligrafía.

Si eso es lo que ocurrió… ¿qué coño estoy haciendo con esto? Apártalo de mi vista.

Le arroja el trozo de papel plastificado. Cae al suelo. Ella se agacha y lo recoge.

Eso es tuyo. Es tu maldición, no la mía.

Ella mueve la boca, preguntando: ¿Cómo? ¿Quién? Pero no le sale ningún sonido.

La ira de Mark estalla.

Eres tú quien debe hacerlo. Ve y trae de vuelta a alguien. Alguien permanece en silencio en el umbral, traído de vuelta por una nota que circulará eternamente. Para que puedas vivir. Y ahora la maldición es suya.


  1. <a l:href="#_ftnref16">*</a> En el original, goat-head. Lo que Duane quiere decir realmente es go ahead, «adelante», fonéticamente muy similar. La imagen de la cabeza de cabra, a menudo vinculada al nombre Ram («carnero») de la camioneta de Mark siniestrada, encierra el enigma que el joven ha de dilucidar para conocer la causa de su accidente. (N. del T.)

  2. <a l:href="#_ftnref17">*</a> Instrumento para el estudio del condicionamiento operante, con una palanca que el animal puede apretar y un dispositivo para suministrar (alimento) cuando lo haga. (N. del T.)

  3. <a l:href="#_ftnref18">*</a> Betty Crocker es una cocinera imaginaria, utilizada como icono de la empresa de productos alimenticios General Mills a lo largo del siglo XX y cuya enorme popularidad, ampliada por la radio y la televisión, llegó a convertirla en la segunda mujer más famosa de Estados Unidos después de Eleanor Roosevelt. (N. del T.)

  4. <a l:href="#_ftnref19">*</a> El nombre Nebraska proviene de una palabra india que significa «agua plana», y se refiere al río Platte, que cruza el estado. (N. del T.)