172869.fb2 El Estanque En Silencio - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 24

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En la vicaría, los Lenton estaban terminando de almorzar. En cuanto terminaran, el vicario debería recogerlo todo y llevarlo a la cocina, donde Mrs. Lenton lavaría y Ellie Page lo secaría. Pero cuando llegó con una pila de platos en hábil equilibrio, Ellie no estaba allí. Su brusca pregunta sobre dónde se había metido encontró una respuesta ya preparada.

– Me temo que tiene otro de esos dolores de cabeza.

Frunció el ceño mirando a Molly y a Jenny y les dijo que se fueran a jugar al jardín.

En cuanto se hubieron marchado, cerró la puerta de la cocina con cierta fuerza.

– Mary, ¿qué es lo que pasa con esa chica?

Mary Lenton estaba haciendo correr el agua caliente, haciendo mucho ruido porque las tuberías eran viejas y producían extraños sonidos. A pesar del ruido, él la comprendió, pues aquella observación estaba empezando a resultar exasperante.

– No es muy fuerte.

– ¿Ha visto al doctor Stokes?

Se apartó del grifo, volviéndose hacia él y dijo:

– Últimamente no. Pero el doctor siempre dice lo mismo…, es una chica delicada y necesita cuidados.

– Bueno, los está recibiendo, ¿no? No podía tener un trabajo de hacer la mitad de cosas que tendría que hacer para ayudarte. Secar la vajilla, por ejemplo. Con dolor de cabeza o sin él, no le dolería mucho más si se quedara aquí para ayudarte.

Mary le lanzó una mirada sonriente por encima del hombro.

– ¡Tampoco te va a doler a ti, querido! En ese estante hay un hermoso paño para secar.

El vicario lo cogió, pero no le devolvió la mirada sonriente.

– Esa chica no come nada… no es extraño que tenga dolores de cabeza. Tendré que hablar con ella.

Mary Lenton volvió a mirarle, esta vez con cierta alarma.

– ¡Oh, no! No tienes que hacer eso, querido… ¡De veras que no tienes que hacerlo!

– ¿Y por qué no?

– ¡Oh! Pues porque… John, ésa es una de las cucharas viejas, si la frotas como lo estás haciendo se romperá.

Frunció el ceño aún más.

– No te preocupes por la cuchara. Quiero saber por qué no tengo que hablar con Ellie.

– Pero querido -contestó ella, medio sonriendo-, claro que me importa la cuchara. Es una de las de tu tatarabuela y es muy fina.

– ¡Te he preguntado por qué no debo hablar con Ellie!

Mary Lenton dejó de reír. Contuvo la respiración y contestó:

– John, esa chica es desgraciada.

– ¿Y por qué es desgraciada?

– No lo sé…, no me lo dice. ¡Oh, querido, no seas estúpido! ¿Por qué suelen sentirse desgraciadas las chicas? Supongo que es por eso, porque las cosas han ido mal.

– ¿Quieres decir que se trata de algún asunto amoroso?

– Supongo que sí. Y no vale la pena preguntar nada, porque si ella quisiera contármelo, ya lo habría hecho, y si no quiere hacerlo, preguntárselo no haría más que empeorar las cosas. Se le pasará. ¡Esas cosas siempre pasan! -y se volvió a echar a reír.

– ¿Quieres decirme que tú… ¡No me lo creo!

– ¡Pues claro que sí, querido! Cuando yo tenía dieciséis años me enamoré de un actor de cine. Yo estaba demasiado gruesa entonces y me pasaba una eternidad y media mirando su fotografía y suspirando. ¡Estaba llena de ilusión! Y si alguien me hubiera dicho entonces que terminaría por casarme con un vicario para instalarme en una vicaría en el campo, ¡hubiera sido capaz de ponerme a gritar!

Lenton la rodeó con el brazo.

– ¿Sientes haberlo hecho? ¿Lo sientes? ¿Lo sientes?

– Lo estoy llevando bastante bien. No, John…, ¡déjame! ¡Oh, querido, eres un tonto!

En esta ocasión, los dos se echaron a reír.

En la Casa Ford, Adriana subió a sus habitaciones para descansar. Miss Silver, que había rechazado esta satisfacción, se puso el abrigo, el sombrero y los guantes y salió al jardín. Soplaba un viento suave y brillaba el sol, pero no se le hubiera ocurrido salir con la cabeza al descubierto, o sin los bonitos guantes negros de lana que ella consideraba apropiados para estar en el campo. Bajó por el prado en dirección al río y observó indudables pruebas de una reciente inundación. Estaba claro que después de unas fuertes lluvias como las que se habían producido durante la primera parte del mes, el camino que corría a lo largo de la ribera tendía a quedar sumergido bajo las aguas. Incluso ahora, después de tres días de tiempo excelente, aún estaba húmedo.

Se volvió, dirigiéndose hacia los terrenos más elevados y al llegar a un seto que dividía el prado y en donde había una puerta, levantó el pestillo y se encontró en un jardín lleno de flores de otoño. En el centro, había un estanque. Un segundo seto lo rodeaba, con arcos recortados en el verde. Había dos bancos de roble curado y una pequeña glorieta que rompía el seto. Un lugar agradable cuando los días se hacían más cortos, y admirablemente protegido. Era una lástima que la sombra de la fatalidad hubiera caído sobre él.

Se acercó al estanque y permaneció junto a él, mirándolo. Seria relativamente fácil tropezar con ese parapeto bajo en la oscuridad y caer al agua. Pero seguramente no era muy profundo… unos sesenta centímetros, o unos setenta y cinco como máximo. Encontró un palo en la glorieta y comprobó que la profundidad era de casi noventa centímetros. Hubo personas que se ahogaron en menos cantidad de agua. Recordó lo que Adriana le había dicho sobre las pruebas de la investigación judicial. Sam Bolton había declarado que encontró el cuerpo con la mitad dentro del agua y la otra mitad fuera… en realidad, no quedaron sumergidos más que la cabeza y los hombros. Mabel Preston había tropezado, cayendo hacia adelante, y así se había ahogado. Un muñeco inclinado sobre aquel bajo parapeto de piedra hubiera quedado así en el caso de haber perdido el conocimiento a causa de la caída, o bien si alguien había mantenido su cabeza debajo del agua hasta que se ahogó.

Miss Silver exploró con el palo. Había casi noventa centímetros de profundidad y no encontró ninguna piedra con la que Mabel Preston hubiera podido darse en la cabeza. Los cócteles son muy malignos. Ella había tomado un buen número de copas, pero, no debía encontrarse bajo los efectos del alcohol, puesto que había logrado llegar hasta este lugar y, aun cuando no estuviera muy segura de su equilibrio, la repentina conmoción de caer hacia delante, chocando la cabeza contra el agua fría, tendría que haber producido alguna reacción. Podría haber llegado hasta el fondo apoyándose con las manos. Tendría que haberse producido una lucha, un esfuerzo por salvarse. En tal caso, ¿cómo se podía pensar que las extremidades inferiores permanecieran en la misma posición supuesta en el momento de la caída? Adriana había interrogado a Sam Bolton, y lo había hecho a fondo. Las rodillas de la mujer muerta estaban todavía sobre el parapeto cuando él trató de sacarla del estanque. Adriana repitió las palabras de Sam: «No lo habría hecho de otro modo, aunque pudiera hacerlo. Lo que hice fue bajar al estanque y empujarla hacia arriba y eso ya me costó mucho trabajo, se lo aseguro.»

Sí, debió haberle costado mucho trabajo mover aquel cuerpo muerto y calado, con mayor peso aún a causa del abrigo empapado, pero cuando Mabel Preston se cayó estaba viva y sus ropas aún secas. Aquel pesado material habría tardado algún tiempo en absorber el agua. Entonces, ¿por qué no se había producido ninguna lucha, ninguna reacción ante el contacto con el agua fría? ¿Por qué una mujer viva, capaz de respirar perfectamente se quedaba tal y como se había caído, permitiendo que el agua la ahogara? Por mucho que lo intentase, Miss Silver sólo podía encontrar una explicación. Mabel Preston había sido empujada, y la persona que lo hizo mantuvo su cabeza bajo el agua hasta que terminó el trabajo.

Era una terrible conclusión, pero no podía llegar a otra. Consideró si sería posible arrodillarse sobre el parapeto o detrás de él y llevar a cabo ese horrible acto. El pequeño muro se elevaba unos cuarenta y cinco centímetros sobre el suelo que lo rodeaba, pero, en la parte del estanque, el agua llegaba hasta unos ocho o diez centímetros por debajo de su borde superior, una circunstancia que, sin duda alguna, se debía a las recientes lluvias. Si el autor del ataque asesino se había inclinado sobre el parapeto o se arrodilló en él, le habría sido perfectamente posible asegurarse de que la mujer caída no pudiera ya levantarse.

Su rostro tenía la más seria expresión cuando se volvió para marcharse. Aquí, en esta tarde calurosa, con el azul del cielo reflejándose en el estanque y el sol brillando sobre el agua, el lugar era agradable. Saldría el sol muchas veces y habría cielos azules, pero se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que alguien permaneciera sentado en ese sitio, solo, para su solaz, o sin recordar que aquí se había cometido un asesinato.

Pero no había nadie que tuviera razón alguna para desear la muerte de Mabel Preston. Si había sido asesinada fue porque la confundieron con alguna otra persona. Se había teñido el cabello, imitando el de Adriana Ford. Acudió al lugar de su muerte llevando el abrigo de Adriana. Volvió a su mente la descripción que le había dado la propia Adriana del abrigo: grandes cuadros negros y blancos y una raya de color esmeralda. Aun en la oscuridad o a la vacilante luz de una linterna, un dibujo así llamaría en seguida la atención. Y Adriana había llevado aquel abrigo durante tanto tiempo que ni siquiera se permitía dárselo a Meriel. «Demasiado conocido y la gente hubiera ido diciendo por ahí que yo le daba mi ropa usada. ¡Y eso era precisamente lo que ella hubiera querido! Meriel es así.» ¿No era eso lo que había dicho Adriana… o algo parecido?

Cuando pasó el arco, bajo el seto, el sol lanzó un destello de color y se detuvo. Cogido entre una ramita y otra había un diminuto trozo de tela. En realidad, era un simple jirón y si el sol no hubiera brillado sobre él, habría pasado sin darse cuenta. Cuando lo hubo desenredado se encontró en las manos con unos cuantos hilos de seda del color conocido como ciclamen. Los colocó cuidadosamente en la palma de su guante y regresó a la casa.

Invitada a tomar el té en las habitaciones de Adriana, le mostró el jirón.

– ¿Hay alguien en la casa que tenga un vestido de este color?

Adriana se lo quedó mirando con desaprobación.

– Meriel tiene uno… y es bastante horrible. Se ha de tener el pelo blanco y una buena piel y un maquillaje perfecto para tener buen aspecto con un color magenta. Meriel no es precisamente muy elegante y tampoco se preocupa demasiado. Llevaba ese vestido el día de la fiesta y tenía un aspecto horrible. Su lápiz de labios era excesivamente fuerte por lo menos en tres tonos. Pero no vale la pena decirle a ella nada de eso… Es entonces cuando tiene un ataque de mal genio. ¿De dónde ha sacado esos hilos? No me disgustaría nada que se hubiera roto ese vestido y no pudiera llevarlo más. Y bien, ¿de dónde los ha sacado?

– Quedaron enganchados en el seto que rodea el estanque.

– ¿En el seto? -preguntó Adriana con voz penetrante.

– En la parte interior de uno de los arcos. Los vi cuando estaba a punto de marcharme. No me habría dado cuenta de no haber sido porque el sol brilló en aquel momento sobre ellos.

Adriana no dijo nada. Su rostro se convirtió en una máscara. Antes de que pudiera hablar, entró Meeson con el té. Cuando estaba a punto de marcharse, Adriana la llamó.

– Gertie, echa un vistazo a esto -y extendió hacia ella el jirón de tejido.

Meeson chasqueó la lengua.

– ¡No es algo típico de esa Meriel! Paga veinte guineas por un vestido, y sé que las pagó porque he visto la factura… lo deja tirado por su habitación y el viento se lo tira al suelo. Y después va y lo estropea el primer día que se lo pone.

– ¡Oh! Se lo estropeó, ¿verdad? ¿Fue el sábado?

Meeson asintió.

– No puedo decir que me sintiera muy impresionada por el vestido, pero ella lo estropeó del todo. Se derramó café por encima, y con lavandería o sin ella, ¡esa mancha ya no sale del todo!

– ¿Así que se derramó café en el vestido?

– Dijo que alguien le empujó el codo. «Dios -le dije-, ¿qué has hecho en el vestido?» y ella me contestó que alguien le había empujado el codo. «Bueno -dije-, tratándose de café no se le va a poder quitar del todo, se lo aseguro.» ¡Y ella siguió su camino y pasó a mi lado como si yo no estuviera allí! ¡Pero así es Meriel! Cuando ella ha hecho alguna cosa, bueno, siempre ha tenido que ser por culpa de alguien. ¡Así es ella desde que era niña!

Pudo haber seguido hablando de este modo, pero fue interrumpida por una pregunta.

– ¿Cuándo ocurrió todo eso?

– ¿Cuándo ocurrió el qué?

Adriana hizo un gesto de impaciencia.

– Todo ese asunto del café derramado.

– ¿Y cómo voy a saberlo?

– Sabrás al menos cuándo viste a Meriel con el vestido manchado de café.

Meeson entornó los ojos.

– ¡Ah, eso! Veamos… Debió ser aproximadamente cuando todo el mundo estaba a punto de marcharse, porque pensé para mí misma: «Bueno, de todos modos la fiesta ya ha terminado prácticamente, y eso es mejor que si le hubiera sucedido antes.»

– ¿Qué ha hecho ella con el vestido?

– Llevarlo a la lavandería el lunes. Pero no van a conseguir nunca sacar esas manchas del todo, y así se lo dije. «Llévelo al tinte -le dije-, y que hagan un buen trabajo con él… negro, o marrón, o un buen azul marino. Un buen azul marino siempre es muy elegante.» Y por una vez en su vida, no tuvo nada que decir.

Una vez que se hubo marchado Meeson, Adriana miró con expresión desafiante a Miss Silver y dijo:

– ¿Y bien?

Miss Silver había estado haciendo labor de punto, en actitud muy pensativa. De hecho, se encontraba en el proceso de sumar dos y dos. Y el resultado era un feo cuatro.

– ¿Qué piensa usted misma de todo esto, Miss Ford? -preguntó.

Adriana levantó la tetera y empezó a servir el té. Su mano era perfectamente firme.

– Que acudió al estanque en algún momento, mientras llevaba puesto ese vestido.

– Así es.

– Estuvo en el guardarropa durante todo el tiempo, mientras iba llegando la gente, pero una vez que el salón se llenó no estoy segura de si estaba allí o no. Podría haber salido, sólo que… ¿por qué hubiera querido hacerlo?

– ¿No había llevado ese vestido antes?

– No.

– Entonces, seguro que salió fuera, puesto que encontré este jirón prendido en el seto del estanque.

– ¿Toma usted leche y azúcar? -preguntó Adriana con tranquilidad.

Miss Silver emitió su ligera tos formal.

– Leche, por favor, pero sin azúcar -dejó a un lado su bolsa de labor de punto, cogió la taza y siguió hablando como si no se hubiera producido ninguna interrupción-. Nos encontramos, entonces, con dos hechos seguros. Miss Meriel fue al estanque y en algún momento hacia el final de la fiesta le dijo a Meeson que se había derramado café en el vestido. ¿Se dio usted cuenta de la existencia de esas manchas de café? ¿Ya fuera durante la fiesta o después?

Adriana pareció asombrada. Terminó de servir té y dejó la tetera. Después, dijo:

– ¡Pero si se había cambiado…! Cuando llegué al descansillo y todos ellos estaban en el vestíbulo, ¡se había cambiado de vestido!

– ¿Está segura de eso?

– Claro que estoy segura. Se había puesto su viejo vestido de crespón gris. Un vestido horrible… No puedo imaginarme por qué se lo compró, pero ella nunca ha tenido buen gusto para la ropa.

Añadió leche a la taza y se la llevó a los labios, pero no bebió. Su mano experimentó una sacudida repentina y volvió a dejar la taza sobre el plato.

– Mire, ¿adónde nos lleva todo esto? ¿Me está pidiendo que crea que Meriel… Meriel…fue a ese estanque en la oscuridad y empujó a Mabel al agua? ¿Y qué hizo eso porque ella llevaba mi abrigo… porque la confundió conmigo? ¿Es eso lo que me está pidiendo que crea?

Miss Silver la miró con una expresión compasiva.

– No soy yo quien está diciendo esas cosas, Miss Ford. Es usted.

– ¿Y qué importa quién las dice? ¿Las piensa usted? ¿Cree usted que Meriel tiró a la pobre Mabel Preston al estanque y la mantuvo allí con la cabeza bajo el agua, creyéndose que era yo? ¿Y qué después regresó a la casa y derramó café en el vestido para ocultar las manchas? Ya sabe que hay musgo en ese parapeto, y el agua del estanque dejaría una señal de suciedad, pero el café…, el café podía ocultarlo todo.

– Miss Ford -dijo Miss Silver con firmeza-, yo no he dicho nada de todo eso. Es usted quien lo está diciendo. Existe la posibilidad de que esas cosas hayan sucedido, pero una cosa que haya sido posible no debe ser aceptada necesariamente como un hecho. Las pruebas circunstanciales pueden inducir a graves errores. Parece que Miss Meriel estuvo en las cercanías del estanque con aquel vestido y que después se lo cambió porque se lo había manchado de café. Hay una posibilidad de que fuera manchado deliberadamente, con el propósito de ocultar otras manchas más comprometedoras, pero no hay prueba alguna de que eso fuera necesariamente así.

Adriana levantó la taza y, en esta ocasión, bebió su contenido de un largo sorbo. Cuando la hubo dejado sobre el plato, dijo:

– Mantiene una actitud de resentimiento contra mí. Es algo que dura desde hace bastante tiempo. Meriel cree que yo podría utilizar mi influencia para lanzarla al teatro. Pero no está dispuesta a ensayar. Se piensa que puede llegar a primera actriz sin necesidad de hacer todo el trabajo duro que eso requiere. Cree que yo lo puedo hacer posible. Bueno, pues no lo haría, aunque pudiera, y no podría hacerlo aunque quisiera. Así se lo dije una vez y ella me odia por habérselo dicho. Y durante estos últimos días está muy enfadada conmigo por ese maldito abrigo. Ella es así, sabe usted. Pone su corazón en algo y tiene que conseguirlo. Pero si lo consigue nueve de cada diez veces deja de preocuparse más por ello. Y ahí tiene…, ¡ésa es Meriel! Sin embargo, no creo.

Su voz no quedó sofocada, sino que se detuvo. No había ningún color bajo el cuidadoso maquillaje. Dio un largo suspiro y continuó como si no se hubiera interrumpido a mitad de la frase.

– No creo que tratara de matarme.

– Es una persona muy incontrolada -observó Miss Silver.

– Siempre está echando humo. Me he pasado toda la vida entre personas así. Se dejan llevar por el mal genio y se lo sacan del pecho. Parece mucho más fuerte de lo que es en realidad. El temperamento artístico… y eso es una verdadera maldición si no se tiene el talento suficiente para controlarlo.

Cuando Meeson acudió para recoger la bandeja, no pareció tener mucha prisa por llevársela.

– ¿De qué sirve convertirme en una espía que chismorrea cuentos? -preguntó, con el aire de quien ha sido mortalmente ofendida y está decidida a poner las cosas en claro.

Adriana, que no estaba acostumbrada a esta actitud, le hizo la pregunta que Meeson estaba esperando.

– ¿Y quién te ha llamado espía que chismorrea cuentos?

Meeson sacudió la cabeza.

– Sí, espía que chismorrea cuentos, eso es lo que he sido… ¡y hace veinte años le habría puesto boca abajo sobre mis rodillas y le habría dado unos buenos azotes! Malcriarla…, eso es lo que ha hecho con- ella. Y no es la primera vez que le he dicho lo que pasaría. ¡Espiando! ¡Yo! Y chismorreando cuentos, ¡algo que no me habría dicho ni mi peor enemigo! «Mira, Meriel -le he dicho-, eso ya me parece un poco demasiado. Miss Ford me ha enseñado ese pequeño trozo de tela del vestido que te rompiste, y todo lo que le dije fue que qué importaba un desgarrón más o menos.» Y ella vino hacia mí hecha una furia y me juró que nunca se lo había desgarrado. Y yo le dije: «¡Oh, sí! ¡Te lo rompiste! ¿Y qué estabas haciendo tú en ese horrible estanque con un vestido completamente nuevo…? ¡Pero no seré yo quien diga nada de eso!» Bueno, pues pareció como si la hubiera golpeado. «Yo no estaba en el estanque», me dijo. Y yo le dije: «¡Oh, claro que estabas! Y fue allí donde te rompiste el vestido, porque fue allí donde Miss Silver encontró el trozo. Yo estaba al otro lado de la puerta abriéndola cuando ella le dijo a Miss Ford que lo había cogido en el seto.»

– Gertie…, ¡estabas escuchando!

Meeson se dio por ofendida.

– Bueno, tenía que abrir la puerta, ¿no?

Y si va usted a empezar a tener secretos conmigo. ¿Qué bien puede hacer eso? Que fue precisamente lo que le dije a Meriel, y fue entonces cuando tuvo el valor de llamarme espía que chismorrea cuentos. ¡Espía que chismorrea cuentos! Me sentí avergonzada de ella y así se lo dije. ¡Con Mr. y Mrs. Geoffrey saliendo de sus habitaciones! ¡Y con Mr. Ninian y Simmons en el vestíbulo! ¡Qué habrán pensado ellos!

Cuando se hubo marchado, Miss Silver habló con un tono de extremada gravedad:

– Miss Ford, acudió usted a mí en busca de consejo, pero cuando se lo di no hizo usted el menor caso. Desde entonces, ha sucedido aquí una tragedia. Ahora me ha llamado con gran urgencia y aquí estoy. Después de haber pasado sólo unas cuantas horas en la casa, no estoy en posición de dilucidar los acontecimientos que han ocurrido aquí, ni puedo dogmatizar sobre las circunstancias, pero me siento en la obligación de hacerle una advertencia. Existen elementos que pueden producir o precipitar otro estallido.

Adriana le dirigió una mirada dura.

– ¿Qué elementos?

– ¿Acaso necesito señalárselos?

– Sí.

Miss Silver obedeció.

– Tiene usted en su casa a tres personas en estado de conflicto mental. Una de ellas muestra una gran inestabilidad emocional. La muerte de Miss Preston ocurrió entre, digamos, las seis de la tarde y poco después de las ocho. Me ha dicho usted que la vio, sin lugar a dudas, a eso de las seis de la tarde. También me ha dicho que pudo ver a Miss Meriel hasta aproximadamente la misma hora.

– Puede usted avanzar la hora hasta las seis y media para las dos -dijo Adriana con tono de voz profunda-. Yo misma hablé con Meriel aproximadamente a las seis y veinte y en cuanto a la pobre Mabel…, bueno, se estaba haciendo oír, incluso en medio de todo aquel jaleo. Tenía una de esas agudas voces metálicas.

– Eso acorta el tiempo, dejándolo en algo menos de una hora y media. Durante ese período, tanto Miss Preston como Miss Meriel estuvieron en el estanque. No sabemos qué las hizo acudir allí, pero no cabe la menor duda de que ambas estuvieron en aquel lugar cerrado por el seto. No existe, desde luego, ninguna prueba de que la visita de Miss Meriel coincidiera con la de Miss Preston. Puede que sucediera así, y puede que no. Pero fuera de un modo o de otro, ella sabe ahora que su presencia allí es conocida, y otros miembros de esta casa también conocen el hecho.

– ¿Qué otros miembros?

– Acaba de escuchar lo que ha dicho Mee- son… Mr. y Mrs. Geoffrey Ford estaban en el descansillo cuando Miss Meriel la acusó de contar chismorreos. El hecho de que un trozo de su vestido desgarrado fuera encontrado en el seto que rodea el estanque, fue mencionado con toda claridad. Ellos tienen que haber oído lo que se ha dicho. En cuanto a Mr. Ninian Rutherford y a Simmons, se encontraban abajo, en el vestíbulo. Ellos también tienen que haberlo oído. De hecho, Mee- son ha dado a entender que todas estas personas oyeron lo que ella dijo. ¿Cree usted que mañana habrá alguien en esta casa que no conozca la presencia de Miss Meriel en el estanque? ¿Y cree usted que ese conocimiento permanecerá exclusivamente limitado a los habitantes de esta casa?

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Adriana.

– ¿Quiere que se lo diga?

– Desde luego.

Miss Silver habló con una voz tranquila y uniforme:

– Es bastante posible que la visita de Miss Meriel al estanque no tenga nada que ver con la presencia de Miss Preston allí, y mucho menos con su muerte. Ella pudo haber acudido allí y marcharse después sin haberla visto siquiera. También es posible que viera a Miss Preston e incluso que fuera testigo de la fatalidad que causó su muerte. También existe la posibilidad de que participara en ella. O es posible que, sin ser observada por nadie, fuera testigo de la participación de otra persona. No hace falta señalar que, en este último caso, ella se encontraría en una posición de considerable peligro.

– ¿No le parece que todo esto resulta demasiado intenso? -preguntó Adriana con brusquedad.

Miss Silver emitió una ligera tosecilla de reprobación.

– A veces se produce tal intensificación de las emociones de temor y de resentimiento, que son capaces de precipitar un acontecimiento trágico.

– Me gustaría decir «¡tonterías…!» -comentó Adriana con dureza.

– ¿Pero no puede?

– No del todo. ¿Qué quiere que haga?

– Haga salir de aquí a Miss Meriel -dijo Miss Silver sombríamente-, y márchese usted misma a hacer una visita. Deje que toda esta tensión emotiva se vaya calmando.

Se produjo un silencio entre ellas. Cuando ya duraba largo rato, Adriana dijo:

– No creo que tenga muchas ganas de salir corriendo de aquí.