172879.fb2 El hombre de los c?rculos azules - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 12

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– Por ejemplo -continuó-, la nueva amiga del comisario, Mathilde Forestier, al parecer ha visto al hombre de los círculos. Adamsberg me lo ha dicho. Vuelvo a conseguir pronunciar su nombre. Estos conciliábulos me hacen mucho bien.

– Hasta ahora ha sido más bien un monoliábulo -dijo Édouard.

– Esa mujer que conoce al hombre de los círculos me inquieta -añadió Danglard.

– El otro día dijiste -dijo la primera de los segundos gemelos- que era guapa y trágica, y que tenía la voz cascada y ronca como una extraordinaria faraona desposeída, pero que no te preocupaba.

– No has reflexionado antes de hablar, pequeña. El otro día, nadie había sido asesinado aún. Ahora, vuelvo a verla entrando en la comisaría con un pretexto aberrante, ponerse como una loca, llegar hasta Adamsberg, hablar de todo y de nada para anunciar, a fin de cuentas, que conocía perfectamente al hombre de los círculos. Doce días antes del asesinato; resulta demasiado perfecto.

– ¿Quieres decir que, habiendo premeditado matar a Madeleine, habría ido a ver a Adamsberg para hacerse la inocente? -dijo Lisa-. ¿Como aquella mujer que se había cargado a su abuelo, pero fue a confiarte sus «presentimientos» un mes antes? ¿Te acuerdas?

– ¿Recuerdas a aquella asquerosa mujer? Esa no era faraónica en absoluto sino gélida como un reptil. Estuvo a punto de salirse con la suya. Es la jugada clásica de los asesinos que llaman por teléfono para anunciar el descubrimiento del cuerpo, pero mucho más elaborada. Así que, la irrupción de Mathilde Forestier da que pensar. Hasta podemos oírla protestar: «¡Comisario, no habría venido a contarle que he seguido al hombre de los círculos si hubiera tenido la intención de utilizarle para matar!». Una artimaña peligrosa pero inteligente, y que encajaría bastante bien con su carácter. Porque tiene un carácter bastante especial, como habéis podido constatar.

– ¿Y ella habría querido matar a la gorda Madeleine?

– No -dijo Arlette-, Madeleine era una pobre señora elegida al azar para empezar una serie, para echar la culpa al maníaco de los círculos. El verdadero crimen se producirá más tarde. En eso es en lo que piensa, papá.

– Seguramente es en eso en lo que piensa -dijo Danglard.

A la mañana siguiente, Mathilde encontró a Charles Reyer al pie de la escalera, agachado ante su puerta. En realidad se preguntó si la estaría esperando, fingiendo no encontrar el ojo de la cerradura. A pesar de todo, él no dijo nada cuando ella pasó.

– Charles -dijo Mathilde-, ¿es usted el que está mirando por el ojo de la cerradura?

Charles se incorporó, presentando una cara siniestra en la oscuridad del hueco de la escalera.

– ¿Es usted, reina Mathilde, la que hace tan crueles juegos de palabras?

– Soy yo, Charles. Le tomo la delantera. Ya conoce el viejo principio: «Si quieres la paz, prepárate para la guerra».

Charles suspiró.

– Muy bien, Mathilde. Entonces ayude a un pobre ciego a meter la llave en la cerradura. Aún no estoy acostumbrado.

– Es aquí -dijo Mathilde guiándole la mano-. Está cerrado. Charles, ¿ha pensado algo sobre el poli que vino ayer por la tarde?

– No. No llegué a escuchar la conversación, y además estaba distrayendo a Clémence. Lo que me gusta de Clémence es que es una tarada, y la existencia de los tarados me hace mucho bien.

– Hoy tengo la intención de seguir a un chico tarado que se interesa por la rotación mítica de los tallos de girasol, y quisiera saber por qué. Puede llevarme todo el día y toda la noche. Así que, si no le importa, me gustaría que fuera a ver a ese poli en mi lugar. Le pilla de camino.

– Mathilde, ¿qué está maquinando? Ha conseguido ya sus fines (¿cuáles son?) haciéndome venir a vivir a su casa. Quiere arreglarme los ojos, me echa a su Clémence a la espalda durante toda una noche, y ahora me quiere meter entre las garras de ese policía… Pero ¿por qué fue usted a buscarme? ¿Qué quiere hacer conmigo?

Mathilde se encogió de hombros.

– Charles, piensa demasiado. Usted y yo nos cruzamos en el camino, y nada más. Excepto si se trata de un asunto de biomasa submarina, en general mis impulsos carecen de fundamento. Y, cuando le escucho, a veces lamento no tener un poco más de fundamento. Eso me evitaría sentirme acorralada aquí, en un peldaño de la escalera, dejando que un ciego con mal humor me destroce la mañana.

– Perdone, Mathilde. ¿Qué quiere que diga a Adamsberg?

Charles llamó a su despacho para avisar que llegaría tarde. Deseaba en primer lugar hacer esa pequeña gestión en la comisaría para la reina Mathilde, deseaba prestarle ese servicio, deseaba darle gusto. Intentar esa noche ser amable con ella, confesarle que confiaba en ella, decirle suavemente que le había hecho, encantado, ese favor. No quería destrozar a Mathilde, era la última cosa en el mundo que deseaba hacer. De momento quería limitarse a Mathilde, no soltar la presa, intentar no volverse para golpearla. Continuar oyéndola hablar en todos los sentidos, su voz cascada, su vida funámbula a punto de romperse la crisma, tendría que llevarle una joya esa noche para hacerla feliz, un broche de oro, no, un broche de oro no, un pollo al estragón, seguramente prefiere un buen pollo al estragón, escucharla decir cualquier cosa, radiante, y luego dormirse por la noche con champán tibio en los bolsillos del pijama, si es que tiene bolsillos, si es que tiene pijama, no debería apartar los ojos de ella, no debería destrozarla, debería comprarle un buen pollo al estragón.

Ahora seguramente había llegado a la altura de la comisaría, pero no estaba seguro, evidentemente. No formaba parte de los edificios cuyo emplazamiento ya había localizado. Iba a tener que preguntar. Vacilando, iba siguiendo la acera que estaba ante él con la punta del bastón, avanzando lentamente. Era evidente que en aquella calle estaba perdido. ¿Por qué Mathilde le había enviado allí? Empezaba a sentir un gran cansancio. Y cuando el gran cansancio aparecía, la furia podía llegar a continuación, propulsándose mediante accesos mortales desde el fondo del estómago hasta la garganta e invadiendo después todo su cerebro.

En mal estado, con aspecto de agotamiento, Danglard llegaba al trabajo. Vio a aquel enorme ciego, inmóvil junto a la entrada de la comisaría, y en su rostro una altiva desesperación.

– ¿Puedo ayudarle? -le preguntó Danglard-. ¿Se ha perdido?

– ¿Y usted? -respondió Charles.

Danglard se pasó la mano por el pelo.

Un golpe bajo. ¿Se había perdido?

– No -dijo Danglard.

– Mentira -dijo Charles.

– Y usted ¿qué sabe? -dijo Danglard.

– ¿Y usted? -dijo Charles.

– Mierda -dijo Danglard-. Váyase a la mierda.

– Busco la comisaría.

– Pues está aquí, yo trabajo en ella. Le llevo. ¿Qué quiere usted de la comisaría?

– El hombre de los círculos -dijo Charles-. Vengo a ver a Jean-Baptiste Adamsberg. Es su jefe, ¿verdad?

– Sí -dijo Danglard-, pero no sé si habrá llegado. Seguramente está vagando por alguna parte. ¿Viene usted a informarle o a consultarle? Porque el jefe, por si no lo sabe, jamás da indicaciones claras, se le pidan o no se le pidan. Así que, si usted es periodista, lo mejor que puede hacer es ir a reunirse allí con sus colegas. Ya hay un montón.

Habían llegado ante la puerta cochera de la entrada. Charles tropezó con el escalón y Danglard tuvo que agarrarle por el brazo. Detrás de las gafas, en sus ojos muertos, Charles sintió que le subía una rabia fugitiva. Dijo muy deprisa:

– No soy periodista.

Danglard frunció el ceño y se pasó un dedo por la frente, a pesar de que sabía que no se ahuyenta el dolor de cabeza apretando con el dedo.

Adamsberg estaba allí. Danglard no hubiera podido decir que estaba instalado en su despacho, ni tampoco que estaba sentado. Estaba posado allí, demasiado ligero para la gran butaca y demasiado denso para el decorado blanco y verde.

– El señor Reyer quiere hablar con usted -dijo Danglard.

Adamsberg levantó los ojos. Se quedó más impresionado todavía que la víspera al ver la cara de Charles. Mathilde tenía razón, la belleza del ciego era espectacular. Y Adamsberg admiraba la belleza en los demás, aunque había renunciado a anhelarla para sí mismo. Por otra parte, no recordaba haber deseado jamás estar en el lugar de otro.

– Quédese usted también, Danglard -dijo-, hace mucho que no nos vemos.

Charles buscó el contorno de una butaca y se sentó.

– Mathilde Forestier -dijo- no podrá acompañarle esta noche al metro Saint-Georges como le había prometido. Éste es el mensaje. Yo no hago sino pasar por aquí y transmitirlo.

– ¿Y cómo espera que yo pueda reconocer sin ella al hombre de los círculos, si sólo ella lo conoce? -preguntó Adamsberg.