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– Entonces, ¿no es un maníaco normal? ¿Se podría incluso decir que no es un maníaco?
– Es verdad, comisario, incluso se podría decir eso. Lo cual abre entonces todo un campo de preguntas: si no se trata de un maníaco en el sentido patológico del término, significa que los círculos persiguen un objetivo que está perfectamente pensado por su autor, o sea que nuestro personaje se interesa de forma auténtica por los objetos que dibuja intencionadamente, como para hacernos una demostración. ¿Me sigue usted? Para decirnos por ejemplo: los seres humanos no aprecian los objetos que abandonan. En el momento en que los objetos han dejado de ser eficaces, de funcionar, nuestros ojos ya no los perciben, ni siquiera como materia. Yo le enseño a usted una acera y le digo: ¿qué hay en el suelo? Y usted me responde: no hay nada. Sin embargo, en realidad -resaltó esta palabra-, hay miles de cosas. ¿Me sigue atentamente? Ese hombre parece enfrentarse a una dolorosa pregunta, metafísica, filosófica, o por qué no poética, sobre el modo en que el ser humano elige hacer que empiece y cese la realidad de las cosas, de las que él se erige en arbitro, cuando a sus ojos, quizá, la presencia de las cosas sigue estando fuera de nosotros. Y todo lo que yo he pretendido, interesándome por ese hombre, ha sido decir: cuidado, no bromeéis con esa manía, el hombre de los círculos es quizás un espíritu lúcido, que no sabe hablar de otra manera que a través de esas manifestaciones, que son, claramente, la prueba de una mente trastornada pero muy organizada, ¿me sigue usted atentamente? Alguien muy fuerte, de todas formas, créalo.
– Sin embargo, en la serie aparecen errores: el ratón, el gato, no son cosas.
– Ya se lo he dicho, en todo esto hay mucha menos lógica de lo que parece a primera vista, y deberíamos encontrarla si se tratara de una manía auténtica. Eso es lo desconcertante. Sin embargo, desde el punto de vista de nuestro personaje, nos demuestra que la muerte transforma lo vivo en cosa, lo cual es verdad desde el instante en que lo afectivo deja de investir el cuerpo sin vida. Desde el instante en que la chapa ya no tapa la botella, la chapa ya no es nada, y desde el instante en que el cuerpo de un amigo ya no se mueve… ¿en qué se convierte? Es una cuestión de ese orden la que devora la mente de nuestro hombre… Que es tanto como decir para nombrarla: la muerte.
Vercors-Laury hizo una pausa balanceando hacia atrás la butaca. Miró a Adamsberg directamente a los ojos, como para decirle: «Ahora abra bien los oídos porque voy a anunciarle algo sensacional». Adamsberg pensó que seguramente no iba a ser para tanto.
– Desde su punto de vista como policía, usted se pregunta si hay peligro para las vidas humanas, ¿verdad, comisario? Le diré una cosa: el fenómeno puede permanecer estacionario y agotarse en sí mismo, aunque, por otra parte, no veo ninguna razón, en teoría, para que un hombre de esa calaña, es decir un loco dueño de sí mismo, si usted me ha seguido bien, y carcomido por la necesidad de exhibir sus pensamientos, se detenga en el camino. Digo bien: en teoría.
Adamsberg reflexionaba de forma vaga mientras regresaba a pie a su despacho. Nunca reflexionaba a fondo. Jamás había entendido qué pasaba cuando veía a la gente cogerse la cabeza entre las manos y decir: «Bien, reflexionemos». Lo que se tramaba entonces en sus cerebros, cómo hacían para organizar ideas concretas, inducir, deducir y concluir, era un completo misterio para él. Había constatado que daba resultados innegables, que después de esas sesiones la gente era capaz de decidir, y lo admiraba diciéndose que a él le faltaba algo. Sin embargo cuando lo hacía, cuando se sentaba y se decía: «Reflexionemos», nada se le pasaba por la cabeza. Incluso era sólo en esos instantes cuando conocía la nada. Adamsberg nunca se daba cuenta de que reflexionaba, y si era consciente de ello, detenía la reflexión. Por eso jamás sabía de dónde venían todas sus ideas, todas sus intenciones y todas sus decisiones.
Le parecía que de todas formas no le había sorprendido lo que le había dicho Vercors-Laury, y que siempre había sabido que el hombre de los círculos no era un maníaco común. Había sabido que alguna inspiración cruel alentaba aquella locura, que aquella hilera de objetos no podía tener sino un solo desenlace, una sola clamorosa apoteosis: la muerte de un hombre. Mathilde Forestier habría dicho que era normal no haber descubierto nada fundamental porque estaba en el trozo 2, pero él pensaba más bien que era porque Vercors-Laury era un tipo que no estaba mal, pero que no era en absoluto ninguna maravilla.
A la mañana siguiente, encontraron el gran círculo en la Rué Cunin-Gridaine, en el distrito 3. En el centro sólo había un bigudí.
Conti fotografió el bigudí.
La noche siguiente trajo consigo un círculo en la Rué Lacretelle y otro en la Rué de la Condamine, en el distrito 17; uno de ellos rodea un viejo bolso de señora y el otro, un bastoncillo.
Conti fotografió el viejo bolso y luego el bastoncillo, sin hacer comentarios, pero evidentemente irritado. Danglard permaneció silencioso.
Las tres noches siguientes proporcionaron una moneda de un franco, una bombilla de Surgector, un destornillador y, cosa que levantó un poco la moral de Danglard, si puede decirse así, una paloma muerta, con el ala arrancada, en la Rué Geoffroy-Saint -Hilaire.
Adamsberg, impasible, sonriente, desconcertaba al inspector. Continuaba recortando los artículos de prensa que hacían alusión al hombre de los círculos azules y metiéndolos sin ninguna organización en el cajón, con las copias de las fotos que Conti le iba proporcionando. Ahora todo eso se sabía en la comisaría, y Danglard estaba un poco inquieto. Sin embargo, la confesión completa de Patrice Vernoux acababa de hacer a Adamsberg intocable, aunque sólo de momento.
– ¿Cuánto tiempo va a durar esta historia, comisario? -le preguntó Danglard.
– ¿Qué historia?
– ¡Pues la de los círculos, por todos los santos! ¡No iremos a ver bigudíes todas las mañanas de nuestra vida, por los clavos de Cristo!
– ¡Ah, los círculos! Sí, Danglard, puede durar mucho tiempo. Incluso muchísimo tiempo. Pero ¿qué importancia tiene? ¿Qué más da hacer eso u otra cosa? Los bigudíes son divertidos.
– Entonces, ¿lo dejamos?
Adamsberg levantó la cabeza bruscamente.
– Ni pensarlo, Danglard, ni pensarlo.
– ¿Lo dice en serio?
– Lo más en serio que puedo. Esto irá en aumento, Danglard, ya se lo he dicho.
Danglard se encogió de hombros.
– Necesitaremos todos estos documentos -repuso Adamsberg enseñándole el cajón-. Quizá después nos sean indispensables.
– Pero ¿después de qué, Dios mío?
– Danglard, no sea impaciente. Usted no deseará la muerte de un hombre, ¿verdad?
Al día siguiente había un cucurucho de helado en la Avenue du Docteur-Brouardel, en el distrito 7.
Mathilde se presentó en el Hotel des Grands Hommes para buscar al ciego guapo. Un hotel muy pequeño para un nombre tan grande, pensó. O quizá significaba que no se necesitaban muchas habitaciones para alojar a todos los grandes hombres.
El recepcionista, después de llamar por teléfono para anunciarla, le dijo que el señor Reyer no podía bajar, que estaba ocupado. Mathilde subió a su habitación.
– ¿Qué ocurre? -gritó Mathilde a través de la puerta-. ¿Está usted desnudo con alguien?
– No -respondió Charles.
– ¿Es algo más grave?
– Estoy impresentable, no encuentro la maquinilla de afeitar.
Mathilde reflexionó un buen rato.
– No consigue ponerle la vista encima, ¿verdad?
– Así es -dijo Charles-. He tanteado por todas partes. No lo comprendo.
Abrió la puerta.
– ¿Lo entiende, reina Mathilde? Las cosas se aprovechan de mi debilidad. Odio las cosas. Se esconden, se deslizan entre el somier y el colchón, llenan el cubo de la basura, se introducen entre las tablas del parqué. Estoy harto. Creo que voy a suprimir las cosas.
– Está usted menos capacitado que un pez -dijo Mathilde-. Porque los peces que viven en lo más profundo, en la oscuridad completa como usted, al menos se las arreglan para encontrar alimento.
– Los peces no se afeitan -dijo Charles-. Y además, mierda, después de todo, aunque los peces tienen ojos me importan tres pepinos.
– ¡Ojos, ojos! Lo hace a propósito, ¿verdad?
– Sí, lo hago a propósito. Tengo un amplio repertorio de expresiones sobre los ojos: vale un ojo de la cara, echar una ojeada, guiñar un ojo, no dar crédito a los ojos, echar mal de ojo, estar ojo avizor, mirar con ojos de carnero degollado, comer con los ojos, tener buen ojo, etc. Hay miles. Me gusta utilizarlas. Es como los que se ceban en los recuerdos. Sin embargo es verdad que los peces me importan tres pepinos.
– Eso le ocurre a mucha gente. Es verdad que todo el mundo tiende a pasar de ellos. ¿Puedo sentarme en esta silla?
– Se lo ruego. Y usted ¿qué encuentra en los peces?
– Los peces y yo nos entendemos. Y además llevamos treinta años compartiendo la vida, así que ya no podemos separarnos. Si los peces me abandonaran, estaría perdida. Además trabajo con ellos, me permiten ganar dinero, me mantienen, si quiere expresarlo así.
– ¿Ha venido a verme porque me parezco a uno de sus puñeteros peces en la oscuridad?
Mathilde se quedó pensativa.
– Así no conseguirá nada -concluyó-. Precisamente debería ser un poco más pez, un poco más flexible, más fluido. En fin, es su problema si su objetivo consiste en insultar a todo el cosmos. He venido porque usted estaba buscando un apartamento, y parece seguir buscándolo. Quizá no tiene mucho dinero. Sin embargo, este hotel es caro.