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– ¿Y qué supura?
– Crueldad.
– Y a usted, ¿le parece evidente?
– Sí, Danglard.
Aunque estas palabras fueron casi inaudibles.
Después de la marcha del inspector, Adamsberg cogió el montón de periódicos que le habían llevado. En tres de ellos encontró lo que buscaba. El fenómeno aún no había adquirido grandes proporciones en la prensa, pero estaba seguro de que ocurriría. Recortó sin mucha delicadeza una pequeña columna y la puso ante él. Siempre necesitaba mucha concentración para leer, y si tenía que hacerlo en voz alta, era mucho peor. Adamsberg había sido un mal alumno, jamás había entendido bien el motivo por el que le obligaban a ir a clase, pero se había esforzado en fingir que estudiaba lo más atentamente que podía para no entristecer a sus padres y, sobre todo, para que jamás descubrieran que le importaba un bledo. Leyó:
¿Una broma o la manía de un filósofo de pacotilla? En cualquier caso, los círculos hechos con tiza azul siguen creciendo en la noche de la capital como la mala hierba en las aceras, empezando a despertar vivamente la curiosidad de los intelectuales parisinos. Su ritmo se acelera. Sesenta y tres círculos han sido ya descubiertos, desde los primeros que fueron encontrados hace cuatro meses en el distrito 12. Esta nueva distracción, que adquiere el cariz de un juego de pistas, ofrece un tema de conversación inédito a todos los que no tienen otra cosa de que hablar en los cafés. Y como son muchos, al final resulta que se habla de ello en todas partes…
Adamsberg se interrumpió para bajar directamente a la firma del artículo. «Es ese cretino -murmuró-, no se puede esperar mucho de él.»
…Pronto serán ellos los que tengan el honor de encontrar un círculo delante de su puerta cuando vayan a trabajar por la mañana. Ya sea un cínico bromista o un auténtico chiflado, si le seduce la fama, el autor de los círculos azules está consiguiendo su objetivo. Es repugnante, para los que dedican toda una vida a hacerse famosos, comprobar que basta un trozo de tiza y unas cuantas rondas nocturnas para estar a un paso de convertirse en el personaje más popular de París del año 1990. No hay la menor duda de que la televisión le invitaría para que figurara en «Los fenómenos culturales del fin del segundo milenio», si consiguieran ponerle la mano encima. El problema es que se trata de un auténtico fantasma. Aún nadie le ha sorprendido trazando sus grandes círculos azules en el asfalto. No lo hace todas las noches y elige cualquier barrio de París. Estamos seguros de que numerosos noctámbulos le buscan por el simple placer de hacerlo. Feliz cacería.
Un artículo más agudo había aparecido en un periódico de provincias.
París se enfrenta a un maníaco inofensivo.
A todo el mundo le parece divertido, pero sin embargo el hecho es curioso. Desde hace más de cuatro meses, en las noches de París, alguien, parece ser que un hombre, traza un gran círculo con tiza azul, de unos dos metros de diámetro, alrededor de una serie de objetos encontrados en la acera. Las únicas «víctimas» de esta extraña obsesión son los objetos que el personaje encierra en sus círculos, siempre un ejemplar único. Los sesenta casos que ya ha proporcionado permiten elaborar una lista singular: doce chapas de botellas de cerveza, una caja de las que se usan para transportar verduras, cuatro trombones, dos zapatos, una revista, un bolso de piel, cuatro mecheros, un pañuelo, una pata de paloma, un cristal de gafas, cinco agendas, un hueso de costilla de cordero, un recambio de bolígrafo, un pendiente, una caca de perro, un trozo de faro de coche, una pila, una lata de coca-cola, un alambre, un ovillo de lana, un llavero, una naranja, un tubo de Carbophos, una vomitona, un sombrero, el contenido del cenicero de un coche, dos libros (La metafísica de lo real y Cocinar sin esfuerzo), una matrícula de coche, un huevo roto, una insignia con la inscripción: «Amo a Elvis», unas pinzas de depilar, la cabeza de una muñeca, una rama de árbol, una camiseta, un rollo de fotos, un yogur de vainilla, una bombilla y un gorro de piscina. Una lista muy aburrida pero reveladora de los inesperados tesoros que reservan lasaceras de la ciudad al que los busca. Como el psiquiatra Rene Vercors-Laury se interesó inmediatamente por este casointentando aportar sus luces, ahora se habla del «objeto reinspeccionado», y el hombre de los círculos se convierte en un asunto mundano en la capital, después de mandar al olvido a los taggers que deben de poner una cara muy triste al ver sus graffiti enfrentados a tan severa competencia. Todo el mundo busca sin encontrarlo cuál puede ser el impulso que anima al hombre de los círculos azules. Porque lo que más intriga es que, alrededor de cada círculo, la mano traza con una bonita letra inclinada, la de un hombre al parecer cultivado, esta frase que hunde a los psicólogos en un abismo de preguntas: «Víctor, mala suerte, ¿qué haces fuera?».
Una foto muy mala ilustraba el texto.
El tercer artículo, por último, era menos preciso y muy corto, pero señalaba el descubrimiento de la noche anterior, en la Rué Caulaincourt: dentro del gran círculo azul se encontraba un ratón muerto, y alrededor del círculo aparecía escrito, como siempre: «Víctor, mala suerte, ¿qué haces fuera?».
Adamsberg puso mala cara. Era exactamente lo que sospechaba.
Metió los artículos bajo el pie de la lámpara y decidió que tenía hambre aunque no sabía qué hora era. Salió, caminó durante mucho rato por calles aún poco familiares, compró un bocadillo, un refresco, cigarrillos, y regresó lentamente a la comisaría. En el bolsillo de los pantalones notaba a cada paso cómo se arrugaba la carta de Christiane que había recibido esa mañana. Siempre escribía en un papel grueso y lujoso que resultaba muy molesto en los bolsillos. A Adamsberg no le gustaba ese papel.
Debía informarla de su nueva dirección. A ella no le costaría demasiado venir con frecuencia porque trabajaba en Orléans. Aunque daba a entender en su carta que buscaba un empleo en París. Por él. Adamsberg movió la cabeza. Más tarde pensaría en ello. Desde que la conocía, hacía seis meses, siempre intentaba lo mismo, hacer lo posible por pensar en ella más tarde. Era una chica nada tonta, incluso muy lista, pero poco dada a cambiar ciertas ideas preconcebidas. Era una lástima, por supuesto, aunque no demasiado grave, porque el defecto era leve y no había que soñar lo imposible. Y además lo imposible, la brillantez, lo imprevisible, la piel suavísima, el perpetuo movimiento entre gravedad y futilidad, lo había conocido una vez, hacía ocho años, con Camille y su estúpido tití, Ricardo III, al que llevaba a mear a la calle, diciendo a los transeúntes que se quejaban: «Ricardo III tiene que mear fuera».
A veces el monito, que olía a naranja, no se sabe por qué porque no las comía, se instalaba sobre ellos y hacía como que les buscaba piojos en los brazos, con expresión concentrada y gestos rotundos y precisos. Entonces Camille, él y Ricardo III se rascaban invisibles presas en las muñecas. Sin embargo, su querida pequeña había huido. Y él, el poli, nunca había tenido la puñetera posibilidad de volver a ponerle la mano encima durante todo el tiempo que la había buscado, un año entero, un año larguísimo, y más tarde su hermana le había dicho: «No tienes ningún derecho, déjala en paz». La querida pequeña, se repitió Adamsberg. «¿Te gustaría volver a verla?», le había preguntado su hermana. Solamente la menor de sus cinco hermanas se atrevía a hablar de la querida pequeña. Él había sonreído al decir: «Con toda mi alma, sí, al menos una hora antes de morir».
Adrien Danglard le esperaba en el despacho, con un vaso de plástico en la mano lleno de vino blanco y sentimientos encontrados en el rostro.
– Comisario, faltan las botas del joven Vernoux. Unas botas bajas con hebillas.
Adamsberg no dijo nada. Trató de respetar el disgusto de Danglard.
– No he querido hacerle una demostración esta mañana -le dijo-, no puedo evitar que haya sido el joven Vernoux el asesino. ¿Ha buscado las botas?
Danglard puso una bolsa de plástico sobre la mesa.
– Aquí están -suspiró-. El laboratorio ya ha empezado a trabajar, pero sólo con echar un vistazo está claro que hay arcilla de la obra en las suelas, tan pegajosa que el agua de la alcantarilla no la ha quitado. Unos zapatos muy bonitos. Es una pena.
– ¿Estaban en la alcantarilla?
– Sí, a veinticinco metros río abajo de la boca más próxima a su casa.
– Danglard, trabaja usted deprisa.
Se produjo un silencio entre los dos hombres. Adamsberg se mordió los labios. Había cogido un cigarrillo, sacado un lápiz del bolsillo y apoyado un papelito sobre sus rodillas. Pensó: «Este tipo me va a soltar un discurso, está enfadado, impresionado, jamás debí contarle la historia del perrazo que babeaba, jamás debí decirle que Patrice Vernoux supuraba crueldad como el chaval de la montaña».
No debió hacerlo. Adamsberg miró a su colega. El cuerpo grande y blando de Danglard, que había adquirido en la silla la forma de una botella a punto de derretirse, estaba tranquilo. Había metido sus enormes manos en los bolsillos de su bonito traje, había dejado el vaso en el suelo, tenía la mirada fija en el vacío, e incluso así, Adamsberg vio que era excesivamente inteligente. Danglard dijo:
– Le felicito, comisario.
Luego se levantó, como había hecho antes, doblando primero la parte superior de su cuerpo hacia delante, después alzando el trasero, y después, por fin, irguiéndose.
– Tengo que decirle -añadió volviéndose de espaldas a medias- que, después de las cuatro de la tarde, parece ser que no valgo gran cosa, como usted sabe. Si tiene algo que pedirme, hágalo por la mañana. Y en cuanto a la persecución, el disparo, la caza del hombre y otras fruslerías, ni lo intente, tengo la mano temblorosa y las rodillas débiles. Aparte de eso, podemos utilizar mis piernas y mi cabeza. Creo que mi cabeza no está demasiado mal construida, aunque me parece muy diferente de la suya. Un colega zalamero me dijo un día que, si yo seguía siendo inspector, con lo que le doy a la botella, era gracias a la benevolencia ciega de algunos superiores y porque había realizado la hazaña de tener dos veces gemelos, cosa que suma cuatro hijos si se hace bien la cuenta, a los que educo solo porque mi mujer se fue con su amante a estudiar las estatuas de la isla de Pascua. Cuando era un recién nacido, es decir, cuando tenía veinticinco años, quería escribir las Memorias de ultratumba o nada. No le sorprenda si le digo que eso ha cambiado completamente. Bueno. Recojo las botas y voy a ver a Patrice Vernoux y su novia que me esperan ahí al lado.
– Danglard, le aprecio mucho -dijo Adamsberg mientras dibujaba.
– Creo que lo sé -dijo Danglard recogiendo su vaso.
– Pida al fotógrafo que se presente aquí mañana por la mañana y acompáñele. Quiero una descripción y clichés precisos del círculo de tiza azul que seguramente será trazado esta noche en París.
– ¿Del círculo? ¿Se refiere a esa historia de redondeles alrededor de chapas de botellas de cerveza? ¿«Víctor mala suerte qué haces fuera»?
– A eso me refiero, Danglard. Exactamente a eso.
– Pero si es una estupidez… Qué es lo que…
Adamsberg movió la cabeza con impaciencia.
– Lo sé, Danglard, lo sé, pero hágalo. Se lo ruego. Y no hable de ello con nadie, de momento.
Después, Adamsberg terminó el dibujo que estaba haciendo sobre las rodillas. Oyó ruido de voces en el despacho contiguo. La novia de Vernoux gritaba. Era evidente que ella no tenía nada que ver en el asesinato del viejo comerciante. Su único error de juicio, pero que podía llegar lejos, era haber amado mucho a Vernoux, o haber sido demasiado dócil para cubrir su mentira. Lo peor para ella no iba a estar en el tribunal sino en este momento, y era el descubrimiento de la crueldad de su amante.
¿Qué había podido comer Adamsberg a mediodía que le había producido tanto dolor de estómago? Imposible acordarse. Descolgó el teléfono para pedir una cita con el psiquiatra Rene Vercors-Laury. Mañana a las once, propuso la secretaria. Había dicho su nombre, Jean-Baptiste Adamsberg, y eso le había abierto las puertas. Aún no estaba acostumbrado a esa clase de celebridad. Aunque duraba desde hacía un instante. Sin embargo, Adamsberg tenía la impresión de no tener relación alguna con su imagen pública, cosa que le hacía desdoblarse. Pero como desde la infancia se había sentido dos, por un lado Jean-Batiste y por otro Adamsberg, que miraban actuar a Jean-Baptiste, él les pisaba los talones riendo burlonamente, y resultaba que ahora eran tres: Jean-Baptiste, Adamsberg y el hombre público, Jean-Baptiste Adamsberg. Santísima y desgarrada Trinidad. Se levantó para ir a buscar un café a la habitación de al lado, en la que había una máquina ante la que solía estar Margellon. Sin embargo, en ese momento allí estaban casi todos, con una mujer que parecía estar armando un jaleo espantoso, y a la que Castreau decía con paciencia: «Señora, tiene que irse».
Adamsberg se sirvió un café y se quedó observando: la mujer hablaba con voz ronca, estaba nerviosa y también triste. Estaba claro que los polis la cabreaban. Iba vestida de negro. Adamsberg pensó que tenía una cabeza egipcia, o de cualquiera de esos lugares que producen esas magníficas caras afiladas y oscuras que no se olvidan jamás y que se llevan a todas partes, un poco como su querida pequeña.
Ahora, Castreau le decía:
– Señora, esto no es una agencia de información, así que sea amable y váyase, váyase, váyase ahora mismo.
La mujer ya no era joven, Adamsberg le calculó entre cuarenta y cinco y sesenta años. Sus manos eran morenas, violentas, con las uñas cortas, las manos de una mujer que seguramente había pasado la vida fuera, buscando algo con ellas.
– Entonces, ¿de qué sirven los polis? -decía la mujer moviendo su melena negra que le llegaba a los hombros-. Un pequeño esfuerzo, un consejito, no creo que se vayan a morir por eso, ¿no? Yo voy a tardar diez años en encontrarle, algo que a ustedes les llevaría ¡un día!
Esta vez Castreau perdió la calma.
– ¡Su problema me importa un carajo! -gritó-. El tipo que busca no está inscrito entre las personas desaparecidas, ¿verdad? Bueno, pues entonces déjeme en paz, nosotros no nos ocupamos de los anuncios por palabras. Y si sigue armando escándalo ¡llamaré a mi superior!