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Aeropuerto Roissy-Charles-de-Gaulle.
Jueves 21 de marzo, 16 horas.
Solo hay una forma de disimular un arma en un aeropuerto.
En general, los aficionados a las armas de fuego piensan que una pistola automática marca Glock, fabricada esencialmente con polímeros, puede eludir los rayos X y los detectores de metales. Error: el cañón, el resorte recuperador, el percutor, el gatillo, el resorte del cargador y varias otras piezas son de metal. Por no hablar de las balas. Solo hay una forma de disimular un arma en un aeropuerto.
Y Sema la conoce.
Se acuerda ante los escaparates de la zona comercial del aparcamiento, cuando se dispone a tomar el vuelo TK 4067 de Turkish Airlines con destino a Estambul.
Primero, compra algo de ropa, un bolso de viaje -nada más sospechoso que un viajero sin equipaje- y material fotográfico. Una caja F2 Nikon, dos objetivos, de 35-70 y 200 milímetros, una cajita de herramientas para los aparatos de esa marca y dos estuches forrados de plomo, que protegen las películas en los controles de seguridad. Coloca cuidadosamente estos objetos en un bolso profesional Promax y se dirige a los lavabos.
Allí, en la intimidad de una cabina, coloca el cañón, el percutor y las demás piezas metálicas de la Glock 21 entre los tornillos y pinzas de la caja de herramientas. A continuación, esconde las balas de tungsteno en las fundas emplomadas, que detienen los rayos X y convierten en invisible su contenido.
Sema está maravillada de sus propios reflejos. Sus gestos, sus conocimientos, todo vuelve a ella de forma espontánea. «Memoria cultural», habría dicho Ackermann.
A las cinco, toma tranquilamente su vuelo, que la deja en Estambul al atardecer, sin que haya tenido ningún contratiempo en las aduanas.
En el taxi apenas se fija en el paisaje que la rodea. Está cayendo la noche. Un ligero chaparrón lanza reflejos fantasmales bajo las farolas, que armonizan a la perfección con el vago fluir de sus pensamientos.
Solo aprecia detalles sueltos: un vendedor ambulante de roscos de pan; unas chicas con la cara semioculta tras un pañuelo, mezcladas con los motivos de cerámica de una estación de autobús; una alta mezquita, huraña y sombría, que parece entregada a sus negros pensamientos sobre los árboles; jaulas de pájaro alineadas sobre un muelle como panales… Todo le murmura en un lenguaje familiar y lejano a un tiempo. Sema se aparta de la ventanilla y se acurruca en el asiento.
Escoge uno de los hoteles más elegantes del centro, donde se pierde en el enjambre de turistas anónimos.
A las ocho y media de la tarde, echa el pestillo a la puerta de su habitación, se deja caer en la cama y se duerme completamente vestida.
Al día siguiente, 22 de marzo, emerge del sueño a las diez de la mañana.
Al instante enciende la televisión y busca un canal francés en la red satélite. Tiene que conformarse con TV5, la cadena internacional de los países francófonos. A mediodía, tras un debate sobre la caza en la Suiza de habla francesa y un documental sobre los parques nacionales de Québec, capta por fin el telediario de TF1, difundido en Francia la tarde anterior.
Dan la noticia que le interesa: el hallazgo del cadáver de Jean-Louis Schiffer en el cementerio Pére-Lachaise. Pero también una que no espera: ese mismo día, en una casa particular de Saint-Cloud, se encontraron otros dos cadáveres.
Al reconocer la residencia, Sema sube el volumen. Las víctimas han sido identificadas: Frédéric Gruss, cirujano plástico y propietario de la casa, y Paul Nerteaux, de treinta y cinco años, capitán de policía adscrito a la Primera DPJ de París.
Sema está aterrada. El comentarista prosigue:
– «Por el momento, nadie puede explicar el doble asesinato, aunque podría estar relacionado con la muerte de Jean-Louis Schiffer. Paul Nerteaux investigaba los asesinatos de tres mujeres cometidos en los últimos meses en el barrio parisino de la Pequeña Turquía. En el marco de dicha investigación, había consultado al inspector retirado, buen conocedor del Distrito Décimo…».
Sema no había oído hablar jamás del tal Nerteaux -un tío joven, bastante guapo, con pelo de japonés-, pero puede deducir la secuencia lógica de los hechos. Tras matar inútilmente a tres mujeres, los Lobos habían encontrado la pista correcta, que los había llevado hasta Gruss, el cirujano que la había operado en el verano de 2001. Paralelamente, el policía joven debía de haber seguido el mismo recorrido e identificado al hombre de Saint-Cloud. Se había presentado en su casa en el preciso momento en que lo interrogaban los Lobos. El asunto había acabado a la turca: en un baño de sangre.
Aunque de un modo vago, Sema lo preveía desde el principio: los Lobos acabarían descubriendo su nuevo rostro. Y, a partir de ese momento, sabrían exactamente dónde encontrarla. Por una sencilla razón: su jefe es don Terciopelo, el amante de los bombones rellenos de guirlache que visitaba regularmente la Casa del Chocolate. Sema conoce esta asombrosa verdad desde que ha recuperado la memoria. Se llama Azer Akarsa. Sema recuerda haberlo visto, siendo una adolescente, en un hogar de los Idealistas, en Adana, donde ya lo consideraban un héroe…
Esa es la última ironía de la historia: el asesino que llevaba meses buscándola en el Distrito Décimo de París la veía dos veces por semana, sin reconocerla, comprando sus dulces preferidos.
Según el reportaje televisivo, el drama de Saint-Cloud se desarrolló en torno a las tres de la tarde del día anterior. Instintivamente, Sema adivina que los Lobos habrán esperado al día siguiente para atacar la Casa del Chocolate.
Es decir, ahora.
Sema se abalanza sobre el teléfono y llama a Clothilde a la tienda. No hay respuesta. Consulta su reloj: las doce y media en Estambul, es decir, una hora menos en París. ¿Demasiado tarde? A partir de ese momento, marca el mismo número cada media hora. En vano. Impotente, da vueltas por la habitación, preocupada hasta volverse loca.
Desesperada, baja a la sala business center del palacio y se coloca ante un ordenador. Consulta la edición electrónica de Le Monde del jueves por la tarde y lee los artículos sobre la muerte de Jean-Louis Schiffer y el doble asesinato de Saint-Cloud.
Maquinalmente, hojea las demás páginas de la edición y, una vez más, topa con una noticia que no se esperaba. El artículo se titula: «Suicidio de un alto funcionario». Es el anuncio, en negro sobre blanco, de la muerte de Laurent Heymes. Las líneas tiemblan ante sus ojos. El cuerpo se descubrió el jueves por la mañana, en el piso de la avenue Hoche. Laurent utilizó su arma reglamentaria, un Manhurin de 38 milímetros. En relación al móvil, el artículo recuerda brevemente el suicidio de su mujer, ocurrido un año antes, y el estado depresivo del funcionario desde esa fecha, confirmado por numerosos testigos.
Sema se concentra en aquella malla de apretadas mentiras, pero ya no distingue las palabras. En su lugar, ve las manos pálidas, la mirada ligeramente perdida, las llamas rubias de los cabellos… Ella quería a aquel hombre. Un amor extraño, inquieto, acosado por sus alucinaciones… Las lágrimas acuden a sus ojos, pero Sema las rechaza.
Piensa en el policía joven, asesinado en la villa de Saint-Cloud, que, en cierto modo, ha dado la vida por ella. No ha llorado por él. No llorará por Laurent, que solo era un manipulador entre muchos otros.
El más íntimo.
Y, por lo tanto, el más cruel.
A las cuatro, mientras se fuma un cigarrillo tras otro en el business center, con un ojo en la televisión y el otro en la pantalla del ordenador, estalla la bomba. En las páginas electrónicas de la nueva edición de Le Monde, en la sección «Francia-Sociedad»:
TIROTEO EN LA RUE DU FAUBOURG-SAINT-HONORÉ
Hoy, viernes 22 de marzo, a última hora de la mañana, las fuerzas de la policía seguían estando presentes en el 225 de la rue du Faubourg-Saint-Honoré, a consecuencia del tiroteo ocurrido en la tienda la Casa del Chocolate. A mediodía, seguían ignorándose las razones de este enfrentamiento espectacular, que se ha saldado con tres muertos y dos heridos, tres de ellos miembros de la policía.
Según los primeros testimonios, en particular el de Clothilde Ceaux, dependienta del establecimiento, que ha salido indemne del drama, esto es lo que ha podido reconstruirse. A las 10.10, poco después de la apertura, tres hombres irrumpieron en la tienda. Casi de inmediato, varios policías de paisano, apostados justo enfrente, decidieron intervenir. Los tres hombres hicieron uso de armas automáticas e hicieron fuego sobre los agentes. El tiroteo duró apenas unos segundos, de uno y otro lado de la calle, pero fue extraordinariamente violento. Los disparos de los desconocidos alcanzaron a tres policías, uno de los cuales murió en el acto. Los otros dos se encuentran en estado crítico. En cuanto a los agresores, dos fueron abatidos, mientras que el tercero consiguió huir.
En este momento, todos ellos han sido identificados. Se trata de Lüset Yildirim, Kadir Kir y Azer Akarsa, los tres de nacionalidad turca. Los dos fallecidos, Lüset Yildirim, y Kadir Kir, estaban en posesión de pasaportes diplomáticos. Por ahora es imposible conocer la fecha de su llegada a Francia, y la embajada turca ha declinado hacer ningún comentario.
Según los investigadores, estos dos hombres eran viejos conocidos de los servicios de policía turcos. Afiliados al grupo de extrema derecha de los «Idealistas», o «Lobos Grises», ya habrían cumplido diversos «contratos» para los cárteles turcos del crimen organizado.
La identidad del tercer individuo, que consiguió darse a la fuga, resulta mucho más sorprendente. Azer Akarsa es un hombre de negocios que ha conseguido un éxito excepcional en el sector de la arboricultura en Turquía y que goza de una sólida reputación en Estambul. Pese a ser conocido por sus opiniones patrióticas, Akarsa defiende un nacionalismo moderado, moderno y compatible con los valores democráticos. Nunca ha tenido problemas con la policía turca.
La implicación de una personalidad de este calibre en el asunto que nos ocupa apunta hacia la existencia de una trama política. Pero el misterio permanece intacto: ¿por qué se presentaron esos tres individuos en la Casa del Chocolate esta mañana, armados con fusiles de asalto y pistolas automáticas? ¿Por qué había policías de paisano, en concreto oficiales de la DNAT (División Nacional Antiterrorista), de servicio en las inmediaciones? Se sabe que vigilaban el establecimiento desde hacía varios días. ¿Preparaban una redada con el fin de detener a los súbditos turcos? En tal caso, ¿por qué asumir tantos riesgos? ¿Por qué intentaron la detención en plena calle, a una hora de máxima afluencia, cuando no se había dado ninguna consigna de seguridad? La Fiscalía de París examina estas anomalías y ha ordenado una investigación interna.
Según nuestras fuentes, ya existe una pista prioritaria. El tiroteo de la rue du Faubourg-Saint-Honoré podría estar relacionado con los dos casos de homicidio de que dimos cuenta en la edición de ayer: el descubrimiento del cuerpo del inspector retirado Jean-Louis Schiffer en el Pére-Lachaise, en la madrugada del 31 de marzo, seguido por el de los cadáveres de Paul Nerteaux, capitán de policía, y Frédéric Gruss, cirujano plástico, el mismo día, en un chalet de Saint-Cloud. El capitán Nerteaux investigaba los asesinatos de tres mujeres no identificadas en el Distrito Décimo de París, ocurridos durante los últimos cinco meses. En este marco, había consultado con Jean-Louis Schiffer, buen conocedor de la comunidad turca en París.
Esta serie de asesinatos podría constituir el núcleo de un asunto más complejo, criminal y político al mismo tiempo, que parece habérseles escapado tanto a los superiores jerárquicos de Nerteaux como al juez encargado de la instrucción del sumario, Thierry Bomarzo. Esta hipótesis se ve reforzada por el hecho de que una hora antes de su muerte el capitán de policía había lanzado una orden de búsqueda contra Azer Akarsa y solicitado una orden de registro de Empresas Matak, situadas en Biévres, uno de cuyos principales accionistas es precisamente Akarsa. Cuando los investigadores mostraron su retrato a Clothilde Ceaux, testigo principal del tiroteo, esta lo reconoció formalmente.
El otro personaje clave de la investigación podría ser Philippe Charlier, uno de los comisarios de la DNAT, que al parecer posee información sobre los iniciadores del tiroteo. Philippe Charlier, figura de primer orden en la lucha antiterrorista, pero también personaje muy controvertido por sus métodos, debería comparecer hoy mismo ante el juez Bernard Sazin, en el marco de la investigación preliminar.
Este confuso asunto ha venido a coincidir con la campaña electoral, en la que Lionel Jospin defiende un programa que contempla la fusión de la Dirección de Vigilancia del Territorio (DST) con la Dirección Central de Información General (DCRG). El proyecto de fusión tiene como indudable objetivo evitar, en un futuro próximo, la excesiva independencia de determinados policías o agentes de información.
Sema corta la conexión y hace su balance personal de los acontecimientos. En la columna de aspectos positivos, la supervivencia de Clothilde y la convocatoria de Charlier por parte del juez. A un plazo más o menos largo, el policía antiterrorista tendrá que responder de todos esos muertos, así como del «suicidio» de Laurent Heymes… En la columna negativa, Sema solo coloca un hecho, que no obstante anula cualquier otro.
Azer Akarsa sigue en carrera.
Y esa amenaza la reafirma en su decisión.
Tiene que encontrarlo y luego descubrir, más arriba aún, quién le encargó el trabajo. Ignora su nombre, siempre lo ha ignorado, pero sabe que acabará arrojando luz sobre toda la pirámide.
En estos momentos, solo tiene una certeza: Akarsa volverá a Turquía. Puede que ya esté de vuelta. Seguro entre los suyos. Protegido por la connivencia de la policía y el poder político.
Coge el abrigo y abandona la habitación.
Es en su memoria donde encontrará el camino que lo llevará hasta él.
En primer lugar, Sema va al puente de Galata, no muy lejos del hotel. Durante largo rato contempla la vista más famosa de la ciudad, al otro lado del canal del Cuerno de Oro. El Bósforo y sus barcos; el barrio de Eminönü y la Mezquita Nueva; sus azoteas de piedra, que sobrevuelan las palomas; las cúpulas y las flechas de los minaretes, de los que se elevaba la voz de los muecines cinco veces al día.
Un cigarrillo.
No se siente turista, pero sabe que la ciudad -su ciudad- puede proporcionarle un indicio, una iluminación que le permita recuperar toda la memoria. Por el momento, ve alejarse el pasado de Anna Heymes, sustituido poco a poco por impresiones vagas y sensaciones confusas relacionadas con su cotidianidad de traficante. Jirones de un oficio oscuro, sin puntos de referencia, sin el menor detalle susceptible de convertirse en una pista para encontrar a sus antiguos «hermanos».
Coge un taxi y pide al conductor que la pasee por la ciudad, al azar. Habla turco sin el menor acento ni la menor vacilación. El idioma brotó de sus labios en cuanto necesito usarlo, como un agua que fluyera en su interior. Entonces, ¿por qué piensa en francés? ¿Un efecto del condicionamiento psíquico? No: es una familiaridad anterior a toda la historia. Un elemento constitutivo de su personalidad En algún momento de su vida, de su formación, se produjo ese extraño injerto…
Con la cara vuelta hacia el cristal, observa cada detalle: el rojo de la bandera turca, con la media luna y la estrella de oro, que marca la ciudad como un sello de cera; el azul de las fachadas y de los monumentos de piedra, ennegrecido, estriado por la contaminación; el verde de los tejados y de las cúpulas de las mezquitas, que fluctúa entre el jade y el esmeralda a la luz del sol.
El taxi bordea una muralla: Hatun caddesi. Sema lee los nombres de los letreros: Aksaray Kücükpazar, Carsamba… Resuenan en su mente de forma vaga, pero no le suscitan ninguna emoción particular, ningún recuerdo nítido.
Sin embargo, siente como nunca que cualquier cosa -un monumento, el rótulo de una tienda, el nombre de una calle- bastaría para remover esas arenas movedizas, para sacar a flote los bloques de memoria hundidos en las profundidades de su mente. Como esos restos de naufragio que basta rozar para que asciendan lentamente a la superficie…
– Devam edelim mi? -le pregunta el taxista.
– Evet <strong>[2]</strong>.
Haseki. Nisanca. Yenikapi…
Otro cigarrillo.
Los ruidos del tráfico, el ajetreo de los transeúntes… La agitación de la ciudad llega a su apogeo allí. Sin embargo, lo que domina es una sensación de placidez. La primavera hace temblar sus sombras sobre el tumulto. Una luz pálida ciñe un aire de chatarrería. Sobre Estambul flota un moaré plateado, una especie de pátina gris que anula cualquier violencia. Hasta los árboles tienen algo de gastado, de ceniciento, que se comunica a todo y aligera el alma…
De pronto, una palabra de un letrero atrae su atención. Unas sílabas sobre fondo rojo y oro.
– Lléveme a Galatasaray -le ordena al taxista.
– ¿Al liceo?
– Sí, al liceo. A Beyoglu.
Una gran plaza, en los confines del barrio de Taksim. Bancos, banderas, hoteles internacionales. El taxista se detiene a la entrada de una avenida peatonal.
– Llegará antes andando -le explica-. Coja la Istiklal caddesi. A unos cien metros…
– Sí, ya sé.
Tres minutos más tarde, Sema llega a la enorme verja del liceo, que se halla celosamente protegido por sombríos jardines. Entra y se sumerge en un auténtico bosque. Abetos, cipreses, plátanos de Oriente, tilos: sables vivos, matices aterciopelados, bocas de sombra… A veces, un trozo de corteza apunta un gris, incluso un negro. Otras, una copa o un ramaje tienen un trazo claro, una gran sonrisa pastel. Y en otros casos, arbustos secos, casi azules, ofrecen una transparencia de calco. Todo el espectro vegetal desplegado en un mismo lugar.
Más allá de los árboles, se adivinan fachadas amarillas, rodeadas de patios de recreo y campos de deporte: los edificios del liceo. Sema se detiene y, al amparo de los árboles, observa. Muros del color del polen. Suelos de cemento de un tono neutro. Las siglas del liceo, una S sobre una G, rojo sobre oro, destacan en los chalecos azul marino de los alumnos que deambulan.
Pero, sobre todo, escucha las voces. Un rumor idéntico en todas las latitudes: la alegría de los niños liberados de la escuela. Es mediodía, la hora de la salida de clase.
Más que un ruido familiar, es una contraseña, un toque de llamada. De pronto, las sensaciones la rodean, la abrazan… Embargada por la emoción, Sema se sienta en un banco y deja que las imágenes del pasado acudan a ella.
Primero, su pueblo, en la lejana Anatolia. Bajo un cielo sin límites ni piedad, casitas de adobe, agarradas a las laderas de la montaña. Llanuras temblorosas, hierbas altas. Sobre las escarpadas crestas, rebaños de ovejas trotando oblicuamente, grises como papel sucio. Luego, en el valle, hombres, mujeres, niños que viven como piedras, gastados por el sol y el frío…
Más tarde. Un campo de entrenamiento: un balneario abandonado, cercado de alambre de espino, en algún lugar de la región de Kayseri. El día a día de adoctrinamiento, de formación, de ejercicios. Mañanas leyendo Las nueve luces de Alpaslan Türkes, rumiando los preceptos nacionalistas, viendo películas mudas sobre la historia de Turquía. Horas iniciándose en los rudimentos de la ciencia balística, aprendiendo la diferencia entre explosivos detonantes y deflagrantes, disparando con el fusil de asalto, manejando armas blancas…
Después, de la noche a la mañana, el liceo francés. Todo cambia. Un entorno suave y refinado. Pero puede que sea aún peor. Ella es la campesina. La hija de las montañas entre los hijos de buena familia. También es la fanática. La nacionalista aferrada a su identidad turca, a sus ideales, entre estudiantes burgueses, izquierdistas, que sueñan con convertirse en europeos…
Es allí, en Galatasaray, donde se apasiona por el francés hasta el punto de superponerlo, en su mente, a su lengua natal. Todavía oye el dialecto de su infancia, sílabas toscas y desnudas, suplantadas poco a poco por aquellas palabras nuevas, por aquellos poemas, por aquellos libros que empiezan a matizar hasta el último de sus razonamientos y a caracterizar cada idea nueva. El mundo, literalmente, se volvió francés.
Luego llega la época de los viajes. El opio. Los cultivos de Irán, erigidos en terrazas sobre las mandíbulas del desierto. Los dameros de adormideras de Afganistán, alternando con los campos de legumbres y trigo. Ve fronteras sin nombre, sin línea definida. Polvorientas tierras de nadie sembradas de minas y frecuentadas por despiadados contrabandistas. Recuerda las guerras. Los tanques, los Stinger… Y los rebeldes afganos jugando al buskachi con la cabeza de un soldado soviético.
También ve los laboratorios. Barracones llenos de hombres y mujeres con mascarillas de tela, en los que el aire es irrespirable. Polvo blanco y vapores de ácido; morfina base y heroína refinada… Empieza el auténtico trabajo.
Es ahora cuando se precisa el rostro.
Hasta ese momento, su memoria había trabajado en una sola dirección. En todas las ocasiones, los rostros han desempeñado el papel de detonadores. La cara de Schiffer bastó para revelarle sus últimos meses de actividad: la droga, la huida, el escondite. La sonrisa de Azer Akarsa fue suficiente para hacer surgir los hogares, las reuniones nacionalistas, los hombres alzando el puño con el índice y el meñique levantados, ululando agudos «yuyus» o gritando: «Türkes basbugl». Y le ha revelado su identidad de Loba.
Pero ahora, en los jardines de Galatasaray, se produce el fenómeno inverso. Sus recuerdos revelan un personaje leitmotiv que aparece en cada fragmento de su memoria. Primero, un niño regordete, en la época del pueblo. Luego, un adolescente torpe, en el liceo francés. Más tarde, un compañero de trapicheos. En los laboratorios clandestinos, es la misma figura regordeta, vestida con bata blanca, la que le sonríe.
Al cabo de los años, el niño se ha hecho hombre a su lado. Un hermano de sangre. Un Lobo Gris con quien lo ha compartido todo. Ahora que se concentra, el rostro gana en nitidez. Facciones sonrosadas bajo rizos del color de la miel. Ojos azules como dos turquesas entre las piedras del desierto.
De pronto, surge un nombre: Kürsat Milihit.
Se levanta y se decide a entrar en el liceo. Necesita la confirmación.
Sema se presenta ante el director como periodista francesa y le explica el tema de su reportaje: los antiguos alumnos de Galatasaray que se han convertido en celebridades en Turquía.
Risa orgullosa del director: nada más lógico.
Unos minutos después, Sema se encuentra en una pequeña habitación con las paredes llenas de libros. Ante ella, los archivos de las promociones de las últimas décadas: nombres y fotografías de los antiguos alumnos, fechas y premios de cada año. Sin dudarlo, abre el anuario de 1988 y se detiene en la clase de último año, la suya. No busca su antiguo rostro; la sola idea de verlo le produce malestar, como si se tratara de un tema tabú. No: busca la foto de Kürsat Milihit. Cuando la encuentra, sus recuerdos se precisan aún más. El amigo de infancia. El compañero de viaje. Hoy, Kürsat es químico. El mejor de su especialidad. Capaz de transformar cualquier goma base, de producir la mejor morfina, de destilar la heroína más pura. Sus dedos de mago saben manipular como nadie el anhídrido acético. Hace años que organiza con él todas sus operaciones. El fue quien convirtió la heroína del último cargamento en solución líquida. Una idea de Sema: inyectar la droga en los alvéolos de sobres con forro de burbujas. A razón de cien mililitros por sobre, bastaban diez sobres para tener un kilo, y doscientos para todo el cargamento. Veinte kilos de heroína número cuatro, en solución liquida, protegida por el simple relleno translúcido de envíos de documentación a recoger en la zona de flete de Roissy.
Sema vuelve a mirar la foto: aquel grueso adolescente de tez lechosa y bucles de cobre no es un simple fantasma del pasado. Ahora tiene que desempeñar un papel crucial.
Solo él puede ayudarla a encontrar a Azer Akarsa.
Una hora después, Sema cruza en taxi el inmenso puente de acero que une ambas orillas del Bósforo. La tormenta estalla en esos momentos. En unos segundos, mientras el coche alcanza la ribera asiática, la lluvia marca su territorio con violencia. Al principio solo son agujas de luz que salpican las aceras; luego los charcos se extienden, se despliegan, empiezan a crepitar como tejados de uralita. Pronto, todo el paisaje se vuelve pesado, los coches lanzan salpicaduras de agua negra a su paso, las calzadas se anegan y desaparecen…
Cuando el taxi llega al barrio de Beylerbeyi, acurrucado al pie del puente, el chaparrón se ha convertido en diluvio. Una cortina gris anula toda visibilidad, confundiendo coches, aceras y casas en una niebla movediza. El barrio entero parece regresar al estado líquido, a una prehistoria de turba y lodo.
Sema se decide a salir del taxi en la calle Yaliboyu. Se desliza entre los coches y se refugia bajo el alero de una manzana llena de tiendas. Hace una pausa para comprar un ligero poncho impermeable de color verde y a continuación mira a su alrededor buscando puntos de referencia. El barrio parece una pequeña ciudad, una copia a escala de Estambul, una versión de bolsillo. Aceras estrechas como cintas, casas apretujadas unas contra otras, callejas como senderos que descienden hasta la orilla.
Sema baja la calle Beylerbeyi en dirección al río. A la izquierda, tiendas cerradas, bares protegidos bajo sus marquesinas, puestos cubiertos con lonas. A la derecha, un muro ciego que protege los jardines de una mezquita. Una superficie de porosas piedras rojas, surcada de grietas que trazan una melancólica geografía. Abajo, bajo la hojarasca gris, se adivinan las aguas del Bósforo, que gruñen y redoblan como timbales en un foso de orquesta.
Sema se siente ganada por el líquido elemento. Las gotas le golpean la cabeza, le azotan los hombros, chorrean por el impermeable… Sus labios tienen un sabor a arcilla. Hasta su rostro parece volverse fluido, móvil, espejeante…
La lluvia arrecia junto a la orilla, como liberada por la espaciosidad del río. La margen parece estar a punto de desprenderse y flotar por el estrecho hasta el mar. Sema no puede evitar vibrar, sentir en sus venas, convertidas en ríos, esos trozos de continente que oscilan sobre sus bases.
Vuelve sobre sus pasos y busca la entrada de la mezquita. Sigue el ruinoso muro, salpicado de roñosas rejas. Por encima de su cabeza, las cúpulas relucen y los minaretes parecen ascender entre las gotas.
A medida que avanza, los recuerdos siguen acudiéndole a la mente. A Kürsat lo apodan el jardinero porque su especialidad es la botánica, vertiente adormidera. Allí es donde cultiva sus propias especies salvajes, en la espesura de aquel jardín. Todas las tardes viene a Beylerbeyi para supervisar sus papaveráceas…
Sema cruza el umbral y penetra en un patio con suelo de mármol en el que se alinea una serie de pilas bajas destinadas a las abluciones previas a la plegaria. Mientras lo atraviesa, ve un grupo de gatos blancos y canela acurrucados en las lucernas. Uno tiene un ojo reventado; otro, el hocico manchado de sangre.
Otra puerta y, tras ella, los jardines.
El espectáculo le encoge el corazón. Árboles, arbustos y setos en desorden; tierra removida; ramas tan negras como barras de regaliz; tupidos bosquecillos, apretados como setos de boj. Todo un mundo lujuriante, animado, acariciado por la lluvia.
Avanza embriagada por el perfume de las flores y el penetrante olor a tierra mojada. El tamborileo de la lluvia se hace allí aterciopelado. Las gotas rebotan en las hojas con pizzicatos neutros, los regueros de agua se deslizan sobre el follaje como acordes de arpa. El cuerpo responde a la música con la danza, se dice Sema. La tierra responde a la lluvia con sus jardines.
Al apartar unas ramas, descubre un enorme huerto rodeado de árboles. Ve plantas sostenidas por rodrigones de bambú, bidones truncados llenos de humus, tarros de cristal que protegen brotes, y piensa en un invernadero a cielo abierto. Mejor aún: en una guardería vegetal. Da unos pasos y vuelve a detenerse: el jardinero está allí.
Rodilla en tierra e inclinado sobre una hilera de adormideras protegidas por bolsas de plástico transparente, desliza una cánula al interior de un pistilo, donde se encuentra la cápsula de alcaloide. Sema no conoce aquella especie, sin duda un híbrido nuevo, adelantado a la época de floración. Cultivo experimental, en plena capital turca…
Como si hubiera notado su presencia, el químico alza la cabeza. La capucha le oculta la frente y apenas deja ver sus marcados rasgos. Sus labios esbozan una sonrisa, más rápida que el asombro de sus ojos.
– Los ojos. Te habría reconocido por los ojos.
Le ha hablado en francés. Antaño, era un juego entre ellos, una complicidad más. Sema no responde. Imagina lo que ve: una silueta descarnada bajo una capucha verde té y un rostro demacrado, irreconocible. Sin embargo, Kürsat no manifiesta ningún asombro: así pues, sabe que se ha operado el rostro. ¿Se lo habrá dicho ella? ¿O han sido los Lobos? ¿Amigo o enemigo? Sema solo dispone de unos segundos para decidirlo. Aquel hombre era su confidente, su cómplice. Tiene que haber sido ella quien le reveló los detalles de su huida.
Sus gestos son forzados, inseguros. Apenas es más alto que ella. Lleva una bata de tela bajo un ancho delantal de plástico.
– ¿Por qué has vuelto? -le pregunta levantándose.
Sema deja que la lluvia marque los segundos y no dice nada. Luego, con la voz amortiguada por el impermeable, responde, también en francés:
– Quiero saber quién soy. He perdido la memoria.
– ¿Qué?
– En París me detuvo la policía. Me sometieron a un condicionamiento mental. Tengo amnesia.
– No es posible…
– En nuestro mundo, todo es posible, lo sabes tan bien como yo.
– Entonces… ¿no te acuerdas de nada?
– Lo que sé lo he averiguado por mis propios medios.
– Pero ¿por qué has vuelto? ¿Por qué no has desaparecido?
– Es demasiado tarde para desaparecer. Los Lobos me siguen el rastro. Saben qué aspecto tengo ahora. Quiero negociar.
Kürsat deja con precaución la flor cubierta con la bolsa de plástico entre los bidones y los sacos de mantillo, y le lanza una mirada furtiva.
– ¿Aún la tienes? -Sema no responde-. ¿Aún tienes la droga? -insiste Kürsat.
– Las preguntas las hago yo -replica Sema-. ¿Quién ordenó la operación?
– Nunca conocemos el nombre. Son las reglas.
– Ya no hay reglas. Mi huida lo ha trastocado todo. Habrán venido a interrogarte. Habrás oído nombres. ¿Quién ordenó el envío?
Kürsat vacila. La lluvia tamborilea sobre su capucha y le resbala por la cara.
– Ismail Kudseyi.
El nombre enciende una luz en la memoria de Sema -Kudseyi, el jefe supremo-, quien, no obstante, finge no recordarlo.
– ¿Quién es?
– No puedo creer que hayas perdido la memoria hasta ese punto.
– ¿Quién es? -repite Sema.
– El baba más importante de Estambul. -Kürsat baja la voz, como para adecuarla al diapasón de la lluvia-. Está preparando una alianza con los uzbekos y los rusos. El cargamento era un envío piloto. Una prueba. Un símbolo. Que tú malograste.
Sema sonríe tras la cortina de agua.
– El ambiente entre los socios debe de estar cargado…
– La guerra es inminente. Pero a Kudseyi le es igual. Su obsesión eres tú. Encontrarte. No es una cuestión de dinero, es una cuestión de honor. No puede permitir que lo traicione uno de los suyos. Somos sus Lobos, sus criaturas.
– ¿Sus criaturas?
– Los instrumentos de la Causa. Los Lobos nos formaron, nos adoctrinaron, nos educaron… Cuando naciste, no eras nadie. Una muerta de hambre que criaba ovejas. Como yo. Como los demás. Los hogares nos lo dieron todo. La fe. El poder. El saber.
Sema debería ir a lo esencial, pero quiere enterarse de más cosas, oír más detalles.
– ¿Por qué hablamos francés?
En el redondo rostro de Kürsat, se insinúa una sonrisa. Una expresión de orgullo.
– Nos eligieron. En los años ochenta, los reis, los jefes, decidieron crear un ejército clandestino, con oficiales, con figuras de élite. Lobos que pudieran introducirse en las capas más altas de la sociedad turca.
– ¿Eran un proyecto de Kudseyi?
– Lo inició él, pero lo aprobaron todos. Emisarios de su fundación visitaron los hogares de Anatolia central. Buscaban a los chicos con más dotes, a los más prometedores. Su idea era escolarizarlos en los mejores colegios. Un proyecto patriótico: el saber y el poder devueltos a los verdaderos turcos, a los hijos de Anatolia, no a los bastardos burgueses de Estambul.
– ¿Y nos seleccionaron?
– Nos enviaron al liceo Galatasaray -responde Kürsat con un orgullo aún más acusado-, dotados, como otros chicos, con becas de la fundación. ¿Cómo puedes haber olvidado eso? -Sema no responde y Kürsat prosigue, en un tono cada vez más exaltado-: Teníamos doce años. Ya éramos pequeños baskans, jefes, en nuestras regiones. Primero pasamos un año en un campo de entrenamiento. Cuando llegamos a Galatasaray, ya sabíamos manejar un fusil de asalto. Nos sabíamos pasajes de Las nueve luces de memoria. Y, de pronto, nos vimos rodeados de decadentes que oían rock, fumaban hierba e imitaban a los europeos. Unos comunistas hijos de puta… Tú y yo, Sema, nos unimos frente a ellos. Como hermana y hermano. Los dos paletos de Anatolia, los dos pobretones con sus ridículas becas… Pero nadie sabía hasta qué punto éramos peligrosos. Ya éramos dos Lobos. Dos combatientes. Infiltrados en un mundo que nos estaba vedado. ¡Para luchar mejor contra aquellos rojos de mierda! Tauri turk'ü korusun! <strong>[3]</strong>
Kürsat levanta el puño con el índice y el meñique extendidos. Se esfuerza por parecer un fanático, pero en realidad parece lo que nunca ha dejado de ser: un niño dulce, torpe, empujado a la violencia Y el odio.
Sema continúa interrogándolo, inmóvil entre los rodrigones y el follaje:
– ¿Qué ocurrió después?
– Yo acabé en la facultad de Ciencias. Tú, en la Universidad de Bogazici, donde se estudian lenguas. A finales de los años ochenta, los Lobos se estaban imponiendo en el mercado de la droga. Necesitaban especialistas. Nuestros papeles ya estaban escritos. La química para mí y el transporte para ti. Había otros. Lobos infiltrados. Diplomáticos, empresarios…
– Como Azer Akarsa.
Kürsat se estremece.
– ¿Conoces ese nombre?
– Es el hombre que me perseguía en París.
El jardinero agita el cuerpo bajo la lluvia, como un hipopótamo.
– Han mandado al peor de todos. Si te busca, te encontrará.
– Soy yo quien lo busca a él. ¿Dónde está?
– ¿Cómo quieres que lo sepa? -La voz de Kürsat suena falsa. De pronto, vuelve a asaltarla una sospecha. Casi había olvidado esa vertiente de su historia: ¿quién la traicionó? ¿Quién reveló a Akarsa que se escondía en los baños de Gurdilek? Se reserva la pregunta para más adelante…-. ¿Aún la tienes? ¿Dónde está la droga? -pregunta el químico con excesiva precipitación.
– Te repito que he perdido la memoria.
– Si quieres negociar, no puedes volver con las manos vacías. Es tu única posibilidad de…
– ¿Por qué lo hice? -le pregunta de repente-. ¿Por qué quise engañar a todo el mundo?
– Eso solo lo sabes tú.
– Te impliqué en mi huida. Te puse en peligro. Tuve que darte alguna razón.
El químico esboza un gesto vago.
– Nunca aceptaste nuestro destino. Decías que nos reclutaron a la fuerza. Que no nos dejaron elección. Pero ¿qué elección? Sin ellos, seguiríamos siendo pastores. Patanes perdidos en el culo de Anatolia.
– Si soy traficante, tendré dinero. ¿Por qué no desaparecí, simplemente? ¿Por qué robé la heroína?
– Necesitabas algo más -rezonga Kürsat-. Joderles el tinglado. Enfrentar a los clanes entre sí. Esa misión te ofrecía la ocasión de vengarte. Cuando los uzbekos y los rusos vengan aquí, será la hecatombe.
La lluvia afloja, la noche cae. El Jardinero se desdibuja en la oscuridad, como si se apagara lentamente. Sobre sus cabezas, las cúpulas de las mezquitas parecen fosforescentes.
La idea de la traición vuelve con fuerza a la mente de Sema: ahora tiene que llegar hasta el final, acabar el trabajo sucio.
– Y tú -pregunta con voz gélida-, ¿cómo es que sigues vivo? ¿No vinieron a interrogarte?
– Sí, claro que sí.
– ¿No les contaste nada?
El químico parece agitado por un escalofrío.
– No tenía nada que contarles. No sabía nada. Me limité a transformar la heroína en París y volví aquí. Tú no dabas señales de vida. Nadie sabía dónde estabas. Y yo menos que nadie. -Le tiembla la voz. De pronto, Sema siente lástima por él. «Kürsat, mi Kürsat, ¿cómo has conseguido sobrevivir tanto tiempo?» El grueso químico añade de un tirón-: Confiaron en mí, Sema. Te lo juro. Había hecho mi parte del trabajo. No tenía noticias tuyas. A partir del momento en que te escondiste donde Gurdilek, pensé…
– ¿Quién ha hablado de Gurdilek? ¿He hablado yo de Gurdilek?
Sema acaba de comprenderlo: Kürsat lo sabía todo, pero solo reveló a Akarsa parte de la verdad. Se libró contándoles dónde se ocultaba, pero no les dijo que se había operado la cara. Así era como había negociado con su conciencia su «hermano de sangre».
Por un segundo, el químico se queda boquiabierto, como si la barbilla le pesara demasiado. Al segundo siguiente, mete la mano bajo una tela de plástico. Sema apunta la Glock por debajo del poncho y dispara. El jardinero cae de bruces sobre los tarros que protegen los retoños.
Sema se arrodilla junto a él: es su segundo asesinato, tras el de Schiffer. Pero, a juzgar por la seguridad de su gesto, comprende que ya había matado antes. Y de ese modo, con un arma de mano, a bocajarro. ¿Cuándo? ¿Cuántas veces? No lo recuerda. A ese respecto, su memoria es una sucesión de compartimientos estancos.
Durante unos instantes, observa a Kürsat, inmóvil entre las adormideras. Poco a poco, la muerte suaviza sus facciones y, libre al fin, la inocencia vuelve a ascender a la superficie de su rostro.
Sema registra el cadáver y encuentra un teléfono móvil bajo la bata. Junto a uno de los números de la memoria aparece el nombre «Azer».
Se guarda el aparato en el bolsillo y se levanta. Ha dejado de llover, y la oscuridad se ha apoderado del lugar. Los jardines respiran, al fin. Alza los ojos hacia la mezquita: las húmedas cúpulas brillan como si fueran de cerámica verde y los minaretes parecen a punto de despegar hacia las estrellas.
Sema se queda unos segundos más junto al cuerpo. Inexplicablemente, algo nítido, preciso, se desprende de ella.
Ahora sabe por qué lo hizo. Por qué huyó con la droga.
Para conseguir la libertad, por supuesto.
Pero también para vengarse de algo muy concreto.
Antes de dar ningún paso más, tiene que cerciorarse.
Tiene que encontrar un hospital. Y un ginecólogo.
Toda la noche escribiendo…
Una carta de doce páginas dirigida a Mathilde Wilcrau, rue Le Goff, París, Distrito Quinto. En ella, le cuenta su historia al detalle. Sus orígenes. Su formación. Su trabajo. Y lo del último cargamento.
También le da nombres. Kürsat Mihilit. Azer Akarsa. Ismail Kudseyi. Uno tras otro, coloca los peones sobre el tablero. Describe minuciosamente su papel y su posición. Reconstruye cada fragmento del mosaico…
Le debe esas explicaciones.
Se las prometió en la cripta del Pére-Lachaise, pero además quiere hacerle inteligible una historia en la que la psiquiatra se ha jugado la vida sin contrapartida.
Cuando escribe «Mathilde» en el papel claro del hotel, cuando dibuja ese nombre con la estilográfica, Sema se dice que tal vez nunca ha tenido nada tan sólido como esas cuatro sílabas.
Enciende un cigarrillo y se toma su tiempo para recordar. Mathilde Wilcrau. Una mujer alta, fuerte, de cabellos negros. La primera vez que vio su sonrisa, demasiado roja, le acudió a la mente una imagen: los tallos de amapola que quemaba para preservar su color.
La comparación cobra todo su sentido ahora que ha recuperado el recuerdo de sus orígenes. Los paisajes de arena no pertenecían, como creía, a las landas francesas, sino a los desiertos de Anatolia. Las amapolas eran adormideras silvestres: la sombra del opio, ya… Al quemar los tallos, sentía un estremecimiento, una mezcla de emoción y miedo. Intuía una relación secreta, inexplicable, entre la llama negra y la vistosa eclosión de los pétalos.
En Mathilde Wilcrau brilla el mismo secreto.
Una región quemada en su interior alimenta el intenso rojo de su sonrisa.
Sema acaba la carta; pero, por unos instantes, duda si añadir lo que ha averiguado en el hospital unas horas antes. No. Eso solo le concierne a ella. Firma y mete las hojas en el sobre.
La radio despertador de la habitación marca las cuatro de la mañana.
Sema repasa su plan por última vez. «No puedes volver con las manos vacías…», ha dicho Kürsat. Ni las ediciones de Le Monde ni los telediarios han mencionado la droga desparramada por la cripta. En consecuencia, hay muchas probabilidades de que Azer Akarsa e Ismail Kudseyi ignoren que la heroína se ha perdido. Virtualmente, Sema tiene un objeto de negociación…
Deja el sobre delante de la puerta y entra en el baño.
Abre el grifo, llena un tercio de la pila y coge la caja del producto que ha comprado hace unas horas en una droguería de Beylerbeyi. Vierte el pigmento en el agua y observa las manchas, que poco a poco se deslían y se transforman en un mejunje rojizo.
Se contempla en el espejo unos instantes. Rostro destrozado, huesos triturados, piel recosida: bajo la aparente belleza, una mentira más…
Sonríe a su imagen y murmura:
– Ya no hay elección.
Luego sumerge el índice derecho en la henna con precaución.
Las cinco.
La estación de Haydarpasa.
Un punto de salida y llegada tanto ferroviario como marítimo. Todo es exactamente igual que en su recuerdo. El edificio central, una U flanqueada por dos gruesas torres y abierta hacia el estrecho como un abrazo, una bienvenida al mar. Luego, alrededor, los diques, que trazan ejes de piedra y forman un laberinto de agua. En el segundo, al final del muelle, se alza el faro. Una torre aislada, como posada sobre los canales.
A esa hora, todo está oscuro, frío, apagado. En la estación, tras los empañados cristales, una sola luz palpita débilmente y difunde una claridad rojiza y vacilante.
El quiosco del iskele -el embarcadero- brilla también y se refleja en el agua en una mancha de un azul cobrizo, más débil aún, casi violeta.
Con los hombros encogidos y el cuello de la chaqueta levantado, Sema pasa junto al edificio central y bordea la orilla. El ambiente tenebroso la satisface: contaba con aquel desierto inerte, silencioso, amortajado por la escarcha. Se dirige al fondeadero de las embarcaciones de recreo. Los cables y las velas la siguen de cerca con su incesante tintineo. Sema escruta cada barca, cada esquife. Al fin, ve un hombre encogido en el fondo de una chalupa, cubierto con una lona. Lo despierta y le ofrece una cantidad. Aturdido, el marinero acepta el precio, una fortuna. Sema le asegura que no se alejará del segundo espigón, que no perderá de vista su barco. El hombre acepta, pone en marcha el motor sin decir palabra y salta al embarcadero.
Sema coge el timón. Maniobra entre las embarcaciones y se aleja del muelle. Sigue el primer dique, rodea el extremo del terraplén y continúa a lo largo del segundo dique en dirección al faro. A su alrededor, el silencio es total. En lontananza, el puente iluminado de un carguero perfora la oscuridad. A la luz de los focos, perlados de roción, se agitan las sombras. Por un breve instante Sema se siente cómplice, solidaria con esos fantasmas dorados.
Se acerca a las rocas. Amarra la barca y sube al faro. Fuerza la puerta sin dificultad. El angosto interior, hostil a cualquier presencia humana, está helado. El faro, automatizado, parece no necesitar a nadie. En lo alto de la torre, el enorme proyector gira lentamente sobre su pivote exhalando largos quejidos.
Sema enciende la linterna que ha llevado consigo. El muro circular, que la rodea de cerca, está húmedo y sucio, y el suelo, encharcado. La escalera de caracol, de hierro, apenas deja espacio libre. Sema siente el batir de las olas bajo sus pies. Se imagina el faro como un pétreo signo de interrogación en los confines del mundo. Un lugar radicalmente solitario. El sitio ideal.
Saca el móvil de Kürsat y llama al número de Azer Akarsa.
Oye el timbre. Descuelgan. Silencio. Después de todo, son poco más de las cinco…
– Soy Sema -dice en turco.
El silencio persiste. De pronto, la voz de Akarsa resuena cerca:
– ¿Dónde estás?
– En Estambul.
– ¿Qué propones?
– Un encuentro. Tú y yo solos. En territorio neutral.
– ¿Dónde?
– La estación de Haydarpasa. En el faro del segundo dique.
– ¿A qué hora?
– Ahora. Ven solo. En barca.
– ¿Para que me caces como a un conejo? -pregunta la voz en un tono que sugiere una sonrisa.
– Eso no resolvería mis problemas.
– No veo nada que pueda resolver tus problemas.
– Lo verás si vienes.
– ¿Dónde está Kürsat?
El número debe de aparecer en la pantalla de su teléfono. Para qué mentir?
– Muerto. Te espero. Haydarpasa. Solo. Y en barca.
Sema corta la comunicación y echa un vistazo por la ventana enrejada. La estación marítima empieza a animarse. El tráfico del alba se inicia parsimoniosamente. Un barco se desliza sobre unos raíles, abandona el agua y desaparece bajo los arcos de las iluminadas atarazanas.
Su puesto de observación es perfecto. Desde allí puede vigilar la estación y sus embarcaderos, el muelle y el primer dique, al mismo tiempo. No hay modo de acercarse sin ser visto.
Cuando se sienta en la escalera, está tiritando. Un cigarrillo.
Sema deja vagar la mente. Surge un recuerdo, sin motivo aparente. El calor de la escayola sobre su piel. Las gasas pegadas a su martirizada carne. El insoportable picor bajo los vendajes. Se recuerda convaleciente, entre el sueño y la vigilia, atiborrada de sedantes. Y, sobre todo, se recuerda horrorizada ante su nuevo rostro, hinchado a reventar, cubierto de hematomas v costras…
También pagarán por eso.
Las cinco y cuarto.
El frío se convierte en mordedura, casi en quemadura. Se levanta, patea el suelo, agita los brazos, lucha contra el entumecimiento… Los recuerdos de la operación la llevan directamente a su último descubrimiento, que hizo unas horas antes, en el hospital Central de Estambul. De hecho, no fue más que una confirmación. Ahora recuerda con exactitud aquel día de marzo de 1999, en Londres. Una colitis sin importancia, que la obligó a hacerse una radiografía. Y a aceptar la verdad.
¿Cómo fueron capaces de hacerle eso?
Mutilarla para siempre.
Por eso huyó.
Por eso los matará a todos.
Las cinco y media.
El frío le cala los huesos. La sangre afluye a sus órganos vitales y abandona poco a poco sus extremidades a los eritemas y la hipotermia. En unos minutos, estará completamente entumecida.
Con paso mecánico, se acerca a la puerta, sale del faro, agarrotada, y trata de desentumecerse las piernas caminando por el espigón. Su única fuente de calor es su propia sangre; tiene que hacerla circular, repartirse de nuevo por todo su cuerpo…
Sema oye voces a lo lejos. Levanta la cabeza. Unos pescadores se acercan al primer dique. Eso no lo había previsto. Al menos, no tan temprano.
En la oscuridad, distingue sus cañas, que ya azotan la superficie del agua.
¿Son pescadores realmente?
Consulta su reloj: las seis menos cuarto.
Dentro de unos minutos, se marchará. No puede esperar a Azer Akarsa más tiempo. Instintivamente sabe que, fuera cual fuese el lugar de Estambul en que se encontrara, le basta media hora para llegar a la estación. Si tarda más es porque se está organizando, tendiendo su trampa.
Un chapoteo. En las tinieblas, la estela de una barca traza un surco en el agua. La chalupa deja atrás el primer dique. Una silueta se arquea sobre los remos. Movimientos lentos, amplios, uniformes. Un rayo de luna acaricia los hombros de terciopelo.
Al cabo de unos instantes, la barca toca las rocas.
El hombre se levanta y coge la amarra. Sus movimientos y los ruidos que producen parecen irreales de puro banales. Sema no puede creer que el hombre que solo vive para matarla esté a dos metros de ella. Pese a la falta de luz, distingue su chaqueta de terciopelo, olivácea y gastada, su gran pañuelo, su hirsuta pelambrera… Cuando se inclina para lanzarle la cuerda, incluso llega a ver, por una décima de segundo, el brillo malva de sus ojos.
Sema atrapa la amarra y la anuda a la cuerda de su barca. Azer se dispone a saltar a tierra, pero lo detiene encañonándolo con la Glock.
– Las lonas -le ordena entre dientes. Azer lanza una mirada a los viejos toldos amontonados en el fondo de la barca-. Levántalas.-El hombre obedece. La barca está vacía-. Acércate. Muy despacio.
Sema retrocede para dejar que suba al espolón. Con un gesto, lo intima a levantar los brazos; luego lo cachea con la mano izquierda: nada.
– Yo juego según las reglas -murmura Azer.
Sema lo empuja hacia la puerta del faro y lo sigue pisándole los talones. Apenas entran, el hombre se sienta en la escalera de hierro. En sus manos ha aparecido una bolsita de celofán.
– ¿Un bombón -Sema no responde. Azer coge un dulce y se lo lleva a la boca-. Diabetes -dice en tono de excusa-. El tratamiento de insulina me produce bajadas de azúcar en la sangre. No hay manera de dar con la dosis correcta. Tengo fuertes crisis de hipoglucemia varias veces a la semana. Que empeoran con las emociones fuertes. Entonces necesito azúcar rápido. -El papel charol brilla entre sus dedos. Sema piensa en la Casa del Chocolate, en París, en Clothilde. Otro mundo-. En Estambul, compro mazapán cubierto de cacao. Es la especialidad de un confitero de Beyoglu. En París, descubrí los Jikola… -Azer deja la bolsa con delicadeza sobre un peldaño de hierro. Auténtica o fingida, su pachorra es impresionante. Lentamente, el faro va llenándose de plomo azul. El día está despuntando, mientras en lo alto de la torre el pivote no para de chirriar-. Si no fuera por estos bombones, jamás te habría encontrado.
– No me has encontrado.
Sonrisa. Vuelve a deslizar la mano al interior de la chaqueta. Sema lo encañona. Azer ralentiza el movimiento y acaba sacando una fotografía en blanco y negro. Una simple instantánea: un grupo en un campus.
– Universidad de Bogazici, abril de 1993 -comenta Azer-. La única fotografía tuya que existe. De tu antiguo rostro, quiero decir… -De pronto, aparece un encendedor entre sus dedos. La llama rasga la penumbra y muerde lentamente el papel satinado, que despide un fuerte olor químico-. Son pocos los que pueden presumir de haberte visto después de esa época, Sema. Además de que no parabas de cambiar de nombre, de aspecto, de país… -La fotografía sigue crepitando entre sus dedos. Las llamas, de un intenso rosa, iluminan sus facciones. Sema cree estar teniendo una de sus alucinaciones. Tal vez sea el comienzo de una crisis… Pero no: el rostro del asesino atrae el fuego, simplemente-. Un absoluto misterio -sigue diciendo Azer-. En cierto modo, eso es lo que les costó la vida a las otras tres mujeres -afirma contemplando las llamas, que ondulan bajo sus dedos-. Se retorcieron de dolor. Mucho tiempo. Mucho. -Azer suelta la foto carbonizada sobre un charco de agua-. Tendría que habérseme ocurrido lo de la operación. Entraba en tu lógica. La última metamorfosis…-murmura bajando los ojos hacia el negro charco, que sigue humeando-. Somos los mejores, Sema. Cada uno en lo nuestro. ¿Qué propones?
Sema adivina que no la considera una enemiga, sino una rival. Mejor dicho: como un doble. La cacería era mucho más que un simple contrato. Era un desafío personal. Un intento de atravesar el espejo. Dejándose llevar por un impulso, Sema lo provoca:
– No somos más que instrumentos, juguetes en las manos de los babas.
Azer frunce el ceño. Su rostro se tensa.
– Es justo al revés -masculla-. Soy yo quien los utiliza al servicio de nuestra Causa. Su dinero no…
– Somos sus esclavos.
– ¿Qué quieres? -le pregunta con voz teñida de irritación-. ¿Qué propones? -grita de pronto, desparramando los bombones por el suelo.
– A ti, nada Solo hablaré con Dios en persona.
<a l:href="#_ftnref2">[2]</a> «¿Continúo?» «Sí»
<a l:href="#_ftnref3">[3]</a> «¡Dios proteja a los turcos!»