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Difícilmente se podía esperar una noche agradable. Había demasiadas cosas discordantes, recelosas y resentidas en los pensamientos de las seis personas que se sentaron alrededor de la mesa del comedor y que después se dirigieron a la sala de estar. Con las cortinas de terciopelo gris corridas y la alfombra gris bajo los pies, se sentía uno como encerrado en la niebla. No era la clase de niebla que se acerca y le corta a uno la respiración, sino de la que le observa a uno, se mantiene a cierta distancia y espera. En otros momentos, Adriana podría haberla calentado e iluminado, pero no esta noche. Llevaba puesto un vestido de terciopelo gris con una piel oscura y casi hacía juego con la sala. Silenciosa durante la cena, permaneció toda la noche sin pronunciar palabra, sosteniendo sobre sus rodillas un libro que no parecía estar leyendo, aunque de vez en cuando pasaba una página. Cuando la doncella le preguntaba algo, daba una breve respuesta y se refugiaba de nuevo en un silencio abstraído.
Meriel se había cambiado, poniéndose lo que Miss Silver creyó sería el viejo crespón verde al que Adriana se había referido despreciativamente. Bajo esta luz artificial, tenía sin duda alguna un efecto deslucido y no contribuía en absoluto a mitigar el aspecto tenebroso de quien lo llevaba. Ella llevaba el bonito crépe de Chine azul oscuro que su sobrina Ethel Burkett la había inducido a comprarse durante las vacaciones de verano del año anterior. Le había costado mucho más de lo que estaba acostumbrada a gastar, pero Ethel la había estimulado a comprarlo, y tenía razón.
– Nunca lo lamentarás, tía. Es una tela muy buena y tiene un estilo excelente. Te durará años y siempre te sentirás y tendrás el aspecto de ir bien vestida.
Animada por el gran medallón de oro que mostraba un monograma de las iniciales de sus padres en altorrelieve y que contenía unos mechones de sus cabellos, tuvo que admitir ante sí misma que tenía un aspecto extremadamente bueno. Había mantenido una conversación gentil durante toda la cena. Ahora, en el salón, abrió su bolsa de labor y sacó las largas agujas de las que colgaban unos siete u ocho centímetros de chal destinado a la gemela extra de Dorothy Silver.
Se había colocado cerca de Mrs. Geoffrey, que estaba sentada con un bastidor de bordado sobre su regazo y que manejaba una aguja con movimientos mecánicos. Cuando llegó el café, se bebió dos tazas sin tomar leche, y después volvió de nuevo al bordado. El viejo vestido negro le caía, y no se veía animado ni por un broche o un collar de perlas. Tenía los pies juntos, uno al lado del otro, calzados con un par de viejos y desgastados zapatos con una sola correa. Tenían hebillas de acero bastante grandes y estaban muy gastados. Una de las hebillas estaba suelta y se movía cada vez que su dueña cambiaba el pie de posición. Evidentemente, no tenía la costumbre de utilizar maquillaje. En realidad habría contribuido muy poco, si es que lograba algo, a mitigar el aspecto de fatiga y tensión reflejado en su rostro. Pero aún podía hablar, y siguió haciéndolo. De sus labios pálidos y apretados surgieron los pequeños de talles triviales de la vida diaria del hogar en el campo.
– Claro que cultivamos nuestras propias hortalizas. De no ser así, no sé lo que haríamos. Pero no es económico. Al contrario. Geoffrey lo calculó una vez, ¿y fue media corona o tres chelines a lo que te salía cada col? ¿Cuánto fue, Geoffrey?
Geoffrey Ford, de pie junto a la bandeja del café, miró por encima del hombro y sonrió.
– Querida, no tengo ni la menor idea de lo que estás hablando.
La voz de Edna se hizo más penetrante.
– De las coles… Tú calculaste una vez lo que nos costaban… y, claro está, las coliflores y todo lo demás. Y creo recordar que era media corona o tres chelines.
– ¡No creo que lo calculara con tanta exactitud! -dijo él, echándose a reír-. Naturalmente, las hortalizas cultivadas en casa son una extravagancia, ¡pero qué agradable' -dejó su taza sobre la bandeja- Bueno tengo que escribir unas cartas.
Edna Ford dio una puntada en el dibujo de su bordado y preguntó:
– ¿A quién vas a escribir?-entonces, cuando él la miró con un relámpago momentáneo de algo que se parecía mucho al disgusto, se apresuró a añadir-: Estaba pensando que si se trataba de nuestro primo William, le enviaras mis más cariñosos saludos.
– ¿Y qué te hace pensar que iba a escribirle a William Turvey?
Su mano se estremeció.
– Yo… sólo pensé…
– Es una mala costumbre.
Salió de la habitación y cerró la puerta de golpe. Meriel se echó a reír.
– ¡Geoffrey y sus cartas! -dijo, dejándolo así.
Edna empezó a hablar entonces del precio del pescado.
Janet y Ninian entraron juntos. Su llega da distrajo la atención de Meriel.
– Vuestro café estará frío. ¿Dónde diablos os habíais metido?
Fue Ninian quien le contestó.
– Subimos a darle las buenas noches a Stella.
– ¡Ya tenía que estar durmiendo! -dijo ella, con rudeza.
– ¡Oh, lo estaba! ¿Y qué? -la voz de Ninian sonaba alegre.
Janet se había ruborizado un poco. Parecía joven y bastante dulce con su vestido marrón, y el pequeño alfiler con perla, a la moda antigua.
– Star ha llamado por teléfono -dijo-. No vendrá esta noche.
– Bueno -dijo Meriel, riendo-, ahora que estáis aquí, hagamos algo. ¡Pondré unos discos y podremos bailar!
Ninian miró a Adriana. Ella levantó los ojos, mirándole por un instante y después pasó una página. Bueno, si eso era lo que quería… Pero si Meriel pensaba que iba a bailar todo el rato con ella, dejando sola a Janet, sería mejor que se lo volviera a pensar.
Meriel cambió de idea. Puso el disco que había cogido y se volvió hacia la puerta.
– Iré a buscar a Geoffrey. Es una tontería que se marche así, para escribir cartas. Además, ¿hay alguien que crea en ellas? ¡Yo no! ¡O quizá Esmé Trent le eche una mano!
Se marchó con demasiada rapidez como para ver la mirada de disgusto que le dirigió Adriana.
Edna ni se movió, ni dijo nada. Sus manos descansaron sobre el bastidor de su bordado y, por un instante, cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, Miss Silver se estaba dirigiendo a ella.
– ¡Qué afortunada es Stella de poder acudir a esa clase de la vicaría! Las niñas que van allí, ¿son de su misma edad?
– Jenny es un poco mayor y Molly un poco menor que ella.
– También hay un niño pequeño, ¿verdad?
– No en la vicaría.
– ¿De veras? Pero vive bastante cerca, ¿no?
– Sí, bastante cerca.
Adriana levantó la vista del libro y dijo con su aire decidido:
– Vive con su madre en la casa del guarda de esa gran propiedad vacía que está frente a la vicaría. Ella es viuda… Es Mrs. Trent. Descuida bastante a su hijo, y no nos preocupamos mucho por ella.
Dijo aquello para salvar a Edna, pero tuvo el efecto contrario. Ella habló con una voz temblorosa:
– Es una mujer malvada… una mujer terriblemente malvada. No tendríamos que permitirle la entrada en esta casa -sus ojos pálidos se quedaron mirando fijamente los de Adriana-. No tendrías que haberle pedido que acudiera a la fiesta. Fue algo muy, bastante equivocado. Es una mujer inmoral.
Adriana se encogió de hombros.
– Mi querida Edna, ¡yo no soy censora de moralidades!
La expresada sequedad de su tono hizo recordar a Miss Silver alguna de las cosas que se habían dicho sobre Adriana Ford cuarenta años antes. Pero Edna no tuvo consideración ni tacto.
– Es mala de verdad. No se preocupa por nadie, excepto por sí misma. No le importa lo que hace, siempre que consiga lo que quiere.
Adriana le lanzó una mirada desdeñosa y preguntó:
– ¿De veras, Edna? ¿Eres tan tonta como para decir eso?
Junto al tocadiscos, en el otro extremo de la habitación, Ninian habló, conteniendo la respiración.
– Parece que la paz de la Morgue está siendo perturbada con rudeza. ¿Está prohibida la entrada o nos entrometemos?
Janet levantó la mirada hacia él, observándole con seriedad. Con la luz reflejándose en ellos, sus ojos tenían exactamente el mismo color que su pelo. Ninian lo consideró un color agradable. En realidad no escuchaba todo lo que Janet le decía porque sus pensamientos estaban en otra parte, pero supuso que ella estaba a favor de mantenerse al margen de la discusión. Sólo escuchó sus últimas palabras.
– …Realmente, eso no tiene nada que ver con nosotros.
Le resultó absurdamente agradable darse cuenta de que la joven había estado hablando por los dos. El placer fue sorprendente, teniendo en cuenta que Ninian era un hombre joven que hasta entonces había estado considerando la situación como algo garantizado. Sin embargo, se sorprendió. Tuvo la embarazosa sensación de que aumentaba el color de su rostro y se encontró con que no tenía nada que decir. Janet, por su parte, sintió una cierta satisfacción. Habían pasado muchos años desde la última vez que viera desconcertado a Ninian, y ahora le pareció alentador.
Meriel se dirigió hacia el despacho y abrió la puerta. Encontró a Geoffrey en el momento en que abría la puerta de cristal que daba a la terraza y le preguntó inmediatamente adonde se marchaba, ante lo que recibió una respuesta lacónica:
– Fuera.
– ¡Creía que ibas a escribir cartas!
– ¡La conocida fórmula para poder alejarse del círculo familiar!-dijo él, echándose a reír con enojo-. ¿Es que tú nunca la has utilizado?
– Yo no tengo a nadie a quien escribir -contestó ella, poniendo su mirada más trágica.
– Puedes intentar encontrar un amigo por correspondencia.
– ¡Geoffrey…, cómo puedes! ¿Supongo que vas a ver a Esmé Trent?
– ¿Qué pasa si voy a verla?
– Sólo que yo sé por qué -y cuando él se volvió con el ceño fruncido, ella repitió las palabras con mayor énfasis-: Te digo que sé por qué.
Geoffrey se sintió frenado.
– Querida, no tengo tiempo para soportar ninguna escenita.
– ¿De veras que no? ¡Qué lástima! ¿No te gustaría tener una discusión muy violenta y después besarnos y seguir siendo amigos…? ¿No? Como quieras. Entonces, ya puedes echar a correr para ver a Esmé. No te olvidarás de darle mis más cariñosos recuerdos, ¿verdad? Y, a propósito, también le puedes decir que el sábado por la noche os vi a los dos junto al estanque.
Geoffrey tenía la mano en la puerta. Se volvió bruscamente.
– ¿Qué quieres decir?
– Lo que he dicho. Os escondisteis detrás de las cortinas y salisteis por una de las ventanas. Yo os seguí. Hacía un calor terrible en el salón y pensé que me gustaría ver lo que ibais a hacer. ¡Quién sabe! Puede que Edna quiera deshacerse algún día de ti y supongo que algunas pruebas le serían de gran ayuda. Así es que os seguí, y vosotros pasasteis junto al estanque y os metisteis en la glorieta. Y yo me rasgué el vestido cuando me disponía a regresar. Pero eso ya lo sabías tú, ¿verdad? Tú y Edna salisteis al descansillo cuando lo estaba comentando con Meeson. Ella ha estado chismorreando con Adriana sobre mi vestido, y has tenido que escuchar lo que he dicho… ¡los dos! ¿Qué te parece si le digo a Edna lo de la glorieta? ¿O a Adriana? ¿O a las dos? Puede ser algo divertido, ¿no crees? O quizá no lo sea tanto… ¡para ti! ¡La gente podría pensar que le diste un empujón a la pobre y vieja Mabel Preston en la oscuridad!
– ¿Y por qué razón iba a hacer una cosa así? -preguntó, con voz áspera.
Meriel se echó a reír.
– ¡Oh, querido, no seas torpe! ¿De veras que no sabes por qué razón ibas a empujarla? Pues porqué llevaba puesto el abrigo de Adriana y pensaste que era Adriana. ¡Esa es la razón!
– ¡Qué estupidez estás diciendo!
– Querrás decir que era una estupidez hacerlo. Pero hay que ser más listo, querido, más listo.,., ¡si hubieras elegido a la persona correcta a la que empujar! Una vez desaparecida Adriana, todos nosotros estaríamos en Jauja. Entonces podrías haberle dicho cuatro cosas a Edna para marcharte después con quien quisieras…, ¿no es cierto?
– ¡Estás loca! -espetó él con un repentino tono de perplejidad -. O acaso lo hayas hecho tú misma…, no sé.
En la sala de estar, Ninian encontró un disco que no era de jazz. Ponerlo bajo fue una buena excusa para permanecer en ese extremo de la sala, y no representaba ningún obstáculo serio para mantener una conversación. Después de aquel breve momento de confusión, volvió a ser él mismo, y tenía muchas cosas que decir. Siempre tenía muchas cosas que decirle a Janet. Se le acababa de ocurrir una idea muy buena para un libro y ella era, como interlocutora, inspirada e inspiradora. Si no lanzaba chispas propias, presentaba una superficie sobre la que él podía producirlas. Estaba desarrollando este tema cuando se terminó el disco y tuvo que encontrar otro.
– Eso es lo que Ornar no diría. Eres realmente como una musa, ¿sabes, querida?
Los ojos marrones centellearon.
– ¿Qué crees que debo decir a eso?
– Debes demostrar tu aprecio y seguir escuchando.
– ¿Y no podría decir nada?
– Bueno, eso depende de lo que quisieras decir.
Ninian siguió explicándole su idea.
Adriana permanecía sentada en su silla tallada. Tenía cojines de un profundo color violeta. A pesar del cuidadoso maquillaje de Meeson, el gris de su vestido, y el de la habitación parecían haber invadido su piel. El libro descansaba sobre sus rodillas. La mano que pasaba una página de vez en cuando tenía un aspecto muy pálido. El discreto rojo de sus uñas contrastaba demasiado. Toda su mente estaba repleta de imágenes. Le llegaron surgiendo del pasado y pasaron en una luz desvanecida que les quitó todo el color y la brillantez que habían tenido para ella. Algunas le habían proporcionado una gran alegría, mientras que otras le habían producido un amargo dolor, y ella había aceptado alegría y dolor, alimentando su arte con ambos. Miró las imágenes y las dejó pasar. Pertenecían a algo que había dejado tras de sí. Ahora, lo que tenía que considerar no era el pasado, sino el presente. Recordó un versículo de la Biblia que permaneció allí, en su mente: «El peor enemigo del hombre es el de su propia casa.» Había tenido enemigos en sus buenos tiempos. Y siguió su camino sin hacerles el menor caso. Nunca le habían causado ningún daño duradero, porque, en realidad, nunca permitió que la tocaran. Nunca dejó de rechazarles, y tampoco se permitió el lujo de odiarles. Mantuvo alta la cabeza y siguió por el camino que había elegido. Pero los enemigos de su propia casa estaban ahora demasiado cerca como para ignorarlos. Estaban sentados a la misma mesa que ella, y seguían acompasadamente su camino. Podían deslizar la muerte en la taza de té, podían tenderle una trampa, o darle un golpe en la oscuridad.
Pensó en la gente que vivía bajo su propió techo, Geoffrey… a quien conocía desde que tenía cuatro años y era el típico niño ángel, con rizos rubios y una sonrisa sonrosada. En esta ocasión, fue Shakespeare quien acudió a su mente: «Un hombre puede sonreír y sonreír, y ser un villano.» Geoffrey aún conservaba aquella encantadora sonrisa suya. Imposible creer que había propósitos asesinos tras ella. A él le gustaba lo fácil y cómodo, le gustaban las mujeres y el lisonjero incienso que ellas quemaban ante su vanidad, le gustaban las cosas buenas de la vida y conseguir que llegaran hasta él sin ningún esfuerzo. Dentro de todas estas cómodas características, el asesinato sería un fantasma muy incómodo.
Edna…, sentada allí, con su bordado, su mente, o lo que pasaba por serlo, una confusión de todo lo trivial. ¡Qué vida, qué destino, qué monotonía, qué torpeza! ¡Días hechos a partir de lo más pequeño de las cosas pequeñas, meses y años sumergidos en la futilidad! ¿Por qué Geoffrey se había casado con ella? Sus ideas estaban hechas un lío al respecto. En realidad, los dos habían sido impulsados el uno hacia el otro. Edna, como todas las demás mujeres, había quemado su incienso, y la vanidad de Geoffrey y los convencionalismos le habían atraído hacia ella. Recordó que el padre de Edna era abogado, y su madre una persona formidable que asistía a numerosos comités y que, sin duda alguna, no toleraba tonterías. Tenía cuatro hijas sencillas y sin dinero, y las había casado a todas. Si Edna hubiera sido como ella, Geoffrey podría haber sido manejado para su bien. Pero Edna era incapaz de manejar a un ratoncillo, por no hablar de un hombre. ¡Pobre Edna!
Meriel…, ¿por qué diablos había introducido a aquella criatura en su vida? Retrocedió mentalmente a la primera vez que la vio… con seis meses de edad, en brazos de una mujer vieja y asustada, con mucha labia y unos ojos codiciosos. Y el bebé la había mirado a través de los largos cabellos morenos de la mujer con esa extraña mirada, sin parpadear, de las cosas muy jóvenes. Perritos, gatitos, bebés… todos la miran a una, y una no tiene la menor idea de lo que hay detrás de la mirada. La madre de la niña yacía en el suelo, con la navaja del padre clavada en su corazón. Y la niña la miraba con fijeza.
Adriana volvió mecánicamente una página del libro. De haberlo sabido, ¿hubiera mantenido a su lado a la niña? Pensó que, probablemente, lo hubiera hecho. Recordó a Meriel surgiendo de unos primeros meses tormentosos y apasionados, para convertirse en una niña aún más apasionada…, la escolar apasionada e histérica…, la mujer neurótica e inestable. Esto hizo que su pensamiento se tranquilizara. Aquí, si es que estaba en alguna parte, tenía que estar el enemigo. Sólo que resultaba imposible creer una cosa así de una criatura que ha crecido a su lado y que, a pesar de todos sus accesos de mal genio, era una parte de su vida.
Continuó con su lista.
Star…, ¡oh, no, Star no! En Star no había nada de odiar ni de golpear. Star amaba a Star, pero también amaba a otras personas. No tendría tiempo, ni vería ninguna utilidad en un asesinato.
Ninian…, su mente rechazó el pensamiento. El juicio de Janet sobre él concordaba con el suyo propio. Podía ser egoísta, desde luego, quizá algo ligero…, pero ella pensaba que había cosas más profundas debajo de aquello. Sin embargo, no había ningún odio, ni mucho menos esa fría crueldad de golpear allí donde no hay odio.
El personal…, se sintió repentinamente fatigada. Después de todo, ¿qué sabía ella de los seres humanos? Los Simmons… la habían servido desde hacía veinte años. La mujer de la faenas…, respetable hasta los tuétanos, considerando el crimen como una especie de tabú social. Aquella irritante Joan Cuttle, que era la preferida de Edna… Las dejó salir de su mente y cerró el libro, dirigiéndose a Miss Silver.
– Bueno, solamente son las nueve y media, pero supongo que la mayoría de nosotros ha tenido bastante por hoy. Hablando por mí misma, me voy a mi habitación. ¿Y tú? ¿Y Edna?
Miss Silver sonrió y empezó a recoger su labor de punto. Edna Ford terminó la puntada que estaba dando y recogió su bordado. Había permanecido en silencio durante largo rato. Ahora, con un tono de voz débil y cansado, dijo:
– ¡Oh, sí, me vendrá bien irme a la cama! Últimamente no he podido dormir bien. Y no puede una seguir sin dormir. Esta noche, tengo que tomar algo.