172879.fb2 El hombre de los c?rculos azules - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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– La ha matado una rata, un ser humano rata -dijo Adamsberg-. Las ratas saltan así a la garganta.

Luego añadió:

– ¿Quién es la dama?

La querida pequeña siempre decía «La dama», «El señor», «La dama es guapa», «El señor quiere acostarse conmigo», y Adamsberg no se había deshecho de aquel hábito.

El inspector Delille respondió:

– Lleva sus papeles encima, su asesino no le ha cogido nada. Se llama Madeleine Chátelain y tiene cincuenta y un años.

– ¿Han empezado a registrar el contenido de su bolso?

– No con detalle, pero no parece que haya nada interesante.

– De todas formas quiero saberlo.

– Pues bien, en líneas generales, una revista de labores de punto, una navaja microscópica, unos jaboncitos de los que dan en los hoteles, su monedero y sus llaves, una goma de plástico rosa y una pequeña agenda.

– ¿Había anotado algo en la página de ayer?

– Sí, pero no una cita, si es lo que usted espera. Escribió: «No creo que sea maravilloso trabajar en una tienda de lanas».

– ¿Hay otras anotaciones como ésa?

– Bastantes. Por ejemplo hace tres días escribió: «Me pregunto por qué a mamá le gustaba tanto el Martini», y la semana anterior: «Por nada del mundo subiría al último piso de la torre Eiffel».

Adamsberg sonreía. El médico forense mascullaba que si no se descubrían los cadáveres más deprisa, había que esperar un milagro, que tenía la impresión de que la habían matado entre las veintidós treinta y la medianoche pero que prefería ver el contenido del estómago antes de pronunciarse. Que la herida había sido hecha con un cuchillo de hoja mediana, después de un fuerte golpe en el occipital.

Adamsberg dejó de pensar en las notas de la agenda y miró a Danglard. El inspector estaba pálido, hecho polvo, y los brazos le colgaban a lo largo de su cuerpo flácido. Tenía el ceño fruncido.

– Danglard, ¿ha visto algo que no le convence? -le preguntó Adamsberg.

– No lo sé. Lo que me extraña es que la sangre, al fluir, ha tapado, casi borrado, una parte del círculo de tiza.

– Es verdad, Danglard. Y la mano de la dama llega hasta el borde del trazo. Si dibujó el círculo después de haberla degollado, seguramente la tiza habría dejado un surco en la sangre. Y además, si yo hubiera sido el asesino, habría dado la vuelta alrededor de la víctima para trazar el círculo y no creo que hubiera rozado su mano tan de cerca.

– Es como si el círculo hubiera sido trazado antes, ¿verdad?, y después el asesino hubiera colocado el cuerpo dentro.

– Eso parece, y es una estupidez, ¿no cree? Danglard, ocúpese de ello con los tipos del laboratorio, y con Meunier, el grafólogo, si recuerdo bien su nombre. Ahora es cuando las fotos de Conti van a servirnos, así como las dimensiones de todos los círculos anteriores y las muestras de tiza que usted ha sacado. Hay que comparar todo eso con este nuevo círculo, Danglard. Tenemos que averiguar si es o no el mismo hombre el que lo ha trazado y si ha sido trazado antes o después del asesinato. Usted, Delille, encárguese del domicilio, los vecinos, las relaciones de la dama, sus amigos. Castreau, usted ocúpese de la cuestión de su lugar de trabajo, si lo tenía, y de sus colegas, y de su situación económica. Y usted, Nivelle, investigue detenidamente a su familia, sus amores y sus desavenencias, la herencia.

Adamsberg había hablado sin prisa. Era la primera vez que Danglard le veía dar órdenes. Lo hacía sin que pareciera que se vanagloriaba de ello y a la vez sin que pareciera que se disculpaba por ello. Era curioso, todos los inspectores parecían volverse receptivos, permeables al comportamiento de Adamsberg. Permeables como cuando llueve y no se puede hacer nada para evitar que se moje la chaqueta. Los inspectores se habían vuelto húmedos y empezaban, sin darse cuenta, a actuar como Adamsberg, con movimientos lentos, sonrisas y ensimismamientos. Al que más se le notaba el cambio era a Castreau, a quien le gustaban mucho los gruñidos varoniles que exigía de ellos el anterior comisario, las consignas militares recalcadas sin comentarios inútiles, la prohibición de desmayarse, los portazos de las puertas de los coches, los puños apretados en los bolsillos de las cazadoras. Ahora, a Danglard le costaba reconocer a Castreau. Castreau hojeaba la agendita de la dama, leía frases en voz baja, lanzaba ojeadas atentas a Adamsberg, pareciendo medir cada palabra, y Danglard se dijo que quizá podía confiarle su problema con los cadáveres.

– Si la miro, me entran ganas de vomitar -le dijo Danglard.

– Para mí es distinto. Me flaquean las rodillas. Sobre todo cuando son mujeres, aunque sean mujeres feas como ésta -respondió Castreau.

– ¿Qué estás leyendo en la agenda?

– Escucha: «Acabo de rizarme el pelo pero sigo siendo fea. Papá era feo y mamá era fea. Así que no puedo soñar. Una clienta ha pedido lana de mohair azul y se había acabado. Hay días malos».

Adamsberg miró a los cuatro inspectores subir al coche. Pensaba en la querida pequeña, en Ricardo III y en la agenda de la dama. Un día, la querida pequeña había preguntado: «¿Un asesinato es como un paquete de fideos pegados? ¿Basta con meterlos en agua hirviendo para desenmarañarlos? Y el agua hirviendo es el móvil, ¿verdad?». Y él había respondido: «Lo que desenmaraña es más bien el conocimiento, hay que dejarse llevar por el conocimiento». Ella había dicho: «No estoy segura de comprender tu respuesta», cosa que era normal, porque él tampoco la comprendía con detalle.

Esperaba a que el médico forense, que seguía refunfuñando, hubiera terminado con los reconocimientos preliminares en el cuerpo. El fotógrafo y el equipo del laboratorio ya se habían ido. Estaba solo mirando a la dama, mientras los agentes esperaban con la furgoneta. Confiaba en que le llegara un poco de conocimiento. Sin embargo, hasta que no se viera frente a frente con el hombre de los círculos azules, sabía que no merecía la pena realizar el menor esfuerzo. Lo que había que hacer era recoger información, y para él, la información no tenía nada que ver con el conocimiento.

Como Charles parecía estar mejor, Mathilde pensó que podía contar con quince minutos de tranquilidad durante los cuales él no intentaría hacer papilla el universo, y esa noche ella podría presentarle a la anciana Clémence. Había pedido a Clémence que se quedara en casa por ese motivo, y ya la había prevenido para lo peor informándola con insistencia de que el nuevo inquilino era ciego y que no había que gritar «Jesús, qué sufrimiento», ni fingir ignorarlo completamente.

Charles escuchó a Mathilde presentándole y escuchó la voz de Clémence. Jamás habría imaginado con esa voz a una mujer tan ingenua como la que la reina Mathilde le había descrito. En aquella voz le pareció oír más bien la determinación de una loca, y una original y enorme inteligencia. Era cierto que las declaraciones que hacía parecían imbéciles, pero tras ellas, en las sonoridades, en las entonaciones, había cierta sabiduría secreta, mantenida enjaulada y dejando oír su aliento, como un león en un circo de pueblo. Oímos su bufido en la noche y nos decimos que quizás ese circo no es como lo habíamos imaginado, quizá no es tan lamentable como el programa parecía hacernos creer. Y aquel bufido, un poco inquietante porque seguramente estaba disimulado, Charles, el maestro de los ruidos y los sonidos, lo percibía con gran nitidez.

Mathilde le había servido un whisky y Clémence contaba fragmentos de su vida. Charles estaba inquieto a causa de Clémence y feliz a causa de Mathilde. Divina mujer cuya maldad le dejaba indiferente.

– … y de aquel hombre -continuaba Clémence-, ustedes habrían dicho que realmente era muy distinguido. Me encontraba interesante, ésas fueron sus palabras. No llegó a tocarme, pero yo contaba con que acabaría haciéndolo. Porque quería llevarme a hacer un largo viaje a Oceanía, porque quería casarse. Jesús, qué felicidad. Me hizo vender mi casa de Neuilly y todos mis bienes. Hice dos maletas con lo que me quedaba: «No necesitarás nada», me había dicho. Y llegué a la cita en París, tan contenta que debí de sospechar que algo fallaba. Me decía a mí misma, «Clémence, mi vieja Clémence, has tardado mucho tiempo pero ha ocurrido, Jesús, estás prometida, eres la novia de un hombre cultivado y vas a conocer Oceanía». En realidad de Oceanía vi Censier-Daubenton durante ocho horas y cuarto. Le esperé todo el día y fue allí, en la estación de metro, donde Mathilde me encontró por la noche, tal como me había visto por la mañana. Seguramente se dijo, Jesús, hay algo que falla en esta vieja y buena mujer.

– Clémence se deja llevar inventando muchas cosas -intervino Mathilde-, rehace todo lo que no le interesa. En realidad, la noche de sus solitarios esponsales en Censier-Daubenton, fue en busca de un hotel, y al pasar por mi calle, vio el cartel de «Se alquila». Entonces se presentó en mi casa.

– Quizá -dijo Clémence-, es muy posible que realmente ocurriera así. Desde entonces, no puedo coger el metro en Censier-Daubenton sin relacionarlo con las islas del Pacífico. De ese modo, por lo menos viajo. Escuche, Mathilde, un señor ha telefoneado dos veces preguntando por usted, con una voz tan suave, Jesús, que he estado a punto de desmayarme, pero he olvidado su nombre. Me parece que era urgente. Algo que no va bien.

Clémence estaba permanentemente al borde del desmayo, pero podía decir la verdad respecto a la voz del teléfono. Mathilde pensó que seguramente se trataba de aquel poli medio raro medio encantador que había conocido diez días antes. Sin embargo, no veía ninguna razón para que Jean-Baptiste Adamsberg la llamara con urgencia. A menos que hubiera recordado su ofrecimiento de buscarle al hombre de los círculos. Ella se lo había propuesto impulsivamente, pero también porque le horrorizaba la idea de no volver a tener la ocasión de ver a ese poli que había sido el verdadero hallazgo de aquel día y que había salvado in extremis su trozo 1. Sabía que no olvidaría a ese tipo fácilmente, que se había quedado en un rincón de su memoria, difundiendo, aún durante varias semanas, su lánguida luz. Mathilde encontró el número de teléfono que Clémence había garabateado con su letrita de mosca.

Adamsberg había vuelto a su casa a esperar la llamada de Mathilde Forestier. La jornada se había anunciado típica de las que siguen a un asesinato, con la actividad muda y esforzada que se apodera de las personas del laboratorio, los despachos que apestan, los vasos de plástico en las mesas, el grafólogo que se había puesto a estudiar los negativos de Conti, con, además, una especie de temblor, de aprensión quizá, en la que este caso nada habitual parecía haber sumido a la comisaría del distrito 5. Era temor a fracasar o aprensión ante un asesino un poco monstruoso, pero Adamsberg no había intentado responder a esta pregunta. Para no ver todo aquello, había salido a caminar por las calles durante toda la tarde. Danglard le había alcanzado en la puerta. Aún no era mediodía y Danglard ya había bebido demasiado. Dijo que era irresponsable irse así el mismo día de un asesinato. Sin embargo, Adamsberg sabía perfectamente que nada le impediría más utilizar el pensamiento que el hecho de ver a diez personas reflexionando. Necesitaba que la comisaría terminara con su fiebre, sin duda una fiebre pasajera, y era fundamental que nadie esperara nada de él para que Adamsberg pudiera descubrir sus propias ideas. Y de momento, la efervescencia de la comisaría había hecho que salieran pitando como soldados atemorizados en el momento más duro del combate. Desde hacía mucho tiempo Adamsberg había hecho suya la evidencia de que, y a falta de combatientes, los combates se detienen, a falta de ideas, él dejaba de trabajar y no trataba de desalojarlas de las grietas en las que habían podido alojarse, cosa que siempre se había revelado como vana.

Christiane le esperaba ante la puerta.

No había tenido suerte porque esa tarde le hubiera gustado estar solo. O pasar la noche con la joven vecina de abajo, con la que ya se había cruzado cinco veces en la escalera y una vez en correos, y que le había enternecido profundamente.

Christiane dijo que venía de Orléans a pasar el fin de semana con él.

Se preguntaba si la joven vecina, cuando le había mirado en correos, había querido decir «me gustaría amarte» o bien «me gustaría charlar, me aburro». Adamsberg era dócil, tenía tendencia a acostarse con todas las chicas con las que le apetecía, y unas veces consideraba que realmente era algo bueno, porque parecía gustar a todo el mundo, y otras le parecía absurdo. De todas formas era imposible saber lo que la chica de abajo había querido darle a entender. También había intentado pensar en ello y luego lo había dejado para más tarde. ¿A qué conclusión habría llegado su hermanita? Su hermanita era una máquina de pensar, y eso le mataba. Le daba su opinión sobre todas las amigas que ella podía conocer. De Christiane había dicho: «Aprobado, cuerpo impecable, divertida durante una hora; ramificaciones del cerebro, de medianas a excesivas; mente centrípeta y pensamientos concéntricos, tres ideas básicas, se pone a dar vueltas al cabo de dos horas, va a la cama, abnegación servil en el amor, lo mismo al día siguiente. Diagnóstico: no abusar, cambiar si surge algo mejor».

No era por eso por lo que Adamsberg intentaba esa tarde evitar a Christiane. Era seguramente a causa de la mirada de la joven de correos. Seguramente porque había encontrado a Christiane esperándole, convencida de que él sonreiría, convencida de que él abriría la puerta, y luego se abriría la camisa, y luego la cama, convencida de que ella haría el café al día siguiente. Convencida. Y a Adamsberg, las convicciones que los demás ponían en él le mataban, y le entraba un deseo irrefrenable de decepcionar. Y además había pensado demasiado en la querida pequeña estos últimos tiempos, por un quítame allá esas pajas. Sobre todo se había dado cuenta, mientras caminaba aquella tarde, de que hacía nueve años que no la veía. ¡Nueve años, Dios mío! Y de repente, no le había parecido normal. Y había tenido miedo.

Hasta ese momento, siempre se la había imaginado recorriendo el mundo en el barco de un marino holandés, y en el camello de un bereber, y ejercitándose en la lanza dirigida por un guerrero peul, y comiendo tres cruasanes en el Café des Sports et des Artistes en Belleville, y ahuyentando la murria en una cama de hotel en El Cairo.

Y hoy se la había imaginado muerta.

Se había quedado tan conmocionado que se había parado a tomar un café, con la frente ardiendo y las sienes empapadas de sudor. La veía muerta, desde hacía mucho tiempo, con el cuerpo descompuesto bajo una lápida y, pegado a ella en su tumba, el paquetito de huesos de Ricardo III. Adamsberg había pedido auxilio al camellero bereber, al lancero peul, al marino holandés y al dueño del café de Belleville. Les había suplicado que volvieran a cobrar vida como siempre ante sus ojos, que se convirtieran en marionetas y ahuyentaran la sepulcral lápida. Sin embargo, había sido imposible encontrar a aquellos cuatro tipos asquerosos que habían dejado el campo libre al miedo. Muerta, muerta, muerta. Camille muerta. Por supuesto que muerta. Y mientras la había imaginado viva, aunque engañándola como la había engañado, aunque ahuyentándola de todos sus pensamientos, aunque acariciando los hombros del botones en su cama del hotel de El Cairo, después de que él acudiera a disipar su murria, incluso fotografiando todas las nubes del Canadá -porque Camille hacía colección de nubes con perfil humano, lo que, como es lógico, era muy difícil encontrar-, e incluso habiendo olvidado hasta su cara y hasta su nombre, incluso con todo eso, si Camille se desplazaba por alguna parte de la tierra, entonces todo iba bien. Pero si Camille estaba muerta, aquí o allá en el mundo, entonces la vida se ahogaba. Entonces quizá ya no merecía la pena el esfuerzo de agitarse por la mañana y correr durante el día, si ella estaba muerta, Camille, inverosímil vástago de un dios griego y una prostituta egipcia, así era como él veía su linaje. Quizá ya no merecía la pena el esfuerzo de crisparse buscando asesinos, saber cuántos terrones queremos en el café, acostarnos con Christiane, mirar todas las piedras de todas las calles, si en alguna parte Camille había dejado de dilatar la vida a su alrededor, con sus cosas graves y fútiles, una en la frente, otra en los labios, que se unían las dos formando un ocho que dibujaba el infinito. Entonces, si Camille estaba muerta, Adamsberg perdía la única mujer que le había dicho en voz baja una mañana: «Jean-Baptiste, me voy a Ouahigouya. Está en el nacimiento del Volta Blanco». Se separó de él, le dijo «Te quiero», se vistió y salió. A comprar el pan, pensó él. La querida pequeña no había vuelto. Nueve años. Él no habría mentido del todo si hubiera dicho: «He conocido bien Ouahigouya, incluso he vivido allí algún tiempo».

A pesar de todo, Christiane estaba ahí, convencida de que haría el café por la mañana, mientras la querida pequeña había muerto en alguna parte sin que él hubiera estado allí por si se podía hacer algo. Y él moriría algún día sin haber vuelto a ver jamás a la pequeña. Pensó que Mathilde Forestier podría sacarle de aquella negrura, aunque no era para eso para lo que la buscaba. Sin embargo esperaba que, al verla, la película seguiría donde se había quedado, con el botones en el hotel de El Cairo.

Y Mathilde llamó.

Adamsberg recomendó a Christiane, que se quedó muy decepcionada, que se fuera a dormir cuanto antes porque volvería tarde, y quedó con Mathilde Forestier en que iría media hora después a su casa.

Ella le recibió con una amabilidad que aflojó un poco el nudo con el que se le había estrangulado el mundo desde hacía varias horas. Incluso le besó rápidamente, no exactamente en la mejilla, no exactamente en los labios. Mathilde se rió, dijo que era delicioso, que poseía la intuición de elegir el lugar en el que había que besar, que para esas cosas era muy observadora, que no había que preocuparse porque sólo aceptaba como amantes a hombres de la misma edad que ella; era un principio absoluto que evitaba las complicaciones y las comparaciones. Después le llevó, agarrándole por el hombro, a una mesa en la que una anciana dama hacía solitarios y escribía cartas al mismo tiempo, y donde un gigantesco ciego parecía aconsejarla en las dos cosas. La mesa era ovalada y transparente, y tenía agua y peces dentro.

– Es una mesa-acuario -explicó Mathilde-. La inventé una noche. Es un poco enfática y un poco fácil… como yo. A los peces no les gusta que Clémence haga solitarios. Cada vez que golpea una carta contra el cristal, huyen, ¿lo ve?

– No me ha salido -suspiró Clémence recogiendo las cartas-. Es la señal de que no debería responder al anuncio del hombre bien conservado de setenta años. Aunque me tienta. Este anuncio me huele bien.