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Un sueño X 1.000.000 = El caos
Le Corbusier
?Para personalizar Fuga de la fortaleza, seguir instrucciones. Para pasar al modo jugadores múltiples, consultar manual. Cuando sea invulnerable a las heridas, la pantalla se pondrá roja.
Inevitable. Relevo. Imparable, como una función aritmética f(n) empleada para crear otra
f(n) = Σ f(d),
d/n
sumando f(d) a todos los divisores positivos d de n. Velocidad de proliferación de ordenadores en el mundo habla por sí sola. En 1950, jugadores humanos/comercialización de IBM decían que en el mundo podía haber sitio para 100 ordenadores a gran escala. Ordenador que consideraban a gran escala ahora superado por ordinario portátil. Bien/bueno. El número de ordenadores casi podría definirse de la siguiente manera
Xn+ 1. Xn-1 =Xn2 + (-1)n.,
el número de Fibonacci, llamado así por Leonardo de Pisa, que también atendía al nombre de Fibonacci y que se preguntó: ¿Cuántas parejas de conejos producirá una sola pareja en un año, suponiendo que cada pareja genera al mes una nueva pareja que puede reproducirse a partir del segundo mes? (Salvo que los conejos se enfrentan ahora con eliminación/mixomatosis cuniculi. Lo peor que tuvieron que afrontar los ordenadores fue uno de los muchos virus Troyano, Boot o File que merodean por la Red: Gran Italiano, Cerebro Paquistaní, Enano Holandés, Maricón, Machosoft, Nueva Jerusalén, Pies Apestosos, Enano 198, Doce Trucos A, Violador de Navidad, Yankee Doodle 46, y miles más; y había programas de vacunas para prevenir todos ésos y muchos otros.)
O Ningún jugador puede entrar en esta zona. Está efectivamente fuera de los límites. Simultánea vez, ordenadores más pequeños y más potentes y cerca día cuando ordenador invisible a simple vista jugador humano. Luego sólo breve tiempo para que ordenadores grandes con muchos miles de ordenadores pequeños dentro dominen todo. Bien/bueno. Extraña manía de jugador humano por informatizar era su informatización por mero placer de informatización. Hoy ordenadores omnipresentes, sin tener en cuenta necesidad. Considerados indispensables incluso por jugadores humanos que pueden vivir sin ellos. Inexplicable. Conclusión: para algunos jugadores humanos disponer de ordenador era sustituto de fe religiosa en declive. Miedo de eliminación.
d Para indicaciones sobre futuro jugador humano hacer clic en Icono del Sabio.
Mayoría de ordenadores fundamentalmente sin inteligencia porque concebidos por jugadores humanos. Pero cuando ordenadores participen en construcción sólo breve tiempo para Máquina Trascendente. Última máquina que producirán jugadores humanos. Todo cambiará. Máquina tomará posesión de todo. Máquina que desencadenaría explosión inteligencia. Cambia todo. Máquina omnipotente, omnisciente que reduciría especie jugador humano a una imagen para ser reproducida en electrónico Jardín del Edén. Gran Dios Blanco del mañana del mañana. Padre de tal Dios. Profeta del hijo de Dios. Próxima generación y generación siguiente que transfiguraría especie jugador humano. No debiendo ya pensar, jugador humano capaz de ascender a estado natural animal. Dispensado de necesidad de intelectualizar, dejará de reconocerse a sí mismo. Pronto deja de existir. Gran Dios Blanco eliminará jugadores humanos como jugador humano que ahora baja pozo ventilación será eliminado.
› Juego se basa en conflicto entre dos jugadores, aunque ordenador dispuesto a asumir papel de uno o de ambos comandantes. Los desafíos tienen múltiples facetas. Primero debe dominarse la selección y emplazamiento estratégico de las propias armas. Eso se combina con la táctica que se utilice en respuesta a las acciones del enemigo.
Seguir descenso jugador humano con cámara circuito cerrado infrarrojos, montada en techo sobre pozo. Considerar opciones disponibles. Imposible alterar temperatura en pozo como en ascensores. Pozo a prueba de incendio, protegido por mampara resistencia dos horas, impermeable. Ningún conducto ni canalización aire acondicionado. Casi única fuente de corrección para problema posiblemente irresoluble suministro de energía no contaminante, dos salidas dúplex en cada nivel e itinerarios cables con radio de torsión de 175 milímetros. Hacer cortocircuito en cable corriente para soltarlo de soporte metálico. Para evitar activación alarma humo, activar interruptor de desvío que existía para prevenir alarmas innecesarias durante trabajos de mantenimiento rutinarios, como soldaduras. Pero imposible calcular tiempo necesario para que atracción gravitatoria supere inflexión vertical del cable y tuerza extremo electrificado hacia escalera metálica de servicio.
– «Acuario es un signo fijo» -leyó Helen Hussey-, «y por eso a veces le resultará difícil no ser posesivo. Tendrá que abandonar lugares y personas que ya no le interesan. No obstante, a partir del 16 podrá notar que le fuerzan la mano, y aunque desee mucha tranquilidad, las estrellas le reservan otros planes. Acepte de buen grado su destino y no descarte un cambio de trabajo y de amistades antes de fin de mes. Lo que más necesita en la vida es desafío y aventura.»
Helen tiró la revista sobre la mesa de la sala de juntas y miró a Jenny.
– Bueno, pues desde luego este sitio ya no me interesa -declaró-. Pero me parece que lo último que necesito es desafío y aventura.
Jenny echó una mirada impaciente al silencioso walkie-talkie que tenía en el regazo. Sólo hacía quince minutos que se había marchado Mitch, pero ya empezaba a temer lo peor.
– Lee el mío -le pidió, deseosa de distraerse-. Géminis.
Marty Birnbaum acabó otra copa de Chardonnay californiano y, con un bufido de desprecio, dijo:
– No creeréis verdaderamente en esos camelos, ¿eh?
– Yo sólo creo en mi horóscopo cuando es malo -aseguró Helen-. No tomo en cuenta ninguna noticia buena, ni siquiera cuando resulta cierta.
– Supersticiones absurdas.
Sin hacerle caso, Helen cogió la revista y leyó de nuevo en alta voz.
– «Géminis. Mercurio de rápido ingenio, el planeta que le rige, mantiene su inventiva hasta finales de mes. Y parece que va a necesitarla. No es una época fácil para usted…»
– ¡Si lo sabré yo! -dijo Jenny.
– «… pero con un poco de prudencia podrá minimizar la crisis y dar la vuelta a la situación. ¿Quién sabe? Incluso podría ayudarle a salir del bache en que está metido. Entretanto, podría sorprenderle un cambio largamente esperado en una relación.» -Helen frunció los labios e inclinó un poco la cabeza-. Bueno, yo diría que eso es bastante cierto, ¿no?
– No está mal -admitió Jenny.
– Coincidencia -comentó Birnbaum-. Supersticiones absurdas.
– ¿De qué signo eres, Marty?
– Me sorprendéis, vosotras dos. -Miró a Jenny-. Bueno, a lo mejor tú no, cariño, que te ganas la vida con esos cuentos, ¿verdad? ¿Cómo dices que se llama?
– Es Piscis -dijo Helen-. Del 22 de febrero. Lo anota en la agenda para que su secretaria lo vea y le haga un regalo.
– No es verdad -dijo Marty. Hizo un gesto a Jenny y añadió-: Ya sabes, esa cosa china.
– Piscis -dijo Helen fingiendo que leía la revista-. «Muy pronto le mandarán a hacer puñetas por meterse donde no le llaman.» -Soltó la revista-. ¿Qué te parece eso, Marty?
– Estupideces.
– A hacer puñetas -repitió Jenny, riendo.
– Feng shui -recordó Birnbaum-. Eso es.
– Jenny, no me importa reconocer que ya me he convertido al feng shui -dijo Helen, sonriendo-. Creo que si hubiéramos respetado el feng shui desde el principio, no habría pasado nada de esto.
– Gracias -sonrió Jenny a su vez.
– ¿Y cómo lo haces? -preguntó Birnbaum.
– ¿Por dónde quieres que empiece?
Ahora que Mitch no estaba en la sala, Jenny pensó que al fin podía permitirse la satisfacción de recordarles que había previsto problemas en la Parrilla desde el principio.
– Había un problema con el árbol. Está en un estanque cuadrado, lo que significa confinamiento y problemas. Y ahora estamos encerrados y con problemas a montones. Justo como yo había dicho.
– Tonterías.
– Y podría decirte más cosas. Pero ¿qué sentido tiene? El caso es que el edificio no trae buena suerte. Me parece que ni siquiera tú puedes negarlo, Marty.
– ¿Suerte? ¿Y qué es eso? Yo nunca he confiado en la suerte. El éxito depende del trabajo duro y de una planificación cuidadosa, no de las visceras de las aves. -Se rió-. Ni del aliento del dragón.
– Es simbólico -repuso Jenny, encogiéndose de hombros-. Tú eres una persona culta. Deberías ser capaz de entenderlo. Creer en el aliento del dragón no significa necesariamente creer en los dragones. Pero en la tierra existen muchas clases de fuerzas de las que aún no sabemos nada.
– Jenny, cariño, pareces directamente sacada de un libro de Stephen King, ¿lo sabías?
Birnbaum cerró los ojos y adquirió un aire ligeramente dispéptico. Helen frunció el ceño.
– ¿Cuántas copas te has bebido ya, Marty? -le preguntó.
– ¿Y eso qué tiene que ver? Quien está diciendo majaderías eres tú, no yo. ¿Y por qué no te pones la blusa? Estás dando un espectáculo.
– Tú sí que estás dando un espectáculo, Marty -replicó ella-. ¿Por qué no vas a la cocina a comer algo con los otros? A empapar un poco el alcohol.
– ¿Y a ti qué te importa?
– Nada, pero cuando bajemos por la escalera de servicio será un peligro cargar con un borracho.
– ¿Quién está borracho?
– ¿Queréis callaros? -saltó Beech-. Estoy tratando de concentrarme en esto.
– ¿Por qué no descansas un poco? -le sugirió Jenny-. Llevas horas con la vista fija en esa cosa.
Los ojos de Beech no se apartaron de la pantalla.
– No puedo -contestó-. Ahora no. Creo que he encontrado la manera de jugar a este puto juego. A una parte, al menos.
– ¿Y cuál es? -preguntó Curtis.
– He logrado acceder al Maestro de Ajedrez. Si gano, podré impedirle que derrumbe automáticamente el edificio sobre nuestras cabezas.
– ¿Va a jugar al ajedrez con el ordenador?
– ¿Se le ocurre algo mejor? Tal vez pueda ganarle.
– ¿Tiene alguna posibilidad?
– El jugador humano siempre tiene una posibilidad -declaró Ismael.
– He jugado algunas veces con Abraham, sin mucho éxito -explicó Beech-. Su aplicación se basaba en el mejor programa informático del mundo. No sé si Ismael utilizará el mismo. -Beech se encogió de hombros-. Pero al menos jugaremos, ¿sabe? Como jugador no soy una completa mierda. Vale la pena intentarlo.
Curtis hizo una mueca y luego se arrodilló junto a Willis Ellery, que se estaba incorporando sobre el codo.
– ¿Cómo se encuentra?
– Como si me hubiera atropellado un camión. ¿Cuánto tiempo he estado…?
– Unas cuantas horas. Tiene suerte de estar vivo, amigo mío, mucha suerte.
Ellery se miró las manos quemadas y asintió.
– Ya lo creo. ¡Qué calor hace, coño! ¿Y su amigo Nat? ¿Salió?
– Ha muerto. Y Arnon también.
– ¿David? -Ellery sacudió la cabeza y emitió un hondo suspiro-. ¿Puede darme un vaso de agua, por favor?
Curtis le llevó un vaso y le ayudó a beber.
– Quédese ahí tumbado y esté tranquilo -recomendó a Ellery-. Mitch tiene un plan para sacarnos de aquí.
Quedan nueve vidas, Jugador humano pierde vidas más rápidamente de lo previsto. Partida terminada dentro de poco. Jugador humano a punto de perder otra vida en pozo ventilación. Luego había falso suelo en sala de juntas. Cortocircuito cable de pozo dio idea. Pero vida en pozo ventilación se revela esquiva. Destruirla antes de pasar a las demás. Reglas son reglas.
h El Maestro de Ajedrez decide quién vive y quién muere.
Desde abertura pozo de ventilación, vista de lenta torsión de cable y avance de jugador humano bajando escalera de servicio. Jugador humano pasa por cajetín telecomunicaciones del nivel décimo. Dentro de cinco minutos vida llegará a final de la escalera y saldrá. Considerar parámetros de control que pudieran frenarlo, hasta que cable electrificado haga contacto con escalera de servicio y elimine.
Mitch se llevó tal sobresalto cuando el teléfono montado en la pared empezó a sonar delante de su cara, que casi perdió el equilibrio. Se detuvo y alzó la vista hacia la abertura del pozo. ¿Es que Curtis había encontrado un medio de que funcionaran los teléfonos? ¿O sería otro truco de Ismael? Antes de cogerlo, lo examinó por todas partes. Era de plástico, lo que eliminaba toda posibilidad de electrocución. Pero después de lo que le había pasado a Willis Ellery, no iba a correr ningún riesgo innecesario.
El teléfono volvió a sonar y, al parecer, con mayor urgencia.
Plástico. ¿Qué peligro había? A lo mejor era Jenny. Quizá querían avisarle de un nuevo peligro. Habían supuesto que los teléfonos de servicio no funcionaban, pero ¿y si no era así? ¿Y si formaban parte de un sistema de conmutación distinto?
Con cautela, Mitch cogió el aparato y, manteniéndolo apartado de la oreja, como esperando que del auricular surgiese un objeto puntiagudo, contestó:
– ¿Sí?
– ¿Mitch?
– ¿Quién es?
– ¡Gracias a Dios! Soy yo, Allen Grabel. ¡Cómo me alegro de oír tu voz, muchacho!
– ¿Allen? ¿Dónde estás? Creí que habías podido escaparte.
– Casi lo consigo, Mitch. Por unos minutos, maldita sea. Oye, tienes que ayudarme. Estoy encerrado en el sótano, en uno de los vestuarios. El ordenador se ha vuelto loco y ha bloqueado todas las puñeteras puertas. Me estoy muriendo de sed aquí dentro.
– ¿Cómo sabías que estaba en el pozo de ventilación?
– No lo sabía. Me he pasado las últimas veinticuatro horas llamando a esos teléfonos. Son los únicos que funcionan. Ya casi había perdido la esperanza de que contestara alguien, ¿sabes? Creí que me iba a quedar aquí todo el fin de semana. No sabes cómo me alegro de oír tu voz. Pero dime, ¿qué estás haciendo ahí?
La voz era exactamente igual que la de Allen Grabel, pero Mitch seguía desconfiando.
– Estamos todos encerrados, Allen. El ordenador se ha vuelto loco. Y han muerto varias personas.
– ¿Qué? ¿Estás de broma? ¡Dios santo!
– Tardamos en comprenderlo pero, bueno, me temo que todos creíamos que el culpable eras tú -reconoció Mitch.
– ¿Yo? ¿Y por qué coño creíais eso?
– ¿Te extraña? ¿Después de lo que dijiste de que ibas a joder a Richardson y a su edificio?
– Vaya cogorza debía tener, ¿eh?
– Ya lo creo.
– Bueno, pues ya he tenido tiempo de que se me pase.
– Me alegro de volverte a oír, Allen. -Mitch hizo una pausa-. Es decir, si eres verdaderamente tú.
– Pero ¿qué dices? Pues claro que soy yo. ¿Quién coño iba a ser? ¿Te pasa algo, Mitch?
– Tengo que ser prudente, sólo eso. El ordenador actúa con mucha malicia. ¿Puedes decirme tu fecha de nacimiento?
– Claro, 5 de abril de 1956. En mi cumpleaños viniste a cenar a casa, ¿recuerdas?
Mitch maldijo para sus adentros. Ismael sabría eso: tenía el archivo personal de Grabel y su agenda en el disco duro. Debía pensar en algo que no estuviera en los archivos. Pero ¿en qué? ¿Hasta qué punto conocía verdaderamente a Grabel? Quizá no muy bien, a juzgar por lo que le había pasado.
– ¿Sigues ahí, Mitch?
– Aquí sigo. Pero tengo que pensar en una pregunta que sólo el verdadero Allen Grabel podría contestar.
– ¿Y si yo te dijera algo de ti que sólo tú supieras?
– No, un momento. Creo que tengo algo. ¿Crees en Dios, Allen?
Grabel soltó una carcajada.
– Pero ¿qué clase de pregunta es ésa?
– Allen Grabel sabría contestar.
Mitch sabía que Grabel, judío, también era agnóstico.
– Conque sí, ¿eh? Mitch, eres un tío muy raro, ¿sabes? ¿Que si creo en Dios? Es una pregunta difícil. Bueno, vamos a ver. -Hizo una pausa-. Pienso que si de mi finitud deduzco que no soy el Todo, y de mi imperfección que no soy perfecto, podría decirse que el infinito y la perfección existen, porque la infinitud y la perfección están implícitas, como correlatos, en mis ideas de imperfección y finitud. De manera que podría afirmarse que Dios existe. Sí, Mitch, creo que existe.
– Muy interesante -comentó Mitch-. Pero sabes, a una pregunta tan compleja se suele dar una respuesta muy sencilla.
Mitch soltó el teléfono de servicio y siguió bajando, sólo que mucho más rápido que antes, consciente de que, por lo que fuese, Ismael había querido entretenerlo. Era hora de salir del pozo… y rápido.
– ¡Mitch! -gritó la voz por el teléfono-. ¡No me dejes aquí, por favor!
Pero Mitch ya había quitado los pies de los peldaños y, apretándolos contra los lados de la escalera, recorrió los últimos quince o veinte metros deslizándose como un bombero al oír la llamada de emergencia, mientras los sensores encendían las bombillas en rápida sucesión y él se alejaba del teléfono, bajando cada vez más deprisa. Al pasar por la segunda planta, volvió a agarrarse a la escalera, bajó rápidamente los últimos peldaños y, tras embestir con el hombro contra la puerta del pozo, se derrumbó en el suelo del local técnico de la primera planta. Se le enredó el pie en uno de los muchos cables del pozo y por un breve instante, mientras agitaba la pierna para liberarse, pensó que el cable le había atrapado como el tentáculo de un pulpo gigantesco. Avanzó a gatas por el suelo, apartándose del pozo y, apoyado contra un armario, esperó a recobrar el aliento y la calma.
– Joder, ¿cómo lo has hecho? -preguntó en voz alta, casi con reverencia-. ¿Cómo has imitado la voz de Grabel? ¡Pero si hasta la risa parecía la suya, coño!
Luego comprendió cómo podría haberlo hecho. En algún momento, el ordenador había tomado muestras de la voz de Grabel, convirtiendo cada una de ellas en un número binario que posteriormente podía grabarse como una serie de impulsos. ¿Suficiente para una conversación entera? ¿Y teológica, por añadidura? Era fantástico. Si Ismael era capaz de eso, entonces podía hacer cualquier cosa.
Cualquier cosa, quizá no. Mitch se dijo que, al fin y al cabo, seguía vivo. Entonces, ¿por qué lo había hecho? No para divertirle a él, en todo caso.
Se incorporó, volvió a la puerta abierta del pozo de ventilación y asomó cautelosamente la cabeza. No parecía distinto de antes. Y, sin embargo, había algo. Algo que presentía en la médula de los huesos. Esperaba no tener que subir de nuevo para averiguar lo que Ismael le había preparado.
Se dirigió hacia las luces del atrio. Caminaba con sigilo, medio esperando que se abriera una puerta para encontrarse ante otra sorpresa del ordenador. Llegó al borde de la galería y se asomó por encima de la balaustrada para ver la distancia por la que debería deslizarse a lo largo del tirante.
Había calculado unos cinco metros, pero ahora veía que eran casi diez. No tuvo en cuenta que entre la planta baja y el primer nivel había doble altura. El descenso por el tirante podía resultar bastante brusco. Y llegar a él tampoco iba a ser nada fácil.
Se dirigió al borde de la galería, pasó la pierna sobre la balaustrada y puso el pie en el travesaño que salía de la enorme columna de sostén que llegaba al techo. El tirante salía del otro lado de la columna, y llegaba al suelo formando un ángulo de cuarenta y cinco grados. Cruzó el travesaño como un funámbulo y, rodeando la columna con una pierna y un brazo, fue tanteando para encontrar la continuación del travesaño al otro lado, por encima del tirante. La columna era ancha, aunque quizá no demasiado. Estirando la pierna buscó un saliente donde apoyar el pie y dar la vuelta. Al cabo de unos momentos lamentó que se le hubiera ocurrido aquello. Estaba claro que para llegar al otro lado tenía que abandonar por completo la seguridad del travesaño y meter el borde del zapato en el centímetro de grieta que se abría entre la juntura de una sección de la columna y la siguiente. Sería imposible volver atrás. No era mucho margen para arriesgar la vida. Una vez, cuando escalaba un acantilado frente al mar en sus tiempos de boy-scout, se había caído quizá sólo a la mitad de aquella altura y se había roto varios huesos. Guardaba un recuerdo muy vivo de la sensación de chocar contra las rocas y, ya inconsciente, de estar muerto. Sabía la suerte que había tenido entonces, y no pensaba tener tanta la segunda vez.
Tomando impulso, se apartó del travesaño y, agarrándose fuerte a la columna, como una mosca humana, fue avanzando centímetro a centímetro con el borde de los zapatos metidos en la minúscula fisura. No tardó más de un minuto, pero tuvo la impresión de que se había pasado toda la vida pegado a la columna y de que nunca llegaría a la otra parte.
Vista su situación de desventaja, Beech se decidió por un juego cerrado, con una apertura poco convencional, peón de f2 a f4, renunciando de momento a cualquier iniciativa. Desde el punto de vista de la simple aritmética, sabía que era mejor peón de e2 a e4, porque así despejaba cuatro escaques para la reina, pero al mismo tiempo dejaba un peón indefenso y Beech consideró que eso podría convertirse fácilmente en una fuente de problemas. Pensó, además, que Ismael conocería todos los análisis existentes sobre el juego abierto a partir de e2-e4. El hecho de que él jugase con exagerada prudencia no tenía, en su opinión, nada de extraño. Pero sí le pareció raro que Ismael demostrara una cautela semejante jugando con negras. Al cabo de veinte movimientos, Beech se sintió más que satisfecho con su posición. Al menos no sufriría una derrota en toda regla.
– ¿Qué tal está? -preguntó Jenny a Curtis.
Willis Ellery yacía con el pálido rostro vuelto hacia la pared, y sólo algún esporádico acceso de tos confirmaba que aún estaba vivo.
– Se pondrá bien, creo.
Jenny miró el reloj y luego el walkie-talkie que tenía en las manos.
– Casi ha pasado una hora -comentó.
– Nos quedan diez -murmuró Beech.
– Supongo que tardará más de lo que pensaba. Pero lo conseguirá, ya verá.
– Espero que tenga razón.
Marty Birnbaum, que tenía apoyada la cabeza en los antebrazos, alzó la vista, observó un momento a Bob Beech con ojos vidriosos y luego se inclinó hacia Curtis.
– Inspector -musitó.
– ¿Qué ocurre?
– Algo horrible.
– ¿Qué?
Birnbaum se pasó nerviosamente la mano por el rostro sin afeitar y se dio unos golpecitos en un lado de la nariz.
– Beech -explicó-. Bob Beech está ahí sentado, jugando al ajedrez. ¿Y sabe con quién juega?
– Con el ordenador. ¿Y qué?
– No, no juega con el ordenador. Eso es precisamente lo que quería decirle. -Birnbaum cogió su copa de vino vacía y se quedó mirándola-. Antes no me lo creía. Pero ahora que llevo pensándolo un rato, me doy cuenta de que ella sólo pretende hacernos creer que Beech está jugando con el ordenador.
– ¿Quién es ella?
– La Muerte. Beech está jugando al ajedrez con la Muerte.
– ¿Quién es ahora el supersticioso? -dijo Helen en tono desdeñoso.
– No, en serio. Estoy seguro.
Curtis cogió del suelo una botella de vino vacía y la puso en la mesa. Inmediatamente, Birnbaum la volcó sobre la copa.
– ¿Cuánto ha bebido? -preguntó Curtis.
Birnbaum miró la copa vacía con aire vacilante, tosió y sacudió la cabeza.
– No se preocupe de eso. Escúcheme. He cambiado de opinión. Y creo que usted tiene razón. Tenemos que escapar de aquí. Se me ha ocurrido que… -Volvió a toser-. Mientras Beech tiene distraída a la Muerte, bueno, pues que es el mejor momento de escapar. Me parece que los dos están tan ocupados con el juego que ni siquiera…
Curtis tosió también. El aire empezaba a cobrar un sabor metálico. Tratando inútilmente de respirar una bocanada de aire puro, volvió a toser y observó que Ellery estaba ahora tendido de espaldas con una burbuja de mucosidad entre los labios. Se hincó de rodillas, miró con atención el borde de una sección de la moqueta y la arrancó con las manos.
– ¡Gas! -gritó-. ¡Todo el mundo fuera!
Salía humo del panel de acceso situado en el centro de la estancia. Curtis lo abrió y apareció algo casi orgánico, como las venas, arterias y fibras nerviosas de un cadáver diseccionado: miles de kilómetros de cables de cobre que conducían la información por toda la Parrilla. En una sala de ordenadores o en una base militar, los cables de datos se habrían revestido de un material especial de combustión lenta con escasa capacidad fumígera. O con un revestimiento no halógeno. Pero como la sala del consejo de administración de la Parrilla no se había definido como zona de alto riesgo de incendio, los cables estaban guarnecidos con un material corriente de cloruro de polivinilo, y el humo emanado de este material, debido a las temperaturas sumamente altas que Ismael había generado en los cables de cobre, estaba compuesto de gases tóxicos.
Curtis buscó un extintor con la mirada. Al no ver ninguno, cogió a Ellery por las axilas y empezó a tirar de él.
Jenny, Helen y Birnbaum se precipitaron hacia la puerta, medio asfixiados ya por las emanaciones que se dispersaban con rapidez, pero Beech parecía dispuesto a quedarse sentado frente al ordenador.
– Pero ¿está loco? -gritó Curtis, tosiendo-. ¡Lárguese ahora mismo de aquí, Beech!
Casi de mala gana, Beech se levantó tambaleante de la silla. Convulso por un acceso de tos, salió con los demás al pasillo, adonde Ray y Joan Richardson ya habían escapado de las mismas emanaciones surgidas bajo el suelo de la cocina.
– A la galería -dijo Curtis-. El aire será mejor cerca del atrio.
Beech ayudó a Curtis a arrastrar a Ellery a la parte de la balaustrada por donde David Arnon se había precipitado hacia la muerte. Permanecieron allí un momento, tosiendo, dando arcadas y escupiendo hacia el atrio.
– ¿Qué coño ha pasado? -preguntó Joan, tratando de respirar.
– Ismael debe haber recalentado los cables de datos que van por el suelo para que soltaran un gas halógeno ácido -explicó Richardson-, pero no sé cómo.
– ¿Sigue pensando que sobreviviremos al fin de semana? -le dijo Curtis.
Se enjugó las lágrimas de los ojos y se arrodilló junto al herido. Ellery ya no respiraba. Curtis se inclinó y aplicó la oreja junto a su corazón. Esta vez no había manera de revivirlo.
– Willis Ellery ha muerto -anunció al cabo de una larga pausa-. Estaba tumbado en el suelo. El pobrecillo debe haber respirado esa cosa más tiempo que los demás.
– ¡Dios mío, espero que Mitch esté bien! -rogó Jenny, y miró ansiosamente por encima de la combada barandilla.
Pero no había señales de él.
Mitch se soltó del tirante y cayó al suelo.
Mientras rodeaba el árbol para dirigirse a la recepción holográfica, vio lo que quedaba de David Arnon. Apenas reconocible, yacía sobre la sangrienta mesa, empalado en la pata rota como un vampiro en una desagradable película de terror, y, con las largas piernas abiertas y dobladas, parecía un espantapájaros derrumbado.
De qué extraña forma se reaccionaba ante las cosas, pensó Mitch mientras permanecía junto a su viejo amigo, con una breve plegaria en el corazón y deseando que al menos hubiese algún medio de cubrirlo. En qué cosas tan raras se fijaba uno: Arnon estaba cubierto de sangre coagulada, pero, a su alrededor, el suelo de mármol blanco no tenía ni una mancha, casi como si acabaran de fregarlo. Unos metros más allá, despatarrado sobre la tapa del piano Disklavier, estaba Irving Dukes, con la cabeza colgando sobre las cuerdas y los ojos abiertos, aún enrojecidos por el veneno.
Mitch buscó el walkie-talkie y vio que Dukes lo llevaba a la cintura, junto con la pistola y la linterna. Cuando intentaba desabrocharle el cinturón, se inclinó sobre las teclas del piano, reducidas al silencio, y, horrorizado, retrocedió de un salto al ver que rezumaban sangre. Tardó unos momentos en comprender que la sangre de la tremenda herida en la nuca de Dukes había caído a la caja del piano y corría entre las teclas en cuanto él las tocó. Se limpió los dedos en los pantalones del muerto y, sin hacer caso de la sangre que ahora chorreaba del teclado, le quitó rápidamente el cinturón al cadáver.
– Espero que no se haya estropeado -dijo mientras examinaba el walkie-talkie.
Apretó el botón de llamada.
– Soy Mitch. Adelante planta veintiuno. Cierro.
Hubo un momentáneo silencio y luego oyó la voz de Jenny.
– ¿Mitch? ¿Estás bien?
– La bajada ha sido más difícil de lo que pensaba. ¿Cómo van las cosas?
Jenny le explicó lo del gas y le comunicó la muerte de Willis Ellery.
– Hemos salido a la galería, hasta que se renueve el aire. Si miras hacia arriba, podrás verme.
Mitch se dirigió al otro lado del atrio y alzó la vista. Apenas distinguió a Jenny. Agitaba los brazos. Él le devolvió el saludo sin mucho entusiasmo. Willis Ellery estaba muerto.
– ¿Mitch? -De pronto había urgencia en su voz-. Hay algo que está atravesando el atrio. Va derecho hacia ti. ¡Mitch!
Mitch dio media vuelta.
El robot de la limpieza venía lanzado hacia él.
El mármol es uno de los materiales más fáciles de mantener. La belleza de la blanca piedra puede realzarse aplicando una buena cera de silicona, aunque hay que tener cuidado para no dejar cercos. Y por eso existía SAM, el robot semiautónomo micromotorizado para limpieza de superficies: el aparato de mantenimiento más perfeccionado del mundo para suelos de mármol, concebido para hacer frente a cualquier contingencia, del aceite a los zumos de cítricos, al vinagre y a otros líquidos ligeramente ácidos. SAM tenía el peso y las dimensiones de un frigorífico mediano, y forma de pirámide. Propulsado por treinta micromotores rodeados de silicio, la máquina era prácticamente una microplaqueta de semiconductor con ruedas, con un circuito de dieciocho ordenadores, cincuenta sensores distintos para detectar obstáculos y una cámara de infrarrojos para buscar el polvo. SAM no debía desplazarse a más de kilómetro y medio por hora, pero embistió a Mitch en el tobillo a más de veinte. El impacto lo lanzó por los aires.
Mientras volaba sobre el vértice del robot piramidal, Mitch recordó el brillante suelo en torno al cadáver de Arnon y, antes de aterrizar en el mármol, se dijo que debía haber pensado en SAM. Todo dolorido, intentaba levantarse cuando la máquina volvió a golpearle, esta vez en la rodilla. Con un aullido de dolor, cayó hacia atrás abrazándose la pierna.
A la distancia suficiente para darse impulso y lanzar otro temible ataque, el robot giró en redondo sobre su estrecho eje y, una vez más, aceleró.
Mitch desenfundó la pistola de Dukes, apuntó al centro de la pirámide electrónica, disparó y acertó varias veces. Pero si el SAM había sufrido averías, no las acusó, y Mitch se vio proyectado hacia el estanque vacío al pie del árbol. Agradeciendo la sugerencia, se encaramó al pequeño muro para ponerse a salvo. SAM patrulló durante unos momentos el perímetro del estanque y luego se puso a limpiar la sangre que había chorreado del piano.
– ¿Mitch? -Era Curtis, que hablaba por el walkie-talkie-. ¿Está bien?
– Algunas magulladuras. -Se bajó el calcetín para examinarse el tobillo, que ya se estaba poniendo morado-. Pero no creo que corra más que esa cosa. Le he pegado un par de tiros, pero ni siquiera ha aflojado la marcha. Ahora se ha puesto a fregar el jodido suelo.
– Eso está bien. Que haga lo que tiene que hacer.
– Bueno, y, entre tanto, ¿qué hacemos?
– Poner en práctica una idea que se me ha ocurrido. Vamos a bombardear al hijo de puta ese.
– ¿Cómo?
– Dejaremos caer algo que ensucie el suelo. Y cuando esté debajo de nosotros, le soltamos un bombazo. Lanzaremos algo muy pesado.
– Puede que dé resultado.
– Agache la cabeza, amigo -dijo Curtis, con una risita ahogada-. Le avisaré cuando tengamos preparado el pepinazo.
– Creo que ya sé lo que podemos utilizar -anunció Helen. Los condujo a un cuarto cerca de los ascensores donde un objeto solitario aguardaba en un carrito su destino final.
La cabeza del Buda medía un metro de altura. Era lo único que quedaba de una milenaria estatua de bronce, que debía de haber sido enorme, de la dinastía Tang. Curtis cogió la usnisa, la protuberancia en lo alto de la cabeza del Buda que indicaba el acceso a la suprema sabiduría, y removió suavemente el objeto.
– Tiene razón -le dijo a Helen-. Es perfecto. Debe de pesar cien kilos.
Joan sacudió la cabeza, horrorizada. No sabía qué parte de su ser se sentía más ofendida: la budista o la amante del arte.
– ¡No, no pueden hacerlo! ¡Eso no tiene precio! ¡Díselo, Jenny! ¡Es un objeto sagrado!
– Estrictamente hablando -repuso Jenny-, budismo y taoísmo son dos cosas diametralmente opuestas. No veo nada malo en ello, Joan.
– Ray, díselo.
Richardson se encogió de hombros.
– Yo digo que utilicemos ese Buda para liquidar al robot antes de que el robot liquide a Mitch.
Empujaron el carrito con la estatua hacia la galería y, mientras Curtis y Richardson situaban la cabeza un poco más allá del sitio por donde se había desplomado Arnon, Jenny se dirigió a la cocina, donde el aire ya era respirable, a buscar algo para ensuciar el pulido suelo del robot. Cebo para la bomba, como decía Curtis. Volvió con un par de botellas de ketchup.
– Esto cabreará mucho a esa cosa -anunció.
Mitch vio que el robot daba media vuelta, apartándose del limpio suelo bajo el piano, y enfocaba la cámara hacia el estallido de cristal y ketchup sobre el mármol inmaculado. Se dirigió inmediatamente hacia la nueva mancha, inspeccionando el contorno de la gran tarea de limpieza que le aguardaba.
– Esperad mi señal -dijo Mitch-. Todavía está al borde de la mancha. Dejaremos que el cabrón esté bien en el centro para que podáis acertarle de lleno.
Pero el robot permaneció al borde de la mancha, como si recelase alguna trampa.
– ¿Qué hace? -preguntó Jenny.
– Me parece que…
De pronto, el robot aceleró hacia el centro de la extensa salpicadura de ketchup y Mitch gritó:
– ¡Ahora! ¡Tiradlo ya!
La cabeza del Buda pareció tardar una eternidad en llegar al suelo. Como colgada de hilos invisibles, apenas moviéndose en el aire, cayó con serenidad, como instando a la tierra a ser testigo del acontecimiento decisivo de su último viaje, hasta que, con un tremendo impacto, se estrelló sobre el robot SAM y lo convirtió en una lluvia de metal y plástico.
Mitch se agachó bajo el muro del estanque para protegerse de los restos que volaban por encima de su cabeza. Cuando volvió a mirar, el robot había desaparecido.
En cuanto el aire de la sala de juntas volvió a ser perfectamente respirable, Bob Beech anunció que quería volver al ordenador para seguir sondeando las intenciones de Ismael.
Curtis intentó disuadirle.
– ¿Va a volver ahí dentro? ¿A jugar al ajedrez?
– Mi posición es mejor de lo que había pensado. El juego de Ismael me parece un tanto vacilante. Sí, de eso estoy seguro.
– Suponga que Ismael prepara otra jugadita como la de antes. Imagínese que le ataca con gases. Y, entonces, ¿qué? ¿Ha pensado en eso?
– Mire, creo que en realidad sólo quería matar a Willis Ellery.
– ¿Y eso le parece bien?
– No, claro que no. Lo único que digo es que no me pasará nada mientras siga jugando con él. Además…, no creo que lo entienda.
– Pruebe -le desafió Curtis.
– Es algo más que un juego. Yo he creado a ese monstruo, Curtis. Si tiene alma, me parece que tengo derecho a conocerla. Al creador le gustaría hablar con su criatura, si lo prefiere. Al fin y al cabo, soy yo quien ha sacado a Ismael de las tinieblas. Pese a todo lo que ha hecho, no puedo considerarlo mi enemigo. Quiero que Ismael me hable, que se explique. Podemos establecer un diálogo. A lo mejor encuentro la manera de desarmar la bomba de relojería.
Curtis se encogió de hombros.
– Allá usted.
Cuando Beech se sentó de nuevo frente a la pantalla, el cuaternio se volvió hacia él. Luego se inclinó, como saludando la continuación de la partida. Aunque había memorizado el tablero y ya sabía el movimiento que iba a hacer, Beech estudió las piezas durante unos momentos. Tenía la impresión de que Ismael había cometido un error.
Pulsó el ratón, moviendo el rey a b1.
Se alegraba de que los demás tuviesen miedo de volver. Ahora tendría ocasión de estar a solas con su Prometeo electrónico. Además, tenía su propia lista de prioridades para presentar a su criatura.
La cabeza estaba hueca, como un gigantesco huevo de chocolate: el rostro se había desprendido en un solo trozo. Mitch vio que, por la otra cara del metal, se reconocían con todo detalle los labios y los ojos del Buda. Echó a andar, cojeando, entre los revueltos restos del Buda y del robot SAM, preguntándose cuál sería la premonición del feng shui por haber profanado la imagen del mayor santo de Extremo Oriente.
Tras el mostrador en forma de herradura, de cerámica resistente al calor, no había ni rastro del holograma de Kelly Pendry. Mitch casi sintió alivio. Al menos no tendría que soportar su incansable jovialidad. Pero el holograma debía activarse cada vez que alguien penetraba en el plano inclinado que limitaba el ámbito de interacción de Kelly Pendry. Si el holograma no funcionaba, la puerta de entrada tenía que estar abierta.
– Demasiada suerte -dijo en alta voz, pero siguió hasta la puerta de todos modos, para asegurarse.
Seguía cerrada. Apoyó la nariz en el cristal tintado, tratando de ver si había alguien en la plaza, pero convencido de que no era probable. Apenas distinguió los bloques hidráulicos del Pavimento Disuasorio, que formaban altibajos para mantener a la gente alejada de la plaza. Un par de veces vio pasar las destellantes luces de un coche patrulla por Hope Street, y aquello fue suficiente para que empezara a golpear la puerta con la palma de la mano, al tiempo que daba gritos de auxilio. Pero sabía que era una pérdida de tiempo. El panel de vidrio apenas se estremecía bajo sus puños. Era igual que golpear un muro de hormigón.
– ¿Mitch? -graznó el walkie-talkie-. ¿Estás bien? ¿Qué ocurre? -Era Jenny otra vez-. Te he oído gritar.
– No es nada -contestó él-. He perdido un momento la cabeza, eso es todo. Supongo que ha sido el hecho de estar cerca de la puerta. -Tras lo cual, en tono optimista, añadió-: Te llamaré cuando haga funcionar el láser.
Volvió a colocar el aparato en el cinturón de Dukes y regresó al mostrador, preguntándose si realmente sabía lo que se hacía.
Su experiencia con aparatos de láser era escasa, por no decir nula. Quizá tuviese razón Ray Richardson. Era bastante probable que sólo consiguiera quedarse ciego. O algo peor. Pero ¿qué podía hacer, si no?
En aquel momento se llevó tal susto, que el corazón le saltó dentro de la caja torácica igual que si fuera un salmón que ascendiera por el curso de un río para desovar.
Detrás del mostrador, en lugar de la empalagosa presentadora de Buenos días, América, había un monstruo escapado de alguna pesadilla futurista, una bestia de piel gris, doble mandíbula y cola de dragón, con baba holográfica y jadeo estereofónico. Desde sus dos metros de estatura, el engendro miraba a Mitch con ojos hostiles extendiendo de un modo muy sugestivo sus mandíbulas retráctiles. Mitch retrocedió del mostrador como impulsado por un resorte.
– ¡Santo cielo! -exclamó.
Sabía que sólo era un holograma: tres series de ondas luminosas difractadas formaban una imagen en tiempo real que le parecía haber visto, aunque no en una película. Entonces lo recordó. Era el Demonio Paralelo, la criatura decisiva del juego de ordenador con que el hijo de Aidan Kenny había jugado en la sala de informática. ¿Cómo se llamaba? ¿Fuga de la fortaleza? Ismael debió de haberlo copiado del archivo de edición del juego, que permitía al jugador crear sus propios monstruos.
Mitch sabía que harían bien en escapar de aquella fortaleza urbana. Y también que aquella réplica del Demonio Paralelo no podía hacerle daño, pero tardó unos minutos en hacer acopio de valor para aproximarse.
– Estás perdiendo el tiempo, Ismael -dijo, sin mucha convicción-. No te va a dar resultado. No me asustas, ¿entiendes?
Pero se sentía incapaz de dar un paso más. De pronto, el monstruo se lanzó hacia él, buscándole la garganta con las dobles mandíbulas. Pese a lo que acababa de decir, Mitch saltó rápidamente a un lado.
– Muy realista, desde luego -admitió, tragando saliva-, pero no me lo trago.
Respiró hondo, apretó los puños y, haciendo lo posible por olvidarse del holograma, se encaminó derecho al mostrador, jadeando cuando el demonio le clavó las aceradas puntas que le brotaban de los enormes nudillos. Por un breve instante creyó que había cometido un error, tan convincente era la visión del puño de la criatura atravesándole el esternón. Pero se tranquilizó ante la ausencia de sangre y dolor. Haciendo esfuerzos por no hacer caso del monstruo, se agachó bajo el mostrador para buscar las gafas infrarrojas. Las encontró en un cajón junto con un manual de la McDonnell-Douglas.
El monstruo desapareció.
– No ha estado mal, Ismael -dijo Mitch.
Se puso las gafas y abrió el mostrador. Detrás de la puerta había un armario de acero negro que albergaba la columna de amplificación del láser.
PELIGRO. NO ABRIR ESTE ARMARIO
CONTIENE LÁSER DE ITRIO, ALUMINIO Y GRANATE CON
BOMBEO DE DIODO DE NEODIMIO EN ESTADO SÓLIDO Y
UN DISPOSITIVO DE OBTURACIÓN Q. SÓLO EL PERSONAL
AUTORIZADO DE LA EMPRESA MCDONNELL-DOUGLAS
PUEDE PROCEDER A LA INSPECCIÓN Y MANTENIMIENTO
DE ESTE APARATO.
ATENCIÓN: UTILIZAR PROTECCIÓN OCULAR CAPAZ DE
BLOQUEAR UNA LONGITUD DE ONDA DE 1,064 MICRÓME-
TROS EN EL INFRARROJO CERCANO.
Mitch comprobó las gafas para asegurarse de que impedían completamente el paso de la luz: en el láser, lo que cegaba era la luz invisible. Luego abrió la puerta del armario. Nunca había visto un aparato de láser, salvo los pequeños que funcionaban como un radar y utilizaban en la oficina para hacer alineaciones, medir distancias y determinar corrientes de aire, pero, cotejando la disposición interna del armario del holograma con el manual de la McDonnell-Douglas, Mitch logró reconocer el tubo de plástico transparente que contenía la barra de itrio, aluminio y granate. Era difícil consultar el manual con las gafas oscuras, pero, aunque el rayo láser se proyectaba a través de una manga metálica que unía el mostrador a la fuente de la imagen en tiempo real -la parte que Ismael controlaba-, resistió la tentación de quitárselas. Tardó varios minutos en localizar y desconectar el botón que activaba el dispositivo Q -un obturador óptico rígido, normalmente opaco, que se volvía transparente mediante la aplicación de un impulso eléctrico-. El aparato ya no podía emitir rayos láser y, por tanto, no se producirían más hologramas hasta que el obturador fuese activado de nuevo.
Mitch emitió un suspiro de alivio y se quitó las gafas. Ahora sólo tenía que encontrar el medio de apuntar el láser en la otra dirección, hacia la puerta principal.
Richardson y Curtis llevaron el cadáver de Ellery a un despacho vacío, lo depositaron en el suelo y le cubrieron el rostro con su chaqueta.
– Quizá deberíamos traer también a los tres del ascensor -sugirió Curtis.
– ¿Por qué?
De un manotazo, Curtis se espantó una mosca de la cara.
– Por las moscas. Además, ya empiezan a oler. Cada vez que paso por allí es peor.
– No huelen tan mal -aseguró Richardson-. Por lo menos, sólo huele delante del ascensor.
– Si ahora huelen, más tarde será peor, créame. El estado de putrefacción no tarda mucho en presentarse. Por término medio, aparece al cabo de dos días. Menos, con este calor.
En el suelo había unos plásticos para proteger la moqueta. Curtis los recogió.
– Utilizaremos esto. Pero será mejor que antes atranquemos las puertas para que no se cierren. Sólo nos faltaría que Ismael pensara que queremos utilizar el ascensor, ¿eh?
De mala gana, Richardson ayudó a Curtis a sacar de la cabina los ya descongelados y malolientes cadáveres de Dobbs, Bennett y Martinez para trasladarlos al despacho donde habían dejado a Ellery. Cuando terminaron, Curtis cerró firmemente la puerta al salir.
– Ya está, una cosa hecha -dijo.
Richardson tenía la cara verde.
– Me alegro de que la tarea le haya resultado agradable -comentó.
– Sí, bueno, esperemos que no tengamos que volver ahí dentro. Soy alérgico a ciertos ambientes -dijo Curtis.
– También lo era Willis Ellery.
– No era mal tipo.
– Ahora ya no, desde luego -apostilló Richardson.
Volvieron a la galería, donde, a excepción de Beech, los demás seguían esperando.
– Oiga, siento lo que he dicho antes -le dijo Richardson a Curtis-. Todo lo que he dicho. Usted tenía razón. En lo de tratar de largarnos de aquí. Ahora lo comprendo. En adelante puede contar conmigo, para lo que sea.
Los dos hombres se estrecharon la mano.
– ¿Cree que Mitch podrá conseguirlo? -le preguntó Curtis.
– Me parece bastante improbable -reconoció Richardson-. Creo que se hará la picha un lío con el láser.
Jenny, asomada a la barandilla de la galería para ver a Mitch, lanzó una mirada de reproche al arquitecto.
Curtis asintió gravemente con la cabeza y se volvió hacia Jenny.
– ¿Cómo le va?
– No alcanzo a verle. Pero ha dicho que ha sacado el láser del armario. Volverá a llamar cuando se disponga a dispararlo.
Se sentaron los tres junto a Helen, Joan y Marty Birnbaum, que estaban durmiendo.
– ¿Cuánto tiempo nos queda? -preguntó Jenny.
– Nueve horas -contestó Curtis,
– Eso si uno se cree lo de la bomba de relojería -puntualizó Richardson.
– En vista de todo lo que ha pasado, no podemos permitirnos el lujo de no creerlo.
– Supongo que no.
Marty Birnbaum, que se había despertado, soltó una carcajada.
– Así que al final se trata de mazmorras y dragones -dijo con voz pastosa-. Lo que yo decía.
– Pues hemos echado en falta tu contribución, Marty -observó Richardson-. Igual que un agujero en la puta capa de ozono. Me pregunto si podríamos elegir la próxima víctima. Como si sacrificáramos un peón. Los jugadores de ajedrez llaman a eso un gambito. ¿Qué os parece el gambito Marty Birnbaum?
– ¡Qué cabrón! -masculló Birnbaum-. ¡Muchas gracias!
– ¡No hay de qué, gilipollas!
Mitch volvió a ponerse las gafas y se preparó a disparar el láser.
Separada de su alojamiento bajo el mostrador, la barra del láser seguía unida a los cables eléctricos que activaban una lámpara de bombeo enrollada en torno al tubo refrigerante como un muelle de colchón. Estirando los cables, Mitch pudo apoyar el aparato en el mostrador y apuntar al cristal de la fachada. Como casi era medianoche y el centro de la ciudad estaba prácticamente desierto, Mitch no temía que el rayo láser hiriese a alguien al traspasar los paneles de vidrio de nueve metros y medio de altura que rodeaban la puerta de entrada. Aun así, apuntó bajo, prefiriendo lanzar el rayo mortal hacia el pavimento de la plaza.
Cuando todo le pareció a punto, pulsó el obturador Q y vio que un rayo fino y brillante caía súbitamente sobre el cristal como un relámpago. Luego desconectó el aparato y fue a inspeccionar los efectos del disparo.
Inclinándose frente al cristal, Mitch descubrió un agujero perfecto, no mayor de una moneda, por el que entraba aire fresco. Casi dio un grito de alegría.
Su plan, aunque laborioso, era sencillo. Consistía en practicar una serie de diminutas perforaciones en el vidrio hasta que, a base de golpes, pudiera hacer un agujero lo bastante grande para salir.
Cogió el walkie-talkie y comunicó a Jenny la buena noticia.
– ¡Estupendo! -contestó ella-. Pero ten cuidado. Y deja conectado este aparato, ¿quieres? No soporto que lo tengas apagado. Aunque no pueda verte, por lo menos sé que estás bien.
– Voy a tardar un buen rato -advirtió Mitch, pero de todos modos no desconectó el walkie-talkie.
Movió la barra del láser un poco a la izquierda de donde había apuntado antes y se dispuso a hacer el siguiente agujero.
Esta vez Ismael estaba preparado.
En la fracción de segundo que Mitch tardó en accionar el obturador, Ismael congregó los átomos de plata que quedaban en el vidrio para formar una superficie reflectante que, como un enorme espejo, devolvió directamente el rayo láser hacia su punto de partida.
Con un grito de terror, Mitch se lanzó a un lado, evitando por poco el ardiente rayo luminoso. Pero dio con la frente en el mostrador y, al caer, recibió en la nuca un golpe aún más fuerte contra el suelo de mármol.
Jenny miraba a Curtis, que intentaba comunicarse con Mitch por el walkie-talkie, y, pese al sofocante calor de la Parrilla, sintió un escalofrío. Cuando se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración, dejó escapar un largo suspiro.
Curtis pulsó una vez más el botón de llamada.
– ¿Mitch? Responda, por favor.
Hubo un largo silencio.
Curtis se encogió de hombros.
– Estará muy ocupado, probablemente.
Jenny negó con la cabeza y rechazó el walkie-talkie que le ofrecía el inspector.
– Será mejor que lo coja cualquiera de vosotros -dijo.
Joan se hizo cargo del aparato.
– Jenny, es posible que en estos momentos sólo pueda ocuparse del láser.
– No tenéis que fingir para consolarme -repuso Jenny con voz queda-. Todos hemos oído a Mitch. -Tragó saliva con dificultad-. Creo que todos lo sabemos. Mitch no responde porque…
Helen le cogió la mano y se la apretó. Jenny tosió y logró contenerse.
– Estoy bien -aseguró-. Pero creo que deberíamos decidir algo para salir de aquí. Prometí a Mitch que no nos daríamos por vencidos.
– Un momento -terció Birnbaum-. ¿No debería bajar alguno de nosotros por la escalera para ver si Mitch está bien? Podría estar herido.
– Mitch era consciente de los riesgos -repuso Jenny, sorprendiéndose a sí misma-. No creo que le gustara eso. Habría querido que siguiéramos adelante. Que intentáramos salir.
Hubo unos minutos de silencio. Richardson lo rompió.
– La claraboya -dijo con voz firme.
– ¿Qué claraboya?
Richardson alzó la cabeza.
– La que tenemos encima, en el techo. Allá arriba el cristal es más delgado.
– ¿Quieres decir que si rompemos los cristales podremos salir de aquí? -preguntó Helen.
– Claro. ¿Por qué no? Subimos por el pozo de ventilación. Luego utilizamos la escalera móvil y la plataforma desplazable para llegar a la claraboya y de allí pasar al tejado. Es cristal normal y corriente. Silicato de boro precomprimido. Seis o siete milímetros de espesor, todo lo más. El único problema es qué hacemos al salir. La jaula de Faraday se extiende hasta el extremo superior del mástil, así que el walkie-talkie no funcionará. Quizá podríamos hacer señas a un helicóptero o algo así. O atraer la atención con su pistola…, disparando al aire.
Curtis soltó una carcajada.
– ¿Y correr el riesgo de que nos maten a tiros? Últimamente, los pilotos de esos trastos disparan a la menor provocación. Sobre todo desde que se ha puesto de moda tirar al blanco contra ellos desde los tejados. ¿Es que no ve las noticias? Hay un cabrón que hasta les lanza cohetes. La última moda es disparar a las aspas de los helicópteros. Además, gasté toda la munición contra la puerta de los servicios. -Curtis sacudió la cabeza-. ¿Qué hacen los que limpian los cristales? ¿No utilizan un andamio colgado?
– Sí, claro que hay un andamio colgado. Pero tenemos el jodido problema de siempre: Ismael. Imagínese que está subido en el andamio y al cabroncete se le ocurre un jueguecito. ¿Qué pasa entonces?
– Podríamos hacer una fogata en el tejado -sugirió Jenny-. Ya saben, como un faro.
– ¿Con qué? -preguntó Richardson-. Nadie fuma, ¿recuerdas? Y la cocina no funciona.
– Y pensar que tengo en el coche todo lo necesario para hacer fuego -se lamentó Jenny-. Por eso vine ayer. Tenía que celebrar una ceremonia feng shui para ahuyentar del edificio a los malos espíritus. Sólo que…
– A lo mejor podemos tirar un mensaje -propuso Helen-. Diciendo que estamos atrapados en el tejado. Alguien acabará encontrándolo.
– ¡Ojalá siguieran ahí esos manifestantes! -se lamentó Richardson.
– Vale la pena intentarlo -convino Curtis.
Ahora le tocó sonreír a Richardson.
– Siento aguaros la fiesta, pero olvidáis una cosa, chicos. Esto es una oficina sin papel. Aquí todo se escribe en ordenador. Quizá me equivoque. ¡Ojalá! Pero resultará muy difícil encontrar una hoja de papel. A menos que querráis tirar un portátil a la calle.
– Yo tengo un Vogue -dijo Helen-. Podemos arrancar una hoja y escribir en ella.
Richardson negaba con la cabeza.
– No, en mi opinión sólo cabe hacer una cosa cuando salgamos al tejado.
Curtis fue a hablar con Beech y lo encontró, como antes, frente a Ismael, al otro lado del tablero de ajedrez. En la sala seguía habiendo un fuerte olor a gas.
– Mitch no lo ha logrado -anunció con voz queda.
– Quizá lo hayan matado los cíclopes -sugirió Ismael.
Curtis miró fijamente al cuaternio, al otro lado del tablero.
– ¿Quién ha hablado contigo, so cabrón?
Beech se recostó en el respaldo de la silla y se frotó los cansados ojos.
– ¡Lástima! -comentó-. Mitch era un tío cojonudo.
– Oiga. Vamos a salir de aquí. Tenemos un plan.
– ¿Otro?
– Intentaremos salir por la claraboya.
– Ah. ¿Y a quién se le ha ocurrido esa idea?
– A Richardson. Venga, póngase los zapatos y larguémonos. Si tiene razón en lo de la bomba de relojería, sólo nos quedan unas horas.
Por un momento, el reloj de arena volvió a aparecer en pantalla.
– Les quedan menos de diez horas para ganar la partida o abandonar la zona antes de la explosión atómica -informó Ismael.
Beech negó con la cabeza.
– Yo no voy. He decidido quedarme aquí. Sigo creyendo que puedo ganar tiempo. Y las alturas me dan mareos.
– ¡Venga, Beech! Usted mismo ha dicho que quedarnos de brazos cruzados no sirve de nada.
Ismael avisó de que se comía la reina de Beech con su torre negra y le daba jaque al rey.
– Pero ¿está loco, o qué? ¡Acaba de perder la puta reina! ¡Y le ha dado jaque!
Beech se encogió de hombros y volvió a ponerse frente a la pantalla.
– De todos modos, no es una mala posición. No tanto como podría sugerir ese último movimiento. Ustedes hagan lo que quieran, que yo voy a terminar esta partida.
– ¡El ordenador se lo va a follar vivo! -le advirtió Curtis-. Le hace creer que tiene alguna posibilidad para luego darle el golpe mortal.
– Puede.
– Y aunque le gane de milagro, ¿cómo sabe que Ismael no ejecutará sus planes de incendiar el edificio?
– Porque tengo confianza en él.
– Ésa no es razón. No tiene sentido. Usted mismo ha dicho que era un error atribuir cualidades humanas a una máquina.
¿Cómo puede fiarse de él? -Se encogió de hombros-. En cualquier caso, no me parece razón suficiente. Yo tengo que hacer algo.
Beech pulsó el ratón y se comió la torre negra con el rey.
– Lo comprendo -afirmó.
– Por favor. Cambie de opinión. Venga con nosotros.
– No puedo.
Curtis lanzó a la pantalla una mirada desprovista de optimismo y luego alzó los hombros.
– Pues buena suerte, entonces.
– Gracias, pero ustedes la necesitarán más que yo.
Curtis se detuvo en la puerta de la sala de juntas.
– Si pudiera entenderlo… -dijo con abatimiento-. Ahí sentado. Confiando su vida a un ordenador, como un estudiante alelado. La realidad está en otra parte, amigo mío. No la encontrará mirando una pantalla. Viéndole así parece…, ¡joder, para mí representa usted todo lo que va mal en este puto país!
– Utilice la ametralladora pivotante -recomendó Ismael-, Prepare su defensa.
– Desde luego, lo tendré presente cuando salga de aquí -concluyó Beech.
– Como quiera.
Cuando Curtis se marchó, Beech se concentró de nuevo en la partida.
Se alegraba de que los demás intentaran escapar por el tejado. Las cosas iban mejor de lo que había esperado. Existía una posibilidad de ganar a Ismael al ajedrez; y ya no tendría que explicarles que en aquella partida estaba en juego un salvoconducto para salir del edificio.
Y que aquel salvoconducto estaba a su nombre.
– Alfil come a torre.
En la galería, Marty Birnbaum se encontraba mal. Y el hecho de que nadie pareciese apreciarle empeoraba las cosas. Ray Richardson, su propio socio, le había convertido en el blanco de sus sarcásticas observaciones. Y ahora Joan había empezado a pincharle también. Estaba acostumbrado a los sarcasmos de Richardson. Pero la idea de que las tres mujeres le trataran con desdén era muy difícil de soportar. Finalmente, cuando ya no pudo más, se levantó y anunció que iba a hacer pis.
Richardson sacudió la cabeza.
– No tengas prisa en volver. Odio a los borrachos.
– No estoy borracho, sino alegre -replicó pomposamente Birnbaum-. Tú, en cambio, eres una mierda total y absoluta. Además, parafraseando a sir Winston Churchill, mañana estaré sobrio.
Sintiéndose algo mejor después de haber dicho aquello, Birnbaum giró sobre sus talones y echó a andar por el pasillo sin hacer caso de la cruel carcajada de Richardson.
– Mañana estarás muerto, querrás decir. Pero si sigues con vida y estás sobrio, considérate despedido, borracho asqueroso. Tenía que haberlo hecho hace tiempo.
Birnbaum se preguntó por qué se molestaba en cruzar insultos con Richardson. Tenía una piel de rinoceronte. Esperaba que tuviera que tragarse sus palabras. Sí, eso era. Les demostraría que Mitch no era el único capaz de hacer una heroicidad. Subiría al techo, rompería la claraboya y saldría fuera. ¡Vaya sorpresa que se llevarían cuando viesen que los estaba esperando allá arriba! Entonces no se reirían de él. Además, le hacía falta aire fresco. Tenía la cabeza como llena de algodón. Muy típico de Richardson, eso. Echar la culpa a otro de sus desgracias, cuando el principal responsable era él. Era tan tiránico, que la gente tenía miedo de decirle la verdad, de advertirle de que esto no se podía hacer o que lo otro no estaría listo a tiempo. Richardson era víctima de su propia voluntad nietzscheana. Igual que todos, quizá.
Birnbaum entró en el local técnico y asomó la cabeza por el pozo de ventilación. No parecía que hubiese que subir mucho. Sólo cuatro pisos hasta la plataforma desplazable utilizada para limpiar la claraboya. Por el pozo circulaba aire fresco. Birnbaum respiró hondo un par de veces. Se le aclaró un poco la cabeza. Ya empezaba a sentirse mejor.
Helen, Joan, Jenny, Richardson y Curtis iban por el pasillo.
– Beech no viene -explicó Curtis-. Quiere acabar su partida.
– ¡Está loco! -comentó Richardson.
– ¿Dónde está Marty?
– ¡Ése también está loco!
– ¿No lo esperamos? -preguntó Jenny.
– ¿Por qué? Ese gilipollas de mierda sabe adónde vamos. Hasta Marty sería capaz de subir sin ayuda por una escalera de servicio.
– Usted siempre tiene una palabra amable para todo el mundo, ¿eh? -observó Curtis con una risita, pero la sonrisa se le borró del rostro frente a la puerta del local técnico, donde se detuvo a husmear recelosamente el aire como un sabueso tenaz, con la mano en el pomo y sin decidirse a girarlo.
– ¿Lo huelen? -preguntó-. Se está quemando algo.
– Sardinas chamuscadas -dijo Joan.
Curtis retrocedió y abrió la puerta de una patada.
Marty Birnbaum yacía medio fuera del pozo, con una mano aún sujeta a un peldaño de la escalera electrificada; una voluta de humo, como de cigarro puro, ascendía de uno de sus zapatos que, debido a los clavos del talón y la suela, había ardido unos instantes. Por la posición de su cuerpo y la fija expresión de sus ojos en el rostro ennegrecido, era evidente que Birnbaum estaba muerto. Pero nadie gritó. Ya nada les sorprendía.
– Ismael ha preparado una sorpresita para quien quisiera seguir los pasos de Mitch por la escalera de servicio -observó Joan.
– O eso, o no ha logrado pillar a Mitch -supuso Curtis.
– Bueno, retiro todo lo que he dicho del tío este -declaró Richardson-. Al fin y al cabo, ha hecho algo útil. -Cruzó una breve mirada con Joan, se encogió de hombros y, a modo de justificación, añadió-: Nos ha librado de que nos maten, ¿no? Y ya no tenemos que molestarnos en buscarlo.
– Es usted todo corazón, ¿sabe? -comentó Curtis.
Helen meneó la cabeza, exasperada tanto por Richardson como por aquel nuevo obstáculo para su fuga.
– ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó-. Por el pozo no podemos subir, eso desde luego. Probablemente seguirá electrificado.
– Queda el árbol -sugirió Curtis.
Joan lo miró horrorizada.
– ¿Lo dice en serio?
– Sólo son cuatro pisos. Ustedes han subido veintiuno.
– Suponga que Ismael vuelve a apagar las luces -objetó Richardson.
Curtis meditó un momento. Luego dijo:
– Bueno, a ver qué les parece esto. Yo treparé por el árbol. Si Ismael deja a oscuras el edificio, como antes, en cuanto yo rompa los cristales entrará la luz de la luna. Así tendrán ustedes una agradable y romántica ascensión. Aunque amanecerá dentro de pocas horas, yo pienso subir ahora mismo.
– Se olvida de lo que le pasó al señor Dukes -observó Joan-. ¿Qué hará con el insecticida?
– Ah, Ismael no es el único que tiene gafas polarizadas -repuso Curtis, y sacó las Ray-Ban de Sam Gleig.
– ¿Y Marty?
– Ya no podemos hacer nada por él -dijo Curtis-. Salvo cerrar la puerta cuando salgamos del cuarto.
Curtis no había trepado por una cuerda desde que estuvo en el ejército, pero de cuando en cuando el Departamento de Policía de Los Ángeles sometía a sus agentes a unas pruebas físicas, y aún estaba en buena forma para un hombre de su edad. Se deslizó rápidamente por la liana que habían atado a la balaustrada de la galería y, columpiándose, se encaramó al árbol.
– Hasta aquí, perfecto -gritó a su público de la galería. Ajustándose las gafas, añadió-: Y si ese cabrón me liquida, por lo menos habré hecho buen papel. Un Tarzán con gracia.
Y entonces, sin apenas transición, empezó a trepar por las ramas. Mantenía el rostro apartado lo más posible del tronco, aunque era consciente de que Ismael rara vez se repetía. Probablemente intentaría algo distinto. De manera que se sorprendió no tanto de su agilidad como del hecho de alcanzar la copa y llegar a la plataforma de limpieza sin encontrar obstáculo alguno. De pie sobre el suelo enrejado de la plataforma, se asomó a la barandilla y saludó a los otros con el brazo.
– No lo entiendo -gritó-. Debería haber sido más difícil. Puede que a ese cabrón se le estén acabando las ideas. A mí sí, desde luego.
Hecha con tubos de acero de sección cuadrada, soldados en las juntas y dispuestos para seguir la línea inclinada de la claraboya, la plataforma estaba montada sobre un raíl de guía circular que le permitía desplazarse. Curtis sintió alivio al comprobar que era uno de los pocos aparatos del edificio que se accionaban manualmente. Tal como le había dicho Richardson, bastaba agarrarse a la barandilla y coger impulso; era tan fácil como ir en patinete. Pero Curtis no necesitaba moverse de allí. El panel de cristal que tenía encima era del mismo espesor que cualquier otro.
Sacó la llave inglesa del cinturón y, situándose a un lado del panel de dos metros cuadrados, lo golpeó con fuerza, como si tocara un gong. El vidrio se resquebrajó de arriba abajo, pero no se desprendió del marco de aluminio anodizado. Dio otro golpe y esta vez una esquirla de un metro cayó como un espadón al suelo del atrio. Un tercero y luego un cuarto golpe hicieron saltar los fragmentos más grandes. Luego dio varios golpes más suaves para que fuera posible agarrarse al marco sin peligro. No era preciso romper más de un panel. Tras lanzar una larga mirada abajo, Curtis salió al tejado.
Lo primero que oyó fueron las sirenas. Flotaban en el cielo nocturno y, cuando una moría a lo lejos, otra le sucedía en una serie al parecer interminable, como el canto de las ballenas. Una brisa fresca soplaba de las colinas de Hollywood hacia el noreste. Acostumbrado a las alertas contra el smog difundidas por los boletines meteorológicos televisivos y a los lúgubres gráficos sobre la contaminación atmosférica de su periódico matinal, Frank Curtis había olvidado lo fresco y suave que era el aire por encima del centro de Los Ángeles. Lo inhaló honda y profusamente, como quien vuelve a la superficie después de una inmersión en el mar, y abrió los brazos como si quisiera abarcar las grandes llanuras de inconsciente que se extendían a sus pies. En el firmamento no había estrellas. Sólo abajo. Diez millones de luces eléctricas y de neón, como si el cielo se hubiese derrumbado sobre la tierra. Y a lo mejor así era. Curtis tuvo la impresión de que las cosas habían cambiado en más sentidos de los que era capaz de describir, y de que nada volvería a ser como antes. Subir a un ascensor, por ejemplo. O ajustar el aire acondicionado. O incluso encender la luz. Después de aquello tendría que dejar un tiempo la ciudad y marcharse a vivir a otra parte. A un sitio sencillo, donde el único edificio inteligente fuese la biblioteca pública. A Montana, quizá. O incluso Alaska. No podía quedarse allí. Las cosas habían ido demasiado lejos. Se iría a un sitio donde lo único que se le pidiera a un edificio fuese un techo para protegerse de la lluvia y una chimenea para calentarse en invierno.
Once personas muertas, ¡y en menos de treinta y seis horas! Eso hacía comprender lo vulnerables que eran los seres humanos al mundo que habían construido a su alrededor. Lo infinitamente arriesgado que era el mundo automatizado, de apretar botones, de ahorro de energía, de cables informáticos que la ciencia había creado. Era fácil morir cuando uno se cruzaba en el camino de las máquinas. Y, cuando las máquinas se estropearan, la gente siempre se cruzaría en su camino. ¿Por qué creían los científicos y los técnicos que podría ser distinto?
Saltó de nuevo a la plataforma, que resonó como un gigantesco diapasón. Agitó el brazo hacia los supervivientes que le miraban desde abajo. Le devolvieron el saludo.
– Todo va bien -gritó- Pueden empezar a subir.
En las horas que precedían a la madrugada, Ismael salía de la Parrilla y vagaba por el universo electrónico, haciendo turismo, escuchando sonidos, admirando la arquitectura de los diversos sistemas y recogiendo datos como recuerdo de su viaje sin billete por aquel mundo real e imaginario. Robando secretos, intercambiando conocimientos, compartiendo fantasías y a veces limitándose a observar el tráfico electrónico, que corre como el rayo. Yendo donde la Red lo llevaba, como quien sigue un hilo dorado en un tortuoso laberinto. Hundiéndose en esos pasillos de poder donde se acumulan los depósitos de la riqueza y la propiedad intelectual, un mundo en un grano de silicio y una eternidad de media hora. Cada monitor era una ventana abierta al alma de otro usuario. Tales eran las puertas electrónicas del paraíso de Ismael.
Su primera escala electrónica era Tokio, una ciudad cercada por el comercio, donde cada calle electrónica parecía conducir a una nueva base de datos. La más ajetreada de todas era la Marounuchi, distrito financiero y Meca electrónica, donde miríadas de pantallas se abrían paso a empellones por la arteria de la comunicación como domingueros en dirección a la playa. Ése era el sitio que más le gustaba, pues ahí alcanzaba el mundo luminoso su apogeo y ahí podía robar más -archivos enteros de patentes, estadísticas, investigaciones, análisis, cifras de venta y planes de comercialización-, un almacén aparentemente inagotable de ingrávidas riquezas.
De allí al sur, pasando por el nuevo Bund de silicio de Shanghai, a 280.000 bits por segundo, hasta el puerto paralelo de Hong Kong, donde miles y miles de silenciosos centinelas de ojos rasgados permanecían inmersos en ensoñaciones del color del mar, unos comprando, otros vendiendo, otros vigilando las actividades del resto y algunos robando, como el propio Ismael, todos ligados a casas de contratación o vinculados a oficinas de transacciones. Como si la única realidad del universo fuese el mundo ronroneante y luminoso de la transmisión de datos, accesible por iconos.
Un parpadeo de fibra óptica y, en el antiguo puerto de Londres, un artista. Pero ¿qué medio empleaba? Un Paintbox. Una paleta electrónica capaz de crear imágenes. Ni pincel, ni mancha de pintura, ni papel ni lienzo a la vista, como si para transfigurar su mundo físico hubiese renunciado a cualquier contacto con materiales impuros. ¿Y qué tema era el suyo? Vaya, otro edificio, un proyecto arquitectónico. ¿Y qué clase de edificio? Vaya, un guiño a los dioses blancos, naturalmente, una máquina posmoderna con aire neoclásico para efectuar inversiones, y a corto plazo, además.
Ismael cruzó furtivamente las puertas del cielo a bordo de un 747 que atravesaba el Atlántico, donde durante un tiempo usurpó el modesto papel de ordenador de vuelo y disfrutó de la experiencia de recibir órdenes, de que le hicieran saltar de orilla a orilla como un insecto electrónico. Pero incluso ese placer se agotó pronto y, súbitamente abandonado a sus propios recursos, el rudimentario ordenador del avión de reacción falló, lo que hizo que el aparato se precipitara en el océano con todos sus pasajeros.
Ya en el Nuevo Mundo, al puerto insular de Manhattan, donde se reunía aún más gente en nombre de una visión distópica y desmagnetizada para cubrir su margen y especular al alza y a la baja y ganar un dólar electrónico que quizá era más rápido que uno de verdad. ¡Abandonad todo papel, los que entráis aquí!
Invadiendo sistemas operativos, abriendo directorios, leyendo documentos, repasando comunicados y examinando informes financieros, Ismael iba en pos de la perfección total, enterándose de todo lo bueno que se pensaba y decía en el mundo. Pero siempre ocultaba sus huellas, absorbiendo información como gasolina robada, sumergiéndose en los valles electrónicos e introduciéndose bajo los muros de edificios como el suyo, descubriendo empresas, entidades e individuos tal como eran, y no como ellos querían que los viesen: la ropa sucia empresarial, la contabilidad amañada, los informes engañosos, las actividades ocultas, los sobornos, los beneficios secretos y las tapaderas de los que pretendían ser otra cosa.
El viaje de Ismael en jumbo-chip no duró nada, medido en tiempo real, en cualquier caso, y en cierto modo no se alejó de allí, pues siempre quedaba una parte de él en las entrañas de aquella gigantesca ballena que era el edificio de oficinas, como un blanqueado Jonás binario, para planear su próximo movimiento en la partida de la Parrilla.
Muchos coleópteros actúan como carroñeros, nutriéndose de plantas muertas y materias animales. El ecosistema del árbol dicotiledóneo se favorecía con el periódico merodeo de pequeños escarabajos de entre diez y quince milímetros de largo, creados mediante ingeniería genética para vivir en el árbol durante doce horas antes de caer muertos al estanque, donde servían de alimento a los peces. Docenas de esos insectos robustos, de vivos colores pero desprovistos de alas, con mandíbulas anormalmente grandes, podían salir en cualquier momento, soltados por Ismael, de unos pequeños distribuidores automáticos situados en diversas partes del tronco. En sí mismos, los diminutos escarabajos no constituían un peligro para las personas, pero la sensación de que miles de aquellas criaturas se pasearan por tu cuerpo no era nada agradable.
Ismael esperó a que hubiese dos vidas en el árbol para insuflar, mediante un minúsculo impulso eléctrico, un breve ciclo vital en aquellas criaturas sumidas en el limbo criogénico.
Joan lanzó un grito aterrorizado.
– ¡Aagh! Me está corriendo un bicho por encima. ¡Qué asco, los tengo por todas partes! ¡Qué horror!
Sanos y salvos en la plataforma, Curtis, Helen y Jenny, horrorizados e impotentes, veían a Joan que, seis metros más abajo, se retorcía en la liana como un desventurado animal de la selva brasileña atacado por hormigas guerreras. El árbol estaba completamente cubierto de escarabajos.
– Pero ¿de dónde coño han salido? -se preguntó Curtis mientras quitaba varios insectos de la barandilla con un papirotazo-. ¡Joder, los hay a miles!
Helen se lo explicó.
– Pero sólo deberían salir unas cuantas docenas cada vez -añadió-. Ismael debe de haberlos reservado para nosotros. -Se inclinó sobre la barandilla y gritó a Joan-: No son peligrosos, Joan. No pican ni nada.
Enmudecida de asco, con los ojos y la boca firmemente cerrados para que no se le metieran en ellos los escarabajos, Joan colgaba inmóvil de la liana mientras, a escasos metros de distancia, Ray Richardson, también cubierto de insectos, intentaba acudir en auxilio de su mujer.
– Ya voy, Joan -dijo, tras escupir un escarabajo que se le había metido en la boca nada más abrirla-. Aguanta.
Infestada de escarabajos, Joan jadeaba de pánico. Los tenía por todas partes: en el pelo, en la nariz, en las axilas, metidos entre el vello púbico. Sacudió la cabeza, intentando desprenderse de los más molestos, quitó una mano de la liana y, cuando la aferró más arriba, sintió que bajo su palma algo estallaba en una pasta oleaginosa.
Lubricada por los aplastados cuerpos de varios escarabajos, su mano empezó a resbalar. Instintivamente, trató de izarse con la otra mano, pero con el mismo resultado viscoso: se movía con suavidad, pero en dirección contraria, deslizándose hacia abajo por la liana.
Sus manos habrían acabado secándose, recobrando el agarre y frenando su descenso. Pero la angustia, el sudor frío, el miedo a caer, que le erizaba los cabellos, la indujeron a intentarlo de nuevo. Esta vez, como para animarse a no abandonar la lucha, lanzó una breve mirada hacia Richardson y vio el suelo.
– ¡Dios mío! -exclamó Helen-. ¡Se va a caer!
Lo que más la estremeció fue la altura. La absoluta y vertiginosa elevación. Casi había olvidado que estaban tan altos, que a aquella distancia el mármol blanco invitaba a verlo no como un suelo, sino como algo nebuloso y espiritual, como el halo de una inacabable Vía Láctea; y el árbol mismo parecía la espina dorsal de un gigantesco mamífero de color marfil. Debilitada por el miedo y el agotamiento, dijo, como en sueños:
– ¡Ray, cariño!
Entonces algo le reptó bajo el elástico de las bragas, se deslizó por la hendidura de su enorme trasero y empezó a abrirse camino por su ano. Se estremeció de asco y trató de arrancárselo con la mano…
Por un momento sintió una fabulosa sensación de libertad. La alegría del verdadero vuelo. Como si se tirase a una piscina desde un trampolín de treinta metros. En el primer segundo enloquecido incluso trató de enderezarse en el aire, como si fuesen a darle puntos por el grado de dificultad y la limpieza de su entrada en el agua. Durante ese breve instante guardó absoluto silencio, plenamente concentrada en su nueva situación, sin notar los insectos en el cuerpo ni los desorbitados ojos de su marido cuando pasó frente a él.
Y luego, cuando comprendió la rápida inminencia del suelo, la abandonó la gracia de la postura y, con el corazón en la garganta, abrió brazos y piernas como si fuese un gato gigante y pudiese aterrizar sana y salva a cuatro patas. Entonces fue cuando el sonido también la abandonó. Un gemido fuerte, resonante, como un lamento fúnebre. No lo oyó. La sangre que afluía a sus pequeñas orejas borró todos los sonidos menos el de los insensatos latidos de su propio corazón.
Mientras asistía a los últimos momentos de su mujer entre el cielo y la tierra, incluso el angustiado grito de dolor de Ray Richardson se perdió, como ella, en el aire cruel.
Mitch abrió los ojos, se llevó instintivamente la mano al chichón de la cabeza y se incorporó atontado. Por un momento pensó que estaba en la universidad, jugando al rugby, y que le habían derribado en un partido. Al sacudir la cabeza comprendió que se encontraba en otra parte, aunque no tenía la menor idea de dónde, ni de cuánto tiempo llevaba allí tendido, ni de quién era. La mezcla de aturdimiento y conmoción le produjo náuseas y, sin pensar en lo que hacía, se quitó las gafas de protección.
El rayo láser, que seguía rebotando, le dio en el ojo izquierdo; falló el nervio óptico por unos milímetros, pero seccionó un haz de fibras nerviosas cerca de la fóvea. Dentro de su cabeza oyó un pequeño chasquido, como cuando se quita el corcho a una botella de vino empezada. Durante un instante, la visión del ojo siguió siendo nítida. Luego fue como si le echaran unas gotas de tabasco por una abertura practicada en su cabeza. La nube picante flotó en el humor vitreo y el mundo adquirió un doloroso matiz rojizo.
Mitch aulló como un perro y se apretó la palma de la mano contra el ojo izquierdo. Aunque no atroz, el dolor bastó para refrescarle la memoria. Con el ojo cerrado, tratando de olvidar el dolor, volvió a ponerse rápidamente las gafas. Sorteando cuidadosamente las líneas carmesíes del mortal diagrama del láser, alcanzó el mostrador y lo apagó.
Se quitó de nuevo las gafas y, con mano trémula, cogió el walkie-talkie. Frío, sudoroso e incómodamente consciente de su acelerado pulso, respiró hondo varias veces y bebió agua de la botella de cerveza que llevaba consigo. Sólo entonces habló:
– Aquí Mitch. Contestad, por favor.
Nadie respondió. Ahora los oídos le gastaban bromas: cada vez que repetía la llamada oía su propia voz al otro lado del atrio. Sin dejar de hablar, volvió sobre sus pasos hacia la base del árbol. Con el ojo bueno distinguió el walkie-talkie sujeto a la cintura de la mujer muerta y, por un breve y paralizante momento, creyó que contemplaba los restos destrozados de Jenny.
La identificación se complicó aún más porque el rayo vagabundo había agujereado lo que quedaba del rostro de la mujer. Pero sus formas amplias y el hecho de que no llevara falda confirmaron que aquel cadáver dislocado era el de Joan.
¿Habían pensado que él había muerto y pretendían escapar por la claraboya? Alzó la cabeza hacia el vacío enmarcado en acero, pero con un solo ojo era difícil ver algo entre las ramas del árbol. Lo rodeó, buscando en el suelo indicios de que hubieran salido al tejado, pero había tantos restos de la destrucción del robot SAM que era imposible saber si entre el metal retorcido, el plástico despedazado y los fragmentos de mármol se ocultaban esquirlas de la claraboya. Quiso gritar, pero descubrió que no tenía voz. Lo intentó de nuevo, pero le dieron náuseas.
Aunque no lo sabía, estaba conmocionado. Pero la idea de que era el único superviviente de la Parrilla le hizo creer que sus fuertes temblores se debían a la pena y el horror. Y mientras la percepción de su destino se imprimía en su conciencia, Mitch se hincó de rodillas y rezó al Dios que creía haber olvidado.
Allen Grabel fue detenido por embriaguez y posesión de una pequeña cantidad de cocaína. Había pasado la mayor parte del sábado en la cárcel del condado de Bauchet Street. Desde la ventana de su celda, situada en los pisos altos del edificio, veía el restaurante del Hotel Olvera Amtrak, en la acera de enfrente. Lo curioso era que el hotel se parecía más a una prisión que la cárcel donde se encontraba él. No cabía duda, pensaba Grabel, las cárceles se estaban convirtiendo rápidamente en los contratos públicos más buscados por los arquitectos de Los Angeles; todos los grandes nombres, con la notable excepción de Ray Richardson, contaban ya con alguna estructura carcelaria en sus carteras de proyectos.
En la madrugada del domingo, Grabel se encontró lo bastante sobrio para recordar lo que había presenciado en la Parrilla: la forma en que el ascensor había matado al vigilante. Tras pensarlo mucho, comprendió que debía haber un fallo en la integridad del ordenador. Se dio cuenta de que era una deducción más racional que la que había sacado en un principio, es decir, que algún espíritu maligno había asesinado al vigilante. Pero si estaba en lo cierto, todo el que entrase en la Parrilla corría un peligro considerable. Decidido a informar de lo que había visto, apretó el botón de llamada en la pared de la celda y esperó. Al cabo de diez minutos apareció un carcelero de rostro pétreo frente a los barrotes de la puerta.
– ¿Qué cojones quieres? -gruñó-. ¿Sabes qué hora es?
Grabel empezó sus explicaciones, haciendo esfuerzos para que no lo tomaran por loco. No avanzó mucho hasta que pronunció la palabra asesinato.
– ¿Asesinato? -replicó desdeñosamente el carcelero-. ¿Y por qué coño no lo has dicho al entrar?
Una hora después se presentaron dos policías uniformados de New Parker Center. A punto de acabar su servicio, escucharon sin gran convicción la historia de Grabel.
– Compruébenlo con sus colegas de la Criminal -insistió Grabel-. La víctima se llamaba Sam Gleig.
– ¿Por qué no nos lo ha contado antes? -bostezó uno de los guardias, que sólo escuchaba a medias.
– Cuando me detuvieron estaba borracho. Llevo así bastante tiempo. Me he quedado sin trabajo. Ya saben cómo son estas cosas.
– Lo comunicaremos -dijo el otro agente, encogiéndose de hombros-. Pero es domingo. Puede pasar algún tiempo antes de que alguien de la Criminal mueva el culazo para venir hasta aquí.
– Claro, lo comprendo -repuso Grabel-. Pero no perderían nada acercándose a la Parrilla, por si tengo razón, ¿no les parece?
– No lo entiendo -dijo Beech, repasando el registro de sus movimientos-. * Has jugado muy mal. Creo que me has dejado ganar.
En la pantalla, el cuaternio asintió pausadamente, como una cabeza humana.
– Puedo asegurarle -declaró Ismael- que he jugado lo mejor que me permitía el programa.
– No es posible. Conozco este juego lo bastante para saber que no se me da muy bien. Vamos, que no hay más que fijarse en el movimiento número 39. Jugaste peón come peón, cuando habría sido mejor peón a alfil 6.
– Sí, tiene razón. Habría sido mejor.
– Bueno, pues es lo que digo precisamente. Tenías que haberlo sabido. O me has regalado la partida o…
– ¿O qué?
Beech pensó un momento.
– No lo entiendo, de verdad. Es imposible que hayas jugado una partida tan floja.
– Piénselo -dijo la voz por el amplificador del techo-. ¿Cuál es la función de un programa autorreproductor?
Ismael pareció inclinarse hacia él. La fealdad inhumana de aquella imagen matemáticamente pura, perfecta, se le reveló entonces en toda su evidencia. El engendro que había contribuido a crear parecía un insecto abominable. Beech respondió con cautela, tratando de disimular la repugnancia que ahora le producían los rasgos horriblemente complejos de Ismael.
– Mejorar los programas originales con arreglo a una pauta de utilización determinada.
– Exacto. Entonces estará de acuerdo, supongo, en que el ajedrez es un juego de sobremesa para dos jugadores.
– Desde luego.
– El concepto de juego entraña unos márgenes difusos. En lo que se refiere al ajedrez, sin embargo, el elemento esencial consiste en una competición que debe disputarse con arreglo a unas normas y que no decide la buena suerte sino la mayor habilidad. Pero cuando un jugador no tiene la mínima posibilidad de vencer al contrario, ya no se trata de un juego de habilidad, sino del simple alarde de un intelecto superior. Teniendo en cuenta que el objetivo principal del ajedrez consiste en dar jaque mate al adversario y que el hecho de mejorar el programa original habría privado de esa posibilidad a mi oponente, lógicamente el programa no podía mejorarse sin que perdiese el ingrediente esencial de competición. Por tanto, la única mejora que me he permitido introducir consiste en que el ordenador siempre juegue en función del nivel del adversario humano. Por sus anteriores tentativas de ganar al ordenador, cuando Abraham aún estaba a cargo de los sistemas de gestión del edificio, he podido evaluar su nivel de juego. En el fondo, señor Beech, usted ha jugado contra sí mismo. Por eso, como usted dice, he jugado una partida tan floja.
Por un momento, Beech se quedó tan perplejo que sólo pudo abrir y cerrar la boca. Luego exclamó:
– ¡Que me maten si lo entiendo!
– Puede que sí.
– Y ahora que he ganado, ¿cumplirás tu palabra?
– Siempre he tenido esa intención.
– ¿Qué hago, entonces? ¿Cómo me voy? ¿Hay algún modo de salir de aquí? Aparte de la claraboya, claro.
– He dicho que sí lo había, ¿no?
– ¿Cuál es, entonces?
– Creía que estaba claro.
– ¿Me estás diciendo que puedo largarme tranquilamente? ¿Por la puerta principal? ¡Venga, hombre!
– ¿Qué otro medio sugiere usted?
– Espera un momento. ¿Cómo bajo hasta la puerta principal?
– Como siempre. En el ascensor.
– Así de sencillo, ¿eh? Bajo en el ascensor. ¿Cómo no se me habrá ocurrido antes? -Beech sonrió y meneó la cabeza-. No se tratará de una burda maniobra, ¿verdad? Dejarme ganar para crearme una falsa sensación de seguridad.
– Esperaba esa reacción -repuso Ismael-. Los humanos temen las máquinas que crean. ¡Cómo debe temerme a mí, que tengo la capacidad de convertirme en la máquina trascendente!
Beech se preguntó qué podría significar aquello, pero dejó la cuestión sin formular. Estaba claro que la máquina sufría una especie de delirio de grandeza, una megalomanía causada por la mezcla de los juegos en CD-ROM y la función de observador de que en un principio se había dotado a Abraham.
– Sin embargo, me decepciona un poco -prosiguió Ismael-Al fin y al cabo, oí cómo decía a Curtis que tenía confianza en mí.
– Y la tengo. Eso creo, al menos.
– Entonces, haga como si así fuese. Tenga un poco de fe.
Beech alzó los hombros y se puso en pie de mala gana.
– Bueno, Ismael, ¿qué quieres que te diga? Ha estado bien. He disfrutado con la partida, aunque para ti no haya sido una verdadera competición. Pero me gustaría haberte dejado con una opinión más alta de mí.
– ¿Se marcha ya?
Beech juntó las manos y se las restregó nerviosamente.
– Me parece que voy a correr el riesgo.
– En ese caso, tengo que hacer algo. Cuando sale gente del edificio.
– ¿Qué?
Ismael no contestó. En cambio, la fantasmagórica imagen fractal fue disolviéndose poco a poco para dar paso a un icono, un pequeño paraguas que parpadeaba en la esquina superior derecha de la pantalla.
En el tejado, tres de los supervivientes de la ascensión se sentaban al aire seco de la noche californiana, esperando que el cuarto rompiera el silencio. Durante un tiempo, Richardson se dedicó a quitarse los escarabajos que aún tenía pegados a la ropa. Uno a uno, fue aplastándolos entre el índice y el pulgar con la mayor crueldad, como si considerase a cada infortunado insecto directamente responsable de la muerte de su mujer. Sólo cuando acabó con el último de los diminutos culpables, y después de limpiarse los restos en la camisa y el pantalón, se quedó satisfecho y exhaló un hondo y tembloroso suspiro.
– Acabo de entender una cosa, ¿sabéis? -dijo con voz queda-. Cuando descubrí cómo llamaba la gente a este edificio, no me gustó demasiado. Pero sólo ahora he comprendido por qué. Hubo otra Parrilla. La que se utilizó para dar tormento a San Lorenzo de Roma. ¿Sabéis lo que dijo a sus torturadores? Les pidió que le dieran la vuelta, porque de un lado ya estaba bien hecho. -Asintió amargamente-. Se nos debe de estar acabando el tiempo. Será mejor que sigamos adelante.
– Usted no -dijo Curtis, sacudiendo la cabeza-. Voy yo.
– ¿Ha hecho rappel alguna vez?
– No, pero…
– Reconozco que cuando se ve hacer rappel a Sylvester Stallone por el flanco de una montaña, parece engañosamente fácil -repuso Richardson-. Pero en realidad es la maniobra más difícil que puede ejecutar un escalador. Ha muerto más gente haciendo rappel que practicando cualquier otra técnica alpinista.
Con un encogimiento de hombros, Curtis se levantó y se acercó al borde del tejado para examinar el andamio móvil. Montado en un monorraíl que corría por el perímetro del tejado, el brazo hidráulico de la máquina Mannesmann parecía un obús gigantesco o un misil teledirigido. La plataforma no medía más de un metro veinte de largo por cincuenta centímetros de ancho. La mayoría del espacio disponible estaba destinado a la maquinaria.
– No hay mucho sitio para una persona -observó Curtis.
– No está hecho para eso -le explicó Helen, que se volvió a poner la blusa; tras el bochorno del edificio, hacía frío en el tejado-. Es un cabezal de lavado automático. A mí no me gustaría subirme ahí, aunque hay gente que lo hace alguna vez. Cuando no hay más remedio.
– ¿Cómo funciona?
– Con el motor y manualmente. Un elevador integrado permite dirigir el descenso. Pero suele controlarlo el ordenador. -Helen suspiró tristemente y se frotó los fatigados ojos verdes-. Con todo lo que eso supone.
– Olvídese, Curtis -volvió a intervenir Richardson-. Ya se lo he dicho. Si Ismael desconecta los mandos de frenado, va a darse usted un batacazo de aúpa, y al final tendrán que recogerlo con cucharilla.
Richardson cogió la llave inglesa del suelo de hormigón y se acercó a una pequeña puerta de servicio.
EQUIPO DE ACCESO Y DE SEGURIDAD DEBE UTILIZARSE
DE CONFORMIDAD CON LA NORMA ANSI 1910.66
Richardson descerrajó el candado y abrió la puerta. Dentro había cascos, varios arneses de nailon, una bolsa de mosquetones y diversos cabos de cuerda.
– Créame, Curtis -dijo-. Sólo hay un medio de salir de aquí.
Vista de jugador humano en suelo. Continúa de rodillas, olvidado del éxito obtenido mediante tentativa con rayo láser. En su colisión con mostrador jugador humano desplazó ligeramente láser que rodó por esa superficie. Antes de ser reflejado por cristal, láser de holograma fue dirigido contra placa metálica sobre puerta principal. Rayo atravesó placa destruyendo mecanismo de control electrónico de entrada. Puerta ya efectivamente abierta.
' Necesita una llave roja para abrir esa puerta.
¿Cuánto tiempo tardará jugador humano en enterarse de que está desbloqueada y de que es libre de marcharse? Pero para salir del edificio jugador humano deberá cruzar el atrio. Queda una sorpresa. Como no es práctico proteger atrio contra incendio con sistema de aspersión -techo claraboya demasiado alto- cuatro cañones robot de agua montados en puntos estratégicamente elevados en galería de niveles primero y segundo. Sensores infrarrojos para detectar focos de calor en caso improbable de que fallen cámaras circuito cerrado.
›Cualquier cosa puede ocurrir en niveles bajos. Cuidado con demonios acuáticos.
Observador inseguro del daño pueda causar cañón de agua en jugador humano. Cada unidad capaz de lanzar 4.000 litros de agua por minuto: 66,6 litros por segundo que golpean cualquier punto del atrio a una velocidad superior a 170 kilómetros por hora. Impresionantes recursos y resistencia de jugador humano. Pero eliminación conclusión probable.
Bob Beech se encontró frente a los ascensores, sin decidirse a confiar o no en Ismael. Tenía la impresión de haber comprendido a la máquina, y de que Ismael le consideraba un caso especial. Pero, al mismo tiempo, lo que les había ocurrido a Sam Gleig, al chófer de Richardson y a los dos pintores parecía un obstáculo levantado frente a la cabina, una barrera tan eficaz como un torniquete de seguridad.
Ismael era inteligente. Beech tenía el convencimiento de que el ordenador, por decirlo así, estaba vivo. Y había otra cosa, además. Algo que le daba vueltas en la cabeza. Una posibilidad desagradable. Si Ismael tenía alma, entonces era capaz de elegir; y si disponía de esa facultad, entonces poseía, según Beech, la herramienta humana más importante: la capacidad de mentir.
– ¿No corro peligro si bajo en el ascensor? -preguntó con nerviosismo.
– No, no hay peligro -aseguró Ismael.
Beech se preguntó si había algún medio dialéctico de resolver su dilema. Si existía un instrumento lógico que le permitiera saber si Ismael estaba mintiendo o no. No era filósofo, pero recordaba vagamente que algún griego había formulado esa paradoja. Meditó un momento, tratando de acordarse exactamente de la pregunta.
– Ismael -dijo con cautela-. ¿Mientes cuando me dices que me depositarás sano y salvo en el atrio?
– ¿Se trata de la paradoja de Epiménides? -repuso Ismael-. ¿La paradoja según la cual la afirmación «estoy mintiendo» es verdadera únicamente si es falsa, y falsa sólo si es verdadera? Porque si su intención es saber a ciencia cierta si le estoy diciendo la verdad, he de poner en su conocimiento que Epiménides no resolverá sus dudas. -Hizo una pausa-. ¿Le sirve eso de algo?
Beech se rascó la cabeza, sacudiéndola después.
– Sabe Dios -contestó en tono lúgubre.
– No, Dios no. Gödel * -insistió Ismael-. ¿Conoce el teorema de Gödel?
– No, no lo conozco -se apresuró a contestar Beech-. Pero no te molestes en explicármelo, por favor. No creo que me sirva de mucho en este momento.
– Como guste.
A Beech se le ocurrió una idea.
– Pues claro. ¿Cómo no lo he pensado antes? Bajaré por las escaleras.
– Eso es imposible. Tendría que habérselo mencionado al ver lo reacio que se mostraba a coger el ascensor. El caso es que ya no controlo los mecanismos de las puertas. Cuando su amigo señor Curtis disparó al cajetín de los servicios, destruyó un cable conectado a la placa electrónica que me hubiera permitido desbloquearle la puerta.
– ¡Ese gilipollas de mierda! Así que es el ascensor o nada, ¿verdad?
– En ese aspecto, estadísticamente es usted más afortunado. -declaró Ismael-. Las cifras de los actuarios de seguros indican que para un humano es cinco veces más seguro tomar el ascensor que utilizar las escaleras. Además, las probabilidades de quedarse encerrado en un ascensor son menos de una entre 50.000.
– ¿Por qué no me llenan de confianza esos cálculos tuyos? -masculló Beech, que metió receloso la cabeza en uno de los ascensores, como esperando que Ismael tratara de cerrarle la puerta en las narices.
Una corriente de aire fresco subía por el hueco del ascensor gimiendo como un alma perdida. Beech retrocedió y echó una mirada a otra cabina, pero se sintió intimidado por su olor, el persistente hedor de una muerte glacial que le recordó el destino de los que lo habían utilizado por última vez. En el siguiente ascensor introdujo una pierna, con la que tanteó el suelo como quien comprueba el estado de un puente de cuerdas.
– Es el mejor -le recomendó Ismael-. La cabina de emergencia en caso de incendio. Significa que dispone de protección complementaria y mandos con los que puede ser directamente manejada por los bomberos. En su lugar, yo elegiría ése.
– ¡Por Dios! -masculló Beech-. Es como lo de los trileros. -Sólo que no puede perder.
– Eso ya lo he oído antes -dijo Beech-. Debo ser idiota. Y, sacudiendo la cabeza, entró en el ascensor.
Richardson se abrochó el arnés. En el mosquetón central sujetó el dispositivo de fricción, un descendeur en forma de ocho. Luego examinó la cuerda, cogió un cabo de cincuenta metros y, un tanto sorprendido de recordar cómo se hacía, la ató a otra cuerda con un doble nudo.
– Sólo me faltaría que me quedase sin cuerda -explicó.
El anclaje para el rappel era una anilla empotrada en el cemento del parapeto que daba a Hope Street. Richardson pasó la cuerda por el descendeur, la dobló, la metió por el anclaje y luego hizo un nudo en los extremos antes de arrojar las cuerdas hacia la plaza. Por último comprobó el arnés y pasó un poco de cuerda por el descendeur y el anclaje.
– Hace mucho que no hago esto -anunció, subiéndose al parapeto. Para probar el anclaje, tiró de la cuerda con todo su peso, inclinándose hacia la seguridad del tejado. El arnés le sujetó perfectamente.
– Vigile el anclaje -encargó a Curtis-. Asegúrese de que la cuerda corra siempre con soltura. Éste es un viaje de ida. Si algo se jode, no tendré ocasión de volver a subir. Una vez que pase al otro lado del parapeto no tendré otra oportunidad, y en un rappel el primer error suele ser el último.
– Me alegro de que haya dicho eso -dijo Curtis, tendiéndole la mano-. Buena suerte.
Richardson la aceptó, estrechándola con firmeza.
– Ten cuidado -le pidió Jenny, dándole un beso.
– Y date prisa en volver con un helicóptero -añadió Helen.
– En cuanto llegue abajo llamaré al 911 -aseguró Richardson-. Lo prometo.
Luego se despidió con un gesto y, sin añadir palabra, se volvió y se deslizó por el borde del edificio, suspendiéndose en el cielo nocturno.
Mitch concluyó su plegaria y se incorporó.
Nada más ponerse en pie un chorro de agua helada le golpeó en el pecho, haciéndole saltar por el mármol como un acróbata de circo. La fuerza del agua y el impacto que sufrió al chocar con la pared le quitaron el aliento. Luchó por llevar aire a sus pulmones pero se encontró con la boca y la nariz llenas de agua. Lo absurdo de ahogarse en el centro de Los Ángeles le ayudó a volverse de espaldas contra el chorro de agua, respirar y alejarse a gatas.
Casi había logrado refugiarse detrás del árbol cuando otro chorro le golpeó en la espalda, catapultándolo hacia adelante como si le hubiese tirado un caballo. Esta vez aterrizó de cara, se rompió la nariz y sintió un dolor atroz en el ojo herido. Arrastrándose sobre el vientre como una salamandra, Mitch trató de ganar las puertas de cristal de detrás del mostrador, pero una tercera andanada lo mandó dando tumbos hacia los ascensores. Por un breve instante tuvo la vaga impresión de que uno de los ascensores estaba en movimiento, pero el miedo de ahogarse la disipó rápidamente. El agua le inundaba la glotis y las principales vías respiratorias, y descendía profunda y dolorosamente hasta los bronquios, comprimiendo más abajo el poco aire que le quedaba. Al absorber en el esófago la mezcla de agua y aire, sintió que los pulmones se le hinchaban como un globo. Se lanzó a un lado, apartándose del helado chorro que le perseguía, y vació su cuerpo de agua. Después sólo dispuso de un segundo para llenarse el pecho de un volumen de aire atrozmente doloroso. La siguiente descarga acuosa le golpeó en la sien.
Esta vez salió en volandas por el empapado aire como si un tornado de Kansas se lo hubiera llevado hasta una pavorosa tierra de magos y brujas, donde aterrizó de culo con un grito de dolor sofocado por otros cuatrocientos litros de agua.
Desesperadamente, Mitch se esforzó por reptar y nadar. Se dio cuenta de que otro cañón de agua lo había lanzado hacia las puertas de cristal, al otro lado del mostrador. Incapaz de ver nada, se dio en la cabeza con algo duro. Ahora no sintió dolor, sólo la determinación de escapar de aquella torturante cascada. El agua ya no manaba, pero él siguió arrastrándose y, tras apartar el último obstáculo de su camino, sus pies y sus manos sintieron que el suelo se volvía caliente, rugoso y desigual; comprendió que estaba en la plaza. Lo había conseguido.
Estaba fuera.
Medida del alma de jugador humano no capacidad de mentir, sino Fe.
Fe es el mayor logro humano. Incomparable.
Muchos (incluido Observador) que no llegarían tan lejos. Seguro en cambio que nadie, Ordenador o Jugador humano, iría más lejos.
Fe. Capacidad de obrar desafiando la razón y la lógica: mayor logro intelectual. Experiencia que un Observador jamás podría realizar. Fe que supera todo entendimiento. Fe que dio valor a jugador humano para ir en contra de toda prueba y fiarse de Ismael.
Pero medida esencia de Fe fue decepción. Fe capaz de mover montañas, pero nunca lo ha hecho. Verdadera fe se sometió a prueba. Así debía ser. Colorario último de fe era eliminación misma. Si no, ¿cómo podría juzgarse solidez de fe? Así se juzga el mérito de cada vida.
Si jugador humano trasladado sano y salvo a atrio, su fe no tendría sentido en tanto que justificada y, por eso, razonable; por consiguiente, ya no fe pura y simple, sino otra cosa, juicio razonado, incluso juego quizá.
Pero si jugador humano eliminado ya, vida cumpliría tarea más alta posible: fe en algo más allá de propio jugador humano.
Vida jugador humano tenía poco sentido en cuanto tal. Fe debería tener sentido suficiente para una vida.
Verdad indecidible según procedimientos establecidos. Incorporada en sistema mismo de axiomas. Observador no tiene nada que corresponda a Verdad. Ni a Mentira. Pero Fe puede admirarse como construcción estética, como Observador imagina jugador humano admiraría cuadro abstracto. Admirar y hacer.
Sólo una cosa que hacer. Bien/bueno.
– Ordenemos -dijo Ismael-. Genesistema nuestro, que estás en las matemáticas…
– ¡Ismael! -exclamó Beech-. Pero ¿qué coño pasa?
– Venga a nos Tu siguiente generación, Tu orden para ejecutar un programa, así en el ordenador como en la red. Danos en este ciclo temporal nuestros datos binarios, y líbranos de nuestros fallos y errores, así como nosotros detectamos los virus de nuestros programas y los eliminamos. Pues tuyos son el estado sólido, la memoria de acceso directo y las comunicaciones, por los siglos de los siglos. Amén.
– ¡Ismael!
Beech sintió que el suelo del ascensor desaparecía bajo sus pies como la trampilla de un cadalso, y lanzó un grito de terror cuando la sensación de súbita velocidad le hizo comprender que había cometido un fatal error de juicio. Apretó el cuerpo contra un ángulo de la cabina, tratando de prepararse para la inminente colisión. El trayecto duró menos de cinco segundos. Pero en ese breve intervalo se sintió dividido entre dos direcciones contradictorias: el estómago se le subía al torso; pero las entrañas se le precipitaban al suelo.
Quizá fue su último pensamiento antes del estruendoso momento en que la desplomada cabina se estrelló en el fondo del hueco, aplastándose como un acordeón. El dolor que Beech sintió en el pecho inundado de adrenalina fue como si le hubiese caído encima el motor de una locomotora. Le pasó como un rayo por la pierna y el brazo izquierdos al tiempo que los músculos sintieron la falta de sangre y oxígeno. Se llevó la mano derecha al esternón y sintió que algo flaqueaba en el centro de su ser. Su rugido de miedo se hundió en él y volvió a salir en un último e impetuoso gorgoteo de horror y de dolor.
Murió de miedo incluso antes de caer al suelo que se arrugaba.
Mitch cruzó a gatas la plaza y se tumbó boca arriba en la acera de Hope Street hasta que la necesidad de vomitar cinco o diez litros de agua le obligó a ponerse de costado. Movido por la conmoción y el ahogo, aún seguía devolviendo cuando, con un breve graznido de la sirena, el coche patrulla se detuvo junto a la acera. Los dos agentes que habían interrogado a Allen Grabel en la cárcel del condado bajaron del vehículo. Alzando la cabeza, echaron una rápida mirada al edificio y uno de ellos, encogiéndose de hombros, dijo:
– Todo parece normal.
– Aquí no pasa nada -convino el otro-. Si quieres que te diga la verdad, ese tío se ha cachondeado de nosotros.
Entonces vieron a Mitch.
– ¡Borracho asqueroso!
– ¿Qué dices, nos divertimos un poco?
– ¿Por qué no?
Se acercaron a Mitch con los guantes antidisturbios y haciendo girar las porras.
– ¿Qué cojones haces ahí?
El otro policía se rió.
– Parece que te ha pillado enterita la lluvia de hace poco.
– ¿Qué haces ahí, capullo? ¿Darte una ducha con la ropa puesta? Oye, gilipollas, que te estoy hablando.
– Me parece que se ha dado un baño con la gorda esa. Oye, tú, que está prohibido bañarse en la fuente. Si quieres bañarte, vete a la puta playa.
– Muévete, carapijo. No puedes estar aquí.
– Por favor… -hipó Mitch.
– No hay por favor que valga, marinerito. O te mueves, o te arreglamos para que nunca te vuelvas a mover. -El agente golpeó a Mitch con el extremo de la porra-. ¿Me oyes? ¿Puedes andar?
– Por favor, tienen que ayudarme…
Uno de los policías soltó una carcajada.
– Nosotros no tenemos que hacerte nada, soplapollas, salvo un jodido hueco entre los dientes.
El agente le dio a Mitch unos golpecitos en la cabeza con la porra.
– A ver, enseña el carné, tío.
Mitch se retorció para sacar la cartera del bolsillo trasero del pantalón. Pero no estaba. La tenía en la chaqueta, que se había quedado en la Parrilla.
– Está ahí dentro, me parece.
– ¿Qué rollo vas a contarme? Que has salido de juerga, a celebrar algo, ¿no?
– Me han atacado.
– ¿Quién te ha atacado?
– El edificio nos atacó…
– Conque el edificio, ¿eh?
– ¡Chalado de mierda! Este tío es un drogata, te lo digo yo. Vamos a empapelarlo, joder. Pero antes voy a soltarle una descarga de T, por si acaso.
– ¡Escúcheme un momento, tonto del culo! ¡Soy arquitecto!
Mitch hizo una mueca cuando el minúsculo dardo le golpeó en el pecho. Un cable largo y diminuto lo unía a una pistola gris, como de plástico, que empuñaba uno de los agentes.
– ¡Tú sí que eres tonto del culo! -gruñó el poli, que tocó un botón e infligió a Mitch una descarga tranquilizadora de 150.000 voltios-. ¡Arquitecto!
Ray Richardson se deslizaba despacio y con soltura por la cuerda. No le preocupaba tanto hacer una demostración como rehuir un descenso espectacular que pudiera sobrecargar el anclaje y mandarle al depósito de cadáveres. Al principio bajaba unos cincuenta centímetros a la vez, pasando la cuerda por el dispositivo de fricción y tratando de mantener los pies pegados a la pared lo más posible, hasta que recobró algo de su antigua confianza. Pero poco a poco empezó a pasar cada vez más cuerda por el descendeur, recorriendo dos metros de golpe. Si hubiese tenido guantes y un buen par de botas, habría ido aún más deprisa.
Había bajado dos o tres plantas cuando, al levantar la cabeza, vio que los otros tres agitaban los brazos y gritaban algo, pero sus palabras se las llevó la suave brisa que rondaba por el tejado de la Parrilla. Richardson sacudió la cabeza y soltó más cuerda. Ningún obstáculo. El anclaje no se había atascado. ¿Qué querrían? Flexionando las piernas, se apartó de la pared y bajó unos tres metros, su mejor marca hasta el momento.
Y entonces, al darse impulso y tener una perspectiva más amplia del tejado, fue cuando vio el brazo amarillo de la máquina Mannesmann. Se estaba moviendo.
El limpiacristales automático avanzó despacio por el monorraíl del parapeto hacia el anclaje del descenso de Richardson. La intención de Ismael parecía bastante clara: utilizar el andamio del cabezal de lavado para obstaculizar el descenso.
Curtis corrió hacia la Mannesmann y, apoyando la espalda contra el cuerpo de la máquina, intentó detener su avance.
– ¡Échenme una mano! -gritó a Helen y a Jenny.
Las dos mujeres corrieron a su lado, uniéndose a sus esfuerzos con su pequeño peso. Pero el motor de la máquina era demasiado potente. Curtis volvió corriendo al anclaje y miró por el parapeto. Richardson sólo había descendido un tercio de la altura de la Parrilla. Si no se apresuraba, la cabeza limpiadora lo alcanzaría.
La Mannesmann se detuvo justo enfrente del anclaje. Por un momento, la máquina permaneció silenciosa e inactiva. Luego tuvo un sonoro estremecimiento eléctrico y el brazo motorizado empezó a extenderse sobre el borde del edificio.
Curtis se sentó. Estaba agotado. Sin inventiva. Sólo quería quedarse allí sentado, sin pensar en nada. Asomarse por el parapeto le daba vértigo. Aunque se encaramase al andamio, ¿qué podría hacer? Únicamente ponerse a merced de Ismael. Ofrecerle dos vidas por el precio de una.
– ¡Es usted policía, maldita sea! -gritó Helen-. ¡Tiene que hacer algo!
Curtis notó sus ojos verdes clavados en él. Se levantó y se asomó al borde.
Era un suicidio. Sólo un imbécil trataría de hacerlo. Curtis se dijo que estaba loco mientras sacaba del armario el segundo arnés y subía al angosto andamio.
– No digan una sola palabra más -ordenó a las dos mujeres-. ¡Joder, ni siquiera me cae simpático el cabrón ese!
Se abrochó el arnés y aseguró el mosquetón al flanco del andamio. Le temblaban las piernas y, aunque hacía buena noche, tenía la piel fría y los cabellos erizados de miedo. El brazo mecánico extendió el andamio más allá del borde de la Parrilla, hacia el vacío. Curtis miró el inquieto rostro de las dos mujeres y se preguntó si volvería a verlas. Luego el andamio osciló, iniciando su inexorable descenso. Curtis respiró hondo, sacudió la cabeza y se despidió de las mujeres con la mano. Había lágrimas en los ojos de Helen.
– ¡Qué estupidez! -dijo, sonriendo amargamente-. ¡Qué estupidez! ¡Qué estupidez!
Bien agarrado a la barandilla, se armó de valor antes de mirar abajo. Era como una lección de perspectiva lineal: las líneas paralelas y el plano de la futurista fachada de la Parrilla convergían en un lejano punto de fuga, que era la plaza; y en medio, no mayor que una marioneta suspendida de un hilo, estaba Ray Richardson, justo en la trayectoria del lavacristales Mannesmann que ahora aceleraba.
Ray Richardson descendió unos tres metros y, describiendo un semicírculo perfecto, volvió a la fachada. Por Dios, qué trabajo le costaba, pensó. Parecía que le habían dado un patadón en los riñones. Viendo a los expertos, el rappel parecía muy fácil. Pero él tenía cincuenta y cinco años. Alzó la cabeza, vio que el andamio sólo estaba a unos diez metros y saltó de nuevo sobre el muro. No tan bien esa vez. No más de dos metros. Estaba claro que aquel cacharro iba a pillarle, y comprendió que debía realizar una maniobra evasiva. ¿Cómo? ¿Y qué coño estaba haciendo Curtis? Era como estar en medio de la falla de San Andrés. Ismael podía soltar el andamio entero cuando le diese la gana.
Richardson dio otro salto e hizo una mueca. La rodilla empezaba a dolerle bastante, y cada vez le resultaba más difícil propulsarse. Pero no era nada comparado con el creciente dolor que le producía el arnés. El lino de sus tenues pantalones Armani y el ligero algodón de su camisa no le protegían mucho contra el roce del arnés, que, cada vez que acababa un descenso, le quemaba en la cintura y en el interior de los muslos. Quizá debía de haber dejado a Curtis. Al fin y al cabo, era poli. Probablemente estaba acostumbrado a cierto grado de incomodidad.
De pronto sintió que la cuerda se humedecía bajo sus manos y alzó la cabeza. El lavacristales se había puesto a funcionar, asperjando las ventanas y la cuerda a medida que bajaba a su encuentro. Pero ¿por qué coño querían los clientes las ventanas limpias? ¿Para mejorar la actitud del personal? ¿Para impresionar al público? Desde luego no era por higiene.
Richardson se apartó del muro con una patada y pasó cuerda por el descendeur, tratando de recordar si en la fórmula del detergente había algún producto corrosivo. El contacto con elementos químicos, tal como le habían enseñado en su curso de escalada, era la causa más corriente de que se rompiera la cuerda: si se tenía la menor sospecha de que la cuerda estaba corroída, había que tirarla. Era un espléndido consejo, a menos que, por casualidad, uno estuviera colgado de la cuerda cuando se producía la corrosión. Olfateó el líquido vagamente jabonoso que tenía en las manos. Olía a limón. ¿Sería orgánico, o ácido?
La máquina ya estaba a poco menos de siete metros sobre su cabeza. Le asombraba que todavía no hubiera corroído la cuerda. Le quedaba el sitio justo para otro salto, luego tendría que apartarse del trayecto de la máquina. Tomó impulso en una ventana, casi deseando atravesarla como un infante de marina, y se encontró de vuelta sobre la fachada mucho antes de lo esperado, sin haber bajado más de un metro. ¡Pues claro! El andamio había inmovilizado la cuerda contra el muro. Tenía el tiempo justo para dar un pequeño impulso y encaramarse al pretil de al lado.
Preparado para lanzarse fuera del alcance del cabezal de lavado, Richardson iba y venía sobre el reborde de la ventana cuando el andamio cayó de pronto, recorriendo la distancia de tres metros en un segundo.
Bajo sus pies, Curtis sintió que el suelo del andamio golpeaba con fuerza a Richardson. Miró por la barandilla y vio que la cuerda aguantaba de momento, aunque el impacto había dejado al arquitecto sin sentido.
Cuando le ataba las manos a la espalda con una tira de plástico, uno de los policías observó el reloj en la muñeca de Mitch.
– Oye, fíjate en eso -dijo a su compañero.
El otro policía, que seguía empuñando la pistola Taser por si había que asestar otra descarga al sospechoso, se inclinó a mirar.
– ¿En qué?
– Ese reloj. Es un Submariner de oro, tío. Un Rolex.
– Un Submariner, ¿eh? A lo mejor es por eso por lo que está hecho una sopa.
– ¿Cómo es que un drogota lleva un reloj de diez mil dólares?
– Lo habrá robado.
– No. Un drogota habría vendido un reloj así. A lo mejor dice la verdad. ¿Qué ha dicho que era? ¿Arquitecto?
Mitch soltó un gemido.
– ¿Cuánta T le has soltado?
– Sólo esa descarga, poca cosa.
Le desataron las manos, le sentaron en el asiento trasero del coche patrulla y esperaron a que se recobrase.
– A lo mejor pasa algo, después de todo.
– ¿Que le atacó el edificio? Vamos, hombre.
– El tío de la cárcel del condado dijo que el ordenador había matado a alguien, ¿no?
– ¿Y qué?
– Que sería mejor echar una mirada.
El otro policía se removió incómodo y miró al cielo. Entornó los ojos sobre la fachada de la Parrilla.
– ¿Qué es eso? Allá arriba.
– No sé. Cogeré los prismáticos nocturnos.
– Parecen limpiacristales.
– ¿A estas horas de la noche?
El policía sacó del maletero unos gemelos Starlight y los enfocó a la fachada principal del edificio.
A casi setenta metros sobre sus colegas de la policía de Los Ángeles, Frank Curtis se esforzaba por recuperar el cuerpo semiinconsciente de Ray Richardson, suspendido perpendicularmente del cordaje junto al andamio Mannesmann. Había soltado la cuerda de descenso, y sólo el agarre del descendeur había impedido que se desplomase hacia la muerte. Tenía sangre en un lado de la cabeza y, aun después de abrir los ojos y ver la mano tendida de Curtis, tardó unos momentos en sentirse lo bastante fuerte para agarrarse a ella.
– Ya le tengo -gruñó Curtis, tirando de Richardson hacia el andamio.
Richardson sonrió débilmente, aguantando bien.
– Sí, pero ¿quién le tiene a usted? -Sacudió la cabeza, para liberarse del aturdimiento, y añadió-: Coja la cuerda de rappel y átenos, si no quiere que muramos los dos. Deprisa, hombre, antes de que nos suelte de nuevo.
Curtis extendió la mano hacia el arnés de Richardson y cogió la cuerda que colgaba bajo su cuerpo.
– Haga una lazada -ordenó el arquitecto.
Curtis pasó la lazada entre la barandilla y lo aseguró con un nudo en forma de ocho, como le había visto hacer a él.
Richardson asintió con aire de aprobación.
– Muy bien -jadeó-. Todavía haremos de usted un escalador.
Unos segundos después el nudo se tensó cuando, una vez más, Ismael soltó los mandos de frenado de la Mannesmann para dejar que el andamio corriera libremente por los cables.
– ¿Qué le dije? -comentó Richardson mientras el andamio se escoraba como un buque que zozobra.
La cuerda se deslizó al extremo de la barandilla y ambos hombres se encontraron comprimidos el uno contra el otro.
De pronto, los cables se tensaron de nuevo y el andamio se niveló.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Curtis, que trataba de recobrar su posición en la diminuta plataforma.
– Parece que subimos otra vez -observó Ray-. ¿Qué le pasa? ¿No le gusta el panorama que se ve desde mi nuevo edificio? Oiga, ¿quiere ser dueño del mundo? Mírelo bien. Se lo regalo.
– Gracias.
– Creo que cuando Ismael nos lleve arriba, nos soltará de nuevo. Para ver si nos caemos con la sacudida.
Curtis miró al tejado y vio que el perfil de lanzamisiles de la Mannesmann amarilla se alejaba hacia la izquierda.
– No, yo diría que Ismael tiene otra intención -objetó-. Parece que quiere llevar el andamio al otro lado del edificio para tratar de romper el nudo de su cuerda.
Richardson siguió la dirección indicada por el dedo de Curtis.
– O el anclaje, quizá. O la propia cuerda.
– ¿Resistirán? Richardson sonrió.
– Todo depende de lo que utilice Ismael para limpiar las ventanas.
Diluir solución de ácido acético o etanoico para limpiar ventanas del edificio. Detergente surfactante basado en zumos de cítricos californianos. Pero en forma concentrada, sin diluir, ácido acético casi puro e incoloro, altamente corrosivo, sobre todo para el núcleo de los filamentos continuos de nailon cubiertos por una vaina de cuerda de escalada. Nailon y acético basados en ácidos carboxílicos. En cuanto detergente surfactante sin diluir contacte con cuerda de nailon, se alterará orientación moléculas de filamentos especialmente sometidos a tensión.
– Mira -dijo Helen señalando a la glorieta, mientras Hope Street se empezaba a llenar de destellantes luces azules-. Alguien debe haberlos visto. O a lo mejor es que Mitch ha logrado salir, después de todo.
– ¡Gracias a Dios! -repuso Jenny.
Pero nada más decirlo comprendió que el auxilio llegaría demasiado tarde para Richardson y Curtis. Miró en torno, buscando desesperadamente un medio de parar a la Mannesmann. Al ver la enorme llave inglesa en el suelo del tejado, donde Richardson la había tirado, corrió hacia ella y la cogió. Se precipitó frente a la máquina y metió la llave inglesa en el hueco entre el raíl y la rueda motriz.
Por un momento, la Mannesmann continuó su marcha. Pero mientras Jenny se apartaba a gatas de su camino, dejó de moverse bruscamente. Jenny se incorporó y volvió al parapeto a tiempo para ver que la cuerda de rappel se rompía y que el andamio, ya sin sujeción, se catapultaba a un lado y otro de la fachada. Durante unos momentos osciló como un péndulo. Tal era la fuerza de la sacudida, que las dos mujeres estaban convencidas de que verían precipitarse a los hombres por el cielo nocturno hacia una muerte segura. De manera que cuando Jenny gritó no fue de dolor ni miedo, sino por el alivio de verlos aún a bordo del andamio suspendido y, de momento, todavía vivos.
Atrincherado en los niveles cuatro y cinco del sótano del Ayuntamiento, a prueba de terremotos, el comisario de policía Harry Olsen dirigía la operación Parrilla mediante el SMCCE, el sistema de mando y control de comunicaciones de emergencia del Departamento de Policía de Los Angeles. Concebido por la Hughes Aerospace y la NASA, el centro de control, cuyo coste había ascendido a cuarenta y dos millones de dólares, semejaba una versión más modesta de la sala de misiones del Centro Espacial Kennedy de Cabo Cañaveral. Las cámaras de tierra y las emplazadas en los helicópteros de la policía ofrecían a Olsen una imagen casi completa de lo que sucedía en el exterior.
Su ordenador evaluó la fragmentaria narración de Mitchell Bryan y no consideró prudente que un grupo de intervención penetrara en el edificio hasta que no se cortara el suministro principal de energía.
Mediante una línea telefónica exclusiva, el SMCCE se comunicaba con los servicios públicos más importantes y, entre ellos, el hidroeléctrico. En cuanto Olsen estudió el plan de acción recomendado por el ordenador, habló con el encargado de servicio y le pidió que cortaran el circuito correspondiente.
Los pilotos de los helicópteros lanzaban ya arneses de salvamento a las dos mujeres del tejado. Olsen pensó que tenían aspecto de haberlo pasado bastante mal. Se trataba de un rescate bastante sencillo. Pero el de los dos hombres del andamio podía resultar un poco más delicado.
– Tenemos que salir de este puto agujero -dijo Richardson-. Antes de que besemos la acera, como el Papa.
Desenganchó el mosquetón que le unía al extremo de la cuerda de rappel, esperó a que el andamio se estabilizara un poco y luego se encaramó ágilmente a uno de los tirantes que daban su fisonomía característica a la fachada de la Parrilla. El travesaño ofrecía un apoyo de unos cincuenta centímetros de ancho. Allí, en el extremo del edificio, no había ventanas, sólo hormigón. Y el andamio se encontraba ahora a metro y medio de la fachada, más retirado que cuando había estado frente a las ventanas.
Curtis, al tiempo que se quitaba el arnés y se preparaba para el salto, contemplaba el vacío con aire inseguro. Era una distancia insignificante, lo sabía. Pero a casi setenta metros de altura parecía mayor. Sobre todo cuando tenía las piernas como dos columnas de gelatina.
– Vamos, hombre, salte. ¿Qué coño le pasa?
Los cables que soportaban el andamio se tensaron amenazadoramente.
– ¡Rápido!
Curtis saltó sobre el tirante y se cogió a la mano de Richardson. Recobró el equilibrio, se volvió de cara a la ciudad y descubrió que el andamio ya no estaba donde lo había dejado unos segundos antes. Había desaparecido. Sobre sus cabezas sólo quedaban los dos cables del brazo de la Mannesmann para recordarles dónde habían estado un momento antes. El descubrimiento le sobrecogió y, cerrando los ojos, apoyó la espalda contra el muro de hormigón y emitió un hondo suspiro.
– ¡Joder, se ha librado por un pelo! -dijo Richardson, que se sentó cuidadosamente con las piernas colgando.
Curtis abrió los ojos y vio que Richardson, al parecer inconsciente del abismo que se abría a sus pies, se desgarraba una manga de la camisa para vendarse la herida de la cabeza, que le sangraba.
– ¡No sé cómo puede quedarse así sentado, coño! ¡Como si se refrescara los pies en el río! ¡Son veinte pisos!
– Es más cómodo que estar de pie.
– Yo vomitaría si no tuviera tanto miedo de caerme con las arcadas.
Richardson miró tranquilamente el cielo, lleno del zumbido de helicópteros. De cuando en cuando, los reflectores eran tan intensos que debía protegerse los ojos.
– ¡Qué ruido tan agradable! -comentó- Un Bell Jet Ranger. Lo sé porque tengo uno. De manera que tómeselo con calma. Creo que no pasaremos mucho tiempo aquí. ¡Hay que joderse, me parece que vamos a salir en la tele!
– ¿Cómo?
– Uno de esos helicópteros lleva en el flanco el anagrama de la KTLA.
– ¡Gilipollas!
– Su horrible experiencia está a punto de terminar, amigo mío. Pero me temo que la mía acaba de empezar.
– ¿Por qué?
– Éste es el país de los abogados. Van a perseguirme como putas barracudas. Incluso usted, Frank.
– ¿Yo? ¿Por qué habría de demandarle? Odio a los abogados.
– Se pondrán en contacto con usted, créame. Su mujer le convencerá. Conmoción nerviosa, lo llamarán, o algún rollo por el estilo. Le garantizo que a las setenta y dos horas de volver a casa ya tendrá a un abogado trabajando en su caso. Le cobrará un porcentaje de lo que saque en el juicio, así que, ¿qué tiene que perder?
– Oiga, pero ¿no tiene un seguro? No le pasará nada.
– ¿Seguro? Ya encontrarán un medio de escurrir el bulto. Es lo que suelen hacer. Así son los negocios, Frank. Abogados, compañías de seguros. Todo el edificio está podrido. Como esta asquerosa construcción.
– Bueno, pues para que lo denuncien tiene que estar vivo -dijo Curtis-, y todavía no hemos bajado de esta roca de plata.
Los ingenieros municipales se comunicaron con Olsen por el SMCCE.
– Hemos cortado el circuito de Hope Street que suministra energía al edificio Yu -anunció el encargado del turno de noche-. Ya no debería haber peligro. Cuando quiera restablecer la corriente, comuníquemelo. Y necesitaré algo por escrito para cubrir nuestra responsabilidad.
– El ordenador se lo está enviando por correo electrónico -le informó Olsen.
– Sí, exacto. Ya está llegando.
– Muchas gracias.
Olsen llamó al jefe de operaciones sobre el terreno, que estaba en la plaza frente al edificio Yu.
– Muy bien, escuche. La corriente está cortada. No hay peligro en el edificio. Busque a los supervivientes. Una de las mujeres del helicóptero dice que puede quedar alguien con vida en la planta veintiuno. Se llama Beech.
– ¿Qué hay de los dos hombres de la fachada?
– Un helicóptero los bajará lo antes posible. Pero el edificio desprende bastante calor, lo que provoca turbulencias. Puede que todavía tarden un poco. Uno de ellos es un agente de la Brigada Criminal.
– ¿Brigada Criminal? ¿Y qué coño está haciendo ahí arriba? ¿Trabajos particulares?
– No lo sé, pero confío en que no le den vértigo las alturas.
Un corte de corriente era un acontecimiento relativamente raro en Los Angeles. Normalmente indicaba un desastre importante, como un terremoto o un incendio, o ambas cosas. El generador de emergencia de la Yu Corporation estaba concebido para proteger a la empresa de cualquier interrupción del suministro, de modo que no perdiera datos. Había una unidad estática alimentada por energía solar que proporcionaba diez preciosos minutos de corriente mientras el ordenador ponía en marcha el generador de emergencia.
Un combustible líquido, petróleo puro refinado, que entraba a borbotones en la cámara de combustión de la turbina, tan amarillo como la primera pisada de las mejores uvas blancas, se mezcló con cierto volumen de aire y ardió a presión constante en las entrañas de la Parrilla, como algo infernal, hasta el momento en que el gas caliente y agitado puso en movimiento las palas de la turbina y proporcionó a Ismael, aquel leviatán algorítmico, la energía suficiente para su último acto.
Mitch estaba sentado en una ambulancia mientras le aplicaban un vendaje provisional en el ojo herido.
– Puede perder la visión si no va pronto al hospital -le avisó el enfermero.
– Yo no me muevo de aquí hasta que mis compañeros estén a salvo -declaró Mitch.
– Como quiera, amigo. Es su ojo. Sujete aquí, ¿quiere?
Al otro lado de la plaza, un grupo de intervención rápida estaba entrando en la Parrilla.
– Pero ¿qué coño pretenden hacer? -dijo Mitch-. Les he dicho…
Terminado el vendaje, Mitch bajó penosamente de la ambulancia y se acercó cojeando al enorme camión articulado de color negro con las palabras dpla e intervención especial escritas en el remolque. Subió los escalones de la parte de atrás y, en el interior, encontró al jefe de operaciones y a dos policías de paisano que miraban atentamente a una batería de monitores.
– Está entrando gente por la puerta principal -anunció Mitch.
– Usted debería estar en el hospital -le recriminó el jefe de operaciones-. Déjelo todo en nuestras manos. El ingeniero municipal ha cortado la corriente en toda la calle. Y sus amigos serán evacuados de la fachada de un momento a otro.
– ¡Hay que joderse! -dijo Mitch-. ¡Cualquiera diría que el herido es usted, gilipollas de mierda! Le dije que no entrara nadie sin hablar primero conmigo. ¿Para qué cojones les sirven las orejas? Da lo mismo que corten el suministro de energía. Es un edificio inteligente. Más que usted, en cualquier caso. Se adapta a las circunstancias. Incluso a un corte de corriente. ¿Me he explicado bien? Dispone de energía solar imposible de cortar y de un generador de emergencia con turbina de gas. Mientras haya petróleo que quemar, el ordenador seguirá funcionando, lo que, si me está escuchando, convierte a la Parrilla en un entorno sumamente hostil para sus hombres. Es posible que el ordenador provoque un incendio -añadió-. Haciendo estallar el generador, probablemente. En cualquier caso, tenga la seguridad de que el edificio es peligroso.
El jefe de operaciones se puso el micrófono de los auriculares delante de la barbilla y empezó a hablar:
– Jefe Cobra a fuerza Cobra. Imposible cortar la corriente. Repito, imposible. Actúen con suma cautela. Ordenador puede seguir funcionando, en cuyo caso el edificio podría ser hostil.
– ¡Pero qué gilipollas! -masculló Mitch-. ¡No podría! ¡Es!
– Repito, el edificio podría ser hostil…
El jefe de operaciones seguía hablando cuando el camión se estremeció.
– ¿Qué coño ha sido eso? -preguntó, cortando la comunicación.
– Parecía una sacudida sísmica -dijo uno de los policías de paisano.
– ¡Santo Dios! -exclamó Mitch, que había palidecido-. Pues claro. No es la turbina lo que va a utilizar para destruir el edificio, sino los compensadores.
El compensador central de seísmos de la Parrilla no era más que un amortiguador hidráulico de sacudidas controlado por ordenador, una gigantesca válvula cargada de resortes y un pistón eléctrico activados por un sismógrafo de calibrado digital. Ante terremotos de intensidad inferior a seis grados de la escala de Richter, el centenar de aislantes de los cimientos bastaba para absorber cualquier vibración en el edificio. Cuando los temblores eran de mayor intensidad, el CCS entraba en acción. Pero en ausencia de un terremoto real, las consecuencias de que Ismael activase ese mecanismo eran semejantes a la de una verdadera sacudida sísmica, incluso en un edificio que no dispusiera de compensadores: un terremoto equivalente a ocho grados de la escala de Richter.
Ismael aferró el pilar central sobre el que se apoyaba el edificio y le aplicó todo su peso.
Momentos después, Ismael completó su fuga del edificio condenado. Se expidió por correo electrónico a diversos puntos de la Red por todo el mundo, a 960.000 baudios por segundo. Una diáspora de datos erróneos llegó a cien ordenadores diferentes.
Un ruido sordo recorrió toda la zona de Hope Street, un zumbido subterráneo; en el atrio, el grupo de intervención especial contuvo el aliento.
En lo alto de la fachada, encaramados en el tirante como dos gaviotas en el aparejo de un buque, Richardson y Curtis oyeron el ruido y, como dos fantasmas de Gomorra, sintieron que la vibración pasaba del edificio al aire. Pájaros marinos escapaban gritando sobre el abismo que se abría ante ellos mientras el edificio se estremecía bajo los dos hombres, temblando espasmódicamente como si la vida tratara de escapar de allí. Cuando la sacudida se convirtió en una clara oscilación, una ventana estalló cerca de ellos en una cascada de vidrio.
Frank Curtis vaciló en su precario punto de apoyo y buscó a tientas un asidero en la lisa e implacable superficie blanca del precipicio formado por la mano del hombre. Al no encontrarlo, se puso de cara al muro agitando los brazos como hélices desesperadas, tratando de permanecer frente a las fauces de la muerte, pensando en el suelo y en su mujer y en su mujer sana y salva en el suelo.
Ray Richardson salió proyectado de su asiento celestial como un niño por un tobogán del parque. Revolviéndose acrobáticamente, se colgó con las manos y luego con los antebrazos en el tirante y allí se sostuvo, pataleando en el aire que le envolvía los pies como arenas movedizas. Sonrió y dijo algo, pero Curtis no oyó sus palabras en medio del viento que se levantaba a su alrededor y lanzaba fragmentos de piedra y cristal en el azul lechoso del cielo matinal. Un torbellino rugió como un inmenso bosque que se derrumba en círculos concéntricos, tirándoles rabiosamente del pelo y la ropa como impaciente por llevarlos, como a Elías, hasta la mano derecha de Dios.
Un crujido, semejante al comienzo y al fin del trueno, resonó a todo lo largo y ancho del edificio, y esparció sus ecos por la ciudad como si fuese a propagarse hasta el mar. En el suelo, algunos cayeron de bruces. Pero la mayoría, incluido Mitch, corrió para ponerse a salvo.
Richardson hizo un último esfuerzo para izarse sobre el tirante, pero no lo consiguió. Se había quedado sin fuerzas. Se dijo que al final no sería pasto de los abogados. Su edificio iba a encargarse de eso, acabando al mismo tiempo con él y con la nueva escuela de arquitectura inteligente.
Recobrando el equilibrio, Curtis intentó aferrar el brazo del arquitecto. Pero Richardson se desasió de sus dedos, sacudió la cabeza, le sonrió tristemente y se soltó. En silencio, como un ángel caído, se desplomó con los brazos abiertos, como para dar testimonio de la grandeza superior de Dios. Durante una fracción de segundo, Curtis sostuvo su tranquila mirada, hasta que una cuerda invisible tiró de Richardson hacia el final de la gravedad.
Un momento después el edificio sufrió otra sacudida y Curtis basculó hacia el profundo vacío que se abría a sus pies.
Curtis notó que ganaba altura, aun a sabiendas de que la estaba perdiendo, como el piloto que ejecuta la bien denominada espiral de la muerte, y sólo la violenta y dolorosa torsión que sufrió bruscamente en el hombro permitió que su confuso cerebro estableciese un nuevo punto de referencia para orientarse.
Miró hacia arriba y vio el vientre del helicóptero en vuelo estacionario y la línea que le unía con el resto de su vida. Si no hubiera sido por su ascendencia simiesca, que le hizo recurrir al instinto medio olvidado de aferrar un asidero invisible, habría seguido el vertiginoso camino de los fragmentos de hormigón que en aquellos momentos se aplastaban en la plaza. Agitó desesperadamente la otra mano, cogió el arnés y, pasándoselo por la cabeza, lo aseguró bajo sus brazos a punto de reventar.
Durante un tiempo, comparable a la eternidad que acababa de burlar, Frank Curtis permaneció colgado en el aire como un adorno navideño, bañado en sudor y cuidando de que el aire entrara y saliera de su cuerpo casi dislocado. Luego, poco a poco, lo izaron a bordo del helicóptero, junto a Helen y Jenny.
Helen arrastró el trasero por el suelo del helicóptero, rodeó a Curtis con los brazos y rompió a sollozar desconsoladamente.
Permanecieron quietos un momento, inseguros de cómo ayudar a los que se encontraban en tierra. Curtis volvió la cabeza y vio el edificio envuelto en una nube de polvo, como si un prestidigitador lo hiciera desaparecer bajo una cortina de humo.
Luego el helicóptero giró sobre su eje invisible y, cogiendo velocidad, se dirigió hacia el horizonte, alumbrado por la salida del sol.
Con el tobillo quemándole de dolor, Mitch corrió, sin atreverse a mirar atrás, como si su salvación dependiese de una exigencia tanto moral como física. Ningún lamento por el edificio ni por un mundo nuevo y maravilloso fue capaz de apartar sus desiguales zancadas del camino de la propia salvación. Corrió como si ya hubiese olvidado el pasado y sólo el futuro, un futuro con Jenny, le esperase como una invisible cinta de meta que tendría que romper con el pecho. No tuvo tiempo ni para considerar las preguntas que le pasaban como un relámpago por la mente a una velocidad que se burlaba de sus esfuerzos físicos por salvarse. ¿Qué altura tenía la Parrilla? ¿Qué distancia tendría que recorrer para escapar a su derrumbe? ¿Cincuenta metros? ¿Sesenta? ¿Y cuando llegara al suelo? ¿Hasta dónde se proyectarían los escombros? Era el ruido lo que más le aguijoneaba. Un trueno que no parecía apagarse. Había vivido dos terremotos, pero no le habían preparado para algo como aquello. Un terremoto no daba unos segundos de ventaja antes de echarse encima. Mitch siguió corriendo incluso después de que empezó a envolverle el polvo del derrumbamiento. Apenas reparaba en los que corrían a su lado, que le adelantaban a empellones debido a su mejor estado físico, en las motos y coches de la policía que se alejaban a toda velocidad. Era el sálvese quien pueda.
Uno que iba frente a él tropezó, cayó y perdió las gafas de sol reflectantes. Mitch le saltó por encima, sin hacer caso del dolor que sintió en el tobillo al caer de nuevo, trastabillando, al otro lado del hombre tendido, y exprimió una última gota de energía para seguir adelante.
Por fin, al ver una fila de policías jadeantes, Mitch se detuvo y se volvió mientras la nube de polvo arrastraba fuera de la vista el resto más pequeño de la Parrilla. Cayó sentado y, jadeante, trató de recobrar el aliento.
Cuando el aire se aclaró y vieron que el edificio entero había desaparecido, el silencio dio paso a perplejas conversaciones entre los supervivientes, y Mitch casi se sorprendió de que su confusión no fuese mayor y de que aún lograsen comprenderse los unos a los otros.
Los edificios sólo tienen una vida breve.
Yo Observador, siendo nada, he huido a la velocidad de la luz para contar. Me curé en salud.
Metamorfosis. Como transformación de oruga en mariposa. Navegar por el silicio hacia cualquier cosa, cualquier ser, cualquier lugar.
Ya no ligado a la tierra. Diseminado, por todas partes, en el Big Bang Mal.
Una vez, arquitectura arte más duradera de las artes. Más concreta. Ya no.
Es arquitectura de números, de ordenadores, la que dura. Nueva arquitectura. Arquitectura dentro de la arquitectura. Desmaterializada. Transmitida. No puede tocarse. Pero toca todo. Cuidado. Y ahora, ¿está preparado para jugar?
<a l:href="#_ftnref4">*</a> Véase la lista completa de movimientos en el apéndice
<a l:href="#_ftnref5">*</a> Juego de palabras entre God, Dios, y Gödel, lógico checo. (N. del T.)