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20 Acciones, buenas y malas

– ¿Tenemos alguna idea real de a qué nos enfrentamos?

La pregunta de Sally quedó flotando en el aire.

– Quiero decir, aparte de lo que Ashley nos ha contado, que no es mucho, ¿qué sabemos de ese tipo que le está fastidiando la vida?

Se volvió hacia su ex marido. Todavía sostenía el vaso de whisky, sin beberlo; estaba demasiado nerviosa para perder la sobriedad.

– Scott, tú eres el único, aparte de Ashley, claro está, que ha visto a ese tipo. Imagino que extrajiste algunas conclusiones. Te daría alguna impresión. Tal vez podamos empezar por ahí…

Él vaciló. Estaba acostumbrado a dirigir la conversación en una clase y que de repente le pidieran su opinión lo pilló un poco desprevenido.

– No me pareció alguien con quien ninguno de nosotros pudiera sentirse cómodo -dijo lentamente.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Sally.

– Bueno, es fornido, atractivo y obviamente bastante listo, pero también duro, más o menos lo que cabe esperar de un tipo que tal vez monta en moto, trabaja de peón en alguna parte y asiste a clases nocturnas para adultos. Mi impresión es que procede de un entorno bastante pobre… no es el tipo que suele encontrarse en mi facultad, ni en el colegio de Hope. Y tampoco encaja con el tipo de joven que Ashley conoce, le profesa amor eterno y rompe cuatro semanas más tarde. Ésos siempre parecen del tipo artista: delgados, melenudos y nerviosos. O'Connell es duro y resabiado. Tal vez te hayas encontrado con algunos como él en tu profesión, pero creo que estás a otro nivel.

– Y ese tipo está…

– Por debajo de los círculos en que te mueves. Pero puede que eso no sea una desventaja.

Sally arrugó el entrecejo.

– Pero, Dios santo, ¿cómo demonios Ashley se lió con un tipo así?

– Cometió un error -dijo Hope. Había permanecido sentada en silencio, con una mano en el lomo de Anónimo, rebullendo por dentro. Al principio no supo si le correspondía participar en la conversación, y decidió que sí, qué demonios. No comprendía cómo Sally parecía tan distante. Era como si estuviese fuera de lo que estaba sucediendo… incluyendo sus propias finanzas jodidas-. Todo el mundo se equivoca alguna vez. Cosas que luego lamentamos. La diferencia es que continuamos adelante. Este tipo no deja que Ashley lo haga. -Miró a Scott, luego a Sally-. Tal vez Scott fue tu error, o tal vez lo soy yo. O tal vez hubo alguien más que has mantenido en secreto durante años. Pero no importa, has seguido adelante. Este O'Connell es otra clase de persona.

– De acuerdo -dijo Sally con cautela, tras un silencio incómodo-. ¿Cómo seguimos?

– Bueno, para empezar, tenemos que sacar a Ashley de allí -decidió Scott.

– Pero ella estudia en Boston. Allí está su vida. ¿Crees que debemos traerla aquí, como a una excursionista que vuelve añorante a casa después de pasar su primera noche fuera?

– Sí. Exactamente.

– ¿Creéis que vendrá? -intervino Hope.

– ¿Tenemos ese derecho? -preguntó Sally-. Es una mujer adulta. Ya no es una niña…

– Ya lo sé -replicó Scott, picado-. Pero si somos razonables…

– ¿Es que algo de esto es razonable? -preguntó Hope bruscamente-. Quiero decir, ¿por qué debería regresar a casa al primer signo de problemas? Tiene derecho a vivir donde quiera, y tiene derecho a vivir su propia vida, incluyendo sus errores. Ese O'Connell no tiene ningún derecho a obligarla a huir.

– Cierto. Pero no estamos hablando de derechos. Estamos hablando de realidades.

– Bien -dijo Sally-. La realidad es que tendremos que hacer lo que Sally quiera, y no sabemos qué es.

– Es mi hija. Si le pido que haga algo, lo hará -replicó Scott, envarado y tenso.

– Eres su padre, no su dueño -precisó Sally.

Hubo un silencio incómodo.

– Deberíamos saber qué quiere Ashley.

– No es momento de ñoñerías políticamente correctas -replicó Scott-. Tenemos que ser más agresivos. Al menos hasta que comprendamos de verdad a qué nos enfrentamos.

Otro silencio.

– Estoy con Scott -dijo Hope de pronto. Sally la miró con expresión de sorpresa-. No podemos quedarnos cruzados de brazos. Hemos de actuar. Al menos de manera modesta.

– ¿Qué sugerís?

– Deberíamos averiguar algo sobre O'Connell -dijo Scott-, al tiempo que apartamos a Ashley de su alcance. Tal vez uno de nosotros debería empezar a investigarlo…

Sally levantó una mano.

– Propongo contratar a un profesional. Conozco a un detective privado que hace esa clase de trabajos. Su precio es razonable, además.

– De acuerdo -dijo Scott-. Contrata a alguien y veamos qué encuentra. Mientras tanto, tenemos que alejar a Ashley físicamente de O'Connell…

– ¿Y traerla a casa? Eso parecerá una muestra de debilidad -dijo Sally.

– También parece sensato. Tal vez lo que necesita ahora mismo es alguien que la cuide.

Scott y Sally se miraron, recordando algún momento de su pasado en común.

– Mi madre -interrumpió Hope.

– ¿Tu madre qué?

– Ashley siempre se ha llevado bien con ella, y vive en ese tipo de ciudad pequeñita donde un desconocido que llega haciendo preguntas nunca pasa inadvertido. Será difícil para O'Connell seguirla allí. Queda bastante cerca, pero lo suficientemente lejos. Y dudo que pueda descubrir dónde está.

– Pero sus clases… -insistió Sally.

– Siempre puede recuperar un semestre perdido -dijo Hope.

– Estoy de acuerdo -asintió Scott-. Muy bien, tenemos un plan. Ahora sólo tenemos que incluir en él a Ashley.

Michael O'Connell escuchaba a los Rolling Stones en su iPod. Mientras Mick Jagger cantaba All your love is just sweet addiction, iba medio bailando por la calle, ajeno a las miradas de los peatones, marcando con los pies el ritmo. Era poco antes de medianoche, pero la música proyectaba destellos de luz en su camino. Dejaba que los sonidos guiaran sus pensamientos, imaginando un ritmo para el que sería su siguiente paso con Ashley. Algo que ella no se esperaba, pensó, algo que le dejara claro lo absoluta que era su presencia.

Le parecía que ella no lo comprendía del todo. Todavía no.

Había esperado ante su apartamento hasta que vio apagarse las luces y supo que se había ido a la cama. Ashley no sabía, pensó, cuánto más fácil es ver en la oscuridad. Una luz sólo marca una zona específica. Era mucho mejor aprender a detectar sombras y movimientos en la noche. «Los mejores depredadores trabajan de noche, se recordó O'Connell».

La canción terminó, y él se detuvo en la acera. Al otro lado de la calle había un cine pequeño donde proyectaban una película francesa, Nid de Guêpes. Se deslizó entre las sombras y vio a la gente salir del local. Como esperaba, la mayoría eran parejas jóvenes. Parecían llenas de energía, no con esa expresión sombría de «acabo de ver algo trascendente» de los espectadores de lo que O'Connell llamaba despectivamente «cine artístico». Se fijó en una pareja joven que iba cogida del brazo, riendo.

Lo irritaron de inmediato. Su corazón se aceleró levemente y los observó con atención cuando pasaron por delante de un cartel de neón en la acera de enfrente. Apretó la mandíbula y notó un sabor ácido en la lengua.

No había nada notable en la pareja, y sin embargo le resultaban insoportables. La joven se apoyaba en el chico cogida del brazo, de modo que caminaban como una sola persona, sus pisadas al unísono, un momento de intimidad pública. Él se puso en marcha, moviéndose en paralelo a la pareja, calibrándolos más directamente, mientras una extraña furia crecía en su interior.

Se rozaban los hombros mientras caminaban, levemente encorvados el uno hacia el otro. O'Connell advirtió que alternaban risas y breves frases.

Seguramente no llevaban mucho tiempo juntos. Su lenguaje corporal transmitía novedad y entusiasmo, era una relación que estaba echando raíces, y ambos todavía se hallaban en el proceso de conocerse mutuamente. La chica agarraba con fuerza el brazo del muchacho, y O'Connell supuso que probablemente ya se habían acostado, pero sólo una vez. Cada contacto, cada caricia, aún tenía el arrebato de la aventura y una mareante expectativa ilusionada.

Los odió con más ahínco.

No le costó trabajo imaginar qué harían el resto de la noche. Era tarde, así que decidirían no ir a un Starbucks para tomar café o a un Baskin-Robbins para tomar un helado, aunque se detendrían ante cada uno de esos sitios y simularían sopesar la decisión, cuando lo que querían en realidad era devorarse mutuamente. El chico hablaría de películas, de libros, de las clases en la facultad, mientras la muchacha escucharía, intercalando algún que otro comentario, ambos pendientes del otro. El chico no necesitaría más ánimos que la presión del brazo de ella. Luego llegarían al apartamento riendo. Y, una vez dentro, sólo pasarían segundos antes de que encontraran la cama y se quitaran las ropas, todo cansancio desaparecido al instante, superado por la frescura del amor.

O'Connell respiraba entrecortadamente, pero en silencio.

«Eso es lo que ellos creen que pasará. Eso es lo que supuestamente va a pasar. Eso es lo que está marcado que pase. -Sonrió-. Pero no esta noche.»

Avivando el paso, caminó al ritmo de la pareja, vigilando su avance por la acera contraria. Los adelantó y en la siguiente esquina, cuando el semáforo se puso verde, cruzó rápidamente la acera y se dirigió de frente hacia ellos, los hombros encogidos, cabizbajo. De modo que semejaron un par de barcos en un canal, destinados a cruzarse. O'Connell midió la distancia, advirtiendo que ellos seguían conversando y no prestaban atención al entorno.

Justo cuando se cruzaban, O'Connell de pronto se desvió hacia un lado y su hombro chocó con el del muchacho. Entonces se irguió y, sin detenerse, le espetó rudamente:

– ¡Eh! ¿Qué demonios te pasa? ¡Mira por dónde vas!

La pareja medio se volvió hacia O'Connell.

– Oye, lo siento -dijo el chico-. Ha sido culpa mía. Lo siento.

Continuaron su camino tras dirigir una fugaz mirada a O'Connell.

– ¡Gilipollas! -dijo O'Connell, lo bastante fuerte para que lo oyeran, y se detuvo.

El chico se giró, todavía cogido al brazo de la muchacha, pensando en replicar, pero se lo pensó mejor. No quería estropear aquella noche maravillosa, así que siguieron su camino. O'Connell contó lentamente hasta tres, dando a la pareja tiempo para poner más distancia entre ellos, y luego empezó a seguirlos. Un súbito claxon hizo que la chica mirara por encima del hombro y lo viera. O'Connell reconoció una pequeña expresión de alarma en su rostro.

«Eso es -pensó-. Camina unos pasos más, calibrando el peligro, imaginando lo peor.»

Al ver que la chica hablaba rápidamente con el muchacho, O'Connell se escondió tras una valla en sombras, desapareciendo de su línea de visión. Tuvo ganas de reírse. De nuevo, contó para sí.

«Uno, dos, tres…»

Tiempo suficiente para que el chico oyera lo que la chica le decía y se detuviera.

«Cuatro, cinco, seis…»

Para girarse y escrutar entre las sombras y las luces de neón.

«Siete, ocho, nueve…»

Para tratar de divisarlo en la oscuridad y la noche, en vano.

«Diez, once, doce…»

Para volverse hacia la chica.

«Trece, catorce, quince…»

Para un segundo vistazo, sólo para asegurarse de que él, O'Connell, se había ido.

«Dieciséis, diecisiete, dieciocho…»

Para echar a andar de nuevo.

«Diecinueve, veinte…»

Y para una última mirada por encima del hombro para cerciorarse de que la amenaza había pasado.

O'Connell salió de las sombras y vio que la pareja había avivado el paso. Ya estaban a media manzana. Los siguió con rapidez, cruzando a la otra acera, de modo que una vez más quedó en paralelo a ellos, y aceleró hasta adelantarlos.

Una vez más, fue la chica quien lo divisó primero. O'Connell imaginó la punzada de ansiedad que la reconcomía.

La chica trastabilló y bajó la cabeza un instante. Entonces O'Connell clavó su mirada en ella, de modo que cuando la chica volvió a mirarlo se encontró con sus ojos, de una acera a otra.

El chico lo miró también, pero O'Connell lo había previsto y echó a correr bruscamente hacia el final de la manzana, por delante de la pareja. Esa conducta repentina y errática le encantaba. No era algo que nadie esperara, y O'Connell sabía que los llenaba de confusión.

Tras él, el chico y la chica no sabrían qué hacer: continuar en dirección a su apartamento o darse la vuelta y buscar una ruta distinta. Una vez más, se ocultó entre las sombras y esperó. Echó una rápida ojeada alrededor y vio que la calle lateral que tenía detrás era de pequeños edificios de apartamentos, no muy distintos del de Ashley, donde las ramas de los árboles se extendían y provocaban sombras de aspecto fantasmagórico. Había coches aparcados en todos los huecos disponibles, y una luz tenue emergía de los portales.

Recorrió rápidamente tres cuartas partes de la calle, hasta situarse en otro lugar oscuro, esperando. Había una farola al principio y supuso que ellos pasarían por debajo al acercarse a su apartamento.

O'Connell tenía razón. Vio a la pareja aparecer por la esquina, detenerse un momento y luego avanzar con rapidez.

«Asustados -pensó-. Inseguros de hallarse de verdad a salvo. Pero empezando a relajarse.»

Salió de su escondite y avanzó con decisión, cabizbajo. Cruzó la calle en diagonal para interceptarlos.

Ellos lo vieron casi simultáneamente. La chica jadeó, y el chico, naturalmente caballeroso, la colocó detrás de él y se plantó ante O'Connell. Adelantó los puños y se colocó como un púgil a la espera de que suene la campana.

– ¡Atrás! -ordenó con falsa firmeza. La chica jadeaba a su espalda-. ¿Qué quieres?

O'Connell se detuvo y lo miró.

– ¿Qué te pasa, tío? -le preguntó.

– ¡Márchate! -le espetó el chico.

– Tranqui, colega. ¿Cuál es el problema?

– ¿Por qué nos has seguido? -terció la chica con voz de pánico.

– ¿Seguiros? ¿De qué demonios me hablas?

El chico mantuvo los puños en alto, pero pareció sorprendido y aún más confuso.

– Estáis chalados -dijo O'Connell. Y siguió andando-. Como cabras.

– ¡Déjanos en paz! -le gritó el muchacho.

«No muy convincente», pensó O'Connell. Cuando estaba a unos diez metros de distancia, se detuvo y se dio la vuelta. Como esperaba, ambos seguían a la defensiva, mirándolo.

– Tenéis suerte -les dijo.

Ellos lo miraron sin entender.

– ¿Sabéis lo cerca que habéis estado de morir esta noche?

Entonces, sin darles tiempo a contestar, se dio la vuelta y se movió lo más rápidamente que pudo sin correr, de sombra en sombra, alejándose de la desconcertada pareja. Recordarían su miedo de esa noche mucho más que la felicidad con que la habían empezado.

– Necesito saber más sobre Sally y Scott, y sobre Hope también, claro.

– ¿Y sobre Ashley no?

– Ashley parece joven. Una personalidad aún por terminar.

Ella frunció el ceño.

– Cierto. Pero ¿qué te hace pensar que O'Connell no terminó con ella?

No supe qué responder, pero me estremecí.

– Me dijiste que alguien moría. ¿Acaso Ashley…?

Mi pregunta quedó suspendida entre ambos.

– Ella fue quien corrió mayor riesgo -dijo ella finalmente.

– Sí, pero…

Me interrumpió.

– Y supongo que crees que ya comprendes a Michael O'Connell.

– No, no del todo. No lo suficiente. Pero estoy investigando y me preguntaba por ellos tres.

Ella jugueteó con su vaso de té frío, y de nuevo volvió la cabeza para mirar por la ventana.

– Pienso en ellos a menudo -dijo-. No puedo evitarlo.

Cogió una caja de pañuelos de papel. Había lágrimas en la comisura de sus ojos, pero esbozó una pequeña sonrisa. Inspiró hondo.

– ¿Has pensado alguna vez por qué el crimen puede llegar a ser tan devastador? -preguntó bruscamente.

Él sabía que ella misma se respondería.

– Porque es inesperado. Queda fuera de las rutinas normales de la vida. Siempre nos pilla por sorpresa y nos arremete en nuestra más secreta intimidad.

– Sí, cierto.

Me miró.

– Un profesor de Historia de una selecta facultad. Una abogada de una ciudad pequeña, especializada en divorcios normales y modestas transacciones financieras. Una consejera vocacional y entrenadora de fútbol. Y una joven estudiante de arte con pájaros en la cabeza. ¿Cómo crees que se defendieron de semejante agresión?

– Buena pregunta. ¿Cómo?

– Tienes que comprender no sólo el plan que urdieron y lo que hicieron, sino de dónde sacaron la inteligencia y la fuerza para llevarlo adelante.

– De acuerdo -dije lentamente, en un susurro.

– Pero al final pagaron un alto precio.

No dije nada.

– En retrospectiva -prosiguió ella-, siempre parece muy sencillo. Pero, cuando está sucediendo, nunca es tan claro. Y nunca tan limpio y ordenado como debería ser…