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– Entonces debe de ser por eso por lo que le aprecio. De todas formas, eso no me impedirá demostrarle que mi intuición sobre el hombre de los círculos vale tanto como la suya. Cuidado, Adamsberg, con tocarle esta noche, no en mi presencia, tengo su palabra.
– Se lo prometo, no tocaré nada en absoluto -dijo Adamsberg.
En ese momento pensó que intentaría hacer lo mismo con Christiane, que le esperaba completamente desnuda en su cama. Sin embargo, una chica desnuda no se rechaza. Como decía Clémence, esta noche había algo que fallaba. Por otra parte, Clémence también fallaba. En cuanto a Charles Reyer, lo suyo era peor que fallar, se sobresaltaba al borde del aullido interior, al borde del gran viraje.
Cuando volvió a pasar por el gran salón del acuario para seguir a Mathilde, que estaba cogiendo el abrigo, Charles seguía hablando a Clémence, que le escuchaba con intensidad y ternura, aspirando el cigarrillo como una novata. Charles decía:
– Mi abuela murió una noche porque había comido demasiados pastelillos de alajú. Sin embargo, el verdadero drama familiar tuvo lugar al día siguiente, cuando encontramos a papá sentado a la mesa terminando los pastelillos.
– Muy bien -dijo Clémence-, pero ¿qué pongo en la carta del tipo de setenta años?
– Buenas noches, pajaritos míos -dijo Mathilde al pasar.
Mathilde ya se había puesto en marcha, corría hacia la escalera y se dirigía a Saint-Georges. Pero Adamsberg nunca había sabido hacer las cosas deprisa.
– Saint-Georges -le gritó Mathilde en la calle buscando un taxi-, ¿no fue san Jorge el que venció al dragón?
– No lo sé -dijo Adamsberg.
Un taxi les dejó en Saint-Georges a las diez y cinco.
– Estupendo -dijo Mathilde-, hemos llegado a la hora adecuada.
A las once y media, el hombre de los círculos aún no había pasado. Había un gran montón de colillas alrededor de los pies de Mathilde y Adamsberg.
– Mala señal -dijo Mathilde-. Ya no vendrá.
– No se fía -dijo Adamsberg.
– No se fía ¿de qué? ¿De ser acusado de asesinato? Es absurdo. Nada nos prueba que haya escuchado la radio, nada nos prueba que esté al corriente. Usted sabe perfectamente que no sale todas las noches, es así de sencillo.
– Es verdad, quizás aún no sepa nada. O bien lo sabe y no se fía. Ahora que se sabe vigilado, modificará sus itinerarios. Seguro. Nos va a costar muchísimo encontrarle.
– Porque fue él quien mató, ¿verdad, Adamsberg?
– No lo sé.
– ¿Cuántas veces al día dice usted «No lo sé» y «Quizá»?
– No lo sé.
– Estoy al corriente de todo lo que ha conseguido hasta ahora, y ha conseguido mucho. Sin embargo, y a pesar de todo, cuando se le conoce, una se hace preguntas. ¿Está seguro de estar a gusto en su puesto en la policía?
– Seguro. Y además no es lo único que hago.
– Póngame un ejemplo.
– Por ejemplo, dibujo.
– ¿Qué dibuja?
– Hojas de árbol y hojas de árbol.
– Y ¿es interesante? Porque a mí me parece un aburrimiento mortal.
– A usted le interesan los peces, y no me diga que es mejor.
– ¿Qué tienen todos contra los peces? Pero ¿por qué no dibuja caras? Al menos es más divertido.
– Más tarde. Mucho más tarde o quizá nunca. En primer lugar hay que empezar por hojas de árbol. Cualquier chino se lo dirá.
– Más tarde… Pero usted tiene ya cuarenta y cinco años, ¿no?
– Es verdad, pero no me lo creo.
– A mí me pasa igual.
Y luego, como Mathilde tenía una botellita de coñac en el abrigo y había refrescado repentinamente, dijo: «Estamos en el trozo 2, todo sale mal, podemos tomar un trago».
Cuando las rejas del metro se cerraron, el hombre de los círculos seguía sin aparecer. Sin embargo, Adamsberg había tenido tiempo de contar a Mathilde que la querida pequeña había muerto en alguna parte del mundo y que él ni siquiera había estado allí para hacer algo por evitarlo. Mathilde había puesto cara de encontrar la historia apasionante. Había dicho que era una vergüenza dejar morir a la pequeña, que ella conocía el mundo como la palma de la mano, y que podría averiguar si la pequeña había sido enterrada con su tití o no. Adamsberg se sentía borracho como una cuba, porque no tenía costumbre de beber. No conseguía pronunciar correctamente «Ouahigouya».
Aproximadamente a la misma hora, Danglard estaba en un estado casi idéntico. Los cuatro gemelos querían que bebiera un gran vaso de agua, «para diluir», decían los niños. Además de los cuatro gemelos, había un niño de cinco años que dormía hecho un ovillo en las rodillas de Danglard, aunque de éste no se había atrevido a hablar a Adamsberg. Su mujer lo había engendrado con un hombre de ojos azules, era evidente, y un día se lo había dejado a Danglard diciendo que, ya de paso, era mejor que todos los niños estuvieran juntos. Dos veces gemelos más uno impar siempre enrollado en sus rodillas hacía un total de cinco, y Danglard tenía miedo de que, si exponía la verdad, le tomaran por un imbécil.
– Me aburrís intentando siempre diluirme -dijo Danglard-. Y tú -dijo al primer niño de los primeros gemelos-, no me parece una buena idea que te eches vino blanco en vasos de plástico, con el pretexto de que quieres ser comprensivo conmigo, con el pretexto de que eso da un toque de distinción, con el pretexto de que quieres probar que no tienes miedo al vino blanco en los vasos de plástico. ¿Qué aspecto va a tener la casa si hay vasos de plástico por todas partes? Edouard, ¿has pensado en eso?
– No es por eso -dijo el niño-, sino por el sabor, por la suavidad que queda después.
– No quiero saberlo -dijo Danglard-. De la suavidad tendrás que ocuparte si el señor vizconde de Chateaubriand y ochenta chicas te mandan a paseo y si llegas a ser un poli bien vestido en el exterior y decadente en el interior. Me sorprendería que lo consiguieras. ¿Qué os parece si celebramos un conciliábulo esta noche?
Cuando Danglard y sus hijos celebraban un conciliábulo, significaba que discutían la actualidad policial. Podía llevarles varias horas y a los niños les encantaba.
– Daos cuenta -dijo Danglard-, el comisario se ha largado y ha estado fuera todo el día dejándonos la mierda a nosotros. Me ha molestado tanto que, a las tres, estaba completamente borracho. En fin, sin la menor duda, se trata del mismo hombre que escribió alrededor de los anteriores círculos y alrededor del de la muerta.
– «Víctor, mala suerte, ¿qué haces fuera?» -recitó Édouard-, o bien: «Édouard, ¿qué haces tan tarde en ese bar?», o bien: «Vida, sucia hormiga, ¿por qué me molestas?», o bien: «Violencia, mi raza, déjate llevar por la danza», o…
– Basta, por Dios -dijo Danglard-. Sí, «Víctor, mala suerte…» lleva consigo el vicio de la muerte, y la desgracia, y la amenaza, y todo lo que quieras. Está claro que Adamsberg ha sido el primero en olerlo. Pero ¿es suficiente para acusar al hombre? El grafólogo es un formalista: dice que no está loco, ni siquiera desequilibrado, que es culto, que está ansioso por salir a la luz y tener éxito, al mismo tiempo que le horroriza dejar las cosas sin terminar, y que es agresivo al mismo tiempo que disimulado, ésas son sus palabras. También dice: «Es un hombre mayor, en crisis, aunque se contiene. Es pesimista, está obsesionado por su final, y por lo tanto por su eternidad. O bien es un fracasado a punto de tener éxito, o bien un triunfador a punto de fracasar». El grafó-logo es así, queridos, da la vuelta a todas las frases como los dedos de un guante y las hace ir en un sentido y luego en otro. Por ejemplo, no podría hablar del deseo de la esperanza sin hablar inmediatamente de la esperanza del deseo, y así sucesivamente. En ese instante produce un efecto inteligente, tras lo cual se llega a la conclusión de que no hay mucho que entender. Excepto que es el mismo tipo el que ha hecho, hasta ahora, todos los círculos, un tipo sensato y lúcido, y que está a punto de tener éxito o de fracasar. Sin embargo, en cuanto a saber si metieron a la muerta después dentro de un círculo ya hecho, el laboratorio dice que es imposible afirmarlo. Es posible que sí, es posible que no. ¿Os parece la respuesta de un químico? Y luego el propio cadáver, del que no se puede decir que ayude lo más mínimo: es un cadáver que ha llevado una vida transparente y sin problemas, sin intrigas amorosas, sin patología familiar, sin preocupaciones económicas, sin inclinaciones perniciosas: nada. Nada sino ovillos de lana y ovillos de lana, vacaciones en Touraine, faldas por debajo de la rodilla y zapatos sólidos, un cuadernito para escribir frases y muchas galletas de pasas en los armarios de la cocina. Además, habla de ellas en una página de su cuaderno: «Imposible comer galletas en el trabajo, se llena todo de migas y la jefa se da cuenta», y todo así. Vosotros me diréis: «Entonces, ¿qué hacía en la calle ayer por la noche?». Volvía de ver a su prima que trabaja en las taquillas de la estación de metro de Luxembourg. Solía ir allí a menudo, se instalaba en la taquilla, comía patatas fritas mientras tejía guantes «incas» que vendía en la tienda, y regresaba a pie, sin duda por la Rué Pierre-et -Marie-Curie.
– ¿Es su única familia?
– Sí, y esa prima heredará. Pero por heredar galletas de pasas y un azucarero con billetes dentro, no veo ni a la prima ni a su marido degollando a Madeleine Chátelain.
– Pero si alguien hubiera querido aprovechar un círculo, ¿cómo habría podido saber de antemano dónde iba a ser trazado en París esa noche?
– Ésa es la cuestión, queridos míos, pero tiene que haber una forma de averiguarlo.
Danglard se levantó para ir a acostar delicadamente al pequeño Cinco, el pequeño Rene, en su cama.