172879.fb2 El hombre de los c?rculos azules - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 13

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– Ya ha pensado en ello -respondió Charles sonriendo-. Dice que yo puedo ocupar su lugar, porque, según ella, el hombre deja al pasar un vago olor a manzana podrida. Dice que lo único que tengo que hacer es esperar con la cabeza levantada y respirar hondo, que puedo ser un sabueso fuera de serie ante la manzana podrida.

Charles se encogió de hombros.

– No hay que hacerle mucho caso. A veces es muy desagradable.

Adamsberg parecía preocupado. Se había vuelto de lado, había metido los pies en la papelera de plástico y apoyado un papel en el muslo. Parecía querer ponerse a dibujar como si nada le importara, pero Danglard pensaba que había algo más. Veía la cara de Adamsberg más oscura que de costumbre, la nariz más marcada, los dientes apretándose y aflojándose.

– Sí, Danglard -dijo en voz bastante baja-, no podemos hacer nada sí la señora Forestier no dirige la vigilancia. Usted dirá que es extraño, ¿verdad?

Charles hizo un movimiento para marcharse.

– No, señor Reyer, quédese -continuó Adamsberg en el mismo tono-. Es un fastidio. He recibido una llamada anónima esta mañana. Una voz que me ha dicho: «¿Conoce el artículo aparecido hace dos meses en la revista Tout le 5ieme en cinq pages? Entonces, comisario, ¿por qué no interroga a los que saben?». Y ha colgado. Aquí está la revista, acabo de conseguirla. Es malísima, pero tiene un montón de lectores. Tome, Danglard, léanos esto, al principio de la página 2. Usted sabe que leo muy mal en voz alta.

– Una entendida… Que una parte de la prensa se divierta dedicándose a los hechos y gestos de un pobre loco cuya inútil ocupación consiste en rodear con tiza viejas chapas de botellas de cerveza, cosa que está al alcance de cualquier niño, no hace sino traicionar la deprimente concepción de su oficio del que dan fe, ay, demasiados de nuestros colegas. Sin embargo, que los científicos también se involucren en el asunto es un mal augurio para la investigación francesa. Ayer mismo, el eminente psiquiatra Vercors-Laury dedicaba una columna entera a este estúpido suceso. Pero eso no es todo. Los ecos mundanos de nuestro barrio revelan que Mathilde Forestier, famosa en el mundo entero por sus trabajos sobre el mundo submarino, también está muy interesada por este lamentable bufón público. Al parecer ha llevado sus esfuerzos hasta el punto de conocerle bien e incluso acompañarle en sus grotescas rondas nocturnas, lo que haría de ella la única persona que ha penetrado en el «misterio de los círculos». Menudo asunto. Al parecer ella misma desveló el secreto en una velada, bien regada en el Dodin Bouffant, en la que se celebraba la publicación de su última obra. Realmente, nuestro distrito siempre se ha enorgullecido por contar con esta celebridad entre sus vecinos más antiguos, pero la señora Forestier, ¿no haría mejor gastando los caudales públicos en provecho de sus queridos peces, antes que en la persecución de un imbécil seguramente dañino, un maníaco desequilibrado al que las infantiles imprudencias de nuestra gran dama podrían atraer a nuestro barrio, hasta ahora libre de la aparición de los círculos? Existen peces a los que el simple hecho de tocar puede ser mortal. La señora Forestier lo sabe perfectamente y no vamos a darle lecciones en su terreno, pero ¿qué sabe de los peces de las ciudades y sus peligros? ¿Acaso no corre el riesgo, favoreciendo tales comportamientos, de despertar aguas dormidas? Y ¿por qué jugar a acorralar a la presa y llevarla hasta el corazón de nuestro distrito, suscitando un legítimo descontento entre nosotros?

– Esto significa -dijo Danglard dejando el periódico en la mesa- que la persona que le ha llamado se ha enterado del asesinato ayer o esta mañana y ha contactado inmediatamente con usted. Se trata de alguien que reacciona rápidamente y al que, según parece, la señora Forestier no le cae demasiado bien.

– Y ¿entonces? -preguntó Adamsberg, que seguía sentado de lado y seguía moviendo las mandíbulas.

– Entonces quiere decir que, gracias a este artículo, montones de personas sabían desde hace tiempo que la señora Forestier guardaba algunos secretitos. Quizá también ellas querían conocerlos.

– ¿Por qué?

– Según una hipótesis benigna, para imitar a los periódicos. Según una hipótesis maligna, para deshacerse de una suegra, ponerla en un círculo y echar la culpa al nuevo maníaco de París. Esta idea ha tenido que rondar muchos cerebros simples y frustrados, demasiado cobardes para asumir los riesgos de un crimen a cielo abierto. La ocasión que se les ofrecía era excelente, pero había que llegar a conocer algunos hábitos del hombre de los círculos. Con varias copas en el estómago, Mathilde Forestier resultaba una informadora muy adecuada.

– Y ¿después?

– Después podemos preguntarnos, por ejemplo, por qué casualidad el señor Charles Reyer se instaló en casa de Mathilde unos días antes del asesinato.

Danglard era así. No le importaba soltar frases de esa índole delante de los mismos a los que acusaba. Adamsberg se sentía incapaz de ser así de directo, y le parecía útil que Danglard no tuviera la menor aprensión para herir a los demás. Aprensión que a menudo le hacía decir lo primero que se le ocurría, excepto lo que pensaba. Y en un poli, daba resultados imprevistos y en principio no siempre buenos.

Después de eso, se produjo un largo silencio en el despacho. Danglard seguía apretándose la frente con el dedo.

Charles se sintió atrapado pero no pudo hacer otra cosa que sobresaltarse. En la oscuridad, imaginaba a Adamsberg y Danglard fijando la mirada en él.

– Muy bien -dijo Charles al cabo de un momento-. Soy inquilino en casa de Mathilde Forestier desde hace cinco días. Ustedes lo saben como yo. No tengo ganas de responderles, no tengo ganas de defenderme. No entiendo nada del sucio asunto que se traen entre manos.

– Yo tampoco -dijo Adamsberg.

Danglard se molestó. Hubiera preferido que Adamsberg no confesara su ignorancia ante Reyer. El comisario había empezado a garabatear sobre la rodilla. Le molestaba que Adamsberg se quedara ahí, en esa imprecisión, pasivo y negligente, sin hacer ninguna pregunta para intentar salir del apuro.

– A pesar de todo -insistió Danglard-, ¿por qué quiso vivir en su casa?

– ¡Mierda! -se impacientó Charles-. ¡Fue Mathilde la que vino a verme a mi hotel para proponerme el apartamento!

– Pero fue usted el que se sentó a su lado en el café, ¿no? Y fue usted el que le contó, no se sabe por qué, que buscaba un apartamento para alquilar, ¿verdad?

– Si usted fuera ciego, sabría que no está a mi alcance reconocer a nadie en la terraza de un café.

– Le creo capaz de hacer montones de cosas que están fuera de su alcance.

– Basta -dijo Adamsberg-. ¿Dónde está Mathilde Forestier?

– Está siguiendo a un tipo que cree en la rotación de los girasoles.

– Como no podemos hacer nada ni saber nada -dijo Adamsberg-, dejémoslo como está.

Este argumentó hundió a Danglard. Propuso investigar a Mathilde para averiguar algo inmediatamente, poner un hombre de guardia en su casa para esperarla, dar una vuelta por el Instituto Oceanográfico.

– No, Danglard, no vamos a hacer nada de eso. Ella volverá. Lo que hay que hacer es apostar varios hombres en las estaciones de metro de Saint-Georges, Pigalle y Notre-Dame-de-Lorette, con una descripción del hombre de los círculos. Para quedarnos tranquilos. Y luego esperar. El hombre que huele a manzana podrida volverá a hacer los círculos, es inevitable. Así que vamos a esperar. Aunque no haya ninguna posibilidad de encontrarle porque modificará sus recorridos.

– Pero ¿qué pueden aportarnos los círculos, si no es él el que mata? -dijo Danglard levantándose y haciendo gestos desvaídos por la habitación-. ¡Él! ¡Él! ¡En el fondo ese pobre hombre nos importa un rábano! ¡El que nos interesa es el que le utiliza!

– A mí no -dijo Adamsberg-. Hay que seguir buscando al hombre de los círculos.

Danglard se levantó bastante abrumado. Iba a necesitar mucho tiempo para acostumbrarse a Adamsberg.

Charles sentía toda aquella confusión en la estancia. Sentía el vago desconcierto de Danglard y las indecisiones de Adamsberg.

– Entre usted y yo, comisario -dijo Charles-, ¿quién es el que camina a ciegas?

Adamsberg sonrió.

– No lo sé -dijo.

– Después de esa historia de la llamada anónima, supongo que tengo que estar a su disposición, como suele decirse -continuó Charles.

– No lo sé -dijo Adamsberg-. En cualquier caso, nada que de momento pueda perturbarle en su trabajo. No se preocupe.

– Mi trabajo no me preocupa, comisario.

– Lo sé. Lo he dicho por decir.

Charles oía el ruido de un lápiz deslizándose por una hoja de papel. Supuso que el comisario dibujaba mientras hablaba.

– No sé cómo un ciego podría arreglárselas para matar, pero soy sospechoso, ¿verdad?

Adamsberg hizo un gesto evasivo.

– Digamos que eligió usted un mal momento para ir a vivir a casa de Mathilde Forestier. Digamos que, por una u otra razón, nos hemos interesado recientemente por ella, y por lo que sabía, aunque por otra parte ella nos lo haya dicho todo. Danglard se lo explicará. Danglard es inteligentísimo, ya lo verá. Es muy descansado trabajar a su lado. Digamos también que usted es un poco más malvado de lo normal, cosa que no facilita las cosas.

– ¿Qué le hace creer algo semejante? -preguntó Charles sonriendo con, en opinión de Adamsberg, una sonrisa perversa.

– Lo dice la señora Forestier.

Por primera vez, Charles se sintió confuso.

– Sí, ella lo dice -repitió Adamsberg-. «Más malo que la quina, pero le aprecio.» Y usted también la aprecia a ella. Porque someter a Mathilde, señor Reyer, le haría mucho bien, sería para sus ojos como una oscuridad que brilla, encerada como el cuero. Le gustaría a mucha gente. A Danglard, por ejemplo, no le cae bien sí, Danglard, es cierto. Sospecha de ella por razones que, una vez más, sólo él mismo sabría explicar perfectamente. Incluso ha sentido la tentación de vigilarla. Sin duda le parece extraño que Mathilde haya venido a la comisaría a hablarme del hombre de los círculos, que huele a manzana podrida, mucho antes del asesinato. Y tiene razón, es muy extraño. Sin embargo, todo es extraño. Incluso la manzana podrida. De todas formas, lo único que se puede hacer es esperar.