172885.fb2 El Imperio De Los Lobos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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DIEZ

57

– Soy Paul.

Un bufido al otro lado del hilo.

– ¿Sabes qué hora es?

Paul consultó el reloj: aún no eran las seis de la mañana.

– Lo siento. No me he acostado.

El bufido se convirtió en suspiro de cansancio.

– Qué quieres?

– Solo saber si Céline había recibido los dulces.

La voz de Reyna se endureció:

– Estás enfermo.

– ¿Los ha recibido o no?

– ¿Para eso me llamas a las seis de la mañana?

Paul golpeó el cristal de la cabina telefónica. Su móvil seguía descargado.

– Dime solamente si se ha alegrado. ¡Hace diez días que no la veo!

– Lo que le ha gustado han sido los tíos de uniforme que los han traído. No ha hablado de otra cosa en todo el día. ¡Mierda! Todo ese recorrido ideológico para acabar aquí. Con maderos de niñeras…

Paul se imaginó a su hija arrobada ante los galones de plata, recibiendo con ojos chispeantes las golosinas que le llevaban los agentes. La imagen le calentó el corazón.

– Llamaré dentro de dos horas, antes de que se vaya al cole -prometió en un arranque de buen humor.

Reyna colgó sin despedirse.

Paul salió de la cabina y aspiró una gran bocanada de aire nocturno. Estaba en la place du Trocadéro, entre los museos del Hombre y de la Marina y el teatro de Châillot. Una fina lluvia chispeaba sobre la explanada central, rodeada de vallas y en visible restauración.

Siguió el pasillo que formaban las vallas y cruzó la explanada. La llovizna depositaba una película de aceite sobre su rostro. La temperatura, demasiado benigna para la época, le hacía sudar bajo la parka. El mal tiempo concordaba con su humor. Se sentía sucio, viejo, vacío, con un sabor a cartón piedra en la boca.

Desde la conversación telefónica con Schiffer, a las once de la noche, seguía la pista de los cirujanos plásticos. Tras aceptar el nuevo giro de la investigación -una mujer con el rostro operado, perseguida al mismo tiempo por los hombres de Charlier y los Lobos Grises-, había ido a la sede del Colegio de Médicos, en la avenue Friedland, en el Distrito Octavo, en busca de matasanos que hubieran tenido problemas con la justicia. «Rehacer una cara nunca es inocente», había dicho Schiffer. En consecuencia, había que buscar un cirujano sin escrúpulos. Paul decidió empezar por los que tenían antecedentes judiciales.

Se presentó en los archivos sin dudar en convocar en plena noche al responsable del servicio para que lo ayudara. Resultado: más de seiscientos expedientes solo para los departamentos de Île-de-France en los últimos cinco años. ¿Cómo actuar ante semejante lista? A las dos de la mañana, Paul llamó a Jean-Philippe Arnaud, presidente de la Asociación de Cirujanos Plásticos, para pedirle consejo. En respuesta, el adormilado galeno le dio tres nombres: virtuosos con mala reputación que podrían haber aceptado aquella operación sin hacer demasiadas preguntas.

Antes de colgar, Paul le había preguntado sobre los demás cirujanos reparadores -las «figuras respetables»-. A regañadientes, Arnaud añadió otros siete nombres, precisando que aquellos facultativos -conocidos y reconocidos-jamás se habrían lanzado a semejante intervención. Paul escuchó sus comentarios y le dio las gracias. Eran las tres de la mañana y tenía una lista de diez nombres. La noche no había hecho más que empezar.

Se detuvo al otro lado de la explanada del Trocadéro, entre los edificios de los dos museos, frente al cauce del Sena. Sentado en la escalinata, se dejó ganar por la belleza del espectáculo. Los jardines desplegaban sus terrazas, fuentes y estatuas en una escenografía mágica. El puente de Iéna lanzaba manchas de luz sobre el río en dirección a la Torre Eiffel, en la orilla opuesta, que parecía un enorme pisapapeles de hierro. A su alrededor, los sombríos edificios del Campo de Marte dormían envueltos en un silencio de templo. El conjunto evocaba un recóndito reino del Tíbet, un maravilloso Xanadú situado en los confines del mundo conocido.

Paul dejó afluir los recuerdos de las últimas horas.

Primero, había intentado hablar con los cirujanos por teléfono. Pero la primera llamada lo había convencido de que perdía el tiempo: le habían colgado a la primera de cambio. Además, su prioridad era enseñarles las fotografías de las víctimas y la de Anna Heymes, que Schiffer le había dejado en la comisaría de Louis-Blanc.

En consecuencia, se había presentado en casa del cirujano «sospechoso» que vivía más cerca, en la rue Clément-Marot. De origen colombiano y millonario, el médico, según Arnaud, tenía fama de haber operado a la mitad de los «padrinos» de Cali y Medellín. Su reputación de habilidad era inmensa Se aseguraba que podía operar con la mano derecha o con la izquierda indiferentemente.

A pesar de la hora, el artista no se había acostado, o al menos no dormía. Paul lo había interrumpido en pleno retozo erótico en la perfumada penumbra de su vasto loft. No le había visto el rostro con claridad, pero era evidente que las fotos no le decían nada.

La segunda dirección correspondía a una clínica situada en la rue Washington, al otro lado de los Campos Elíseos.

Paul había llegado justo cuando el cirujano se disponía a iniciar una intervención urgente sobre un gran quemado y había jugado sus cartas: carnet tricolor, unas palabras sobre el asunto y los retratos. El matasanos ni siquiera se había quitado la mascarilla quirúrgica. Había negado con la cabeza y se había vuelto hacia su achicharrado paciente. Paul recordaba el comentario de Arnaud: el colombiano cultivaba piel humana artificialmente. Se decía que, tras quemar las yemas de los dedos, podía modificar las huellas digitales para completar el cambio de identidad del criminal de turno…

Paul volvió a lanzarse a las calles.

El tercer cirujano dormía plácidamente en su piso de la avenue d'Eylau, cerca del Trocadéro. Otra celebridad, a la que se atribuían intervenciones a las mayores estrellas del mundo del espectáculo. Pero nadie sabía «quiénes» ni «qué» había operado. Se rumoreaba que también él se había cambiado la cara tras sus devaneos con la justicia de su país de origen, Sudáfrica.

Lo había recibido en actitud desafiante, con las dos manos metidas en los bolsillos del batín, como un pistolero listo para desenfundar. Tras observar las fotografías con repugnancia, su respuesta había sido categórica: «No la he visto jamás».

Paul había salido de aquellas tres visitas como de una profunda apnea. A las seis de la mañana se había sentido repentinamente falto de signos familiares, de referencias tranquilizadoras. Por eso había llamado a su única familia, o a lo que quedaba de ella. La llamada no lo había reconfortado. Reyna seguía viviendo en otro planeta. Y, en las profundidades de su sueño, Céline estaba a años luz de su propio universo. Un mundo en el que los asesinos introducían roedores vivos en el sexo de las mujeres, en el que los policías cortaban falanges para obtener confesiones…

Paul alzó la vista. El espectro de la aurora se recortaba contra el cielo como la curva de un astro lejano. Poco a poco, la ancha franja malva fue adquiriendo un tono rosado y destilando un color de azufre en lo alto de su arco, que empezaba a cubrirse de brillantes partículas blancas. La mica del día…

Se puso en pie y volvió sobre sus pasos. Cuando llegó a la place du Trocadéro, las cafeterías estaban abriendo. Vio las luces de Malakoff, la cervecería donde estaba citado con Naubrel y Matkowska, los dos tenientes de la policía judicial.

El día anterior les había ordenado que olvidaran la pista de las cámaras de alta presión y recopilaran todo lo que pudieran encontrar sobre los Lobos Grises y su historia política. Si iba a concentrarse en la Presa, quería conocer también a los cazadores.

Al llegar a la puerta de la cervecería, se detuvo y reflexionó sobre el nuevo problema que le preocupaba desde hacía horas: la desaparición de Jean-Louis Schiffer. No había dado señales de vida desde la conversación telefónica de las once de la noche. Paul había intentado hablar con él repetidas veces, pero en vano. Podía haberse temido lo peor, haberse inquietado por su vida, pero no: más bien presentía que aquel cabrón lo había dejado en la estacada. Recuperada la libertad, el Cifra debía de haber dado con una buena pista y la estaba siguiendo en solitario.

Paul procuró reprimir su cólera y mentalmente le concedió una nueva oportunidad: le daba hasta las diez de la mañana para aparecer. Cumplido el plazo, lanzaría una orden de búsqueda. No le faltaba más que eso.

Empujó la puerta de la cervecería sintiendo que su humor volvía a ensombrecerse.

58

Los dos tenientes ya lo estaban esperando en el fondo del bar. Antes de reunirse con ellos, Paul se frotó la cara y trató de alisare la parka. Quería recobrar parte de la apariencia de lo que era -su superior jerárquico- y no parecer un vagabundo surgido de la noche.

Cruzó el local, demasiado iluminado, demasiado renovado, donde todo parecía falso, desde las arañas hasta los respaldos de los bancos. Falso cinc, falsa madera y falso cuero. Un garito pretencioso, saturado de vapores de alcohol y olor a tapa, pero todavía desierto.

Paul se sentó frente a sus investigadores v contempló con placer sus risueños rostros. Como policías, Naubrel y Matkowska no serían unos linces, pero tenían el entusiasmo de su juventud. Le recordaban el camino que él nunca había sabido tomar: el de la ligereza y la despreocupación.

Empezaron abrumándolo con detalles sobre sus investigaciones nocturnas. Paul pidió un café y los atajó:

– Muy bien, chicos. Vamos al grano.

Tras cambiar una mirada de complicidad con su compañero, Naubrel abrió una gruesa carpeta llena de fotocopias.

– Los Lobos Grises son, ante todo y en primer lugar. un asunto político. por lo que hemos podido entender, en los años sesenta, las ideas de izquierda estaban en auge en Turquía. Exactamente igual que en Francia. Como reacción, la extrema derecha subió, como la espuma. Un tal Alpaslan Türkes, un coronel que había coqueteado con los nazis, formó un partido: el partido de Acción Nacionalista. Él y sus hordas se presentaron como una muralla contra la amenaza roja

– A la sombra de ese grupo oficial -dijo Matkowska tomando el relevo- empezaron a surgir centros ideológicos destinados a los jóvenes. Primero en las facultades y más tarde en el campo. Los chicos que se adherían a ellos se hacían llamar los «Idealistas» y también los «Lobos Grises». -El teniente consultó sus notas-. Bozkurt, en turco.

Aquellos datos corroboraban los que le había dado Schiffer.

– En los años setenta -siguió explicando Naubrel-, la tensión entre comunistas y fascistas llegó a su punto culminante. Los Lobos Grises tomaron las armas. En determinadas regiones de Anatolia se crearon centros de entrenamiento. En ellos, los jóvenes Idealistas recibían adoctrinamiento político, aprendían artes marciales y se iniciaban en el manejo de las armas. Campesinos analfabetos se convirtieron en asesinos armados, entrenados y fanáticos.

Matkowska hojeó otro fajo de fotocopias:

– En 1977, los Lobos Grises pasaron a la acción: atentados con bomba, ametrallamiento de lugares públicos, asesinatos de conocidas personalidades… Los comunistas respondieron. Estalló una auténtica guerra civil. A finales de la década, la violencia política se cobraba en Turquía entre quince y veinte víctimas diarias. El terror puro y simple.

– ¿Y el gobierno? -preguntó Paul-. ¿La policía? ¿El ejército?

Sonrisa de Naubrel.

– Exacto. Los militares dejaron que la situación se pudriera hasta un punto que justificara su intervención. En 1980 dieron un golpe de Estado. Fulminante y limpio. Los terroristas de ambos bandos acabaron en la cárcel. Los Lobos Grises lo viven como una traición: luchaban contra los comunistas, y resulta que los políticos de derecha los mandan a chirona… En esa misma época, Türkes escribió lo siguiente: «Yo estoy en la cárcel, pero mis ideas están en el poder». En realidad, los Lobos Grises salieron enseguida. Türkes reanuda poco a poco sus actividades políticas. Siguiendo su ejemplo, otros Lobos Grises se desprenden de su pasado y se convierten en diputados, en parlamentarios. Pero hay otros: la tropa, los campesinos adiestrados en los campos, que no han conocido otra cosa que la violencia y el fanatismo.

– Sí -remachó Matkowska-, y esos se han quedado huérfanos. La derecha está en el poder y ya no los necesita. El propio Türkes, preocupado por su respetabilidad, les vuelve la espalda. Cuando salen del trullo, ¿qué pueden hacer?

Naubrel dejó la taza de café y respondió a la pregunta. El numerito del dueto les estaba saliendo que ni ensayado.

– Se reciclan como mercenarios. Tienen armas y experiencia. Trabajan para el mejor postor, sea el Estado o la mafia. Según los periodistas turcos con los que hemos hablado, es un secreto a voces: los Lobos Grises han trabajado para el MIT, los servicios secretos turcos, y han eliminado a líderes armenios y kurdos. También han formado milicias, escuadrones de la muerte. Pero su pan diario se lo proporciona la mafia. Cobro de deudas, extorsión, servicios de orden… A mediados de los ochenta, se incorporan al tráfico de droga que se está desarrollando en Turquía. A veces suplantan a los clanes mafiosos y toman el control. Comparados con los criminales clásicos, poseen una baza fundamental: conservan lazos con el poder, especialmente con la policía. En los últimos años han estallado en Turquía varios escándalos que han revelado la existencia de lazos más estrechos que nunca entre mafia, Estado y nacionalismo.

Paul reflexionaba. Todas aquellas historias le parecían vagas y lejanas. El mismo término «mafia» sonaba a tópico vacío. Siempre las mismas ideas de tentáculos, de complot, de redes invisibles… ¿Qué designaba exactamente? Nada de todo aquello lo acercaba a los asesinos que buscaba ni a la mujer a la que perseguían. No había ni un mal rostro, ni un mal nombre al que hincarle el diente.

Como si le hubiera adivinado el pensamiento, Naubrel soltó una risita cargada de orgullo.

– Y ahora, ¡sitio para las imágenes! -exclamó apartando las tazas y metiendo la mano en un sobre-. Hemos entrado en Internet y consultado los archivos fotográficos de Milliyet, uno de los periódicos con más tirada de Estambul. Hemos descubierto esto.

– ¿Qué es? -preguntó Paul cogiendo la primera foto.

– El entierro de Alpaslan Türkes. El «viejo Lobo» murió en abril de 1997. Tenía ochenta años. Un auténtico acontecimiento nacional.

Paul no daba crédito a sus ojos: el funeral había atraído a miles de turcos. El pie de foto precisaba en inglés: «Cuatro kilómetros de cortejo fúnebre, vigilados por diez mil policías».

Era un cuadro grave y magnífico. Negro como la muchedumbre que se arremolinaba en torno a los coches de la comitiva, ante la mezquita de Ankara. Blanco como la nieve que caía ese día en apretados copos. Rojo como la bandera turca que flotaba por doquier sobre las cabezas de los «fieles»…

Las siguientes fotografías mostraban la cabeza del cortejo. Paul reconoció a la ex primera ministra Tansu Çiller y concluyó que la acompañaban otros dignatarios políticos turcos. Incluso pudo comprobar la presencia de emisarios llegados de Estados vecinos, ataviados con prendas tradicionales de Asia Central, gorros y túnicas bordadas en oro.

De pronto, cayó en la cuenta. Los padrinos de la mafia turca también debían de haber participado en aquel desfile… Los jefes de las familias de Estambul y de las demás regiones de Anatolia, llegados a rendir el último homenaje a su aliado político. Puede que entre ellos también estuviera el hombre que tiraba de los hilos de su asunto. El que había lanzado a los Lobos sobre las huellas de Sema Gokalp…

Siguió viendo el resto de las fotos, que revelaban detalles singulares entre la muchedumbre. Por ejemplo, la mayoría de las banderas rojas no llevaban bordada una media luna -el emblema turco-, sino tres, dispuestas en forma de triángulo. Asimismo, diversos carteles ostentaban la efigie de un lobo aullando bajo las tres lunas.

Paul tenía la sensación de estar contemplando un ejército en marcha, una muchedumbre de guerreros de piedra con valores primitivos y símbolos esotéricos. Más que un partido político al uso, los Lobos Grises formaban una especie de secta, un clan místico con referentes ancestrales.

Las imágenes del final lo sorprendieron con un último detalle: los militantes no alzaban el puño al paso de la comitiva, como le había parecido. Hacían un saludo mucho más original: levantaban dos dedos. Paul se fijó en una mujer deshecha en llanto bajo la nieve, que hacía ese enigmático gesto.

Mirando con más atención, comprobó que levantaba el índice y el meñique y juntaba el corazón y el anular con el pulgar, como si hubiera cogido con ellos una pizca de sal.

– ¿Qué significa este gesto?

– No lo sé -respondió Matkowska-. Lo hacen todos. Un signo identificativo, sin duda. Para mí que están todos zumbados.

Aquel signo era una clave. Dos dedos levantados hacia el cielo, como dos orejas…

De pronto, lo comprendió.

Hizo el gesto ante Naubrel y Matkowska.

– Por Dios santo, ¿es que no veis lo que representa? -rezongó Paul. Puso la mano de lado, apuntando hacia el cristal como un hocico-. Fijaos bien.

– Joder -murmuró Naubrel-. Es un lobo. La cabeza de un lobo.

59

– Tendréis que separaros -les anunció Paul al salir de la cervecería.

Los tenientes acusaron el golpe. Tras pasar la noche en blanco, debían de estar deseando volver a casa. Su expresión despechada no hizo mella en Paul.

– Naubrel, tú continuarás con la investigación sobre las cámaras de alta presión.

– ¿Qué? Pero…

– Quiero una lista completa de las obras que utilizan ese tipo de aparatos en la región de París.

– Capitán, ese asunto es un callejón sin salida -repuso el de la judicial abriendo las manos en un gesto de impotencia-. Matkowska y yo hemos investigado en todos los sectores. De la construcción a la calefacción, de la sanidad al vidrio… Hemos visitado los talleres de pruebas, los…

Paul lo acalló con un gesto. Si hubiera sido por él, lo habría dejado correr. Pero, durante su última conversación telefónica, Schiffer le había preguntado por aquella pista, cosa que no habría hecho sin una buena razón. Ahora más que nunca, confiaba en el instinto del viejo sabueso…

– Quiero esa lista -repitió-. Todos los lugares en los que haya la menor posibilidad de que los asesinos hayan utilizado una cámara.

– ¿Y yo? -preguntó Matkowska.

Paul le tendió las llaves de su piso.

– Ve a mi casa, a la rue Chemin-Vert. Recoge todos los catálogos, fascículos y documentos sobre máscaras y bustos antiguos que encuentres en mi buzón. Me los deja un agente de la Anticriminal.

– ¿Qué hago con ellos?

Paul tampoco creía en aquella pista, pero, una vez más, oyó la voz de Schiffer: «¿Y las máscaras?». Puede que no fuera una hipótesis tan descabellada.

– Te instalas en mi casa y comparas cada imagen con los rostros de las muertas -respondió con firmeza.

– ¿Por qué?

– Busca similitudes. Estoy seguro de que el asesino se inspira en restos arqueológicos para desfigurarlas. -El teniente miraba las llaves en la palma de su mano con incredulidad. Paul no dio más explicaciones. Alejándose hacia el coche, añadió-: Nos veremos a mediodía. Si entretanto descubrís algo importante, me llamáis de inmediato.

Era el momento de ocuparse de una nueva idea que no paraba de darle vueltas en la cabeza: Ali Ajik, consejero cultural de la embajada turca, vivía a unas manzanas de allí. Valía la pena llamarlo. Siempre se había mostrado dispuesto a colaborar en la investigación, y Paul necesitaba hablar con un ciudadano turco.

Una vez en el coche, lo llamó con el móvil, que ya estaba recargado. Ajik no dormía; al menos, eso aseguró.

Minutos más tarde, Paul subía la escalera que conducía al domicilio del diplomático. Tenía flojera. La falta de sueño, el hambre, los nervios…

Ajik lo recibió en un pisito moderno transformado en cueva de Alí Babá. La luz arrancaba reflejos cobrizos al lustroso mobiliario y las paredes estaban cubiertas de medallones, cuadros y lámparas que irradiaban oro y bronce. El suelo había desaparecido bajo alfombras superpuestas de los mismos tonos ocres. Aquella decoración de las mil y una noches se compadecía mal con el personaje, un turco moderno y políglota de unos cuarenta años.

– Antes que yo -explicó Ajik en tono de disculpa-, ocupó el piso un diplomático de la vieja escuela. Bueno, ¿cuál es la urgencia? -le preguntó sonriendo con las manos metidas en los bolsillos del chándal gris perla.

– Me gustaría enseñarle unas fotos.

– ¿Fotos? Faltaría más. Pase. Estaba preparando té.

A Paul le habría gustado rechazar la invitación, pero tenía que jugar a aquel juego. Su visita era informal, por no decir ilegal, puesto que rayaba con la violación de la inmunidad diplomática.

Se acomodó en el suelo, entre alfombras y cojines bordados, y esperó mientras Ajik, sentado con las piernas cruzadas, servía el té en vasitos convexos.

Paul observó al turco. Bajo el pelo, negro y muy corto, las facciones eran regulares. Un rostro fino que parecía dibujado con rotring. Lo único perturbador era la mirada, debido a la asimetría de los ojos. La pupila izquierda permanecía clavada en Paul, mientras que la otra conservaba toda su movilidad.

– Antes me gustaría hablarle de los Lobos Grises -dijo Paul sin tocar el vasito caliente.

– ¿Otro caso?

Paul se hizo el sordo.

– ¿Qué sabe de ellos?

– Todo eso es cosa del pasado. Su época de poder fue la década de los setenta. Unos individuos muy violentos… -Ajik le dio un parsimonioso sorbo al vasito-. ¿Se ha fijado en mi ojo? -Paul adoptó una expresión de asombro que venía a significar: «Ahora que lo dice…»-. Sí, se ha fijado -dijo Ajik con una sonrisa-. Me lo reventaron los Idealistas. En el campus de la universidad, cuando militaba en la izquierda. Utilizaban métodos un tanto… expeditivos.

– ¿Y hoy en día?

Ajik hizo un gesto desdeñoso.

– No existen. En todo caso, no como grupo terrorista. Ya no necesitan utilizar la fuerza: están en el poder.

– No le hablo del terreno político. Le hablo de sicarios. De los que trabajan para los cárteles criminales.

– Todas esas historias… -murmuró el diplomático adoptando un tono irónico-. En Turquía es difícil separar leyenda y realidad.

– Algunos están al servicio de los clanes mafiosos, ¿sí o no?

– En el pasado si, es indudable. Pero hoy… -Ajik frunció el ceño-. ¿por qué quiere saberlo? ¿Tiene alguna relación con la serie de asesinatos?

– Según mis informaciones -dijo Paul por toda respuesta-, esos hombres permanecen fieles a su causa pese a trabajar para las mafias.

– Es cierto. En el fondo, desprecian a los gángsteres que les pagan. Están convencidos de que sirvan un ideal más elevado.

– Hábleme de ese ideal.

Ajik respiró hondo exagerando la dilatación del torso, como si retuviera una gran bocanada de patriotismo.

– El retorno del imperio turco. El mito del Turán.

– ¿Qué es eso?

– Necesitaría todo un día para explicárselo.

– Por favor -dijo Paul en un tono más firme-. Necesito saber qué mueve a esos fulanos.

Ali Ajik apoyó el codo en una pila de cojines.

– El pueblo turco tiene sus raíces en las estepas de Asia Central. Nuestros antepasados tenían los ojos oblicuos y vivían en las mismas regiones que los mongoles. Los hunos, por ejemplo, eran turcos. Esos nómadas se expandieron por toda Asia Central y llegaron a Anatolia hacia el siglo X de la era cristiana.

– Pero ¿qué es el Turán?

– El imperio original, que no existió jamás, bajo el que habrían vivido unificados todos los pueblos turcófonos de Asia Central. Una especie de Atlántida a la que los historiadores han aludido a menudo sin aportar la menor prueba de su realidad. Los Lobos Grises sueñan con ese continente perdido. Con reunir a los uzbekos, los tártaros, los uigures, los turkmenos… Con reconstruir un inmenso imperio que se extendería desde los Balcanes hasta el Baikal.

– ¿Un proyecto realizable?

– Evidentemente no, aunque el mito tiene una parte de realidad. Hoy, los nacionalistas propugnan alianzas económicas, el uso en común de recursos naturales por parte de los pueblos turcófonos. Como el petróleo, por ejemplo.

Paul recordó a los hombres de ojos oblicuos y capas de brocados presentes en los funerales de Türkes. Había dado en el clavo: el mundo de los Lobos Grises formaba un Estado dentro del Estado. Una nación subterránea, situada por encima de las leyes y las fronteras de otros países.

Sacó las fotos del entierro. En aquella postura de buda, se le estaban durmiendo las piernas.

– ¿Le dicen algo estas fotos?

Ajik cogió la primera y murmuró:

– El entierro de Türkes… En esa época, yo no estaba en Estambul.

– ¿Reconoce a alguna personalidad importante?

– ¡A toda la flor y nata! Miembros del gobierno, representantes de los partidos de la derecha, candidatos a la sucesión de Türkes…

– ¿Ve algún Lobo Gris activo? Me refiero a malhechores conocidos.

El diplomático pasaba de una imagen a otra con visible y creciente incomodidad. Como si el simple hecho de ver a aquellos hombres reviviera el antiguo terror en su interior.

– Este dijo señalando una figura con el dedo-. Oral Celik.

– ¿Quién es?

– El cómplice de Ali Agça. Uno de los dos individuos que intentaron asesinar al Papa en 1981.

– ¿Está en libertad?

– El sistema turco. No olvide nunca los lazos entre los Lobos Grises y la policía. Ni la espantosa corrupción de nuestra justicia…

– ¿Reconoce a otros?

– No soy especialista en el tema -respondió Ajik con cierta reticencia.

– Me refiero a celebridades. A jefes de familia.

– ¿Babas, quiere decir? -Paul memorizó el término, sin duda el equivalente turco a «padrino». El diplomático observaba detenidamente cada foto-. Algunas caras me resultan conocidas -admitió al fin-, pero no recuerdo los nombres. Son rostros que aparecen regularmente en los periódicos, con motivo de algún juicio: tráfico de armas, secuestros, casas de juego…

Paul sacó un rotulador del fondo de un bolsillo.

– Rodee con un círculo las caras que reconozca. Y apunte el nombre al lado, si lo recuerda.

El turco trazó varios círculos, pero no escribió ningún nombre. De pronto, se detuvo.

– Este es una auténtica estrella. Una figura nacional.

Señaló a un individuo muy alto, de al menos setenta años, que utilizaba bastón. Frente despejada, pelo gris peinado hacia atrás y mandíbulas prominentes que recordaban el perfil de un ciervo. Un careto difícil de olvidar.

– Ismail Kudseyi. Sin lugar a dudas, el buyuk-baba más poderoso de Estambul. Hace poco leí un artículo sobre él… Al parecer, sigue en activo. Uno de los mayores traficantes de droga de Turquía. Hay pocas fotos de él. Se dice que hizo que le reventaran los ojos a un fotógrafo que había hecho una serie sobre él subrepticiamente.

– ¿Sus actividades criminales son conocidas?

Ajik se echó a reír.

– Por supuesto que sí. En Estambul se dice que la única cosa a la que aún puede tenerle miedo Kudseyi es a un terremoto.

– ¿Está relacionado con los Lobos Grises?

– ¡Y hasta qué punto! Es uno de sus líderes históricos. La mayoría de los oficiales de policía en activo se formaron en sus campos de adiestramiento. También es famoso por sus actividades filantrópicas. La fundación que lleva su nombre concede becas a los hijos de los desheredados. Todo sobre un fondo de patriotismo exacerbado.

Paul se fijó en un detalle.

– ¿Qué es eso de las manos?

– Cicatrices causadas por ácido. Se dice que empezó como asesino a sueldo en los años sesenta. Hacía desaparecer los cadáveres con sosa. Solo es otro rumor.

Paul sintió no extraño hormigueo en las venas. Un individuo así podía haber ordenado la muerte de Sema Gokalp. Pero ¿por qué? ¿Y por qué él y no su vecino en la comitiva? ¿Cómo averiguarlo a dos mil kilómetros de distancia?

Observó los demás rostros rodeados de círculos. Caras duras, impenetrables, con mostachos cubiertos de nieve…

A su pesar, aquellos señores del crimen le inspiraban un respeto ambiguo. Entre ellos, había un joven de hirsuta cabellera.

– ¿Y éste?

– La nueva generación. Azer Akarsa. Un polluelo de Kudseyi. Un pequeño campesino convertido en gran hombre de negocios gracias al respaldo de la fundación de su mentor. Ha hecho fortuna en el negocio de la fruta. Hoy, Akarsa es dueño de inmensos vergeles en su región natal, cerca de Gaziantep. Y aún no ha cumplido los cuarenta. Un golden boy al estilo turco.

El nombre de Gaziantep disparó la alarma en la mente de Paul. Todas las víctimas eran originarias de esa región. ¿Simple coincidencia? Observó con detenimiento a aquel joven con chaqueta de terciopelo abotonada hasta el cuello. Más que un as de los negocios, parecía un estudiante bohemio y soñador.

– ¿Hace política?

Ajik asintió con la cabeza.

– Es un líder moderno. Ha fundado sus propios hogares, en los que se oye rap, se habla de Europa, se bebe alcohol… Todo muy liberal.

– ¿Un moderado?

– Solo en apariencia. En mi opinión. Akarsa es un fanático puro. puede que el peor de todos. Cree en un retorno radical a las raíces. Está obsesionado por el esplendoroso pasado de Turquía. Tiene su propia fundación, que financia trabajos de arqueología.

Paul pensó en las máscaras antiguas, en los rostros esculpidos como si fueran de piedra. Pero eso no era una pista. Ni siquiera una teoría. Solo un delirio que hasta el momento no tenía ninguna base.

– ¿Actividades criminales? -siguió preguntando.

– No, no lo creo. Akarsa no necesita dinero. Y estoy seguro de que desprecia a los Lobos Grises que se comprometen con la mafia. A sus ojos, no son dignos de la «causa».

Paul consultó su reloj: las nueve y media. Tenía que seguir con los cirujanos. Recogió las fotografías y se levantó.

– Gracias, Ali. Estoy seguro de que esta información va a serme muy útil, de un modo u otro.

El diplomático lo acompañó hasta la puerta.

– Todavía no me ha contestado -le recordó en el umbral-. ¿Tienen los Lobos Grises algo que ver con la serie de asesinatos?

– Existe alguna posibilidad de que estén implicados, sí.

– Pero ¿de qué modo?

– No puedo decírselo.

– ¿Cree… que están en París?

Paul salió al rellano sin responder.

– Una última cosa, Ali -dijo al llegar a la escalera-. ¿Por qué ese nombre, Lobos Grises?

– Hace referencia al mito de los orígenes.

– ¿Qué mito?

– Se cuenta que, en tiempos inmemoriales, los turcos no eran más que una horda hambrienta y sin hogar, perdida en el corazón de Asia Central. Cuando estaban en las últimas, los lobos los alimentaron y protegieron. Lobos grises, que dieron origen al auténtico pueblo turco. -Paul se dio cuenta de que aferraba la barandilla con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos como la tiza. Imaginaba una manada trotando por estepas infinitas, confundida con la gris y pulverulenta luz del sol-. Protegen a la raza turca, capitán -concluyó Ajik-. Son los guardianes de los orígenes, de la pureza inicial. Algunos incluso creen que descienden de una loba blanca, Asena. Espero que se equivoque, que esa gente no esté en París. Porque no son criminales al uso. No se parecen a nada de lo que usted haya podido conocer, ni de cerca ni de lejos.

60

Paul acababa de entrar en el Golf cuando sonó el móvil.

– Capitán, creo que podría tener algo.

Era la voz de Naubrel.

– ¿Qué?

– Interrogando a un calefactor, he descubierto que la presión también se utiliza en un sector que no habíamos investigado.

Paul, que aun tenía la cabeza llena de lobos y estepas, apenas entendía de qué hablaba el de la judicial.

– ¿Qué sector? -preguntó por preguntar.

– La conservación de alimentos. Una técnica bastante reciente, importada de Japón. En lugar de calentarlos productos, los someten a una presión elevada. Es más caro, pero permite conservar las vitaminas y…

– Desembucha, joder. ¿Tienes una pista?

– Varias empresas instaladas en las cercanías de París utilizan esa técnica -refunfuñó Naubrel-. Productos de lujo, biológicos o exquisitos. Hay una que me parece interesante, en el valle del Biévre.

– ¿Por qué?

– Pertenece a una sociedad turca.

Paul sintió picores en la raíz del pelo.

– ¿Cómo se llama?

– Empresas Matak.

Dos sílabas que no le decían nada, la verdad.

– ¿Qué productos comercializan?

– Zumos de fruta y conservas de lujo. Según mis informaciones, es un laboratorio más que una instalación industrial. Una especie de unidad piloto.

Los picores se transformaron en descargas eléctricas. Azer Akarsa, El golden boy nacionalista que había levantado un imperio frutícola. El joven campesino de Gaziantep. ¿Habría alguna relación?

– Esto es lo que vas a hacer -dijo Paul con voz más firme-. Arréglatelas para visitar las instalaciones.

– ¿Ahora?

– ¿Tú qué crees? Quiero que inspecciones su espacio presurizado de arriba abajo. Pero mucho cuidado: nada de investigación oficial ni carnet tricolor.

– Entonces, ¿cómo quiere que…?

– Apáñatelas como puedas. También quiero que averigües los nombres de los propietarios en Turquía.

– ¡Será un holding o una sociedad anónima!

– Habla con los responsables del laboratorio. Contacta con la Cámara de Comercio de Francia. Y con la de Turquía, si hace falta. Quiero la lista de los principales accionistas.

– ¿Qué buscamos? -preguntó Naubrel, que parecía haber comprendido que su superior seguía una pista concreta.

– Tal vez un nombre: Azer Akarsa.

– ¡Joder con los nombrecitos! ¿Puede deletreármelo? -Paul hizo lo que le pedía. Iba a colgar, pero el de la judicial pregunto-: ¿Ha puesto la radio?

– ¿Por qué?

– Esta noche han encontrado un cadáver en el Pére-Lachaise. Con la cara destrozada.

Una flecha de hielo entre las costillas.

– ¿Una mujer?

– No. Un hombre. Un policía. Un veterano del Distrito Décimo. Jean-Louis Schiffer. Un especialista en los turcos y…

Los peores destrozos producidos por una bala en un cuerpo humano no los causa la propia bala, sino su surco, que crea un vacío destructor, una cola de cometa a través de la carne, los tejidos, los huesos…

Paul sintió que aquellas palabras lo atravesaban del mismo modo, le horadaban las entrañas y trazaban un túnel de dolor que le hizo gritar. Pero no oyó ningún grito, porque ya había puesto el faro giratorio y encendido la sirena.

61

Estaban todos allí.

Podía clasificarlos por la indumentaria. Los peces gordos de la place Beauvau, con abrigo negro y zapatos lustrosos, de luto permanente; los comisarios y jefes de brigada, de verde camuflaje o pata de gallo otoñal, como cazadores al acecho; los oficiales de la policía judicial, con cazadora de cuero, brazaletes rojos y pinta de proxenetas metidos a milicianos. Fuera cual fuese su grado y su servicio, la mayoría llevaba bigote. Era un símbolo corporativo, una divisa igualadora. Tan previsible como la escarapela de su carnet.

Paul atravesó la barrera de furgones y coches patrulla, cuyos faros giraban silenciosamente ante el columbario, y pasó discretamente por debajo de la cinta amarilla que impedía el acceso a los edificios.

Una vez en el recinto, torció a la izquierda y se escondió detrás de una columna de la arcada. No perdió tiempo admirando el lugar: las largas galerías con los muros cuajados de nombres y flores, la atmósfera de respeto sagrado que emanaba del mármol, sobre el que el recuerdo de los muertos flotaba como la bruma sobre el agua. Se concentró en el grupo de policías que permanecían de pie en el jardín y trató de localizar rostros conocidos.

El primero que reconoció fue el de Philippe Charlier. Envuelto en su abrigo loden, el Gigante Verde se merecía su apodo más que nunca. A su lado estaba Christophe Beauvanier, con gorra de béisbol y chaqueta de cuero. Los dos policías interrogados por Schiffer la noche anterior parecían haberse abalanzado como chacales sobre su cadáver para asegurarse de que estaba frío y bien frío. No muy lejos, reconoció a Jean-Pierre Guichard, procurador de la República; Claude Monestier, comisario de división de Louis-Blanc, y también al juez Thierry Bomarzo, una de las pocas personas que conocía el papel desempeñado por Schiffer en aquel berenjenal, Paul comprendió lo que significaba para él aquella reunión en la cumbre: su carrera no sobreviviría a aquel caos.

Pero lo más asombroso era la presencia de Morencko, el jefe de la OCRTIS, y de Pollet, la cabeza visible de Estupefacientes. Demasiada gente para la desaparición de un simple inspector jubilado. Paul pensó en una bomba cuya auténtica potencia no se sospecha hasta que explota.

Siguió acercándose al amparo de las columnas. Las preguntas deberían haberse atropellado en su mente, en la que sin embargo solo había espacio para una evidencia. Por absurdo que pudiera parecer, aquel lúgubre desfile bajo las bóvedas del santuario recordaba intensamente el funeral de Alpaslan Türkes. El mismo fasto, la misma solemnidad, los mismos bigotes… A su manera, Jean-Louis Schiffer también había obtenido un funeral de repercusión nacional.

Paul vio una ambulancia estacionada al fondo del jardín, a la entrada de una cripta. Junto a ella, los enfermeros fumaban un pitillo y charlaban con unos agentes de uniforme. Sin duda estaban esperando a que la policía científica acabara con las formalidades del levantamiento para llevarse el cadáver al depósito. Así que Schiffer seguía allí dentro…

Abandonó su escondite y avanzó hacia la cripta, oculta tras un seto de aligustre. Iba a bajar la escalera, cuando le dieron el alto:

– ¡Eh! No se puede pasar.

Paul se volvió y mostró su carnet. El número se puso rígido, casi en posición de firmes. Paul lo abandonó a su sorpresa y, sin decir palabra, descendió hasta la puerta de hierro forjado.

Al principio tuvo la sensación de haber penetrado en el laberinto de una mina, con sus túneles y sus niveles. Luego, cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, consiguió hacerse una idea de la configuración de la cripta. Pasillos embaldosados de blanco y negro y flanqueados de miles de nichos, nombres, flores en vasos de cristal… Una ciudad troglodítica, excavada en la misma roca.

Se asomó al hueco abierto sobre los niveles inferiores. Una claridad blanca nimbaba el segundo sótano: los agentes del laboratorio de la policía estaban allá abajo. Localizó la escalera y empezó a bajar. A medida que se aproximaba a la luz, el ambiente, contra toda razón, parecía oscurecerse y enrarecerse. Un extraño olor le inundó las fosas nasales; un olor seco, picante, mineral.

Una vez en el segundo nivel, Paul se dirigió hacia la derecha. Mas que la fuente luminosa, ahora seguía el olor. Al asomarse a la primera esquina vio a dos técnicos, vestidos con monos blancos y gorros de papel. Habían instalado su cuartel general en el cruce de dos galerías. Sus maletines cromados, colocados sobre plásticos, mostraban tubos de ensayo, frascos, atomizadores… Paul se acercó sin hacer ruido a los agentes, que le daban la espalda.

No tuvo que fingir tos: el aire estaba saturado de polvo. Los cosmonautas se volvieron; llevaban máscaras en forma de Y invertida. Paul volvió a sacar el carnet. Una de las cabezas de insecto negó levantando las enguantadas manos.

– Lo siento -dijo una voz apagada, que podía pertenecer a cualquiera de los dos hombres-. Vamos a empezar con las huellas.

– Solo un minuto. Era mi compañero. ¡Poneos en mi lugar, joder!

Las dos íes se miraron. Pasaron unos segundos. Uno de los hombres sacó una máscara de su maleta.

– El tercer pasillo -dije. Sigue los proyectores. Y quédate en las planchas. No pises el suelo. -Haciendo caso omiso de la máscara, Paul se puso en marcha. El hombre insistió-. Cógela. No podrás respirar.

Paul refunfuñó pero se puso la máscara. Recorrió el primer pasillo de la izquierda caminando sobre las tablas, evitando los cables de los proyectores, instalados en todas las esquinas. Las paredes parecían prolongar hasta el infinito la letanía de nichos e inscripciones funerarias, mientras las partículas grises suspendidas en el aire ganaban densidad a cada paso.

Al fin, tras un último giro, comprendió la advertencia.

Bajo las lámparas halógenas, todo era gris: el suelo, las paredes y el techo. Las cenizas de los muertos se habían desparramado fuera de los numerosos nichos destrozados por las balas. Decenas de urnas habían caído al suelo y mezclado su contenido con el yeso y los cascotes.

En las paredes, Paul consiguió identificar los impactos de dos armas distintas: una de grueso calibre, tipo escopeta, y una pistola semiautomática, 9 milímetros o 45.

Siguió avanzando, fascinado por aquel paisaje lunar. Había visto fotos de ciudades enterradas bajo la lava tras una erupción volcánica en Filipinas. Calles cubiertas de cenizas y magma solidificado. Supervivientes despavoridos, con rostros de estatua y niños de piedra en los brazos. Ante él se extendía el mismo cuadro.

Pasó por debajo de otra cinta amarilla y, de pronto, al final del pasillo, lo vio.

Schiffer había vivido como un cabrón.

Y había muerto como un cabrón, en un último estallido de violencia.

El cuerpo, gris de los pies a la cabeza, estaba arqueado y de perfil, con la pierna derecha doblada bajo el impermeable y la mano derecha levantada y doblada, como la pata de un gallo. Un charco de sangre se extendía detrás de lo que quedaba de la caja craneal, como si uno de sus sueños más negros le hubiera explotado en la cabeza. Lo peor era la cara. Las cenizas que la cubrían no conseguían atenuar el horror de las heridas. Le habían arrancado -recortado, más bien- un globo ocular, con toda su cavidad. Tenía la garganta, las mejillas y la frente surcadas de tajos. Uno de ellos, más largo y profundo, dejaba al descubierto las encías hasta el agujero de la órbita, de tal modo que la boca, rebosante de una pasta plateada y roja, se prolongaba en un rictus atroz.

Atacado de náusea, Paul se arrancó la máscara y dobló la cintura. Pero tenía el estómago completamente vacío. Los espasmos solo le hicieron vomitar las preguntas que había retenido hasta ese momento. ¿Qué había ido a hacer allí Schiffer? ¿Quién lo había matado? ¿Quién podía haberse ensañado con él de aquel nodo?

Paul hincó las rodillas en el suelo y empezó a sollozar. Al cabo de unos segundos, las lágrimas le rebosaban de los ojos, sin que se le ocurriera retenerlas o limpiarse los churretones de barro que le surcaban las mejillas.

No lloraba por Schiffer.

Tampoco por las mujeres asesinadas. Ni siquiera por la que vivía en permanente fuga, con la muerte en los talones.

Lloraba por sí mismo.

Por su soledad y por el callejón sin salida en el que se encontraba.

– Ya va siendo hora de que hablemos, ¿no?

Paul se volvió con viveza.

Un hombre con gafas al que no conocía de nada, que no llevaba máscara y cuyo alargado rostro cubierto de polvo parecía una estalactita, le sonreía.

62

– Así que fue usted quien volvió a poner a Schiffer en circulación…

La voz era clara, fuerte, casi risueña, en sintonía con el azul del cielo.

Paul se sacudió la ceniza de la parka y se sorbió la nariz. Había conseguido recuperar parte de su compostura.

– Necesitaba ayuda, sí.

– ¿Qué clase de ayuda?

– Investigo una serie de asesinatos cometidos en el barrio turco.

– ¿Su iniciativa contaba con el respaldo de sus superiores?

– Ya conoce la respuesta.

El hombre de las gafas asintió. No le bastaba con ser alto; todo en él tenía una altivez especial. Cabeza noble, mentón prominente, frente despejada, que coronaba una franja de rizos grises. Un alto funcionario en la plenitud de la edad, con un inquisitivo perfil de lebrel.

Paul lanzó una sonda:

– ¿Es usted de la IGS?

– No. Olivier Amien. Observatorio Geopolítico de las Drogas. Paul había oído aquel nombre con frecuencia cuando trabajaba en la OCRTIS. Amien pasaba por ser el pope de la lucha antidroga en Francia. Un hombre que estaba a la cabeza tanto de la Brigada de Estupefacientes como de los Servicios Internacionales de Lucha contra el Tráfico de Sustancias Ilegales.

Los dos hombres dieron la espalda al columbario y avanzaron por un sendero que parecía una calleja empedrada del siglo XIX. Paul vio a unos enterradores fumando un pitillo apoyados contra una sepultura. Debían de estar comentando el increíble descubrimiento de esa mañana.

– Creo que usted también ha trabajado en la Oficina Central de Estupefacientes… -dijo Amien en un tono cargado de sobrentendidos.

– Varios años, sí.

– ¿Qué asuntos?

– Pequeños. El cannabis, sobre todo. Las redes del norte de África.

– ¿Nunca ha tocado el Cuerno de Oro?

Paul se secó la nariz con el dorso de la mano.

– Si fuera derecho al grano ganaríamos tiempo, usted y yo.

Amien lanzó una sonrisa al sol.

– Espero que una pequeña charla sobre historia contemporánea no lo asuste…

Paul pensó en los nombres y las fechas que le habían llovido encima desde el amanecer.

– Adelante. Estoy en la clase de recuperación.

El alto funcionario se subió las gafas con el índice y comenzó:

– Supongo que el nombre de los talibanes le dice alguna cosa. Desde el 11 de septiembre no hay modo de eludir a esos integristas. Los medios han glosado su vida y milagros hasta la saciedad. Los budas dinamitados. Sus vínculos con Bin Laden. Su intolerable actitud hacia las mujeres, la cultura y cualquier forma de tolerancia. Pero hay un hecho poco conocido, que constituye el único aspecto positivo de su régimen: esos bárbaros lucharon eficazmente contra la producción de opio. En su último año en el poder, prácticamente habían erradicado la cultura de la adormidera en Afganistán. De 3.300 toneladas de opio base producidas en 2000, se había pasado a 185 en 2001. A sus ojos, era una actividad contraria a la ley coránica.

»Por supuesto, en cuanto el mullah Ornar perdió el poder, la cultura del opio resurgió con renovada fuerza. Mientras hablamos, los campesinos de Ningarhar ven florecer las plantas que sembraron el pasado noviembre. Pronto empezará la recogida, a finales de abril. -La atención de Paul iba y venía, como a impulsos de un oleaje interior. La crisis de llanto le había ablandado la mente. Estaba hipersensible, pronto a estallar en risa o llanto a la menor señal-. Pero antes del atentado del 11 de septiembre -siguió diciendo Amien- nadie preveía la caída del régimen. Y los narcotraficantes habían empezado a buscar otras fuentes de abastecimiento. Especialmente los buyuk-babas turcos, los «abuelos», que se encargan de la exportación de heroína hacia Europa, habían puesto los ojos en otros países productores, como Uzbekistán o Tayikistán. No sé si lo sabrá, pero esos países comparten raíces lingüísticas con Turquía.

Paul volvió a sorberse la nariz.

– Empiezo a saberlo, sí.

Amien asintió e hizo una breve pausa para ordenar sus ideas.

– Antes, los turcos compraban el opio en Afganistán y Pakistán. Refinaban la morfina base en Irán y fabricaban la heroína en sus laboratorios de Anatolia. Con los pueblos turcófonos tuvieron que cambiar de método. Refinan la goma en el Cáucaso y después producen el polvo blanco en el extremo este de Anatolia. Estas redes han tardado algún tiempo en consolidarse y, por lo que sabemos, hasta el año pasado estaban en mantillas.

»A finales del invierno 2000-2001, oímos hablar de un proyecto de alianza. Una triple entente entre la mafia uzbeka, que controla inmensos campos de cultivo, los clanes rusos, herederos del Ejército Rojo, que dominan desde hace décadas las rutas del Cáucaso y el trabajo de refinado que se efectúa en esa zona, y las familias turcas, que se encargarían de la fabricación de la droga propiamente dicha. No teníamos nombres ni datos precisos, pero había detalles significativos que hacían pensar en una inminente unión en la cumbre. -Habían llegado a una zona más lúgubre del cementerio. Una sucesión de panteones negros de puertas oscuras y techos oblicuos que evocaba un poblado minero, aplastado por un cielo de carbón. Amien chasqueó la lengua antes de continuar-: Esos tres grupos criminales decidieron iniciar su asociación con un envío piloto. Una pequeña cantidad de droga, que exportarían a modo de prueba y que tendría valor de símbolo. Una puerta abierta al futuro… Para la ocasión, los tres socios se esforzaron en demostrar sus respectivos talentos. Los uzbekos proporcionaron una goma base de extraordinaria calidad. Los rusos utilizaron a sus mejores químicos para refinar la morfina base y, en el otro extremo de la cadena, los turcos elaboraron una heroína casi pura. Del número cuatro. Un néctar.

»Suponemos que también se encargaron de la exportación del producto, de su traslado a Europa. Necesitaban demostrar su fiabilidad en ese terreno. Actualmente se enfrentan a la fuerte competencia de los clanes albaneses y kosovares, que se han hecho los dueños de la ruta de los Balcanes. -Paul seguía sin ver en qué le concernían aquellas historias-. Todo esto ocurría a finales del invierno de 2001. En primavera, esperábamos ver aparecer el famoso cargamento en nuestras fronteras. Una ocasión única de cortar de raíz la nueva red… -Paul observaba las tumbas. Esta vez, un lugar claro, cincelado, variado como una Música de piedra que le murmuraba al oído-. A partir de mayo, en Alemania, en Francia, en Holanda, las fronteras se pusieron en alerta máxima. Los puertos, los aeropuertos, las aduanas de carretera estaban permanentemente vigilados. Cada país había investigado a su respectiva comunidad turca. Habíamos apretado las tuercas a nuestros informadores, intervenido los teléfonos de los traficantes… A finales de mayo, estábamos como al principio. Ni una pista, ni una información… En Francia, empezábamos a preocuparnos. Decidimos investigar más a fondo en la comunidad turca. Recurrir a un especialista. Un hombre que conociera las redes de Anatolia como la palma de su mano y que pudiera convertirse en un auténtico topo.

Aquellas palabras devolvieron a Paul a la realidad. De pronto, comprendió la relación entre los dos asuntos.

– Jean-Louis Schiffer -dijo sin pararse a pensar.

– Exactamente. El Cifra o el Hierro, como prefiera.

– Pero estaba retirado.

– De modo que tuvimos que pedirle que se reenganchara…

Todo iba encajando. El turbio asunto de abril de 2001. La renuncia del tribunal de apelación de París a perseguir a Schiffer por el homicidio de Gazil Hamet.

– Jean-Louis Schiffer puso precio a su colaboración -dedujo Paul en voz alta-. Exigió que se enterrara el asunto Hamet.

– Veo que conoce bien el dossier.

– Yo también formo parte de él. Y estoy aprendiendo a sumar dos y dos en lo tocante a los policías. La vida de un camello de poca monta no valía un bledo comparada con sus grandes ambiciones de jefe de servicio.

– Se olvida usted de nuestra motivación principal: desarticular una red de gran envergadura, atajar…

– No siga. Me conozco la canción.

Amien alzó sus largas manos, dando a entender que renunciaba a polemizar sobre el asunto.

– De todas formas, nuestro problema fue otro.

– ¿Qué quiere decir?

– Schiffer cambió de bando. Cuando descubrió qué clan participaba en la alianza y cuáles eran las características del envío, no nos informó. Por el contrario, creemos que ofreció sus servicios al cártel. Incluso debió de brindarse a recibir al correo en París y repartir la droga entre los mejores distribuidores. ¿Quién mejor que él conocía a los traficantes instalados en Francia? -Amien rió con cinismo-. En este asunto, nos faltó intuición. Pedimos ayuda al Hierro, pero quien acudió fue el Cifra. Le pusimos en bandeja el negocio de su vida. Para Schiffer, ese asunto fue su apoteosis.

Paul guardó silencio. Intentaba reconstruir su propio mosaico, pero aún quedaban demasiadas lagunas.

– Si Schiffer acabó su carrera con ese golpe magistral -dijo al cabo de unos instantes-, ¿por qué seguía en el asilo de Longéres?

– Porque, una vez más, las cosas no salieron como estaba previsto.

– ¿Es decir?

– El correo enviado por los turcos no apareció. Al final, fue él quien engañó a todo el mundo y huyó con el cargamento. Sin duda, Schiffer temía que sospecháramos de él y prefirió hacer mutis y enterrarse en Longéres hasta que las cosas se calmaran. Incluso un hombre como él temía a los turcos. No hace falta que le explique el tratamiento que reservan a los traidores…

Otro recuerdo: el Cifra se había inscrito con un nombre falso en Longéres, donde hacía todo lo posible por pasar inadvertido. Sí: temía las represalias de las familias turcas. Las piezas encajaban, pero Paul no estaba totalmente convencido. El puzzle le parecía demasiado frágil, demasiado precario.

– Todo eso no son más que hipótesis -replicó-. No tiene ni la sombra de una prueba. En primer lugar, ¿cómo puede estar tan seguro de que la droga no llegó a Europa?

– Dos elementos nos lo demostraron de forma irrebatible. Primero, una heroína de esas características habría producido efectos perceptibles en el mercado. Habríamos constatado una escalada en las sobredosis, por ejemplo. Sin embargo, no pasó nada.

– ¿Y segundo?

– Hemos encontrado la droga.

– ¿Cuándo?

– Hoy mismo. -Amien lanzó una mirada a su alrededor-. En el columbario.

– ¿Aquí?

– Si hubiera seguido avanzando por la cripta, la habría descubierto usted mismo, mezclada con las cenizas de los muertos. Debía de estar escondida en alguno de los nichos destrozados durante el tiroteo. Ahora es inutilizable -dijo Amien, y volvió a sonreír-. Debo confesar que el símbolo es ineludible: la muerte blanca convertida en muerte gris. Eso es lo que Schiffer vino a buscar anoche. Y fue su investigación la que lo condujo aquí.

– ¿Qué investigación?

– La de usted.

Cables eléctricos que seguían sin encontrar su conexión.

– No lo entiendo -murmuró Paul, perplejo.

– Pues es bien sencillo. Desde hace meses, creemos que el correo de los turcos era una mujer. En Turquía, las mujeres son médicos, ingeniero,, ministros… ¿Por qué no van a ser traficantes de drogas?

Esta vez la conexión se produjo. Sema Gokalp, Anna Heymes. La mujer de las dos caras. La mafia turca había lanzado a sus Lobos sobre las huellas de la mujer que la había traicionado.

La Presa era el correo.

Paul se lanzó a una reconstrucción relámpago: esa noche, Schiffer había sorprendido a Sema en el preciso momento en que recuperaba la droga.

Se había producido un enfrentamiento.

Una lucha a muerte.

Y la Presa seguía huyendo…

– Nos interesa su investigación, Nerteaux. -Amien ya no sonreía-. Hemos establecido la relación entre las tres víctimas de su caso y la mujer que buscamos. Los jefes del cártel turco enviaron a sus sicarios para buscarla, pero hasta ahora los ha eludido. ¿Dónde está Nerteaux? ¿Tiene alguna pista, por pequeña que sea, que pueda conducirnos hasta ella?

Paul no respondió. Remontaba mentalmente el tren que le había pasado por delante de las narices: los Lobos Grises torturando mujeres, en busca de la droga; Schiffer, con su especial olfato, comprendiendo poco a poco que perseguía a la misma mujer que lo había engañado huyendo con el precioso cargamento…

En ese momento tomó una decisión. Sin preámbulos, le contó toda la historia a Olivier Amien. El secuestro de Zeynep Tütengil, en noviembre de 2001. El descubrimiento de Sema Golkalp en el baño turco. La intervención de Philippe Charlier y su operación de limpieza. El programa de condicionamiento psíquico. La creación de Anna Heymes. La fuga de esta última, que volvía sobre sus pasos y recuperaba poco a poco la memoria… hasta meterse de nuevo en la piel de la traficante y tomar el camino del cementerio.

Cuando Paul dio por concluido su relato, el alto funcionario parecía totalmente noqueado.

– ¿Por eso ha venido Charlier? -preguntó al cabo de un minuto largo.

– Y Beauvanier. Están pringados hasta las cejas. Han venido a asegurarse de que Schiffer está bien muerto. Pero queda Anna Heymes. Y Charlier tiene que encontrarla antes de que hable. La eliminará en cuanto le ponga la mano encima. Va detrás de la misma liebre que usted.

Amien se colocó frente a Paul y se quedó inmóvil. Su expresión tenía la dureza de la piedra.

– Charlier es cosa mía. ¿Qué tiene usted para localizar a esa mujer?

Paul miraba las sepulturas a su alrededor. Un retrato amarillento en un marco oval. Una plácida Virgen, envuelta en un lánguido manto, miraba hacia un lado. Un Cristo taciturno de tonos broncíneos… En todo aquello había algún detalle que le decía algo, pero no sabía qué.

– ¿Qué pista tiene? -insistió Amien sacudiéndole el brazo con brusquedad-. La muerte de Schiffer le caerá encima como una losa. Como policía, está usted acabado. A menos que encontremos a la chica y saquemos el asunto a la luz. Con usted en el papel de héroe Le repito la pregunta: ¿qué pista tiene?

– Quiero seguir con la investigación personalmente -repuso Paul.

– Deme la información. Luego ya se verá.

– Quiero su palabra de honor.

– ¡Hable, por amor de Dios! -exclamó Amien, exasperado.

Paul volvió a abarcar los monumentos funerarios con la mirada: el desgastado rostro de la Virgen, la alargada cabeza del Cristo, el retrato oval de tonos sepia… De pronto, comprendió el mensaje: caras. El único modo de encontrarla.

– Se ha operado la cara -murmuró-. Cirugía estética. Tengo una lista de los cirujanos que podrían haber realizado la operación en París. Ya he hablado con tres. Deme lo que queda de hoy para hablar con los demás.

– ¿Eso…? ¿Eso es todo lo que tiene? -preguntó Amien con la decepción pintada en el rostro.

Paul se acordó de la empresa de conservas de fruta, de sus vagas sospechas respecto a Azer Akarsa. Si aquel cabrón estaba implicado en la serie de asesinatos, lo quería para él solo.

– Sí -mintió-, es todo. Y no es poco. Schiffer estaba convencido de que el cirujano nos llevaría hasta la chica. Déjeme comprobar si estaba en lo cierto.

Amien apretó las mandíbulas: ahora parecía un depredador. Apuntó con el dedo sobre el hombro de Paul.

– La estación de metro Alexandre-Dumas está detrás de usted, a cien metros. Desaparezca. Le doy hasta mediodía para encontrarla. -Paul comprendió que el alto funcionario lo había llevado allí con toda intención. Pensaba proponerle aquel trato desde un principio. Amien le metió una tarjeta de visita en el bolsillo-. Mi móvil. Encuéntrela, Nerteaux. Es su única posibilidad de salir de esta. Si no, dentro de unas horas la presa será usted.

63

Paul no cogió el metro. Ningún policía digno de ese nombre viaja en metro.

Corrió hasta la place Gambetta siguiendo la tapia del cementerio y recuperó su coche, estacionado en la rue Emile-Landrin. Sacó el viejo mapa de París manchado de sangre y releyó la lista de los últimos cirujanos.

Siete.

Desperdigados por cuatro distritos de París y dos ciudades del extrarradio.

Señaló las direcciones con sendos círculos en el plano y trazó el itinerario más rápido para interrogarlos uno tras otro, partiendo del Distrito Vigésimo.

Cuando estuvo seguro del camino a seguir, colocó el faro giratorio en el techo del Golf y arrancó concentrado en el primer nombre. Doctor Jêrome Chéret.

Rue Rocher, 18, Distrito Octavo.

Puso rumbo hacia el oeste, remontó el boulevard de la Villette, el de Rochechuart y, por último, el de Clichy. Iba exclusivamente por los carriles reservados a los autobuses, invadía los de bicicletas, se subía a las aceras e incluso circuló en dirección prohibida en dos ocasiones.

Cerca del boulevard de Batignolles, redujo la velocidad y llamó a Naubrel.

– ¿Cómo va?

– Estoy saliendo de Empresas Matak. Me he compinchado con los chicos de Higiene. Una visita sorpresa.

– ¿Y?

– Una nave completamente blanca, impecable. Un auténtico laboratorio. He visto la cámara de alta presión. Limpia como una patena: inútil buscar la menor huella. También he hablado con los ingenieros…

Paul se había imaginado un edificio industrial abandonado y roñoso, donde las víctimas gritarían en vano. Pero, de pronto, la idea de un lugar inmaculado le pareció más adecuada.

– ¿Has interrogado al responsable? -lo atajó.

– Sí. Con tacto. Un francés. Parece tan limpio como todo lo demás.

– ¿Y más arriba? ¿Te has remontado hasta los propietarios turcos?

– La empresa pertenece a una sociedad anónima, YALIN S.A., que a su vez forma parte de un holding registrado en Ankara. Ya he contactado con la Cámara de Comercio de…

– Espabila. Consigue la lista de accionistas. Y ten en mente el nombre de Azer Akarsa.

Paul colgó y consultó su reloj: hacía veinte minutos que había salido del cementerio.

En el cruce de Villiers dio un volantazo a la izquierda, se metió en la rue Rocher y paró la sirena y el faro.

Eran las once y veinte cuando hacía sonar el timbre de Jêrome Chéret. Le hicieron pasar por una puerta falsa para no asustar a la clientela. El médico lo recibió discretamente en la antesala del quirófano.

– Solo quiero que le eche un vistazo a esto -le dijo Paul tras una breve explicación.

Esta vez se limitó a dos documentos: el retrato robot de Sema y el nuevo rostro de Anna.

– ¿Es la misma? -preguntó el cirujano con indisimulada admiración-. Un trabajo excelente.

– ¿La conoce o no?

– Ni a la una ni a la otra. Lo siento.

Paul bajó corriendo la escalera de alfombra roja y molduras blancas.

Una tachadura en el plano y a por el siguiente. Eran las doce menos veinte.

Doctor Thierry Dewaele.

Rue Phalsbourg, 22, Distrito Decimoséptimo.

Un edificio parecido, preguntas parecidas, respuestas parecidas. A las doce y cuarto, cuando volvía a accionar la llave de contacto, sonó el móvil en el interior de su bolsillo. Un mensaje de Matkowska: lo había llamado durante la breve entrevista con Dewaele. Al parecer, tras los espesos muros del ricachón no había cobertura. Paul llamó al teniente de inmediato.

– Tengo novedades sobre las esculturas antiguas -dijo el de la judicial-. Unas ruinas donde hay cabezas de gran tamaño. Tengo fotos. Las estatuas tienen grietas… distribuidas de un modo muy parecido a los cortes de los rostros de las víctimas… -Paul cerró los ojos. No sabía qué lo exaltaba más, si estar cada vez más cerca de un asesino demente o haber tenido razón desde el principio- -. Son cabezas de dioses -siguió diciendo Matkowska con voz temblorosa-, mitad griegas, mitad persas, que datan de principios de la era cristiana. El santuario de un rey, en la cima de una montaña, al este de Turquía.

– ¿Dónde, exactamente?

– Al sudeste. Cerca de la frontera con Siria.

– Dame nombres de ciudades importantes.

– Espere. -Paul oyó ruido de papeles y a Matkowska maldiciendo por lo bajo. Se miró las manos: no le temblaban. Se sentía preparado, como envuelto en capas de hielo-. Aquí esta. Tengo e! mapa. Las ruinas de Nemrut Dag están cerca de Adiyaman y de Gaziantep.

Gaziantep. Otra coincidencia que apuntaba hacia Azer Akarsa. «Es dueño de inmensos vergeles en su región natal, cerca de Gaziantep», había dicho Ali Ajik. Esos vergeles, ¿estarían situados al pie mismo de la montaña de las estatuas? ¿Habría crecido Akarsa a la sombra de aquellas cabezas de coloso?

Paul volvió al punto esencial. Necesitaba que se lo confirmaran de viva voz.

– Y esas cabezas, ¿recuerdan realmente los rostros de las víctimas.?

– Es alucinante, capitán. Los mismos agujeros, los mismos tajos… Hay una estatua, la de Commagene, una diosa de la fertilidad, que se parece horrores a la cara de la tercera víctima. Sin nariz, con la barbilla limada… He colocado una imagen encima de la otra. Las grietas de la erosión coinciden al milímetro con los cortes. No sé lo que significa eso, pero me ha puesto los pelos de punta…

Paul sabía por experiencia que, tras un largo túnel, los indicios decisivos podían encadenarse en el espacio de unas horas. La voz de Ajik, de nuevo: «Está obsesionado por el esplendoroso pasado de Turquía. Tiene su propia fundación, que financia trabajos de arqueología».

¿Costearía el golden boy trabajos de restauración en aquel sitio en concreto? ¿Tendría algún interés personal en aquellos rostros milenarios?

Paul se detuvo, respiró hondo y se hizo la pregunta esencial: ¿sería Azer Akarsa el asesino principal, el jefe del comando? Su pasión por la escultura antigua, ¿podía llegar a expresarse a través de actos de tortura y mutilación? Era demasiado pronto para ir tan lejos. Paul aparcó la teoría en el fondo de su mente y ordenó:

– Concéntrate en esos monumentos. Intenta averiguar si ha habido trabajos de restauración recientemente. Y, si es así, entérate de quién los financió.

– ¿Tiene alguna idea?

– Sí, tal vez una fundación, pero no sé cómo se llama. Si das con un instituto, consigue su organigrama y consulta la lista de los principales donantes, de los responsables. Busca en particular el nombre de Azer Akarsa.

Paul tuvo que volver a deletrearlo. Esta vez, con la sensación de que entre las letras saltaban chispas, como puntas de sílex.

– ¿Es todo? -preguntó el teniente.

– No -dijo Paul sin aliento-. Comprueba también los visados concedidos a ciudadanos turcos desde el pasado noviembre. A ver si aparece Akarsa.

– Pero ¡hay trabajo para horas!

– No, está todo informatizado. Y ya tengo a alguien trabajando en los visados, en la VPE. Contacta con él y dale ese nombre. Muévete.

– Pero…

– ¡Ya!

64

Didier Laferriére.

Rue Boissy-d'Anglas, 12, Distrito Octavo.

Apenas entró al piso, Paul tuvo un presentimiento, un pálpito de madero, casi paranormal. De allí no saldría con las manos vacías. La consulta estaba sumida en la penumbra. El cirujano, un hombre menudo de canoso pelo crespo, estaba de pie al otro lado del escritorio.

– ¿La policía? -preguntó con voz inexpresiva-. ¿Qué ocurre?

Paul le explicó la situación y sacó los retratos. La desconfianza del matasanos se acentuó. Encendió la lámpara del escritorio y se inclinó sobre las imágenes.

Sin dudarlo, acercó el índice a la foto de Anna Heymes.

– No la he operado, pero la conozco. -Paul apretó los puños. ¡Sí, Dios mío, ya lo tenía!-. Vino a verme hace unos días añadió Laferriére.

– Sea más preciso.

– El pasado lunes. Si quiere, puedo comprobarlo en mi agenda…

– ¿Qué quería?

– Se comportó de forma muy extraña.

– ¿Por qué?

El cirujano meneó la cabeza.

– Me hizo un montón de preguntas sobre las cicatrices que dejan ciertas operaciones.

– ¿Qué tiene eso de extraño?

– Nada. Simplemente… O era una farsante o estaba amnésica

– ¿Porqué?

El doctor Laferriére dio unos golpecitos con el índice sobre el rostro de Anna Heymes.

– Porque a esta mujer ya la habían operado. Cuando se iba, le vi las cicatrices. No sé qué pretendía viniendo a verme. Tal vez quería llevar ajuicio al cirujano que la había intervenido. -Laferriére hizo una pausa para observar la foto-. Aunque hizo un trabajo excelente…

Otro punto para Schiffer. «En mi opinión, está haciendo averiguaciones sobre sí misma.» Era exactamente lo que estaba pasando: Anna Heymes seguía la pista de Sema Gokalp. Remontaba el curso de su propio pasado.

Paul estaba empapado en sudor; tenía la sensación de seguir un rastro de fuego. La Presa estaba ahí, ante él, al alcance de su mano.

– ¿Es todo lo que dijo? ¿Ningún dato personal?

– No. Simplemente añadió: «Antes tengo que verlo con mis propios ojos», o una cosa por el estilo. Algo incomprensible. ¿Quién es, exactamente?

Paul se levantó sin responder. Cogió un taco de post-it del escritorio y apuntó el número de su móvil.

– Si vuelve a llamar, arrégleselas para localizarla. Háblele de su operación. De los efectos secundarios. De lo que sea. Pero localícela y llámeme. ¿Entendido?

– ¿Está usted bien?

Paul se detuvo con la mano en el pomo de la puerta.

– ¿Cómo dice?

– No sé, está usted tan rojo…

65

Pierre Laroque.

Rue Maspero, 24, Distrito Decimosexto.

Nada.

Jean-François Skenderi.

Clínica Massener, avenue Paul-Doumer, 58, Distrito Decimosexto.

Nada.

A las dos en punto, Paul volvía a cruzar el Sena. En dirección a la orilla izquierda.

Había renunciado al faro y la sirena -le daban dolor de cabeza- y buscaba un poco de paz en los rostros de los peatones, el colorido de los escaparates, los rayos de sol… Miraba maravillado a los parisinos, que vivían otro día normal dentro de la normalidad de sus vidas.

Llamó varias veces a sus tenientes. Naubrel seguía batallando con la Cámara de Comercio de Ankara, mientras Matkowska importunaba a los museos, los institutos de arqueología, las oficinas de turismo y la mismísima UNESCO en busca de fundaciones que hubieran financiado trabajos en las ruinas de Nemrut Dag en fechas recientes. Con el otro ojo, estaba pendiente de la lista de visados, que seguían analizando los motores de búsqueda; pero el nombre de Akarsa se resistía a aparecer.

Paul se asfixiaba dentro de la ropa. Tenía la cara ardiendo y la migraña le taladraba la nuca con dolorosas palpitaciones, tan intensas que habría podido contarlas. Tendría que haber hecho un alto en una farmacia, pero llevaba rato dejándolo para la siguiente esquina.

Bruno Simonnet.

Avenue de Ségur, 139, Distrito Séptimo.

Nada.

El cirujano, un hombre corpulento, tenía en brazos un rollizo minino. Viéndolos así, en perfecta armonía, no se sabía bien quién acariciaba a quién. Paul se estaba guardando las fotos cuando Simonnet comentó:

– No es usted el primero que me muestra ese rostro.

– ¿Qué rostro? -preguntó Paul sobresaltado.

– Ese.

Simonnet señaló el retrato robot de Sema Gokalp.

– ¿Quién se lo enseñó? ¿Un policía?

El cirujano asintió sin parar de toquetearle la nuca al felino. Paul pensó en Schiffer de inmediato.

– ¿Maduro, fuerte, con el pelo plateado?

– No. Joven. Con el pelo revuelto y pinta de estudiante. Tenía un ligero acento.

Paul llevaba rato encajando golpes como un boxeador acorralado contra la cuerdas. Esa vez tuvo que apoyarse en la repisa de la chimenea de mármol.

– ¿Acento turco?

– ¿Cómo quiere que lo sepa? Oriental, sí, podría ser.

– ¿Cuándo vino?

– Ayer por la mañana.

– ¿Qué nombre le dio?

– Ninguno.

– ¿Un contacto?

– No. Es raro. En las películas, ustedes siempre dejan su tarjeta, ¿no?

– Vuelvo enseguida.

Paul bajó al coche a toda prisa, cogió una fotografía del funeral de Türkes en la que aparecía Akarsa y, de nuevo en la consulta, se la tendió a Simonnet.

– El individuo del que hablamos, ¿sale en esta foto?

– Es él -aseguró el cirujano señalando al hombre de la chaqueta de terciopelo-. No hay duda posible.añadió alzando los ojos hacia Paul-. ¿No es compañero suyo?

Paul buscó en su interior toda la sangre fría que le quedaba y volvió a sacar la reconstrucción informática del rostro de la pelirroja.

– Dice usted que le enseñó este retrato. ¿Era exactamente el mismo? ¿Un dibujo como este?

– No. Una fotografía en blanco y negro. Una foto de grupo, para ser exactos. En el campus de una universidad, o un sitio muy parecido. La calidad dejaba mucho que desear, pero la mujer era la misma. Sin ninguna duda.

Sema Gokalp, joven y aguerrida entre otros estudiantes turcos, flotó unos instantes ante los ojos de Paul.

La única foto que tenían los Lobos Grises.

La borrosa imagen que les había costado la vida a tres mujeres inocentes.

Paul arrancó con un chirrido de neumáticos.

Volvió a colocar el faro en el techo del Golf y pisó el acelerador, con luces y sirena perforando aquel día de acuario.

Deducciones en cascada.

Y los latidos de su corazón, al mismo ritmo.

Ahora los Lobos Grises seguían la misma pista que él. Habían necesitado tres cadáveres para salir de su error. Ahora buscaban al cirujano plástico que había transformado a su presa.

Otra victoria póstuma para Schiffer.

«Nos los encontraremos de frente, lo presiento.»

Paul consultó su reloj: las dos y media.

Solo quedaban dos nombres en la lista.

Tenía que encontrar al cirujano antes que los asesinos.

Tenía que encontrara la mujer antes que ellos.

Paul Nerteaux contra Azer Akarsa.

El hijo de nadie contra el hijo de Asena, la Loba Blanca.

66

Frédéric Gruss vivía en lo alto de Saint-Cloud. Mientras circulaba por la vía rápida que bordea el Sena en dirección al Bois de Boulogne, Paul volvió a hablar con Naubrel.

– ¿Todavía nada con los turcos?

– Estoy en ello, capitán, estoy…

– Déjalo correr.

– ¿Qué?

– ¿Tienes copias de las fotos del entierro de Türkes?

– Sí, en mi ordenador.

– Hay una en el que el ataúd aparece en primer plano.

– Espere que lo anoto.

– En esa foto, el tercero de la izquierda es un joven con chaqueta de terciopelo. Quiero que amplíes su imagen y lances una orden de búsqueda a nombre de…

– ¿Azer Akarsa?

– Exactamente.

– ¿Es el asesino?

Paul tenía los músculos del cuello tan tensos que le costaba hablar:

– Tú lanza la orden de búsqueda.

– Eso está hecho. ¿Algo más?

– No. Ve a ver a Bomarzo, el juez que se encarga de los homicidios. Le pides una orden de registro de Empresas Matak.

– ¿Yo? ¿No sería mejor que fuera usted quien…?

– Le dices que te mando yo. Que tengo pruebas.

– ¿Pruebas?

– Un testigo ocular. Llama también a Matkowska y pídele las fotos de Nemrut Dag.

– ¿De quién?

Una vez más, Paul deletreó y le explicó al teniente de qué iba el asunto.

– Que te diga si el nombre de Akarsa ha aparecido entre los visados. Luego, lo reúnes todo y corres a ver al juez.

– ¿Y si me pregunta dónde está usted?

Paul dudó.

– Le das este número -respondió, y le dictó el teléfono de Olivier Amien.

Que se apañen entre ellos, se dijo cortando la comunicación. Tenía a la vista el puente de Saint-Cloud.

Las tres y media.

El sol inundaba el boulevard de la République, enroscado en torno a la colina sobre la que se alza Saint-Cloud. Era un día de auténtico esplendor primaveral, propicio ya a los hombros desnudos y las poses lánguidas en las terrazas de los bares. Lástima: para el último acto, habría preferido un cielo cargado de amenazas. Un firmamento apocalíptico, desgarrado por relámpagos y negro como el carbón.

Mientras subía por el bulevar, se acordó de la visita al depósito de cadáveres de Garches en compañía de Schiffer. ¿Cuántos siglos habían pasado desde aquel día,

Una vez en lo alto de la colina, descubrió una ciudad de calles tranquilas y pulcras. La flor y nata de los barrios residenciales. Un pequeño concentrado de vanidad y riqueza dominando el valle del Sena y la «ciudad baja».

Paul estaba tiritando. La premura, el cansancio y los nervios. Breves eclipses le nublaban la vista. Estrellas negras le golpeaban el fondo de las órbitas. No aguantaba sin dormir; era una de sus debilidades. Nunca había aguantado, ni siquiera de niño, cuando acechaba el regreso de su padre, paralizado por la angustia.

Su padre. La imagen del viejo empezó a confundirse con la de Schiffer, los desgarrones del asiento del taxi con las heridas del cadáver cubierto de ceniza…

Lo despertó un bocinazo. El semáforo estaba en verde. Se había adormilado. Arrancó con rabia y al fin consiguió encontrar la rue des Chênes.

Redujo la velocidad y siguió avanzando en busca del número 37. No veía las casas, ocultas tras muros de piedra o hileras de pinos; zumbaban los insectos; toda la naturaleza parecía aletargada bajo el sol de primavera.

Encontró sitio para aparcar justo delante del 37, un portón negro en una tapia encalada.

Se disponía a llamar cuando advirtió que la puerta estaba entreabierta. Una señal de alarma se encendió en su cerebro. Aquello no encajaba con la atmósfera de desconfianza que se respiraba en el barrio. Instintivamente, Paul despegó la cinta de velcro que cerraba su pistolera.

El jardín de la propiedad no tenía nada de particular. Parterres de césped, árboles grises, un sendero de gravilla… Al fondo se alzaba la casa, de aspecto sólido, paredes blancas y contraventanas negras. Pegado al edificio había un garaje de dos o tres plazas con puerta basculante.

No salieron a recibirlo ni perros ni criados. En el interior tampoco se apreciaba el menor movimiento.

La señal de alarma aumentó de tono.

Subió los tres escalones que conducían al porche y advirtió otra disonancia: una ventana rota. Tragó saliva y, muy lentamente, desenfundó el 9 milímetros. Empujó la hoja y pasó una pierna por encima del alféizar procurando no pisar los cristales del interior. A un metro a su derecha estaba el vestíbulo. El silencio envolvía todos sus movimientos. Paul dio la espalda a la entrada y avanzó por el pasillo.

A la izquierda había una puerta entreabierta con una placa que decía: SALA DE ESPERA. Un poco más adelante, a la derecha, había otra abierta de par en par. La consulta del cirujano, sin duda. Primero se fijó en la pared de aquella habitación, revestida de material insonorizarte, planchas de yeso y paja mezclados.

Luego, en el suelo. Estaba cubierto de fotografías: rostros femeninos vendados, tumefactos, surcados de costurones… La confirmación definitiva de sus sospechas: alguien había allanado la vivienda para buscar algo.

Paul oyó un crujido al otro lado de la pared.

Se detuvo en seco y apretó la mano sobre el arma. En ese instante, comprendió que solo había vivido para ese momento. Ya no importaba lo que durara su vida; no importaban las alegrías, las esperanzas, las decepciones del pasado. Ahora lo único que contaba era su valor, su heroísmo. Paul comprendió que los próximos segundos darían todo su sentido a su paso por la tierra. Unos gramos de coraje y honor en la balanza de las almas…

Iba a abalanzarse sobre la puerta cuando el tabique voló en mil pedazos.

Paul salió despedido contra la pared de enfrente. En un abrir y cerrar de ojos, el pasillo se llenó de fuego y humo. Apenas le había dado tiempo a ver un agujero del tamaño de un plato, cuando otros dos proyectiles destrozaron el material aislante. La paja prendió y el pasillo se transformó en un túnel de fuego.

Paul se acurrucó en el suelo. Bajo la lluvia de paja y cascotes de yeso, el calor de las llamas le abrasaba la nuca.

Casi al instante se hizo el silencio. Paul levantó la cabeza. Frente a él no había más que un montón de escombros que permitía ver la consulta en su totalidad.

Estaban allí.

Tres hombres vestidos con monos negros, con la cabeza oculta bajo pasamontañas de comando y el cuerpo ceñido con cartucheras. Empuñaban sendos fusiles lanzagranadas modelo SG 5040. Paul solo los había visto en catálogos, pero estaba seguro.

A los pies de los sicarios, el cadáver de un hombre en bata. Frédéric Gruss, asumiendo los últimos riesgos de su profesión.

Por puro reflejo, Paul buscó la Glock. Pero era demasiado tarde. La sangre que le manaba del vientre trazaba meandros rojos por los pliegues de su chaqueta. No sentía dolor, así que dedujo que estaba herido de muerte.

Paul oyó crujidos a su izquierda. Aunque le zumbaban los oídos, percibía con una claridad irreal unos pasos que avanzaban hacia él aplastando los cascotes.

En el hueco de la puerta apareció otro hombre. La misma figura negra, encapuchada y enguantada, pero sin fusil.

El hombre se le acercó y observó la herida. Luego, con un solo gesto, se arrancó el pasamontañas. Tenía el rostro totalmente cubierto de pintura. Los trazos y las curvas que le cubrían la piel representaban la cabeza de un lobo. Los bigotes, las mandíbulas, los ojos manchados de negro… Una máscara dibujada sin duda con henna, que sin embargo recordaba a los guerreros maoríes.

Paul reconoció al hombre de la fotografía: Azer Akarsa. Tenía una polaroid entre los dedos: un óvalo pálido enmarcado por mechones negros. Anna Heymes, recién operada.

Ahora los Lobos podrían encontrar a su Presa.

La caza continuaría. Pero sin él.

El Turco se arrodilló.

Miró a Paul a los ojos y, con voz suave, dijo:

– La presión las vuelve locas. La presión hace desaparecer su dolor. La última cantaba con la nariz cortada.

Paul cerró los ojos. No entendía el significado exacto de aquellas palabras, pero estaba seguro de algo: aquel hombre sabía quién era y ya estaba informado de la visita de Naubrel a su laboratorio.

Como iluminados por relámpagos, Paul vio las heridas de las víctimas, los cortes de sus rostros. Un elogio de la escultura antigua, firmado por Azer Akarsa.

Sintió que los labios se le llenaban de espuma: la sangre. Cuando volvió a abrir los ojos, el Lobo asesino le apuntaba a la frente con un calibre 45.

Su último pensamiento fue para Céline.

Sentía no haber podido llamarla antes de que se fuera al cole.