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Cierta vez, en una maceta de mi sala de estar, observé los esfuerzos de un ratón de campo por construir un campo recordado. En el transcurso del tiempo, he visto repetido este episodio de mil maneras diferentes, y como he pasado una gran parte de mi vida a la sombra de un árbol inexistente, creo que tengo derecho a hablar en nombre del ratón de campo.
Loren Eiseley, El país de la noche,
«Las avispas marrones»
Cuentan los indios de la tribu cree que, cuando los animales y los humanos compartían el mismo lenguaje, Conejo quería ir a la luna. Pidió a las aves más fuertes que lo llevaran, pero Águila estaba ocupada y Halcón no podía volar tan alto. Grulla se ofreció a ayudarle. Le dijo a Conejo que se agarrara a sus patas, y entonces partió hacia la luna. La travesía era larga y Conejo era pesado, tanto que hizo que se estiraran las patas de Grulla, y la sangre de esta le cubrió las patas. Pero Grulla alcanzó la luna, con Conejo agarrado a ella. Conejo, que aún tenía las patas ensangrentadas, dio unos golpecitos de agradecimiento a Grulla. Por eso Grulla tiene las patas largas y la cabeza roja como la sangre.
También por aquel entonces Colibrí y Grulla cortejaban a una mujer cherokee. Ella quería casarse con Colibrí, debido a su gran belleza, pero Grulla propuso una carrera alrededor del mundo. La mujer accedió, pues conocía la velocidad de Colibrí. No recordaba que Grulla podía volar de noche. Y, al contrario que Colibrí, Grulla jamás se cansaba. Volaba en línea recta, mientras que Colibrí lo hacía en todas direcciones. Grulla ganó la carrera con facilidad, pero la mujer siguió rechazándola.
Todos los seres humanos reverenciaban a Grulla, la gran oradora. Cuando las grullas se reunían, su conversación se oía a kilómetros de distancia. Los aztecas se llamaban a sí mismos el Pueblo Grulla. Uno de los clanes anishinaabe se llamaba los Grullas -Ajijak o Businassee-, los Creadores del Eco. Los Grullas eran líderes, sus voces reunían a la gente. Los indios cuervo y los cheyenne tallaban huesos de pata de grulla para hacer flautas con las que imitaban al creador del eco.
También el término latino grus reproducía ese grito. En África, la grulla coronada reinaba sobre el lenguaje y el pensamiento. El griego Palamedes inventó las letras del alfabeto observando a las ruidosas grullas en vuelo. En persa, kurti, en árabe, ghurnuq: aves que despiertan antes que el resto de la creación para rezar sus plegarias al amanecer. Las xian-he chinas, las aves del cielo, llevaban mensajes sobre sus lomos entre los mundos celestes.
En los petroglifos sudoccidentales hay grullas que danzan. El viejo Hombre Grulla enseñó a Tewa a danzar. Los aborígenes australianos hablan de una mujer hermosa y altiva, la perfecta danzarina, a quien un brujo convirtió en grulla.
Apolo iba y venía en forma de grulla, cuando visitaba el mundo. El poeta Íbico, del siglo VI a.C., a quien habían golpeado hasta dejarlo sin sentido y dado por muerto, llamó a una bandada de grullas que pasaban, y las aves siguieron al atacante hasta un teatro y se cernieron sobre él hasta que confesó ante la asombrada multitud.
En las Metamorfosis de Ovidio, Hera y Artemisa convierten a Gerania en grulla para castigar a la reina pigmea por su vanidad. El héroe irlandés Finn cayó por un precipicio y fue recogido en el aire por su abuela, que se había transformado en grulla. Si las grullas volaban en círculo sobre los esclavos norteamericanos, alguien iba a morir. El Primer Guerrero que luchó para crear el antiguo Japón adoptó al morir la forma de una grulla y se alejó volando.
Tecumseh trató de unir a las naciones dispersas bajo el estandarte del Poder de la Grulla, pero el emblema de los hopi que representaba el pie de la grulla se convirtió en el símbolo de la paz mundial. El pie de la grulla (pied de grue) llegó a convertirse en la marca de descendencia ramificada del geneálogo, el pedigrí.
A fin de conseguir que un deseo se realice, los japoneses deben hacer un millar de grullas de papel. Sadako Sasaki, de doce años, afectada por la «enfermedad de la bomba atómica», llegó a confeccionar 664. Cada año, niños de todo el mundo le envían millares.
Las grullas ayudan a llevar a un alma al paraíso. Imágenes de grullas se alinean en las ventanas de las casas en duelo, y joyas en forma de grulla adornan al difunto. Las grullas son almas que una vez fueron humanos y podrían volver a serlo, dentro de muchas vidas. O los humanos son almas que una vez fueron grullas y volverán a serlo, cuando la bandada se haya reunido.
Hay algo en la grulla atrapado a medio camino, en el centro entre el ahora y el cuando. Un poeta vietnamita del siglo XIV imagina a las aves siempre a medio camino por el aire:
Las nubes se deslizan mientras pasan los días;
los cipreses son verdes al lado del altar,
el corazón, un estanque helado bajo la luz lunar.
La lluvia nocturna hace llorar a las flores.
Bajo la pagoda, un sendero en la hierba.
Entre los pinos, las grullas recuerdan
la música y las canciones de años pasados.
En la inmensidad del cielo y el mar,
¿cómo revivir el sueño ante la lámpara de esa noche?
Cuando los animales y las personas hablaban el mismo lenguaje, los gritos de las grullas decían exactamente lo que querían decir. Ahora vivimos en ecos confusos. Dice Jeremías que la tórtola, la golondrina y la grulla siempre llegan a su debido momento. Solo los seres humanos no recuerdan la orden del Señor.
En cuanto Karin le llamó a la habitación de su hotel, supo que algo iba mal. Su voz no casaba con la foto de sus libros. Su tono campechano reflejaba compasión, pero sus palabras eran las de un genuino profesional de la medicina. En persona, parecía uno de esos expertos calvos y desenvueltos que, en otoño, se sientan en los columpios de los porches de Nueva Inglaterra y responden a las preguntas de programas televisivos para enseñar deleitando con voces irritantemente suaves y llenas de seguridad. El hombre que vino a Nebraska no era el autor de aquellos libros brillantes y minuciosos. Cuando ella trató de plantearle la historia de Mark, Gerald Weber no cumplió con lo que él mismo afirmaba que era la esencia de toda buena práctica médica. No la escuchó. Ella se sintió como si estuviera hablando con su ex jefe, con Robert Karsh o incluso con su propio padre.
Cuatro días después, el experto nacional desapareció. No había hecho más que realizar unas pocas pruebas y grabar conversaciones en una cinta, recogiendo material para sus propios fines. Incapaz de tratar el problema por sí mismo, no prescribió nada más que un vago programa de terapia cognitiva conductual. Voló hasta la ciudad, jugó con las esperanzas de todos, incluso explotó la amistad de Mark. Y luego emprendió el vuelo de regreso, tras sugerir que todos los involucrados debían aprender a vivir con el síndrome. Ella había confiado en él, y él no le había dado más que filosofía.
Sin embargo, fiel a sí misma, ni una sola vez se había enfrentado a Weber. Hasta el momento en que este les volvió la espalda, ella halagó las credenciales de aquel hombre, con el convencimiento de que, si era lo bastante cortés, el especialista de cabello gris, barbudo y de habla educada derrotaría al Capgras y salvaría a su hermano y a ella. Daniel le había planteado su deseo de reunirse con el doctor, pero ella le había dado largas. Daniel nunca le preguntó por qué, pero no tenía necesidad de hacerlo. Una semana después de que Weber se hubiera marchado, Karin se dio cuenta de lo evidente: se había estado acicalando para aquel viejo. Cualquier cosa, a fin de conseguir su ayuda.
Tres semanas después de que el neurocientífico les abandonara, Karin estaba jugando al ping-pong con Mark en la sala de recreo. A Mark le gustaba tanto el juego que jugaba incluso con ella, siempre que Karin no ganara. Barbara entró apresuradamente en la sala, llena de excitación.
– El doctor Weber saldrá mañana en Book TV. Leerá unos pasajes de su nueva obra.
– ¿El loquero en la televisión? ¿La televisión de verdad? ¿Transmitido a todo el país? Os dije que ese hombre era famoso, pero ¿me hicisteis caso? Van a hablar de él en todas partes.
– ¿Book TV? -preguntó Karin- ¿Cómo te has enterado de eso?
La auxiliar se encogió de hombros.
– Pura casualidad.
– ¿Te estabas esperando algo de esto? -insistió Karin-. ¿O acaso él te dijo…?
Barbara se ruborizó.
– Resulta que suelo ver ese programa por cable. Una mala y vieja costumbre. Solo veo unos pocos programas de televisión: aquellos en los que no hay explosiones y los que no me indican cuándo debo reírme.
Mark lanzó la pala de ping-pong al aire y a punto estuvo de atraparla cuando cayó.
– El Alienista en la caja tonta. No podemos perdérnoslo, ¿verdad?
Al día siguiente, los tres se apretujaron alrededor del aparato en la habitación de Mark. Karin se mordía las cutículas, incluso antes de que hubieran presentado al invitado. Era humillante ver actuar ante las cámaras a alguien a quien conocías personalmente. Barbara también estaba inquieta. Charló más durante los seis minutos de la presentación de Gerald Weber que en el mes y medio que llevaba cuidando de Mark. Finalmente Karin tuvo que hacerla callar.
Solo Mark se lo estaba pasando bien.
– El favorito del equipo local pisa la base del bateador en el momento más crítico del partido. El público está nervioso. Esperan el home-run. -Pero cuando el doctor Weber por Fin se encaminó al estrado, ante el reducido público del plato de televisión, Mark exclamó-: ¿Qué demonios pasa? ¿Es esto alguna clase de broma? -Las dos mujeres trataron de calmarle. Él se puso en pie, la personificación de la rectitud-. ¿Qué clase de engaño es este? ¿Ese hombre es el loquero? Ni por asomo.
Bajo las luces del plató, distorsionado por la emisión televisiva y la tensión de aparecer en público, el hombre había cambiado realmente. Karin miró a Barbara, la cual le devolvió la mirada, sus espesas cejas fruncidas. Ahora el cabello de Weber estaba espectacularmente extendido sobre la rala coronilla, y la barba había sido cardada, bien trabajada, casi al estilo francés. El traje oscuro había desaparecido y en su lugar había una camisa de color burdeos que parecía de seda. En la pantalla daba la sensación de ser más alto, y sus hombros se ensanchaban, casi combativos. Cuando empezó a leer, la prosa brotó de sus labios con cadencias del Antiguo Testamento. Las mismas palabras eran tan juiciosas, sintonizaban tan bien con los sutiles matices de la naturaleza humana, que parecían haber sido escritas por alguien ya muerto. Aquel era el auténtico Gerald Weber, que, por misteriosas razones, durante su breve estancia en Nebraska se había ocultado bajo un contenedor de trigo vacío.
El indignado Mark se movía en la habitación, trazando pequeños círculos.
– ¿Quién se supone que es este tipo? ¿El telepredicador Billy Graham o alguien por el estilo? -Karin asentía como una de esas muñecas cuya cabeza se balancea ligeramente. Barbara no podía apartar los ojos de la imagen que hablaba-. Alguien está tomando el pelo a ese público del estudio. Ninguno de ellos ha visto al auténtico loquero, en persona y de cerca. ¡Y nadie sabe nada de nosotros para poder preguntarnos!
Karin borró a Mark de su mente y escuchó. Weber leía:
La conciencia funciona contándonos una historia, que es completa, continua y estable. Cada borrador revisado afirma ser el original. Y por ello, cuando una enfermedad o un accidente provoca en nosotros una interrupción, a menudo somos los últimos en saberlo.
Las palabras del hombre penetraron en la mente de Karin y volvieron a seducirla.
– Tienes razón -le dijo a Mark-. Tienes toda la razón. Nadie había visto al auténtico Weber, ni el público del estudio neoyorquino ni ellos tres.
Mark dejó de dar vueltas para fijar en ella una mirada inquisitiva.
– ¿Qué diablos sabes tú? Probablemente has tenido algo que ver con esto. Tú fuiste quien lo trajo aquí. Tal vez ese sea el auténtico loquero y el que tú hiciste pasar por él fuera un impostor.
Barbara se levantó para masajearle los hombros. Él se quedó inmóvil, como un gatito al que acarician entre los ojos. Con una expresión de placidez, Mark se recostó en el asiento y miró la pantalla. «Somos más bien como arrecifes de coral -estaba leyendo el doctor Weber-. Unos ecosistemas complejos pero frágiles…» Los tres contemplaron la actuación del desconocido con camisa de seda. Weber contó un relato de una mujer de cuarenta años llamada Maria que padecía el llamado síndrome de Anton.
Me senté a conversar con ella, en su casa de Hartford impecablemente amueblada. Era una mujer dinámica y atractiva, que se había dedicado con éxito a la abogacía durante muchos años. Parecía feliz e incólume en todos los aspectos, salvo por el hecho de que estaba convencida de que podía ver. Cuando le sugerí que tal vez estuviera ciega, ella se rió de tal absurdo y se esforzó por desmentirme. Lo intentó con un vigor y una habilidad notables, haciendo largas y detalladas descripciones de lo que sucedía en aquel momento al otro lado de su ventana. Estas escenas tenían gran coherencia y detalle; simplemente ella no se daba cuenta de que las imágenes no le llegaban a través de los ojos…
La lectura no duró más de quince minutos, pero ese tiempo se les hizo eterno a los tres mientras Weber terminaba el pasaje y recibía unos corteses aplausos. Entonces comenzaron las preguntas. Un respetuoso estudiante se interesó por la diferencia entre la literatura científica y la literatura dirigida a un público generalista. Una jubilada mencionó el escándalo de la sanidad nacional. Entonces alguien preguntó si Weber sentía algún reparo por la posibilidad de violar la intimidad de los sujetos.
Las cámaras captaron la sorpresa del escritor, el cual respondió con vacilación:
– Espero que eso no ocurra. Existen unos protocolos. Siempre oculto los nombres y a menudo los detalles biográficos, cuando no son importantes. En ocasiones el historial de un caso se combina con dos o más, a fin de exponer los rasgos más destacables.
– ¿Quiere usted decir que son ficticios? -inquirió otro. Weber se detuvo a pensar y la cámara se movió, inquieta. Karin se mordió de nuevo las cutículas y Barbara se sentó erguida, una perfecta estatuilla.
Mark fue el primero en hablar, y expresó el sentir general.
– Esto es un desastre. ¿Cambiamos de canal?
La noche que Weber regresó al este desde las desiertas llanuras, no dejó de pensar en Sylvie. Era finales de junio, pero en Setauket hacía fresco, el aire era cortante, un clima más propio de un otoño dorado en la costa norte que de comienzos del verano. Weber recogió su vehículo en el aparcamiento de LaGuardia para vehículos estacionados durante largo tiempo y escuchó los cuartetos para piano de Brahms durante todo el trayecto por la absurdamente congestionada autopista de Long Island. Mientras conducía imaginó a su esposa, los cambios de su rostro a lo largo de treinta años. Recordó el día, cuando llevaban más o menos una década casados, en que le preguntó, sorprendido:
– ¿El cabello se te vuelve más liso a medida que nos hacemos mayores?
– ¿De qué me estás hablando? ¿El cabello? Antes me hacía la permanente. ¿No lo sabías? Ah, los científicos.
– Bueno, si no lo ves en un escáner, no te fías.
Ella le respondió con un golpecito en el blando abdomen.
Pero la noche de su regreso de Nebraska, lo notó. Su mujer… Tal vez fuese porque se había vestido con tanta elegancia. Aquella misma noche tenían que ir a una fiesta para recaudar fondos en Huntington. Algún centro de reinserción social patrocinado por Wayfinders, la organización de Sylvie. Esta ya estaba vestida cuando él llegó a casa.
– ¡Gerald! Por fin estás aquí. Empezaba a ponerme nerviosa. Deberías haberme llamado, haberme dicho que venías.
– ¿Llamarte? Estaba en el coche, cariño.
Ella emitió una risa cargada de benevolencia.
– ¿No sabías que ese telefonillo que llevas encima funciona mientras te mueves? Ese es uno de sus argumentos de venta. No importa. Me alegro de que el Director de la Gira te haya traído a casa sano y salvo.
Sylvie llevaba una blusa de seda italiana, una prenda nueva, de un tímido lila claro, el color de los primeros brotes. Del cuello todavía liso le pendía una delgada madeja de perlas de agua dulce, y lucía dos minúsculas conchas en los lóbulos de las orejas. ¿Quién era aquella mujer?
– ¡Anda, no te quedes ahí! Todo tipo de filántropos han pagado para verte con traje de etiqueta.
Aquella noche él la desvistió, por primera vez en varios años. Entonces la contempló pausadamente.
– Hmmm… -dijo ella, también dispuesta a la acción, aunque un poco avergonzada por ambos. Se rió mientras él la tocaba-. Hmmm… ¿A qué viene esto así, de repente? ¿Es que le echan algo al agua allá en Nebraska?
Retozaron el uno con el otro, sin que les quedase nada que aprender. Luego ella yació a su lado, todavía con la respiración entrecortada, cogiéndole la mano como si estuvieran cortejando. Fue la primera en recobrar el habla.
– Como dirían los conductistas: «Claramente, eso ha sido estupendo para ti. ¿Ha sido bueno para mí?».
Él tuvo que soltar un bufido, se tendió sobre la problemática espalda y se miró la colina del abdomen.
– Supongo que ha sido por no haberlo hecho en tanto tiempo. Lo siento, cariño. No soy el hombre que fui.
Ella se puso de lado y le restregó el hombro, el que se lesionó diez años atrás, mediada la cuarentena, y que nunca se le había arreglado del todo.
– Me gusta esta parte de la vida -dijo ella-. Más lenta, más plena. Me gusta que no estemos continuamente haciendo el amor. -Hablar así era típico de Sylvie. Quería decir: «Que no lo hagamos casi nunca»-. Eso hace que la experiencia… de alguna manera, cuando ha pasado suficiente tiempo para redescubrir… sea más nueva.
– Inventiva. Absolutamente inspirada. «Redescubrir.» La mayoría de la gente ve las nueve décimas partes del vaso vacías. Mi mujer lo ve con la décima parte llena.
– Por eso te casaste conmigo.
– ¡Ah! Pero cuando me casé contigo…
Ella rezongó:
– El vaso rebosaba una décima parte por el borde.
Él se dio la vuelta, apoyándose en el hombro dolorido, y la miró, alarmado.
– ¿De veras? ¿Hacíamos entonces el amor con tanta frecuencia?
Ella emitió una risa vacilante, como vehículos sobre topes tendidos en la calzada. Hundió la cara en la almohada, regocijada y enrojecida.
– Tal vez sea esta la primera vez en la historia que alguien formula esa pregunta con inquietud.
Él vio en su semblante la idea que acababa de cruzar por su mente antes de que pudiera expresarla.
– El carácter implacable del matrimonio.
Weber se rió entre dientes. El viejo eufemismo de los dos, extraído de una saga familiar clásica que se habían leído mutuamente cuando asistían a cursos avanzados en la escuela graduada, después de su licenciatura. Luego, después de Jess, se divertían entre ellos llamándolo «sexualidad». Una utilización burlona del término clínico. Durante los preliminares: «¿Tienes alguna propensión hacia la sexualidad?». Y luego: «Eso ha sido sexualidad de alta categoría». Neuropsicología en la versión hogareña.
Aquella noche, su mirada lo encontró entre los pliegues de las sábanas, profundamente complacida ante su posesión preferida, segura por su conocimiento a fondo, constantemente renovado, de aquel hombre.
– Alguien me quiere -canturreó con un recio tonillo de contralto, medio apagado por la almohada-. ¿Quién será?
Se quedó dormida en unos minutos. El yació en la oscuridad, escuchando sus ronquidos, que al cabo de un rato, por primera vez desde que los oía, pasaron de ser un ruido áspero e inanimado, como el crujido de la cama, al siseo de un animal, algo atrapado pero preservado en el cuerpo, vestigial, algo que la atracción de la luna liberaba a través del sueño.
Con una tirada de cien mil ejemplares y unas críticas previas a la publicación buenas en general, El país de la sorpresa salió al encuentro de un público lector ávido de conocer al extraño que habita en nuestro interior. Aquella obra era la culminación de una segunda y larga carrera, una que Weber nunca había esperado emprender. No había dicho nada a nadie excepto a Cavanaugh y Sylvie, pero ese libro sería su última incursión de tales características. Su próxima obra, si se le concedía el tiempo para escribirla, iría dirigida a un público muy diferente.
Detestaba la promoción, la obligación de actuar en público. Hasta entonces había podido compaginarlo con el trabajo, gracias a sus eficientes colegas y a los estudiantes graduados, llenos de motivación, que le sustituían en el laboratorio durante su ausencia. Pero no podía restar más tiempo a la investigación, ahora que la investigación cerebral había dejado de ser una actividad marginal. La tecnología del escáner y los fármacos estaban abriendo el profundo misterio de la mente. En la década transcurrida desde la publicación del primer libro de Weber se habían obtenido más conocimientos sobre la última frontera que en los cinco mil años anteriores. Objetivos inimaginables cuando Weber comenzó a escribir El país de la sorpresa se exponían ahora en las más acreditadas conferencias profesionales. Distinguidos investigadores se atrevían a hablar de la posibilidad de crear un modelo mecánico de la memoria y encontrar las estructuras detrás de los qualia, incluso elaborar una completa descripción funcional de la conciencia. Ninguna antología popular que Weber fuese capaz de compilar podría compararse con semejantes tesoros.
El arte de la reflexión sobre historiales clínicos pertenecía al tiempo de ocio, pero de alguna manera se había metido por medio y convertido en su principal tarea. Era demasiado pronto para eso. Ramón y Cajal, el Cronos del panteón de Weber, decía que los problemas científicos nunca se agotan; los científicos, sí. Weber aún no se sentía agotado. Lo mejor aún estaba por llegar.
Sin embargo, había interrumpido el trabajo para viajar a las Llanuras Centrales, a miles de kilómetros de distancia, y entrevistar al paciente de Capgras. Era cierto que su actual proyecto de laboratorio concernía a la orquestación en el hemisferio izquierdo de los sistemas de creencias y la alteración de los recuerdos para que encajen en ellas. Pero todo cuanto había aprendido al conversar con aquel paciente de Nebraska era anecdótico en el mejor de los casos. Pocos días después de su regreso a Stony Brook empezaba a ver el viaje como la última de una larga serie de exploraciones que ahora cederían el paso a una investigación más sistemática y sólida.
Pero en cierto modo no le gustaba la dirección hacia la que se encaminaba el conocimiento. La rápida convergencia de la neurociencia alrededor de ciertas suposiciones funcionalistas empezaba a hacer que Weber se distanciara. Su campo de estudio estaba sucumbiendo bajo uno de esos antiguos impulsos sobre los que debería verter luz: la mentalidad gregaria. A medida que la neurociencia disfrutaba de un creciente poder instrumental, los pensamientos de Weber se alejaban perversamente de los mapas cognitivos y los mecanismos deterministas al nivel de las neuronas, hacia procesos psicológicos emergentes, de nivel superior, que, en sus días malos, casi podían sonar a élan vital. Pero en la eterna división entre mente y cerebro, psicología y neurología, necesidades y neurotransmisores, símbolos y cambio sináptico, el único engaño consistía en pensar que los dos dominios podían seguir separados durante mucho más tiempo.
Cuando estudiaba en el instituto Chaminade de Dayton, Weber había iniciado su vida intelectual como freudiano empedernido (el cerebro como una tubería hidráulica de la espectacular planta depuradora de la mente), cualquier cosa que pudiera confundir a sus religiosos profesores. En la escuela graduada se dedicó a hostigar a los freudianos, aunque trató de evitar los peores excesos conductistas. Cuando estalló la contrarrevolución cognitiva, su pequeña faceta regida por el condicionamiento operante se refrenó y quiso insistir en que aquello «seguía sin explicarlo todo». Como clínico tuvo que someterse al azote farmacológico. Sin embargo, experimentaba una verdadera tristeza, la tristeza de la consumación, al escuchar a un sujeto que llevaba años debatiéndose con la ansiedad, la culpa suicida y el fanatismo religioso y que, tras haber ajustado con éxito sus dosis de doxepina, le decía: «Doctor, no estoy seguro de qué era lo que me inquietaba tanto durante todo ese tiempo».
Weber sabía cómo funcionaba aquello. A lo largo de la historia, se había comparado al cerebro con el nivel más elevado de tecnología vigente: máquina de vapor, centralita telefónica, ordenador. Ahora, cuando él se aproximaba a su propio cenit profesional, el cerebro se convertía en Internet, una red distribuida, más de doscientos módulos integrados aunque independientes, modificándose mutuamente en su diálogo con otros módulos que se modifican mutuamente. Algunos de los enmarañados subsistemas de Weber se contentaron con este modelo; otros querían más. Ahora que la teoría modular ejercía un gran ascendiente sobre la mayor parte del pensamiento acerca del cerebro, Weber volvía a sus orígenes. Ahora, en la que seguramente sería la última etapa de su desarrollo intelectual, confiaba en que, en los últimos y firmes desarrollos de la neurociencia, hallaría unos procesos parecidos a los de la psicología más antigua y arraigada: represión, sublimación, rechazo, transferencia. Los encontraría en algún nivel por encima del módulo.
En una palabra, ahora Weber empezaba a pensar que tal vez había viajado a Nebraska y estudiado el caso de Mark Schluter para demostrar, por lo menos a sí mismo, que incluso aunque el síndrome de Capgras fuese del todo comprensible en términos modulares, como un problema de lesiones y conexiones interrumpidas entre regiones de una red distribuida, seguía manifestándose en procesos psicodinámicos: la reacción individual, la historia personal, la represión, la sublimación y la realización del deseo, que no podían reducirse por completo a fenómenos de bajo nivel. Tal vez la teoría estaba a punto de describir el cerebro, pero la teoría por sí sola aún no podía agotar este cerebro, presionado por los hechos y frenético por sobrevivir: Mark Schluter y su hermana impostora. El libro que esperaba a que Weber lo escribiera, tras la gira promocional de su último libro.
Llevaron a Mark a casa: no había ningún otro lugar adonde llevarlo. Cuando el célebre neurocientífico se marchó, tras ofrecer su única y simple recomendación, el doctor Hayes no pudo seguir manteniendo a Mark bajo observación en Dedham Glen. Karin se opuso a esa decisión con uñas y dientes. Mark, por su parte, estaba más que dispuesto a irse.
Antes de que él pudiera trasladarse a su casa prefabricada, ella tenía que mudarse. Había habitado durante meses en la vivienda modular, cuidando de la perra y encargándose de las tareas cotidianas. Se había deshecho del material de contrabando de Mark y había combatido a la flora y la fauna invasoras. Ahora tenía que borrar toda evidencia de que había ocupado el campamento.
– ¿Adónde irás? -le preguntó Daniel.
Estaban tendidos uno al lado del otro, boca arriba, sobre el futón en el desnudo suelo de roble. Eran las seis de la mañana de un miércoles, avanzado el mes de junio. En las últimas semanas, ella había pasado más noches en la celda monacal de aquel hombre. Había tomado posesión de su cocina y encendido cigarrillos en el baño, haciendo correr el agua mientras fumaba y expulsando el humo al aire cómplice a través de la ventana abierta. Pero nunca había conservado ni siquiera un par de calcetines de repuesto en el cajón vacío que él le había destinado.
Se volvió de costado, para que él pudiera besuquearla. De ese modo era más fácil hablar. Ella lo hizo con una voz incorpórea.
– No sé… no puedo permitirme dos alquileres. Ni siquiera puedo permitirme uno. Yo… he puesto en venta mi vivienda en South Sioux. No quería decírtelo. No quería… ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Cuánto tiempo más puedo…? Vuelta a empezar, después de todo lo que he conseguido… Pero no puedo abandonarle. Ya sabes cómo es ahora. Sabes lo que ocurriría si lo dejara solo.
– No estaría solo.
Se volvió hacia él y le miró a la luz creciente del amanecer. ¿De qué lado estás?
– Si lo dejo en manos de sus amigos, no llegará vivo a fin de año. Le pegarán un tiro en algún accidente de caza. Se lo llevarán de nuevo a hacer carreras.
– Otros podemos echar una mano para vigilarle. Yo estoy aquí.
Karin se inclinó hacia él y lo abrazó.
– Oh, Daniel. No acabo de entenderte. ¿Por qué eres tan bueno? ¿Qué ganas con esto?
Él le puso la mano en la cadera y la acarició, como podría acariciar a un cervato recién nacido.
– No tengo afán de lucro.
Ella deslizó los dedos por su cuello. Daniel era como las aves. Una vez se le enseñaba la ruta, no se apartaba de ella y regresaba, mientras hubiera todavía un lugar, siempre regresaba a casa.
– Entre tú y él me estáis rompiendo el corazón.
Intercambiaron miradas, pero ninguno fue más allá. Él se limitó a hacer un gesto de asentimiento que era totalmente ambiguo.
– Pequeños pasos -dijo.
Ella agachó la cabeza, su cabellera cobriza.
– No sé qué significa eso.
– Es muy sencillo. Puedes estar aquí. Puedes quedarte aquí, conmigo.
No podría haberlo expuesto mejor. Ni una concesión ni una orden. Tan solo una afirmación, la mejor posibilidad para los dos.
– Pequeños pasos -replicó ella. Solo durante un breve período, solo hasta que Mark…-. ¿No te molestará si…?
En el rostro de Daniel se reflejó el dolor que sentía. ¿Había hecho alguna vez ella algo que le molestara? Sacudió la cabeza, su buena voluntad venciendo al recuerdo.
– Si no me lo acabas echando tú en cara…
– No será mucho tiempo -le prometió ella-. No hay mucho más que yo pueda hacer. O se recupera pronto o…
Se interrumpió al ver la expresión de Daniel. Su intención había sido asegurarle que no invadiría su territorio, pero al pronunciar las palabras le habían sonado como una bofetada.
Se inclinó de nuevo hacia él, sus miembros formando una frágil maraña, la primera vez en varios años que permanecían juntos en plena luz del día. Ella lo notaba en la yacija que era el pecho masculino, lo saboreaba en la dicha de su boca fruncida. A fin de enderezar lo errado, él podía perdonárselo todo. Todo excepto la seguridad y la ocultación.
Karin abandonó la casa prefabricada, borrando sus huellas. Daniel, el experto rastreador que podía permanecer inmóvil y desaparecer en el aire, la ayudó. Ella había restaurado el caos de Mark, devolviéndolo al estado que recordaba. Diseminó los discos compactos. Compró otro póster de una chica para sustituir al que había destrozado: una rubia con vestido de algodón a cuadros ligeramente desgarrado, sujetando en sus grasientas manos una gran llave inglesa y cernida sobre una camioneta roja como la sangre. No tenía ni idea de qué hacer con Blackie. Pensó en llevarse la perra al piso de Daniel, por lo menos hasta que observaran cómo estaba Mark una vez en casa. En su estado actual, tal vez atacaría a la perra, la echaría de casa o le administraría laxantes a granel. A Daniel no le importaría que otro ser vivo compartiera su refugio. Pero Karin no podía hacerle eso a la perra.
El doctor Hayes firmó el alta, y Dedham Glen dejó a Mark Schluter en manos del único familiar que le reconocía, aunque él no le correspondiera. Barbara preguntó si podía ser de ayuda.
– Muchísimas gracias -respondió Karin-. Creo que tenemos resuelta la mudanza. Lo que me preocupa es la próxima semana, y la siguiente. ¿Qué debo hacer, Barbara? La compañía aseguradora no cubrirá una atención a domicilio prolongada, y voy a tener que empezar a trabajar.
– Yo seguiré aquí. Él tendrá que acudir a las citas regulares con el terapeuta cognitivo, y cuando lo haga podré ir a ver cómo sigue y qué necesita, si eso sirve de ayuda.
– ¿Cómo? Ya nos has dado demasiado. Jamás podría devolverte…
La cuidadora irradiaba una extraña serenidad. Su mano sobre el hombro de Karin transmitía una absoluta certeza.
– Todo saldrá bien. Nadie se queda sin recompensa, de una manera o de otra. Veamos qué tal van las cosas.
Karin le pidió a Bonnie Travis que la ayudara en el traslado de Mark a casa. Mark recorrió el centro sanitario, despidiéndose de sus compañeros internos.
– ¿Lo veis? -les dijo-. No es una sentencia de muerte. Finalmente os dejarán libres. Si no lo hacen, llamadme y vendré a sacaros.
Pero cuando Karin detuvo el coche, él se negó a subir. Permaneció en el bordillo, rodeado de su equipaje. Ya no llevaba gorro, y su cabello era un fino pelaje. Su rostro se ensombreció al recordar.
– Quieres salirte de la carretera con este cacharro japonés, conmigo dentro. ¿Es ese el plan? ¿Quieres terminar lo que tenía que haber ocurrido desde el principio?
– Sube al coche, Mark. Si quisiera hacerte daño, ¿arriesgaría mi vida?
– Eh, vosotros, ¿habéis oído eso? ¿Habéis oído lo que ha dicho esta mujer?
– Mark, por favor. No te va a pasar nada. Anda, sube al coche.
– Déjame conducir. Subiré si me dejas conducir. ¿Veis? No me da las llaves. Siempre he llevado a mi hermana en coche a todas partes. Cuando estamos juntos, ella nunca conduce.
– Ven conmigo -le dijo Bonnie.
Él reflexionó sobre el ofrecimiento.
– Eso podría estar bien -respondió-, pero esta mujer tiene que esperar aquí diez minutos después de que nos marchemos. No quiero que intente hacer alguna trastada.
Flotaba en el aire un denso olor a estiércol y pesticida. Los campos (soja apelmazada, maíz hasta la altura de la espinilla, pastos punteados de vacas resignadas a su destino) ondulaban en todas direcciones. Cuando Karin llegó a la casa prefabricada, Mark estaba en los escalones de la entrada, la cabeza en el regazo de Bonnie, llorando. La joven le acariciaba la pelusa de la cabeza, esforzándose por consolarle. Al ver aproximarse a Karin, Mark se puso en pie y le habló a gritos.
– Dime qué está pasando aquí. Primero la camioneta, luego mi hermana. Ahora se han llevado mi casa.
Alzó los codos mientras el resto del cuerpo se le encogía. Estiró el cuello en tres direcciones, como si el próximo ataque pudiera venir de cualquier parte. Ella giró la cabeza y vio, a través del parpadeo de los ojos de su hermano, que el familiar barrio se había vuelto extraño. Se volvió hacia el joven que estaba sentado y arañaba los escalones de hormigón. Él la miraba fijamente, buscando a alguien, la que ella había sido pero ya no era. La única que podía ayudarle. Sintió que la desgarraba la necesidad que su hermano tenía de ella, algo peor que su propia impotencia.
Ambas mujeres le consolaron durante largo rato. Señalaron las calles, las casas, el arce sacarino que él había plantado en la extensión de césped, el boquete en la pared izquierda del garaje que él hiciera ocho meses atrás. Karin rogó por que alguno de los vecinos saliera a saludarles. Pero todos los seres vivos se ocultaban ante aquella epidemia.
Karin pensó en la posibilidad de meterlo de nuevo en el coche de Bonnie y llevarlo de regreso a Dedham Glen. Pero gradualmente los gemidos de Mark cedieron paso a una risita de asombro.
– Han hecho un trabajo increíble. Lo han reproducido todo casi exactamente igual. ¡Cielos! ¿Cuánto habrá costado esto? Es como una película de presupuesto millonario sobre mi vida. La historia de Harry Truman.
Por fin entró en la casa. Se detuvo cerca de Bonnie en la sala y volvió la cabeza a uno y otro lado, sorprendido y chascando la lengua.
– Mi padre me decía que montaron el alunizaje en un hangar insonorizado al sur de California. Siempre pensé que estaba loco.
Karin dio un resoplido.
– Estaba loco, Mark. ¿Recuerdas su creencia de que la armada podía reordenar cuánticamente las moléculas de un buque de guerra para volverlo invisible?
Mark la miró con fijeza.
– ¿Cómo sabes que no pueden hacer eso?
Interrogó a Bonnie con los ojos, pero ella se encogió de hombros. Miró de nuevo la imagen a tamaño natural de su hogar, meneando la cabeza con incredulidad.
Karin se sentó en el falso sofá, sintiéndose profundamente desanimada. Aquella niebla nunca se disiparía. Pronto su hermano estaría en lo cierto: las vidas de los dos serían una copia de sí mismas. Mientras Bonnie sacaba el equipaje del maletero, Karin trató de recuperarse. Acompañó a Mark en un recorrido por la casa. Le mostró la rotura en el ángulo del espejo del botiquín. Rebuscó en el armario ropero, donde le esperaban los pantalones cortos veraniegos y las camisetas con inscripciones estampadas. Abrió el cajón lleno de fotos sueltas, incluidas docenas en las que aparecían los dos juntos. Le indicó el revistero, con los tres nuevos números atrasados de Truckin' Magazine.
Ninguno de aquellos objetos llamó la atención de Mark, cuyos ojos solo se fijaron en el nuevo póster. Se le ensombreció el rostro.
– Este no es el póster que puse aquí.
Karin dejó escapar un gemido.
– De acuerdo. Déjame que te lo explique.
– Eso no es mío. Jamás pondría mis manos encima en algo con ese aspecto. Es el peor modelaje que he visto en mi vida.
Karin parpadeó antes de darse cuenta de que se refería a la camioneta.
– La culpa es mía, Mark. Rompí el tuyo por accidente y lo sustituí por este.
Él se detuvo y la miró con los ojos entrecerrados.
– Exactamente la misma clase de idioteces que hacía mi hermana.
Por un momento, ella no pudo respirar. Le tendió los brazos, vacilante pero desesperada.
– ¡Oh, Mark! ¡Mark! Perdóname si algo que he dicho o hecho…
– Pero mi hermana habría tenido suficiente buen juicio para no sustituir una Chevy Cameo de 1957 por una mierda de Mazda de 1990.
Ella no pudo contenerse. Las lágrimas silenciosas, detenidas en las mejillas, le dejaron tan perplejo que le tocó la frente con una mano. Este gesto emocionó a Karin más que cualquier otra cosa desde que él recuperase el habla. Se rehízo, ahogó el llanto con risas y borró el embarazoso momento agitando la mano en un gesto de rechazo.
– Escucha, Mark. Tengo que confesarte algo. Nunca he tenido tantos conocimientos sobre camionetas como probablemente te hice creer.
– Eso es lo que estoy diciendo, pero gracias por admitirlo. Simplifica un poco la vida.
Mark siguió recorriendo la casa, señalando cada posavasos para los botellines de cerveza que habían cambiado de sitio desde la noche del accidente. Iba chascando la lengua al caminar, sacudía la cabeza y repetía: «No, no, no. Esta casa no es mi Homestar».
Bonnie entró las bolsas de lona y empezó a seguirle.
– Arreglaremos las cosas, Marker. Lo pondremos todo tal como te gusta.
Karin se sentó en la cama y se sujetó la cabeza con las manos mientras escuchaba cómo Mark repudiaba su casa adquirida por catálogo. Pero la precisión con que él recordaba los más pequeños detalles le daba una esperanza prohibida. Ella misma ya no podía reconocer su propio piso, en aquellos viajes rápidos que hacía a South Sioux City para preparar su venta.
– Espera -le dijo él- Sé cómo averiguar de una vez por todas si esta casa es auténtica o no. Quedaos aquí las dos. ¡No miréis! Que no descubra a ninguna de las dos espiando.
Fue a la cocina. Bonnie dirigió a Karin una mirada inquisitiva. Karin estaba desanimada, pues sabía qué era lo que Mark buscaba. Le oyó arrodillarse y rebuscar en el armarito debajo del fregadero. Una vieja y heredada vergüenza le impidió llamarle, antiguos secretos familiares que los incomunicaba.
Él regresó con una expresión triunfante.
– Te dije que este sitio es una falsificación. Falta algo mío, algo que ellos no duplicarían.
Miró a Bonnie de una manera significativa. La muchacha, apoyada en un taburete de bar, miró a Karin. Esta solo tenía que decir: «Mira, Mark, eché tu alijo al váter y tiré de la cadena». Pero no pudo. No podía decirle que sabía que se drogaba, que tal vez incluso lo hizo la noche del accidente. De todos modos, eso no serviría de nada. A él se le ocurriría otra teoría, sin que le afectara algo tan nimio como los hechos.
Mark volvió y se sentó a su lado en el sofá. Parecía a punto de rodearla con el brazo.
– Sé que has de fingir ignorancia. Ese es tu trabajo. Lo acepto. Pero dime si estoy en peligro. En los dos últimos meses hemos llegado a conocernos lo bastante bien como para que me digas eso. Dime si volverán a hacerme daño, ¿quieres?
Karin agitó las manos, como un chimpancé que se debatiera con el lenguaje de signos. Bonnie respondió en su lugar.
– Nadie va a hacerte daño, Mark. No mientras nosotras estemos contigo.
– ¡Por Dios! ¡No se habrían gastado tanto dinero si no se propusieran terminar el trabajo que dejaron a medias el 20 de febrero de 2002! ¿No es cierto? Vamos. Echemos un vistazo fuera.
Salió de la casa y echó a andar por la calle Carson. Las mujeres le siguieron. Todas las casas de la manzana eran variaciones de su Homestar. La reciente parcelación acogería las primeras estructuras nuevas que se añadirían a la atrasada localidad de Farview desde la crisis agrícola. A lo largo de la calle se veía movimiento de cortinas, pero nadie salió de casa para charlar con un mecánico de matadero que sufría una lesión cerebral.
Mark avanzó calle arriba, estupefacto.
– Esto debe de haber costado una fortuna. Debe de haber mil ojos observándome. Ojalá supiera por qué me he vuelto tan importante.
Bonnie le tomó del brazo. Karin se esperaba que fuera a decirle alguna cosa de carácter religioso, como que Dios alimentaba a los gorriones a pesar de los mil ojos que los observaban. Pero la inteligencia que demostró al no decir nada la sorprendió.
Mark giró sobre sus talones.
– Me gustaría saber dónde estamos exactamente.
Karin se llevó las manos a las sienes.
– Ya has visto cómo hemos venido desde la ciudad.
– Bueno, la verdad es que he ido mirando un poco por la luneta trasera.
Sonrió con cierta timidez.
– Al sur del condado y en línea recta hacia el oeste, a trece kilómetros de Greyser. El lugar de siempre. Has visto las granjas de todo el mundo.
Él le asió el brazo y se puso rígido.
– Espera un momento. ¿Me estás diciendo que la ciudad entera…?
Karin soltó una risita ahogada. Sintió que estaba perdiendo la paciencia. La tensión de la vida cotidiana en el recién descubierto territorio de su hermano la estaba deprimiendo. Kearney, Nebraska: una falsificación colosal, una réplica hueca de tamaño natural. Eso mismo era lo que ella pensaba en su adolescencia. Y luego volvería a pensarlo, cada vez que regresaba durante la enfermedad terminal de su madre. El mundo de la pradera. Sus risitas se hicieron más fuertes. Se volvió para mirar a Bonnie, cuyo rostro exhibía una alelada sonrisa petrificada. La joven le devolvió la mirada, asustada, y no por Mark.
– Ayúdame -logró decir Karin antes de sufrir un nuevo acceso de risita nerviosa.
Bonnie se decidió por fin a aceptar el envite. Guió a Mark de regreso a la Homestar, inclinándose hacia él y trazando grandes óvalos en su espalda, como si practicara la caligrafía cursiva.
– Eso no es lo que está diciendo, Mark. Está diciendo que esa es tu casa y que está aquí, donde realmente vives. Y yo te digo que me ocuparé personalmente de dejar tu nido tal como te gusta.
– ¿De veras? ¿Incluye eso tu mudanza a mi casa? Oh, sí, un toque femenino. Las mejores cosas de la vida. Pero me olvidaba: probablemente querrás esperar al papeleo. Que sea por completo legal y todas esas mandangas. ¿No vamos a jugar a papás y mamás?
Bonnie se ruborizó y lo condujo hacia la casa. A lo largo del camino, Mark fue señalando pequeñas anomalías que encontraba: un árbol que no estaba en su sitio, un coche erróneo en el sendero de acceso. Cada desesperado logro de su memoria le revitalizaba un poco. Un cobertizo de herramientas de un vecino situado cuatro metros más allá hacia el oeste le llenó de regocijo. Su memoria visual dejaba helada a Karin. De alguna manera, el daño sufrido le había desbloqueado, eliminando las categorías mentales que obstaculizaban la verdadera visión. Lo supuesto ya no se imponía a lo observado. Ahora cada mirada producía su propio paisaje nuevo.
Cuando estuvieron de regreso en casa, vieron que Blackie se había escapado del patio trasero y se paseaba por los escalones de la entrada, jadeando frenéticamente. Retrocedió, gañendo, al recordar el mal trato que había sufrido a manos de su amo la última vez que lo vio. Pero unos recuerdos de más largo alcance se impusieron al temor. Cuando los seres humanos se aproximaban, corrió por el césped, alegre y sufriente, saltando adelante pero fintando a un lado, dispuesta a huir al menor gesto extraño. Mark permanecía quieto, lo cual envalentonó al animal hasta que se abalanzó sobre él, le empujó el torso con las patas y a punto estuvo de derribarlo. Cuanto más inferior es el cerebro, tanto más lenta es la desaparición de los sentimientos. Es posible que en una lombriz de tierra el amor no se extinga jamás.
Mark tomó las patas de su perra y bailó con ella un vals sin demasiada convicción.
– ¡Mirad este patético bicho! Ni siquiera sabe quién no es. Alguien la ha adiestrado para que sea mi perra, y ahora ni siquiera sabe qué otra cosa ser. Supongo que voy a tener que cuidar de ti, ¿verdad, chica? ¿Quién lo hará si yo no lo hago?
Cuando los cuatro regresaron al interior, Mark dirigía un torrente de órdenes a la alegre perra.
– Bueno, ¿cómo diablos se supone que tengo que llamarte? ¿Eh? ¿Qué nombre te pongo? ¿Qué te parece Blackie Dos?
El animal ladró lleno de júbilo.
Iban a por Mark Schluter: eso era evidente. Un hombre tendría que ser un vegetal para no percatarse de ello. Estaban haciendo con él alguna clase de experimento, tan malo en ciertos aspectos que haría reír incluso a un niño convencido todavía de que Papá Noel existe, pero por otra parte tan complejo que él no podía ni imaginar qué había detrás.
De acuerdo, algo sucedió en el hospital la noche en que le operaron. Algún error que tuvieron que ocultar. O quizá no: el misterio debió de haber comenzado horas antes de ese momento. Con el accidente, que, claramente, no pudo haber sido un accidente. ¿Un excelente conductor vuelca con un vehículo de fantástico manejo en una carretera tirada a cordel y en medio de ninguna parte? Podías creer una cosa así, claro, siempre que no estuvieras en tu sano juicio.
Pero fue entonces cuando empezó todo, los cambios y los impostores, toda la basura médica para hacer creer a Mark Schluter que no es quien cree ser. Necesita un testigo, pero allí no había nadie. Rupp y Cain juran que ellos no estaban presentes. Y los médicos le han eliminado quirúrgicamente el recuerdo de aquella noche mientras estaba en la mesa de operaciones. El secreto está fuera, en los campos desiertos. Pero el grano está volviendo a crecer, y la cosecha del verano cubrirá todas las pruebas. Mark necesita un testigo, pero nadie vio lo sucedido aquella noche excepto las aves. Capturadle una de aquellas grullas, una que estuviera presente, en la orilla del río. Encontradle una grulla y tomadle juramento. Explorad su cerebro.
Porque todo comenzó con el accidente. Ahora todo el mundo dice: «Mark, Mark es diferente, está perdiendo el control». Como si esa fuese la cuestión. Como si fuese él quien ha cambiado. La auténtica cuestión está oculta detrás de los dobles. Él tiene una sola pista. Una sola cosa firme más allá de la duda: la nota. Las palabras de la persona que le encontró, el único espectador de los acontecimientos de aquella noche, antes de que se instalara el misterio. La nota que habían tratado de escamotearle.
Su única pista, por lo que debía tener cuidado. No debía precipitarse a actuar. Era preciso tomar las cosas tal como venían. Rupp y Cain prometen acompañarle a comprar una camioneta. La empresa le envía cheques por no hacer nada. Pero eso no durará eternamente; al final tendrá que volver. Pero de momento permanece a la espera y elabora su plan. Le pide a Bonnie Travis que le lleve a la iglesia. La chica pertenece a una de esas células renegadas desgajadas del protestantismo, que responde al nombre de Los Camareros de la Sala Superior, una presunta religión que, una de las cosas más absurdas que él ha oído jamás, ha sido declarada entidad no lucrativa. Se reúnen el domingo, temprano, para celebrar unos maratonianos servicios de dos horas en una oficina de empresa inmobiliaria que ha sido acondicionada, encima de la tienda de pasatiempos Second Life. Durante años Bonnie ha rogado a Mark que acuda al servicio religioso, a fin de compensar por los diversos mandamientos que se cargaban juntos los sábados por la noche.
Mark juró abandonar la religión en cuanto cumplió los dieciséis años y su padre le declaró apto para la condenación que él mismo eligiera. Nadie encajará tranquilamente la teoría de los supervivientes del Apocalipsis tras haber sido criado por una madre que se tuteaba con el Gran Castigador.
Cuando Mark desbarra sobre Jesús, Bonnie se sube por las paredes, y por ello, a lo largo de los años, han adquirido una notable destreza evitando el tema. Aunque llovieran ranas y sangre, ellos adoptarían la actitud de quien pregunta: «¿Te has traído el paraguas?». Por este motivo, cuando Mark le pide que la lleve a la Sala Superior, la mujer actúa como si los siete sellos se hubieran puesto a ladrar.
¡Claro que sí, Mark! Di al menos la palabra.
Pero ¿qué palabra tengo que decir? ¿«Matusalén»? ¿«Concesión»?
Por lo menos ella se ríe. Por supuesto, puede ir cuando quiera. ¡Este domingo! Y entretanto en el rostro de Bonnie se refleja lo que siente: «¿Es esto una broma? He rogado durante años para que sucediera».
El domingo por la mañana va a buscarle en su coche. Está muy atractiva, con un vestido corto azul celeste de cuello blanco, como la fantasía cromada de una cantante en un vídeo de la MTV acerca de la primera comunión de una niña de Nebraska en los años cincuenta. De veras, él podría correrse con solo mirarla, aunque eso no sería del todo apropiado, dadas las circunstancias. Por la mirada que ella le dirige, Mark ha cometido algún error de cálculo. No puede tratarse de su indumentaria: sus elegantes pantalones de color caqui, a los que Rupp llama sus pantalones de boda, una bonita y limpia camisa tejana y su mejor corbata bolo. No, es otra cosa que él no puede figurarse. Sube al coche de Bonnie y esta se dirige a la Sala Superior en silencio. Y permanece así durante las dos horas de espectáculo, moviendo la cabeza de un lado a otro, mirándole, como si a él le estuviera saliendo una araña de la nariz. Luego, de nuevo en el coche, tirándose del borde del vestido como si de repente no quisiera que fuese tan corto, está irritada.
Apenas has escuchado una sola de las palabras que decía el reverendo Billy.
Claro que sí. La parte sobre la repoblación de Palestina, el cumplimiento de la profecía y todo eso.
Y no has partido el pan con nosotros.
Bueno, nunca se sabe por qué manos puede haber pasado.
¿Por qué te has molestado en venir? Te has pasado todo el tiempo mirado a la congregación y agitando ese papelito tuyo, como una especie de llamamiento.
¿Cómo puede él decírselo? Si existe de veras un ángel de la guarda escondido, negándose a identificarse, afirmando «Dios me ha conducido a ti», lo más probable es que se encuentre en alguna parte de la Sala Superior.
Ese mismo día, por la tarde, Bonnie regresa con la supuesta hermana de Mark, mientras él está buscando iglesias en las páginas amarillas de Kearney. La lista le causa dolor de cabeza, y tal vez refunfuña un poco.
¿Será posible? Pero mira cuántas… Salen como setas. ¿Para qué necesita tantas iglesias una ciudad de este tamaño? Tenemos más confesiones religiosas que habitantes.
Bonnie se desliza detrás de él y le restriega la espalda. Eso podría aliviarle, pero la falsa Karin se sienta a su lado y se inclina hasta que su cara queda ante la suya.
¿Qué te pasa, Mark? ¿Qué quieres? Podemos ayudarte.
Él permanece inmóvil como una piedra. Les dice: Puedo ir a un par de iglesias cada domingo.
Te acompañaré, se ofrece Bonnie, apretándole los hombros.
Pero… ¿cómo? Estas iglesias no son de tu credo.
Ella se echa hacia atrás y rompe a reír, como si él hubiera dicho algo gracioso. ¡Tampoco son del tuyo, Mark!
Él pasa la mano por la lista de las páginas amarillas. Ya sabes a qué me refiero. Estas iglesias son todas… lo que sea. Baptistas, metodistas y todo eso. Tú perteneces a la Sala Superior.
¿Y qué? No van a cerrarme el paso en la puerta.
Podrían hacerlo. El Homo sapiens puede ser muy territorial.
Si no me dejan pasar, ¿por qué habrían de dejarte a ti?
Porque no soy nada. Nadie impide a nada que se meta en cualquier parte. A uno que no es nadie aún pueden convertirlo.
La seudohermana extiende una mano para tocarle, pero se detiene. Mark. Cariño. ¿Quieres saber quién escribió esa nota?
Como si se estuviera graduando en lectura de la mente.
Tal vez podríamos poner un anuncio en el periódico, o algo así.
¡Nada de anuncios! Probablemente grita un poco. Incluso él mismo se sobresalta. Pero es que quienquiera que escribiese la nota también podría saber lo que le sucedió a su hermana. Y si los que se apoderaron de su hermana dan primero con el autor de la nota…
Esto trastorna a la sustituta de su hermana. Por algún motivo, no es una simple actuación. Se tira del pelo, como Karin siempre hace. Le saca de quicio.
¿Qué puedo hacer, Mark? De acuerdo, quien escribió esa nota cree en Dios. En los ángeles de la guarda. ¡Todo el mundo en Nebraska cree en los ángeles de la guarda! Yo misma creo en ellos, si…
Se interrumpe, casi como si diera el asunto por zanjado. ¿Si qué?, pregunta él. ¿Si qué?
Como ella no le responde, él toma un papel y empieza a copiar direcciones. «Iglesia de Jesucristo Alfa y Omega.» «Biblia de Antioquia…»
Créeme, Mark. Esto es una locura, totalmente absurdo.
No tan absurdo como que ese ángel de la guarda me encontrara allí, en la oscuridad, fuera de la carretera. En pleno invierno. En medio de ninguna parte. ¿Cuáles son las probabilidades de que ocurra eso?
Bonnie, por lo menos, es fiel a su palabra. Cree que salvará el alma de Mark. Tal vez sea así. Cada domingo se ponen sus mejores prendas de vestir y van a la iglesia, como una pareja de novios salidos del capítulo sobre los pioneros en un libro de texto. Si luego hicieran el amor, él estaría en el séptimo cielo. Pero lo máximo que puede esperar tras el servicio religioso es una buena comida. Van a Phil's o el Hearth Stone, locales frecuentados por muchas personas mayores. A juzgar por la caligrafía insegura, el autor de la nota debe de ser un anciano. Tanto en las iglesias como en los restaurantes, Mark pone la nota en un lugar bien visible. Incluso camina con ella en la mano, agitándola bajo las narices de los transeúntes. Pero nadie pica. Y no fingen ignorancia. Él reconocería el fingimiento con los ojos cerrados.
Cuando regresan, oye por casualidad a la agente especial que se hace pasar por su hermana hablando con Bonnie. Quiere conocer todos los detalles. ¿Por qué esta chica ha de informar sobre él? Es posible que sea su traílla, que esté ayudando a montar la farsa. Pero no puede enfrentarse a ella. Todavía no.
La mujer que pretende ser Karin sigue viniendo, casi a diario. Trae la compra y no quiere cobrarla. Todo resulta muy sospechoso, pero la mayor parte de la comida está herméticamente envasada y, en general, sabe muy bien. A veces cocina para él, vete a saber por qué. Pero la situación parece inmejorable, por lo menos hasta que sepa qué va a costarle.
Una tarde, cuando él está solo, cavando otro hoyo para fijar el poste del buzón, ella lo acorrala. Desde que abandonó las Glándulas del Muerto, no recibe más que correo basura. Instalaron mal el buzón, y el cartero podría estar equivocándose. Su hermana podría haber estado escribiéndole durante todo este tiempo, y nadie se habría enterado.
No está donde estaba antes, le dice Mark.
Ella finge horrorizarse. ¿Dónde estaba antes?
Es difícil saberlo con exactitud. No se puede tomar medidas sin una referencia. ¿Qué podría utilizar como punto de partida? Todo está varios metros desplazado.
Él mira hacia los pocos árboles diseminados que bordean el conjunto de casas llamado River Run. Más allá del grupo de casas, un solo y verde maizal se extiende ondulante hasta el horizonte. Por un momento, el suelo se licua, como él y su auténtica hermana le obligaban a hacer de niños, girando como peonzas y deteniéndose en seco. Mira a la sustituta de Karin. También ella parece tambaleante.
Tenemos que hablar, Mark. Acerca de la nota.
Él se yergue desde el hoyo del poste. ¿Acaso sabes algo?
Yo… ojalá lo supiera. Veamos, Mark. ¡Mark! Estate quieto. Escúchame. Si la persona que escribió esta nota todavía no se ha puesto en contacto con nosotros, es porque quiere ser… desinteresado. Anónimo. No quiere ser un héroe ni atribuirse el mérito. No quiere que sepas quién es. Lo único que quiere es que vivas tu vida.
Él introduce el azadón en la tierra reseca. Entonces, ¿de qué coño sirve que me deje una nota? ¿Por qué se habría molestado en hacer eso?
Quería que te sintieras protegido. Conectado.
¿Conectado? ¿Conectado a qué? Tira la pala al suelo y la pisotea, agitando los brazos como culebras. ¿El señor Ángel Anónimo Invisible? ¿Ese hará que me sienta seguro? ¿Conectado?
¿Por qué tienes que…?
Él casi la golpea. Quien escribió esta nota me salvó la vida. Si pudiera encontrarle, entonces podría averiguar qué…
Pierde el dominio de sí mismo y se siente como un estúpido. Pero no le importa que le vea llorar. Ella también lo hace. Lo que sea. Le imita como un mono.
Lo sé. Sé lo que sientes, le dice ella. Y es casi como si fuera cierto. ¿De veras tienes que conocer a quien escribió esta nota?, le pregunta. ¿Serviría de algo si descubrieras que ese…? Basta, Mark. ¡No! Dime lo que estás pensando. ¿Tan solo quieres darle las gracias? ¿Quieres…? Qué sé yo. ¿Crees que podrías llegar a conocerle? ¿Hacerte amigo suyo?
Es como si ella se hubiera materializado, salida de ninguna parte. Intentando ser de repente la persona a la que estaba imitando.
Me tiene sin cuidado quién sea realmente el tipo. Podría ser un nonagenario lituano que soba a las niñas.
Entonces, ¿por qué te esfuerzas tanto por encontrarlo?
Mark Schluter se coge la cabeza con ambas manos y la mueve a uno y otro lado. Hay demonios guardianes por todas partes. Pisotea el suelo con sus embarradas botas de trabajo, tratando de cegar el hoyo del poste recién abierto.
Lee la nota. Anda, lee la puñetera nota. Introduce dos dedos en el bolsillo del mono y saca el trozo de papel doblado. Ahora siempre lo lleva encima, cerca de su piel. Ella no coge el papel.
«Para que puedas vivir», lee él, sosteniendo la nota ante su cara. «Y traer de vuelta a alguien más.»
Ella se sienta en la tierra, a su lado, casi tocándole. Una extraña calma se apodera de los dos.
¿Traer a alguien de vuelta?, pregunta Karin, como si ella misma pudiera desear tal cosa.
Él se lanza hacia delante, fuera del hoyo. Ella cae hacia atrás, alzando los brazos para detenerlo. Pero lo único que él desea es tomarle la cara entre sus manos.
Tienes que ayudarme. Te lo ruego. Haré cualquier cosa que quieras. He de encontrar a esa persona.
Pero ¿por qué, Mark? ¿Qué puede darte él que yo…?
Ese hombre sabe. Sabe por qué sigo vivo. Y es algo que me gustaría saber.
Karin escribió a Gerald Weber. Este le había dicho que lo hiciera en caso de que variase la situación de Mark. No mencionó que le había visto en la televisión. No le dijo que había comprado su nuevo libro ni que le había parecido frío y manido, lleno de declaraciones recicladas sobre el cerebro humano y carente de alma. Le escribió: «Es evidente que Mark está empeorando».
Le describió los nuevos síntomas: las teorías obsesivas de Mark sobre la nota. El hecho de que ahora no solo veía dobles en las personas sino también en los lugares. Su rechazo de la casa, de la urbanización, tal vez incluso de la ciudad entera. Su deriva por un territorio tan extraño que a ella le daban escalofríos solo de pensarlo. Preguntó al doctor Weber si el accidente podría haber provocado a Mark falsos recuerdos. ¿Era posible que hubiese sucedido algo en su mapa interno, generalizador? Todo pequeño cambio hacía que Mark dividiera cada momento presente, convirtiéndolo en un mundo único.
Le mencionó un caso que aparecía en el primer libro de Weber, el de una anciana llamada Adele, la cual aseguró al doctor que ella no yacía en una cama de un hospital de Stony Brook, sino que en realidad se encontraba en su confortable vivienda, una casa antigua de dos pisos, en Old Field. Cuando el doctor Weber le señaló el costoso instrumental médico en la habitación, Adele se echó a reír: «Oh, eso no son más que accesorios para hacer que me sienta mejor. Jamás podría permitirme los aparatos auténticos».
«Paramnesia reduplicativa.» Ella copió las palabras del libro en su correo electrónico. ¿Era posible que esa fuese la afección de Mark? ¿Podía estar viendo detalles que jamás había visto antes? ¿Existían casos en los que la lesión cerebral ayudaba a la memoria? Citó el segundo libro del doctor Weber, la página 287: el hombre al que se refería como Nathan. La lesión, que estaba localizada en los lóbulos frontales del paciente, de alguna manera había destruido su censor interno y liberado unos recuerdos reprimidos mucho tiempo atrás. A los cincuenta y seis años, Nathan se percató de improviso de que, cuando contaba diecinueve, mató a otro hombre. ¿Podía ser que Mark recordara cosas antiguas acerca de sí mismo, o incluso de ella, que no podía aceptar?
Incluso mientras exponía sus teorías, no se le ocultaba que eran absurdas, pero no más que el síndrome de Capgras. El mismo Weber afirmaba en sus libros que el cerebro humano no solo era más indómito de lo que se piensa, sino más indómito de lo que el pensamiento es capaz de pensar. Le citó un pasaje de El país de la sorpresa: «Incluso la normalidad básica tiene algo de alucinatorio». Nada en el examen que el doctor Weber le hizo a Mark había permitido prever los nuevos síntomas. O bien Mark necesitaba un nuevo diagnóstico completo, o bien era ella quien sufría alucinaciones.
Recibió una animosa respuesta enviada por la secretaria de Weber. La promoción del nuevo libro requería que el doctor viajara a diecisiete ciudades de cuatro países en el transcurso de los próximos tres meses. No podría recibir ni enviar correos electrónicos, excepto en casos de emergencia, hasta el otoño. La secretaria le prometía que, a la primera oportunidad, comunicaría su mensaje al doctor Weber, y alentaba a Karin a ponerse en contacto si el estado de su hermano se agravaba más.
La respuesta encolerizó a Karin.
– Ese hombre me está eludiendo -le dijo a Daniel-. Ha obtenido lo que quería, y ahora nos da de lado.
Daniel trató de ocultar su azoramiento.
– Dudo de que tenga tiempo siquiera para eludirte. Su vida en estos momentos debe de ser una locura. Televisión, radio y prensa a diario.
– Lo supe, durante todo el tiempo que estuvo aquí. Cree que se trata de un paciente problemático. Que soy una familiar problemática. Ha leído mi correo y ha encargado a su personal que le encubra. Tal vez ni siquiera ha sitio su secretaria, tal vez ha sido él mismo, fingiendo…
– Vamos, Karin. -Daniel parecía haberse vuelto más viejo que el neurocientífico-. No sabemos…
– ¡No seas condescendiente conmigo! No me importa lo que sabemos o dejamos de saber.
– Chsss. De acuerdo. Estás enfadada. Tienes razón para estarlo. Con todo el personal médico. Con todo este asunto. Tal vez incluso enfadada con Mark.
– ¿Me estás analizando?
– No te estoy analizando. Solo veo que…
– ¿Quién coño…?
¿Te crees que eres?
Las palabras, incluso ahogadas, los enmudecieron a los dos. A Karin empezaron a temblarle las manos y se sentó, aturdida.
– Dios mío, Daniel. ¿Qué está pasando? ¿Cómo es posible que hable así? Soy él. Peor que él.
Daniel fue a su lado y la hizo revivir frotándole el brazo.
– El enojo es un sentimiento natural – replicó-. Todo el mundo se enfada.
Todos menos el santo con el que ella vivía.
Karin solicitó una cita con el doctor Hayes. Al entrar en el aparcamiento del Buen Samaritano, recordó la noche del accidente. Tuvo que permanecer diez minutos sentada en el vehículo estacionado antes de que las piernas pudieran soportar su peso.
Saludó al doctor Hayes de una manera profesional. El contador de la cita estaba en marcha. Enumeró los nuevos síntomas de Mark, que el neurólogo anotó en el historial del paciente.
– ¿Por qué no lo trae? Sería mejor que lo examinara de nuevo.
– No querrá venir -replicó Karin-. No me hará caso, ahora que vuelve a vivir solo.
– ¿No ha pensado en iniciar los trámites para obtener la tutoría legal?
– ¿Cómo… qué supondría eso? ¿Tendría que declararle mentalmente incapacitado?
Hayes le proporcionó un contacto. Karin lo anotó, embargada por la inquietante esperanza. Recurrir a la ley contra su hermano. Protegerlo de sí mismo.
– ¿Hasta qué punto su hermano está seguro de que su hogar es una falsificación?
– En una escala de diez, digamos que sería el siete.
– ¿Cómo explica él ese cambio?
– Cree que, desde el accidente, está en observación.
– Bueno, eso es cierto, ¿no? Lástima que nuestro escritor no esté aquí para ver lo que ocurre. Esta es una situación que podría haber salido directamente de uno de sus casos.
– Pero no ha salido -replicó ella, crispada.
– No. Perdone. No ha salido de ahí. -Dejó la pluma y deslizó los dedos por un grueso volumen médico encuadernado en tela verde que estaba en la estantería a sus espaldas, pero no lo sacó-. Los estudios revelan una elevada incidencia de superposición en los diversos síndromes de identificación falsa. La cuarta parte, o incluso más, de los pacientes con síndrome de Capgras desarrollan otros síntomas delirantes. Si consideramos las diferentes causas del Capgras…
– ¿Me está diciendo que podría empeorar? ¿Que podría empezar a tener cualquier clase de pensamientos? ¿Por qué nadie me ha hablado de ello hasta ahora?
Él la miró con una serenidad irritante.
– Porque nunca había sucedido antes.
El doctor Hayes quería someter a Mark a más observación. Fijaron para dentro de una semana su primera sesión, como paciente externo, de terapia cognitiva conductual. La terapeuta, la doctora Jill Tower, ya había examinado el historial. El doctor Hayes realizaría un seguimiento evaluador. Entretanto, no se modificaría ni el diagnóstico ni el tratamiento indicado.
Llegaron al minuto diecisiete de la entrevista, y ella ya estaba exhausta.
– También quisiera conocer su opinión -empezó a decir-. Tengo entendido que el doctor Weber es un experto reconocido. Pero he estado leyendo acerca de la clase de terapia que practica y me parece… no sé, una especie de condicionamiento con pretensiones. Intentan atenuar el delirio mediante el adiestramiento y… la modificación. ¿Cree usted que esa terapia es apropiada en la situación de Mark? El escáner muestra que hay una lesión. ¿Qué bien puede hacer el cambio de hábitos mentales cuando hay una lesión física?
Acababa de tocar un punto delicado: era evidente por la manera en que el neurólogo empezó a salirse por la tangente.
– Tenemos que explorar diversos enfoques. Desde luego, la terapia cognitiva conductual no hará ningún daño a su hermano mientras aprende a adaptarse a su nuevo yo. Confusión, enojo, ansiedad…
Ella hizo una mueca.
– ¿Tiene alguna posibilidad de ayudar a resolver su síndrome de Capgras?
Él giró de nuevo en su sillón hacia la estantería, pero, una vez más, no sacó ningún tomo.
– Ciertos estudios muestran alguna mejora de los delirios de identificación falsa en trastornos psiquiátricos. No sabemos si la terapia cognitiva conductual puede hacer algo en un caso de Capgras causado por un trauma encefálico. Tendremos que esperar y ver.
– ¿Somos los conejillos de Indias?
– A menudo la medicina comporta cierto grado de experimentación.
– Cada vez que le hago ver a Mark lo loco que se está volviendo, él me sale con otra complicada teoría que explica su manera de ser. ¿Cómo puede un terapeuta razonar con él para que cambie esa actitud?
– La terapia cognitiva conductual no consiste en razonamiento, sino en adaptación emocional. Se adiestra a los pacientes para que exploren sus sistemas de creencias. Se les ayuda a trabajar su sentido del yo. Se les da ejercicios para cambiar…
– ¿Ayuda a Mark a explorar por qué cree que no soy quien soy?
Quienquiera que fuese esa persona.
– Tenemos que determinar la potencia de su delirio. Tal vez no sea más resistente a la modificación que cualquier creencia. Hay personas que cambian de partido político. La gente se enamora y deja de estar enamorada. Quienes atacan una religión pueden convertirse al mismo credo que atacaban. No sabemos qué es lo que sucede en un síndrome de identificación falsa. No podemos causarlo ni eliminarlo. Lo que está en nuestra mano es lograr que resulte más fácil vivir con él.
– ¿Más fácil para…? -Modificó lo que iba a decir- Entonces, ¿«más fácil» es lo mejor que podemos esperar?
– Eso podría ser mucho.
– ¿Prescribe el doctor Weber la terapia cognitiva para todos sus casos intratables?
El doctor Hayes parpadeó, y en sus ojos apareció un leve brillo que casi olvidaba su código ético. Un brillo que admitía: «Bueno, ya sabe, los médicos a menudo prescriben antibióticos para los resfriados».
– No recomendaríamos el envío a un especialista si no tuviera alguna posibilidad de ayudar.
El profesional, en el acto de cerrar filas. Pero ella le haría dar un paso adelante.
– ¿Habría enviado usted a mi hermano si no hubiera sido por el doctor Weber?
La sonrisa del médico se ensombreció.
– No es ningún problema para mí apoyar su recomendación.
– Pero ¿terapia conductual para una lesión? Eso es como convencer a alguien de que deje de ser ciego.
– A una persona que se ha quedado ciega por accidente le irá bien la ayuda para adaptarse a la ceguera.
– Entonces, ¿esto no es más que una ayuda para adaptarse? ¿No hay nada más? ¿Ninguna actuación médica? ¿Incluso cuando es evidente que mi hermano está empeorando?
El doctor Hayes se llevó los dedos índices a los labios.
– No hay nada más que resulte aconsejable. Recuerde que esto no es para nosotros, sino para su hermano.
Ella se puso en pie y estrechó la mano del neurólogo, diciéndose: «¿El hermano de quién?». En la recepción, confirmó el día y la hora de la cita de Mark con la doctora Tower.
Karin llegó a una tregua con Rupp y Cain. Fueran cuales fuesen los pecados que habían cometido contra su hermano, ella no podía permitirse ir a la guerra. No había nadie más a quien recurrir. Alguien tenía que echar una mano para cuidar de Mark, sobre todo por la noche, cuando el muchacho lo pasaba peor. Ella había perdido el derecho a ir y venir libremente. Una de aquellas noches difíciles, se ofreció voluntaria para quedarse en la habitación de los invitados. Su hermano la miró con una expresión tan feroz que ella, asustada, se apresuró a volver a casa de Daniel. Al día siguiente, Karin llamó a Tommy Rupp, el cerebro, a falta de un término mejor, del trío de amigos. Con Rupp podía tratar por teléfono. Lo que fuese, con tal de no tener que mirarle.
Él le mostró una amabilidad sorprendente, e improvisó un turno rotatorio para mantener a Mark continuamente vigilado. La perspectiva de cuidarle le satisfacía.
– Como en los viejos tiempos -le dijo-. No dudará un momento en aceptar que nos quedemos con él.
– Eso es lo que temo. Os pido por favor que no le deis ninguna droga. Ni se os ocurra, estando como está.
Tommy se rió entre dientes.
– ¿Que no le demos…? ¿Por quién nos tomas? No somos unos monstruos.
Según la actual teoría neurológica, todo el mundo es un monstruo.
El recuerdo humillante se interponía entre ellos, intacto. Años atrás, una noche a fines de septiembre, Karin y Rupp pasaron a mayores por pura diversión en el porche frontal de la casa familiar de ella, mientras Mark, Joan y Cappy Schluter dormían en el piso de arriba. Ella cursaba el último año de universidad, mientras que Rupp acababa de terminar el instituto. Fue casi como corromper a un menor. Y, desde luego, ella le corrompió aquella noche, arrancando al muchacho ahogados gritos de incredulidad que amenazaban con despertar a toda la casa y ocasionar la muerte de los dos. Ella no había llegado a dilucidar por qué inició aquel único intento de diversión. Curiosidad. Mera excitación: la peor de las posibles transgresiones. Tal vez arrastrar al amigo de su hermano detrás del columpio del porche, en una noche de septiembre seca, fresca y negra como boca de lobo, y realizar allí el acto animal le proporcionaba cierto poder. Tom Rupp ejercía una influencia poco natural sobre Mark. Incluso a los dieciocho años: demasiado impasible para mostrar el menor deseo. Participó pasivamente. No importaba, ella aportó la actividad necesaria. Solo después Karin comprendió hasta qué punto había dado poder al muchacho.
Pero él nunca se lo dijo a Mark. Ella lo habría sabido; Mark la habría rechazado nueve años atrás. Rupp jamás mencionó lo ocurrido. De buen grado habría aceptado repetirlo en cualquier momento, pero de ninguna manera se rebajaría a pedirlo. Ella percibía cómo él se lo planteaba en el modo en que merodeaba a su alrededor, la misma pregunta insistente cerniéndose detrás de su cabeza cada vez que su camino se cruzaba con el de Tom Rupp: «¿Aquella chica está todavía ahí?».
En aquel entonces el peligro la había atraído. Y, por lo que respectaba al peligro, Tom Rupp era la Gran Esperanza Blanca del equipo Bearcats del instituto de Kearney. A los trece años de edad, recorrió en autostop los doscientos kilómetros hasta Lincoln y se coló en el Farm Aid III, * de donde volvió con las huellas dactilares de John Mellencamp en una botella de ron Myers, cosa que dejó estupefactos a sus amigos. A los quince años, robó las cuatro banderas (municipal, estatal, nacional y de los POW-MIA), ** que ondeaban ante el Edificio Municipal de la calle Veintidós con las que decoró su habitación. Todo el mundo en la ciudad sabía quién se las había llevado excepto la policía. Había practicado lucha y, cuando estudiaba el segundo curso, antes de abandonar los deportes organizados por considerarlos «un campo de entrenamiento de gays en potencia», quedó quinto en la competición estatal en la categoría de setenta kilos. Mark -que durante años se había esforzado por hacerse un nombre como defensa de fútbol americano y, aunque daba el callo, era torpe y tenía un rendimiento mediocre- secundó aliviado a su amigo.
Rupp adiestró a Mark, citando de una manera inquietante a los clásicos de los que se alimentaba en un régimen estricto y autodidacta. «¡Guárdate de los buenos y los justos! De buen grado crucifican a quienes idean su propia virtud. Odian a los solitarios.» Mark no siempre le entendía, pero nunca dejaba de admirar la dicción de su amigo.
En el último curso eligieron a Duane Cain como su adlátere multiuso. Cain ya se había ganado una sentencia de dieciocho meses suspendida por creerse la primera persona a la que se le ocurría una manera infalible de defraudar a una compañía de seguros. Los tres se hicieron inseparables. Dedicaban semanas a reconstruir cualquier motor de combustión interna que permaneciera quieto el tiempo suficiente para que ellos lo despedazaran. Estaban en guerra perpetua con las demás camarillas de la escuela. Duane los dirigía en ataques nocturnos que conllevaban ese antiguo gesto de desprecio de los norteamericanos nativos, dejando una caliente y enroscada tarjeta de visita bien visible en el jardín ante la fachada del enemigo.
Se matricularon juntos en la Universidad de Nebraska en Kearney. Rupp terminó la carrera en cuatro años, mientras que Mark y Duane cursaron cuatro años entre los dos. Rupp aprovechó una «oportunidad en telecomunicaciones» en Omaha y abandonó a Duane y Mark, que se dedicaron a trabajar como operarios de una empresa de mudanzas y a leer contadores del gas. Ocho meses después, Rupp estaba de regreso en la ciudad, sin dar explicaciones pero con un plan a largo plazo para promover los destinos profesionales de los tres. Consiguió trabajo en la planta envasadora de Lexington, donde estuvo primero en la sección que realizaba las operaciones posteriores al envasado y entonces pasó al matadero, con un aumento de tres dólares más por hora. En cuanto tuvo cierta veteranía, consiguió empleos para sus dos amigos. Duane se unió al fabuloso y ya experto Rupp en el matadero, pero Mark no podía soportar aquella carnicería, y no digamos el olor, así que se alegró de que le destinaran a mantenimiento y reparación de la maquinaria, y en tres años ahorró el dinero suficiente para el pago inicial de la Homestar.
Tommy Rupp era el único del trío con ambiciones. La Guardia Nacional de Nebraska le ofreció unos ingresos complementarios y hasta le prometió aportar las tres cuartas partes de la matrícula si reanudaba sus estudios. Y todo ello por una sola semana de trabajo al mes. Una tarea que no requería ningún esfuerzo mental. Intentó que sus amigos hicieran lo mismo. Un buen sueldo y un servicio patriótico en el que estaban integrados ambos sexos: el mejor trato legal que cualquiera brindaría a unos tipos como ellos. Pero Duane y Mark prefirieron esperar a ver.
Rupp se alistó en julio de 2001 como MOS 63B: * mecánico de vehículos ligeros, que, en cualquier caso, era lo que le encantaba hacer durante los fines de semana. El 167 de Caballería. Trataron de gasearlo durante el adiestramiento básico, y tenía el recuerdo de la cinta de vídeo conmemorativa para demostrarlo: saliendo de la cámara de gas donde se hacían las pruebas, reptando fuera de la habitación herméticamente cerrada y llena de clorobenzalmalononitrilo donde a él y a otros veinticinco reclutas se les había ordenado que se quitaran las máscaras antigás. Duane Cain echó un vistazo a la cinta (Rupp el Hombre de Hierro arrodillándose en el suelo, ahogándose y vomitando) y llegó a la conclusión de que el servicio nacional no figuraba en su futuro previsible. El vídeo también asustó a Mark. Nunca le había hecho ninguna gracia la inhalación de gases tóxicos.
Llegó septiembre, y más tarde los ataques. Junto con el resto del mundo, el trío estuvo pendiente de la locura reproducida interminablemente, a cámara lenta, cinemática. Desde las Llanuras Centrales, Nueva York era una columna de humo negro en el lejano horizonte. Las tropas estaban protegiendo el puente Golden Gate. Comenzó a aparecer ántrax en los azucareros de la nación. Empezaron a caer las bombas en Afganistán. Un locutor de televisión de Omaha declaró: «Es la hora de la venganza», y a lo largo del río el asentimiento fue glacial y unánime.
Rupp lo consideraba mera defensa propia. Pronto empezó a dar una explicación que repetiría a menudo, la de que Estados Unidos no podía quedarse de brazos cruzados esperando a que cualquier comando fanático que soñara con setenta y dos vírgenes extendiera el virus de la viruela por el país mientras dormía. Los terroristas no iban a detenerse hasta que todo el mundo fuera como ellos. Duane se inquietó por el futuro de Tommy. Pero Rupp se mostraba filosófico. La libertad no era gratis. Además, el ejército no tenía ningún objetivo contra el que enviar a la Guardia.
En invierno Estados Unidos empezó a atacar objetivos en todas partes. El tiempo de servicio de Rupp aumentó, y a varios de sus compañeros los enviaron a Fort Riley, en Kansas. El 3 de febrero, poco después de que el presidente pronunciara su discurso sobre el estado de la Unión, en el que manifestó su decisión de perseguir al enemigo, y de que Washington perdiera el rastro de Bin Laden, Mark le dijo a Rupp que había cambiado de idea. Quería alistarse, a pesar del clorobenzalmalononitrilo. Rupp recibió la noticia con el alborozo de un distribuidor de venta directa que tiene derecho a una tajada. Juntos se encaminaron al centro de reclutamiento, y Mark entregó su solicitud. MOS 63G: reparador de sistemas de combustible y eléctricos. No estaba seguro de aprobar el examen, pero supuso que no sería más difícil que el que había hecho en la planta envasadora. Firmó una declaración de intenciones, y lo celebró con Rupp disparando proyectiles del calibre 22 contra latas colocadas sobre los postes de un vallado en el campo durante un par de horas. Aquella noche llamó a Karin y habló con ella arrastrando las palabras. Se lo contó todo. Parecía diferente, su voz sonaba más ufana y más serena de lo que ella le había oído en mucho tiempo. Como si ya fuese un soldado. Un orgullo para el país.
Ella le pidió que no siguiera adelante. Mark se rió de sus temores.
– ¿Quién va a proteger tu estilo de vida, si no soy yo? Ojalá me hubiera alistado antes. Está tan claro… Puedo hacerlo. ¿Recuerdas a nuestros padres? -Ella respondió que sí-. Los dos murieron convencidos de que era un vago. Tú no crees eso, ¿verdad?
Él se había alistado por ella. Karin le dijo que lo dejara, que se amparase en la cláusula de rescisión antes de que transcurrieran cuarenta y ocho horas. Pero al oírse a sí misma destruyendo el único intento de Mark para adquirir autoestima, se echó atrás. Y tal vez él tuviera razón. Quizá también ella tenía que pagar por el privilegio. Dos semanas después, estaba boca abajo dentro de su camioneta volcada, en la cuneta de una carretera helada, y su etapa de servicio patriótico había terminado.
Karin se puso en contacto con los oficiales de reclutamiento de la Guardia mientras Mark estaba ingresado todavía en el Buen Samaritano. Intentó librar a Mark por completo de su compromiso, pero todo lo que pudo conseguir fue una exención temporal por motivos médicos, sometida a revisión. Una incertidumbre más cernida sobre su cabeza. Al cabo de cierto tiempo, la idea de la seguridad le parecía un puñetazo a traición. La Guardia reclamaría a Mark, si lo consideraban apto para el servicio. Entretanto, Rupp se entrenaba por todos ellos. Duane le prestó su apoyo moral poniéndose una camiseta con la inscripción «Los marines buscan algunas mujeres buenas», junto con la imagen estampada ilustrativa.
Pero Duane sí ayudó a Rupp y Bonnie a proteger la Homestar. Karin observaba, desde tan cerca como Mark le permitía. Mark disfrutaba de la compañía, nunca se preguntaba por qué su celebración de la vuelta a casa se prolongaba durante semanas. Mientras los invitados siguieran allí y el frigorífico estuviera siempre lleno, parecía dispuesto a vivir al día y no pensar en el mañana.
Karin se mantenía al margen y apelaba al peculiar sentido del deber de Rupp.
– ¿Le vigilarás cuando fume? Lleva meses sin hacerlo. Me aterra que se olvide de lo que está haciendo e incendie la casa.
– Vamos, relájate. Salvo por unas pocas teorías extrañas, Mark ha vuelto a la normalidad.
Ella no podía discutir. Ya no sabía qué significaba la normalidad.
– ¿Puedes tener cuidado con la cerveza por lo menos?
– ¿Esto? Este líquido no puede hacer daño a nadie. Es bajo en hidratos de carbono.
De noche, cuando iba en coche a la casa de su hermano, las luces siempre estaban encendidas. Eso significaba ruidosos festivales cinematográficos de artes marciales seguidos de orgías de videojuegos que se prolongaban durante toda la noche. Ahora ella los toleraba. Incluso el demencial juego NASCAR no podía ser peor que la terapia cognitiva para hacer que Mark volviera a la vida. La pantalla era ahora el único lugar donde él podía ser feliz. Pero el juego también lo enloquecía. Antes del accidente, sus pulgares habían sido más rápidos que sus ojos. Ahora recordaba todo lo que en otro tiempo podía hacer, pero no la manera de hacerlo, y eso le enfurecía. En esas ocasiones ella agradecía la presencia de Rupp y Cain. Nadie más podía protegerla de los arranques de ira de su hermano. Ahora que había sanado físicamente, podría destrozarla sin percatarse siquiera. Ella era un agente del gobierno, un robot. Podría decapitarla en un instante en busca de los cables. Un solo acceso de furia confusa, y su vida habría terminado.
Cain y Rupp contenían la ira de Mark. Habían aprendido a tratarlo: dejaban que estallara, y entonces volvían a poner el mando del juego en sus manos. Esto se había convertido en un hábito que formaba parte de la fiesta.
El Día de la Independencia todos se reunieron para contemplar los fuegos artificiales. Los chicos empezaron temprano: llenaron de cerveza helada un barril de petróleo y asaron sobre la fogata encendida en un hoyo un cuarto de ternera. Cuando llegó Karin, estaban escuchando al Coro del Tabernáculo Mormón que cantaba letras patrióticas sobre la base musical de marchas de Sousa. Las ondas sonoras la golpearon cuando bajó del coche una vez aparcado. Duane estaba tratando de domeñar una máquina de hacer helado, razonando con el rebelde mecanismo. Mark se reía de él, con más naturalidad de la que había mostrado al reírse desde el accidente.
– Tu máquina tiene diarrea.
– Esta cabrona no va a poder conmigo. Y luego arreglaré la platina. Enséñame una máquina que no pueda reparar. Creo que es un problema de polaridad. ¿Estás familiarizado con esa clase de problemas?
El espectáculo divertía tanto a Mark que ni siquiera protestó al ver a Karin.
– ¡Mira quién ha venido! Está bien… también tú eres una ciudadana. Un bonito detalle, por cierto. El Cuatro de Julio siempre ha sido la fiesta favorita de mi hermana. Dediquémosle esta a ella, dondequiera que esté. A ella y a todos los norteamericanos desaparecidos.
Ella no había tenido nada bueno que decir acerca de la festividad desde los diez años. Pero tal vez él se refiriese a aquella Karin infantil. Aquellos dos niños, los ojos centelleantes, llenos de temor y emoción cuando su padre hacía detonar los fuegos de artificio ilegales en la zona norte de la finca.
– Tiene que estar en el extranjero -dijo Mark con el semblante ensombrecido-. En el extranjero o en la cárcel. Si estuviera en Estados Unidos, habría tenido noticias de ella. Precisamente hoy… Creedme, tal vez haya cosas de su vida que yo desconocía.
Bonnie acudió nada más salir del trabajo en la Arcada de River Road, todavía con el sombrero de pionera y un vestido de algodón que le llegaba a los tobillos. Estaba a punto de entrar en el baño y cambiarse de ropa cuando Mark la detuvo.
– ¡Eh! ¿Por qué no te quedas así? Me gustas vestida de esta manera. -Señaló el corpiño de algodón estampado-. Ya nadie se viste así. Lo echo de menos.
Ella parecía un diorama de museo capaz de reír.
– ¿Qué quiere decir eso de que lo echas de menos?
– Ya sabes: los viejos tiempos, las cosas típicas de Norteamérica. Tiene su encanto. Me relaja.
A pesar de las obscenidades de que era objeto por parte de Rupp y Cain, Bonnie siguió con el disfraz y en la cocina se reunió con Karin, que llevaba pantalones cortos y el ombligo al aire, para preparar el improvisado festín. tejanos, camuflaje para cazar patos, camisetas con inscripciones y un falso sombrero de algodón estampado: dos siglos y cuarto de la historia de Norteamérica.
– ¿Dónde está tu amigo? -le preguntó Bonnie a Karin.
– ¿Qué amigo? -inquirió Mark desde el patio.
Karin sintió deseos de retorcer el cuello que emergía del algodón estampado con volantes.
– Está en casa. Es… -Movió la mano, señalando vagamente el sistema estereofónico, las masas corales de las marchas de Sousa-. Detesta los destiles militares. No soporta las explosiones.
– ¿Qué amigo? -Mark, al otro lado de la ventana, aplicó la cara a la tela metálica del mosquitero-. ¿De quién estáis hablando?
– ¿Te estás tirando a alguien? -le preguntó Rupp, con cortés interés.
Duane saboreó la inusual sensación de la primicia.
– No es nada nuevo, Gus. Se ha arrejuntado con Riegel. ¿En qué país habéis vivido, tíos?
– ¿Danny Riegel? ¿El chico de los pájaros? ¿Otra vez? -Rupp brindó por Karin con una lata de cerveza-. Eso no tiene precio. ¿Por qué no lo vi venir? Quiero decir, ¿vuelta a lo mismo? La migración anual.
Duane se rió disimuladamente.
– Ese tío salvará al planeta algún día.
– Más de lo que tú harás en toda tu vida por salvarlo -le reprendió Bonnie.
Karin observó a Mark a través del mosquitero de la cocina. Había vuelto a sentarse en el patio y se aplicaba un cubito de hielo a la frente. Trataba de ubicar el nombre, encajando el largo pasado en los cinco segundos de fugaz presente en que ahora habitaba. Alguien pretendía ser su hermana y vivía con un muchacho que, en otra vida, había sido su compañero inseparable y que también había estado liado con su verdadera hermana. Era imposible conjuntarlo. ¿Cuántas vidas tenía que explicarse uno en esta vida?
Durante la comida, los muchachos decidieron dónde atacaría primero Estados Unidos. Duane y Mark propusieron varios países, y Tommy calculó el grado de dificultad con que se invadiría cada uno de ellos. Bonnie -un daguerrotipo coloreado con un bistec de doscientos gramos en un plato de papel en equilibrio sobre una rodilla- escuchaba, como si fuese un discurso que tuviera que memorizar para su trabajo en la Arcada.
– ¿No te dan pena a veces esos extranjeros?
– Bueno… -dijo Rupp en tono dubitativo-. No es que sean unos ingenuos.
– El reverendo Billy dice que eso de Irak ya lo predice la Biblia -intervino Bonnie-. Ha de ocurrir algo así, antes del final.
Karin observó que cada bomba caída podría crear más terroristas.
– Cielos. -Mark sacudió la cabeza-. Eres incluso más traidora que mi hermana. ¡Empiezo a pensar que no tienes ninguna afiliación con el gobierno!
Cansados del Coro del Tabernáculo Mormón, lo sustituyeron por un rock country cristiano profundamente positivo. Grupos de vecinos, acampados alrededor de sus comidas al aire libre, se llamaban unos a otros, deseándose una buena fiesta. El sol se puso, aparecieron los insectos y los primeros e inseguros brotes de fuegos artificiales probaron la oscuridad. La primera celebración del Día de la Independencia desde los ataques, y los proyectiles coloreados que estallaban con indolencia daban una sensación de impotencia y desafío. Tommy Rupp lanzó una docena de «Cabezas de Terror Detonadoras» que había adquirido en un puesto junto a la carretera cerca de Plattsmouth: unas figuras coloreadas de Saddam Hussein y Bin Laden que ascendían silbando y estallaban en serpentinas de chispas.
Karin miró a su hermano a la luz de los fuegos de artificio. Dirigía los ojos al cielo, se estremecía a cada explosión y entonces se reía socarronamente de su propio estremecimiento. Su rostro pasaba del verde al azul y al rojo, y tenía la boca abierta, con la misma expresión de asombro de todos los habitantes de Farview ante aquellas andanadas de luz que ya no podían permitirse, pero de las que no podían prescindir. Le vio volver la cabeza, tratando de llamar la atención de sus amigos, buscando una confirmación que ninguno de ellos podía darle. Bajo un inmenso crisantemo que caía, se volvió y descubrió que ella le estaba mirando. Y breve como ese destello, como el encuentro de sus ojos, fue la levísima señal de parentesco que él emitió: «También tú estás perdida aquí, ¿verdad?».
La vida de Weber empezó a cambiar de dirección a fines de julio. Cuando unos chirridos quejumbrosos surgieron de un montón de ropa suya, pensó que se trataba de un animal. Primero los esfuerzos de Sylvie por expulsar del desván a una familia de mapaches, ahora una plaga de langostas en la vivienda. Solo la regularidad de los chirridos le recordó el teléfono móvil. Sacó el aparato escondido y se lo llevó a la oreja.
– ¿Diga?
– Hola, papá. Te llamo para desearte lo mejor en tu día.
– ¡Vaya, Jess! ¡Eres tú!
Su hija, en su aguilera astronómica del sur de California, le deseaba un feliz cumpleaños: cincuenta y seis. Fuera cual fuese el distanciamiento entre ellos, Jessica siempre observaba las formas. Cada Navidad viajaba al este y pasaba tres o cuatro días con la familia. Los días del padre y de la madre les enviaba chucherías, películas y música, vanos intentos de educar a sus padres en la cultura popular. Incluso se acordaba de su aniversario de boda, algo que jamás hacía ningún hijo que se preciara. Y los llamaba sin falta el día de su cumpleaños, por muy titubeante que se mostrara al hablarles.
– Pareces sorprendido. ¿No sabes que tienes identificador de llamadas en la pantalla?
– Vade retro. Además, ¿cómo sabes con qué teléfono te hablo?
– Eso ya es flatulencia cerebral, papá.
– Bueno, olvídalo. De todos modos, ¿cómo es que me llamas a este móvil?
Como de costumbre, estaba metiendo la pata.
– He pensado que te gustaría recibir una felicitación de cumpleaños por parte de tu hija.
– Supongo que aún no estoy acostumbrado a este tono de llamada.
– ¿No lo utilizas? ¿Lamentas que te lo consiguiera?
– Sí que lo uso, para llamar a tu madre cuando estoy de viaje.
– Si no te gusta, puedes devolverlo, papá.
– ¿Quién ha dicho que no me gusta?
– Dile a mamá que lo devuelva. Ella sabe manejarse en el mundo de las compras y las devoluciones.
– Me gusta. Es práctico.
– Muy bien. Escucha. Te lo digo ahora para que no te ofusques cuando llegue el momento. Estoy pensando en regalarte un reproductor de DVD por Navidad.
– ¿Qué tienen de malo las cintas?
Su hija se rió por lo bajo.
– Bueno, ¿cuántos cumples?
– Lo siento, pero he dejado de contarlos.
El mero sonido de sus voces hacía que retornaran uno a la treintena y la otra a sus trece años.
Jess nunca había sido una gran conversadora. Prefería los números. Pero le gustaba el teléfono, una tecnología indiscutiblemente limpia. En su adolescencia pasó por la obligatoria etapa telefónica: largas y casi silenciosas sesiones con su amiga Gayle mientras ella jugaba al Tetris y Gayle miraba la televisión por cable, un medio que los Weber habían conseguido eludir. Las chicas permanecían colgadas al aparato sin apenas hablar durante horas seguidas, tan solo puntuadas por la información que Jess daba de vez en cuando sobre sus altas puntuaciones o por los interrogantes sobre las sinopsis argumentales de Gayle: «¿La está besando? ¿Dónde? ¿Por qué?». Sylvie intervenía cada media hora, insistiendo: «A ver, chicas, o empezáis a hablar o colgáis».
Ahora la conducta de Jess al teléfono era muy similar, solo que el Tetris había cedido el paso a las exploraciones del Hubble. Weber oía el sonido del ordenador en el otro extremo de la línea, la furtiva pulsación de las teclas. Debía de estar solicitando subvenciones o consultando online enormes bases de datos astronómicos. Jess permaneció algún tiempo en silencio. Finalmente, él le preguntó:
– ¿Qué tal va la búsqueda de planetas?
– Bien -respondió ella, y pulsó una tecla-. Tengo reserva para utilizar el telescopio Keck en agosto. Tratamos de complementar el método de velocidad radial con… No te interesa demasiado, ¿verdad?
– Claro que me interesa. ¿Aún no has encontrado alguno pequeño, cálido y con agua?
– No. Pero te prometo que podrás elegir entre media docena antes de que me concedan la plaza.
– ¿Has hecho todos los trámites necesarios para la promoción?
Ella suspiró.
– Claro que sí, papá.
Era una de las estrellas ascendentes entre los cosmólogos jóvenes, y él se preocupaba por su papeleo.
– ¿Qué tal funciona la nueva bomba de insulina?
– Oh, Dios mío. Me ha costado dos meses de salario, pero es la mejor inversión que he hecho en mi vida. Me ha cambiado la vida por completo. Me siento como una persona nueva.
– ¿De veras? Eso es fantástico. ¿Así que impide que te desplomes?
– No del todo. Zuul sigue manifestándose en mi interior de vez en cuando. Es un demonio pequeño y caprichoso. La semana pasada se presentó y se apoderó de mí en plena noche. La primera vez en mucho tiempo. Nos aterró a las dos.
«Di su nombre», deseó Weber en silencio. Pero Jess no lo hizo.
– Bueno, ¿y cómo está… Cleo?
– ¡Papá! -Parecía casi divertida. Él bendijo la pantalla llena de datos que desviaban su atención en el otro extremo de la línea-. ¿No te parece extraño que me preguntes por mi perra antes que por mi pareja?
– Bien -replicó él-. ¿Cómo está… tu pareja?
Profundo silencio desde California.
– Te has olvidado de su nombre, ¿verdad?
– Olvidado, no; digamos que se me ha extraviado momentáneamente. Pregúntame lo que quieras acerca de ella. Brookline, Massachusetts. Sagrada Cruz, Stanford, tesis sobre la aventura colonial francesa en el África subsahariana…
– Eso se llama «bloqueo», padre. Ocurre cuando te sientes inquieto o incómodo. Nunca te has acostumbrado, ¿verdad?
– ¿Acostumbrado a qué?
Una estúpida forma de ganar tiempo.
Jessica dejó de teclear. Estaba disfrutando de la situación.
– Ya lo sabes. Nunca te has acostumbrado a que tu hija se acueste con alguien del departamento de humanidades.
– Algunos de mis mejores amigos son humanistas.
– Nómbrame uno.
– Tu madre es humanista.
– Mi madre es la última de las santas paganas. Qué fuerza espiritual le has dado durante todos estos años…
– ¿Sabes, Jess? Está empezando a preocuparme de veras. Ya no se trata de nombres corrientes. Me sorprenden las anotaciones en mi agenda, de mi puño y letra.
– Recuerda lo que decías en uno de tus libros, papá. «Si te olvidas de dónde has dejado las llaves del coche, no te apures. Si te olvidas de qué son las llaves del coche, ve al médico.»
– ¿Eso he dicho?
Jess se echó a reír, con aquella risa suya, boba y alocada, de cuando tenía ocho años, que revelaba sus dientes salidos. Le llegó a lo más hondo.
– Además, si eso empeora, puedes conseguir los medicamentos más recientes y eficaces. Vosotros tenéis toda clase de cosas que aún no desveláis al público, ¿no es cierto? Memoria, concentración, rapidez, inteligencia: apuesto a que hay una píldora para todo. Me parece de lo más irritante que no probéis esas sustancias con vuestros seres queridos.
– Trátame bien -replicó él-. Nunca se sabe.
– Hablando de tu libro, Shawna me mostró una crítica de Harper's. -Shawna. No era de extrañar que no recordase su nombre-. ¿Sabes qué te digo? Al diablo con ese tipo -siguió diciendo su hija-. Es evidente que te tiene envidia, pura y simplemente. Yo no le daría mucha importancia.
Él se sintió un poco desconcertado. ¿Harper's? Se habían adelantado a la fecha de publicación. Sus editores debían de conocer la crítica desde hacía varios días. Nadie se la había mencionado.
– No lo haré -replicó.
– ¿Y pasarás un feliz día de cumpleaños? ¿Puedes hacer eso por mí?
– Claro que sí.
– Supongo que eso significa escribir una docena de páginas y descubrir un par de estados alterados de conciencia hasta ahora desconocidos. En otras personas, claro.
Weber se despidió de su hija, cerró el móvil y se lo metió en el bolsillo. Entonces se dirigió en bicicleta al centro comunal de Setauket, donde estaba la biblioteca Clark. Repasó rápidamente los titulares de los semanarios: bombas norteamericanas arrasan boda afgana. Reunión de urgencia de los altos cargos del Departamento de Seguridad. ¿Dónde había estado él cuando sucedía todo eso? Mientras pasaba las páginas del nuevo número de Harper's en su carpeta de duro plástico rojo, se sentía vagamente como un delincuente. Leer una crítica de su obra era obsceno. Como buscar su nombre en Google. Una sensación de ridículo le invadió al consultar el índice. Llevaba años escribiendo, con más éxito del que se había atrevido a imaginar. Escribía por la capacidad de penetración de la frase, para situar, en una extraña cadena, su verdad sorprendente. La manera en que el lector recibía sus relatos decía tanto sobre el relato del lector como sobre el relato en sí. De hecho, eso era realmente lo que sus libros exploraban: que no había un relato en sí. Ningún juicio final. Cualquier cosa que aquel crítico pudiera decir no era más que una parte de la red distribuida, señales que caían en cascada a través del frágil ecosistema. Solo le importaba lo que pensara su hija. La pareja de su hija. Shawna. Shawna. Habían leído la crítica, pero aún no habían visto el libro. Si Jess llegaba a abordar El país de la sorpresa (y él imaginaba que alguna vez lo haría), leería inevitablemente el libro que había creado aquella crítica en su mente. Era mejor conocer qué otros volúmenes flotaban ahora alrededor, surgidos del que él había escrito.
El título de la crítica saltó de la página, produciéndole una morbosa emoción: «Neurólogo en una cuba». El nombre del crítico no significaba nada para él. El artículo empezaba de una manera bastante respetuosa, pero al segundo párrafo se crispaba. Weber empezó a explorar, deteniéndose en los repudios evaluativos. La tesis, al final del segundo párrafo, era más condenatoria de lo que Jess le había dejado entrever:
En los últimos años, estimulada por el diagnóstico mediante la imagen y las nuevas tecnologías experimentales a nivel molecular, la investigación del cerebro ha dado un fenomenal salto adelante, cosa que no ha hecho el enfoque anecdótico, cada vez más exiguo, de Gerald Weber. En esta obra repite sus habituales y un tanto caricaturescos relatos, ocultándose tras una totalmente predecible aunque irrefutable petición de tolerancia hacia los diversos estados mentales, aunque sus relatos bordean la violación de la intimidad y la explotación de un espectáculo secundario… Ver cómo una personalidad tan respetada capitaliza una investigación a la que no reconoce y un sufrimiento que no siente resulta casi vergonzoso.
Weber siguió leyendo, desde citas fuera de contexto a burdas generalizaciones, desde errores de hecho hasta ataques ad hominem. ¿Cómo era posible que Jess se hubiera mostrado tan desapasionada al respecto? Según aquel artículo, su libro adolecía tanto de inexactitud científica como de periodismo irresponsable, el equivalente seudoempírico de la telerrealidad, y sacaba provecho de la moda imperante y del dolor. Se ocupaba de generalidades sin detalles, de hechos sin comprensión, de casos sin sentimiento individual.
No leyó la crítica hasta el final. Dejó la revista abierta ante él, como una partitura para repentizar. A su alrededor, en la bien iluminada y acogedora biblioteca, se sentaban cuatro o cinco jubilados y otros tantos escolares. Ninguno de ellos le miraba. Las miradas comenzarían al día siguiente, cuando se presentara en el campus: la mirada despreocupada de los colegas, el fingimiento de que todo seguía como siempre, tras un entusiasmo enmascarado.
Pensó en informarse sobre el crítico, obtener una descripción de aquel personaje que destruía su reputación. No tenía sentido. Como Jess había dicho: al diablo con él. Cualquier explicación que Weber lograra no sería más que un relato contra aquel relato. Envidia, conflicto ideológico, promoción personal: las explicaciones eran interminables. En el campo de la crítica, uno puntuaba cero por valorar positivamente a una figura ya consagrada. Con un blanco tan grande como Gerald Weber, uno ganaba puntos solo si entraba a matar.
Estos razonamientos le asqueaban incluso mientras los enumeraba. No había en la crítica nada extralimitado. Su libro era un blanco legítimo. A otro escritor le parecía un aprovechado: estaba en su derecho. Él mismo se había preocupado en ocasiones por esa posibilidad. Miró por el ventanal, al otro lado del centro comunal y las dos iglesias coloniales de severa y acendrada belleza. Leer lo peor que podían decir de él casi le aliviaba. «La mala prensa no existe», oía susurrar a Bob Cavanaugh.
El libro era lo que era y ninguna otra evaluación cambiaría su contenido. Una docena de personas en mundos destrozados, tratando de recomponerse: ¿qué había en semejante proyecto merecedor del ataque público? Si el autor no fuese él, Harper's no habría publicado una crítica de la obra. La misma crítica se ponía en evidencia, pues no pretendía destruir el libro, sino que apuntaba a Weber. Todo el que la leyera se daría cuenta de ello. Y, no obstante, si Weber había aprendido algo acerca de la especie, tras una vida entera dedicada a su estudio, era que la gente se movía como en rebaño. El núcleo de la intelectualidad, con los índices humedecidos en el aire, ya estaba calibrando el cambio de los vientos imperantes. Ahora la ciencia de la conciencia necesitaba protección contra el enfoque anecdótico, exiguo y aprovechado de Gerald Weber. Y curiosamente, mientras Weber dejaba de nuevo el ejemplar de la revista, dentro de su carpeta de plástico, en el estante, se sentía justificado. Durante todo el tiempo en que solo recibía elogios, algo en él había esperado a medias aquel momento.
Pasó ante el puesto de las bibliotecarias, cruzó la puerta principal y caminó cuesta abajo unos cien pasos por el familiar sendero de piedra, antes de detenerse en seco. Estaba en el extremo del sendero, en el cruce de Bates, Main y Dyke. Telefonearía a Cavanaugh, con el móvil que llevaba en el bolsillo, le llamaría incluso a su casa, en domingo, para que le explicara cómo había podido ocultarle aquel ataque. Se sacó el aparatito plateado. Parecía un detonador por control remoto en una película de acción.
Se dijo que su reacción era excesiva. La primera señal de una objeción razonada, y ya quería colocar en círculo las carretas para defenderse de los indios. Había gozado del respeto público durante tanto tiempo, doce años, que lo había asumido, y ya no sabía cómo esperar otra cosa. El libro se defendería por sí solo ante cualquier acusación. De todos modos, calculó que por cada veinte personas que leyeran la crítica, una de ellas, con suerte, leería el libro, mientras que los demás hablarían de él negativamente a sus amigos, sin molestarse en echarle un vistazo.
Se guardó el teléfono en el bolsillo y retrocedió por el sendero hacia el aparcamiento de bicicletas. Cuando volviera a casa, se lo diría a Sylvie. Ella no le daría importancia, se mostraría un tanto divertida. Sonriente, le preguntaría: «¿Qué haría el famoso Gerald?».
El camino de regreso hasta Strong's Neck era todo cuesta abajo. Había marea baja y el aire de julio que le llenaba los pulmones tenía un olor salobre. Quería volver a la ciencia pura, lejos del confuso mundo comercial de la popularización científica. Ahora tenía un motivo más. Tras el brusco giro a la izquierda de Dyke Road, avanzó en paralelo a los cañaverales del estuario. La fuerza de la gravedad le llevó a lo largo del riachuelo donde el grupo de espías de Setauket a las órdenes de George Washington habían colgado sus faroles por la noche, una señal a Connecticut, al otro lado del canal, en los tiempos en que los terroristas eran los héroes. La bicicleta avanzó a una velocidad peligrosa por el terraplén de contención de la marea. ¿En qué mundo el libro que había escrito podía ser tan maléfico como el libro sobre el que acababa de leer?
Miró atrás por encima de su hombro derecho. El puerto de Setauket relucía, brillante bajo el sol del mediodía. Pequeños veleros con las alas desplegadas surcaban el agua azul jade de la ensenada. En un día como aquel, podía ocurrir cualquier cosa. Se oía a lo lejos la sirena del transbordador que enlazaba Bridgeport con Port Jefferson, como un gran animal migratorio que gritara anunciando su regreso al puerto. A Weber le encantaba vivir allí. Una pequeña y feliz celebración de cumpleaños. Eso aún podía hacerlo.
El Director de la Gira los llevó a la lejana Italia. Weber recorrió el Ponte Vecchio, contemplando las tiendas que se habían alineado en el puente a lo largo de los siglos. Una breve historia del capitalismo: carnicerías a las que sucedieron herreros y curtidores, a los que sucedieron orfebres, a los que sucedieron joyerías de coral y tiendas de corbatas carísimas. En medio de una masa de gente que charlaba en una infinidad de lenguas, observó a Sylvie, embriagada por los nuevos euros y el sol de Florencia, que miraba un escaparate lleno de relojes Nardin, solo por diversión. Solo fingiendo, feliz de hallarse lejos, en algún lugar totalmente imaginario.
El día anterior habían visitado el Duomo. Weber ya no podía formar en su mente una imagen detallada del interior de la iglesia. Aquella mañana ella había decidido lo que harían por la noche: asistir a una representación de Il ritorno d'Ulisse in patria, de Monteverdi.
– ¿En serio? -le había preguntado él.
– ¿Bromeas? Me encanta la ópera renacentista. Ya lo sabes.
Él no le preguntó desde cuándo le encantaba. No podía permitirse la respuesta. Ahora la contemplaba en medio del flujo de la gente. Desde lejos, cuando la luz era apropiada, podía pasar por una turista japonesa. Unas vacaciones en aquel país, su lugar favorito en la tierra, le quitaba décadas de encima. Tenía el mismo aspecto que antes de que se casaran, la muchacha para la que, en el remoto pasado, él interpretó cierta vez una amanerada coral de Schubert, con letra de aquel poetastro, Willie the Shake, * que le cantó con sus amigos por teléfono, a modo de felicitación del día de San Valentín, como si fuese una interpretación coral universitaria de 1928:
¿Quién es Silvia? ¿Qué tiene
que todos nuestros mozos la alaban?
Santa, hermosa y sabia es,
el cielo le prestó tal donaire
para que fuese admirada.
Cuando la joven Sylvie dejó de reírse de la interpretación, les regañó por cantar sin ella.
– ¡Eh! Empezad de nuevo. Dejadme intervenir.
Seguía siendo ella, seguía siendo su compañera de viaje, a pesar de los años transcurridos. Pero Weber no sabría decir cómo habían llegado juntos desde aquel año al presente. Aún podía nombrar la mayor parte de las ciudades donde habían pasado las vacaciones, aunque no cuándo ni qué habían visto. Ahora Florencia en pleno verano: una locura, lo sabía, a pesar de que hubieran planificado el viaje. Pero julio era el único mes en el que ambos podían marcharse, y la cálida y seca presión de las multitudes solo hacía a Sylvie más feliz. Se volvió hacia él y le sonrió, un poco avergonzada de su interés por los escaparates. Él le sonrió a su vez lo mejor que pudo, incapaz de dar un paso hacia ella a través del torrente de turistas en el viejo puente. El amor acude a sus ojos para ayudarle a salir de su ceguera.
La crítica del Times había aparecido poco antes de que partieran de Estados Unidos. Él la había leído durante el desayuno, mientras Sylvie le acuciaba para ir al aeropuerto.
– Llévatela -le dijo-. No pesa nada.
Él no quería llevársela. Iban a Italia. Las críticas no eran bien recibidas. Cuando llegaron a La Guardia, él la había reescrito mentalmente. Ya no podía decir lo que recordaba realmente de la reseña y lo que se inventaba. Sabía que frases enteras del Times procedían del artículo de Harper's. Sin duda cualquier lector que leyera ambas críticas vería el plagio.
Llamó a Cavanaugh desde el aeropuerto.
– No quería que te preocuparas por eso, Ger -le dijo su editor-. Estamos viviendo una época extraña en Norteamérica. Buscamos algo que atacar. El libro se vende bien. Y sabes que te espera un nuevo contrato, al margen de lo que suceda con esta obra.
Cuando llegaron a Roma, Weber estaba dispuesto a expatriarse. El enojo había cedido el paso a la duda: tal vez la crítica del Times no había sido copiada, sino que era tan solo una corroboración independiente. Esta idea le abatió tanto que perdió el deseo de hacer turismo. A la noche siguiente, en Siena, Sylvie y él discutieron. No fue una discusión, sino una pelea. Sylvie se estaba excediendo en su apoyo. Se negaba a aceptar ninguno de sus reparos.
– Podrían tener algo de razón -había observado Weber-. Según cómo se mire, podría considerarse que en estos libros utilizo las discapacidades del prójimo para obtener un provecho personal.
– Paparruchas. Has contado la situación de unas personas sobre las que no se cuenta nada. Has dejado que los normales sepan que la carpa es mucho más grande de lo que ellos creían. -Exactamente lo que él le decía que había estado haciendo durante todos aquellos años-. Estás cansado. Te afecta el desfase horario, ir de un lado a otro en un país extranjero. Es lógico que todo esto te altere un poco. Piensa que podría ser peor, que algún sicario de los Médicis podría apuñalarte por la espalda debido a tu arte. Vamos, hombre. Abbastanza. ¿Qué quieres hacer mañana?
Exactamente la pregunta que le preocupaba. Qué hacer mañana y pasado mañana. Otro libro de divulgación era inviable. Incluso la tarea de laboratorio le parecía poco sólida. Su equipo de investigación ya le trataba de un modo diferente; habían empezado a mostrarse impacientes con su estilo de baja tecnología campechanamente anecdótico, a evidenciar el imperioso deseo de una investigación más profunda, la atractiva especialidad del diagnóstico por la imagen que estaba poniendo al descubierto lo más recóndito del cerebro. Él no era más que un divulgador, y uno que, además, pertenecía al gremio de los explotadores.
Tras una semana de anhedonia, descubrió una sorprendente debilidad por los licores italianos con exóticas etiquetas del siglo XIX, como si fuera un nostálgico borrachín de segunda generación que regresara a la madre patria. No podía concentrarse en los edificios antiguos, ni siquiera en los de su amado estilo románico. A Sylvie no se le escapaba que su interés por las ciudades antiguas que visitaban era fingido, pero nunca se lo recriminaba. Siena, Florencia, San Gimignano: Weber hizo más de cien fotos, en su mayor parte de Sylvie ante lugares mundialmente célebres, docenas de ellas desde el mismo ángulo, como si tanto la mujer como los monumentos corrieran peligro de desaparición. Le estaba fastidiando las vacaciones, y se esforzaba por mostrarse animado. Pero al final la voluntariosa alegría de su marido hizo que ella se sentara en una polvorienta trattoria frente al Palazzo Pretorio de Prato y le sermoneara.
– Sé que te estás preparando para un suplicio cuando volvamos. Pero no hay ningún suplicio. No hay nadie contra quien luchar. No ha cambiado nada. Este libro es tan bueno como cualquier otro que hayas escrito. -Exactamente el peor de los temores que él tenía-. La gente lo leerá y hará lo que pueda con él, y escribirás otra cosa. ¡Por Dios! La mayoría de los escritores matarían por obtener la atención que estás recibiendo.
– No soy escritor -replicó él.
Pero tal vez, inadvertidamente, había abandonado también su profesión habitual.
De regreso en Roma, la última noche, él perdió el dominio de sí mismo. Estaban sentados en un café de la via Cavour. Ella le recordaba que aquella noche irían a tomar unas copas con una pareja flamenca que habían conocido.
– ¿Cuándo me dijiste eso?
– ¿Cuándo? -Ella suspiró-. Sordera al papel masculino. -Lo que otras esposas habrían llamado ensimismamiento- Vamos, querido. ¿Dónde estás?
Aunque sabía que era un error, él se lo dijo. No le había mencionado las críticas durante días.
– Me pregunto si realmente podrían ser acertadas.
Ella alzó las manos en el aire como una animadora ninja.
– ¡No sigas con eso! No están en lo cierto. No son más que trepadores profesionales.
La calma de su mujer le irritó. Empezó a decir cosas absurdas en fragmentos cada vez más incomprensibles. Finalmente se levantó de la mesa y se marchó. Idiota, necio: caminó al azar por la telaraña romana, mientras el sol se ponía y las serpenteantes calles le desorientaban. Regresó al hotel pasadas las once. La pareja flamenca se había ido mucho antes. Ni siquiera entonces ella le reprendió como se merecía. Se había casado con una mujer que, sencillamente, no comprendía el dramatismo. Aquella noche y en el vuelo de regreso al día siguiente, Sylvie le mostró la misma frialdad profesional con que trataba a los clientes más erráticos de Wayfinder.
Volvieron a casa intactos. Sylvie había tenido razón: no le esperaba ningún suplicio. Cavanaugh le llamó para darle cuenta de algunas críticas tranquilizadoras, cifras y ofertas de traducción. Pero Weber tenía que seguir con la promoción del libro hasta poco antes de que terminara el verano. Lecturas, entrevistas para la prensa, radio: más pruebas, si su equipo de investigación necesitaba alguna, de que un hombre no podía servir a dos amos.
Durante una lectura en la sala Cody's de Berkeley, un miembro del por lo demás respetable público le preguntó cómo reaccionaba a la insinuación de la prensa de que los relatos de sus casos clínicos personalizados violaban la ética profesional. La pregunta provocó un abucheo del público, pero con una emoción disimulada. Él vaciló al dar una respuesta que en otro tiempo habría sido automática: el cerebro no es una máquina ni un motor de coche ni un ordenador. Las descripciones puramente funcionales ocultan tanto como revelan. No es posible comprender el funcionamiento de un cerebro individual sin tener en cuenta la historia particular, las circunstancias, la personalidad: el conjunto de la persona, más allá de la suma de módulos locales y déficits localizados.
Un segundo oyente quiso saber si sus pacientes siempre le daban su plena aprobación. «Naturalmente», respondió él. Sí, pero, dados sus déficits, ¿comprendían siempre del todo lo que significaba esa aprobación? Weber dijo que la investigación cerebral había determinado que nadie podría jamás cuestionar a posteriori la comprensión de otro. Incluso mientras hablaba tenía la sensación de que se estaba incriminando. Hasta él mismo podía oír la flagrante contradicción.
Weber miró al público que estaba en pie a un lado de la abarrotada sala. Una atractiva mujer de mediana edad con un vestido de madrás sostenía una diminuta videocámara. Otros tenían grabadoras.
– Esto empieza a parecerse un poco al frenesí de los medios de comunicación * -comentó riendo.
La broma no llegaba en el momento oportuno. El público callaba, desconcertado. Por fin Weber cogió el ritmo y limitó los daños. Pero en la cola para que firmara ejemplares esperaron menos personas que la última vez que estuvo en la ciudad.
Los colores habituales de su jornada adoptaron un nuevo matiz, de manera muy parecida a un caso que cierta vez él había detallado. Solo conocía a Edward a través de la literatura médica, pero en Más vasto que el cielo Weber se apropió de Edward, y tal vez lo describió como si él lo hubiese descubierto. Edward era ciego parcial a los colores desde su nacimiento, como el diez por ciento de los hombres, muchos de los cuales jamás descubren su condición. La falta de receptores del color en los ojos de Edward le impedía distinguir los rojos y los verdes. La ceguera al color era en sí misma extraña: la inquietante posibilidad de que dos personas estuvieran en desacuerdo sobre la tonalidad exacta que tenía cualquier objeto determinado.
Pero la manera en que Edward veía los colores era aún más extraña. Como muchas menos personas, una entre decenas de millares, Edward era también sinestésico. Su sinestesia heredada había sido constante y estable durante toda su vida. En su caso tenía una forma típica: ver los números como colores. Para Edward los números y las tonalidades realmente se fusionaban, a la manera en que normalmente la suavidad se fusiona con la comodidad y la agudeza con el dolor. En su infancia se quejaba de que sus bloques de números estaban todos equivocados. Su madre le comprendía, porque también ella padecía la misma fusión de los cables.
Los aquejados por ese trastorno a menudo saboreaban las formas o sentían, en su epidermis, la textura de las palabras pronunciadas. No se trataba de simples asociaciones ni de vuelos de la fantasía poética. Para Weber la sinestesia había llegado a ser tan perdurable como el olor de las fresas o la frialdad del hielo: una función del hemisferio izquierdo, de algún modo enterrado debajo de la corteza, un cruce de señales que producía cada cerebro pero que solo unos pocos cerebros selectos presentaban a la conciencia, algo que no se había desprendido del todo en el curso de la evolución o tal vez la avanzadilla de exploradores de la siguiente fase mutante.
Edward, ciego al color y sinestésico al mismo tiempo, era un caso único. El aspecto, el sonido o la idea del número uno le hacía ver blanco. Los doses se bañaban en campos de azul. Cada número era un color, al modo en que la miel era dulce o el intervalo de una segunda menor era disonante. El problema surgía con los cincos y los nueves. Edward los llamaba «colores marcianos», tonalidades como ninguna que él hubiera visto jamás.
Al principio esta situación dejaba perplejos a los médicos. Tras varias pruebas se reveló la verdad: esos números eran rojo y verde. No el «rojo» y el «verde» que sus ojos veían y que su mente había aprendido a traducir, sino el rojo y el verde tal como aparecían en el cerebro de los ciegos al color, puras tonalidades mentales para las que Edward carecía de equivalentes visuales. Colores que sus ojos no podían detectar aparecían sin embargo en su corteza visual intacta, desencadenados por los números. Podía percibir los tonos gracias a la sinestesia, pero no podía verlos.
Años atrás Weber había relatado este caso, que concluía con unas pocas ideas sobre la habitación cerrada de la experiencia personal. En el mejor de los casos, los sentidos eran una metáfora. La neurociencia había resucitado a Demócrito: hablamos de amargo y dulce, de caliente y frío, pero no podemos hacer más que un pequeño y breve esbozo de las auténticas cualidades. Todo lo que podemos intercambiar son indicadores, morado, agudo, acre, de nuestras sensaciones privadas.
Pero años atrás esas ideas no habían sido para Weber más que escritura, sin aroma ni tono. Ahora las palabras volvían, ásperas y estrepitosas, surgiendo dondequiera que mirase: colores marcianos, tonalidades que sus ojos no podían ver, inundando su cerebro…
En agosto viajó a Sidney, invitado a una conferencia internacional sobre «Los orígenes de la conciencia humana». Había tenido sus problemas con los partidarios de la psicología evolutiva, una disciplina que tendía en exceso a explicarlo todo según módulos del pleistoceno, identificando características burdas y falsamente universales del comportamiento humano para explicar luego, con una tautología ex post facto, por qué fueron adaptaciones inevitables. ¿Por qué los machos son polígamos y las hembras monógamas? Todo se reducía a la economía relativa del esperma frente al óvulo. No era exactamente ciencia. Claro que tampoco podía decirse que lo fuera lo que él escribía.
Para Weber, gran parte de la conducta consciente no era tanto una adaptación como una exaptación. La pleitropía (un gen que da lugar a varios efectos no relacionados) complicaba los intentos de explicar las características por la selección independiente. Tenía serias dudas sobre la conveniencia de entrar en una sala llena de psicólogos evolutivos, pero la reunión le brindaba la oportunidad de dar una conferencia que no se habría atrevido a presentar en ningún otro lugar: una teoría sobre el motivo por el que los pacientes de agnosia digital (la incapacidad de nombrar el dedo que le tocaban o señalaban) a menudo también padecían discalculia, incapacidad matemática. No se esperaba que su conferencia aportara alguna novedad. Tan solo tenía que representar su papel, contar algunas buenas anécdotas y estrechar una infinidad de manos.
El vuelo desde Nueva York a Los Ángeles empezó mal, pues sus zapatos activaron los detectores de seguridad y le descubrieron un estuche con utensilios para el cuidado de las uñas que estúpidamente había metido en el equipaje de mano. Requirió cierto tiempo convencer a los guardianes de que era quien afirmaba ser. En Los Ángeles hizo transbordo al avión con destino a Sidney, que permaneció una hora ante la puerta de embarque antes de ser cancelado. El piloto culpó a una finísima resquebrajadura del grosor de un cabello en el parabrisas. Cuarenta personas en el avión: sin duda la resquebrajadura habría parecido mucho menor de haber sido cuatrocientas.
Weber desembarcó y se pasó ocho horas sentado en el aeropuerto de Los Ángeles, esperando a que le asignaran un nuevo vuelo. Cuando subió a bordo, había perdido por completo la noción del tiempo. En algún lugar en medio del Pacífico sufrió un ligero acceso de acúfenos con afectación de la vista. Cuando miraba a la izquierda, notaba un zumbido en los oídos, y cuando lo hacía a la derecha, el zumbido desaparecía. Pensó en cancelar su conferencia y regresar a Nueva York. El problema empeoró durante la cena y la película a bordo. Pero tras la película, merecedora de ser relegada al olvido, los síntomas se desvanecieron.
Era tan tarde cuando pasó por el control de pasaportes en Sidney, que hubo de ir directamente al lugar designado para las entrevistas, incluso antes de registrarse en el hotel. La primera entrevista se convirtió en un trivial perfil de personalidad. La segunda fue uno de esos desastres en los que el entrevistador desinformado quiso que Weber hablara de todo excepto de su trabajo. ¿Era cierto que la música clásica podía volver más inteligente a tu bebé? ¿Cuándo dispondríamos de fármacos para aumentar la cognición? Weber estaba tan afectado por el desfase horario que casi sufría alucinaciones. Oía que sus frases se volvían cada vez más largas y gramaticalmente incorrectas. Cuando el periodista australiano le preguntó si Norteamérica podía confiar de veras en salir vencedora en la guerra contra el terrorismo, su respuesta fue imprudente.
Aquella noche estaba demasiado cansado para poder dormir. El día siguiente era el de la conferencia. Deambuló por el cavernoso centro de convenciones, chocando con sillas y mesas de oficina. Todo el mundo le reconocía, pero la mayoría de los asistentes desviaban la vista cuando sus miradas se encontraban. Él, por su parte, reprimía el impulso de asignar un código de cinco dígitos del Manual diagnóstico y estadístico a todo el que se acercaba para estrecharle la mano. La multitud iba de una sala de conferencias a otra, susurrando y riendo, exhibiéndose, pavoneándose, desgranando alabanzas y sacando defectos, moviéndose como en rebaño, formando facciones, peleándose, maquinando derrocamientos. Weber vio a un hombre y una mujer de mediana edad que gritaron al verse, se abrazaron y se pusieron a charlar al unísono. Casi esperó ver cómo se despiojaban mutuamente y se comían los bichos. Los psicólogos evolutivos tenían por lo menos ese derecho. Criaturas más antiguas todavía nos habitaban, y jamás desaparecerían.
Una mañana de debates confirmó su impresión de que aquellos especialistas mostraban un respeto excesivo a un puñado de hábiles personas con dotes teatrales, algunas de las cuales no eran mayores que su hija. También esto era ciencia: las modas iban y venían; las teorías surgían y desaparecían por una serie de razones, no todas ellas científicas. Él no tenía más deseos de seguir el último grito que de mirar un partido de béisbol completo. Por una vez, pocas de las nuevas teorías podían ponerse a prueba. Pero era un campo susceptible de recibir subvenciones y con ciertas urgencias, y lo único que esperaban de él era que aportase al encuentro una nota entretenida. Algo que estaba al alcance de un cuentista caricaturesco.
A media tarde veía doble. Asistió a un prolongado coloquio sobre la fenomenología de la sinestesia. Escuchó una explicación sensoriomotora del origen de la lectura. Escuchó un acalorado debate entre cognitivistas y nuevos conductistas sobre la lesión orbitofrontal y los procesos emocionales. La única conferencia útil para él examinaba la neuroquímica del rasgo que realmente separaba a los seres humanos de las demás criaturas: el hastío.
Siguió una espantosa y multitudinaria cena durante la que sus compañeros de mesa, tres investigadores norteamericanos a los que conocía por su reputación, le echaron el cebo de las críticas negativas. ¿Era simple veleidad estadística o un cambio más significativo del gusto popular? Incluso la palabra «popular» parecía mordaz. Presionado, replicó: «Supongo que he disfrutado de la clase de atención que inevitablemente produce un contragolpe». Incluso mientras las pronunciaba, reparó en lo interesadas que eran estas palabras, unas palabras que ahora aquellos tres investigadores difundirían. Cuando él diera su charla, todos los asistentes a la conferencia se habrían enterado.
Uno de los organizadores del encuentro, un «psicoterapeuta holístico» de Washington, le presentó de una forma tan elogiosa que parecía una burla. Solo cuando Weber se colocó detrás del atril, en un momento en que Sidney insistía en que eran las ocho de la tarde, comprendió que la invitación podía haber sido una encerrona. Miró la pradera salpicada de rostros sonrientes y expectantes de una especie que cazaba en jaurías.
Detestaba las conferencias leídas. Normalmente hablaba a partir de un esquema, y lo hacía de una manera despreocupada y campechana. Pero aquella noche, al apartarse del guión, le invadió una sensación de vértigo. Se encontraba en lo alto de un gigantesco acantilado, azotado por el oleaje. Al fin y al cabo, ¿qué era la acrofobia, sino el deseo de saltar a medias reconocido? No se apartaba de la palabra impresa, pero bajo la luz de los focos y las jugarretas que le hacía su visión, se extraviaba una y otra vez. Mientras leía en voz alta, se dio cuenta de que lo hacía demasiado bajo. Se hallaba ante científicos, investigadores, y él les estaba haciendo unas descripciones de salón, les presentaba un material de sala de espera. Se esforzó por añadir unos detalles técnicos que se le escapaban incluso mientras los añadía.
La conferencia no fue un desastre total. Él las había sufrido peores. Pero no fue un discurso de apertura, no valía los honorarios que le pagaban. La mayoría de las preguntas que le hicieron estaban fuera de lugar. El grupo sentía pena por él al ver que ya estaba acabado. Alguien le preguntó si creía que el impulso narrativo podría haber precedido al lenguaje. La pregunta no tenía nada que ver con la charla que acababa de dar. En todo caso, parecía referirse a la acusación efectuada por el crítico de Harper's de que había desoído su verdadera vocación, de que, en lo más profundo de su ser, Gerald Weber era un fabulador.
Durante la recepción posterior no tuvo que sufrir más humillaciones. La penosa experiencia le había provocado un hambre voraz, pocas horas después de la cena, pero en la recepción no había más que Shiraz y grasientos cuadrados de arenque sobre galletas saladas. Todos los asistentes desarrollaron el síndrome de Klüver-Bucy: se metían cosas en la boca como bebés, se comportaban de una manera demasiado maníaca, intercambiándose sílabas maulladas y haciendo proposiciones a todo lo que se moviera.
No regresó al hotel hasta pasada la medianoche. No estaba seguro de poder telefonear a Sylvie. Ni siquiera era capaz de calcular la diferencia horaria. Yació despierto, pensando en las respuestas que debería haber dado y viendo las grietas del techo como sinapsis inmovilizadas. En algún momento, pasadas las tres de la madrugada, se le ocurrió pensar que él mismo podría ser un caso clínico detallado, la descripción de una personalidad realizada de una manera tan minuciosa que solo creía ser autónoma…
De noche, el cerebro se vuelve extraño a sí mismo. Él conocía la bioquímica precisa detrás del llamado «síndrome de exacerbación nocturna», la intensa exageración de los síntomas clínicos durante las horas de oscuridad. Pero conocer la bioquímica no la anulaba. Finalmente, debía de haberse dormido, porque se despertó de un sueño en el que la gente se lanzaba como proyectiles en una gran extensión de agua, de la que emergía como protoformas fundidas. El sueño: esa solución de compromiso para acomodar el tronco encefálico vestigial. Le despertó el sonido del teléfono, una llamada despertadora que no recordaba haber solicitado. Aún estaba oscuro. Disponía de treinta minutos para ducharse, desayunar y cruzar la ciudad hasta los estudios de televisión para aparecer en directo en un noticiario matinal. Cinco minutos de televisión a la hora del desayuno, algo que había hecho una docena de veces con anterioridad. Llegó a los estudios con la mente todavía en el hotel. Lo llevaron a la sección de maquillaje y lo empolvaron. Se quitó las gafas, y no por vanidad, sino porque bajo los focos del plato las gafas se convertían en espejos. Se encontró con el editor del programa, que le dio instrucciones utilizando notas fotocopiadas y páginas de Internet impresas. La crítica de Harper's asomaba entre las hojas. El editor parecía estar hablando de un libro escrito por otro.
Weber se sentó en el estrecho camerino, y miró un minúsculo monitor mientras el invitado que le precedía se esforzaba por parecer natural. Entonces llegó su turno. Le condujeron a un plato rodeado de elementos tecnológicos y con un reluciente mobiliario de sala de estar. Alrededor del sofá, una pequeña batería de cámaras avanzaba y retrocedía. Sin las gafas puestas, el mundo era para Weber como un cuadro de Monet. Le hicieron sentarse al lado del comentarista, quien miraba lo que parecía ser una mesita baja, pero que en realidad era un teleprompter. Junto a aquel hombre había una mujer: la esposa simbólica. La mujer le presentó, tergiversando varios datos. La primera pregunta surgió de ninguna parte.
– Gerald Weber. Ha escrito usted acerca de muchas personas que padecen numerosos trastornos extraordinarios. Personas convencidas de que lo caliente está frío y que lo negro es blanco. Personas que se creen capaces de ver cuando no es así. Personas para las que el tiempo se ha detenido. Personas con la creencia de que ciertas partes de su cuerpo pertenecen a otro. ¿Podría contarnos el caso más extraño con que se haya encontrado?
Un espectáculo de fenómenos de feria, desplegándose ante millones de ciudadanos que desayunaban con la tele encendida. Quería pedirle a aquella mujer que volviera a empezar. Los segundos transcurrían, cada uno de ellos tan inmenso, blanco y helado como Groenlandia. Él abría la boca para hablar y descubría que su lengua estaba pegada a la parte posterior de los incisivos. No podía salivar ni humedecerse la seca y paralizada oquedad de la garganta. Los telespectadores australianos debían de pensar que estaba chupando una tuerca de rueda de automóvil.
Las palabras le salían, pero entrecortadas, como si acabara de sufrir una apoplejía. Musitó algo acerca de que sus libros rebatían la idea de «sufrimiento». Cada estado mental no era más que una nueva y diferente manera de ser, diferente de la nuestra solo en cuestión de grado.
– ¿Una persona que tiene amnesia o experimenta alucinaciones no sufre? -le preguntó el hombre con voz de periodista, dispuesto a instruirse.
Sin embargo, su tono tenía un brote de sarcasmo a punto de florecer.
– Bien, tomemos el ejemplo de las alucinaciones -dijo Weber, y describió el síndrome de Charles Bonnet, pacientes con una lesión de la senda visual que los dejaba por lo menos parcialmente ciegos y que a menudo experimentaban vívidas alucinaciones-. Conozco a una mujer que con frecuencia se ve rodeada de dibujos animados. Pero el síndrome de Bonnet es corriente. Millones de personas lo experimentan. Sí, en este caso hay sufrimiento. Sin embargo, a diario la conciencia básica conlleva sufrimiento. Es preciso que empecemos a considerar todas estas maneras de ser como continuas en vez de discontinuas. Cuantitativa más que cualitativamente diferentes de nosotros. Ellas son nosotros. Aspectos del mismo aparato.
La presentadora ladeó la cabeza y sonrió, una megadosis de atractivo escepticismo.
– ¿Quiere decir que todos estamos un poco mal de la cabeza?
Su compañero soltó una risa antiséptica. Aquello era la televisión.
Weber respondió que lo que estaba diciendo era que el pensamiento delirante es similar al pensamiento ordinario. Los cerebros, con todas sus variaciones, producen explicaciones razonables de las percepciones poco corrientes.
– ¿Es eso lo que le permite penetrar en estados mentales tan diferentes del suyo?
Como las peores trampas, aquella parecía inocente. Le estaban llevando hacia las acusaciones acerca de su obra que habían encontrado en Internet. ¿Le importan realmente sus pacientes o solo los utiliza con fines científicos? Buena controversia; mejor televisión. Weber notó la proximidad de la emboscada. Pero apenas podía ver, tenía la boca seca y llevaba días sin dormir. Empezó a hablar, unas frases que le parecían peculiares incluso antes de haberlas formado. Quería decir, sencillamente, que todo el mundo experimenta momentos pasajeros de delirio, como cuando contemplas la puesta de sol y, por un instante, te preguntas adónde va el sol. Tales momentos proporcionan a todo el mundo la capacidad de comprender los déficits mentales de otras personas. Daba la impresión de que estuviera confesando una demencia intermitente. Los dos presentadores sonrieron y le dieron las gracias por haber asistido al programa aquella mañana. Pasaron sin solución de continuidad a la noticia sobre un hombre de Brisbane al que, a través del techo del dormitorio, le había caído un fragmento de coral del tamaño de una pelota de criquet. Siguió una pausa comercial y los ayudantes se apresuraron a acompañar a Weber fuera del plato, su descalabro grabado para siempre y pronto visible en la Red, en cualquier momento, por cualquier persona, desde cualquier lugar de la tierra.
Telefoneó a Bob Cavanaugh desde el hotel.
– He pensado que querrías saberlo, antes de enterarte por otros medios. Esto no va bien. Es posible que haya algunos efectos adversos.
Tras el irritante retraso de la comunicación vía satélite, Cavanaugh solo pareció divertido.
– Estás en Australia, Gerald. ¿Quién va a enterarse?
¿Hasta qué punto Mark había cambiado? Este interrogante perseguía a Karin en aquel cálido verano, pasados ya dos tercios del año. Le evaluaba continuamente, comparándole con la imagen que tenía de él antes del accidente y que cambiaba a cada día que ella pasaba con el nuevo Mark. La percepción que tenía de su hermano era un término medio en constante movimiento, decantado a favor de la persona más reciente que estaba ante ella. Ya no confiaba en su memoria.
Desde luego, Mark era más lento. Antes del accidente, algo tan complejo como decidir qué hacer con la casa de su madre solo le había llevado veinte minutos. Ahora el mero acto de bajar las persianas era como resolver el conflicto de Oriente Próximo. El tiempo de todo un día solo le bastaba para sentarse y pensar en lo que era absolutamente necesario hacer al día siguiente, seguido por un pequeño y necesario período de descanso.
Era más olvidadizo. Podía verter un cuenco de cereal al lado del que había tomado a medias. Karin le decía varias veces a la semana que estaba incapacitado, pero él se negaba a creerlo. A ella sus confusiones verbales casi le parecían ingeniosas. «He de volver al trabajo -insistía-. Tengo que traer la banca a casa.» Al ver al presidente en las noticias, rezongaba: «No, otra vez no… ese señor Impuestos del Mal». * Se quejaba de su radio con reloj digital. «No puedo saber si son las diez a.m. o las diez FM.» Tal vez eso fuese todavía lo que los textos denominan «afasia». O tal vez Mark hiciera el tonto a propósito. Ella no podía recordar si antes había sido bromista.
Ahora tenía a menudo accesos de infantilismo; ella ya no podía negarlo. Sin embargo, antes del accidente se había pasado años insistiéndole en que se hiciera adulto. El país entero era juvenil. La época era infantil. Y cuando ella le veía al lado de Rupp y Cain, Mark no siempre salía perdiendo en la comparación.
Cualquier nimiedad desencadenaba su enojo. Pero también la cólera era un viejo rasgo suyo. En la escuela primaria, cuando la maestra de Mark le llamó cariñosamente «bicho raro» ante toda la clase por haberse traído el almuerzo en una bolsa de papel en lugar de en una fiambrera metálica como los demás, él la insultó, enfurecido y lloroso. Años después, cuando su padre se burló de él durante una discusión el día de Navidad, el chico de catorce años se levantó de la mesa, subió corriendo las escaleras mientras gritaba «Felices jodidas fiestas», asestó un puñetazo a la puerta de arce de la habitación y acabó en urgencias con tres huesos de la mano rotos. Y en una ocasión, cuando una histérica Joan Schluter trató de cortarle el pelo después de que Mark y Cappy se pelearan por su flequillo, el muchacho de diecisiete años estalló, la emprendió a patadas con el horno y amenazó con denunciar a sus padres por malos tratos.
A decir verdad, incluso el síndrome de Capgras tenía algún precedente. Durante tres años, antes de la pubertad, Mark había contado con el refinado señor Thurman, su amigo imaginario. El señor Thurman le confió a Mark el secreto de que había sido adoptado. Conocía a su verdadera familia, y le prometió que se la presentaría cuando fuese mayor. A veces el señor Thurman se mostraba condescendiente con Karin, diciendo que los dos eran expósitos, pero que estaban emparentados. Otras veces procedían de distintos orfanatos. En esas ocasiones Mark la consolaba e insistía en que serían mejores amigos cuando ella no tuviera que seguir con aquella falsa familia. Karin había detestado con todas sus fuerzas al señor Thurman, y a menudo había amenazado con asfixiarlo cuando Mark estuviera dormido.
El síndrome de Capgras también la estaba cambiando a ella. Luchaba contra el proceso de habituación a la enfermedad. Siguió teniéndola muy presente durante algún tiempo: la risa de Mark, extrañamente mecánica. Sus accesos de tristeza, meras afirmaciones de una realidad. Incluso su ira, mero y pintoresco ritual. Sin que viniera a cuento, se descolgaba con una declaración de amor por Barbara propia de un niño de siete años. Iba a pescar con sus amigos, remedaba el parloteo, se sentaba en la embarcación, caña en mano y maldiciendo su suerte, como el presentador robot de algún programa de pesca televisivo, atemorizado y nervioso, esforzándose por demostrar que seguía intacto en su interior. Durante algún tiempo ella fue consciente que el accidente los había separado y que toda su abnegada atención jamás volvería a unirlos. No había vuelta atrás, pues día tras día su propia memoria integrada demostraba cada vez más que mi hermano siempre ha sido así.
Una tarde a comienzos de julio, cuando le visitó en la Homestar, Karin encontró a Mark mirando un documental de viajes en el que aparecía un amable y anémico sacerdote que recorría la Toscana. Mark estaba fascinado, como si hubiera dado casualmente con el programa de telerrealidad más extraordinario. Saludó a Karin, lleno de entusiasmo.
– Ah, hola. ¡Mira qué sitio! Es increíble. La gente ha vivido ahí durante millones de años. Y las piedras son todavía más antiguas.
Karin se sentó a su lado y miró el documental. Ahora él la toleraba, un hábito tan inquietante como su anterior hostilidad. Finalizó el programa, y Mark zapeó por los demás canales. Buscó sus favoritos de siempre: coches y deportes de contacto, vídeos musicales, comedias frenéticas. Pero el ruido y la velocidad le resultaban desagradables. Ya no podía abrir la cañería que le conectaba con el mundo exterior sin sufrir una inundación. Al cabo de cinco minutos de una reposición de su comedia favorita, preguntó:
– ¿Es posible que el accidente me haya convertido en vidente?
Ella aparentó serenidad.
– ¿Qué quieres decir?
– Es como si supiera cada chiste antes incluso de que lo hayan contado.
Se decidió por un programa de temática zoológica sobre las tres especies de mamíferos primitivos que ponían huevos, algo que jamás le habrían sorprendido haciendo antes del accidente.
– Dios mío. ¿Qué es eso? Alguien la ha cagado con las especificaciones del diseño. ¡Pájaros con pelo!
Ese era el Mark que ella recordaba de la infancia. Curioso y tierno, sin salidas de tono. Su perplejidad había aumentado lo suficiente para querer que ella estuviera allí, sentada a su lado en el estrecho sofá. En ese momento era tal como ella deseaba que fuese. Podía hacerle té, incluso podía extender el brazo por encima del sofá y tocarle el hombro, y él lo toleraría. La idea era traumática. Se levantó y fue de un lado a otro de la sala. Impensable: Toscana, equidnas y su hermano. Observó al joven sentado en el sofá que miraba cejijunto a los primitivos mamíferos con fingida excitación.
– ¡Mira esa criatura! Abandonada por la evolución. Rezagada. Es lo más triste que he visto jamás. -Alzó la vista y la vio yendo de un lado a otro-. Eh, ¿quieres sentarte un momento? Me estás poniendo nervioso.
Karin volvió a sentarse en el sofá, a su lado. Él se inclinó hacia ella y puso en práctica la idea que tenía de un hombre encantador. Apoyó una mano en el muslo de Karin y se embarcó en su letanía cotidiana.
– ¿Y si me llevaras a Thompson Motors? Puedo conseguir un F-150 usado por nada y trucarlo. Pero tienes que ayudarme porque me han robado el talonario de cheques. Me han dejado la agenda, pero han cambiado los nombres y los números.
– No sé, Mark. Probablemente no sea tan gran idea.
– ¿Ah, no? -Frunció el ceño y alzó las manos en un gesto de impotencia-. Como quieras. -Tomó un número atrasado del Kearney Hub que estaba sobre la mesita baja, donde hacía las veces de posavasos, y repasó las listas de camionetas usadas que ya había anotado. Karin tomó el mando a distancia y apretó un botón. Mark se volvió hacia ella-. ¿Te importaría? Estoy mirando eso. No te interesan los mamíferos ovíparos, ¿verdad? ¿No te importa mucho ninguna especie salvo tú misma?
– Lo de los mamíferos ovíparos ya ha terminado, Mark.
– Y un cuerno. Fósiles vivos. El ejemplo de supervivencia más grande en la historia de los vertebrados. ¿Se ha terminado? De ninguna manera. ¡Mira! ¿Qué es…? Eso es… alguna clase de unicornio marino o algo así.
– Es otro programa, Mark.
– ¿Qué coño sabes tú? Todo es el mismo programa. -A modo de prueba, zapeó por los canales-. Eh, mira este. Basado en un hecho real. ¿Es que ya no hacen películas basadas en hechos ficticios? -Pulsó varios botones más y acabó en Court TV-. ¿De acuerdo? ¿Satisfecha? ¡Jo! Tú no eres de por aquí, ¿verdad?
Mientras Mark leía el periódico, ella contempló a dos vecinos que se querellaban por una parcela de jardín que habían comprado juntos. Al cabo de un rato, le preguntó:
– ¿Te gustaría ir a dar un paseo?
Él se irguió, alarmado.
– ¿Pasear por dónde?
– No lo sé. ¿Bajamos hasta el prado de Scudder? Deberíamos ir al río. En fin, salir de esta urbanización.
Él la miró con lástima, porque la chica consideraba tal cosa posible.
– No lo creo. Tal vez mañana.
Permanecieron sentados mucho rato, leyendo con un fondo de litigio televisado. Ella le preparó para cenar un sándwich de atún con queso derretido por encima. Cuando se dispuso a marcharse, Mark la acompañó a la puerta.
– ¡Maldita sea! Vuelve a ser de noche. No sé cómo tenía tiempo de trabajar durante todo el día, cuando trabajaba. Eso me recuerda la empresa. Debería llamar a la planta, ¿no es cierto? Tengo que volver al trabajo, ¿comprendes lo que te estoy diciendo? No puedo vivir eternamente de dinero que no he ganado.
Inició la terapia cognitiva conductual con la doctora Tower. Karin lo llevó a Kearney, en lo que Mark llamaba «el cochecillo japo». Él había abandonado la idea de que ella intentara estrellar el coche para matarlo. O tal vez se había reconciliado con el destino.
El tratamiento requería evaluaciones cada mes y medio, y a continuación doce «sesiones de adaptación», con todos los seguimientos necesarios, durante el año siguiente. Karin lo llevaba en coche al Buen Samaritano y, durante la hora que duraba cada visita, paseaba por la ciudad. Los médicos del hospital le pidieron que no hablara con Mark acerca de la terapia hasta que ella también participara en sesiones posteriores. Karin juró que no lo haría. Después de la segunda sesión, la pregunta salió de sus labios antes de que ella se percatase de lo que estaba haciendo:
– Bueno, ¿qué tal van esas charlas con la doctora Tower?
Él adoptó una actitud clínica.
– Bien, supongo. No hace daño mirarla. Pero es un poco lenta de comprensión. Hay que decirle las cosas cien veces. Cree que tú puedes ser auténtica. Es exasperante.
Barbara se presentaba tres veces a la semana. Entraba sin previo aviso, y su presencia era siempre un acontecimiento. Se había quitado la ropa del hospital y, con pantalones cortos grises y una camiseta de color burdeos, era el verano personificado. Karin admiraba sus brazos y piernas desnudos, y una vez más se preguntaba por la edad de aquella mujer. Barbara convertía a Mark en un patito de goma para jugar en el baño, que cabeceaba sin cesar, dispuesto a cualquier cosa que ella le pidiera. Le acompañaba a la tienda y le hacía comprar por sí solo. Esa posibilidad nunca se le había ocurrido a Karin, que todas las semanas llenaba el frigorífico y la despensa de Mark, manteniéndolo al mismo tiempo alimentado y dependiente. Sin embargo, Barbara era implacable. No tomaba ninguna decisión por él, indiferente a las súplicas de Mark.
– Eh, Barbie, ¿qué me gusta más? Debes de acordarte, por los años que pasamos juntos en nuestro hotelito sanatorio. ¿Me gustan más las salchichas o el beicon?
– Te diré cómo puedes averiguarlo. Solo tienes que mirarte a ti mismo y ver qué eliges.
Lo dejaba a su aire, condenado a la libertad en medio del terror de la abundancia norteamericana, tan solo interviniendo cuando se trataba de queso en envase con difusor y de cereales con chocolate y malvavisco.
Barbara le ponía videojuegos, incluso el programa de carreras. A Mark le encantaba: un pez sobre ruedas al que podía vencer cada vez, incluso con un pulgar atado a la espalda. Jugaban al cribbage. A Mark le gustaban las partidas épicas, y a menudo terminaba suplicando piedad.
– ¿Es esta tu manera de divertirte? ¿Una mujer adulta que gana a principiantes?
Karin acertó a oírle.
– ¿Principiante? ¿No te acuerdas de que siempre jugabas a esto con mamá, de pequeños?
Él se mofó de semejante idiotez.
– ¿Siempre jugaba? ¿Con mamá de pequeña?
– Ya sabes a qué me refiero. Usabais hojas de Sellos Verdes * sin ningún valor.
Mark alzó la cabeza de las cartas para reírse con sorna.
– Mi madre no jugaba al cribbage. Jugar a cartas era cosa del diablo.
– Eso fue más tarde, Mark. Cuando éramos pequeños, ella aún era adicta a las cartas. ¿No te acuerdas? Eh, préstame atención.
– Jugando a las cartas. Con mi madre. Mi madre de pequeña.
Tres meses… no, treinta años de frustración espesaron la atmósfera a su alrededor.
– ¡Por el amor de Dios! No seas tan tarugo.
Karin escuchó el eco, avergonzada de sí misma. Sus ojos buscaron los de Barbara, tratando de ofrecerle como excusa tácita un acceso de enajenación transitoria. Barbara miró a Mark, pero este se limitó a echar la cabeza atrás y soltar una risotada.
– Tarugo. ¿De dónde has sacado eso? Mi hermana también me llamaba así.
Nada le ponía nervioso mientras Barbara estuviese allí. Poco a poco, consiguió que volviera a leer. La enfermera se las ingenió para que eligiera un libro que se había negado a leer cuando tuvo que hacerlo como trabajo escolar en secundaria. Mi Antonia.
– Una historia muy sexy -le aseguró-. Trata de un muchacho campesino de Nebraska al que le pone cachondo una mujer mayor.
Logró leer cincuenta páginas, aunque invirtió en ello dos semanas. Sintiéndose traicionado, se enfrentó a Barbara.
– No trata en absoluto de lo que me has dicho, sino de inmigrantes, granjeros, sequía y mierda.
– Eso también -admitió ella.
Siguió leyendo, para no desbaratar el esfuerzo ya realizado, pese a la pérdida de tiempo. El final del libro le dejó confuso.
– ¿Quieres decir que él vuelve, cuando los dos están casados y ella tiene todos esos jodidos críos, solo para estar por ahí cerca? ¿Solo para ser su amigo o algo por el estilo? ¿Solo por lo que sucedió cuando eran pequeños?
Barbara asintió, los ojos velados. Mark tendió la mano para consolarla.
– El mejor libro anticuado que he leído jamás. Aunque no lo he entendido del todo.
Barbara le llevaba a dar largos paseos bajo el sol veraniego. Deambulaban, la boca seca y la piel sudorosa, el áspero julio amenazando con no terminar jamás, sin nada que hacer salvo aguantar y seguir paseando. Pasaban horas recorriendo los brillantes trigales, como inspectores del departamento de agricultura responsables de controlar la cosecha de la zona. En esos paseos les acompañaba la perra, Blackie Dos.
– Este chucho es casi tan bueno como el mío -afirmó Mark-. Solo un poco menos obediente.
De vez en cuando permitía que Karin fuera con ellos, si se mantenía callada.
Barbara podía escuchar la cháchara de Mark sobre coches construidos según las especificaciones del cliente mucho después de que Karin estuviera completamente aburrida.
– Nunca puedo dejar un coche tal como viene de serie -dijo Mark, y se embarcó en una amplia anatomía del vehículo que estaba construyendo en su cabeza: Rams, Bigfoots y Broncos ensamblados en un monstruo híbrido.
Karin, dejada de lado e invisible, cincuenta metros detrás de ellos, estudiaba la técnica de aquella mujer. Barbara absorbía y dirigía a Mark para hacerle hablar. Escuchaba, arrobada, al joven que recitaba listas de piezas de automóvil, y entonces alzaba un dedo, como de pasada: «¿Has oído? ¿Qué era ese sonido?». Sin que él se percatara, le hacía escuchar los coros de cigarras a los que no había prestado atención desde los quince años. Barbara Gillespie tenía una habilidad asombrosa, un aplomo que Karin podía diseccionar e incluso imitar durante breves períodos, pero que no podía confiar en poseer jamás. La entristecía ver en Barbara lo que ella finalmente quería ser cuando madurase. Pero no tenía más posibilidades de convertirse en Barbara de las que tenía una luciérnaga de convertirse en un faro gracias a su diligencia. El lugar que aquella mujer ocupaba ahora en la vida de su hermano era más importante que el suyo.
Mark podía hacer cualquier cosa por su muñeca Barbie. Un día, al atardecer, Karin los encontró sentados a la mesa de la cocina con las cabezas inclinadas sobre un libro de arte, con el mismo aspecto de Joan Schluter y el último pastor que tuvo examinando las Escrituras. El libro se titulaba Guía para ciegos: 100 artistas que nos dieron nuevos ojos. Algún volumen del estante secreto y sorprendente de Barbara. Karin se acercó a ellos por detrás, temerosa de que Mark pudiera enojarse y expulsarla. Pero él ni siquiera se percató de su presencia. Estaba hipnotizado por la pintura de Cézanne Casa y árboles. Los dedos de Barbara recorrían la imagen, hermanándose con los troncos. Mark contemplaba la página, siguiendo las marcas dejadas por la espátula. Luchaba con la imagen, un forcejeo que surgía de su interior. Karin vio enseguida qué era aquello con lo que se debatía: la vieja granja familiar, el refugio contra los años precarios de su infancia, la casa cuya hipoteca su padre trató de pagar fumigando campos en una antigua avioneta Grumman AgCat. Ella no pudo contenerse.
– Sabes dónde se encuentra eso, ¿verdad?
Mark se volvió hacia ella, como un oso sorprendido mientras busca algo de comer.
– No está en ninguna parte. -Señaló su cabeza con bruscos gestos-. Una puñetera fantasía, es ahí donde está.
Karin retrocedió, estremecida. Él podría haberse levantado para abofetearla de no ser porque Barbara le sujetaba el brazo. El contacto cerró un circuito, y él volvió a concentrarse en la lámina, mientras su enojo se desvanecía. Tomó el libro y pasó las páginas con el dedo índice, como si fuese un folioscopio, quinientos años de obras maestras de la pintura en cinco segundos.
– ¿Quién ha hecho todos estos cuadros? Quiero decir, ¡mira esto! ¿Cuándo empezaron a hacerlo? ¿Dónde he estado durante toda mi vida?
Transcurrieron unos minutos antes de que Karin dejara de temblar. Cierta vez, ocho años atrás, él le partió el labio de un revés cuando ella le llamó gilipollas indigno de confianza. Ahora podría hacerle auténtico daño, y sin saberlo siquiera. Se quedaría como estaba para siempre, incluso más trastornado de lo que estuvo su padre, incapaz de conservar empleos, mirando documentales sobre la naturaleza y hojeando libros de arte, reaccionando al más pequeño contratiempo con accesos de furia. Y luego se daría la vuelta, perplejo, como si no pudiera creer del todo lo que acababa de hacer.
Karin se sentía desgarrada: dependería de ella para siempre. Y seguiría fallándole, de la misma manera que no supo proteger a sus padres de sus propios y peores impulsos. Sus atenciones incluso empeoraban más a Mark. Ella necesitaba que él fuese de una manera que nunca volvería a ser, una manera que ella ya no estaba segura de que jamás hubiera sido. No tenía fuerzas para enfrentarse a su nueva y apabullante inocencia. Se sentó en una silla plegable. El arco de su propia vida ya no conducía a ninguna parte. Los años futuros se derrumbaban, enterrándola bajo su peso muerto. Entonces el contacto de unos dedos en su antebrazo la hicieron volver en sí.
Miró a Barbara, un rostro que parecía ecuánime ante cualquier conducta. La mujer retiró su mano del brazo de Karin y siguió guiando a Mark por las páginas del libro tranquilizador. Parecía conocer los nombres de todos los pintores, sin mirar siquiera los pies de las ilustraciones. ¿Prodigaba los mismos cuidados a todos sus pacientes a los que habían dado el alta? ¿Por qué había elegido a los Schluter? Karin no se atrevía a preguntárselo. Las visitas no podían durar mucho más. Pero allí estaba Barbara, sentada a la mesa de la cocina de Mark, haciéndole compañía en su ceguera.
Aquella noche, las dos mujeres se marcharon juntas. Karin acompañó a Barbara hasta su coche.
– Escucha. No sé cómo decirte esto. Estoy en deuda contigo. Jamás podré agradecerte lo que estás haciendo. Jamás.
Barbara arrugó la nariz.
– Bah. No es necesario. Soy yo quien te agradece que me dejes venir.
– En serio. Sin ti estaría perdido. Estaría… peor.
Aquello era demasiado. La mujer retrocedió, dispuesta a huir.
– No tiene importancia, lo hago por mí.
– Si alguna vez hay algo, cualquier cosa, que yo… por favor, por favor…
Barbara sostuvo su mirada: Podría haberlo, algún día. Para sorpresa de Karin, dijo precipitadamente:
– ¿Quién sabe cuándo necesitaremos a alguien que cuide de nosotros?
Ni siquiera los dos amigos de Mark ponían nerviosa a Barbara. Cuando sus visitas coincidían, Rupp y Cain la incluían en sus partidas de cartas. Siempre que los muchachos jugaban, ella participaba. Mark salía de su laberinto durante tanto tiempo como ella estaba cerca. Cain no podía resistir la tentación de arrastrarla a continuos debates: la guerra contra el terrorismo, el necesario recorte de las libertades civiles, el invulnerable pero, de alguna manera, infinitamente amenazado estilo de vida norteamericano. Era uno de esos polemistas regordetes y apopléticos que mascullan estadísticas, muy detalladas y en continua mutación. Barbara le machacaba, de una manera nada deportiva, e incluso permitía que Duane se subiera al mismo cuadrilátero que ella. Cierta vez él citó un artículo recién remozado de la Declaración de Derechos, y ella le replicó con todo el documento, que se sabía de memoria. Él abandonó la sala hecho una furia y gritando: «¡Tal vez en tu Constitución!».
Rupp le tiraba los tejos a conciencia, moralmente obligado a hacerlo, y para ello recurría a súplicas cada vez más desesperadas: que le ayudara a curar al hurón que tenía como mascota. Una excursión para lanzar maquetas de cohetes. Lamer sobres para un gran acontecimiento destinado a recaudar fondos. Ella respondía con alegres negativas. Cierra el pico. Levántate el ánimo tú solito. Anda y que te den. Todos esperaban la siguiente escalada. Todos menos Mark, que, con los ojos húmedos, les rogaba que callaran de una vez.
Karin le daba lo que él le permitía que le diera. Le encantaba llevarlo a las sesiones de terapia cognitiva, que duraban una hora y a las que Mark oponía cada vez más resistencia. Después de la tercera cita, de regreso a casa y de una manera tan natural que no incumplía las órdenes del hospital, le sondeó de nuevo.
– ¿Qué tal van las cosas con la doctora Tower?
– Muy bien -respondió Mark, los ojos, como siempre, fijos en la carretera-. Creo que esta terapia está haciendo que me sienta un poco mejor.
Antes de la cuarta sesión, Mark pidió que le dejaran visitar la sección de cuidados intensivos. Eligió al azar una enfermera de la planta, le contó lo ocurrido y le mostró la nota. La sobresaltada mujer le prometió que le haría saber cualquier cosa de la que se enterase.
– ¿Te das cuenta? -le preguntó a Karin mientras esta le acompañaba a la planta de la doctora Tower-. Me ha dado evasivas. Dice que aquella noche no dejaron que nadie entrara a verme excepto mi familiar más cercano. Pero me dijiste que te dejaron entrar. Eso no concuerda, ¿verdad?
Ella meneó la cabeza, rindiéndose a las leyes del mundo de su hermano.
– No, Mark. La verdad es que no concuerda.
Karin se pasó la hora de la sesión en la cafetería del hospital, calculando el grado de su autoengaño. La terapia no estaba haciendo nada por él. Ella se aferraba a la ciencia médica de la misma manera que otros se aferran a la Revelación. Qué racionales le habían parecido las certidumbres científicas de Weber. Claro que Mark se percibía a sí mismo como racional, y cada vez más clarividente que ella.
Cuando él salió de la sesión, Karin le propuso que fuesen a cenar.
– ¿Qué te parece Grand Island, el Farmer's Daughter Café?
– ¡Joder! -El placer y el temor se mezclaban en su rostro-. Es mi lugar favorito para comer en esta desolada vida. ¿Cómo lo has sabido? ¿Has hablado con los chicos?
Ella se sintió avergonzada por todo lo humano.
– Te conozco. Sé lo que te gusta.
El se encogió de hombros.
– ¡Eh! A lo mejor tienes extraños poderes que desconoces. Deberíamos hacer algunas pruebas.
A Mark y sus amigos les gustaba viajar más de setenta kilómetros para comer la misma carne de vacuno sanguinolenta que podían tomar en media docena de restaurantes de Kearney. Karin nunca había comprendido el atractivo del Farmer's Daughter Café, pero ahora se alegraba de ir allá. Mark era como un rehén a su lado, y se pasó casi toda una hora sumido en sus pensamientos. Desde el asiento del pasajero, «el asiento de la muerte», lo llamaba él, contemplaba los trigales, los campos de habichuelas y los maizales, y escudriñaba el paisaje en busca del menor elemento que no encajara. Leía en voz alta las señales de la carretera:
– «Adopta una carretera.» ¡Que adoptes una carretera! ¿Quién habría pensado que tantas carreteras de nuestro país fueran huérfanas? *
Karin aguardó hasta la monótona recta entre Shelton y Wood River para interrogarle. La medicina le había traicionado; ella podía traicionar a la medicina.
– Bueno, dime, ¿qué es lo peor de la doctora Tower?
Con la cabeza casi sobre el salpicadero, él observaba a un ave de rapiña que trazaba círculos por encima del vehículo.
– Me pone nervioso. Quiere conocer toda esa mierda que pasó hace una infinidad de tiempo. Qué es lo que ha cambiado, qué sigue siendo igual. Le digo: ¿Quieres historia antigua? Pues ve y cómprate un libro de historia antigua. -El halcón quedó detrás de ellos. Mark se enderezó y miró a Karin-. «¿Qué hacías cuando eras pequeño y tu hermana te enojaba?» ¿De qué sirve eso? Quiero decir que es raro, ¿no te parece? Ese intento de averiguar tantas cosas sobre mí, de cambiar mi manera de ver las cosas.
El tono conspirador del joven aceleró el pulso de Karin. Recordó la resistencia encubierta de los dos cuando eran adolescentes para sobrevivir a las peores certidumbres de sus padres. Ahora él le ofrecía una nueva alianza. Karin podía aceptarla, por absurda que fuera. Ambos tendrían lo que necesitaban. Aspiró aire, aturdida por intentar complacerle.
– En primer lugar, Mark, nadie te obliga a hacer nada.
– Vaya. Eso es un alivio.
– La doctora Tower solo quiere entender cómo funciona ahora tu mente.
– ¿Por qué no vuelven a meterme dentro de uno de esos escáneres? Joder, deberían encontrar las chifladuras con esos chismes. ¿Has estado alguna vez dentro de uno de esos tubos? Un barullo de la hostia. Es como si te trabajaran el cráneo en un taller de reparaciones. Y no puedes moverte. Tienes una correa en la barbilla. Te dejan bien traumatizado, si no lo estabas ya. Interpretación de la mente informatizada.
Ella prefirió dejarlo correr hasta que llegaran a Grand Island. El verano en la ribera del Platte: el reluciente espejismo, el muro verde oscuro de calor aplastante que convertía a las Llanuras en un modelo de aridez dejada de la mano de Dios, liberaban a Karin. La agitada Chicago, con su cuadrícula que parecía hecha con piezas de Lego, la había oprimido. Las montañas Rocosas la habían puesto bastante nerviosa. El oropel que envolvía a Los Ángeles daba una sensación de ceguera histérica. Por lo menos, ella conocía aquella región. Solo aquel lugar estaba lo bastante abierto y vacío como para desaparecer en él.
El Farmer's Daughter Café ocupaba un local antiguo, de la década de 1880, con paneles de madera de cerezo y oxidados aperos de labranza colgados de las paredes. Era como si Nebraska hiciera una representación de sí misma. La propietaria, con aspecto de abuela, los saludó como a unos amigos perdidos mucho tiempo atrás, y Karin le respondió efusivamente.
Una vez acomodados, Mark comentó:
– Han cambiado este sitio. No sé. Rehabilitado. Antes era más nuevo. -Y cuando pidieron la comida, dijo-: El menú no ha variado, pero la comida ha perdido.
Comió con resolución, aunque con escaso placer.
– La doctora Tower solo quiere hacerse una idea de tus pensamientos -insistió Karin-. De ese modo podrá juntar las piezas de nuevo, por así decirlo.
– Claro, claro. ¿Crees que me estoy desmoronando?
– Bueno. -Lo que Karin sabía era que eso era lo que le estaba sucediendo a ella-. ¿Cómo te sientes?
– Eso es lo que la puñetera doctora me pregunta una y otra vez. Nunca me había sentido mejor. Me he sentido mucho peor, de eso puedes estar segura.
– Sin duda. Estás muchísimo mejor de lo que estabas tal día como hoy, cinco meses atrás.
Él se echó a reír.
– ¿Cómo puedes hablar de «tal día como hoy» refiriéndote a cinco meses atrás?
Ella agitó las manos, aturullada. Cada palabra formada en su mente se fundía en figuras retóricas carentes de sentido.
– Mira, Mark, después de que te sacaran de la camioneta volcada, durante varios días no pudiste ver ni moverte ni hablar. Apenas eras humano. Desde entonces se ha obrado en ti un milagro. Así es como lo llaman los médicos: un milagro.
– Sí. Jesús y yo.
– Así que ahora, gracias al terreno que has ganado, la doctora Tower puede ayudarte incluso más. Tal vez encuentre algo con lo que te sientas mejor.
– No haber tenido ese accidente me haría sentir mejor. ¿Vas a terminarte esas patatas?
– Te lo digo en serio, Mark. Quieres ser de nuevo el mismo de antes, ¿no?
– ¿De qué me estás hablando? -Volvió a emitir un sonido que se aproximaba a la risa-. Me siento exactamente como siempre. ¿Como quién crees que me siento?
Karin no podía decir lo mismo acerca de sí misma. No siguió insistiendo. Cuando les presentaron la modesta cuenta, ella extendió la mano para tomarla. Él se la asió.
– ¿Qué estás haciendo? No puedes pagar. Eres la mujer.
– La idea ha sido mía.
– Eso es cierto. -Mark jugueteó con el pimentero, cavilando-. ¿Quieres pagarme la cena? No lo entiendo. -Trataba de dar a su voz un tono burlón-. ¿Es esto una especie de cita? Oh, no. Espera. Me había olvidado. Incesto.
Llegó la camarera y tomó la tarjeta de crédito de Karin. Pronto rebasaría el límite y tendría que utilizar otra. Al cabo de cinco meses, el seguro de vida de su madre, la suma que Karin no había querido tocar, el dinero que debería utilizar para hacer cosas buenas, también habría desaparecido.
– Esto demuestra claramente que no puedes ser mi hermana. Ella es la persona más agarrada que he conocido jamás. Excepto tal vez mi padre.
Karin se echó atrás, dolida. Pero el rostro inexpresivo de Mark la detuvo. Probablemente tenía razón. Durante toda su vida, presa del pánico, se había aferrado a cualquier cosa boyante que flotara lo suficiente para librarla de la vorágine de Cappy y Joan. Y su voluntad de acumular la había dejado sin nada. Era lo que sucedía con la seguridad: cuanto más guardabas, menos tenías. Ahora lo compensaría. Mark no le costaría menos que todo lo demás. Dedicaría la vida que le quedara a pagar por la vida que él ni siquiera podía ver que había perdido. ¿Podía considerarse generosidad si no tenía alternativa?
– La próxima vez pagarás tú -le dijo-. Anda, volvamos a casa.
Cuando salieron de Grand Island, anochecía. A quince kilómetros de la ciudad, Mark se quitó el cinturón de seguridad. Eso no debería haber turbado a Karin, sino todo lo contrario, pues el Mark de antes nunca se ponía el cinturón. Allí estaba, volviendo a la normalidad, confiando en ella de nuevo. Pero Karin sintió pánico.
– ¡Ponte el cinturón, Mark! -le gritó.
Tendió la mano para ayudarle, pero él le dio una palmada. Temblorosa, Karin aparcó en la cuneta de la oscura carretera 30. Se negó a seguir adelante hasta que él se pusiera el cinturón de seguridad. Parecía encantado de estar allí sentado, en la oscuridad, disfrutando de aquel duelo que ninguno de los dos podía ganar.
– Me pondré el cinturón -dijo al fin-. Pero tienes que llevarme.
– ¿Adónde? -le preguntó ella, aunque ya lo sabía.
– Quiero ver dónde ocurrió.
– No, Mark, eso no te conviene.
Él miraba hacia delante, hacia su propio universo. Hizo girar la mano alrededor de la cabeza, la señal de «chiflado».
– Es como si nunca hubiera estado ahí.
– No podemos. Esta noche no. Habrá una oscuridad total. No podrías ver nada.
– Tampoco ahora puedo ver gran cosa.
– Déjame que te lleve a casa. Iremos a primera hora de la mañana, te lo prometo.
Él se volvió hacia ella.
– Eso sería conveniente, ¿verdad? Me llevas «a casa», llamas a tu gente y entonces vais y lo amañáis todo mientras estoy durmiendo. Y yo nunca notaré la diferencia. -Formas compactas, astutamente manipuladas mientras ellos estaban de espaldas. Todas las certezas acarreadas corriente abajo-. Alteración de la escena del crimen -añadió, mientras movía arriba y abajo la tapa de la guantera del Corolla.
– ¿Crimen? ¿Qué quieres decir? ¿Qué crimen?
– Ya sabes a qué me refiero. Peinar la cuneta para eliminar las pruebas. Trazar huellas falsas.
– Escucha, Mark, si alguien ha querido alterar las pruebas ha tenido casi medio año para hacerlo. No queda ninguna prueba. ¿Por qué habrían esperado hasta ahora?
– Porque hasta ahora no he querido echar un vistazo.
Aceleró el movimiento de la tapa, y ella le asió la mano para detenerla.
– No queda nada que ver. La lluvia lo ha borrado todo, o ha desaparecido bajo la hierba.
Él se irguió, excitado.
– Entonces, ¿estás de acuerdo conmigo? ¿Alguien ha alterado todas las pistas que yo podría tener para entender esto?
Esto. Su vida.
– Ha sido la naturaleza, Mark. -Todo cuanto ocurrió, sepultado por la vegetación-. Ponte el cinturón que nos vamos.
Él le obedeció, pero a condición de que Karin pasara la noche en la Homestar, donde podría vigilarla.
– Tengo un sofá cama en la sala y podrás dormir ahí.
Avanzaron hacia Farview en silencio. Mark no le dejó conectar la radio, ni siquiera la emisora KQKY, que según él ya no tocaba la misma clase de música que antes. Una vez en la casa, Mark le pidió las llaves del coche para guardarlas bajo la almohada.
– Últimamente duermo como un tronco. Es probable que no te oyera si salieras en plena noche.
Mientras su hermano se duchaba, Karin llamó a Daniel. Le hizo salir de una profunda meditación. Le contó la velada y le dijo que pasaría la noche en casa de Mark.
– ¿Nos vemos mañana? -preguntó ella, en un tono expectante.
Hubo una breve pausa antes de que él respondiera. No la creía. Ella cerró los ojos y se tambaleó. La historia bajo las tablas del suelo, esperando arder.
Daniel se mostró más solícito.
– ¿Va todo bien? ¿Quieres que vaya?
– ¿Con quién hablas? -le preguntó Mark, que había aparecido en la entrada de la sala, el cuerpo cubierto por una toalla oscilante y goteando sobre la moqueta-. Te he dicho que no te pusieras en contacto con nadie.
– Te veo mañana -dijo Karin por el móvil, y lo apagó.
– ¿Quién era? Maldita sea. No puedo darte la espalda ni un momento.
– Era Daniel Riegel. -Mark dobló un brazo ante su cara, como protegiéndose del nombre-. Nos vemos desde hace algún tiempo. Podríamos decir que estoy viviendo con él. Estamos bien, Mark. Después de toda la mierda que nos echamos mutuamente encima. Por fin las cosas van bien entre nosotros.
No añadió: «gracias a ti».
– ¿Danny Riegel? ¿El chico naturista? -preguntó él, todavía mojado, en el brazo del sillón de plástico imitación de cuero, mientras se secaba abstraídamente el pecho. Un poco tarde, Karin desvió la vista-. ¿Así que de veras sois pareja?
– Fue a verte al hospital.
Una frase estúpida, forzada y que no venía a cuento.
– ¿Ah, sí? Danny Riegel. Bueno, no puede hacerme daño. No le haría daño a una ameba. No puede estar metido en ninguna maquinación. No Danny Riegel. Pero, joder… ¿cómo conocías nuestra relación hasta el punto de liarte con él? Eso es misterioso de veras. Mi hermana y él estuvieron emparejados. Deben de haberte programado por anticipado, lo habrán puesto en tu ADN o algo por el estilo.
Ella le dio la espalda. La fatiga había quedado atrás, y volvió a lo que debería hacer a diario durante el resto de su vida, si seguía cuidando de él.
– Por una vez, Mark, busca la solución fácil. Lo que es evidente.
– ¡Ja! ¿En esta vida? Has perdido el juicio.
Se rodeó la cintura con la toalla y la ayudó a abrir el sofá cama. Más tarde, pasada la medianoche, yació sobre aquel camastro con cojinetes que se movían y muelles que se clavaban, el oído atento para percibir movimientos en la oscuridad. Todo estaba vivo: el aire acondicionado que se ponía en marcha a intervalos con un estremecimiento, criaturas livianas que correteaban por las paredes, ramas de sangre caliente que golpeaban la ventana, algo del tamaño de un utilitario reconociendo las azaleas, insectos que excavaban en su oído, sus agitadas alas como taladros de dentista aproximándose a su tímpano. Y a cada crujido tenía la sensación de que su hermano, quienquiera que fuese, se deslizaba en la sala de estar.
Tras el habitual desayuno de bollos azucarados, Karin llevó a su hermano a la carretera North Line. El aire de primera hora de la mañana ya parecía de amianto, dispuesto a alcanzar treinta y siete húmedos grados antes del mediodía. Sin embargo, Mark llevaba sus tejanos largos de color negro. No podía acostumbrarse a las cicatrices de las piernas y no quería que nadie se las viera. El tramo de reluciente carretera parecía no tener apenas rasgos distintivos: pastos bordeados por juncias y herbosos campos, muy pocas señales de tráfico, algún árbol achaparrado y cruces con números en lugar de nombres. Pero Karin se detuvo a diez metros del lugar del accidente.
– ¿Es aquí? ¿Estás segura de que es aquí donde di la vuelta de campana?
Ella bajó del vehículo sin responderle. Mark la siguió. Examinaron la desierta carretera en direcciones opuestas. Podrían haber sido una pareja de vacaciones que se hubiera detenido para buscar un mapa que había salido volando por la ventanilla. El lugar era incluso menos revelador que cuando ella lo visitó con Daniel, no había nada más que la actividad en bruto de la naturaleza, la base de toda la pirámide, demasiado pequeña y diseminada para molestarse por ella: una verde cubierta sobre el suelo que se extendía hasta el horizonte, con un riachuelo de asfalto fundido atravesándola.
Mark cruzó la carretera, tan perplejo como el rebaño de Simmental en el altozano un centenar de metros a su derecha. Solo que las vacas en movimiento no meneaban la cabeza.
– ¿En qué dirección iba? -Ella señaló el oeste, hacia la ciudad. Ya hacía mucho tiempo que unas fuerzas empeñadas en borrar la vida de Mark se habían llevado cualesquiera pruebas que él buscara-. ¿Lo ves? Aquí no hay nada. Te lo he dicho. Se lo han llevado todo.
Se puso en cuclillas y rozó el asfalto con la palma. Entonces se sentó en el borde redondeado de la carretera, los brazos alrededor de las rodillas. Ella se le acercó para pedirle que se colocara en el arcén, pero en vez de decírselo se sentó a su lado, ambos blancos de cualquier vehículo que pasara a más velocidad que la de una cosechadora. Sin alzar la vista, extendió los brazos en el aire.
– Estábamos en el Silver Bullet. Eso lo recuerdo.
– ¿Quiénes? -le preguntó ella, tratando de hablar con tanta naturalidad como él.
– Yo, Tommy, Duane. Un par de chicos de la planta. Música, creo que el grupo que toca ahí. Hacía frío. Yo echaba un pulso con alguien. Y eso es todo. Sigue un vacío total. Ni siquiera recuerdo haber subido a la camioneta. Nada, hasta que estoy en una cama de hospital, babeando. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Semanas? ¿Meses? Como si estuviera encerrado en alguna parte y otro viviera mi vida.
Hablaba monótonamente, como una torpe voz de ordenador.
Ella le puso un brazo en el hombro y él no lo apartó.
– No te preocupes por eso -le dijo-. Trata solo de…
Él le dio unos golpecitos en el brazo y señaló. Una vieja camioneta Pontiac se acercaba desde el este. Los dos se pusieron en pie y se apartaron un metro de la carretera. El vehículo redujo la velocidad hasta detenerse ante ellos. Tenía las ventanillas abiertas. Los asientos estaban cargados de objetos, cajas llenas de ropa, rimeros de platos, libros, herramientas, incluso un ramillete de flores de plástico. En el compartimento trasero había un colchón inflable cubierto por una raída manta de algodón. Un septuagenario de gruesas facciones y tez rojiza, sin duda alguna un indio winnebago, se asomó a la ventanilla.
– ¿Algún problema con el coche?
– Algo por el estilo -respondió Mark.
– ¿Necesitan que los lleve?
– Necesito algo.
El winnebago abrió la portezuela del pasajero. Karin se adelantó.
– Estamos bien, gracias.
El hombre se los quedó mirando un buen rato antes de cerrar la portezuela y alejarse, más lento que un cortacésped.
– Eso me recuerda… -dijo Mark, no más rápido que el vehículo.
Ella aguardó, pero su paciencia no obtuvo frutos.
– ¿Qué?
– Solo me hace recordar. -Avanzó desde el lado de la carretera hasta la línea central. Ella le siguió. Mark extendió las manos, recreando el camino imaginado-. Sé que di una vuelta de campana. Sé que me operaron.
– En realidad no te operaron, Mark.
– Tenía una puñetera canilla metálica saliéndome del cráneo.
– Eso no fue exactamente cirugía cerebral.
Él alzó una palma para silenciarla.
– Te diré qué otra cosa me ha recordado ese coche. Había alguien más aquí. No estaba solo.
Los insectos hurgaban en la piel de Karin.
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Qué crees que quiero decir? En la jodida camioneta, era el único que estaba ahí.
– Creo que sí, Mark. Verás, si no puedes recordar que subiste a la camioneta…
– ¡Pero tú tampoco estuviste ahí! Te digo lo que sé. Alguien iba sentado a mi lado, hablándome. Recuerdo que me hablaba. Recuerdo claramente otra voz. Tal vez recogí a un autostopista en alguna parte.
– No había nadie más cerca de tu camioneta.
– ¡Entonces quienquiera que fuese se levantó de su lecho de muerte y se largó!
– Si los investigadores hubieran encontrado cualquier huella, habrían…
– ¡Por el amor de Dios! ¿Quieres saber lo que recuerdo o no? Te estoy diciendo de qué se trata. ¡Gente que aparece y desaparece sin más! -Chascó los dedos con un sonido estremecedor-. Primero están ahí, luego no. En la camioneta, en la carretera, desaparecidos. Tal vez le dejé en alguna parte. Cualquiera puede desaparecer, en cualquier momento. Un día son tus parientes y al día siguiente son plantas. -Se metió la mano en el bolsillo y sacó el arrugado trozo de papel, su único asidero. El regalo que había seguido empeñado en aceptar. Las lágrimas que brotaban de sus ojos le cegaron-. Primero son ángeles, y luego ni siquiera son animales. Guardianes que ni siquiera admitirán que existen.
Tiró el trozo de papel al suelo. El viento lateral lo arrastró sobre la calzada hacia la cuneta, donde quedó trabado en una planta de panizo.
Karin lanzó un grito y salió corriendo tras el papel como si fuese en pos de un niño que hubiera cruzado la carretera sin mirar. Corrió por la cuneta, rasguñándose las piernas desnudas con las fuertes hierbas de la pradera. Se agachó y recogió el papel, gimoteando. Se volvió a mirarle, con una expresión triunfante. Mark permanecía inmóvil en la carretera, mirando al este. Ella le llamó, pero él no la oía. No desvió la mirada ni siquiera cuando ella volvió a su lado.
– Había algo ahí. -Giró sobre sus talones, trazando un semicírculo-. Yo venía por ahí, empezaba a bajar la pendiente. -Se volvió al este de nuevo-. Había algo en la carretera. Exactamente aquí.
Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Karin.
– Sí -replicó-. Eso es cierto. ¿Otro coche? Cruzó la línea central y vino hacia ti de frente, por tu carril.
Él sacudió la cabeza.
– No, eso no. Como una columna blanca.
– Sí, los faros…
– ¡No era un coche, coño! Un fantasma o algo así. Estaba flotando, con algo que aleteaba a su alrededor. Entonces desapareció.
Extendía el cuello hacia delante y tenía los ojos muy abiertos, mientras regresaba del accidente que acababa de recordar.
Ella le acompañó de regreso al coche y le hizo subir al asiento del pasajero. Durante todo el trayecto de regreso hasta Farview, él hizo el mismo cálculo continuo. A un kilómetro y medio de la población, le pidió a Karin la nota. Ella casi tuvo que levantarse ante el volante para sacarla de los tejanos demasiado prietos. Él la leyó de nuevo, asintiendo.
– Soy un asesino -dijo cuando ella detuvo el coche en el sendero de acceso a la Homestar-. Alguna clase de espíritu guía en la carretera, e intenté matarlo.
De modo que el autor de la nota no iba a la iglesia. Bien. Eso por lo menos estaba claro. Habían visitado todas las iglesias no ilegales y mostrado la nota a todos los creyentes de la ciudad, y nadie la había reconocido. Había llegado el momento de investigar entre los paganos. En general, la gente no lo sabe, pero Nebraska está llena de paganos. Mark realiza sus pesquisas acompañado por Bonnie. El viejo truco de los misioneros: envía a la chica más joven y atractiva que tengas. Eso es algo que saben todas las sectas. La gente es más amable con las chicas. Envía una chica a casa de alguien, y una mujer supondrá que no puede ser un asesino en serie, mientras que a un hombre se le hará la boca agua y se vaciará los bolsillos para cualquier acto caritativo que le proponga. Incluso leerá el Libro del Mormón si ella le sonríe como es debido.
Los dos van juntos, la zorra y las uvas. Como si estuvieran casados, cosa que para él, personalmente, no sería ningún problema, si eso significaba que te pintaran las uñas y pudieras echar un polvo con regularidad. A veces incluso se llevan a la perra, para dar la impresión de una familia numerosa y feliz. Al principio, a Bonnie no le hace mucha gracia, pero acepta. Emprenden una campaña de puerta en puerta, con la nota en la mano. Una lucha casa por casa, para encontrar al mensajero oculto detrás del mensaje.
Mucha gente conoce a Mark Schluter, o eso es lo que dicen. Él reconoce a algunos, pero con la gente nunca se sabe. Tal vez fue a la escuela con ellos o trabajó con ellos en la planta envasadora de carne o en su anterior empleo no tan bien pagado. La vida en una pequeña ciudad: es peor que tener tu foto expuesta en la estafeta de correos. Muchos aseguran que le conocen, aunque no se refieren exactamente a «conocer». Solo quieren decir: «Ah, el tarado sobre el que leímos en el Hub, el que dio una vuelta de campana en su camioneta y tuvo que salir del estado vegetativo». Es muy fácil interpretar sus verdaderos pensamientos, tan solo por lo amables que se muestran cuando Bonnie y él llaman a la puerta. Por lo menos, cuando les hacen sentarse y les sirven los refrescos, puede cotejar su caligrafía. Tal vez hay unas cartas sobre la mesa que han de enviar. Quizá una lista de la compra fijada a la pared del frigorífico con el imán de La guerra de las galaxias. O bien harán alguna patética sugerencia, algún número de teléfono al que llamar o un libro que leer, y él puede decirles: «Sí, una gran idea. ¿Podría anotármelo?».
Pero nadie tiene una letra como la de la nota. Esa caligrafía desapareció hace un siglo, en el Viejo Mundo. Todas las personas a las que se la muestra se quedan en silencio, como si supieran que esas letras retorcidas solo pueden haber venido desde más allá de la tumba.
La nota se está desintegrando, está volviendo al polvo. Mark le pide a Duane que la plastifique en la planta, que la vuelva perpetua, para todo el tiempo que tenga que llevarla encima. Pero a comienzos de agosto, algo extraño empieza a ocurrir. Llevan semanas llamando a las puertas. Nadie en Farview admite nada. La población queda descartada, suprimida de su lista. Él quiere probar con Kearney. Podrían apostarse en las estaciones de servicio Speedway, o en la entrada del Sino-Mart. Lo peor que podría pasarles es que los echen de los almacenes. Pero a Bonnie lo que están haciendo empieza a darle mala espina. Entonces él también se suma a esa sensación.
¿Has notado algo fuera de lo corriente?, le pregunta.
¿En qué sentido, Marker?
Ella viste una blusa blanca sin mangas y tejanos cortos, muy cortos, a decir verdad, y luce esa cabellera larga y lisa y ese ombligo perfecto. Es absolutamente adorable, y es una especie de misterio que Mark no reparase en ello de una manera sistemática antes del accidente.
Fuera de lo corriente. Extraordinario. ¿Has observado algunas… bueno, digamos unas pautas peculiares?
Ella sacude la bonita cabeza. Él quiere confiar en ella. Es un poco demasiado íntima de su seudohermana, lo cual resulta incómodo, pero esa mujer tiene engañado a todo el mundo, incluso a Barbara.
¿Quieres decir que ninguna de las personas con las que hemos hablado… te parece rara?
La risita, como una caja de música. ¿Rara? ¿En qué sentido?
Él tiene que plantearlo de manera que no la asuste. Nadie creerá algo que pone en peligro su visión del mundo. Bien, le dice. Muchas de esas personas que nos han abierto las puertas, ¿sabes? No quiero decir todas ellas. Solo digo que… algunas, algunas de ellas son la misma persona.
¿La misma…? La misma persona que… ¿qué?
¿Qué quieres decir, la misma que qué? Son la misma de antes.
¿Me estás diciendo… me estás diciendo que algunas son… la misma persona?
Bueno, no se trata de ciencia espacial, ni siquiera de cirugía cerebral. Es más bien un concepto sencillo: alguien les ha estado siguiendo. No deberían haberse exhibido tanto por las calles. Deberían haber mezclado las cosas, actuado al azar. Han sido unos incautos, predecibles. Se han metido en esto de cabeza. Escucha. Sé que voy a parecerte un poco chiflado, pero hay… hay un tipo que no deja de volver.
¿De volver? ¿Volver adónde?
Ya sabes a qué me refiero. Nos sigue. De una casa a la otra. Y creo saber quién es esa persona.
La consecuencia de esta revelación de Mark es que Bonnie dice una serie de bobadas, aunque es comprensible, porque está asustada. Él también, pero ha tenido algo más de tiempo para pensar en ello. Bonnie todavía se encuentra en la fase de negación del principiante: ¿Cómo va a seguirnos nadie? ¿Cómo podría entrar en la siguiente casa, ponerse un disfraz, etcétera, antes de que nosotros llamemos?
Unas objeciones muy poco convincentes, que no se sostienen en cuanto lo piensas detenidamente. Pero Bonnie está alterada y ya no quiere seguir con las visitas. Él debería haber supuesto que ocurriría eso. Probablemente la chica cree que su vida corre peligro. Él intenta explicárselo: el artista del disfraz está interesado en una sola persona, Mark Schluter. Pero no puede convencerla para que siga acompañándole en la investigación. Tal vez eso sea lo mejor, después de todo. La búsqueda no ha dado ningún resultado, ¿y quién puede saber cuándo este jueguecito del gato y el ratón puede volverse violento? Al fin y al cabo, ya ha habido violencia. El 20 de febrero pasado, para ser preciso.
Él sigue a solas con la misión. Investiga en la Biblioteca Pública y en el Centro de Asistencia Intermedia Moraine. Pero es interesante que pocas personas estén dispuestas a darle muestras de su caligrafía, y una de cada tres que lo hace finge ser alguien que no es. El artista disfrazado sigue pisándole los talones. Alguien a quien no ha visto en muchos años. Sus ojos tienen un velo de tristeza que lo delata en cada ocasión. Como si a todos nos hubieran liquidado a tiros y el solitario portador de ese sabio rostro fuese el único que comprende plenamente lo sucedido. Danny, aquel muchacho. Riegel, el observador de aves de Kearney.
Mark cae en la cuenta de que su accidente tuvo lugar en el mismo comienzo de la temporada de observación de las aves. Desde luego, eso podría ser una mera coincidencia. Pero ahora que al señor Migración le ha dado por seguirle a todas partes, la contribución de ese dato a una teoría más amplia es significativa. Todavía más: Riegel y su falsa hermana están refregándose los genitales. Todo esto es demasiado. Mark no sabe exactamente cómo interpretarlo, pero ha de actuar con rapidez, o actuarán contra él.
Se lo plantea a la Karin artificial. No tiene nada que perder. Ya está en el punto de mira. Espera hasta que ella se presenta en la falsa Homestar con su última bolsa de comestibles que nadie le ha pedido. Entonces se lo pregunta a quemarropa, antes de que ella pueda confundirle: Dímelo sinceramente. ¿Qué se propone tu amigo el naturalista? No me mientas; ya nos conocemos desde hace algún tiempo, ¿no? Hemos pasado una época difícil.
Ella se muestra tímida, se sujeta los codos y se mira los zapatos como si acabaran de colocarse ellos mismos en sus pies. No lo sé exactamente, responde. Es extraño, ¿no? ¿Cómo entra y sale de mi vida en diferentes momentos de crisis? Primero cuando murió Cappy, luego mamá, y ahora…
Tampoco deja de ser extraña la manera en que él vuelve a entrar en mi vida. Cada vez que intento hablar con alguien sobre mi mensaje enviado desde el cielo.
Ella le mira fijamente, como si estuviera ante un pelotón de ejecución. Culpable, tal como la han acusado. Pero trata de convencer con evasivas de lo contrario. ¿Siguiéndote? ¿De qué me estás hablando? Se echa a llorar, a un paso de admitir su culpa. Como no sabe qué hacer, llama a Bonnie por el móvil, tratando de sincronizar sus respectivas explicaciones. Al cabo de diez minutos son dos contra uno, las dos mujeres hablando sin ton ni son, hasta que le pasan el teléfono y le dicen que Daniel está al aparato, que hable un momento con él…
Tiene que salir de ahí, ha de ir a algún sitio donde pueda pensar. Hay un lugar en el río donde puede sentarse en los bancos de arena y dejar que le bañe la fangosa corriente. Echa a andar hacia el sur. No ha estado en el Platte desde el otoño pasado. Ha tenido miedo de descubrir que alguien también está manipulando el río. Sale de casa sin gorro y el sol le quema. Los pájaros le siguen de árbol en árbol. Una bandada de zanates arman un jaleo totalmente gratuito, como si tuvieran algún problema con él. El supuesto canto de esas aves resuena en su cabeza, y le evoca algo, las palabras que estaba diciendo antes de que su vehículo volcara. ¿Qué palabras? ¿Algo relacionado con el nombre de la camioneta, de su Carnero? No, debía de ser otra cosa, si su vida significa algo. Llega al borde de la urbanización River Run y se desliza entre la hilera de plátanos falsos. Ahí está el promontorio que se extiende a lo largo de dos kilómetros, lleno de moscas y polen, donde nada puede protegerle de los elementos. El río retrocede mientras él camina hacia el agua. Los zanates siguen graznando como si se dirigieran a él. ¿Qué dicen? Por fin lo entiende: Adelante.
Adelante.
La súbita comprensión le sacude con tal fuerza que se deja caer sobre unas matas de la pradera. Él estaba diciendo «Adelante». O alguien se lo decía a él, en la cabina de la camioneta. Había recogido a un ángel que hacía autostop, alguien que sobrevivió al vuelco de la camioneta, se alejó del lugar del accidente y regresó a la ciudad para informar por teléfono del desastre. Y luego le siguió al hospital para dejar la nota, instrucciones para el futuro de Mark Schluter. Un ángel autostopista que le decía «Adelante». ¿Adónde? Hacia el accidente; a través del accidente. Aquí.
Se levanta, tembloroso a causa de la revelación. En el verde chamuscado de este campo se alzan motas negras y su visión se convierte en un túnel. Su cuerpo quiere tenderse, pero él se esfuerza por permanecer en pie. Se vuelve hacia Farview y echa a correr. Su cerebro chispea como un carbón ardiente movido con un atizador. Llega a la falsa Homestar doblado por la cintura y con un dolor en el costado. ¿Cómo ha llegado a estar en tan mala forma? Entra en tromba en la casa, ansioso por contárselo a cualquiera, incluso a personas a las que probablemente no debería decírselo. La maníaca Blackie Dos casi lo derriba, sabiendo ya, gracias a su telepatía animal, lo que ha descubierto. La mujer aún está ahí, sentada ante su escritorio, utilizando su ordenador, como si fuese la dueña. Gira en la silla con una expresión de culpa, sorprendida por el regreso de Mark. Incluso más enrojecida de lo habitual, echándose el cabello hacia atrás, como si dijera: No estoy haciendo nada, aunque puede que esté tratando de copiar los datos de sus tarjetas de crédito o algo por el estilo. Se apresura a salir del sistema y se vuelve hacia él. ¿Mark? ¿Estás bien, Mark?
Una pregunta increíble. ¿Quién en este mundo dejado de la mano de Dios está bien? Decirle lo que ha descubierto podría significar su muerte. Ella podría ser cualquiera. Mark no sabe aún de qué lado está. Pero han ido intimando en el transcurso de los meses, en la adversidad. Esa mujer siente algo por él, está seguro de ello. Simpatía o lástima, al ver aquello a lo que se enfrenta. Tal vez lo suficiente para que deserte y se una a él. O tal vez no. Decírselo podría ser lo más estúpido que haya hecho jamás, desde lo que hizo, fuera lo que fuese, para perder a su auténtica hermana. Pero, finalmente, quiere decírselo. Debe hacerlo. La lógica no tiene nada que ver con ello. Se trata de supervivencia.
Escucha, le dice, excitado. ¿Tu novio? Tu amigo o lo que sea. A ver si puedes averiguar qué estaba haciendo la noche de mi accidente. Pregúntale si la palabra «adelante» significa algo para él.
Por un momento, Weber no pudo encontrarse ni el brazo ni el hombro izquierdos. No sabía si tenía la mano debajo o encima de su cuerpo, con la palma abierta o cerrada. Le invadió el pánico, que le despejó casi lo suficiente para identificar el mecanismo: la conciencia antes del pleno retorno del sueño de la corteza somatosensorial. Pero solo cuando obligó a moverse a su paralizado lado izquierdo pudo localizar de nuevo todas las partes de su cuerpo.
Un hotel anónimo en otro país. Otro hemisferio. Singapur. Bangkok. Una versión apenas más espaciosa que esos hoteles de Tokio que parecen depósitos de cadáveres, con los hombres de negocios archivados en cajones que alquilan para pasar la noche. Incluso cuando recordaba dónde estaba, le costaba trabajo creérselo. El motivo de su presencia allí estaba más allá de cualquier respuesta. Consultó el reloj: un número arbitrario que tanto podría referirse al día como a la noche. Encendió la tenue luz de la mesilla de noche y se encaminó al baño. Una ducha caliente le ayudaría a dispersar su persistente sensación de desubicación. Pero su cuerpo volvía a la normalidad con vacilación. Ninguna de las singulares certezas neurológicas que había adquirido en el transcurso de su vida profesional le inquietaba más que la más sencilla de todas: la experiencia esencial era sencillamente errónea. Nuestro sentido de la encarnación física no procedía del mismo cuerpo. Se interponían varias capas del cerebro, que a partir de señales primarias componían la tranquilizadora ilusión de solidez.
El agua caliente le corría por el cuello y bajaba por el pecho. Notaba que se le relajaban los hombros, pero no tenía mucha fe en la sensación. Los mapas corporales de la corteza eran fluidos en el mejor de los casos, y se desmantelaban con facilidad. Podía alarmar a cualquier universitaria haciéndole deslizar los brazos en dos cajas con una ventana en el extremo de la derecha. La mano de la estudiante aparecía en la ventana, solo que la mano en la ventana no era su derecha, sino un reflejo astutamente superpuesto de la izquierda. Cuando le pedían que flexionara la mano derecha, la estudiante veía, a través de la ventana, una mano que no se movía. En vez de llegar a la única conclusión lógica, un truco de espejos, la estudiante siempre experimentaba un acceso de terror, creyendo que su mano estaba paralizada.
Peor todavía: un sujeto que observaba cómo acariciaban una mano de goma en sincronía con su propia mano oculta seguía experimentando las caricias, aun cuando habían dejado de acariciar su mano real. La mano artificial ni siquiera tenía que parecer natural, ni ser siquiera una mano. Podía ser una caja de cartón o el ángulo de una mesa, y el cerebro seguiría absorbiéndola como parte de su cuerpo. Un sujeto con una clavija atada a la punta de un dedo incorporaría gradualmente la clavija a su imagen corporal, extendiendo la sensación del dedo unos centímetros más allá de donde finalizaba.
La más ligera deformación podía distorsionar el mapa. Cada otoño, Weber pedía a sus estudiantes que pusieran la punta de la lengua del revés y entonces pasaran un lápiz de derecha a izquierda a lo largo de la parte inferior de la lengua, que ahora estaba arriba. Cada sujeto notaba el lápiz como desde debajo, deslizándose de izquierda a derecha. A otros estudiantes les hacía ponerse gafas de cristales prismáticos hasta que normalizaban la imagen de un mundo invertido. Cuando se quitaban las gafas y miraban de nuevo, el paisaje real, sin filtros, se presentaba al revés.
Riachuelos de agua jabonosa le corrían por el abdomen y las nudosas piernas. Le recordaban a Jeffrey L., un hombre que se rompió la columna en un accidente de moto. Había quedado tirado en un terraplén, con las piernas en el aire, en el momento en que se le rompió la espina dorsal. Perdió totalmente el movimiento corporal por debajo del cuello, y debería haber perdido también toda sensación. Pero Jeffrey aún sentía el cuerpo invertido, los pies cernidos para siempre por encima de la cabeza. Otro de los pacientes de Weber, Rita V., había estado sentada y con las muñecas cruzadas cuando el caballo que montaba la derribó. Desde entonces su vida fue un martirio, deseosa tan solo de descruzar los brazos, que en realidad estaban perpetuamente extendidos a los costados. Otros tetrapléjicos informaban de que no tenían ninguna sensación corporal, tan solo les parecía que eran una cabeza flotante.
Más desconcertantes todavía eran los miembros fantasma. Nada peor que un dolor atroz en un miembro que ya no existía, un dolor del que los demás no hacían caso por considerarlo puramente imaginario (todo está en tu cabeza), como si lo hubiera de otra clase. Una persona puede mostrar una sensibilidad persistente en cualquier parte amputada, labios, nariz, orejas y, en especial, los senos. Un hombre seguía experimentando erecciones en su pene amputado. Otro le dijo a Weber que ahora tenía unos orgasmos muy intensos que reverberaban a través de su pie perdido.
Luego estaban las guerras fronterizas, los mapas cerebrales de la parte amputada invadidos por mapas cercanos. En alguna parte, solo Dios sabía en qué libro, Weber se refería al descubrimiento de una mano en gran parte intacta y sensible que seguía manifestándose en la cara del amputado, Lionel D. Al tocarle en lo alto del pómulo, Lionel la notaba en el pulgar que no tenía. Si se le rozaba el mentón, la notaba en el meñique. Al echarle agua en la cara, notaba que el líquido se deslizaba por su mano desaparecida.
Weber cerró la ducha y los ojos. Durante unos segundos más, cálidos afluentes siguieron corriéndole por la espalda. Incluso el cuerpo intacto es un fantasma, montado por las neuronas como un útil andamio. El cuerpo es el único hogar que tenemos, e incluso es más una postal que un lugar. No vivimos en los músculos, las articulaciones y los tendones, sino en el pensamiento, la imagen y el recuerdo que tenemos de ellos. No hay sensaciones directas, solo rumores e informes que no son de fiar. Los acúfenos de Weber, tan solo un mapa auditivo, se reorganizaban para producir sonidos fantasma en un oído intacto. Acabaría como uno de sus pacientes víctimas de una apoplejía, un brazo izquierdo de más, tres cuellos, un candelabro lleno de dedos, cada uno discretamente percibido, oculto bajo la manta en una cama de hospital.
Y, no obstante, el fantasma era real. Personas que habían perdido los pies pedían que les dieran golpecitos en los dedos, que encendieran esa parte de la corteza motora responsable de la locomoción. Incluso la corteza motora de personas intactas destellaba cuando tan solo se imaginaban caminando. Al verse huyendo de algo, Weber notaba que se le aceleraba el pulso, incluso mientras permanecía inmóvil en la bañera. Sentir y moverse, imaginar y hacer: fantasmas que se desangraban, uno en el otro. De momento no podía decidir qué era peor, si estar encerrado herméticamente en una habitación sólida, creyéndote en el exterior, o tener la facultad de atravesar las paredes porosas y pasar al azul proteico…
Sin coger una toalla y secarse, apagó la luz del baño y se dirigió hacia la cama tenuemente iluminada. Se sentó, goteando, en una butaca. En el extranjero se había humillado a sí mismo. En casa, le aguardaban cientos de pacientes, personas reales a las que había utilizado como meros experimentos mentales. Cada una latía en su interior sin que pudiera desprenderse de ellas. No quedaba ningún lugar en el mundo, ni real ni imaginario, donde pudiera sentarse.
En casa de Mark, Karin encontró una descripción online en una página llamada «Enciclopedia Popular Gratuita». Parecía respetable, con notas al pie y citas, pero recopilada a base de participación general, por votación comunitaria, por lo que era tan poco de fiar como de costumbre.
SÍNDROME DE FREGOLI: perteneciente a un raro grupo de síndromes de delirio psicótico con falsa identificación, en el que el paciente está convencido de que varias personas son en realidad una sola cuyo aspecto cambia. El síndrome toma su nombre de Leopoldo Fregoli (1867-1936), un mago teatral y mimo cuya capacidad de cambiar velozmente de cara y voz y de adoptar los de cualquier personaje dejaba atónito al público…
Como el síndrome de Capgras, el de Fregoli supone cierto trastorno de la capacidad de categorizar los rostros. Algunos investigadores sugieren que todos los delirios psicóticos con falsa identificación pueden existir a lo largo de un espectro de anomalías familiares compartidas por la conciencia ordinaria, no patológica…
Se lo contó a Daniel mientras comían en un restaurante chino. Karin había insistido en que salieran, diciéndole que necesitaba evadirse de su celda monacal y hablar en público. Ella se había vestido con elegancia y hasta se había perfumado. Pero no había tenido en cuenta los problemas logísticos, que comenzaron en cuanto Daniel tuvo el menú entre las manos. Daniel cenando fuera de casa: como un ministro calvinista en una fiesta con música acid. Sacudió la cabeza mientras silbaba.
– ¿Ocho dólares por un plato de ternera con brócoli? ¿No es increíble, K.?
El entrante era el producto gancho del restaurante. Ella decidió capear el temporal y esperar.
– Ocho dólares es un montón de dinero para el Refugio de las Grullas.
Gracias a las subvenciones y la buena administración, podían comprar y recuperar una pulgada cuadrada de tierra de labor marginal. Se acercó la camarera para informarles de los platos especiales. La lista de peces, mamíferos y aves sacrificados resultaba terriblemente dolorosa para Daniel.
– Esta «Berenjena china»… -dijo a la inocente camarera-. ¿Sabría decirme, así entre nosotros, cómo está preparada?
– Vegetariana -le aseguró la camarera, como decía el menú.
– Pero ¿está la berenjena frita en mantequilla? ¿Usan grasa de leche en la preparación?
– ¿Quiere que lo averigüe? -gimoteó la camarera. -¿Sería posible tan solo un plato de verduras cortadas? ¿Zanahoria y pepino crudos? Esa clase de cosas.
Karin había cometido una locura al proponer la salida, como había sido una locura que él la aceptara. La carne con brócoli era como un sueño para ella, una cura para su creciente anemia causada por comer solo alimentos integrales. Las semanas que llevaba viviendo con Daniel la habían destrozado. Le miró a hurtadillas, mientras la camarera seguía a su lado. El semblante de Daniel era plácido, como si lo condujeran por una rampa hacia el dispositivo aturdidor. Ella pidió tofu y brotes de soja.
Había olvidado cómo se comportaba Daniel en aquellos locales, unos lugares de los que dependía el resto del mundo civilizado. Cuando la camarera le trajo las rodajas de pepino, se limitó a deslizarlas por el plato con el tenedor, evadiéndose con ellas.
– No parece posible que sufra los dos trastornos a la vez -le dijo Karin-. Quiero decir que el Capgras consiste en no identificar en grado suficiente, mientras que el Fregoli parece exactamente lo contrario.
– Mira, K., lo más probable es que debamos tener cuidado con el autodiagnóstico.
– ¿Auto…? ¿Qué quieres decir con «auto»…?
– El del profano. Ni tú ni yo estamos cualificados para diagnosticarle. Tenemos que volver al Buen Samaritano.
– ¿A ese Hayes? La última vez casi me insultó. Debo decirte, Daniel, que me sorprendes un poco. ¿Desde cuándo defiendes la medicina organizada? Creía que eran todos curanderos por la fe. «Los nativos norteamericanos han olvidado más medicina de la que la tecnología occidental ha descubierto hasta ahora.»
– Bueno, eso es en esencia cierto. Pero en aquel entonces, cuando las Primeras Naciones descubrieron su medicina, no había muchos accidentes de tráfico. Si conociera a un nativo norteamericano con experiencia en traumatismo craneoencefálico, lo recomendaría por encima de cualquier otro con quien hayas hablado.
No mencionó el nombre de Gerald Weber. No tenía necesidad de hacerlo. Sin haberlo conocido en persona, Daniel sentía una antipatía irracional hacia aquel hombre.
– He de informar al doctor Weber -dijo Karin.
Quería decir que ya le había escrito.
– ¿De veras?
La serenidad de Daniel era absoluta. Como si estuviera meditando.
– Bueno, es uno de los más eminentes… -Claro que tal vez no lo fuera. Quizá solo era famoso, que no siempre es lo mismo-. Le prometí que si Mark cambiaba se lo comunicaría.
Daniel había cambiado, al igual que los amigos de Mark. La misma Karin había sufrido alteraciones, más que cualquiera de ellos.
Daniel se miró las yemas de los dedos.
– ¿Hay algún inconveniente en contactar con él?
– ¿Aparte de más humillación y decepción?
La camarera acudió para preguntarles cómo estaba todo.
– Estupendo -respondió Daniel, sonriente.
Cuando se hubo ido, Karin inquirió:
– ¿Iba a la escuela con nosotros?
Los labios de Daniel trazaron una sonrisa sesgada.
– Es diez años más joven que nosotros.
– ¡No me digas! ¿Tú crees? -Comieron en silencio. Finalmente ella dijo-: Está empeorando por mi culpa, Daniel.
El objetó noblemente, como debía hacer. Pero todas las pruebas estaban en su contra.
– De veras. Creo que la tensión de verme cada día, de no ser capaz de reconocer… le está haciendo daño. Y ahora tiene nuevos síntomas. Es por mi culpa. Verme le descoloca. Le estoy haciendo…
Daniel concentró en ella toda su calma, pero su estado alfa sufría oscilaciones.
– No sabemos cómo habría evolucionado si no hubieras estado aquí durante todo este tiempo.
– Desde luego, tu vida habría sido más simple, ¿verdad?
Él sonrió de nuevo, como si ella acabara de contar un chiste.
– Más vacía.
Vacía como ella se sentía. Vacía como resultaban estarlo todos sus gestos. Deslizó el cuchillo por los dados de tofu, como una guadaña.
– ¿Sabes qué es lo más extraño de todo? No cree que soy ella, y jamás va a pensar que lo soy. De modo que si me marchara, si dejara de torturarle, consiguiera un trabajo y empezara a pagar mis deudas, no sería en absoluto como si ella le abandonara. Su hermana. Nunca me lo echaría en cara. ¡Lo celebraría!
Vio el destello en los ojos de Daniel antes de que él pudiera reprimirlo. Le estaba asustando. Le abatiría a él también. Le estaba haciendo a Daniel lo mismo que Mark le hacía a ella. Pronto sería una desconocida para él. Incluso para sí misma. Su alejamiento también sería mejor para Daniel.
Él sacudió la cabeza, con una certidumbre asombrosa.
– La víctima no sería él.
– ¿Qué? ¿Quedarme por mí misma? -El peor motivo imaginable. Las palabras la empujaron muy lejos de él, hacia un planeta sin atmósfera-. Estás preocupado.
Daniel sacudió la cabeza, un poco entristecido.
– Lo estás -le acusó, tratando de bromear-. He leído en uno de mis libros sobre el cerebro que las mujeres somos diez veces más sensibles que los hombres para detectar los estados de ánimo de otra persona.
Daniel, que mareaba con el tenedor un trozo de pimiento, se detuvo y dejó el cubierto a un lado.
– Pero estamos hablando de ti -le dijo-. De Mark…
– Me gustaría hablar de otra cosa durante un rato.
– Bien, he estado pensando… Estamos pasando una situación difícil en el Refugio de las Grullas. Pero tiene gracia que hablemos de una cosa tan… cuando nos enfrentamos a…
– Habla -le pidió Karin.
Y mientras ella experimentaba la vaga sensación de haber sido traicionada, él lo hizo.
Le dijo que el Refugio se encaminaba hacia un conflicto. Durante años, varios grupos ecologistas unidos habían obligado a la administración del río a ser honesta, amenazándoles con invocar la Ley de Especies en Peligro si las demandas en el Platte Central reducían el caudal por debajo de los niveles necesarios para el mantenimiento de la fauna. Retiraron esa amenaza tras el establecimiento de medidas ambientales: se garantizaban unos niveles del caudal apropiados para la fauna en los tres estados que vivían del río.
Pero ahora el precario sistema de trueque de derechos del agua se estaba tambaleando. El método de llenar nuevamente las cuencas en invierno ya no satisfacía a todos los grupos que querían beber del caudal. En la ronda de negociaciones más reciente, todos, excepto las grullas, se habían distanciado del Refugio.
– Nos atacan desde todas partes. Ayer estaba en el río, al oeste del viejo puente para las carretas, yendo hacia el promontorio. He paseado por esos campos desde que tenía seis años. De repente, un campesino viene por el camino hacia mí. tejanos, grandes botas de agua, camisa de faena y una escopeta sobre el antebrazo, como si fuese una raqueta de tenis. Se me acerca y me dice: «Estás con esa gente que trata de salvar a los pájaros, ¿verdad? ¿Tienes idea del daño que hacen esos pájaros?». Aprieto el paso, para evitar problemas, y él empieza a gritar: «¡Los americanos tardamos cientos de años en convertir estas ciénagas en hermosas granjas! ¡Y vosotros queréis que vuelvan a ser ciénagas! Será mejor que te busques protección. Guárdate las espaldas. Te lo digo por tu bien». ¿Puedes creerlo? ¡Me estaba amenazando en serio!
– Lo creo -respondió ella-. Te lo he advertido durante años.
Él soltó una risita, los chasquidos de una ardilla.
– ¿Que me guarde las espaldas?
– Aquí no todo el mundo cree que esté bien poner a los pájaros por delante de las personas.
– Esos pájaros son lo mejor que tiene este lugar. Se diría que la gente lo cree así. Pero no: están rompiendo todos los acuerdos locales que tardamos una década en negociar con tanto toma y daca. Han vuelto a autorizar el funcionamiento de la presa de Kingsley durante cuarenta años. ¡Es una locura! Tendrías que trabajar para nosotros, K. Necesitamos una luchadora. Necesitamos a todas las personas que podamos reunir.
– Sí -replicó ella, casi en serio esta vez.
– La codicia se ha desmadrado, créeme. El Consejo de Desarrollo se ha prostituido para ese nuevo consorcio de constructores. Prometieron que no habría ningún edificio nuevo. Por eso es por lo que hemos luchado, y ganamos. Una moratoria de diez años del desarrollo a gran escala. Nos están engañando, como si fuésemos los nuevos indios pawnee.
– ¿El Consorcio?
Ella hizo pirámides de tofu en su plato. Sabía de quién estaba hablando, sin que él se lo dijera. Y él sabía cuál era su pregunta antes de que ella la planteara.
– Una jauría de lobos formada por trapicheros locales. ¿No sabrás por casualidad…? No sabes nada de esto, ¿verdad?
La miró fijamente, la incertidumbre reflejada en su semblante.
– Nada en absoluto -respondió, mientras por su mente cruzaba el nombre de Karsh-. ¿Debería saberlo?
Él se encogió de hombros y meneó la cabeza, con aire de disculpa.
– Sabemos quiénes son los promotores involucrados, pero no sabemos qué están buscando. Tienen sus miras puestas en unas parcelas de tierra para un nuevo proyecto. Una extensión despejada, cerca del río. Hace un par de años les paramos los pies. Les arrebatamos diecinueve hectáreas. Se están preparando de nuevo para la guerra, ahora que saben que estamos sin blanca. Después de las elecciones de noviembre, se reunirá el Consejo de Desarrollo.
Ella pasó la mano por el mantel.
– ¿Y qué es lo que quieren?
– Están ocultando muy bien sus cartas. Tendrán que encarar el uso del agua antes de que dejen vislumbrar sus intenciones sobre las propiedades que quieren adquirir.
– ¿Qué sabes de ellos? -preguntó casi de una manera espontánea, pero a él le pilló desprevenido-. Quiero decir, ¿cuántos son? ¿Hasta qué punto son económicamente potentes?
– Parece haber tres grupos diferentes. Dos de Kearney y uno de Grand Island. No sé qué es lo que se proponen, pero, desde luego, se trata de algo a gran escala.
– ¿Lo bastante grande para que sea un problema?
– Les interesa la ribera del río. Y lo que construyan aumentaría el uso. Cada vaso de agua que sale de ese río reduce el caudal y estimula la invasión vegetativa. Las aves…
– Sí -se le adelantó ella. No hubiera soportado que volviera a contárselo, no en aquel momento-. Así pues, ¿cómo contraatacará el Refugio?
– Tenemos que preparar una estrategia, más o menos en la sombra. -La miró, evaluándola, y por un instante atroz ella notó que calculaba hasta qué punto era digna de confianza, cuánto podía aproximarse a una acusación sin acusarla-. Estamos formando una especie de consorcio propio: el Fondo de Defensa Ambiental, el Refugio y el Santuario. Si entre todos podemos establecer un fondo económico, nos será posible hacernos con terrenos pequeños pero estratégicos y tratar de impedir que el otro bando haga adquisiciones más grandes. Por supuesto, jamás los superaríamos en una subasta. Pero será distinto si conseguimos un par de piedras angulares, una pequeña franja en las zonas más probables, antes de que empiece la puja. Tiene que ser Farview. Algún lugar en los alrededores de Farview. El mejor terreno sin urbanizar en las afueras de Kearney.
El nombre de la localidad donde vivía Mark hizo salir bruscamente a Karin de su ensoñación.
– Como de costumbre, son las aves las que sufren -observó Daniel-. En los mitos, los dioses siempre se cargan a los pájaros. ¿Por qué detenerse ahora?
Llegó la camarera, demasiado pronto.
– ¿Qué tal está todo?
– Todo está muy bien -respondió Karin en tono cantarín.
– ¿Cómo están sus verduras? -preguntó la camarera a Daniel.
– Estupendas -respondió él-. Frescas.
– ¿Está seguro de que no desea nada más? ¿Algo un poco más…?
Daniel sonrió.
– Gracias. Estoy satisfecho.
Siguió con los ojos a la camarera cuando se alejaba. Poco después llegó la ayudante de camarera para llenarles de nuevo los vasos de agua. Daniel le dijo «perdón» en vez de «gracias».
Se rompió una gran presa de humillación, y las olas de una antigua corriente cubrieron a Karin. Su espina dorsal se convirtió en un sauce. Sus puños, apoyados en el regazo, eran como piedras.
– ¿Cuál te gusta más? -preguntó.
– ¿A quiénes te refieres?
– Ya sabes. ¿La ayudante o la camarera?
Él le sonrió y sacudió la cabeza, la encarnación de la inocencia evasiva.
Ella posó la mirada en la media distancia, su tez de un color cobrizo a juego con el cabello.
– ¿Preferirías estar en otra parte?
Él trató de sonreír, incluso en aquel momento.
– ¿Qué quieres decir?
Ella admiró su aplomo, por muy transparente que fuese el engaño. Le sonrió a su vez, lanzada del todo.
– Podrías pasártelo mejor en otro sitio, ¿verdad?
A él le hirieron estas palabras. Miró el plato, las rodajas de pepino diseminadas.
– Por favor, Karin, no… Creía que no haríamos esto nunca más.
– También yo lo creía.
Hasta que él había dudado.
– Mira, Karin, no sé qué… qué crees haber visto…
– ¿Creer? ¿Creer que he visto?
– Te lo juro, la idea no ha pasado por mi mente.
– ¿Qué idea?
Él inclinó de nuevo la cabeza, como una de esas criaturas fantásticas que adquieren más fuerza encogiéndose y encajando los golpes.
– Cualquier idea.
Karin aún podía hacer algo: tomárselo a risa, mostrarse adulta. Superarse a sí misma. O hundirse con él de nuevo en la peor de sus pesadillas. Se estremeció, con una sensación de vértigo.
– Ella misma es un lindo y pequeño pepino. «Fresco.» Y la chica que nos ha servido el agua también. Ambas deliciosas. Tu noche de suerte. Una rebaja: dos por el precio de una.
– No estaba comprando.
Él trató de mantener la mirada, pero el resplandor de tristeza que había en los ojos de ella también le afligió. Toda su historia.
La calma con que ella replicó era similar a la de su acompañante.
– ¿Solo mirabas escaparates?
Él alzó las palmas en el aire.
– No estaba mirando. ¿Qué he hecho? ¿Me he equivocado en algo? ¿He dicho algo que te ha dolido? Si es así, sinceramente…
– Está bien, Danny. Puedo aceptar el hecho de que los varones estéis genéticamente programados para la variedad. Cada hombre tiene que inspeccionar el género que hay en el mercado. Eso no me molesta. Tan solo deseo que… ¡no lo hagas!, por favor, ¡no! Quiero que lo admitas.
Él empujó su plato hacia delante y unió las manos ante su cara, como un orientador vocacional o un sacerdote. Apoyó la frente en las puntas de los dedos.
– Oye, lo siento. Lamento haber hecho lo que te ha irritado en este momento, sea lo que sea.
– ¿En este momento? No puedes decirlo, ¿verdad? No puedes decir que sencillamente te gustaban. Las dos. Ni siquiera quiero que lo lamentes. Estaría bien que admitieras por una vez que estabas imaginando…
Daniel echó la cabeza hacia atrás. Las palabras que dijo entonces eran de otra época de su vida, lo mismo que las de ella.
– Yo diría que, si eso es lo que estaba haciendo, ni siquiera la he visto. Ni siquiera puedo decirte qué aspecto tiene.
Ella sintió el peso de lo absurdo, la futilidad de todo intercambio. En realidad, a nadie le importaba cómo el mundo miraba a cualquier otra persona. Experimentaba una profunda necesidad de romper con todo lo que aparentara ser un vínculo. De vivir en aquella falsedad a la que la lealtad siempre conducía. El amor no era el antídoto del síndrome de Capgras, sino una forma del mismo, que creaba y rechazaba a los demás, al azar.
– ¿Ya te has olvidado? ¡Pues míralas otra vez!
Él habló entre dientes.
– No soy esa clase de hombre. Ya te lo dije ocho años atrás. Te lo dije hace cinco años, y entonces no me creíste. Pero cuando volviste te estaba esperando. Estoy contigo. Siempre lo he estado y siempre lo estaré. Contigo y con nadie más. No ando buscando. Ya he encontrado.
Extendió un brazo sobre la mesa para tomarle la mano. Ella retrocedió, dejó caer el tenedor y diseminó el tofu en el plato.
– ¿Conmigo? ¿Con los ojos siempre en todas partes? ¿A quién te refieres? -Miró a su alrededor, avergonzada de sí misma. Todos los demás clientes evitaban mirarlos. Se volvió hacia él y dijo alegremente-: Está bien, Daniel. No te estoy juzgando. Eres quien eres. Si al menos me reconocieras que…
Él retiró la mano.
– No deberíamos haber salido a cenar. Deberíamos haber recordado que siempre… -Ella arqueó las cejas ante la admisión. Él inhaló, tratando de recuperar su fragmentado dominio-. Algún día sabrás qué es lo que miro. Siempre. Confía en mí, K…
Parecía tan asustado que ella se sintió profundamente dolida. En aquel momento recordó el gran atractivo de Robert Karsh, un hombre sin la décima parte del idealismo de Daniel. De todos los hombres con los que ella había estado, Karsh tenía por lo menos la decencia de decir a qué mujeres miraba. No daba pie a las ilusiones. Por lo menos Karsh nunca se había engañado a sí mismo creyendo que pertenecía del todo a Karin. Karsh, que siempre estaba ojo avizor. Karsh, el implacable promotor inmobiliario.
Permanecieron sentados, removiendo la comida en sus platos, profundamente avergonzados. Decir más solo serviría para aclarar las cosas. Los clientes de las mesas vecinas devoraban su comida, pagaban y se marchaban. Ella ansiaba cambiar de tema, fingir que no había dicho nada. La duda formaba una pequeña costra sobre la herida, y Karin tiraba de ella. Solo quería arrancarlo todo, despejar el paisaje, huir a algún lugar desierto y auténtico. Pero no existía ningún lugar auténtico, solo un breve espejismo, seguido de una larga y humillante autojustificación. Ella volvería con aquel hombre a su celda monacal. Era su amante, su compañero. La última y eterna promesa de aquel año. Karin no tenía otra cama, otro lugar al que volver para seguir estando cerca de su hermano, el hermano del que probablemente no debería estar cerca.
– Lo siento -le dijo-. Creo que estoy perdiendo el control de mis emociones.
– No pasa nada -replicó él-. No importa.
Todo importaba. Volvió la camarera, aún sonriente pero cautelosa. Ahora todo el mundo los conocía.
– ¿Puedo retirar los platos o todavía no han acabado…?
Daniel alzó su plato a medio comer, desviando los ojos de la Medusa. El gesto solo sirvió para ratificar lo que Karin pensaba y aumentar la tristeza de la situación. Cuando la joven se marchó, él concentró toda la fuerza de su voluntad sobre Karin, desesperado por demostrarle una buena disposición que incluso ella debería admitir.
– Tenemos que contarle a Weber lo de Mark. Hemos entrado en un nuevo territorio.
Karin asintió, pero no podía mirarle. Todo lo antiguo, nuevo otra vez.
Por fin de regreso en su rincón del globo, su aguilera en la orilla de la bahía Conscience, Weber tocó con los pies en el suelo. Sylvie era incondicional, por supuesto, realmente indiferente a lo que cualquiera, aparte de su hija, pensara de ellos. El juicio público no significaba para ella más que el correo electrónico basura. Por lo que respectaba a Sylvie, el engaño radicaba en el consenso.
– No podemos pensar claramente por nosotros mismos, no digamos ya en grupos de dos o tres. ¿Y quieres confiar en el mercado? Veremos lo que dicen de ti dentro de veinte años.
El destino del famoso Gerald le preocupaba menos que la epidemia de escándalos empresariales: Enron, WorldCom… el fraude multimillonario del mes. Durante el desayuno, le leyó acerca de los escándalos más recientes.
– Son unos reptiles, cariño. ¿Puedes creer lo que está pasando? Vivimos en la era del hipnotismo de masas. Mientras sigamos aplaudiendo y creyendo, los grandes magnates de la industria cuidarán de nosotros.
Él agradeció que le distrajera, que concentrara su justa ira en los engaños de las empresas. Ella hacía bien al no secundar el nerviosismo de su marido, Y, sin embargo, en un rincón de su mente le contrariaba su indiferencia, le contrariaba que los estafadores del mundo empresarial le eclipsaran. Le contrariaba que a ella, con su temperamento, no le afectara el repentino y sumario juicio de que él era objeto.
Empezó a buscar las valoraciones de su obra en Amazon cada vez que encendía el ordenador. Cavanaugh le había mostrado ese sitio, en los buenos tiempos. Deseaba examinar los datos reales. Los críticos de los medios tenían intereses creados profesionales; el lector particular, no. Pero las valoraciones privadas estaban por todo el mapa. Una estrella: «¿Quién se cree que es este individuo?». Cinco estrellas: «No hagas caso de los negativistas»;
«Gerald Weber ha vuelto a hacerlo». La alabanza era peor que el veneno. Las reacciones se multiplicaban, como las serpientes que se retorcían en el sótano de su familia, en la única pesadilla recurrente de su infancia. Nuevas valoraciones, cada vez que miraba. De alguna manera, mientras no estaba mirando, el pensamiento particular cedía paso a las evaluaciones en grupo perpetuas. La era de la reflexión personal había terminado. En lo sucesivo, todo se discutiría en pendencias públicas que se retroalimentaban. Programas de radio con participación por teléfono del público, grupos de sondeo cada vez que cualquiera se movía. León Tolstói: 4,1. Charles Darwin: 3,0.
Y, sin embargo, cada vez que apagaba el sistema, asqueado por las implacables valoraciones, de inmediato deseaba mirar de nuevo, ver si la siguiente reacción podía borrar el último rechazo sin sentido. Comparaba sus cifras con las de otros escritores entre los que le habían agrupado. ¿Solo él era objeto de aquella reacción violenta? ¿Quién era el más admirado del momento? ¿Cuáles de sus colegas también habían caído? ¿Cómo se las ingeniaba el público para trazar aquellas piruetas con una sincronía perfecta, como si obedeciera a una señal?
Esta vez no había hecho nada que no hubiera hecho por lo menos dos veces antes. Tal vez ahí radicara el problema: no había satisfecho el interminable apetito colectivo de novedad. Nadie quería que le recordaran entusiasmos de antaño. Se había convertido en un icono de una década anterior. Ahora tendría que pagar por todos los elogios del pasado.
Y esa era la horrible ironía. Cuando empezó, en la treintena, lo que escribía por las noches no iba dirigido a nadie. Pura reflexión, una carta a Sylvie. Unas palabras a la pequeña Jess, para cuando creciera. Tan solo una manera de comprender su actividad profesional de una manera un poco más humana, con unas pocas conexiones más, esas sencillas especificaciones prohibidas por el empirismo, el material en pos del cual iba realmente la ciencia aunque no se atreviera a admitirlo. Tan solo algo con que refrescar su sensibilidad cada noche. El cerebro humano cavilando sobre sí mismo.
Únicamente el entusiasmo de unos pocos amigos íntimos a los que había mostrado fragmentos le convenció de que aquellos ensayos podrían tener un público. La aprobación de la gente no había significado nada, hasta que la tuvo. Ahora la idea de perder a su público le avergonzaba. Lo que había comenzado como una actividad complementaria había adquirido definición, una definición que se desvanecía en el momento en que él le daba crédito. Solo tenía cincuenta y cinco años. Cincuenta y seis. ¿Cómo llenaría los próximos veinte años? Estaba el laboratorio, por supuesto. Pero allí había sido poco más que un administrador durante largo tiempo. La maldición de la ciencia que tiene éxito: los investigadores veteranos se convertían inevitablemente en recaudadores de fondos. No podía pasarse las dos décadas siguientes recaudando fondos.
La mayor parte de la neurociencia se había descubierto desde que Weber comenzó a investigar. La base de conocimientos se duplicaba a cada década. Uno podía conjeturar razonablemente que todo lo que es posible conocer sobre la función cerebral se sabría en la época en que sus estudiantes actuales se jubilaran. La cognición se dirigía hacia su principal logro colectivo: comprenderse a sí misma. ¿Qué imagen de nosotros mismos nos quedaría, a la luz de la totalidad de los datos? Tal vez la mente sería incapaz de soportar su propio descubrimiento. Tal vez nunca estaría preparada para saberlo. ¿Qué haría la especie si tuviera un conocimiento total? ¿Qué nueva criatura construiría el cerebro humano para que ocupara su lugar? Alguna estructura nueva y más eficiente, despojada de su antiguo lastre…
Dio largos paseos alrededor de la alberca del molino, hasta que empezó a encontrarse con amables vecinos. Navegó en barca por la bahía Conscience. El bote había yacido durante tanto tiempo boca abajo en el jardín, que en su interior se había amadrigado una zarigüeya. Aturdido por la luz del día, el animal le soltó un bufido cuando la descubrió. A lo largo del Neck, dejándose llevar por la corriente, notó el viento que zarandeaba la embarcación a voluntad. Había avergonzado en público a su esposa y su hija. Se había convertido en un fácil blanco de burla.
No había hecho nada malo, ni cometido un engaño consciente ni un error grave. Aún podía acreditar treinta años de reputada investigación, un minúsculo rincón de la empresa que coronaba a la especie. Solo que su intento de popularizar esa ciencia le había salido mal. Para su sorpresa, comprendió cómo se sentía: con mal cuerpo, sorprendido en alguna infidelidad.
Llegó septiembre, aquel desolador primer aniversario. ¿Qué importaba el contratiempo particular a la sombra del trauma compartido? Trató de recordar el temor público del año anterior, cuando encendías la radio para descubrir que el mundo había estallado. La fuerza estaba intacta, aunque los detalles habían desaparecido. Sin duda su memoria estaba empeorando. Incluso las cosas más simples, como los nombres de sus estudiantes. Una canción que se había sabido de memoria desde la infancia. Las palabras iniciales de la Declaración de Independencia. Se obsesionaba con la recuperación, para demostrarse que no había nada malo, lo cual solo empeoraba el bloqueo. No se lo dijo a Sylvie, pues esta se habría limitado a burlarse. Tampoco le mencionó sus accesos de depresión, porque ella no habría hecho más que buscarle excusas. Tal vez algo andaba mal en su sistema hipotalámico-pituitario-adrenal, algo que podría explicar todo aquel sobreviraje emocional. Pensó en recetarse a sí mismo una dosis baja de deprenyl, pero los principios y el orgullo se lo impidieron.
En los últimos días del mes, cuando incluso Bob Cavanaugh se había olvidado del libro y había dejado de llamarle, en The New Yorker, donde a veces Weber había publicado sus propias reflexiones, apareció un relato breve. La autora era una mujer de unos veinticinco años, al parecer muy conocida y bastante más allá de la última moda. Una estampa cómica de dos páginas, «De los archivos del doctor Lóbulo Frontal» adoptaba la forma de una serie de casos clínicos en primera persona contados por el neurocientífico que los examinaba. La mujer que utilizaba a su marido como una cubretetera. El hombre que despertó de un coma prolongado durante cuarenta años con el impulso de creer a los políticos por los que había votado. El hombre que adquirió una personalidad múltiple a fin de usar el carril de transporte colectivo. El cuentecillo hizo reír a Sylvie.
– Es muy entrañable. Y, al fin y al cabo, no trata de ti, cariño.
– ¿De quién trata?
Sus fosas nasales se expandieron al inspirar con fuerza.
– Trata de la gente. Unos paquetes infinitamente peculiares de síntomas andantes. Todos nosotros.
– ¿Se está riendo de personas con déficit cognitivo?
Incluso a él mismo le sonaron ridículas sus palabras. Podría haberle sugerido a ella que se tomaran unas vacaciones, si no fuese porque acababan de hacerlo.
– Ya sabes de qué se está riendo. De lo que la comedia se ríe siempre. Silbar cuando pasas por el cementerio. Nadie quiere creer que somos lo que vosotros decís que somos.
– ¿Nosotros?
– Ya sabes a quiénes me refiero. Los científicos del cerebro.
– ¿Y qué estamos diciendo exactamente que nadie quiere oír? ¿Nosotros, los científicos del cerebro?
– Uf, la tira. Los objetos pueden estar más cerca de lo que parece. El nuevo equipamiento médico puede dar unos resultados inesperados. Ninguna garantía escrita ni implícita. Todo lo que sabes es erróneo.
Aquella noche recibió otro correo electrónico desde Nebraska. Llegó junto con mensajes de amigos y colegas que, disimulando la agresión de buen humor, querían refregarle por las narices el relato de The New Yorker. Se los saltó y fue directamente a la nota de Karin Schluter, al tiempo que recordaba que aún no había respondido a las notas que le envió durante el verano. Los críticos estaban en lo cierto. Mark Schluter había dejado de existir cuando ya no pudo hacer nada más por Weber.
Las noticias de Karin le electrizaron. Su hermano creía que alguien le estaba siguiendo, con una variedad de disfraces. Mark estaba compilando una lista de detalles documentados que demostraban que la localidad de Farview había sido sustituida desde la noche del accidente y el día en que salió del coma, con el expreso propósito de desorientarle.
Weber acababa de encontrar un caso en la literatura clínica, procedente nada menos que de Grecia, de entre todos los lugares míticos, que describía la coexistencia de los síndromes de Capgras y Fregoli en un mismo paciente. Algo realmente notable le estaba sucediendo a Mark Schluter. Un nuevo y sistemático examen podría arrojar luz sobre unos procesos mentales absolutamente desconocidos, unos procesos que solo aquel déficit devastador podía revelar. Todas las cosas que nadie quiere oír.
Pero incluso mientras este pensamiento tomaba forma, se le ocurrió otro. Gerald Weber, neurólogo oportunista. Violador de la intimidad y explotador de barraca de feria. No podía decidir qué era peor, si aceptar el seguimiento de las nuevas complicaciones o no responder a la reiterada apelación. Aquellas personas le habían pedido ayuda, y él había entrado en sus vidas. Luego las había olvidado. Seguían trastornadas, todavía esperaban de él que hiciera algo. Su única receta, la terapia cognitiva conductual, parecía empeorar las cosas. Aun en el caso de que Weber no pudiera hacer nada más, por lo menos estaba obligado a escuchar y asistir.
En su nota, Karin Schluter no solicitaba nada abiertamente. «No quiero insistir de nuevo, sobre todo después de no haber tenido noticias suyas desde julio, pero he oído su entrevista por la Radio Pública y, dado lo que ha dicho sobre la plasticidad del cerebro, he pensado que por lo menos querría saber lo que le está ocurriendo a Mark.» Weber alzó la vista de la pantalla y miró por la ventana, al viejo arce que (¿cuándo?) había adoptado el color de un jilguero. El tiempo de la cosecha en Nebraska: el último lugar de la tierra adonde quería ir. ¿Cómo se llamaba el temor irracional a los espacios ondulantes y desiertos?
Solo escribir más podría salvarle. Un informe concentrado, publicado o no. Uno que redimiera lo que había estropeado con el anterior. No una historia clínica, sino una vida. Podía garantizar, por anticipado, la buena voluntad de todas las personas involucradas. Podía recrear a Mark Schluter, no combinaciones, no seudónimos, no detalles disimulados, no ocultación detrás de los datos clínicos. Tan solo el relato del refugio inventado, el esfuerzo, acompañado de temor, por construir una teoría lo bastante amplia para que la materia húmeda pueda vivir en ella. *
A la noche siguiente, después de cenar y mientras ella fregaba los platos, se lo dijo a Sylvie. Toda la negociación tenía un aire de déjà vu, pero él no había podido imaginar que el anuncio la irritaría.
– ¿Volver a Nebraska? ¿Lo dices en serio? La vez anterior saliste huyendo de allí cuando apenas habías llegado.
– Solo será un par de semanas, más o menos.
– ¡Dos semanas! No lo entiendo. Parece como… un cambio total.
– Creo que el Director de la Gira quiere que haga esto.
Ella estaba sacando las copas limpias del escurridor, las secaba lentamente y las colocaba fuera de su lugar.
– Si te ocurriera algo me lo dirías, ¿verdad?
Él cerró el grifo del agua caliente.
– ¿Ocurrirme? ¿Qué quieres decir?
¿Qué podía ocurrirle todavía en la vida?
– Cualquier cosa… Cualquier gran cambio. Si algo, en fin, te causara serias dificultades. O al famoso Gerald. ¿Me lo dirías?
Ya habían pasado semanas desde que algo le empezó a causar serias dificultades. Dejó la esponja, tomó el paño de las manos de Sylvie, lo dobló con pulcritud por la mitad y lo colgó horizontalmente de la barra del horno.
– Claro que sí. Siempre. Todo. Ya lo sabes. -Se acercó a ella y le puso tres dedos sobre el lóbulo temporal. Un escáner mental, un beso de explorador-. Solo cuando te digo las cosas yo mismo las entiendo.
<a l:href="#_ftnref7">*</a> Se refiere al tercero de los conciertos benéficos (1987) organizados por Willie Nelson, Neil Young y John Mellencamp en la Universidad de Nebraska, con sede en Lincoln, a fin de recaudar fondos para los agricultores en apuros. (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref7">*</a>* Siglas de «prisionero de guerra» y «desaparecido en combate». (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref9">*</a> MOS son las siglas en inglés de «especialidad profesional militar». (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref10">*</a> Expresión jocosa para referirse a William Shakespeare. Podría traducirse, entre otras posibilidades, como «Guillermito el Terremoto». El fragmento de canción, así como la frase en cursiva de la página siguiente, proceden de Los dos caballeros de Verona, acto IV, escena 2. (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref11">*</a> En inglés, feedingjrenzy tiene ante todo un sentido ecológico (el festín frenético de tiburones o pirañas para sobrevivir), y es también el nombre de un popular juego de ordenador basado en ese festín. (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref12">*</a> Hay aquí un juego de palabras entre Taxes of Evil («Impuestos del Mal») y Axis of Evil («Eje del Mal»). (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref13">*</a> Sistema parecido al Cupón Ahorro del Hogar, que se popularizó en España a comienzos de la década de 1960. Los cupones pegados en libretas podían canjearse por regalos. (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref14">*</a> Adopt-a-highway es un programa del Departamento de Transporte, establecido en numerosos estados norteamericanos, para la limpieza de las carreteras por medio de voluntarios. (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref15">*</a> En el original, wetware. Término utilizado para describir la interacción entre el cerebro humano y el software. Por otro lado, en la jerga de los piratas informáticos la materia húmeda significa cerebro. (N. del T.)