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– No, pero no importa. ¿Le parece que su madre está triste?
– Naturalmente.
– Bueno. Muy bien. No vaya demasiado a verla.
Y luego había dicho al joven que se fuera.
Adamsberg entró en la comisaría. Su inspector preferido, de momento, era Adrien Danglard, un hombre no muy guapo, muy bien vestido, con el vientre y el culo bajos, que bebía bastante y no parecía muy fiable después de las cuatro de la tarde, y a veces antes. Sin embargo era real, muy real, y Adamsberg aún no había encontrado otro término para definirle. Danglard le había dejado sobre su mesa un resumen del archivo de los clientes del comerciante de tejidos.
– Danglard, me gustaría ver hoy a ese joven, Patrice Vernoux.
– ¿Otra vez, señor comisario? Pero ¿qué quiere de ese pobre chico?
– ¿Por qué dice «pobre chico»?
– Es tímido, se está repeinando sin parar, es conciliador, hace esfuerzos por agradarle, y cuando le espera, sentado en el pasillo, sin saber lo que usted va a preguntarle, parece tan desconcertado que da un poco de pena. Por eso digo «pobre chico».
– Danglard, ¿no ha advertido usted nada más?
Danglard movió la cabeza.
– ¿No le he contado la historia del perrazo baboso? -le preguntó Adamsberg.
– No. Debo decir que no.
– Después, usted me considerará el poli más asqueroso de la tierra. Tiene usted que sentarse un momento, hablo muy despacio, me cuesta mucho resumir, a veces incluso me despisto. Soy un hombre impreciso, Danglard. Salí temprano del pueblo para pasar el día en la montaña, tenía once años. No me gustan los perros y tampoco me gustaban cuando era pequeño. Aquél, un perrazo baboso, me miraba en medio del sendero. Me lamió los pies, me lamió las manos, era un perrazo cretino y simpático. Le dije: «Escucha, perrazo, voy muy lejos, intento perderme y volver a encontrarme después, puedes venir conmigo, pero haz el favor de dejar de lamerme porque me molesta». El perrazo me entendió y me siguió.
Adamsberg se interrumpió, encendió un cigarrillo y sacó un trozo de papel del bolsillo. Cruzó una pierna, se apoyó en ella para garabatear un dibujo y continuó tras mirar de reojo a su colega.
– Me da igual aburrirle, Danglard, quiero contar la historia del perrazo. El perrazo y yo charlamos durante todo el camino de las estrellas de la Osa Menor y de los huesos de vaca, y nos detuvimos en un establo abandonado. Allí había seis chavales de otro pueblo a los que conocía bien. Nos habíamos peleado muchas veces. Dijeron: «¿Es tu chucho?». «Sólo por hoy», respondí. El más pequeño tiró al perrazo de sus largos pelos, al perrazo que era miedoso y blando como una alfombra, y tiró de él hasta el borde del precipicio. «No me gusta tu chucho -dijo-, tu chucho es un gilipollas.» El perrazo gimió sin reaccionar, es verdad que era un gilipollas. El crío le dio una patada en el culo y el perro cayó al vacío. Puse mi mochila en el suelo, lentamente. Yo todo lo hago lentamente. Soy un hombre lento, Danglard,
«Sí -tuvo ganas de decir Danglard-, ya me he dado cuenta.» Un hombre impreciso, un hombre lento, aunque no podía decirlo porque Adamsberg era su nuevo superior. Y además le respetaba. A los oídos de Danglard habían llegado, como a los de todo el mundo, las principales investigaciones de Adamsberg, y, como todo el mundo, había acogido favorablemente la genialidad del desenlace, cosa que hoy le parecía incompatible con lo que había descubierto del hombre desde su llegada. Ahora que le veía, estaba sorprendido, pero no solamente por la lentitud de sus gestos y sus palabras. En primer lugar le había decepcionado su cuerpo pequeño, delgado y sólido, aunque no impresionante, la negligencia general del personaje, que no se había presentado a ellos a la hora fijada y que se había hecho el nudo de la corbata sobre una camisa deformada, metida de cualquier manera en los pantalones. Luego la seducción había subido, como el nivel de un recipiente de agua. Había empezado con la voz de Adamsberg. A Danglard le gustaba oírle, le calmaba, le adormilaba casi. «Es como una caricia», había dicho Florence, aunque bueno, Florence era una chica y la única responsable de las palabras que elegía. Castreau había vociferado: «No dirás que es guapo,…». Florence se había quedado pensativa. «Espera, tengo que pensarlo», había respondido. Florence siempre decía eso. Era una chica escrupulosa que pensaba mucho antes de hablar. No muy segura de sí misma, había balbuceado: «No, pero tiene que ver con el atractivo, o algo así. Lo pensaré». Como sus compañeros se habían reído al ver que Florence parecía tan reflexiva, Danglard había dicho: «Florence tiene razón, es evidente». Margellon, un joven agente, había aprovechado la ocasión para tratarle de maricón. Margellon jamás había dicho nada inteligente, jamás. Y Danglard necesitaba la inteligencia como el beber. Se había encogido de hombros pensando furtivamente que sentía mucho que Margellon no tuviera razón, porque había sufrido un montón de desengaños con las mujeres y pensaba que seguramente los hombres eran menos egoístas. Oía decir que los hombres eran unos cerdos y que cuando se habían acostado con una mujer la clasificaban, pero las mujeres eran peores, porque se negaban a acostarse con nosotros si en ese momento no les convenía. De este modo, no solamente se nos evaluaba y sopesaba, sino que además no nos acostábamos con nadie.
Es triste.
Es duro lo que ocurre con las chicas. Danglard conocía chicas que le habían evaluado y no habían querido nada con él. Como para echarse a llorar. Sea como fuere, sabía que la seria Florence tenía razón en lo que se refería a Adamsberg, y Danglard, hasta ahora, se había dejado seducir por el encanto de ese hombre que le llegaba a la tripa. Empezaba a entender un poco que el deseo difuso de contarle algo que invadía a todos podía explicar que tantos asesinos le hubieran detallado sus masacres, así, podría decirse que como quien no quiere la cosa. Simplemente para hablar con Adamsberg.
Danglard, que tenía buena mano con el lápiz, como solía decirle la gente, hacía caricaturas de sus colegas. Y eso hacía que conociera un poco sus caras. Por ejemplo la jeta de Castreau le había salido muy bien. Sin embargo sabía de antemano que la cara de Adamsberg le costaría mucho, porque era como si sesenta caras se hubieran entrechocado en ella para componerla. Porque la nariz era demasiado grande, porque tenía la boca torcida, cambiaba sin parar y sin duda era sensual, porque tenía los ojos borrosos y caídos, porque los huesos del maxilar inferior eran demasiado evidentes, y le parecía un regalo tener que caricaturizar aquella jeta heteróclita, nacida de una auténtica mezcolanza que no tenía en cuenta una posible armonía un poco clásica. Se podía imaginar que Dios se había encontrado sin materias primas cuando había fabricado a Jean-Baptiste Adamsberg, y que había tenido que rebuscar en los bolsillos, encolar trozos que jamás habrían tenido que estar juntos si Dios hubiera dispuesto de un buen material ese día. Sin embargo, precisamente por eso, parecía que Dios, consciente del problema, se había tomado en cambio la molestia, e incluso mucha molestia, de hacer un esfuerzo magistral por conseguir de forma inexplicable aquella cara. Y Danglard, que por lo que recordaba jamás había visto una cabeza semejante, pensaba que resumirla en tres plumazos habría sido una traición, y que en lugar de conseguir que sus trazos rápidos extrajeran su originalidad, harían, por el contrario, que desapareciera su luz.
Por eso, en este momento, Danglard pensaba en lo que podía haber en el fondo de los bolsillos de Dios.
– ¿Me está escuchando o se está durmiendo? -preguntó Adamsberg-. Porque he descubierto que a veces duermo a la gente, con profundo sueño. Seguramente porque no hablo muy alto, o muy deprisa, no lo sé. ¿Recuerda? Me quedé en el momento en que el perro se había caído. Desaté la cantimplora de hierro que llevaba en el cinturón y golpeé con fuerza la cabeza del crío.
»Luego fui a buscar al estúpido perrazo. Tardé tres horas en encontrarlo. De todas formas estaba muerto. Lo importante de esta historia, Danglard, es la evidencia de la crueldad que había en el niño. Yo sabía, desde hacía mucho tiempo, que había algo en él que no funcionaba, y lo que había era eso, crueldad.
»Le aseguro que tenía una cara normal, que no era un monstruo. Al contrario, era un chico guapo, pero rezumaba crueldad. No me pregunte nada porque no sé nada más, salvo que ocho años después aplastó a una abuela bajo un reloj. Y que la mayoría de los asesinos que actúan con premeditación exigen, además del dolor, además de la humillación, además de la neurosis, además de todo lo que usted quiera, la crueldad, el placer obtenido del sufrimiento, la súplica y la agonía del otro, el placer de aniquilar. Es verdad que eso no siempre se ve enseguida en alguien, pero al menos se siente que algo no funciona en esa persona, que genera algo en exceso, una excrecencia.
– Eso está en contra de mis principios -dijo Danglard, con cierta firmeza-. No es que tenga principios muy sólidos, pero no creo que haya seres marcados por esto o aquello, como las vacas que llevan argollas en las orejas, y que sea así, por intuición, como se descubra a los asesinos. Ya lo sé, digo cosas banales y pobres, pero nos orientamos con los indicios y condenamos con las pruebas. Las sensaciones sobre las excrecencias me espantan, pues son el camino hacia la dictadura de la subjetividad y los errores judiciales.
– Es usted muy elocuente, Danglard, pero yo no he dicho que se viera en su cara. He dicho que era algo monstruoso que supuraba desde el fondo de su ser. Es una supuración, Danglard, y yo, a veces, la veo rezumar. La he visto pasear por la boca de una muchacha, como habría visto correr una cucaracha sobre esta mesa. No puedo evitar saberlo cuando algo no funciona en alguien. Puede tratarse del placer del crimen, pero también de otras cosas, cosas menos graves. Los hay que no segregan sino su hastío, o sus penas de amor, y eso también se reconoce, Danglard, se respira, tanto si es lo uno como lo otro. Sin embargo, cuando es lo otro, ya sabe, cuando se trata del crimen, entonces creo que también lo sé.
Danglard levantó la cabeza y su cuerpo estaba menos blando que de costumbre.
– No importa que usted crea ver cosas en la gente, que crea ver cucarachas en los labios, que crea que sus impresiones son revelaciones, porque son sólo suyas, y usted cree que los seres supuran, y eso es falso. La verdad, que también es pobre y banal, es que todos los hombres son rencorosos del mismo modo que tienen pelos en la cabeza, y que todos pueden perder el norte y matar. Estoy seguro de ello. Todos los hombres pueden violar y matar, y todas las mujeres pueden dejarnos patidifusos, como esa de la Rué Gay-Lussac el mes pasado. Todo depende de lo que se ha vivido, todo depende de las ganas que se tengan de perderse en el oscuro cieno y arrastrar a los demás. No es necesario supurar desde el nacimiento para desear aplastar a la tierra entera como castigo a la propia náusea.
– Ya le dije, Danglard -dijo Adamsberg frunciendo el ceño e interrumpiendo su dibujo-, que después de la historia del perrazo, me encontraría usted detestable.
– Digamos peligroso -refunfuñó Danglard-. No hay que creerse tan fuerte.
– No hay nada fuerte en ver cucarachas moviéndose. Lo que le cuento no lo puedo remediar. Para mi vida es incluso un cataclismo. Ni una sola vez me he equivocado respecto a alguien, y siempre he sabido si estaba de pie, tumbado, triste, si era inteligente, falso, si estaba destrozado, si era indiferente, peligroso, tímido, todo eso, ¿entiende?, ¡ni una sola vez! ¿Puede usted imaginar lo terrible que puede llegar a ser? Muchas veces suplico para que la gente me sorprenda, cuando empiezo a vislumbrar el fin desde el principio. Durante toda mi vida, por así decirlo, no he conocido sino los comienzos, y siempre he conservado la esperanza. Sin embargo, inmediatamente el fin se dibujaba ante mis ojos, como en una mala película en la que adivinamos quién se va a enamorar de quién y quién va a tener un accidente. Entonces, y a pesar de todo, vemos la película, pero es demasiado tarde porque ya se ha jodido.
– Admitamos que es usted intuitivo -dijo Danglard-. El olfato del poli, eso es lo único que le concedo. Pero incluso de eso nadie tiene derecho a aprovecharse, es demasiado arriesgado, demasiado odioso. No, incluso después de veinte años, jamás llegamos a conocer a los demás.
Adamsberg apoyó la barbilla en la palma de la mano. El humo de su cigarrillo hizo que le brillaran los ojos.
– Quíteme este conocimiento, Danglard. Líbreme de él, es todo lo que espero.
– Los hombres no son bichos -continuó Danglard.
– No. A mí me gustan, y los bichos me importan un bledo; lo que piensan, lo que quieren. Aunque también los bichos tengan sus mecanismos, no es lo mismo.
– Es verdad -admitió Danglard.
– Danglard, ¿ha cometido usted algún error judicial?
– ¿Ha leído mi expediente? -dijo Danglard mirando de soslayo a Adamsberg que fumaba y dibujaba.
– Si le digo que no, me reprochará que juego a ser un mago. Y sin embargo no lo he leído. ¿Qué ocurrió?
– Una chica. Se había cometido un robo en la joyería en la que trabajaba. Puse todo mi empeño en demostrar su complicidad. Realmente era evidente. Sus remilgos, sus disimulos, su perversidad, en fin, mi olfato de poli, ¿sabe? Le cayeron tres años y se suicidó dos meses después en su celda, de una forma bastante horrible. Sin embargo, no había tenido nada que ver con el robo, se supo unos días después. Entonces para mí, ahora, la intuición de mierda y sus cucarachas de mierda en las bocas de las chicas terminaron. A partir de ese día, cambié las sutilezas y las convicciones íntimas por las indecisiones y las banalidades públicas.
Danglard se levantó.
– Espere -dijo Adamsberg-. El hijastro Vernoux, no olvide convocarle.
Adamsberg hizo una pausa. Estaba cohibido. Su decisión caía mal después de la conversación que habían mantenido. Prosiguió en tono más bajo:
– Y luego póngale bajo vigilancia.
– No lo dice en serio, ¿verdad señor comisario? -dijo Danglard.
Adamsberg se mordió el labio inferior.
– Su novia le protege. Estoy seguro de que no estaban juntos en el restaurante la noche del asesinato, aunque sus dos versiones concuerden. Pregunte a uno después de otro: ¿cuánto tiempo transcurrió entre el primer plato y el segundo? ¿Es verdad que un guitarrista fue a la sala a tocar? ¿Dónde estaba colocada la botella de vino en la mesa, a la derecha, a la izquierda? ¿Qué vino era? ¿Qué forma tenían los vasos? ¿De qué color era el mantel? Y así sucesivamente hasta los menores detalles. Se contradirán, ya lo verá. Y luego haga un inventario de los pares de zapatos del chico. Que le informe la asistenta que le paga su madre. Tiene que faltar un par, el que llevaba la noche del asesinato, porque el terreno estaba embarrado alrededor del almacén a causa de la obra que hay al lado y de la que están extrayendo una arcilla pegajosa como la masilla. El chico no es tonto y seguramente se habrá desembarazado de ellos. Ordene buscar en las alcantarillas que están cerca de su domicilio, porque pudo recorrer los últimos metros en calcetines, entre la boca de la alcantarilla y su puerta.
– Si he entendido bien -dijo Danglard-, según usted, ¿el pobre tipo supura?