172860.fb2 El eco de la memoria - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 12

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En cuanto a los hombres, esa miríada de pequeños estanques independientes con su propia vida corpuscular pululante, ¿qué eran salvo una manera que tiene el agua de moverse fuera del alcance de los ríos?

Loren Eiseley, El viaje inmenso,

«El flujo del río»

¿Qué recuerda un ave? Nada que cualquier otro ser pudiera decir. Su cuerpo es un mapa de donde ha estado, en esta vida y antes. Con solo llegar una vez a estas aguas someras, la cría de la grulla sabe cómo volver. El año próximo, por esta época, regresará y formará una pareja para toda la vida. Y al año siguiente: de nuevo aquí, transmitiendo el mapa a su propia cría. Entonces un ave más recordará exactamente lo que las aves recuerdan.

El pasado de la joven grulla de un año fluye en el ahora de todos los seres vivos. Algo en su cerebro aprende este río, una palabra sesenta millones de años más antigua que el habla, más antigua incluso que estas aguas planas. Esa palabra seguirá existiendo cuando el río haya desaparecido. Cuando la superficie de la tierra esté seca y agostada, cuando la vida haya sufrido tal presión que se habrá reducido a casi nada, este mundo empezará su lento retorno. La extinción es breve, la migración larga. La naturaleza y sus mapas utilizarán lo peor que el hombre pueda arrojarles. El éxito de los búhos orquestará la noche, millones de años después de que el hombre haya provocado su propio fin. Nada nos echará de menos. Los vástagos de los halcones trazarán círculos por encima de los campos demasiado crecidos. Picotijeras, chorlitos y aguzanieves anidarán en los millares de islas en que se habrán convertido las vigas maestras de Manhattan. Las grullas u otras aves parecidas sobrevolarán de nuevo los ríos. Cuando todo lo demás desaparezca, las aves encontrarán agua.

* * *

Cuando Karin Schluter entra en la habitación de su hermano, el hombre que la había estado negando ha desaparecido. En su lugar, un Mark al que ella nunca ha visto, vestido con un pijama a rayas, está sentado en una silla y lee un libro de bolsillo con la foto de una pradera en la cubierta. La mira como si ella llegara tarde a una cita convenida mucho tiempo atrás.

– Eres tú -le dice-. Estás aquí.

Su lengua se curva sobre el velo del paladar, la primera mitad de una K. Pero le recorre un estremecimiento y desvía la vista.

A Karin no le responden los músculos de la cara. Una ola rompe contra ella. Su hermano vuelve a ser el de antes, la conoce. Es lo que ella ha necesitado más que nada durante todos estos meses. La reunión con la que ha soñado durante más de un año. Pero no es en absoluto como lo ha imaginado. El retorno es demasiado inconsútil, se produce de una manera demasiado gradual.

Él la mira, cambiado de un modo que ella no puede identificar. Hace una mueca.

– ¿Por qué has tardado tanto? -Karin se abraza con fuerza a él, apoya la cara en su cuello; es como si el agua de unos rápidos corriera entre ellos-. No me mojes -le dice Mark-. Hoy ya me he bañado. -Aparta la cabeza de su hermana y la sujeta entre las manos-. Cielos, pero mírate. Hay cosas que nunca cambian.

Ella tiene que mirarle por segunda vez antes de detectar la diferencia.

– Vaya, Mark. Llevas gafas.

Él se las quita para examinarlas.

– Sí. No son mías, me las ha prestado el tipo de al lado. -Vuelve a ponérselas y deja el libro en el repecho de la ventana, encima de otro. Almanaque del Condado Arenoso-. Me he estado poniendo al día.

Ella conoce ese volumen. No debería estar ahí.

– ¿De dónde has sacado eso? ¿Quién te lo ha dado?

Se lo pregunta con más mordacidad de lo que pretendía, a pesar de sí misma: hermanos de nuevo, demasiado pronto.

Él mira el libro como si lo viese por primera vez.

– ¿Quién crees que me lo ha dado? Tu novio. -Se vuelve hacia ella y añade-: Un tipo complicado, pero tiene un montón de teorías intrigantes.

– ¿Teorías? ¿Sobre qué?

– Cree que estamos todos jodidos, que somos esquizofrénicos o algo por el estilo. Estamos un tanto chiflados, ¿no te parece?

La medicación está surtiendo efecto, los electroshocks suaves, pero de una manera tan gradual que casi no hay umbral. El mismo subsistema manipulador de la opinión que apagó su conciencia sin que él lo supiera ahora le ciega a su propio regreso. Ella contempla su vuelta a Mark, el Mark de siempre, ante sus pasmados ojos.

– Hemos fastidiado esta parte del planeta, así que tu Danny está pensando en irse a Alaska.

Ella se sienta en una silla a su lado, los brazos cruzados sobre el pecho para aquietarlos.

– Sí, eso he oído.

– Ha conseguido un nuevo empleo. Estará con las grullas todo el verano, en los terrenos donde crían. -Sacude la cabeza ante el enigma de todo cuanto vive-. Está harto de todos nosotros, ¿no es cierto?

Ella se dispone a explicárselo, pero acaba por limitarse a responder:

– Sí.

– No quiere estar por aquí cuando finalmente arruinemos este lugar.

Karin nota un nudo en la garganta y le escuecen los ojos. Tan solo asiente.

Él se vuelve de costado, el puño en la oreja, temeroso de preguntarle.

– ¿Te marchas con él?

– No -responde-. No lo creo.

– ¿Adónde vas a ir entonces? ¿A casa?

El cerebro de Karin se mueve disperso y salvaje. No puede decir nada.

– Claro -dice él-. De regreso a Siouxland. La Sue de Sioux City. Así que llévame ya a juicio. *

– Me quedo, Mark. Los del Refugio dicen que aún puedo serles útil. En estos momentos andan un poco faltos de personal.

Él mira al exterior, como si leyera sus palabras impresas en la ventana herméticamente cerrada.

– Supongo que eso tiene sentido, ahora que Danny se ha ido. Claro. Alguien ha de ser él, si él no lo es.

De modo que así es como termina. Tan gradualmente que ninguno de ellos nota que los engranajes funcionan con fluidez. Ella quiere que él se libere de una vez por todas, que despierte de ese sueño febril y vea dónde han estado. Pero, una vez más, él la dejará abatida, ahora desde la otra dirección. Afirma que ha sabido quién era ella todo el tiempo. La situación no gana en consistencia, sino que, en todo caso, la estructura entera parece incluso más endeble, sin ninguna lesión a la que culpar.

Él estira las piernas y las cruza, haciendo una imitación del reposo.

– ¿Así que a Cain van a meterlo en chirona? Ah, no, me olvidaba. Es totalmente inocente. ¿Sabes qué deberían hacer con ese tipo? Deberían enviarlo al siguiente Irak. Utilizarlo como rehén. -Alza la cabeza, los ojos llenos de incomprensión-. Fue Barbara. Barbara allí en medio, desde el principio.

Vuelve a ser un niño de seis años aterrado. Y ella se vuelca en él, tratando de consolarle. Por una vez, se lo consiente, tan quebrantado está. Ella le aprieta la frente, luego se la sacude. Le cubre los ojos con las manos.

– ¿Estás enterada de todo esto? -Karin asiente-. ¿Sabes que fue ella? -Se lleva las manos al cráneo, la fuente de toda la confusión. Ella vuelve a asentir-. Pero ¿no lo sabías… antes?

Ella hace un vehemente gesto de negación con la cabeza.

– Nadie lo sabía.

Él trata de entender.

– ¿Y tú estuviste aquí… desde el principio? -Se queda absorto en sí mismo, pues no desea una respuesta. Cuando se recupera lo suficiente para hablar, sus palabras dejan atónita a Karin-. Dice que está acabada, que ya no es nada.

Ella se enfurece, indignada por que su hermano se preocupe todavía por esa mujer. Le asquea que Barbara, después de haber llegado tan lejos, los abandone ahora. Más fraudulencia. Más piedad desperdiciada.

– Por Dios -dice Karin entre dientes-. ¡Una mujer con sus capacidades! Solo porque cometió un error, ¿cree que ya no es útil para el mundo? Aquí estamos en un tremendo aprieto, el agua se acaba, y el tiempo para corregir lo que haga falta también. ¿Y ella va a echarse a morir?

Mark la mira, perplejo. Cierta posibilidad le anima. Su propia pérdida no significa nada. Eso es algo que le ha proporcionado el accidente.

– Pídeselo -le ruega, temeroso de sugerir incluso tan poca cosa.

– Yo no. Jamás volveré a pedirle nada a esa mujer.

Él se yergue, presa de un terror animal.

– Tienes que pedirle que trabaje para ti. No lo digo porque sí. Estamos hablando de mi vida. -Se interrumpe y respira. Vuelve a apretarse los ojos. Señala el gotero con una expresión de disculpa-. ¡Maldita sea! Tengo que sentarme de nuevo al volante y ser yo quien conduzca mi vida. ¿Qué me están haciendo? De repente me he convertido en un amasijo de emociones. Con la mierda a la que ahora le han encontrado explicación… probablemente podrían convertir a cualquiera en cualquier otro.

A ella ya no le parece un delirio. Mañana será peor.

Él la mira, olvidando todo excepto la necesidad inmediata. Le rodea el antebrazo con los dedos, midiéndola.

– No has estado comiendo bien.

– Claro que sí.

– ¿Comida de verdad? -replica él, escéptico- Ella no está tan delgada.

– ¿Quién?

– ¡Vamos! No me vengas con esas. Mi hermana. -Y al ver en los ojos de Karin un destello de pánico, él suelta una risa clara y profunda-. ¡Si te vieras la cara! Tranquila, mujer. Te estaba tomando el pelo.

Mark se reclina en la silla, estira sus pantalones negros y entrelaza las manos detrás de la cabeza. Es como si tuviera sesenta y cinco años y estuviese jubilado. Dentro de tres meses, el hermano de Karin se habrá ido de nuevo, o ella lo habrá hecho, a algún lugar adonde el otro no podrá ir. Pero durante un breve período, ahora, se conocen mutuamente, gracias al tiempo en que han estado separados.

– Por lo menos hay alguien más que se queda. Eso es lo que estoy haciendo. Permanecer en el lugar que conozco. ¿A qué otra parte se puede ir, con la que está cayendo?

A ella le tiemblan las fosas nasales y le escuecen los ojos. Intenta decir «a ninguna parte», pero no puede.

– Quiero decir que, ¿cuántos hogares tiene una persona? -Agita la mano, señalando la ventana gris-. No es un sitio tan malo al que volver.

– El mejor lugar del mundo -replica ella-. Durante mes y medio al año.

Permanecen sentados un rato, sin que haga falta hablar. Ella puede tener para sí, durante un minuto más, a ese hermano que se está recuperando. Pero él vuelve a agitarse.

– Esto es lo que me asusta: ¿si pude estar tanto tiempo así, pensando que…? Entonces, ¿cómo podemos estar seguros, incluso ahora, de que…?

Dirige a su hermana una mirada inquieta, y la ve llorar. Asustado, se echa atrás. Pero como el llanto de Karin no cesa, extiende la mano y le sacude el brazo. Intenta mecérselo, sin saber qué hacer para tranquilizarla. Sigue hablando, en un sonsonete, palabras sin sentido, como si se dirigiera a una niña pequeña.

– Escucha, sé cómo te sientes. Han sido unos días muy duros para los dos. ¡Pero mira! -La hace volverse hacia la ventana y hacia la tarde nublada en el Platte-. No todo es tan malo, ¿verdad? De hecho, es tan bueno. En ciertos aspectos, incluso mejor.

Ella se esfuerza por recobrar la voz.

– ¿Qué quieres decir, Mark? ¿Tan bueno como qué?

– Me refiero a nosotros. A ti y a mí, aquí. -Señala la ventana, con una expresión aprobadora: el Gran Desierto Americano. El río de tres dedos de profundidad. Sus parientes próximos, esas aves que trazan círculos-. Como quieras llamar a todo esto. Es tan bueno como el mundo real.

* * *

Existe un animal perpendicular con respecto a todos los demás. Uno que vuela en ángulos rectos con las estaciones. Factura el equipaje, cruza el control de seguridad por instinto. Navega mediante una memoria almacenada en sus músculos. Solo el zumbido de los recordatorios automáticos le hace centrarse: «Se recuerda a los pasajeros que no deben separarse de su equipaje en ningún momento. Las regulaciones gubernamentales prohíben…».

La guerra pesa en la atmósfera de los aeropuertos. En la zona de espera del Lincoln, las pantallas de televisión le asaltan. El programa de veinticuatro horas de noticias emite continuamente sus veinticuatro segundos de noticias, y él no puede dejar de mirarlo. «Día Tres», repite una y otra la voz de bajo profundo, sobre un sonido de metal sintetizado, en cada pausa entre bloques de noticias. Tableros de dibujo mágicos, mapas electrónicos con batallones movibles y generales retirados comentando las jugadas. Corresponsales de guerra, a los que se impide informar sobre los hechos, se dedican a hacer sinuosas especulaciones. Todas las demás noticias del mundo cesan.

En Chicago, más de lo mismo: un taxi llega a un puesto de control en el norte de una ciudad que puede estar o no bajo ocupación. El conductor agita la mano pidiendo ayuda. Cuatro soldados cometen el error de acercarse. Aunque es la sexta vez que ve las mismas imágenes, Weber las contempla paralizado, como si la séptima vez pudiera terminar de un modo distinto.

De nuevo en el aire, avanzando hacia el este por la sesgada ruta, se vuelve transparente, más delgado que una película. Una voz dice: «Por favor, no se muevan por la cabina ni se congreguen en los pasillos». Él se aferra a las palabras, un salvavidas. Algo le han amputado a esta especie. El muchacho tenía razón: el síndrome de Capgras es más verdadero que este continuo sometimiento de la conciencia. En cierta ocasión tuvo un paciente (Warren, que aparece en El país de la sorpresa), un comerciante de treinta y dos años que practicaba escalada los fines de semana, y que cayó por un empinado barranco y aterrizó sobre la cabeza. Cuando salió del coma, Warren se encontró en un mundo poblado por monjes, soldados, modelos, malos de película y criaturas medio humanas y medio animales, todos los cuales le hablaban de la manera más natural. Weber destruiría cada ejemplar de cada obra escrita por él a cambio de la oportunidad de contar de nuevo la historia de Warren, ahora que sabe de qué está hablando.

Está rodeado. Incluso la cabina herméticamente cerrada en la que se encuentra se ha vuelto séptica de tanta vida como contiene. Todo está animado, es verde e invasor. Docenas de millones de especies bullen a su alrededor, pocas de ellas visibles, y menos aún nombradas, dispuestas en todo momento a probar cualquier cosa, todo posible engaño y explotación, con tal de seguir existiendo. Se mira las manos temblorosas, auténticos bosques pluviales de bacterias. Hay insectos que se refugian en el interior de los cables del avión. En la bodega de carga crecen semillas. Hay hongos bajo el revestimiento de vinilo de la cabina. Al otro lado de la ventanilla, congelados en la atmósfera inmóvil, arqueas, bacterias transgénicas y extremófilos viven de la nada. En la oscuridad, a temperaturas bajo cero, reproduciéndose simplemente. Cada código que ha permanecido vivo hasta ahora es más brillante que el más sutil pensamiento de Weber. Y cuando sus pensamientos se extinguen, más brillantes todavía.

El hombre sentado en el asiento contiguo, que se ha debatido durante todo el vuelo hasta Ohio oriental, por fin hace acopio de valor y le pregunta:

– ¿Puede ser que le conozca?

Weber se estremece, y sus labios trazan una sonrisa sesgada, espectral, robada a uno de sus pacientes.

– No lo creo.

– Claro. El tipo del cerebro.

– No -dice Weber.

El desconocido le examina con suspicacia.

– Estoy seguro. «El hombre que confundió su vida con un…»

– No soy yo -insiste Weber-. Yo estoy en proceso de reciclaje.

Las azafatas van y vienen por el pasillo. En un asiento de más allá, una pasajera se lleva carne animal machacada a la boca gigantesca. Weber tiene la sensación de que su cuerpo se desmorona dentro del traje arrugado y manchado. Sus pensamientos se deslizan rozando la superficie, como arañas de agua. No queda nada de él excepto estos nuevos ojos.

En el interior de su propia cabeza en ebullición, las imágenes del último día vuelven a casa para descansar. En su asiento, detrás del ala, Weber rememora una y otra vez la última escena, la estructura, la entreteje de nuevo, la reintegra. Mark en su habitación del Buen Samaritano, contemplando las mismas noticias vacías de los corresponsales de guerra, como el resto del mundo ignorante de lo que pasa. Mirando implacablemente, como si, al mirar a esos ejércitos durante el tiempo suficiente, pudiera reconocer a un viejo amigo. El neurocientífico cognitivo permanece al lado de la cama, estremecido bajo el televisor montado en la pared, olvidándose de por qué está ahí hasta que el paciente se lo recuerda.

– ¿Ya se marcha? ¿Qué prisa tiene? Si acaba de llegar.

Está tendido, tan delgado como la vida. Alza las manos para disculparse. La luz las atraviesa limpiamente.

Mark le da un libro de bolsillo usado, Mi Antonia.

– Para el viaje. Lo leí en un pequeño club del libro al que pertenecía. Es más bien para chicas. Necesita una buena persecución en helicóptero para convertirse en un clásico. Hay una escena de submarinistas desnudos, pero el ambiente es de auténtica Nebraska. Al final me enganché.

Weber extiende el brazo para coger el relato desechado. Una mano se apresura a cogerle la suya.

– Mire, doctor, hay algo que no logro entender. Yo la salvé. Yo soy… el ángel de la guarda de esa mujer. ¿No le parece increíble? Yo. -Las palabras suenan pastosas y extrañas en su boca, una maldición peor que la nota malinterpretada-. ¿Qué se supone que debo hacer con eso?

Weber permanece en silencio, inmóvil bajo la luz deslumbrante. Esa es también su pregunta. Ella estará con él, inquebrantable, dondequiera que vaya. Lo accidental se ha vuelto permanente. Nada que nadie pueda hacer por nadie, salvo recordar: Nacemos a cada segundo.

Mark le ruega a Weber, los ojos brillantes con el temor que solo permite la conciencia.

– La necesitan en el Refugio. Pregúnteselo a mi hermana. Necesitan una investigadora. Una periodista. Lo que demonios sea ella, la necesitan. -Su tono niega del todo una implicación personal-. No puede marcharse sin más. No es como si fuese una agente libre. Es otra cosa… ahora está integrada por completo en este lugar, le guste o no. ¿Cree usted que yo podría…? ¿Qué cree que ella…?

No hay manera de saber lo que otro podría hacer. De saber qué se siente al ser otro.

– Mi hermana no se lo pedirá, y yo no me atrevo. ¿Tal como han quedado las cosas? ¿Después de lo que le dije? Me odiará para siempre. No querrá volver a hablar conmigo nunca.

– Podrías probar -replica Weber. De nuevo finge, sin ninguna autoridad para ello, sin ninguna evidencia salvo una vida dedicada a componer historias clínicas-. Creo que podrías probarlo.

En cuanto a él, solo intenta prolongar la situación. Si el Director de la Gira se acuerda todavía de Weber, no acepta llamadas. Pero hay otro mensaje, demasiado tenue para oírlo. A través de la ventanilla plástica del avión, las luces de ciudades desconocidas parpadean debajo de él, centenares de millones de brillantes células unidas que intercambian señales. Incluso aquí, la criatura se extiende en innumerables especies, que vuelan, excavan, reptan, cada trayectoria esculpiendo todas las demás. Un destellante telar eléctrico, sinapsis del tamaño de calles formando un cerebro con pensamientos que tienen kilómetros de anchura, demasiado grandes para leerlos. Una red de señales que deletrean una teoría de seres vivos. Células activadas por el sol y la lluvia y la interminable selección que ahora compone una mente del tamaño de continentes, increíblemente consciente, omnipotente, pero frágil como la bruma, células con unos pocos años más para descubrir cómo conectan y adónde podrían ir antes de extinguirse y retornar al agua.

Weber hojea el libro de Mark durante el vuelo, lee párrafos al azar como si ese texto enterrado aún pudiera predecir lo que se avecina. Las palabras son más oscuras que la más intrincada investigación cerebral. Vaharadas de la pradera, mil variedades de altas hierbas se alzan de las páginas. Weber lee y relee, sin retener nada. Explora las notas al margen de Mark, los desesperados garabatos al lado de cualquier pasaje que pudiera permitirle avanzar para salir de una confusión permanente. Hacia el final, las líneas marcadas con temblorosas franjas de rotulador se vuelven más anchas y frenéticas:

Este había sido el camino del Destino; nos había llevado a esos tempranos accidentes de la fortuna que predeterminaron todo cuanto jamás podríamos ser. Ahora comprendía que el mismo camino nos reunía de nuevo. Fuera lo que fuese lo que habíamos perdido, juntos poseíamos el precioso e incomunicable pasado.

Alza la vista de la página y se resquebraja. No queda un todo que proteger, nada más sólido que células trenzadas y centelleantes. Lo que indican los escáneres él lo ha visto de cerca, en el campo: parientes más antiguos aún encaramados en su tronco encefálico, girando siempre en círculos hacia atrás, a lo largo del curvilíneo curso fluvial. Avanza torpemente hacia ese hecho, el único lo bastante grande para llevarlo a casa, cayendo hacia atrás, hacia lo incomunicable, lo no reconocido, el pasado que él ha dañado de manera irreparable, tan solo por existir. Destruido y rehecho con cada pensamiento. Un pensamiento que necesita contar a alguien antes de que también se desvanezca.

Una voz anuncia el momento del desembarque. La gente se levanta y él también lo hace, y saca su bolsa de viaje, despojándose de sí mismo en todo cuanto toca. Avanza tambaleante por la pasarela cubierta para salir a otro mundo, transformado a cada paso por impostores. Necesita que ella esté ahí, al otro lado de la recogida de equipajes, aunque ha perdido por completo el derecho a esperarlo. Allí, sujetando una tarjeta con su nombre, escrito con claridad para que él pueda leerlo. «Hombre», debe decir la tarjeta. No: «Weber». Ella será quien la sujete, y así es como él debe encontrarla.


  1. <a l:href="#_ftnref20">*</a> Siouxland es el nombre literario de una región que engloba territorios de Iowa, Dakota del Sur, Nebraska y Minnesota. «Sioux City Sue» es una famosa canción de Ray Freedman y Dick Thomas (1945), sobre un vaquero que lleva un rebaño de ganado desde Nebraska a Iowa, y en Sioux City conoce a una pelirroja llamada Sue, a la que dice que «cambiaría por ti mi caballo y mi perro». Hay un juego de palabras entre la Sue de la canción y sue me, «demándame, llévame a juicio». (N. del T.)