172879.fb2 El hombre de los c?rculos azules - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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– Sus fantasmas también me salen caros. Pero sobre todo es que nadie quiere alquilar a un ciego, ¿entiende, reina Mathilde? La gente tiene miedo de que un ciego no haga sino tonterías por todas partes, que ponga el plato al lado de la mesa y que mee en la alfombra creyendo que está en el cuarto de baño.

– En cambio a mí, un ciego me conviene. Mis trabajos sobre el picón, la trigla voladora y el angelote espinoso, principalmente, me han pagado tres apartamentos, uno encima de otro. La gran familia que ocupaba el primero y el tercer piso, es decir el Angelote y el Picón, se ha marchado. Yo vivo en el segundo, en la Trigla voladora. He alquilado el Picón a una estrafalaria dama, y he pensado en usted para ocupar el Angelote espinoso, o el primer piso, si lo prefiere. No se lo alquilaré muy caro.

– ¿Por qué no muy caro?

Charles oyó a Mathilde reírse y encender un cigarrillo. Buscó con la mano un cenicero y se lo tendió.

– Le está ofreciendo el cenicero a la ventana -dijo Mathilde-. Estoy sentada un metro más a la izquierda de lo que usted cree.

– Ah, perdóneme. Realmente es usted un poco brusca. En estos casos, la gente hace lo posible por atrapar el cenicero a toda velocidad y no hacen comentarios.

– Me considerará más brusca cuando sepa que el apartamento es precioso, grande, pero nadie quiere vivir en él porque es muy oscuro. Entonces me dije: Charles Reyer; me cae bien y como es ciego, resulta perfecto porque le dará igual vivir en un lugar oscuro.

– ¿Siempre tiene usted tanta falta de tacto? -preguntó Charles.

– Eso creo -dijo Mathilde, muy seria-. Entonces, ¿el Angelote espinoso le tienta?

– Quiero echarle un vistazo -dijo Charles sonriendo y llevándose la mano a las gafas-. Creo que me interesa mucho un Angelote espinoso muy oscuro. Pero si tengo que habitarlo, necesito conocer las costumbres de ese pez, porque si no mi propio apartamento me tomaría por un imbécil.

– Es fácil. Squatina aculeata, pez migratorio que puebla los ondulados fondos costeros del Mediterráneo. Tiene una carne bastante insulsa, irregularmente apreciada. Nada como los tiburones, remando con la cola. Morro obtuso, aletas laterales con más o menos flecos. Espiráculos amplios, de media luna, boca armada de dientes unicúspides con la base ensanchada, y el resto lo pasaremos por alto. De color pardo, jaspeado de negro con manchas claras, un poco como la moqueta de la entrada, si lo prefiere.

– El animal puede gustarme, reina Mathilde.

Eran las siete. Clémence Valmont trabajaba en casa de Mathilde. Estaba clasificando diapositivas y se moría de calor. Le hubiera gustado mucho quitarse la boina negra, le hubiera gustado mucho no tener setenta años y que el pelo no le formara un remolino en lo alto de la cabeza. Ahora, jamás se quitaba la boina. Esta noche enseñaría a Mathilde dos anuncios por palabras que habían aparecido ese día, bastante interesantes, a los que estaba tentada a responder:

H. sesenta y seis años, bien conservado, alto y con una pequeña pensión, espera mujer que no sea fea, bajita y con una buena pensión, para recorrer acompañado el último tramo hacia la muerte.

Era franco. Y había otro, bastante irresistible:

Gran Médium Vidente directo con el Don de su padre desde el primer contacto dice toda la verdad que usted busca protección amor duradero suerte reencuentro con el marido o la mujer que se marchó trabajo atracción refuerza felicidad y atrae los sentimientos trabajo por correspondencia enviar una foto un sobre un sello para respuesta satisfactoria en todos los ámbitos.

– No arriesgo nada -se dijo Clémence.

A Charles Reyer le había gustado el apartamento del Angelote espinoso. En realidad se había decidido en el momento en que Mathilde le había hablado de él en el hotel y había dudado para ocultar su precipitación en aceptar. Porque Charles sabía que se sentiría peor a medida que pasaran los meses, y empezaba a tener miedo. Tenía la impresión de que Mathilde podría, sin llegar a saberlo, arrancar su cerebro de los odios mórbidos en los que se estaba hundiendo. Al mismo tiempo, no vislumbraba más recurso que persistir en el odio, y la idea de convertirse en ciego y bueno le repugnaba. Había recorrido paso a paso las paredes del apartamento tanteándolas con las manos, y Mathilde le había enseñado dónde estaban las puertas, los grifos, los interruptores eléctricos. -Los interruptores eléctricos, ¿para qué? -dijo Charles-. La luz, ¿para qué? Es usted imbécil, reina Mathilde.

Mathilde se encogió de hombros. Había descubierto que Charles Reyer se volvía malvado cada diez minutos aproximadamente.

– ¿Y los demás? -preguntó Mathilde-. Si viene gente a verle, ¿no enciende la luz y les deja en la oscuridad?

– Es que tengo ganas de matar a todo el mundo -dijo Charles entre dientes, como para disculparse.

Buscó una butaca, se chocó con todos los muebles que aún no conocía y Mathilde no le ayudó. Entonces él permaneció de pie y se volvió hacia ella.

– ¿Estoy más o menos enfrente de usted?

– Más o menos.

– Mathilde, encienda la luz.

– Está encendida.

Charles se quitó las gafas y Mathilde miró sus ojos.

– Evidentemente -dijo después de un momento-. No espere que le diga que sus ojos están bien porque son horribles. Realmente, con su piel lívida, le dan el aspecto de un muerto viviente. Con las gafas está usted estupendo, pero sin ellas parece una rescaza. Si yo fuera cirujano, mi querido Charles, intentaría arreglarlo, para que resultara un poco más limpio. No hay ninguna razón para quedarse como una rescaza si se puede conseguir otra cosa. Tengo un amigo que lo hace bien, arregló a un chico después de un accidente, que por el golpe parecía un pez de san Pedro.

– ¿Y si a mí me gusta parecer una rescaza? -preguntó Charles.

– Mierda -dijo Mathilde-. ¡No estoy dispuesta a que me dé la lata toda la vida con la historia de su ceguera, por todos los demonios! ¿Quiere ser feo? Muy bien, sea feo. ¿Quiere ser más malo que la quina, destrozar el mundo y hacerlo trizas? Muy bien, hágalo, mi querido Charles, a mí me da igual. Usted aún no puede saberlo, pero si estoy tan alterada es porque estamos a jueves, en pleno comienzo del trozo 2, y por lo tanto hasta el domingo, incluido ese día, no tengo ánimo para nada. La compasión, el paciente consuelo, los estímulos clarividentes y otros valores humanitarios se han acabado esta semana. Nacemos y morimos, y en medio nos deslomamos perdiendo el tiempo para hacer como que lo ganamos, y esto es todo lo que quiero decir de los hombres. El lunes que viene, todos me parecerán maravillosos hasta en sus menores bloqueos personales y su trayectoria milenaria, pero hoy es algo impensable. Hoy lo considero cinismo, desbandada futilidad y placeres inmediatos. Usted puede desear ardientemente ser una rescaza, una morena, una gárgola, una hidra de dos cabezas, una gorgona y un monstruo, allá usted, mi querido Charles, pero no espere desarmarme. A mí me gustan todos los peces, incluidos los peces asquerosos. Así que todo esto no es en absoluto una conversación para un jueves. Está usted estropeándome la semana con sus crisis de venganzas histéricas. En cambio, lo que hubiera estado bien en el trozo 2 es ir a tomar una copa a la Trigla voladora, y le habría presentado a la anciana dama que vive arriba. Pero hoy, ni hablar, sería usted demasiado malo con ella. Con Clémence hay que actuar con delicadeza. Desde hace setenta años no tiene más que una idea, encontrar un amor y un hombre, y si es posible las dos cosas juntas, algo muy difícil por supuesto. Como ve, Charles, cada persona tiene sus miserias. Ella el amor lo tiene a raudales, y llega a enamorarse hasta de un anuncio por palabras. Recorta todos los anuncios de los que se enamora, responde, acude, es humillada, regresa, vuelve a empezar. Clémence parece un poco tonta, resulta un poco desesperante por su amabilidad y sus patéticas atenciones, sacando siempre barajas de cartas de los bolsillos de sus anchos pantalones para obtener éxitos adivinatorios. Ahora le voy a describir su aspecto, ya que tiene usted la descabellada idea de que no ve nada: una cara nada agradable, delgada y masculina, con dientes pequeños y puntiagudos de musaraña, Crocidura russula, entre los que daría miedo meter la mano. Se maquilla demasiado. La he contratado dos días a la semana para que clasifique mis archivos. Es minuciosa y paciente, como si no se fuera a morir nunca, y eso a veces me tranquiliza. Trabaja con la cabeza en otra parte, murmurando sus deseos y sus desengaños, recapitulando sus hipotéticas citas, repitiendo sus declaraciones de antemano, y sin embargo clasifica con aplicación, aunque, como usted, se burla de los peces. Ese debe de ser el único punto que tienen ustedes en común.

– ¿Usted cree que puedo entenderme con ella? -preguntó Charles.

– No se preocupe, no la verá prácticamente nunca. Siempre está fuera, errante a la búsqueda de su esposo. Y además usted no quiere a nadie, así que, como decía mi madre, ¿qué importa?

– Es verdad -dijo Charles.

Cinco días más tarde, el jueves por la mañana, descubrieron un corcho de botella de vino en la Rué de l'Abbé-de-l'Épée, y en la Rué Pierre-et -Marie-Curie, en el distrito 5, una mujer degollada con los ojos vueltos hacia el cielo.

A pesar de la conmoción, Adamsberg no pudo evitar calcular que el descubrimiento se producía al principio del trozo 2, el trozo anodino, aunque el asesinato se había cometido al final del trozo 1, el trozo grave.

Adamsberg deambulaba por la habitación con una expresión menos ensimismada que de costumbre, con la barbilla hacia delante, los labios entreabiertos, como sin aliento. Danglard vio que estaba preocupado, aunque sin embargo no daba la impresión de estar concentrándose. Su anterior comisario era todo lo contrario. Continuamente estaba encerrado en sus reflexiones. El anterior comisario era un perpetuo rumiante. En cambio Adamsberg estaba abierto a todos los vientos como una cabaña de tablas, con el cerebro al aire libre, de eso no había la menor duda, pensó Danglard. Es verdad, se habría podido creer que todo lo que le entraba por los oídos, los ojos o la nariz, el humo, el color, el ruido al arrugar un papel, formaba una corriente de aire en sus pensamientos y les impedía tomar cuerpo. Este tipo, se dijo Danglard, está atento a todo y eso hace que no preste atención a nada. Incluso los cuatro inspectores empezaban a tomar la costumbre de ir y venir de su despacho sin miedo a interrumpir el hilo de lo que fuera. Y Danglard había descubierto que, en ciertos momentos, Adamsberg estaba más en otra parte que nunca. Cuando dibujaba, no a un lado de su rodilla derecha doblada, sino manteniendo el papelito sobre su estómago, entonces Danglard se decía: «Si ahora le anuncio que un champiñón está a punto de comerse el planeta y reducirlo al tamaño de un pomelo, le dará exactamente igual». Aunque realmente sería muy grave, porque no podrá mantener a muchos hombres sobre un pomelo. No hace falta ser muy inteligente para entenderlo.

También Florence miraba al comisario. Desde su discusión con Castreau, había seguido reflexionando y llegado a la conclusión de que el nuevo comisario le producía el efecto de un príncipe florentino un poco devastado en un cuadro que había visto en un libro; pero qué libro, ésa era la cuestión. De todas formas, a Florence le gustaría, como en una exposición, sentarse en una banqueta a mirarlo cuando estaba harta de la vida, harta de ponerse las medias y harta de que Danglard le estuviera siempre diciendo que él no tenía ni idea de dónde se detenía el universo, y sobre todo en qué estaba el universo.

Vio partir dos coches hacia la Rué Pierre-et -Marie-Curie.

En el coche, Danglard murmuró:

– Un corcho de botella y una mujer degollada, no veo ningún vínculo, me supera. No consigo entender qué tiene ese tipo en el cerebro.

– Cuando se mira el agua en un cubo -dijo Adamsberg-, se ve el fondo. Se mete el brazo dentro, se toca algo. Incluso en un barril se consigue. En un pozo no hay nada que hacer. Ni siquiera lanzarle piedrecitas para intentar ver algo sirve de nada. El drama es que lo intentamos a pesar de todo. El hombre siempre necesita «entender», aunque con ello sólo consiga crearse problemas. No imagina el inmenso número de piedrecitas que hay en el fondo de los pozos. La gente no las lanza para escuchar el ruido que hacen cuando caen al agua, no. Lo hacen para entender. Sin embargo el pozo es un artilugio terrible. Una vez están muertos los que lo han construido, ya nadie puede saber nada de él. Se nos escapa, se burla de nosotros desde el fondo de su vientre desconocido lleno de agua cilíndrica. Eso es lo que hace el pozo, en mi opinión. Pero ¿cuánta agua contiene? ¿Hasta dónde llega el agua? Habría que asomarse, asomarse para saber, lanzar cuerdas.

– Una forma de ahogarse.

– Evidentemente.

– Pero no veo la relación con el asesinato -dijo Castreau.

– No he dicho que la hubiera -dijo Adamsberg.

– Entonces, ¿por qué nos cuenta la historia del pozo?

– ¿Por qué no? No se puede hablar siempre de cosas útiles. Sin embargo, Danglard tiene razón. Entre un corcho de botella y una mujer no existe el menor vínculo. Eso sí es importante.

La mujer degollada tenía los ojos abiertos y aterrorizados, y también la boca abierta, casi con la mandíbula desencajada. Producía la impresión de que estaba a punto de gritar la gran frase escrita a su alrededor, «Victor, mala suerte, ¿qué haces fuera?».

Era ensordecedor, todos deseaban taparse los oídos, a pesar de que reinaba el silencio entre todo el grupo de policías que se movía alrededor del círculo.

Danglard miró el abrigo barato de la mujer, muy ajustado hasta arriba, el cuello rajado y la sangre que había manado hasta la puerta de un edificio. Tenía ganas de vomitar. Ni una sola vez había mirado un cadáver sin tener ganas de vomitar, cosa que no le disgustaba. No le resultaba desagradable tener ganas de vomitar porque le permitía olvidar otras preocupaciones, las preocupaciones del alma, pensaba riendo.