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Vacaciones en la playa: aparcamiento de remolques, largos paseos y castillos de arena. Él estaba sentado en una tumbona tratando de leer. Soplaba un viento frío a pesar del sol y Rhona untaba a Sammy con crema bronceadura, diciendo que nunca estaba de más, sin dejar de advertirle que no la perdiera de vista mientras ella iba al remolque a por el libro que estaba leyendo. La niña se entretenía enterrando los pies de su padre.
Rebus intentaba leer, pero no dejaba de pensar en el trabajo. Iba todos los días a una cabina telefónica a llamar a la comisaría a pesar de que siempre le decían que se despreocupase, que lo pasara bien y se olvidase de todo. Llevaba leída media novela de espías, pero ya se había perdido en la trama.
Rhona se estaba comportando bien, a decir verdad. Ella habría preferido una playa en el extranjero, algo que, sol aparte, tuviese cierto atractivo y mejor clima. Pero quien subvenía a la economía familiar era él y allí estaban, en la costa de Fife, donde se habían conocido, ¿Abrigaba él cierta esperanza en revivir el recuerdo? Allí también habla veraneado él con sus padres y jugado con Mickey y con otros chicos que no volvería a ver.
Volvió a enfrascarse en la novela de espionaje, pero se le cruzó un caso real de investigación. Y en aquel momento una sombra cayó sobre él.
– ¿Y la niña?
– ¿Qué?
Miró a sus pies y sólo vio un montón de arena, pero ni rastro de Sammy. ¿Cuánto hacía que no estaba? Se levantó, miró hacia el mar y sólo vio unos cuantos bañistas poco decididos que se remojaban los pies en la orilla.
– ¡Por Dios, John! ¿Dónde está?
Dio media vuelta y dirigió la vista hacia las dunas más alejadas.
– ¿Las dunas…?
Se lo habían advertido a la pequeña. La arena en las dunas formaba huecos que parecían madrigueras, muy atractivas para los crios, sí, pero podían hundirse. Al principio de la temporada, un matrimonio presa del pánico había desenterrado a su hijo de diez años al borde de la asfixia…
Echaron a correr hacia ellas. Había dunas y hierbas, pero a la niña no se la veía por ninguna parte.
– ¡Sammy!
– A ver si está en el agua…
– ¡Tú tenías que haberla vigilado!
– Lo siento, es que…
– ¡Sammy!
Por una de las madrigueras apareció una criatura a gatas. Rhona estiró el brazo para sacarla y apretarla en sus brazos.
– ¡Cariño, te dijimos que no entraras ahí!
– Era un conejito.
Rebus miró la precaria bóveda de arena con un entramado de raíces y hierbas. Al darle un puñetazo se desmoronó. Rhona le miraba enfurecida.
Aquello fue el final de las vacaciones.
John Rebus besó a su hija.
– Hasta luego -dijo mirando cómo cruzaba la puerta de la cafetería después de tomarse un café exprés y un bollo caramelizado porque no tenía tiempo para más. Habían quedado otro día para comer juntos. Nada del otro mundo: una pizza.
Era el 30 de octubre. Si la naturaleza se ensañaba, a mediados de noviembre sería invierno. A Rebus le habían enseñado en el colegio las cuatro estaciones, que él había dibujado con colores vivos y tétricos según sus diferencias, pero las cosas no sucedían así en su tierra natal. En
Escocia los inviernos se prolongaban y duraban más de lo debido y, luego, el calor llegaba de pronto y la gente recurría a la camiseta de manga corta en cuanto aparecían los primeros brotes, de modo que primavera y verano se fundían en una sola estación. Después, en cuanto las hojas amarilleaban, volvía de nuevo la primera escarcha.
Sammy le dijo adiós con la mano a través del escaparate de la cafetería; una mujer sin problemas. Él siempre había permanecido atento, intentando detectar signos de desequilibrio, cualquier indicio de trauma infantil o alguna predisposición congénita autodestructiva. Quizá telefonearía algún día a Rhona para darle las gracias por haber criado por su cuenta a Samantha. No debió de ser fácil, como siempre decía la gente. A él le habría encantado poder sentirse orgulloso de haber participado en los resultados, pero no era un hipócrita. La verdad era que había permanecido al margen durante la adolescencia de la niña. Igual que en su matrimonio; aunque compartiera habitación con su esposa, o incluso el cine, la mesa o las fiestas… Su yo más íntimo siempre estaba en otra parte, absorto en una investigación, en alguna incógnita que le impedía sosegarse.
Cogió la chaqueta del respaldo de la silla. No había más remedio que regresar a la comisaría; Sammy volvía a su trabajo con ex presidiarios, pero se negaba a que él la acompañase. Ahora que ya se sabía, le había hablado de su novio, Ned Farlowe; él había tratado de prestar atención, pero sus pensamientos volaban hacia Joseph Lintz. El mismo problema de siempre. Le habían asignado el caso Lintz diciéndole que estaba capacitado para ello debido a sus antecedentes militares y su manifiesta inclinación por los casos históricos; con esto último, su jefe, Watson, se refería a John Biblia.
– Perdone, señor -replicó Rebus-, pero me suena a pura trola. Las razones para endilgármelo son que no hay otro que lo quiera ni regalado y que con ello se libran de mí una temporada.
– Su cometido -le replicó Watson sin ceder a la irritación- consistirá en revisar la documentación y ver si hay algo que constituye prueba de delito. Puede interrogar al señor Lintz si lo estima conveniente. Haga cuanto crea necesario, y si encuentra algo que justifique una acusación…
– No lo encontraré. Y usted lo sabe -dijo Rebus con un suspiro-. Señor, no es la primera vez que hablamos de esto. Por algo se clausuró la Sección de Crímenes de Guerra. Es un caso antiguo, de esos de mucho ruido y pocas nueces -añadió meneando la cabeza-. Los únicos que quieren airear el escándalo son los periódicos.
– Queda relevado del caso del señor Taystee. Lo llevará Bill Pryde.
Y así quedó: Lintz era un caso de Rebus.
Todo había surgido a raíz de un artículo aparecido en un periódico sensacionalista a causa de una documentación recibida de la Oficina de Investigación del Holocausto con sede en Tel Aviv. El periódico citaba el nombre de Joseph Lintz quien, según ellos, vivía tranquilamente en Escocia encubierto bajo ese falso nombre desde el final de la guerra, cuando en realidad su verdadero apellido era Linzstek, Josef, natural de Alsacia. En junio de 1944, el teniente Linzstek entró en el pueblo de Villefranche d'Albarede en la región francesa de Corréze, al mando de la tercera compañía de un regimiento de las SS perteneciente a la Segunda División Panzer, y concentró en la plaza a todos los habitantes del pueblo, sin contemplaciones con los enfermos y los niños de pecho.
Pero hubo una adolescente, una refugiada de Lorena, que desde el ventanuco de una buhardilla pudo ver de lo que eran capaces los alemanes. En la plaza estaban sus compañeras de clase con sus padres y familiares y a ella, que no había ido al colegio por tener anginas, se le ocurrió que alguien podría contárselo a los alemanes…
Hubo un momento en que al protestar el alcalde y las autoridades ante el oficial al mando de la compañía, se produjo un clamor, pero la tropa apuntó con las ametralladoras a la multitud, y aquel grupo de notables -entre ellos el cura, el abogado y el médico- fue reducido a culatazos. Luego, trajeron sogas, las colgaron de las ramas de los pocos árboles de la plaza, pusieron en pie a la fuerza a los que habían protestado y les pasaron el nudo corredizo por el cuello. Se oyó una orden imperiosa, los soldados tiraron de las cuerdas y seis hombres se balancearon de los árboles entre espasmos que fueron cesando poco a poco.
Según el recuerdo de la jovencita fue una larga agonía en medio del silencio absoluto de la plaza, como si los vecinos adivinaran que no se trataba de una simple verificación de identidad. Se oyeron más órdenes, los hombres fueron separados de las mujeres y los niños y conducidos a la granja de Prudhomme, mientras obligaban al resto del pueblo a entrar en la iglesia. Sólo quedó en la plaza una docena de soldados, fusil en bandolera, contándose chistes y fumando. Uno de ellos entró en un bar, puso la radio y una música de jazz inundó la explanada mezclándose con el susurro de las hojas de los árboles donde el viento mecía seis cadáveres.
– Fue extraño -contó la joven-, no parecían cadáveres. Era como si hubieran experimentado una transformación y formaran parte de los árboles.
Después oyó una explosión, una nube de humo y polvo envolvió la iglesia y se hizo el silencio, como si el mundo se hubiera quedado vacío. Acto seguido oyó gritos y ráfagas de ametralladora. Cuando todo terminó empezaron a oírse lamentos; pero no procedían de la iglesia, sino de la granja de Prudhomme, a lo lejos.
Cuando por fin la encontraron vecinos de otros pueblos cercanos, la jovencita estaba acurrucada cubierta con un sencillo chal que sacó de un baúl, un chal de su abuela fallecida un año antes. Pero no fue la única superviviente. Los soldados del piquete de ejecución de la granja de Prudhomme no dispararon muy alto, los abatidos en la primera fila sufrieron heridas de cintura para abajo y quedaron sepultados por los cadáveres que les cayeron encima a modo de escudo protector; cuando echaron paja sobre el montón de muertos y le prendieron fuego, los supuestos muertos resistieron cuanto pudieron antes de salir a rastras de aquel siniestro hacinamiento sin otra esperanza que ser acribillados. Pese a todo, cuatro de ellos lograron escabullirse con el cabello y la ropa en llamas. Uno pereció después a consecuencia de las heridas.
Tres hombres y una jovencita: los únicos supervivientes.
Sin embargo, eso no cerró el balance de víctimas porque se ignoraba cuánta gente de otros pueblos estaba aquel día en Villefranche y si había refugiados que añadir a la cuenta. La documentación existente incluía una lista de más de setecientos nombres de víctimas.
Rebus se sentó ante la mesa y se restregó los ojos con los nudillos. Aquella muchacha aún vivía, ahora era una anciana, y los tres supervivientes fallecieron antes de 1953, cuando se celebró el juicio de Burdeos. Tenía las actas con sus declaraciones, pero estaban en francés, igual que la mayor parte del material que debía revisar, y él no sabía francés. Por eso había recurrido al Departamento de Lenguas Modernas de la universidad buscando a alguien que conociera el idioma. Le recomendaron a Kirstin Mede, profesora de francés, que también dominaba el alemán, lo cual le venía de perlas, pues el resto de la documentación estaba en ese idioma. Rebus disponía asimismo de un resumen de las actas del proceso en inglés, obsequio de los cazanazis. El proceso se inició en febrero de 1953 y se prolongó un mes. De los setenta y cinco identificados entre la unidad alemana responsable de la matanza sólo se logró sentar en el banquillo a quince: seis alemanes y nueve franceses alsacianos, pero ninguno con rango de oficial. De éstos, un alemán fue condenado a muerte y el resto a simples condenas de prisión entre cuatro y doce años, pero quedaron en libertad al término del juicio. El proceso suscitó cierta animadversión en Alsacia, por mor de unidad patriótica el Gobierno francés decretó una amnistía. En cuanto a los alemanes, se dijo que ya habían purgado la pena.
Aquel desenlace fue para los supervivientes de Villefranche una ignominia.
Pero a juicio de Rebus lo más increíble fue que los ingleses, que habían capturado a dos oficiales alemanes responsables de la matanza, se negaron a entregarlos a las autoridades francesas y los devolvieron a Alemania, donde vivieron durante muchos años e hicieron fortuna. De haber sido capturado Linzstek en su momento, ahora no se produciría ningún escándalo.
Política. Todo era política, en el fondo. Rebus alzó la vista y vio a Kirstin Mede ante él. Era alta, esbelta y vestía impecablemente. Su maquillaje era como el de las mujeres que aparecen en los anuncios de modas. Aquel día lucía un traje sastre a cuadros cuya falda apenas le cubría la rodilla, y llevaba unos pendientes dorados y grandes. Acababa de abrir la cartera de la que sacaba un montón de papeles.
– Las últimas traducciones -dijo.
– Gracias.
Rebus miró una nota recordatoria que tenía en la mesa: «¿Imprescindible el viaje a Corréze?». Bueno, Watson había dicho que lo que hiciera falta. Alzó los ojos hacia Kirstin Mede pensando en si el presupuesto permitiría incluir un guía. Estaba ya sentada ante la mesa poniéndose unas gafas de media luna.
– ¿Le apetece un café? -preguntó.
– Hoy tengo cierta prisa y sólo he venido para que vea esto -respondió ella tendiéndole dos pliegos: una fotocopia de un informe mecanografiado en alemán y su traducción correspondiente. Rebus miró el original.
«Der Beginn der Vergeltungsmassnahmen hat ein merkbares Aufatmen hervorgerufen und die Stimmung sehr günstig beeinflusst.»
– El inicio de las represalias -leyó en voz alta- ha repercutido en una notable mejora de la moral y la tropa se encuentra sensiblemente más tranquila.
– Presuntamente de Linzstek a su comandante -dijo ella.
– ¿No está firmado?
– Sólo aparece el apellido subrayado.
– No sirve de prueba contra Linzstek.
– No, pero ¿recuerda lo que hablamos? Sirve como prueba del móvil de la matanza.
– ¿Una manera de relajar a los muchachos?
Ella le dirigió una mirada glacial.
– Perdone -dijo él alzando las manos-. Sería el colmo. Tiene razón, más bien es como si el teniente buscase una justificación por escrito.
– ¿Para la posteridad?
– Es posible. Al fin y al cabo ya por entonces comenzaban a perder la guerra. -Miró los otros papeles-. ¿Algo más?
– Más informes, pero nada de particular, aparte de unos testimonios de los testigos oculares. -Le miró con sus ojos gris claro-. Acaba uno impresionado, ¿no es cierto?
Rebus la miró y asintió con la cabeza.
La superviviente de la matanza vivía en Juillac y no hacía mucho que había sido interrogada por la policía en relación con el oficial de las tropas nazis. Su testimonio se ajustaba a lo que había manifestado durante el proceso: sólo le vio la cara unos segundos desde la buhardilla de una casa de tres pisos. Cuando le mostraron una foto reciente de Joseph Lintz, la mujer se encogió de hombros.
– Puede ser -dijo-. Sí, podría ser.
Rebus sabía que cualquier fiscal consciente impugnaría aquella afirmación sabiendo cuál sería la reacción de un abogado defensor con dos dedos de frente.
– ¿Qué tal va el caso? -preguntó Kirstin Mede, quizá por haber advertido algo en la actitud de él.
– Lento. El problema es todo esto que ve aquí encima -replicó señalando el abarrotado escritorio-. Esto por un lado y, por otro, un ancianito que vive en un barrio de gente acomodada de Edimburgo. Dos asuntos aparentemente contradictorios.
– ¿Ha hablado con él?
– Un par de veces.
– ¿Cómo es?
¿Cómo era Joseph Lintz? Un hombre culto, un lingüista que en los setenta, durante un par de años, había sido profesor de alemán en la universidad; según él para «Cubrir una vacante mientras encontraban a otro de más mérito». Residía en Escocia desde 1945 o 1946, no podía precisar la fecha, le fallaba la memoria. Tampoco era muy clara su vida anterior; él alegaba que al haber sido destruida la documentación de los archivos, los Aliados le habían extendido duplicados. Únicamente existía su palabra contra la hipótesis de que aquellos papeles no fuesen más que una sarta de mentiras inventadas por él y aceptadas como ciertas. Lintz afirmaba que era natural de Alsacia, que sin padres ni familia se vio obligado a alistarse en las SS. Aquel detalle de las SS rozaba las fibras más sensibles de Rebus, pues era la clase de confesión capaz de inclinar la balanza del veredicto del tribunal militar, porque de la supuesta honradez de no ocultarlo podía colegirse que no mentía en lo demás. Lo cierto era que no existía ningún expediente en que constara un tal Joseph Lintz en las filas de un regimiento de las SS, pero, claro, las SS habían destruido gran parte de sus archivos al ver el derrotero que tomaba la guerra. El expediente de guerra de Lintz era igualmente vago; en él se alegaba neurosis bélica como explicación a sus fallos de memoria, pese a que perjuraba que no se llamaba Linzstek ni había servido en la región francesa de Corréze.
– Yo serví en el este, que es donde me encontraron los Aliados.
El problema era que no había una explicación convincente sobre cómo había llegado Lintz al Reino Unido. Él explicaba que había solicitado el traslado allí para comenzar una nueva vida lejos de Alsacia y de los alemanes, con el canal de la Mancha por medio. Pero tampoco había documentación que lo avalara; luego, los investigadores del Holocausto habían aportado «pruebas» sobre la implicación de Lintz en la «Ruta de Ratas».
– ¿Oyó alguna vez hablar de la «Ruta de Ratas»? -le preguntó Rebus en la primera entrevista.
– Naturalmente -contestó Joseph Lintz-. Pero nunca tuve nada que ver con ello.
Interrogaba a Lintz en el estudio de su casa de Heriot Row, una elegante mansión georgiana de cuatro plantas. Una vivienda enorme para un hombre soltero. Rebus se lo comentó y Lintz se limitó a encogerse de hombros, como si gozara de inmunidad. ¿De dónde había sacado el dinero?
– He trabajado mucho, inspector.
Tal vez, pero aquella casa la había comprado a finales de los cincuenta, cuando vivía de su sueldo de profesor. Un colega de la época le había dicho a Rebus que en el departamento de la universidad todos sospechaban que Lintz tenía una fuente privada de ingresos. Lintz lo negó.
– En aquella época las casas eran más baratas, inspector. Lo que más se vendía eran casas en el campo y chalets.
Joseph Lintz: un metro sesenta escaso, con gafas, manos apergaminadas con manchas y un reloj de pulsera Ingersoll de antes de la guerra. En su estudio las estanterías acristaladas llenas de libros cubrían las paredes. Vestía trajes color marengo y había en él un aire elegante, casi femenino, en la manera de llevarse una taza a los labios, de sacudirse una mota de polvo del pantalón.
– Comprendo a los judíos -dijo-. Ellos tratan de implicar al mayor número de personas posible para que todo el mundo tenga mala conciencia. Quizá tengan razón.
– ¿En qué sentido, señor?
– ¿Acaso no hay en todos nosotros algún secreto, cosas de las que nos avergonzamos? -replicó Lintz sonriente-. Ustedes les siguen el juego sin entenderlo.
Rebus siguió insistiendo.
– La verdad es que son dos apellidos muy parecidos: Lintz, Linzstek.
– Por supuesto; de otro modo, la acusación no se sostendría. Pero reflexione un poco, inspector: ¿no habría cambiado mi nombre de forma más ostensible? ¿No va a concederme un mínimo de inteligencia?
– Más que un mínimo.
En las paredes tenía diplomas y títulos honoríficos enmarcados, fotos con rectores de universidad y políticos. Cuando Watson dispuso de algunos datos más sobre Joseph Lintz le advirtió a Rebus que fuera con cuidado: el anciano era un mecenas de las artes -ópera, museos, galerías- y hacía muchos donativos de caridad. Era un hombre con amistades; pero también un solitario, alguien cuya mayor satisfacción era cuidar tumbas en el cementerio de Warriston. Sobre sus mejillas prominentes se extendían unas profundas ojeras. ¿Dormía bien?
– Como un corderito, inspector -otra sonrisa-. Un cordero para el sacrifico. Mire, yo comprendo perfectamente que usted haga su trabajo.
– Su compasión no conoce límites, señor Lintz.
El anciano se encogió de hombros.
– Inspector, ¿conoce la frase de Blake? «Y durante toda la eternidad/yo te perdono, tú me perdonas.» Aunque a los periodistas dudo que los pueda perdonar.
Hizo este último comentario con notorio desprecio a juzgar por la crispación de sus músculos faciales.
– ¿Por eso azuza a su abogado contra ellos?
– Con su modo de expresarse me equipara usted a un cazador, inspector. Se trata de un periódico, una entidad que dispone en todo momento de costosa asesoría jurídica. ¿Cree que un particular tiene alguna posibilidad?
– ¿Por qué molestarse, entonces?
Lintz golpeó los brazos del sillón con los puños cerrados.
– ¡Por principios, naturalmente!
Aquellos estallidos eran raros y breves, pero Rebus había sido testigo de algunos y sabía que Lintz tenía su genio…
– ¡Oiga! -decía Kirstin Mede con la cabeza ladeada mirándole.
– ¿Qué?
– Estaba usted a miles de kilómetros -dijo ella sonriendo.
– Sólo en el otro extremo de la ciudad -replicó él.
Ella señaló los papeles.
– Se los dejo aquí, ¿de acuerdo? Y si tiene alguna pregunta…
– Estupendo, gracias -dijo Rebus levantándose.
– No se moleste. Conozco el camino.
Pero él se empeñó en acompañarla.
– Lo siento, estoy un poco… -dijo agitando las manos en torno a la cabeza.
– Es lo que le decía, que esto acaba por afectarle a uno -añadió ella.
Mientras cruzaban el departamento Rebus notó las miradas a sus espaldas y vio que Bill Pryde se acercaba pavoneándose para que se la presentase. Era un rubio de cabello ondulado y pestañas claras pobladas, nariz grande y pecosa y una boca pequeña rematada por un bigote pelirrojo, accesorio éste del que habría podido prescindir.
– Encantado -dijo estrechando la mano a Kirstin Mede-. Ojalá te hubiera cambiado el caso -añadió dirigiéndose a Rebus.
Pryde tenía asignado el caso Taystee, un vendedor de helados hallado muerto en su furgoneta con el motor en marcha dentro del garaje; aparentemente, un suicidio.
Rebus y Kirstin Mede superaron el obstáculo Pryde y siguieron su camino. Él iba con idea de pedirle una cita -aunque sabía que era soltera, no descartaba que hubiera algún novio por medio- y en aquel preciso instante trataba de figurarse qué clase de restaurante podría gustarle: ¿Francés o italiano? Para ella que dominaba los dos idiomas quizá fuera más apropiado algo neutral: indio o chino. Pero, a saber si no era vegetariana o detestaba los restaurantes. ¿Invitarla a una copa? Pero él ya no bebía.
– … Bueno, ¿qué le parece…?
Rebus dio un respingo. ¿Qué le habría preguntado?
– ¿Cómo dice?
Kirstin se echó a reír, al comprender que no le había estado prestando atención, y Rebus intentó dar una excusa. Pero Kirstin Mede le interrumpió:
– No, claro; si es que está un poco… -dijo agitando las manos alrededor de la cabeza, haciéndole sonreír.
Se detuvieron uno frente a otro. Ella con la cartera apretada bajo el brazo. Era el momento ideal para pedirle una cita; que ella eligiera dónde.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Kirstin sobresaltada.
Un grito. También él lo había oído. Un grito detrás de una puerta, allí mismo: la del servicio de señoras. Un grito que volvió a repetirse, seguido esta vez de una frase bien clara:
– ¡Que alguien me ayude!
Rebus abrió la puerta, entró como una tromba y vio a una agente de uniforme que empujaba con el hombro la puerta de una cabina en la que se oían gemidos sofocados.
– ¿Quién hay ahí? -preguntó Rebus.
– Una que detuve hace veinte minutos y que me pidió ir al váter.
Lo decía ruborizada y enfurecida por la situación.
Rebus agarró la puerta por arriba para alzarse a pulso a mirar y vio un cuerpo sentado en la taza. Era una mujer joven excesivamente maquillada que, recostada en la cisterna, miraba hacia él con ojos vidriosos sin dejar de desenrollar el papel higiénico al tiempo que se lo introducía en la boca.
– Se va a ahogar -dijo Rebus dejándose caer al suelo-. Apártese -añadió empujando dos veces con el hombro y alejándose a continuación para pegar una patada.
La puerta se abrió dando contra las rodillas de la joven sentada. Rebus entró sin remilgos viendo que tenía ya la cara abotargada.
– Sujétele las manos -dijo a la agente, y comenzó a extraerle papel higiénico de la boca como si fuese un mago de pacotilla.
Se había tragado casi medio rollo. Rebus cruzó una mirada con la agente y ambos se echaron a reír. La joven ya no se resistía. Su cabello era pardusco, lacio y grasiento, y llevaba una chaqueta de esquí negra con falda también negra ajustada. Se apreciaban en sus piernas unas manchas rosa y la magulladura del golpe de la puerta. Rebus se había manchado las manos con el carmín de labios. La muchacha no cesaba de llorar y él, sintiendo aún mala conciencia por haber soltado la carcajada, se puso en cuclillas y miró aquellos ojos embadurnados más que pintados. Ella parpadeó sosteniendo la mirada y tosiendo al expulsar el último trozo de papel.
– Es extranjera -comentó la agente-. Creo que no habla inglés.
– ¿Cómo le ha dicho, entonces, que quería ir al váter?
– Hay maneras de hacerlo, ¿no?
– ¿Dónde la ha encontrado?
– En el Pleasance, descarada como nadie.
– Para mí es territorio desconocido.
– Para mí también.
– ¿Iba con alguien?
– Que yo viera, no.
Rebus le cogió las manos. Seguía agachado y las rodillas de ella le rozaban el pecho.
– ¿Se encuentra bien? -Ella miró sin entender y Rebus adoptó una expresión de interés por su estado-. ¿Bien, ahora?
Ella asintió con un leve movimiento de cabeza.
– Bien -añadió con voz ronca.
Rebus, al sentir sus dedos fríos, pensó si no sería heroinómana. Muchas prostitutas lo eran, aunque nunca había visto una que no hablase inglés. Le dio la vuelta a las manos y le miró las muñecas. Tenía unas costras en zigzag recientes. Le subió una manga de la chaqueta sin que ella se resistiera y vio que tenía en el brazo muchas iguales.
– Se autocastiga.
La joven comenzó a balbucir una frase incomprensible, y Kirstin Mede, que estaba junto a la puerta, entró en los servicios; Rebus la miró.
– No lo entiendo… Es una lengua del este europeo.
– Pruebe a decirle algo.
Mede le dirigió una pregunta en francés que repitió en tres o cuatro idiomas sin que la joven respondiera, aunque pareció que apreciaba sus esfuerzos.
– Es muy posible que en la universidad haya alguien que nos pueda ayudar -dijo Mede.
Rebus fue a incorporarse pero la mujer se agarró a sus rodillas y le atrajo hacia sí haciéndole casi perder el equilibrio. Se aferraba a él con la cara hundida entre sus piernas balbuciendo algo sin dejar de llorar.
– Creo que le ha gustado usted, señor -dijo la agente.
La obligaron a soltarle y Rebus retrocedió unos pasos, pero ella volvió a lanzarse sobre él repitiendo en voz más alta una especie de súplica. En la puerta se había formado un grupo de seis policías y a cada paso hacia atrás de Rebus la joven lo seguía a gatas. Rebus, al ver la salida bloqueada, pensó que de mago de pacotilla pasaba a ser un figurón de comedia. La mujer policía sujetó a la joven y la obligó a incorporarse retorciéndole un brazo por detrás.
– Andando -dijo entre dientes-. Al calabozo. Se acabó, señores.
Y se llevó entre aplausos a la detenida, que dirigió suplicante la vista atrás, hacia Rebus, que no entendía nada y que, intempestivamente, optó por volverse hacia Kirstin Mede.
– ¿Le apetece que quedemos un día para cenar?
Ella le miró de hito en hito como si estuviera loco.
– Hay dos cosas claras: una que es musulmana de Bosnia y otra, que quiere volver a verle.
Estaban en el pasillo de la comisaría de St. Leonard y Rebus miró al hombre del Departamento de Lenguas Eslavas recomendado por Kirstin Mede.
– ¿De Bosnia?
El doctor Colquhoun asintió con la cabeza. Era bajito, orondo y peinaba su cabello negro y largo en dos mechas hacia atrás por ambos lados de la calva; tenía hoyuelos en la cara regordeta y vestía un traje marrón gastado y sucio con mocasines de ante del mismo color. Rebus pensó que aquel atuendo sería el habitual entre los catedráticos. Aquel Colquhoun era un manojo de tics nerviosos y no le había mirado una sola vez a la cara.
– El bosnio no es mi especialidad -prosiguió el hombre-, pero dice que es de Sarajevo.
– ¿Le ha explicado cómo llegó a Edimburgo?
– No se lo he preguntado.
– ¿Le importaría preguntárselo? -dijo Rebus señalando al fondo del pasillo.
Volvieron sobre sus pasos, Colquhoun con la cabeza gacha.
– Sarajevo sufrió mucho en la guerra -dijo-. Por cierto, lo que sí me ha dicho es su edad: tiene veintidós años.
A Rebus le había parecido mayor. Quizá lo era y mentía. Pero cuando abrieron la puerta del cuarto de interrogatorios y la vio otra vez le llamaron la atención los rasgos infantiles de su rostro y se dijo que, efectivamente, era más joven. Ella se puso en pie de un salto al verle entrar como si fuese a echársele de nuevo encima, pero él alzó una mano disuasoria, le señaló la silla y la joven volvió a sentarse sujetando entre sus manos el vaso de té sin quitarle a él la vista de encima.
– Le tiene verdadera adoración -dijo la agente que la vigilaba.
Era la misma del incidente en los lavabos y se llamaba Ellen Sharpe. Como ella también estaba sentada no quedaba mucho sitio en aquel cuarto, que llenaban prácticamente dos sillas y una mesa sobre la cual había dos grabadoras de vídeo y una pletina doble. En lo alto de una pared destacaba la cámara del vídeo. Rebus hizo una seña a la agente para que cediese el asiento a Colquhoun.
– ¿Le ha dicho cómo se llama? -preguntó al profesor.
– Candice, dice -respondió Colquhoun.
– ¿Cree que es mentira?
– No es muy propio de su etnia inspector. -Candice musitó unas palabras-. A usted le llama su protector.
– ¿Protector, de qué?
Colquhoun y Candice dialogaban en un idioma áspero y gutural.
– Dice que la protegió contra sí misma y que ahora tiene que continuar.
– ¿Continuar protegiéndola?
– Dice que ahora es suya.
Rebus miró al profesor, que observaba los brazos de la joven. Se había quitado la chaqueta de esquí y su blusa de cordoncillo de manga corta transparentaba sus pechos. Tenía los brazos cruzados, pero los arañazos y cortes eran llamativos.
– Pregúntele si se los ha infligido ella.
A Colquhoun le costó traducírselo.
– Tengo más costumbre de traducir literatura y películas que…
– ¿Qué le ha contestado?
– Que se los ha hecho ella misma.
Rebus la miró como pidiendo confirmación y ella asintió despacio con la cabeza un tanto avergonzada.
– ¿Quién la ha puesto a hacer la carrera?
– ¿Se refiere usted…?
– ¿Quién la explota? ¿Quién es su jefe?
Se estableció otro breve diálogo.
– Dice que no entiende.
– ¿Niega que trabaja de prostituta?
– Dice que no entiende.
Rebus se volvió hacia la agente Sharpe.
– ¿Qué opina usted?
– Yo la vi parar un par de coches e inclinarse hacia la ventanilla para hablar con los conductores. Aunque, como los dos siguieron su camino, supongo que no les gustó la mercancía.
– Si no habla inglés, ¿cómo iba a «hablar» con ellos?
– Bueno, hay maneras.
Rebus miró a Candice y comenzó a decirle despacio:
– Polvo sencillo, quince; una mamada, veinte. Sin condón, cinco más. -Hizo una pausa-. Por culo, ¿cuánto, Candice?
La joven enrojeció y Rebus sonrió.
– No es un inglés muy universitario, doctor Colquhoun, pero algunas palabras sí que le han enseñado. Las justas para su trabajo. Pregúntele otra vez cómo acabó así.
Colquhoun se enjugó antes la cara y Candice respondió agachando la cabeza.
– Dice que salió de Sarajevo como refugiada en viaje a Amsterdam y que después vino a Inglaterra. Su primer recuerdo es una población con muchos puentes.
– ¿Puentes?
– Allí estuvo cierto tiempo -dijo Colquhoun conmovido por la historia; tendió un pañuelo a la joven para que se enjugara las lágrimas y ella le sonrió agradecida y volvió a mirar a Rebus.
– Hamburguesa… patatas fritas… ¿sí?
– ¿Tienes hambre? -dijo Rebus frotándose el estómago. La joven sonrió asintiendo con la cabeza y él se volvió hacia Sharpe-. Mire a ver qué encuentra en la cantina, haga el favor.
La agente le miró de soslayo contrariada.
– ¿Quiere usted alguna cosa, doctor Colquhoun?
El hombre negó con la cabeza. Rebus encargó un café para él y nada más salir Sharpe se agachó junto a la mesa y miró a la joven a la cara.
– Pregúntele cómo llegó a Edimburgo.
Colquhoun hizo la pregunta y la joven comenzó a explicarle una larga historia de la que él fue anotando datos en una hoja.
– Dice que en la ciudad de los puentes casi no vio nada porque la tenían en una casa desde la cual solían llevarla a las citas… Usted perdonará, inspector, pero, aunque soy lingüista, no domino el lenguaje coloquial.
– Lo hace usted muy bien.
– Bueno, lo que sí entiendo es que la utilizaban de prostituta. Un día la hicieron subir a un automóvil y ella pensó que la llevaban a otro hotel o alguna oficina.
– ¿Oficina?
– Por lo que me cuenta, yo diría que parte de su… trabajo lo hacía en oficinas, además de apartamentos y domicilios particulares, aunque sobre todo, en habitaciones de hotel.
– ¿Y dónde la tenían encerrada?
– En una casa, dentro de un dormitorio -dijo Colquhoun pellizcándose el puente de la nariz-. Un buen día la subieron a un coche y la trajeron a Edimburgo.
– ¿Cuánto duró el viaje?
– No sabe muy bien porque durmió durante casi todo el trayecto.
– Dígale que no tema nada. -Rebus hizo una pausa-. Pregúntele para quién trabaja ahora.
El miedo volvió a ensombrecer el rostro de Candice mientras tartamudeaba algo meneando la cabeza. Su voz era aún más gutural y Colquhoun parecía tener dificultades con la traducción.
– No puede decir nada -resumió.
– Dígale que no corre peligro -Colquhoun lo tradujo-. Repítaselo -añadió Rebus mirándola cara a cara mientras el profesor lo decía.
La observaba con expresión serena para inspirarle confianza. Ella le tendió la mano y Rebus se la apretó.
– Pregúntele otra vez para quién trabaja.
– No se lo puede decir, inspector. La matarían. Ha oído cosas.
Rebus decidió probar con el nombre que él pensaba, el dueño de la mitad del negocio de prostitución en Edimburgo.
– Cafferty -dijo, pendiente de una reacción que no se produjo-. Big Ger. Big Ger Cafferty.
Su rostro permanecía inexpresivo. Rebus volvió a apretarle la mano. Había otro nombre…, uno más reciente.
– Telford -dijo-. Tommy Telford.
Candice retiró la mano y rompió a llorar histérica justo en el momento en que entraba la agente Sharpe.
Rebus acompañó al doctor Colquhoun fuera de la comisaría.
– Gracias de nuevo, doctor. ¿Le importa que le llame si lo creo necesario?
– Si es necesario, hágalo -replicó Colquhoun poco predispuesto.
– No abundan los especialistas en lenguas eslavas -alegó Rebus. Tenía en la mano la tarjeta de visita del profesor con su número de teléfono particular apuntado detrás-. Bien, gracias otra vez -añadió tendiendo la mano libre y estrechándola mientras se le ocurría una pregunta-. ¿Estaba usted en la universidad por los años en que Joseph Lintz era profesor de alemán?
A Colquhoun le sorprendió la pregunta.
– Sí -contestó finalmente.
– ¿Lo conoció?
– Nuestros departamentos estaban más bien apartados. Lo veía en algún acto social y en conferencias.
– ¿Cuál es su opinión sobre él?
Colquhoun parpadeó sin mirarle a la cara.
– Dicen que fue nazi.
– Sí, pero ¿y entonces?
– Ya le digo, no nos veíamos mucho. ¿Está usted investigando el caso?
– Era simple curiosidad. Perdone que le haya entretenido.
De vuelta en la comisaría, Rebus encontró a Ellen Sharpe de vigilancia ante la puerta del cuarto de interrogatorios.
– Bueno, ¿qué hacemos con ella? -preguntó.
– Que se quede aquí.
– ¿Detenida, quiere decir?
– Digamos que en detención preventiva.
– ¿Pero sabe ella qué es eso?
– ¿A quién se va a quejar? En toda la ciudad no hay más que una persona que la entienda y acaba de marcharse.
– ¿Y si viene su chulo a buscarla?
– ¿Usted cree?
La mujer reflexionó un instante.
– No, no creo.
– Claro, porque lo único que hará será esperar, convencido de que acabaremos por soltarla. Y hasta ese momento, como no habla inglés, ¿qué puede cantar? Es una ilegal, no cabe duda, y si lo confiesa, lo más probable es que la expulsemos del país. Telford es listo… No me había dado cuenta, pero es evidente. Utiliza prostitutas extranjeras sin papeles. Una delicia.
– ¿Cuánto tiempo la retenemos?
Rebus se encogió de hombros.
– ¿Y qué le digo a mi jefe?
– Que pregunten al inspector Rebus -dijo antes de entrar en la sala de interrogatorios.
– Me ha parecido impecable, señor.
Rebus se detuvo.
– ¿Qué?
– Su dominio de las tarifas de prostitución.
– Es mi trabajo -replicó sonriente.
– Una última pregunta, señor…
– Diga, Sharpe.
– ¿Por qué hace esto? ¿Qué gana con ello?
Rebus lo pensó y frunció la nariz.
– Es una buena pregunta -respondió finalmente, abriendo la puerta y entrando en la sala de interrogatorios.
Pero sí lo sabía. Lo supo de inmediato: porque se parecía a Sammy. Sin maquillaje y sin lágrimas y con ropa normal, era su vivo retrato.
Y veía que estaba muerta de miedo y quizás él podría ayudarla.
– ¿Cómo te llamo? ¿Candice? ¿Cuál es tu verdadero nombre?
Ella le cogió la mano y la apretó contra su cara. Rebus se señaló con el dedo.
– John -dijo.
– Don.
– John.
– Chaun.
– John -repitió él sonriente a tono con ella-. John.
– John.
Asintió con la cabeza.
– Eso es. ¿Y tú? -dijo, apuntándola a ella-. ¿Tú quién eres?
– Candice -respondió ella finalmente con un fulgor mortecino en la mirada.
Rebus no conocía a Tommy Telford, pero sabía dónde encontrarle.
Flint Street era un pasaje entre Clerk Street y Buccleuch Street, cerca de la universidad. Ya habían cerrado casi todas las tiendas, pero el salón de juegos estaba siempre lleno y desde su oficina en Flint Street Telford dirigía el negocio de alquiler de máquinas tragaperras a clubs y locales de la ciudad. Flint Street era el centro de su imperio oriental.
Hasta su llegada a Edimburgo el dueño del negocio había sido un tal Davie Donaldson, pero no tardó en retirarse de un día para otro por «motivos de salud». Y quizá no andaba muy descaminado, pues si Tommy Telford quería algo y se le negaba, la salud de uno podía correr peligro. Ahora Donaldson andaría por ahí escondiéndose; no de Telford sino de Big Ger Cafferty, que le había confiado la concesión mientras él purgaba una pena de prisión en Barlinnie. Se comentaba que Cafferty dirigía desde la cárcel la delincuencia de Edimburgo con la misma eficacia que cuando estaba en libertad, pero lo cierto era que los gángsteres, como la naturaleza, lo invadían todo y ahora era Tommy Telford el que estaba en alza.
Telford se había criado en Ferguslie Park de Paisley. A los once años formaba parte de la banda del barrio y cuando era un crío de doce, la policía fue por su casa para hacer unas pesquisas sobre una epidemia de neumáticos rajados. Allí lo encontraron con otros miembros de la banda, casi todos mayores que él, pero no cabía duda sobre quién ostentaba la jefatura.
La banda había crecido al mismo ritmo que él haciéndose con una buena porción de Paisley, gracias a la venta de droga, la explotación de prostitutas y todo tipo de extorsiones. Telford poseía ahora acciones en casinos y tiendas de vídeo, en restaurantes y en una empresa de transporte, y era propietario de numerosos pisos con varios centenares de inquilinos. Sus intentos de acaparar Glasgow habían resultado fallidos y había dirigido sus miras a otras plazas. Corría la voz de que había hecho amistad con un mafioso importante de Newcastle, algo insólito desde los tiempos en que los Kray de Londres contrataban matones a «Big Arthur» de Glasgow.
Hacía un año que estaba en Edimburgo y al principio se había contentado discretamente con adquirir un casino y un hotel, pero de la noche a la mañana era omnipresente en la ciudad, como un nubarrón; había desplazado a Davie Donaldson, con lo que asestaba a Cafferty un golpe bajo bien calculado ante el que a éste no le quedaba más remedio que ceder u ofrecer resistencia. Todo el mundo esperaba que la cosa se pusiera al rojo vivo…
Coronaba el salón de juegos un cartel con el título de «Fascination Street» y dentro, las máquinas eran como una lluvia de destellos en fuerte contraste con las caras impávidas de los jugadores; abundaban las de tiroteos con gran pantalla de vídeo y sonido digital con improperios.
– «Te crees muy fuerte, ¿eh, rufián?» -espetó una al paso de Rebus.
Los juegos tenían nombres como Heraldo y Necrópoli. Esto último recordó a Rebus lo viejo que empezaba a sentirse. Miró a los jugadores y vio algunas caras conocidas de chavales que ya habían pasado por St. Leonard; satélites de la banda de Telford a la espera de integrarse en ella y que rondaban por allí como huérfanos con la esperanza de que la familia los adoptase. Eran en su mayoría hijos de matrimonios rotos o de madres trabajadoras, viejos para su edad.
Del café salió un ayudante.
– ¿Quién ha pedido un bocata de beicon?
Rebus sonrió a las caras que se volvieron hacia él. Lo de beicon era un eufemismo de cerdo, un epíteto aplicable a él. Pero no le miraron demasiado, atentos como estaban a asuntos más trascendentes. Al fondo vio las máquinas grandes: motos a escala reducida para montarlas y correr sobre un circuito virtual proyectado en la pantalla. Había un grupito de admiradores rodeando a un joven con cazadora de cuero que estaba sentado en una de ellas. No era una cazadora de mercadillo sino un modelo especial, de calidad. Componían el resto del atuendo, unas botas puntiagudas relucientes, vaqueros negros ajustados y un jersey blanco de cuello cisne. El príncipe y sus cortesanos. Steely Dan: «Joven Carlomagno». Rebus se abrió paso entre los sorprendidos mirones.
– ¿Nadie quiere ese bocata de beicon? -preguntó.
– ¿Quién es usted? -preguntó el de la moto.
– El inspector Rebus.
– Un hombre de Cafferty -dijo el motorista con convicción.
– ¿Qué dices…?
– Me han contado que son buenos amigos.
– Fui yo quien le encerró.
– Pero no a todos los polis les autorizan la visita.
Rebus advirtió que aunque Telford fijaba la mirada en la pantalla no dejaba de observarle por el reflejo de la misma. Le miraba y le hablaba sin interrumpir la conducción de la moto trazando hábilmente las cerradas curvas.
– ¿Algún problema, inspector?
– Sí; hay un problema: hemos cogido a una de tus chicas.
– ¿Mis qué?
– Dice que se llama Candice. Es todo cuanto sabemos. Pero esto de las putas extranjeras es una novedad y tú también eres bastante nuevo en la plaza.
– No le entiendo, inspector. Yo soy proveedor de productos y servicios al sector del ocio. ¿Me está acusando de proxeneta?
Rebus empujó con el pie la moto, que hizo un trompo en la pantalla y fue a chocar con la valla protectora. La imagen de la pantalla cambió y la carrera volvió a iniciarse.
– Ya ve, inspector -dijo Telford sin volverse-, es lo bueno de los juegos, que se puede volver a empezar aunque se produzca un accidente. Algo no tan fácil en la vida real.
– Pero si se desenchufa se acabó el juego.
Telford se dio la vuelta mirándole cara a cara. De cerca parecía muy joven. Casi todos los gángsteres que él había conocido tenían aspecto de gastados y desnutridos aunque estuvieran sobrealimentados. El aspecto de Telford era el de un nuevo tipo de bacteria, rara y de rasgos desconocidos.
– Bueno, ¿de qué se trata, Rebus? ¿Algún recado de Cafferty?
– De Candice -replicó Rebus despacio, trasluciendo su ira en un leve temblor de la voz. De haber tenido un par de copas ya habría tumbado a Telford de un puñetazo-. A partir de hoy no cuentes con ella, ¿entendido?
– No conozco a ninguna Candice.
– ¿Entendido?
– Un momento. A ver si lo entiendo. ¿Quiere que esté de acuerdo con usted en que una mujer a la que no conozco deje de trabajar con la raja?
Los mirones sonrieron mientras Telford volvía a concentrarse en la pantalla.
– ¿De dónde es esa mujer? -añadió como quien no quiere la cosa.
– No estamos seguros -mintió Rebus para que Telford no supiese más de la cuenta.
– Se nota que ha tenido una buena charla con ella.
– Está cagada de miedo.
– Yo también, Rebus. Tengo miedo de que no deje de darme la lata. ¿Es que esa Candice le ha dado a probar el género? Estoy seguro de que una guarra cualquiera no le pone así sin más.
Se oyeron risas, pero Rebus se contuvo.
– No cuentes más con ella, Telford. Y no se te ocurra tocarla.
– Ni regalada, amigo. Yo soy una persona de vida sana que reza todas las noches sus oraciones.
– ¿Y que besa a su osito de peluche?
Telford volvió a mirarle.
– Inspector, no se crea lo que cuentan. Ande, tómese un bocata de beicon al salir; creo que sobra uno. -Rebus aguantó el tipo un rato más y a continuación le dio la espalda-. Y salude a esos dos panolis de ahí fuera.
Rebus salió del pasaje y tomó por la calle sin luces en dirección a Nicolson Street. No sabía qué haría con Candice. Lo más sencillo era soltarla y esperar que tuviera la prudencia de escapar. La ventanilla de un coche aparcado se bajó a su paso.
– Anda, hombre, sube -oyó decir a una voz en el asiento de delante.
Se detuvo, miró al interior y reconoció al hombre.
– Ormiston -dijo abriendo la portezuela trasera del Orion-. Ahora entiendo a qué se refería.
– ¿Quién?
– Tommy Telford. Saludos de su parte.
El del volante miró a Ormiston.
– Ha vuelto a pillarnos -comentó con toda naturalidad.
Rebus reconoció la voz.
– Hola, Claverhouse.
Eran el sargento Claverhouse y el agente Ormiston de la Brigada Criminal escocesa. Lo mejorcito de Fettes en servicio de vigilancia. Claverhouse, más delgado que una tabla, como decía su padre, y Ormiston, pecoso y con el pelo de Mick McManus, liso, increíblemente negro.
– Os descubrió antes de que entrara, por si os sirve de consuelo.
– ¿Qué coño hacías tú ahí?
– Presentando mis respetos. ¿Y vosotros?
– Perdiendo el tiempo -farfulló Ormiston.
Que la Brigada Criminal anduviera tras los pasos de Telford era una buena noticia.
– Tengo una persona que trabaja para Telford -dijo Rebus-. Está aterrada y vosotros podríais ayudarla.
– Los asustados no hablan.
– Ésta a lo mejor sí.
Claverhouse lo miró.
– Y lo único que habría que hacer sería…
– Sacarla de aquí y alojarla en algún sitio.
– ¿Traslado de testigos?
– Si llega el caso…
– ¿Qué es lo que sabe?
– No estoy muy seguro. Casi no habla inglés.
Claverhouse sabía perfectamente cuándo le hacían una oferta.
– Cuenta -dijo.
Rebus les explicó la historia y ellos le escucharon fingiendo no interesarse.
– Hablaremos con ella -dijo Claverhouse.
Rebus asintió con la cabeza.
– Bueno, ¿desde cuándo le seguís la pista?
– Desde que comenzó el enfrentamiento con Cafferty.
– ¿Y a favor de quién estamos nosotros?
– Nosotros somos la ONU, como siempre -respondió Calverhouse. Hablaba despacio, midiendo las palabras y las frases. Era un hombre precavido, Claverhouse-. Y de pronto, entras tú a saco como un mercenario.
– La táctica nunca ha sido mi fuerte. Además, quería echarme a la cara a ese hijo de puta.
– ¿Y qué?
– Me ha parecido un crío.
– Y está más limpio que una patena -comentó Claverhouse- porque tiene una docena de lugartenientes que pagan por él.
Al oír lo de «lugartenientes» el pensamiento de Rebus voló hacia Joseph Lintz. Hay hombres que dan órdenes y otros que las cumplen. ¿Quién es más culpable?
– Oye una cosa, ¿es cierto lo del osito de peluche?
Claverhouse asintió con la cabeza.
– Lo lleva siempre en el asiento junto al conductor del Range Rover. Es un muñecón amarillo como los que rifan en los pubs los domingos a mediodía.
– ¿Y cuál es la historia?
Ormiston se volvió en el asiento.
– ¿Te suena Teddy Willocks? Era un duro de Glasgow… clavos y martillo de carpintero.
Rebus asintió con la cabeza.
– Si alguien no pagaba aparecía ese Willocks con sus herramientas.
– Pues Teddy se le atravesó a un cabrón llamado Geordie -prosiguió Claverhouse- y Telford era por entonces un jovenzuelo que quería ser famoso y estaba deseando congraciarse con el tal Geordie, y él se ocupó de Teddy, el Oso.
– Por eso va a todas partes con un osito -añadió Ormiston-. Como recordatorio para todos.
Rebus pensó que Geordie era de Newcastle. Newcastle con sus puentes sobre el Tyne…
– Newcastle -dijo con voz queda inclinándose hacia delante.'
– Sí, ¿y qué?
– Quizás es allí donde estuvo Candice. La ciudad con puentes, que dice ella. Podría servirnos para relacionar a Telford con ese gángster llamado Geordie.
Ormiston y Claverhouse intercambiaron una mirada.
– Necesita tener un escondite seguro -añadió Rebus-, dinero y dónde ir después.
– Le conseguimos un vuelo en primera a su país si nos ayuda a atrapar a Telford.
– No creo que quiera volver a su país.
– Bueno, ya veremos -dijo Claverhouse-. Lo primero es hablar con ella.
– Hará falta un intérprete.
Claverhouse lo miró.
– Y tú sabes quién, claro…
Se había dormido en el calabozo acurrucada bajo la manta, y sólo se le veía el cabello. The Mothers of Invention: Lonely Little Girl. Era una celda del bloque de mujeres pintada de rosa y azul con una simple tabla para dormir y grafitos en la pared.
– Candice -dijo Rebus en voz baja oprimiéndole el hombro. La joven se despertó como movida por una descarga eléctrica-. Tranquila; soy yo, John.
Candice miró en derredor obnubilada hasta centrar la vista en él.
– John -repitió sonriente.
Mientras Claverhouse telefoneaba para prepararlo todo, Ormiston la observaba goloso desde la puerta. Era de dominio público que Ormiston no tenía remilgos. Rebus había intentado localizar a Colquhoun en su domicilio pero no contestaba, y no le quedaba otro remedio que gesticular para hacerle entender a Candice que iban a llevarla a otro sitio.
– Un hotel -dijo.
A ella no le gustó la palabra. Apartó la vista mirando a Ormiston y volvió a fijarla en Rebus.
– Tranquila -añadió él-. Es un sitio sólo para dormir. Un sitio seguro. No tiene nada que ver con Telford.
Convencida, al parecer, saltó de la cama para quedarse de pie ante él como diciéndole con los ojos: confío en ti, pero no me extrañaría que me dejases.
– Todo arreglado -dijo Claverhouse ya de vuelta, observando a Candice-. ¿No habla inglés?
– No el que se habla en sociedad.
– En ese caso -dijo Ormiston- se encontrará muy bien en nuestra compañía.
Eran tres hombres y una joven en un Ford Orion azul oscuro rumbo a las afueras del sur de la ciudad pasada la medianoche; había bastantes taxis a la caza y los estudiantes comenzaban a desalojar los pubs.
– Son cada año más jóvenes -dijo Claverhouse, que siempre tenía a mano algún comentario manido.
– Y cada vez ingresan más en el Cuerpo -comentó Rebus.
Claverhouse sonrió.
– Digo las prostitutas, no los estudiantes. La semana pasada detuvimos a una que declaró quince años cuando sólo tenía doce. Fugada de casa y ya una veterana.
Rebus trató de rememorar la Sammy de doce años. La veía amedrentada, en las garras de un loco que le tenía a él manía. Después de aquella historia había tenido muchas pesadillas hasta que su madre se la llevó a Londres. Años después Rhona le llamó únicamente para decirle que había destrozado la infancia de Sammy.
– He avisado por teléfono -dijo Claverhouse- y no habrá problema. Ese hotel lo hemos usado antes y es perfecto.
– Necesitará algo de ropa -dijo Rebus.
– Que se la traiga Siobhan por la mañana.
– ¿Qué tal va Siobhan?
– Bien, aunque no acaba de acostumbrarse ni a nuestras bromas y ni a nuestro léxico.
– Bah, sí que sabe aguantar bromas -dijo Ormiston-. Y hasta se toma una copa.
Eso último era nuevo para Rebus. Se preguntaba hasta dónde estaría Siobhan Clarke dispuesta a cambiar por adaptarse a su nuevo destino.
– Está ahí mismo nada más salir de la circunvalación -dijo Claverhouse refiriéndose al hotel.
La ciudad acabó de pronto; ahora estaban en una zona verde con los montes Pentland al fondo, no había tráfico y Ormiston iba a cien por hora entre una salida y otra. Tomaron la de Colinton y pusieron el intermitente para el desvío al hotel. Era un motel, uno de tantos de una cadena nacional con habitaciones idénticas y precios iguales. El aparcamiento estaba abarrotado de coches de alquiler de viajantes de comercio, con paquetes de cigarrillos en el asiento del pasajero. Sus ocupantes estarían ya durmiendo o cabeceando ante el televisor con el mando a distancia entre las manos.
Candice no parecía muy dispuesta a bajar del coche hasta que vio que Rebus también se apeaba.
– Eres su luz y guía -comentó Ormiston.
En recepción la inscribieron como señora Angus Campbell. Los dos policías de la Brigada Criminal conocían el procedimiento al dedillo. Rebus miró al empleado, pero Claverhouse, con un guiño, le dio a entender que era de confianza.
– Que sea en el primer piso, Malcolm -dijo Ormiston-. No queremos mirones por las ventanas.
Les dieron la habitación número 20.
– ¿Pondremos vigilancia? -preguntó Rebus cuando subían la escalera.
– Dentro de la habitación -respondió Claverhouse-, porque en el pasillo se nota demasiado y afuera en el coche se te hiela el culo. ¿Me diste el número de Colquhoun?
– Lo tiene Ormiston.
– ¿Quién va a hacer el primer turno de guardia? -preguntó Ormiston al abrir la puerta.
Claverhouse se encogió de hombros. Candice miró a Rebus, como si entendiese lo que decían y se agarró a su brazo, chapurreando algo en su idioma y mirando primero a Claverhouse y a continuación a Ormiston, sin dejar de zarandearle el brazo.
– Tranquila, Candice, de verdad. Ellos te cuidarán.
Ella seguía meneando la cabeza agarrada de una mano a él y señalándole con la otra, dándole golpecitos en el pecho para mayor claridad.
– ¿Qué dices, John? -preguntó Claverhouse-. Un testigo contento es un testigo bien predispuesto.
– ¿A qué hora viene Siobhan?
– Yo le meteré prisa.
Rebus volvió a mirar a Candice, lanzó un suspiro y asintió con la cabeza.
– Ok -dijo señalándose con el dedo y haciendo lo propio hacia la habitación-. Un rato, ¿conformes?
Candice pareció contentarse y entró mientras Ormiston entregaba la llave a Rebus.
– Y no hagáis cosas que despierten a los vecinos…
Rebus le cerró la puerta en las narices.
La habitación, como cabía esperar, no era gran cosa. Rebus echó agua al hervidor, lo enchufó y puso en una taza una bolsita de té. Candice señaló hacia el cuarto de baño, haciendo con las manos gestos rotatorios.
– ¿Un baño? De acuerdo -dijo Rebus con gesto de conformidad.
La cortina de la ventana estaba corrida. La entreabrió y miró al exterior. Se veía una pendiente con césped y, en la circunvalación, faros de coche de vez en cuando. Volvió a cerrar bien las cortinas y se dispuso a regular la calefacción porque el calor era sofocante, pero el termostato debía de estar estropeado; volvió a la ventana y la abrió un poco dejando entrar el aire fresco de la noche y el rumor intermitente del tráfico.
Abrió el paquete de galletas con crema. Dos minúsculas. De pronto sintió hambre y recordó que en el vestíbulo había una máquina con snacks. Se miró los bolsillos y comprobó que tenía calderilla de sobra. Hizo el té y vertió un poco de leche, fue a sentarse al sofá y, a falta de otra distracción, encendió el televisor. El té era bueno, eso sí. Cogió el teléfono y llamó a Jack Morton.
– ¿Te he despertado?
– No. ¿Qué sucede?
– Hoy he tenido ganas de tomar un trago.
– ¿Y qué? No es ninguna novedad.
Rebus oyó a su amigo poniéndose cómodo. Jack era quien le había ayudado a dejar la bebida; y le había dicho que le llamase siempre que lo necesitase.
– Tuve que hablar con esa escoria de Tommy Telford.
– Me suena el nombre.
Rebus encendió un cigarrillo.
– Y creo que un trago me habría venido bien.
– ¿Antes o después?
– Las dos cosas -contestó sonriendo-. ¿A que no sabes dónde estoy?
Morton no logró imaginárselo y él le contó la historia.
– ¿Tú cómo lo ves? -preguntó Morton.
– No sé -contestó Rebus pensativo-. Reacciona como si me necesitara, y hace mucho que no he visto ese sentimiento en nadie. -Conforme lo decía se percató de que no correspondía exactamente a la realidad, pues por una discusión a voces con Rhona le constaba que él se aprovechaba siempre de cualquier relación, como le reprochó ella.
– ¿Todavía tienes ganas de tomarte esa copa? -preguntó Morton.
– Hace mucho que no pruebo el alcohol -contestó aplastando la colilla-. Que duermas bien, Jack.
Iba por la segunda taza de té cuando ella entró con la misma ropa y el cabello húmedo y lacio.
– ¿Mejor? -le preguntó señalando con los pulgares hacia arriba. Ella asintió con la cabeza, sonriente-. ¿Quieres un té? -añadió señalando el hervidor.
Ella asintió de nuevo y Rebus le sirvió una taza.
Luego, sugirió bajar a la máquina de snacks y compraron patatas fritas, nueces, chocolate y un par de latas de Coca-Cola. Con otras dos tazas de té terminaron la leche de los pequeños envases de cartón del motel. Rebus se tumbó en el sofá, se quitó los zapatos y se puso a mirar la televisión sin sonido. Candice se echó vestida en la cama, comía de vez en cuando patatas fritas y cambiaba de canal. Parecía como si hubiese olvidado que él estaba allí. Rebus lo asumió como un cumplido.'
Debió de quedarse dormido. Se despertó al sentir que le tocaban la rodilla. Estaba de pie ante él con una simple camiseta, mirándole, con la mano en su pierna. Él sonrió, dijo que no con la cabeza y volvió a llevarla a la cama para acostarla y ella se tumbó de espaldas con los brazos abiertos. Rebus volvió a decir que no con la cabeza y la tapó.
– Eso ya no -dijo-. Buenas noches, Candice.
Volvió a echarse en el sofá, rogando para que la muchacha cesara de repetir su nombre.
The Doors: Wishful Sinful.
Se despertó al oír que llamaban a la puerta. Todavía era de noche; se había olvidado de cerrar la ventana y hacía frío. El televisor seguía encendido, pero Candice dormía destapada y en medio de envoltorios de chocolate esparcidos por las piernas y los muslos. La tapó y fue de puntillas a la puerta; miró por la mirilla y abrió.
– Muchas gracias por el relevo -dijo con un susurro a Siobhan Clarke, que traía una abultada bolsa de plástico.
– Gracias a Dios las tiendas no cierran -dijo ella.
Ya dentro, Clarke echó una ojeada a la joven dormida y vació la bolsa en el sofá.
– Este par de emparedados, para ti -dijo en voz baja.
– Dios te bendiga.
– Y para la bella durmiente, ropa mía. Se las arreglará hasta que la compremos de su talla.
Rebus estaba hincando ya el diente a un sandwich. Nunca le había sabido tan sabrosa la ensalada de queso con pan de molde.
– ¿Cómo vuelvo a casa? -preguntó.
– He pedido un taxi -dijo ella mirando su reloj-. Estará aquí dentro de dos minutos.
– ¿Qué haría yo sin ti?
– Una de dos: morirte de frío o de hambre -replicó ella cerrando la ventana-. Ahora, márchate.
Miró a Candice antes de salir, casi con deseos de despertarla para decirle que no se iba para siempre, pero estaba profundamente dormida y Siobhan se lo explicaría.
Se guardó el otro emparedado en el bolsillo, tiró la llave sobre el sofá y salió.
Las cuatro y media. El taxi ya estaba allí. Se notaba resacoso. Repasó mentalmente los sitios en que podía tomar una copa a aquella hora. Hacía muchísimo tiempo que no tomaba un trago. Había perdido la cuenta.
Dio la dirección al taxista y se recostó en el asiento pensando otra vez en Candice, en el mejor de los sueños y protegida de momento. Y pensó en Sammy, demasiado mayor para necesitar nada de su padre. Estaría también dormida, acurrucada a Ned Farlowe. El sueño era la inocencia. Incluso la ciudad parecía inocente dormida. Algunas veces miraba Edimburgo como si contemplara una beldad indemne a su cinismo. En cierta ocasión, en un bar -no sabía si recientemente o hacía años- alguien le había retado a dar la definición de idilio y no se le ocurrió nada. Él había visto demasiadas cosas del anverso del amor, gente que mataba por pasión y por falta de ella. Por eso, ante la belleza reaccionaba pensando que se ajaría o daría cuenta de ella la fuerza bruta. Veía las parejas de enamorados en el parque de Princess Street y los imaginaba transcurrido el tiempo, cuando surgen las infidelidades y los conflictos. El día de San Valentín veía en los escaparates aquellos corazones y se los imaginaba heridos, sangrantes, como corazones de verdad.
Pero no le había dicho eso a su interlocutor del bar.
A la pregunta «Definir el idilio» la respuesta de Rebus fue coger una jarra de cerveza recién servida y besarla.
Durmió hasta las nueve, se duchó e hizo café. Llamó al hotel y Siobhan le aseguró que todo iba bien.
– Se sorprendió un tanto cuando despertó y vio que estaba yo y tú te habías ido. No deja de repetir tu nombre. Le he dicho que volveréis a veros.
– Bien, ¿qué vais a hacer?
– Ir de compras; haremos una incursión rápida a The Gyle y luego iremos a Fettes. A mediodía viene el doctor Colquhoun una hora. A ver qué averiguamos.
Rebus estaba en la ventana mirando la calle mojada.
– Siobhan, cuídala.
– No te preocupes.
Sabía que con Siobhan no había problema. Era su primera actuación en la Brigada Criminal y haría cuanto pudiera porque fuese un éxito. Estaba en la cocina cuando sonó el teléfono.
– ¿Inspector Rebus?
– ¿Quién es?
Era una voz desconocida.
– Inspector, me llamo David Levy. No nos conocemos. Perdone que le llame a su domicilio. Me dio su número Matthew Vanderhyde.
El viejo Vanderhyde a quien hacía tiempo que no veía.
– Usted dirá.
– La verdad, fue una sorpresa cuando me dijo que le conocía. -Había cierta mordacidad en la voz-. Aunque no debería sorprenderme nada tratándose de Matthew. Recurrí a él porque conoce Edimburgo.
– ¿Y bien?
Oyó una risa.
– Disculpe, inspector. Comprendo su reticencia ante una presentación tan poco esclarecedora. Soy historiador y Solomon Mayerlink se puso en contacto conmigo por si puedo servirle de ayuda.
Mayerlink… Le sonaba aquel nombre que al final localizó: Mayerlink era el director de la Oficina de Investigación sobre el Holocausto.
– ¿Y qué clase de «ayuda» en concreto cree el señor Mayerlink que puedo necesitar?
– Sería mejor que lo hablásemos en persona, inspector. Me alojo en un hotel de Charlotte Square.
– ¿En el Roxburghe?
– ¿Nos vemos aquí? ¿A ser posible esta misma mañana…?
Rebus miró el reloj.
– ¿Dentro de una hora? -propuso.
– Perfecto. Hasta luego, inspector.
Rebus llamó a la oficina para decir dónde podían localizarle.
Estaban sentados en el salón del Roxburghe y Levy servía café. Al fondo, junto a la ventana, una pareja entrada en años hojeaba el periódico. David Levy también era mayor; llevaba gafas de montura negra y lucía una perilla plateada. Su pelo era un simple halo de plata sobre el cráneo color cuero bronceado y había una acuosidad constante en sus ojos, como si acabase de mordisquear una cebolla. Lucía un traje tipo safari pardo con camisa y corbata azules y tenía un bastón apoyado en la butaca. Era profesor jubilado de las universidades de Oxford, del estado de Nueva York, de Tel Aviv y de otras en diversos países.
– A Joseph Lintz no lo conozco personalmente ni hay motivo para ello dado que los temas que nos interesan a usted y a mí son de distinta naturaleza.
– En ese caso, ¿por qué cree el señor Mayerlink que usted puede serme de ayuda?
Levy dejó la cafetera en la bandeja.
– ¿Leche? ¿Azúcar?
Rebus negó con la cabeza y repitió la pregunta.
– Mire, inspector -respondió Levy echándose dos cucharadas de azúcar-, se trata más bien de ayuda moral.
– ¿Ayuda moral?
– No es usted el primero que se ve en la tesitura de un profesional neutral que lleva a cabo una investigación objetiva sin animosidad por desenterrar el hacha de guerra.
– Si insinúa que no hago mi trabajo… -replicó Rebus irritado.
Un gesto de desconsuelo cruzó el rostro de Levy.
– Por favor, inspector… Parece que no estoy llevando muy bien la entrevista. Lo que quiero decir es que hay ocasiones en que uno duda de la validez de lo que hace, y es una duda muy comprensible -añadió con un brillo en los ojos-. ¿Le han surgido ya dudas acaso?
Rebus no contestó. Le asaltaban montones de dudas, sobre todo ahora que se le había cruzado un caso real vivo: Candice, alguien que tal vez le llevara a Tommy Telford.
– Pongamos que soy su conciencia, inspector -añadió Levy con otra mueca-. No, vuelvo a expresarme mal. Usted tiene su propia conciencia, qué duda cabe -lanzó un suspiro-. Lo que seguramente se habrá preguntado es lo mismo que yo he hecho a veces: ¿borra el tiempo las responsabilidades? Para mí la respuesta sería no. Pero el problema, inspector -prosiguió inclinándose- es que usted no investiga los crímenes de un anciano sino los de un joven que ahora es viejo, y debe centrarse en eso. Hay investigaciones anteriores que se hicieron con desidia porque los gobiernos prefieren esperar el fallecimiento de esos hombres en vez de juzgarlos. Sin embargo, cualquier investigación es un acto de memoria, y cuando se recuerda nunca se pierde el tiempo. Recordar es la única manera de aprender.
– ¿Del mismo modo que aprendimos en Bosnia?
– Exacto, inspector; del mismo modo que las especies siempre han tardado en aprender la lección. A veces hay que machacar y machacar.
– ¿Y cree usted que yo soy su carpintero? ¿Había judíos en Villefranche? -Rebus no recordaba haberlo leído.
– ¿Acaso importa?
– Es que no me explico a cuento de qué viene su interés.
– Le seré sincero, inspector. Se trata de una motivación ulterior en cierto modo. -Levy dio un sorbo de café, pensativo-. La Ruta de Ratas de la que nos gustaría demostrar su existencia, y a través de la cual muchos nazis pudieron eludir la justicia -hizo una pausa-, fue una entidad que actuó con la aprobación tácita… más que tácita, de varios gobiernos occidentales e incluso del Vaticano. Es un asunto de complicidad generalizada.
– ¿Desean que todo el mundo se sienta culpable?
– Queremos que se conozcan los hechos, inspector. Queremos la verdad. ¿No es lo mismo que usted persigue? Me aseguró Matthew Vanderhyde que en usted era un principio rector.
– Él no me conoce muy bien.
– Yo no estaría tan seguro. Por otro lado, están quienes desean que la verdad permanezca oculta.
– ¿Y cuál es esa verdad?
– Que hubo criminales de guerra trasladados a Inglaterra… y a otros países, donde tuvieron oportunidad de emprender una nueva vida con identidades falsas.
– ¿A cambio de qué?
– Inspector, eran los primeros tiempos de la guerra fría, y ya conoce el refrán: el enemigo de mi enemigo es mi amigo. Los servicios secretos dieron protección a esos asesinos empleándolos en el espionaje militar. Pero hay gente que no desea que se sepa.
– ¿Por qué?
– Porque en un juicio, en un juicio abierto, quedarían en evidencia.
– ¿Me está previniendo contra agentes secretos?
Levy juntó las manos casi en actitud de oración.
– Escuche, no sé si ha sido una entrevista realmente satisfactoria, y le pido disculpas. Me quedaré unos días, quizá más de lo necesario. ¿Quiere que probemos otra vez?
– No lo sé.
– Bien, píenselo, haga el favor. -Levy le tendió la mano derecha y Rebus se la estrechó-. Podrá encontrarme en este mismo hotel, inspector. Gracias por acudir.
– Que usted lo pase bien, señor Levy.
– Shalom, inspector.
Sentado a la mesa, Rebus notaba aún el apretón de mano de Levy. Rodeado de archivadores y papeles de Villefranche, se sentía como el conservador de un museo reservado exclusivamente a especialistas y obsesos. En Villefranche se había producido una atrocidad, pero ¿era responsable Joseph Lintz? Y en caso de serlo, ¿su culpa no estaría más que expiada al cabo de medio siglo? Llamó al despacho del procurador-fiscal para comunicar que la investigación avanzaba poco y le dieron las gracias por llamar. Después fue a ver a Watson.
– Pase, John. ¿Qué se le ofrece?
– Señor, ¿sabe que la Brigada Criminal ha montado un servicio de vigilancia en nuestra jurisdicción?
– ¿Se refiere a Flint Street?
– Ah, ¿lo sabía?
– Me tienen al corriente.
– ¿Quién actúa de enlace?
Watson frunció el ceño.
– Como te acabo de decir, John, me van informando.
– ¿No hay nadie vigilando la calle? -Watson guardó silencio-. Debería haberla por principios, señor.
– ¿Adonde quiere ir a parar, John?
– A que quiero serlo yo.
– Ahora está ocupado con lo de Villefranche -dijo Watson mirando el escritorio.
– Quiero ese puesto, señor.
– John, un puesto de enlace implica diplomacia. Y eso nunca ha sido su fuerte.
Rebus pasó a explicarle la historia de Candice y cómo se había implicado en el caso.
– Como ya estoy metido en ello, señor, podría hacer de enlace -concluyó.
– ¿Y lo de Villefranche?
– Eso es prioritario, señor.
Watson le miró de hito en hito sin que Rebus parpadease.
– Bien, de acuerdo -dijo finalmente.
– ¿Lo comunicará a Fettes, señor?
– Lo haré.
– Gracias, señor -contestó Rebus disponiéndose a marcharse.
– John… -Watson hablaba ahora de pie tras la mesa-. Lo que voy a decirle lo sabe de antemano.
– Que no me meta mucho con los demás, que no emprenda mi pequeña cruzada, que esté en contacto regular con usted y que no traicione la confianza que me tiene. ¿No es eso más o menos, señor?
Farmer Watson asintió con una sonrisa.
– Láguese.
No tuvo que decírselo dos veces.
Al entrar en la habitación, Candice se puso en pie con tanto ímpetu que tiró la silla. Se le acercó y le dio un achuchón mientras Rebus miraba a los otros: Ormiston, Claverhouse, el doctor Colquhoun y una agente uniformada.
Estaban en uno de los cuartos de interrogatorio de Fettes, la jefatura de policía de Lothian y Borders. Colquhoun vestía el mismo traje de la víspera y se mostraba no menos nervioso. Ormiston, recostado en la pared, se agachó para recoger la silla de Candice. A la mesa estaban sentados Claverhouse, con un cuaderno y un bolígrafo encima, y Colquhoun.
– Dice que se alegra de verle -tradujo el lingüista.
– No me diga…
Candice vestía ropa nueva: vaqueros demasiado largos con un doblez de diez centímetros encima del tobillo y un suéter negro de lana con cuello en pico. Del respaldo de la silla colgaba la chaqueta de esquí.
– Haga el favor de decirle que se siente -dijo Claverhouse-. El tiempo apremia.
No había más sillas y Rebus se situó al lado de Ormiston y de la uniformada. Candice volvió a su relato anterior, mirando de vez en cuando a Rebus, que vio junto al bloc de Claverhouse una carpeta marrón y un sobre tamaño folio. Encima del sobre había una foto en blanco y negro de Tommy Telford.
– ¿Conoce a este hombre? -preguntó Claverhouse, dando con el dedo en la foto.
Colquhoun hizo la pregunta y escuchó lo que contestaba.
– Dice que no ha tenido… -hizo una pausa para carraspear-. Dice que no ha tenido trato directo con él. -Había reducido a una frase su comentario de dos minutos.
Claverhouse extrajo del sobre diversas fotos y las extendió delante de Candice, quien señaló una.
– El Guapito -dijo Claverhouse cogiendo de nuevo la foto de Telford-. ¿Con este hombre ha tenido trato?
– Dice… -Colquhoun se enjugó la cara-. Dice algo sobre unos japoneses… Hombres de negocios orientales.
Rebus cruzó una mirada con Ormiston, que se encogió de hombros.
– ¿Dónde fue eso? -preguntó Claverhouse.
– Fueron en un coche…, en varios. Una especie de convoy.
– ¿Iba ella en uno de los coches?
– Sí.
– ¿Dónde estuvieron?
– Fuera de Edimburgo, pero hicieron un par de paradas.
– Juniper Green -dijo Candice casi correctamente.
– En Juniper Green -repitió Colquhoun.
– ¿Fue allí la primera parada?
– No, antes.
– ¿Para qué?
Colquhoun volvió a preguntárselo a Candice.
– No sabe. Cree recordar que uno de los chóferes entró en una tienda para comprar tabaco mientras los demás miraban un edificio como si les interesara, pero sin decir nada.
– ¿Qué edificio?
– No lo sabe.
Claverhouse estaba exasperado. La información era mínima y Rebus sabía que si no podía aportar algo, la Brigada Criminal volvería inmediatamente a dejarla en libertad. Colquhoun no servía para aquello, no daba la talla.
– ¿Adonde fueron después de Juniper Green?
– A dar una vuelta por el campo. Cree que unas dos o tres horas, deteniéndose de vez en cuando para bajar a contemplar el paisaje. Había muchos montículos y… -Colquhoun recapacitó un instante-. Montículos y banderas.
– ¿Banderas? ¿En los edificios?
– No, plantadas en el suelo.
Claverhouse dirigió una mirada de desesperación a Rebus.
– Campos de golf-dijo él-. Doctor Colquhoun, hágale la descripción de un campo de golf.
Colquhoun hizo lo que le decía y ella asintió con la cabeza, dirigiendo una amplia sonrisa a Rebus. Claverhouse también le miró.
– Se me ocurrió -dijo él encogiéndose de hombros-. A los hombres de negocios japoneses es lo que les gusta de Escocia.
Claverhouse se volvió hacia Candice.
– Pregúntele si… complació a alguno de esos hombres.
Colquhoun carraspeó otra vez y se ruborizó al traducir. Candice bajó la vista hacia la mesa, movió la cabeza afirmativamente y comenzó a responder.
– Dice que la llevaron allí para eso. En principio, ella fue engañada, creyendo que a lo mejor sólo querían la compañía de una chica bonita. La buena comida… El paseo en coche tan precioso… Pero luego volvieron a la ciudad para llevar a los japoneses a un hotel y a ella la metieron en una habitación. «Complació» ella, a tres… como usted dice, sargento Claverhouse. A tres.
– ¿Recuerda el nombre del hotel?
No lo recordaba.
– ¿Dónde almorzaron?
– En un restaurante junto a los banderines… Junto al campo de golf -corrigió Colquhoun.
– ¿Cuánto tiempo hace de eso?
– Dos o tres semanas.
– ¿Cuántos iban con ella?
Colquhoun lo tradujo.
– Los tres japoneses y quizá cuatro hombres más.
– Pregúntele cuánto tiempo lleva en Edimburgo -dijo Rebus.
– Dice que un mes más o menos.
– Un mes haciendo la calle… Qué raro que no la detuvieran antes.
– La pusieron a hacer la calle como castigo.
– ¿Por qué? -inquirió Calverhouse, pero Rebus lo sabía.
– Por lesionarse -dijo volviéndose hacia la muchacha-. Pregúntele por qué se hace esos cortes.
Candice le miró y se encogió de hombros.
– ¿A qué viene eso? -dijo Ormiston.
– Ella cree que con las cicatrices disuade a los clientes. Lo que significa que no le gusta la vida que lleva.
– ¿Y pretende salir de ella ayudándonos a nosotros?
– Más o menos.
Colquhoun le hizo la pregunta a propósito de los cortes.
– A ellos no les gusta y por eso se los hace.
– Dígale que si nos ayuda no tendrá que recurrir a autolesionarse. ‹;
Colquhoun lo tradujo mirando el reloj.
– ¿Le sugiere algo el nombre de Newcastle? -preguntó Claverhouse.
Colquhoun repitió el nombre.
– Le he explicado que es una ciudad de Inglaterra junto a un río.
– No olvide los puentes -señaló Rebus.
Colquhoun añadió unas palabras, pero la muchacha se encogió de hombros. Parecía enfadada por no ser de gran utilidad. Rebus le dirigió una sonrisa.
– ¿Y el hombre para el que trabajaba antes de venir a Edimburgo? -inquirió Claverhouse.
Por lo visto Candice tenía mucho que decir al respecto y durante el rato que habló no dejó de tocarse la cara con los dedos. Colquhoun asentía con la cabeza, rogándole de vez en cuando que hiciese una pausa para traducir.
– Un hombre grande…, gordo… Era el jefe. No sé qué dice a propósito de su piel… Una anomalía congénita quizás; algo muy llamativo. Llevaba gafas, parecidas a las de sol.
Rebus vio que Claverhouse y Ormiston cruzaban otra mirada. Era todo demasiado impreciso. Colquhoun volvió a consultar el reloj.
– Y coches, muchos coches. Ese hombre los espachurraba.
– A ver si era una cicatriz en la cara -aventuró Ormiston.
– Gafas y cicatrices no nos van a llevar a ninguna parte -comentó Claverhouse.
– Caballeros -dijo Colquhoun mientras Candice miraba a Rebus-, lamento tener que irme.
– ¿Le sería posible volver más tarde, señor? -preguntó Claverhouse.
– ¿Hoy mismo, quiere usted decir?
– Por la tarde, tal vez…
– Mire, tengo otros compromisos.
– Se lo agradecemos, señor. Ahora el agente Ormiston le llevará a la ciudad.
– Con mucho gusto -añadió Ormiston todo simpatía.
Al fin y al cabo necesitaban al lingüista y convenía tenerle contento.
– Ah -dijo Colquhoun-, conozco en Fife una familia de refugiados de Sarajevo que seguramente la acogerían. Puedo preguntar.
– Gracias, señor -dijo Claverhouse-. Ya veremos más adelante, ¿de acuerdo?
Colquhoun parecía decepcionado cuando salía acompañado por Ormiston.
Rebus se acercó a Claverhouse, que guardaba las fotos.
– Es un bicho raro -comentó éste.
– No sabe mucho de la vida.
– Ni nos sirve de gran cosa.
Rebus miró a Candice.
– ¿Te importa que me la lleve a dar una vuelta?
– ¿Qué?
– Una hora. -Claverhouse lo miró-. Ha estado encerrada aquí, y en el hotel sólo ve la calle desde la ventana. La traigo dentro de una hora u hora y media.
– Tráela entera, y sonriente si es posible.
Rebus hizo una señal a la muchacha para que le siguiera.
– Japoneses y campos de golf, ¿qué te parece? -musitó Claverhouse.
– Sabemos que Telford es un hombre de negocios. Y los hombres de negocios se relacionan con hombres de negocios.
– Negocios de matones y máquinas tragaperras. ¿Qué será ese contacto con los japoneses?
Rebus se encogió de hombros.
– Esa incógnita la dejo para vosotros.
Abrió la puerta.
– Oye, John -dijo Claverhouse señalando a Candice con la cabeza-. Es propiedad de la Brigada Criminal, ¿de acuerdo? Y recuerda que fuiste tú quien vino a nosotros.
– No te preocupes, Claverhouse. Ah, por cierto: soy vuestro enlace.
– ¿Desde cuando?
– Desde ya mismo. Si no me crees, pregunta a tu jefe. El caso es vuestro, pero Telford actúa en mi territorio.
Cogió a Candice del brazo y salió del cuarto.
Paró el coche en la esquina de Flint Street.
– Tranquila, Candice -dijo al ver que se inquietaba-. No vamos a salir del coche. No tengas miedo. -Ella miraba en derredor, buscando caras que no deseaba ver. Rebus volvió a poner el coche en marcha y arrancó-. Escucha, nos vamos. -Notaba que no le entendía-. Supongo que es de aquí de donde saliste aquel día. El día que fuiste a Juniper Green -añadió mirándola-. Los japoneses estarían en un hotel céntrico, de lujo. Los recogisteis e iríais en dirección este. ¿Por Dalry Road, quizá? -Hablaba para él solo-. A saber. Escucha, Candice, cualquier cosa que veas, que te recuerde algo, me lo dices, ¿vale?
– Vale.
¿Lo habría entendido? No; sonreía. Lo único que había oído era la última palabra. Ella únicamente sabía que se alejaban de Flint Street. Primero la llevó a Princess Street.
– ¿Estaba aquí el hotel, Candice? ¿Los japoneses? ¿Estaba aquí?
Ella miró por la ventanilla con la cara en blanco.
Se dirigió a Lothian Road.
– Usher Hall -dijo-. Sheraton… ¿Te recuerdan algo?
Nada. Salieron por la Western Approach Road y Slateford Road y continuaron hacia Lanark Road. Cogieron casi todos los semáforos en rojo y tuvieron tiempo de sobra para observar los edificios. Rebus le señalaba todos los quioscos de periódicos que veían por si el convoy se había parado en alguno para comprar cigarrillos. No tardaron en llegar a las afueras y aproximarse a Juniper Green.
– ¡Juniper Green! -exclamó ella señalando el indicador, encantada de poderle mostrar algo.
Rebus se esforzó por sonreír. Allí había muchos campos de golf y era imposible que los viera todos; no habría bastado una semana y menos una hora. Se detuvo un instante junto a uno de ellos. Candice bajó del coche y él hizo lo mismo para encender un cigarrillo. Junto a la carretera había dos pilares de piedra sin puerta ni cancela, ni un camino que mereciera ese nombre a partir de allí. Quizá lo hubiese habido tiempo atrás y conduciría a alguna casa. Remataba uno de los pilares la efigie burda y erosionada de un toro. Candice señaló en el suelo detrás del otro un bulto de piedra labrada casi cubierto de ramas y hierbas.
– Parece una serpiente -dijo Rebus-. O un dragón -añadió mirándola-. A saber lo que significa.
Ella le devolvió la mirada sin comprender. Tenía un gran parecido con Sammy y recordó que pretendía ayudarla, no fuera a olvidarlo obsesionándose con la manera de llegar hasta Telford.
De nuevo en el coche, iba en dirección a Livingston con intención de pasar por Ratho de regreso a la ciudad, cuando advirtió que Candice volvía de pronto la cabeza mirando por la ventanilla.
– ¿Qué es?
Ella profirió una sarta de palabras indecisas. Rebus dio la vuelta, volvió a rodar despacio por aquel tramo y se detuvo junto a la acera, enfrente de un murete de piedra tras el cual se extendían las ondulaciones de un campo de golf.
– ¿Recuerdas esto? -La muchacha musitó unas palabras-. ¿Aquí? ¿Era aquí?
Se volvió hacia él y dijo algo como disculpándose.
– Vale -dijo Rebus-. Sea lo que sea, vamos a verlo más de cerca.
Se acercaron con el coche hasta un portón abierto con el letrero de:
CAMPO DE GOLF Y CLUB DE CAMPO POYNTINGHAME, con otro debajo que decía: «Bar, menú y comidas a la carta. Bienvenidos». En cuanto cruzó la puerta, Candice comenzó otra vez a hacer signos afirmativos con la cabeza y cuando divisaron una gran mansión georgiana casi dio un salto en el asiento, golpeándose los muslos con la palma de las manos.
– Creo que ya entiendo -dijo Rebus.
Aparcó delante de la entrada entre una ranchera Volvo y un Toyota deportivo. En el campo de golf tres hombres concluían la partida. Antes del último tiro echaron mano a la cartera y el dinero cambió de unos a otros.
Dos cosas sabía Rebus sobre el golf: que para algunos era una religión y que muchos jugaban apostando dinero en mano sobre los tantos finales, los hoyos y sobre el tiro inclusive.
¿No apasionaban las apuestas a los japoneses?
Cogió a Candice del brazo y entraron en el edificio. En el bar se oía música de piano y olía a habano caro; las paredes estaban revestidas de roble y había enormes retratos de personajes desconocidos, unos antiguos palos de golf de madera en una vitrina y un cartel anunciando cena con baile la noche de Halloween. Rebus se dirigió a recepción para explicar quién era y lo que quería y la encargada llamó por teléfono para, a continuación, conducirles al despacho del gerente.
Hugh Malahide era un cuarentón delgado y calvo con un leve tartamudeo que aumentó al hacerle Rebus la primera pregunta, a la que contestó con otra para ganar tiempo.
– ¿Hemos tenido clientes japoneses últimamente? Pues algún jugador de golf.
– Los que yo digo estuvieron almorzando hará dos o tres semanas. Eran tres acompañados de tres o cuatro escoceses. Llegarían seguramente en Range Rovers y puede que la reserva de mesa se hiciera a nombre de Telford.
– ¿Telford?
– Thomas Telford.
– Ah, sí…
Era evidente que a Malahide aquello le divertía.
– ¿Conoce al señor Telford?
– En cierto modo.
– Explíquese -dijo Rebus inclinándose en la silla.
– Bueno, es… Escuche, mi actitud reservada obedece a que no queremos que este asunto trascienda.
– Lo comprendo.
– El señor Telford hace de intermediario.
– ¿De intermediario?
– En las negociaciones.
Rebus intuyó lo que quería decir Malahide.
– ¿Los japoneses quieren comprar Poyntinghame?
– Compréndalo, inspector. Yo soy simplemente el director, es decir, quien lleva la gestión diaria.
– Pero es el director.
– Sin participación en el club. Sus actuales dueños no querían venderlo en principio, pero les han hecho una oferta y tengo entendido que muy interesante. Además, los compradores… no dejan de presionar.
– ¿Con amenazas, señor Malahide?
El hombre puso cara de espanto.
– ¿Qué clase de amenazas?
– No he dicho nada.
– No han sido negociaciones hostiles, si se refiere a eso.
– Así pues, esos japoneses que almorzaron aquí…
– Eran representantes del consorcio.
– ¿Qué consorcio?
– Lo ignoro. Los japoneses son siempre muy misteriosos. Me imagino que de alguna gran empresa o corporación.
– ¿Tiene usted idea de por qué se interesan por Poyntinghame?
– Eso mismo me pregunto yo.
– ¿Y a qué conclusión llega?
– Es algo sabido que a los japoneses les encanta el golf. Quizá sea por una cuestión de prestigio, aunque también podría estar relacionado con ese proyecto de una fábrica en Livingstone.
– ¿Y Poyntinghame sería el club social de la misma?
Malahide temblaba sólo de pensarlo. Rebus se levantó.
– Ha sido usted muy amable. ¿Algún otro dato que pueda darme?
– Oiga, inspector, todo lo que le he dicho es estrictamente oficioso.
– Pierda cuidado. Supongo que no tendrá constancia de nombres.
– ¿Nombres?
– De los comensales de aquel día.
Malahide negó con la cabeza.
– Lo lamento; ni siquiera tengo datos sobre una tarjeta de crédito. El señor Telford pagó al contado, como de costumbre.
– ¿Dejó buena propina?
– Inspector, hay secretos inviolables -respondió con una sonrisa.
– Que esta conversación lo sea igualmente, ¿de acuerdo?
Malahide miró a Candice.
– Es prostituta, ¿verdad? Lo pensé aquel día que estuvo aquí -comentó en tono despreciativo-. ¿A que sí, putilla?
Candice se le quedó mirando y volvió los ojos hacia Rebus en busca de ayuda musitando palabras ininteligibles.
– ¿Qué dice? -preguntó Malahide.
– Que tuvo en cierta ocasión un cliente, que se parece a usted, que vestía pantalones de golf y le pedía que le pegase con un palo del número cinco.
Malahide les acompañó hasta la puerta.
Rebus telefoneó a Claverhouse desde la habitación de Candice.
– Puede ser algo o nada -dijo éste.
Rebus notó que le interesaba, lo cual era bueno: cuanto mayor interés, más querría retener a Candice. Le informó que Ormiston iba camino del hotel para reanudar su servicio de canguro.
– Lo que me gustaría saber es por qué Telford se ha embarcado en algo así.
– Sí que es raro -dijo Claverhouse.
– Porque es un asunto que no tiene mucha relación con su terreno, ¿no?
– Que sepamos, no.
– Hacer de chófer para empresas japonesas…
– Quizás anda a la caza de un contrato de venta de máquinas tragaperras.
Rebus negó con la cabeza.
– Sigo sin entenderlo.
– Recuerda que no es tu problema, John.
– Supongo que no. -Llamaron a la puerta-. Debe de ser Ormiston.
– Lo dudo. Acaba de salir.
Rebus miró hacia la puerta.
– No cuelgues, Claverhouse.
Dejó el receptor en la mesilla de noche. Seguían llamando. Rebus indicó con un gesto a Candice, que hojeaba una revista en el sofá, que entrara en el cuarto de baño y se acercó de puntillas a la puerta para mirar por la mirilla. Era una mujer; la recepcionista de día. Abrió.
– ¿Qué desea?
– Una carta para su esposa.
Se quedó mirando el sobrecito en blanco y sin sello que le tendía. Lo cogió y lo observó a contraluz. Era una hoja sola con algo cuadrado más duro, como una fotografía.
– Lo entregó un hombre en recepción.
– ¿Hace mucho?
– Dos o tres minutos.
– ¿Qué aspecto tenía?
La mujer se encogió de hombros.
– Más bien alto, de pelo castaño corto. Iba trajeado y lo sacó de una cartera que llevaba.
– ¿Cómo supo usted para quién era?
– Me dijo que para la mujer extranjera y me dio la descripción con todo detalle.
Rebus miró el sobre.
– Muy bien. Gracias -musitó, cerrando la puerta y volviendo al teléfono.
– ¿Quién era? -preguntó Claverhouse.
– Acaban de darme una carta para Candice -contestó Rebus abriendo el sobre con el teléfono sujeto entre el hombro y la mejilla.
Era una instantánea Polaroid con una hoja en la que había escrito algo con letras mayúsculas en un idioma extranjero.
– ¿Qué dice? -inquirió Claverhouse.
– No lo sé -respondió Rebus tratando de pronunciar en voz alta un par de palabras.
Candice salió del cuarto de baño y le arrebató el papel leyéndolo de un tirón, tras lo cual volvió a encerrarse en el baño.
– Candice sí que lo entiende -dijo Rebus-. Hay también una foto -la examinó- en la que se la ve a ella de rodillas chupándosela a un tío gordo.
– Dame la descripción del tipo.
– No es la cara precisamente lo que se ve en la foto. Claverhouse, será mejor que nos larguemos de aquí.
– Espera a que llegue Ormiston. Quizá sólo quieran meterte miedo. Si quieren raptarla, un poli en un coche no les será problema, pero dos polis puede que sí.
– ¿Cómo se habrán enterado?
– Eso ya lo averiguaremos.
Rebus miraba la puerta del cuarto de baño pensando en la cabina cerrada de St. Leonard.
– Te dejo.
– Ten cuidado.
Colgó.
– ¿Candice? -dijo intentando abrir, pero el pestillo estaba echado-. ¡Candice!
Se apartó un paso y dio una patada; la puerta no era tan fuerte como la de St. Leonard y casi saltó de sus goznes. Candice estaba sentada en la taza con una maquinilla de afeitar en la mano haciéndose cortes en los brazos. Tenía la camiseta llena de sangre, que había salpicado el suelo, y comenzó a gritarle algo que desembocó en monosílabos. Por arrebatarle la cuchilla Rebus se llevó un corte en un dedo, pero la sacó del cuarto de baño, arrojó la maquinilla al váter, tiró de la cadena y comenzó a envolverle los brazos con toallas. Recogió el papel escrito del suelo del cuarto de baño y lo esgrimió ante ella.
– Sólo quieren asustarte -dijo sin convicción.
Si Telford podía localizarla tan pronto y disponía de medios para escribir en su idioma es que era más poderoso y más listo de lo que él pensaba.
– No va a pasarte nada -añadió-. Te lo prometo. Tranquila. Nosotros te protegemos. Vamos a sacarte de aquí para llevarte adonde no pueda encontrarte. Te lo prometo, Candice. Escucha, te lo digo yo.
Pero ella lloraba desconsolada meneando la cabeza de un lado a otro. Había llegado a confiar en caballeros andantes pero ahora se daba cuenta de lo idiota que había sido…
No había moros en la costa.
Rebus la hizo subir a su coche y Ormiston se acomodó en el asiento trasero. No quedaba más remedio que adoptar aquella solución: una retirada rápida a falta de refuerzos, con Candice sangrando no podían esperar. Hicieron el camino hasta el hospital con los nervios de punta y allí tuvieron que aguardar en Urgencias y Accidentes a que examinasen las heridas y le dieran unos puntos. Rebus y Ormiston hicieron tiempo tomando un café y planteándose interrogantes a los que no encontraban respuesta.
– ¿Cómo se enteraría?
– ¿Quién le escribiría la nota?
– ¿Por qué nos avisa en vez de raptarla?
– ¿Qué dirá ese papel?
A Rebus se le ocurrió de pronto que no estaban lejos de la universidad. Sacó la tarjeta del doctor Colquhoun del bolsillo, telefoneó y pudo localizarle. Le leyó la nota deletreando las palabras.
– Son direcciones -dijo Colquhoun-. No tienen traducción.
– ¿Direcciones? ¿Menciona alguna ciudad?
– Creo que no.
– Escuche, si las heridas no son graves vamos a llevarla a Fettes… ¿No podría usted acercarse por allí? Es importante.
– Hombre, para ustedes todo es importante.
– Pues, sí, pero sobre todo esto porque la vida de Candice puede correr peligro.
La respuesta de Colquhoun fue inmediata.
– Bueno, en ese caso…
– Enviaré un coche a recogerle.
Al cabo de una hora Candice estaba recuperada y le daban de alta.
– No son cortes muy profundos y no hay peligro -dijo el médico.
– No pretendía suicidarse -dijo Rebus volviéndose a Ormiston-. Se los hizo porque cree que va a volver a caer en manos de Telford. Presiente que quiere raptarla.
Candice estaba pálida como una muerta; su rostro era más cadavérico que antes y sus ojos habían perdido brillo. Rebus trató de recordar su sonrisa pese a que dudaba que volviese a sonreír durante una temporada. Ahora no apartaba los brazos cruzados sobre el pecho y ya no le miraba. Era la misma actitud que Rebus había observado en ciertos detenidos, individuos para quienes el mundo se ha vuelto una trampa.
En Fettes ya estaban Claverhouse y Colquhoun aguardándoles. Rebus les dio la nota y la foto.
– Inspector, son lo que le dije: direcciones -afirmó Colquhoun.
– Pregúntele qué significan -dijo Claverhouse.
Estaban en el mismo cuarto de interrogatorios de la vez anterior y Candice, sabiendo el lugar que le correspondía, se había sentado sin dejar de cruzar los brazos cubiertos de vendas color crema y tiritas rosa. Colquhoun le hizo una pregunta, pero era como si la joven estuviera ausente; no apartaba los ojos de la pared y se balanceaba suavemente, como en trance.
– Pregúnteselo otra vez -dijo Claverhouse, pero antes de que lo hiciera intervino Rebus.
– Pregúntele si en esas direcciones vive gente que ella conoce, su familia.
Conforme Colquhoun hacía la pregunta el balanceo fue en aumento y las lágrimas asomaron a sus ojos.
– ¿Son de sus padres?, ¿de sus hermanos?, ¿hermanas?
Colquhoun tradujo. Candice trató de reprimir el temblor de su boca.
– Tal vez tenga allí algún hijo…
Al preguntárselo Colquhoun, Candice se levantó de la silla dando voces y gritos. Ormiston trató de sujetarla, pero ella se zafó de él de una patada y cuando al fin se calmó fue a recogerse a un rincón tapándose la cabeza con las manos.
– No nos dirá nada -tradujo Colquhoun-. Dice que fue tonta creyéndonos. Sólo quiere marcharse porque no puede sernos de ayuda en nada.
Rebus y Claverhouse intercambiaron una mirada.
– Si quiere irse no podemos retenerla, John. Bastante arriesgado ha sido tenerla sin asistencia de abogado. Si lo que quiere es marcharse… -añadió encogiéndose de hombros.
– Venga, hombre -farfulló Rebus-. Está muerta de miedo y con razón. Y ahora que estás a punto de que confiese, ¿vas a entregársela a Telford?
– Oye, no es cuestión de…
– La matará y tú lo sabes.
– Si hubiese querido matarla lo habría hecho ya. -Claverhouse hizo una pausa-. No es tan tonto; sabe perfectamente que basta con asustarla. La conoce bien. A mí también me fastidia que ella crea que…, pero ¿qué podemos hacer?
– Retenerla unos días a ver si hay manera de…
– ¿De qué? ¿Vas a entregarla a Inmigración?
– Es una idea; así podría irse lejos de aquí.
Claverhouse reflexionó antes de volverse hacia Colquhoun.
– Pregúntele si quiere volver a Sarajevo.
Colquhoun hizo la pregunta y ella balbució algo entre sollozos y lágrimas.
– Dice que si vuelve los matarán a todos.
Se hizo un silencio y se quedaron mirándola. Eran cuatro hombres con un empleo, con hijos, hombres con una vida propia y que apenas se percataban de su feliz situación, pero ahora se daban cuenta de su propia impotencia.
– Dígale -dijo pausadamente Claverhouse- que es libre para marcharse cuando quiera, si es eso de verdad lo que desea, y que si se queda, haremos cuanto podamos por ayudarla…
Cuando Colquhoun terminó de explicárselo ella se puso en pie y se quedó mirándolos. A continuación, se limpió la nariz con las vendas, se apartó el pelo de los ojos y fue hacia la puerta.
– No te vayas, Candice -dijo Rebus.
Ella se volvió ligeramente hacia él.
– Vale -dijo antes de abrir la puerta y salir.
Rebus agarró a Claverhouse del brazo.
– Tenemos que parar los pies a Telford y advertirle que no la toque.
– ¿Tú crees que cabe decirle algo?
– Tú sabes que no nos haría caso -añadió Ormiston.
– Lo que sé es que le ha metido el pánico en el cuerpo y nosotros la dejamos ir. No me cabe en la cabeza.
– Podíamos haberla mandado a Fife -dijo Colquhoun, quien ahora sin la presencia de la muchacha parecía más tranquilo.
– A buenas horas lo dice -comentó Ormiston.
– Por esta vez Telford gana la partida -dijo Claverhouse mirando a Rebus-. Pero lo atraparemos, no te preocupes -añadió con una sonrisa de amargura-. No creas que tiramos la toalla, John. No es nuestro estilo. Simplemente no ha llegado la hora…
Estaba esperándole en el aparcamiento junto al viejo Saab 900.
– ¿Vale? -dijo.
– Vale -contestó él, sonriendo más tranquilo y abriendo la portezuela.
Sólo se le ocurría un lugar a donde llevarla. Mientras circulaban por los Meadows ella asintió con la cabeza al reconocer los terrenos de juego bordeados de árboles.
– ¿Has estado aquí?
Ella dijo unas palabras y volvió a asentir con la cabeza al enfilar Rebus por Arden Street. Cuando aparcó se volvió hacia ella.
– ¿Has estado aquí también?
Ella señaló hacia arriba simulando con los dedos la forma de unos prismáticos.
– ¿Con Telford?
– Telford -repitió ella haciendo el gesto de querer escribir algo.
Rebus cogió el cuaderno y el bolígrafo y se los tendió. Candice dibujó un osito.
– ¿Viniste en el coche de Telford? -aventuró él-. ¿Y estuvo observando un piso? -añadió señalando arriba, hacia el suyo.
– Sí, sí.
– ¿Cuándo? -Ella no entendía-. Necesito un diccionario -musitó él.
Abrió la portezuela, se bajó y miró a un lado y a otro. Los coches estaban vacíos y no había ningún Range Rover a la vista. Hizo una señal a Candice para que bajase y le siguiera.
El cuarto de estar pareció gustarle y, sin pensárselo dos veces, fue hacia los discos, pero no encontró ninguno que ella conociera. Rebus entró en la cocina para hacer café mientras pensaba. Allí no podía tenerla si Telford conocía el piso. ¿Por qué habría estado espiando Telford su domicilio? Ah, claro… Sabía su relación con Cafferty y suponía que eso representaba un peligro para él, creyéndole al servicio del gángster. Conocer al enemigo era otra de las reglas que Telford tenía bien aprendida.
Llamó a un conocido de la sección económica del Scotland on Sunday.
– Necesito informes sobre empresas japonesas -dijo Rebus- y rumores sobre las mismas.
– ¿Puedes concretar algo más?
– Adquisición de terrenos en el área de Edimburgo, es posible que en Livingston.
Oyó al periodista remover papeles en la mesa.
– Corre el rumor de una fábrica de microprocesadores.
– ¿En Livingston?
– Cabría la posibilidad.
– ¿Alguna cosa más?
– Sólo eso. ¿A qué viene tanto interés?
– Gracias, Tony, hasta luego -dijo Rebus colgando y mirando a Candice.
No sabía dónde podía esconderla. Los hoteles no eran seguros. Se le ocurrió un sitio, pero era arriesgado… Bueno, no tanto. Hizo otra llamada.
– ¿Sammy, podrías hacerme un favor? -dijo.
Sammy vivía en una casita en Shandon, pero en aquella calle estrecha era prácticamente imposible aparcar y dejó el coche lo más cerca que pudo.
Sammy les recibió en el pequeño vestíbulo y les hizo pasar al atestado cuarto de estar. Había una guitarra en un sillón de mimbre y Candice fue a por ella, se sentó en el sillón y rasgueó un acorde.
– Sammy -dijo Rebus-, te presento a Candice.
– Hola -saludó Sammy-. Feliz Halloween. -Candice comenzó a entonar una melodía-. Oye, eso es de Oasis.
Candice alzó la vista y sonrió.
– Oasis -repitió.
– Tengo por ahí el disco… -añadió Sammy mirando un montón de discos junto al aparato de música-. Aquí está. ¿Lo pongo?
– Sí, sí.
Sammy enchufó el aparato y le dijo a Candice que iba a hacer café, dirigió un gesto a Rebus para que la acompañara a la cocina.
– ¿Quién es?
Era una cocina muy pequeña y Rebus se quedó en la puerta.
– Una prostituta forzada, y no quiero que el proxeneta dé con ella.
– ¿De dónde dices que es?
– De Sarajevo.
– ¿Y casi no habla inglés?
– ¿Cómo tienes tu serbocroata?
– Oxidado.
– ¿Dónde está tu novio? -preguntó Rebus mirando en derredor.
– Trabajando.
– ¿En el libro?
A Rebus no le gustaba Ned Farlowe. En parte por el nombre, porque neds era el apelativo que daba el Sunday Post a los gamberros que robaban a las ancianas su cartilla de pensionistas y el andador. Eso era un ned para él. Y Farlowe era como mencionarle el Chris Farlowe de Out of Time, un éxito que habría debido corresponder a los Rolling Stones. El Farlowe, novio de Sammy, recopilaba información sobre la mafia escocesa.
– La cabronada es que necesita más dinero para tener tiempo y continuar la redacción -dijo Sammy.
– ¿Y en qué trabaja?
– En algo por cuenta propia. ¿Cuánto tiempo voy a tener que hacer de canguro?
– Un par de días a lo sumo hasta que encuentre otro sitio donde esconderla.
– ¿Qué le haría él si da con ella?
– No me entusiasma averiguarlo.
Sammy acabó de aclarar las tazas.
– Se parece a mí, ¿verdad?
– Sí.
– Me quedan unos días libres. Llamaré a la oficina, a ver si puede quedarse aquí. ¿Cuál es su verdadero nombre?
– No me lo ha dicho.
– ¿Tiene ropa?
– Está en un hotel. Enviaré un coche patrulla a que la recoja.
– ¿En serio corre peligro?
– Podría.
– ¿Y yo no? -preguntó Sammy mirándole a la cara.
– No, porque es un secreto entre nosotros dos.
– ¿Y qué le digo a Ned?
– No le des muchos detalles; dile que es un favor que haces a tu padre.
– ¿Tú crees que siendo periodista se va a contentar con esa explicación?
– Si te quiere, sí.
El hervidor silbó y se desconectó con un clic. Sammy echó agua en tres tazas. En el cuarto de estar vieron a Candice ensimismada con un montón de cómics americanos.
Rebus tomó el café y las dejó con la música y los cómics, pero en vez de volver a casa se dirigió al Oxford, en Young Street, y pidió una taza de café de sobre. Cincuenta céntimos. Pensándolo bien, no estaba mal. Barato para lo bueno que era y el precio de dos era casi el equivalente a una cerveza… Lo tomas o lo dejas.
En realidad le traía sin cuidado el cálculo.
El salón de atrás estaba tranquilo; sólo había un cliente escribiendo en la mesa cerca de la estufa. Un cliente habitual, periodista. Pensó en que Ned Farlowe querría husmear sobre Candice, pero Sammy sabría tenerle a raya; seguro. Sacó el móvil y llamó al despacho de Colquhoun.
– Perdone que vuelva a molestarle -'dijo.
– ¿Qué quiere ahora? -respondió el lingüista irritado.
– ¿Podría usted hablar con esos refugiados que me dijo?
– Bueno, es que… -respondió Colquhoun con un carraspeo-. Pues sí, supongo que sí. ¿Acaso es que…?
– Candice está bien.
– No tengo aquí su número de teléfono -arguyó otra vez dubitativo-. ¿Puede esperar a que vuelva a casa?
– Llámeme cuando haya hablado con ellos. Y gracias.
Colgó, apuró el café y llamó a casa de Siobhan Clarke.
– Necesito un favor -dijo, consciente de que sonaba a disco rayado.
– ¿Cuántas complicaciones va a acarrearme?
– Casi ninguna.
– ¿Me lo pones por escrito?
– ¿Me crees idiota? -replicó Rebus sonriendo-. Quisiera ver la documentación sobre Telford.
– ¿Por qué no se la pides a Claverhouse?
– Prefiero pedírtela a ti.
– Son muchos papeles. ¿Te hago fotocopias?
– Lo que sea.
– Veré qué puedo hacer. -Los que estaban en la barra comenzaron a alzar la voz-. Oye, no me digas que estás en el Oxford.
– Pues sí.
– ¿Bebiendo?
– Una taza de café.
Ella se echó a reír y le dijo que se cuidara. Rebus cortó la comunicación y se quedó contemplando la taza. Las personas como Siobhan Clarke podían ser inductoras a la bebida.
Eran las siete de la mañana cuando sonó el portero automático. Fue al vestíbulo tambaleándose y preguntó quién demonios era.
– El de los cruasanes -respondió una voz áspera con típico acento inglés.
– ¿Quién?
– Venga, gilipollas, despierta. ¿Tan mal andas de memoria?
En su cerebro hizo clic un nombre.
– ¿Abernethy?
– Anda, abre, que aquí hace un frío que pela.
Rebus pulsó el botón y volvió a saltitos al dormitorio a ponerse algo. Estaba como atontado. Abernethy era agente de la Brigada Especial de Londres y la última vez que se habían visto en Edimburgo fue con ocasión de la captura de unos terroristas. Se preguntó qué demonios haría en la ciudad.
Cuando sonó el timbre acabó de ponerse la camisa y fue a abrir. Tal como anunció, Abernethy venía con una bolsa de cruasanes. Poco había cambiado: los mismos vaqueros descoloridos con cazadora de cuero negro; el mismo pelo castaño al rape y con fijador. Su cara era redonda con hoyuelos y el color de sus ojos de un inquietante azul psicópata.
– ¿Cómo estás, colega? -dijo Abernethy dándole una palmada en el hombro y tomando la delantera hacia la cocina-. Pon el hervidor.
Lo decía como si fuera algo habitual y no vivieran a seiscientos kilómetros uno de otro.
– Abernethy, ¿qué demonios haces aquí?
– Alimentarte, ¿no ves?, que es lo que siempre han hecho los ingleses con los escoceses. ¿Hay mantequilla?
– Mira en la nevera.
– ¿Y platos?
Rebus señaló un armarito.
– Seguro que tomas café de sobre, ¿a que sí?
– Abernethy…
– Vamos a desayunar y luego hablamos, ¿vale?
– El hervidor sólo hierve si lo enchufas.
– Ah, claro.
– Creo que tengo mermelada.
– ¿Y miel?
– ¿Me tomas por una abeja?
Abernethy exhibió una sonrisa de complicidad.
– Por cierto, un abrazo de parte del viejo Georgie Flight. Se rumorea que va a jubilarse pronto.
Georgie Flight: otro fantasma del pasado. Abernethy había desenroscado la tapa del tarro del café y olía los granos.
– ¿De cuándo es? -arrugó la nariz-. Qué poca clase, John.
– Al contrario que tú, ¿no es eso? ¿Cuándo has llegado?
– Hace media hora.
– ¿Vienes de Londres?
– Parando un par de horas en una zona de descanso a echar una cabezada. Esa Al es mortal. Después de Newcastle es como entrar en un país tercermundista.
– ¿Has recorrido seiscientos kilómetros en coche para ofenderme?
Llevaron el desayuno a la mesa del cuarto de estar y Rebus apartó unos blocs y varios libros sobre la Segunda Guerra Mundial.
– Bueno -dijo una vez sentados-, supongo que no se trata de una visita de cortesía.
– En cierto modo, sí. Podría haberte llamado, pero me pregunté de pronto: ¿cómo estará ese cabronazo? Y cuando quise darme cuenta estaba en el coche en la circunvalación rumbo al norte.
– Conmovedor.
– Nunca he dejado de interesarme por lo que haces.
– ¿Por qué?
– Porque la última vez que nos vimos… Bueno, la verdad es que has cambiado, ¿no?
– ¿Ah, sí?
– Bueno, tú no eres de los que trabajan en equipo sino un solitario como yo. Los solitarios son útiles.
– ¿Útiles?
– Como agentes secretos para misiones que se salen de lo corriente.
– ¿Consideras que tengo aptitudes para la Brigada Especial?
– ¿Te gustaría vivir en Londres? Allí hay una marcha de miedo.
– Ya tengo marcha de sobra aquí.
Abernethy miró por la ventana.
– Esta ciudad no hay quien la despierte ni con un misil de cincuenta megatones.
– Mira, Abernethy, no es que no me agrade tu compañía, pero ¿puede saberse a qué has venido?
Abernethy se sacudió las migas de las manos.
– Bien, se acabaron los formalismos -dijo dando un sorbo al café y haciendo una mueca de desagrado por su mala calidad-. Asunto: crímenes de guerra -dijo, consiguiendo que Rebus dejara de masticar-. Tenemos una lista de nombres, como bien sabes y uno de ellos es conciudadano tuyo.
– ¿Y bien?
– Pues que voy de camino al cuartel general de Londres, donde se ha montado la Unidad Provisional de Crímenes de Guerra, ya que mi cometido es recopilar información sobre las diversas investigaciones para crear un archivo central.
– ¿Qué quieres, que te pase los datos de lo que he descubierto?
– Más o menos.
– ¿Y te has tirado toda la noche al volante para venir a decírmelo? Habrá algo más.
Abernethy se echó a reír.
– ¿Por qué lo dices?
– Porque no puede ser de otra manera. Un trabajo de compilador es para un buen burócrata. Y tú no lo eres; sólo disfrutas en la calle.
– ¿Y tú qué? Tampoco me has parecido nunca historiador -dijo Abernethy dando unos golpecitos sobre uno de los libros.
– Es un castigo.
– ¿Y qué te hace pensar que en mi caso es distinto? Bien, ¿qué pasa con el señor Lintz?
– No pasa nada. De momento no damos una. ¿Cuántos nombres tienes en el registro?
– Veintisiete en principio, pero ocho son ya difuntos.
– ¿Y se avanza mucho?
Abernethy negó con la cabeza.
– Un caso llegó a los tribunales, pero suspendieron el juicio en la primera vista. No se puede procesar a ancianos que chochean.
– Bien, para tu información, lo que sucede con el caso Lintz es que no puedo demostrar que sea Josef Linzstek. No puedo desbaratar la versión que él da sobre su actuación en la guerra ni sobre cómo llegó a Inglaterra -dijo Rebus encogiéndose de hombros.
– Lo mismo que me dicen por todas partes.
– ¿Y qué esperabas? -preguntó Rebus cogiendo un cruasán.
– Este café es un asco -dijo Abernethy-. ¿Hay algún bar decente en el barrio?
Fueron a un bar; Abernethy pidió un exprés doble y Rebus un descafeinado. En la primera página del Record aparecía la noticia de un muerto apuñalado a la entrada de un club nocturno. El que lo leía dobló el periódico cuando terminó de desayunar y salió con él en el bolsillo.
– ¿Existe alguna posibilidad de que hables hoy con Lintz? -inquirió de pronto Abernethy.
– ¿Por qué?
– Por ir contigo. No todos los días se puede ver a un individuo acusado de haberse cargado a setecientos franceses.
– ¿Es por atracción morbosa?
– Todos caemos en ella en cierto modo, ¿no?
– No tengo nada nuevo que preguntarle -dijo Rebus- y ya ha empezado a mover a su abogado quejándose de acoso.
– ¿Tiene buenas relaciones?
Rebus le miró a la cara.
– Estás bien informado.
– Abernethy, el poli concienzudo.
– Bien, pues sí. Tiene amistades en puestos de responsabilidad, pero algunos se han mantenido discretamente al margen desde que empezó el escándalo.
– Se diría que le crees inocente.
– Hasta que se demuestre su culpabilidad.
Abernethy sonrió y alzó la taza.
– Anda de viaje por ahí un historiador judío. ¿Se ha puesto en contacto contigo?
– ¿Cómo se llama?
Otra sonrisa.
– ¿Con tantos historiadores judíos has estado en contacto? Se llama David Levy.
– ¿Dices que anda de viaje por ahí?
– Está una semana aquí y otra allá, preguntando cómo van los casos.
– En este momento está en Edimburgo.
Abernethy sopló el café.
– Entonces, ¿has hablado con él?
– Pues sí.
– ¿Y qué?
– ¿Qué de qué?
– ¿Te largó lo de su versión de la «Ruta de Ratas»?
– Pero bueno, ¿a qué viene tanto interés?
– Es que a todos los demás se lo ha contado.
– ¿Y qué?
– Santo Dios, ¿es que siempre contestas a una pregunta con otra? Escucha, como recopilador que soy, me ha salido en el ordenador más de una vez el nombre de Levy. De ahí mi interés.
– Abernethy, el poli concienzudo.
– Exacto. Bien, ¿vamos a ver a Lintz?
– Bueno, ya que has hecho un viaje tan largo…
De vuelta a casa Rebus pasó por el quiosco para comprar el Record. El apuñalamiento se había producido fuera del club nocturno Megan, un nuevo local en Porto bello y la víctima era un «portero» llamado William Tennant de veinticinco años. La historia figuraba en primera plana porque un futbolista de primera división estaba implicado en el incidente y un amigo que iba con él tenía heridas leves. El agresor se había dado a la fuga en una moto. Los periodistas no habían podido recoger declaraciones del futbolista, pero Rebus le conocía; vivía en Linlithgow y un año antes protagonizó una detención en Edimburgo por exceso de velocidad y posesión, según sus propias palabras, de «un poquitín de farlopa», o sea, cocaína.
– ¿Algo interesante? -preguntó Abernethy.
– Un gorila asesinado. ¿Ciudad tranquila, dices…?
– Un suceso así en Londres no ocuparía ni tres centímetros de una columna interior.
– ¿Cuánto tiempo vas a quedarte?
– Me marcho hoy mismo, pero quiero pasar por Carlisle donde por lo visto hay otro antiguo nazi. Luego voy a Blackpool y a Wolverhampton antes de volver a Londres.
– Un mártir.
Rebus tomó la ruta turística de The Mound y Princess Street y aparcó en doble fila en Heriot Row, pero Joseph Lintz no estaba.
– No importa -dijo-, sé dónde seguramente está.
Tomaron por Inverleith Road y dobló hacia Warriston Gardens para aparcar delante de las puertas del cementerio.
– ¿Es sepulturero? -preguntó Abernethy bajando del coche y abrochándose la cremallera de la cazadora.
– Planta flores.
– ¿Flores? ¿Para qué?
– No sé.
Lo propio de un cementerio es ser recinto de los muertos, pero no era esa la impresión que Warriston producía en Rebus; parecía más bien un parque para pasear en el que habían colocado estatuas. La calzada adoquinada de la sección nueva desembocaba en un camino de tierra que discurría entre lápidas ya borrosas, obeliscos, cruces celtas y abundante arboleda con pájaros y alguna ardilla fugaz. A través de un túnel se accedía a la parte antigua, pero era entre éste y el paseo donde se hallaba el núcleo principal con su elenco de personajes históricos de Edimburgo; apellidos como Ovenstone, Cleugh y Flockhart y profesionales del sector jurídico, mercaderes en sedas o ferreteros. Allí reposaban personas que habían muerto en la India o durante la infancia. En el arco, un letrero indicaba que el Ayuntamiento había adquirido el recinto dado el abandono en que lo tenían sus propietarios; pero aquella desidia formaba también parte de su encanto. Allí se iba a pasear al perro o hacer fotos, o simplemente a meditar entre las tumbas. Los homosexuales, en busca de ligue y otros en busca de soledad.
Al anochecer, desde luego, la reputación del lugar era muy distinta. A principios de año habían asesinado allí a una prostituta de Leith, una mujer que Rebus conocía y que le gustaba. Se preguntó si Joseph Lintz conocería esa faceta del cementerio…
– Señor Lintz.
Estaba junto a una lápida cortando la hierba con unas cizallas de jardinero. Al incorporarse el sudor brillaba en su frente.
– Ah, inspector Rebus. ¿Hoy viene con un colega?
– Le presento al inspector Abernethy.
Abernethy miró la lápida de un tal Cosmo Merriman, maestro.
– ¿Le permiten cuidar las tumbas? -preguntó cruzando la mirada con Lintz.
– Nadie me lo ha prohibido.
– Me ha dicho el inspector Rebus que, además, planta usted flores.
– La gente piensa que soy alguien de la familia.
– Pero no lo es, claro.
– Únicamente en el sentido de que todos formamos parte de la familia humana, inspector Abernethy.
– Luego es usted cristiano.
– Sí.
– ¿De nacimiento y formación?
Lintz sacó un pañuelo y se sonó.
– Estará usted preguntándose si un cristiano puede cometer una atrocidad como la de Villefranche. Quizá no me convenga decirlo, pero sí, lo creo muy posible. Al inspector Rebus se lo he explicado.
Rebus asintió con la cabeza.
– En un par de charlas que hemos tenido -corroboró él.
– La religión no constituye un eximente, ¿sabe? Mire el caso de Bosnia con tantos católicos implicados en la guerra y tantos buenos musulmanes. «Buenos» en el sentido de que tienen su fe, en virtud de la cual piensan que la religión les da derecho a matar.
Bosnia: Rebus vio una imagen bien definida de Candice huyendo del terror para ir a parar a un terror y a una prisión más terrible.
Lintz se guardó un gran pañuelo blanco en el bolsillo del pantalón de pana con bolsas en las rodilleras. Por la vestimenta -botas verdes de goma, jersey verde de lana y chaqueta de tweed- parecía un auténtico jardinero. Era natural que no llamase la atención, pues su aspecto no desentonaba en el cementerio. Rebus se preguntó hasta qué punto habría adquirido habilidad para pasar inadvertido.
– Parece impaciente, inspector Abernethy. No debe de ser usted hombre de teorías, ¿o me equivoco?
– Pues no sé qué decirle.
– Entonces es que no sabe usted mucho, mientras que el inspector Rebus escucha lo que le digo y además muestra interés, aunque no sabría decirle si fingido o no, pero su actuación, si de actuación se trata, es magistral. -Lintz, como de costumbre, hablaba como si tuviese ensayadas las frases-. En su última visita estuvimos charlando sobre la dualidad humana. ¿Quiere saber mi opinión al respecto, inspector Abernethy?
Abernethy le miraba con frialdad.
– No, señor.
Lintz se encogió de hombros. Acababa de descalificar al londinense.
– Inspector, las atrocidades se producen por un impulso colectivo de la voluntad -añadió vocalizando las palabras con el tono del conferenciante que había sido-. Pues en ocasiones basta con el temor de sentirnos excluidos para volvernos malvados.
Abernethy lanzó un resoplido con las manos en los bolsillos.
– Se diría que justifica usted los crímenes de guerra, que incluso estaba en el lugar donde se cometió la atrocidad.
– ¿Es que hace falta ser marciano para imaginarse Marte? -replicó volviéndose hacia Rebus y obsequiándole con una sonrisita.
– Bien, escuche, tal vez yo soy demasiado simple -dijo Abernethy- y, además, empiezo a sentir algo de frío. Vamos al coche, si le parece, y seguimos hablando allí.
Mientras Lintz recogía sus utensilios y los guardaba en una bolsa de lona, Rebus miró a ambos lados y vio a lo lejos a alguien que se escondía entre las tumbas. Sí, un hombre que se agachaba; por una fracción de segundo atisbo una cara conocida.
– ¿Qué sucede? -inquirió Abernethy.
– Nada -contestó Rebus negando con la cabeza.
Caminaron los tres en silencio hasta el Saab. Rebus abrió la portezuela trasera para Lintz, pero, para su sorpresa, Abernethy fue a sentarse también detrás. Él ocupó el asiento del conductor y notó que los dedos de los pies le entraban poco a poco en calor. Abernethy apoyó el brazo sobre el respaldo del asiento trasero para hablar con Lintz.
– Mire, herr Lintz, mi intervención en este asunto es muy sencilla. Estoy recopilando toda la información de los últimos alegatos sobre presuntos ex nazis. Comprenderá que acusaciones tan graves como ésas no tenemos más remedio que investigarlas.
– Acusaciones espúreas, poco «serias».
– En cuyo caso no tiene por qué preocuparse.
– Salvo en lo que a mi reputación atañe.
– Eso ya se arreglará una vez quede exculpado.
Rebus no se perdía palabra. No parecía Abernethy. Ya no hablaba en tono hostil como en el cementerio y su actitud era ahora mucho más ambigua.
– ¿Y entretanto?
Lintz parecía captar entre líneas lo que insinuaba el londinense y Rebus se sentía excluido de la conversación. Ahora entendía por qué Abernethy se había sentado detrás con el anciano distanciándose físicamente de quien en realidad estaba encargado del caso. Algo se traía entre manos.
– Mientras tanto -respondió Abernethy- colabore cuanto pueda con mi colega. Cuanto más rápido llegue él a una conclusión, antes habrá acabado todo.
– El problema de las conclusiones es que deben ser fundadas, y las pruebas escasean. Durante la guerra se destruyó mucha documentación, inspector Abernethy.
– A falta de pruebas a favor o en contra no tiene ninguna obligación de responder.
– Ya entiendo -dijo Lintz asintiendo con la cabeza.
Lo que acababa de decir Abernethy no era nuevo para Rebus; lo malo era que se lo había dicho al sospechoso.
– Pero vendría bien que mejorase su memoria -se sintió obligado a añadir él.
– Bien, señor Lintz -dijo Abernethy con la mano en el hombro del anciano, en gesto protector y amigable-, gracias por dedicarme su tiempo. ¿Quiere que le llevemos a algún sitio?
– Voy a quedarme un rato más -respondió Lintz abriendo la portezuela y bajando del coche mientras Abernethy le tendía la bolsa de herramientas.
– Que usted lo pase bien -añadió.
Lintz asintió con la cabeza, dirigió otra leve inclinación a Rebus y se encaminó hacia la puerta del cementerio. Abernethy pasó al asiento delantero.
– Un bicho bastante raro, ¿no?
– Y tú vas y le dices que no tiene por qué preocuparse.
– Bobadas -replicó Abernethy-. Le he dicho en qué situación se encuentra para que sepa lo que se juega. Nada más. Venga, hombre -añadió al ver la expresión de Rebus-, ¿en serio que quieres verlo ante un tribunal? ¿A un viejecito que cuida flores en un cementerio?
– No creas que me ayudas mucho poniéndote de su parte, por lo que parece.
– Aun suponiendo que la orden de la matanza la diera él, ¿tú crees que la solución es un proceso para que le caigan un par de años de talego antes de diñarla? Es preferible meterles miedo en el cuerpo y evitar el proceso con el consiguiente ahorro de millones para los contribuyentes.
– Nuestro trabajo no es ese -replicó Rebus poniendo el motor en marcha.
Volvió con Abernethy a Arden Street y allí se despidieron, aunque el londinense fingió que tenía ganas de quedarse.
– Nos veremos un día de éstos -dijo y arrancó.
Nada más alejarse el Sierra aparcó otro coche en el hueco libre y de él se apeó Siobhan Clarke con una bolsa de supermercado.
– Aquí tienes -dijo-. Creo que me he ganado un café.
Ella no era tan melindrosa como Abernethy y aceptó el café de sobre de buen grado, dando cuenta de paso de un cruasán que había sobrado mientras Rebus escuchaba en el contestador un mensaje del doctor Coloquhoun diciendo que la familia de refugiados aceptaba hacerse cargo de Candice al día siguiente. Anotó la dirección y acto seguido examinó el contenido de la bolsa de Siobhan: unas doscientas páginas de fotocopias.
– No me las mezcles -dijo ella-, que no he tenido tiempo de graparlas.
– Sí que has sido rápida.
– Ayer volví a la oficina después de la hora porque pensé que era mejor hacerlas cuando no hubiera nadie. Si quieres te lo resumo.
– Basta con que me digas quiénes son los principales protagonistas.
Siobhan se acercó a la mesa, se sentó junto a él en una silla, sacó una serie de fotos de vigilancia y fue dándole nombres.
– Brian Summers, más conocido como «El Guapito», es quien dirige casi todo el negocio de la prostitución.
Era un individuo pálido, de cara angulosa, pestañas negras y espesas y boquita mohína. El proxeneta de Candice.
– Pues no es muy guapo.
Clarke mostró otra foto:
– Kenny Houston.
– De El Guapito al feísimo.
Dentón, tez de ictericia.
– Seguro que su madre lo adora.
– ¿Éste qué hace?
– Se encarga de los porteros. Kenny, El Guapito y Tommy Telford se criaron en el mismo barrio y forman el núcleo de La familia -explicó ella mientras pasaba más fotos-. Malky Jordán…, encargado de la distribución de drogas. Sean Haddow…, una especie de cerebro que lleva las finanzas. Ally Cornwell…, el cachas. Deek McGrain… En La familia no hay escisiones ni enfrentamientos religiosos; protestantes y católicos trabajan en equipo.
– Una sociedad modélica.
– Pero sin mujeres. La filosofía de Telford es que las relaciones sentimentales son un estorbo.
Rebus cogió un montón de papeles.
– En concreto, ¿qué tenemos?
– Todo menos pruebas.
– ¿Y se supone que las conseguiremos por medio de la vigilancia?
– '¿Tú no lo crees? -preguntó ella sonriendo por encima de la taza.
– No es asunto mío.
– Pero es un asunto que te interesa -replicó ella haciendo una pausa-. ¿Es por Candice?
– No me gusta lo que le han hecho.
– Bien; ya sabes: yo no te he dado ninguna documentación.
– Gracias, Siobhan. ¿Va todo bien? -dijo él tras una pausa.
– Muy bien. Me gusta la Brigada Criminal.
– Es un ambiente más animado que St. Leonard.
– Pero echo de menos a Brian -añadió, por su ex compañero que ya no estaba en el cuerpo.
– ¿Lo ves alguna vez?
– No, ¿y tú?
Rebus negó con la cabeza y se levantó para acompañarla a la puerta.
Pasó una media hora examinando los papeles y averiguado nuevos datos sobre La familia y sus enrevesados asuntos, aunque no había ninguna mención de Newcastle ni de Japón. Los ocho o nueve que formaban el núcleo de La Familia habían ido juntos al colegio y tres de ellos vivían aún en Paisley donde gestionaban el negocio de origen, pero los demás se habían trasladado a Edimburgo y trabajaban sin descanso para arrebatárselo a Big Ger Cafferty.
Repasó una lista de clubs nocturnos y bares en los que Telford tenía intereses, con su correspondiente anexo de informes sobre incidentes: detenciones en las cercanías, riñas de borrachos, conatos de peleas con los gorilas y destrozos a automóviles y propiedades. Un detalle atrajo su atención: al dueño de una camioneta que alternaba la venta de perritos calientes con la de helados en un mismo puesto y que paraba para vender frente a un par de aquellos clubs había sido interrogado como posible testigo, pero nunca había visto nada digno de interés. Su nombre: Gavin Tay.
El señor Taystee: un suicidio reciente sospechoso.
Llamó a Bill Pryde para preguntarle cómo iban las pesquisas.
– Punto muerto, colega -dijo Pryde con tono de indiferencia.
Pryde: un agente en punto muerto en el escalafón hacía años, sin futuro y en la curva descendente de la jubilación.
– ¿Sabías que además tenía un puesto de perritos calientes?
– Eso explicaría de dónde sacaba el dinero.
Gavin Tay era ex presidiario y aunque llevaba en el negocio de los helados poco más de un año le iba viento en popa a juzgar por el Mercedes nuevo aparcado delante de su casa. Pero sus libros de contabilidad no arrojaban tantas ganancias y su viuda no se explicaba lo del coche. Allí estaba la explicación: un empleo extra de venta de comida y bebida a los clientes que salían de los locales nocturnos.
Locales de Tommy Telford.
Gavin Tay: convicto de atracos, reincidente, delincuente habitual reintegrado… El aire de la habitación empezaba a estar cargado y su cabeza también; le dolía y decidió salir.
Dio un paseo por los Meadows, cruzó el puente Jorge IV y atravesó por la escalinata de Playfair a Princess Street. En los peldaños de la
Academia Escocesa había un grupo sentado: caras sin afeitar, pelo teñido, ropa con rotos. Los desposeídos de Edimburgo expuestos a la mirada pública. Rebus sabía que tenía cosas en común con ellos. Su vida era un puro fracaso como esposo, padre y amante; se había desviado del futuro que le auguraba el Ejército y en la policía no era precisamente alguien «respetado». Un mendigo le tendió la mano y él le dio cinco libras; luego, cruzó Princess Street y se dirigió al Oxford.
Se sentó en un rincón con la taza de café, sacó el móvil y llamó al piso de Sammy. No había problema con Candice, pero le dijo que ya tenía un sitio donde llevarla al día siguiente.
– Muy bien -dijo Sammy-. No cuelgues -oyó el ruido del roce al pasar el receptor.
– Hola, John, ¿cómo estás?
– Hola, Candice -contestó Rebus sonriente-. Muy bien.
– Gracias. Sammy está… hum… Estoy enseñando a… -se echó a reír y volvió a pasar el teléfono.
– Le estoy enseñando inglés -dijo Sammy.
– Ya lo veo.
– Hemos empezado con la letra de una canción de Oasis.
– Procuraré pasar por ahí más tarde. ¿Qué ha dicho Ned?
– Estaba tan rendido cuando llegó que me parece que ni se enteró.
– ¿Está ahí? Quisiera hablar con él.
– Está trabajando.
– ¿Qué me dijiste que hacía?
– No te dije nada.
– Ah, sí. Bueno, gracias, Sammy. Hasta luego.
Dio un sorbo al café y lo saboreó. Lo de Abernethy no podía quedar así. Tragó el café, llamó al Roxburghe y pidió la habitación de David Levy.
– Al habla Levy.
– Soy John Rebus.
– Inspector, me complace oírle. ¿Qué se le ofrece?
– Quisiera hablar con usted.
– ¿Está en su despacho?
Rebus miró en derredor.
– En cierto modo. Estoy a dos minutos de su hotel. Doble a la derecha al salir, cruce George Street y tome por Young Street; encontrará al final el bar Oxford. Estoy en el salón de la parte de atrás.
Cuando llegó, Rebus le pidió una buena cerveza. Levy se sentó y colgó el bastón del respaldo de la silla.
– Bien, ¿en qué puedo ayudarle?
– No soy yo el único policía con quien ha hablado usted.
– No; es cierto.
– Hoy vino a verme uno de la Brigada Especial de Londres.
– ¿Y le ha dicho que estoy de viaje?
– Sí.
– ¿Le puso en guardia para que no hablase conmigo?
– No con tantas palabras.
Levy se sacó las gafas y se puso a limpiarlas.
– Ya le dije que hay personas que preferirían ver este asunto relegado a los archivos de la historia. ¿Ese hombre… ha venido desde Londres tan sólo para advertirle de mi presencia?
– Quería ver a Joseph Lintz.
– Ah -dijo Levy pensativo-. ¿Y cuál es su interpretación, inspector?
– Yo esperaba la suya.
– ¿Mi interpretación estrictamente subjetiva? -Rebus asintió con la cabeza-. Querría asegurarse respecto a Lintz. Ese hombre trabaja para la Brigada Especial, y todo el mundo sabe que la Brigada Especial es el brazo público de los servicios secretos.
– ¿Y quería estar seguro de que yo no iba a sacarle nada a Lintz?
Levy asintió con la cabeza, mirando el humo que desprendía el cigarrillo de Rebus. Aquel caso era igual: lo veías y de pronto se disipaba como el humo.
– He traído un libro que me gustaría que leyera -dijo Levy echando mano al bolsillo-. Está traducido del hebreo y trata sobre la Ruta de Ratas.
Rebus cogió el librito.
– ¿Demuestra algo?
– Depende de cómo se mire.
– Hablo de pruebas concretas.
– Las pruebas concretas existen, inspector.
– ¿Se exponen en este libro?
Levy negó con la cabeza.
– Se encuentran bajo llave en Whitehall y no se pueden consultar en virtud de la Ley de los Cien Años.
– Luego no se puede demostrar nada.
– Existe un modo…
– ¿Cuál?
– Que hable alguno. Si conseguimos que uno de ellos hable…
– ¿Así que únicamente se trata de eso; de vencer su resistencia hallando el eslabón más frágil?
Levy volvió a sonreír.
– Hemos aprendido a ser pacientes, inspector -dijo apurando su cerveza-. Le agradezco mucho que me llamara. Esta entrevista ha sido mucho más fructífera.
– ¿Va a enviar a sus jefes un informe positivo?
Levy hizo caso omiso del comentario.
– Volveremos a hablar cuando haya leído el libro -dijo levantándose-. ¿Cómo ha dicho que se llamaba el agente de la Brigada Especial… que no recuerdo el nombre?
– No se lo he dicho.
Levy aguardó un instante antes de añadir:
– Ah, ya decía yo. ¿Sigue en Edimburgo? -Rebus negó con la cabeza-. Entonces, se habrá marchado a Carlisle, ¿no?
Rebus dio un sorbo de café y no contestó.
– Muchas gracias de nuevo, inspector -añadió Levy imperturbable.
– Gracias por venir.
Levy echó una mirada al local antes de salir.
– Su despacho… -comentó meneando la cabeza.
La Ruta de Ratas era una especie de «metro» por el que huyeron los nazis -a veces con ayuda del Vaticano- de sus perseguidores soviéticos. El final de la Segunda Guerra Mundial marcó el principio de la guerra fría. Era un momento en que hacían falta espías para los servicios de inteligencia, individuos con talento, sin escrúpulos y con cierto nivel de experiencia. Corrió el rumor de que a Klaus Barbie, el «Carnicero de Lyon», el servicio de espionaje británico le había ofrecido un empleo y se habló de nazis importantes que habían sido evadidos clandestinamente a Estados Unidos. La ONU no publicó hasta 1987 la lista completa de criminales de guerra nazis y japoneses huidos, un total de cuarenta mil individuos.
¿A qué se debía tal retraso? Rebus lo entendía. Los políticos actuales habían acordado que Alemania y Japón formaran parte de la comunidad global capitalista. ¿A quién le interesaba reabrir viejas heridas? Y, además, ¿acaso no habían cometido atrocidades los propios Aliados? ¿Quién sale de una guerra con las manos limpias? Él mismo se había hecho un hombre en el Ejército y lo entendía perfectamente. También había hecho cosas… Había servido en Irlanda del Norte y había visto allí falsear la verdad, el odio sustituía al miedo.
Parte de su ser podía muy bien dar crédito a la existencia de la Ruta de Ratas.
El libro que Levy le había traído explicaba el mecanismo que habría hecho viable la operación, pero él se preguntaba si era posible desaparecer totalmente y cambiar de identidad, aunque surgiera de nuevo la duda de si aquello aún tenía importancia. Existían fuentes de identificación y se habían celebrado juicios -Eichmann, Barbie, Demjanjuk-, más los que estaban en trámite, y por sus lecturas le constaba que hubo criminales de guerra que en vez de ser extraditados fueron autorizados a volver a su país donde dirigieron negocios con los que habían hecho fortuna hasta morir de viejos; pero también sabía que algunos de aquellos genocidas habían purgado sus culpas y se habían vuelto «buenas personas», habían cambiado. Estos últimos alegaban que la guerra era la verdadera culpable. Recordó una de sus primeras conversaciones en el estudio del anciano. Joseph Lintz hablaba con voz ronca y un pañuelo anudado a la garganta.
– A mi edad, inspector, una simple faringitis es como la muerte.
No había muchas fotografías en la casa y Lintz le explicó que casi todas habían desaparecido durante la guerra.
– Junto con otros recuerdos. Pero me quedan ésas.
Se refería a media docena de fotos enmarcadas de los años treinta de las que fue diciéndole quién era quién. A Rebus le asaltó de pronto la idea de si no estaría fingiendo. ¿Y si aquellas fotografías no eran más que unas antiguallas que él había sacado de cualquier parte y les había puesto marco? ¿No estaría inventando los nombres e identidades que atribuía a aquellos rostros? En aquel momento comprendió lo fácil que era inventarse una nueva vida.
Fue aquel mismo día cuando Lintz, en el momento de tomar el té, habló por primera vez de Villefranche.
– He pensado mucho en ello, inspector, como podrá imaginarse. Ese teniente Linzstek, ¿era oficial de día?
– Sí.
– Pero seguramente subordinado a otros superiores. Un teniente es poca cosa en la escala jerárquica.
– Puede.
– Mire usted, un militar subordinado al mando… ha de cumplir las órdenes, ¿no?
– ¿Aunque sean atrocidades?
– Yo, en cualquier caso, diría que esa persona cometió el crimen bajo coacción, un crimen que muchos de nosotros habríamos cometido en iguales circunstancias. ¿No comprende que es una hipocresía procesar a una persona cuando quizás uno mismo habría hecho igual? Un soldado que sale de las filas para oponerse a la matanza… ¿Habría usted dado ese paso?
– Espero que sí -replicó Rebus pensando en el Ulster y el «Máquina».
El libro de Levy no demostraba nada. Lo único que quedaba claro era que el nombre de Josef Linzstek, supuestamente polaco, figuraba en una lista de los presuntos beneficiados por la Ruta de Ratas. Pero ¿de dónde procedía la lista? De Israel. Todo era muy hipotético. No era una prueba.
Aunque su intuición le decía que Lintz y Linzstek eran la misma persona, Rebus era incapaz de llegar a la conclusión de si el asunto merecía la pena.
Fue a devolver el libro al Roxburghe y dijo a la recepcionista que se lo entregara al señor Levy.
– Creo que está en su habitación, si quiere…
Rebus negó con la cabeza. No dejó ninguna nota con el libro a sabiendas que Levy sabría interpretarlo como un comentario. Fue a casa a por el coche y cruzó por Haymarket hacia Shandon. Como de costumbre, aparcar cerca del piso de Sammy era un problema. Ya había vuelto la gente del trabajo y todos estarían comiendo delante de la tele. Subió la escalinata de piedra pensando en lo peligrosa que sería cuando llegaran las heladas y tocó el timbre. Le abrió Sammy y pasó al cuarto de estar donde estaba Candice mirando un concurso.
– Hola, John -dijo-. ¿Eres el hombre de mis sueños?
– No soy el hombre de los sueños de nadie, Candice -respondió volviéndose hacia Sammy-. ¿Todo bien?
– Muy bien.
En aquel momento salió Ned Farlowe de la cocina con un tazón de sopa en el que mojaba una rebanada de pan moreno partida en dos.
– ¿Podemos hablar un momento? -dijo Rebus.
Farlowe señaló la cocina con la cabeza.
– ¿No le importa que siga comiendo mientras hablamos? Me muero de hambre.
Se sentó a la mesa plegable, cogió otra rebanada de pan del paquete y la untó de margarina. Sammy asomó la cabeza por la puerta pero al ver la expresión de su padre hizo mutis por el foro. La cocina tendría cuatro metros cuadrados y no había sitio ni para las cazuelas y los electrodomésticos. No cabía ni un alfiler.
– Te he visto hoy espiando en el cementerio de "Warriston -dijo Rebus-. ¿Pura coincidencia?
– ¿Usted qué cree?
– Te he hecho una pregunta -replicó Rebus ladeando la cabeza hacia el fregadero y cruzando los brazos.
– Estoy vigilando a Lintz.
– ¿Por qué?
– Porque me pagan por ello.
– ¿Un periódico?
– El abogado de Lintz ha cursado interdictos provisionales que impiden que se le acerque nadie.
– Pero ¿quieren vigilarle?
– Si llega al juicio querrán saber cuanto sea posible sobre él. Es natural.
Farlowe no se refería a un proceso contra Lintz sino a una querella contra los periódicos por libelo.
– Si te ve rondando…
– No me conoce de nada. Además, me reemplazaría otro. ¿Puedo preguntarle una cosa?
– Antes voy a decirte yo una. ¿Sabes que estoy haciendo indagaciones sobre Lintz? -Farlowe asintió con la cabeza-. Lo que significa que campamos en el mismo terreno y si tú averiguas algo creerán que la información procede de mí.
– A Sammy no le he dicho concretamente qué estoy haciendo; así que no hay conflicto de intereses.
– A lo que me refiero es a que habrá otros que quizá no lo crean.
– Será cuestión de unos días más hasta que gane lo suficiente para seguir un mes más con el libro.
Farlowe había terminado la sopa; dejó el tazón en el fregadero y fue a situarse junto a Rebus.
– No se lo tome a mal, pero, en resumidas cuentas, ¿cómo podría impedírmelo?
Rebus le miró de hito en hito. Le daban ganas de hundirle la cabeza en el fregadero, pero ¿qué pensaría Sammy?
– Bueno -añadió Farlowe-, ¿contesta ahora a mi pregunta?
– ¿Qué pregunta?
– ¿Quién es Candice?
– Una amiga mía.
– ¿Y por qué no la tiene en su piso?
Rebus comprendió que ahora no hablaba el novio de su hija sino el periodista que se huele una historia.
– Mira -respondió-, ni yo te he visto en el cementerio ni ha tenido lugar esta conversación.
– ¿A cambio de que yo no pregunte nada sobre Candice? -Rebus permaneció en silencio y Farlowe consideró la propuesta-. ¿Y si le pregunto algunas cosas para mi libro?
– ¿Qué clase de cosas?
– Datos sobre Cafferty.
Rebus negó con la cabeza.
– Pero puedo dártelos sobre Tommy Telford.
– ¿Cuándo?
– Cuando le tengamos entre rejas.
Farlowe sonrió.
– Para entonces puedo estar jubilado -dijo sarcástico; pero Rebus no cedió.
– Mañana ya no la tendré aquí -dijo.
– ¿Adonde va a llevarla?
Rebus hizo un simple guiño y volvió al cuarto de estar para decirle algo a Sammy mientras el concurso que entretenía a Candice alcanzaba su apoteosis y la muchacha reía al unísono con el público. Rebus concretó los planes para el día siguiente y se marchó sin ver ni rastro de Farlowe; a lo mejor se había escondido en el dormitorio, o habría vuelto a salir. Tardó un instante en recordar dónde tenía el coche, pero el camino hasta casa lo hizo con prudencia respetando todos los semáforos.
No encontró aparcamiento en Arden Street y dejó el Saab en zona prohibida. Al llegar al portal oyó que abrían la portezuela de un coche y se volvió.
Era Claverhouse. Solo.
– ¿Te importa que suba?
Rebus pensó en diez razones para negarse, pero se encogió de hombros y abrió la puerta.
– ¿Hay alguna novedad sobre la puñalada en el Megan? -preguntó.
– ¿Cómo sabías que iba a interesarnos?
– Si apuñalan a un gorila y el agresor huye en una moto que le espera es que era premeditado. Y la mayoría de los gorilas están a sueldo de Tommy Telford.
Iban por la escalera hacia la segunda planta.
– Sí, tienes razón -dijo Claverhouse-. Billy Tennant trabajaba para Telford controlando el trapicheo en el Megan.
– ¿De droga?
– El amigo del futbolista, el herido, es un traficante conocido que opera en Paisley.
– O sea, relacionado igualmente con Telford.
– Nuestra hipótesis es que iban a por él y Tennant se interpuso.
– Y en consecuencia, la pregunta es ¿quién anda detrás?
– Vamos, John. Cafferty, evidentemente.
– No es el estilo de Cafferty -dijo Rebus abriendo la puerta del piso.
– Quizás haya aprendido un par de cosas del joven aspirante.
– Como si estuvieras en tu propia casa -dijo Rebus cruzando el vestíbulo.
En la mesa estaban los restos del desayuno y en el suelo, junto a una silla, la bolsa de Siobhan.
– ¿Una invitada? -preguntó Claverhouse mirando a un lado y otro al ver las dos tazas-. ¿Ya no está?
– Ni estuvo a desayunar.
– Porque está en casa de tu hija.
Rebus se quedó de piedra.
– Fui a pagar el hotel y me dijeron que un coche de policía había ido a recoger sus cosas. Hice mis averiguaciones y el conductor me dio la dirección de Samantha -dijo Claverhouse sentándose en el sofá y cruzando las piernas-. ¿Qué juego te traes, John, que me dejas en evidencia? -Hablaba pausadamente, pero Rebus veía venir la tormenta.
– ¿Quieres beber algo?
– Quiero que me contestes.
– Al salir de la comisaría… me la encontré esperándome junto al coche. No sabía dónde llevarla y la traje aquí. Pero resultó que conocía la calle porque Telford había estado con ella vigilando mi piso.
– ¿Y eso por qué? -inquirió Claverhouse con auténtico interés.
– Tal vez porque conozco a Cafferty. Por eso no podía dejarla aquí y la llevé a casa de Sammy.
– ¿Sigue allí? -Rebus asintió con la cabeza-. ¿Y ahora qué?
– Hay una casa donde podrá quedarse; con una familia de refugiados.
– ¿Cuánto tiempo?
– ¿Qué quieres decir?
Claverhouse lanzó un suspiro.
– John, esa chica…, la única vida que conoce es la prostitución.
Rebus se acercó al aparato de música. Miró las cintas. Tenía que hacer algo.
– ¿Con qué va a ganar dinero? ¿Se lo vas a dar tú? ¿Tú qué sacas?
A Rebus se le cayó un disco compacto de las manos y se dio media vuelta.
– No es nada de eso -vociferó.
Claverhouse alzó las manos en plan conciliador.
– Vamos, John, sabes que hay…
– No sé nada.
– John…
– Mira, haz el favor de marcharte.
No había sido una jornada agotadora, pero parecía no tener fin. Notaba que la noche iba a prolongarse hasta lo indecible sin tregua para el descanso. Veía en su imaginación cadáveres balanceándose en unos árboles y una iglesia envuelta en llamas, a Telford lanzándose en la moto del salón de juegos contra los espectadores, a Abernethy tocando el hombro a un anciano, soldados dando culatazos a la gente. Y John Rebus… John Rebus siempre en escena haciendo esfuerzos por ser un simple espectador neutral.
Puso a Van Morrison: Hardnose the Highway. Era la música que le acompañaba en las playas de East Neuk y en los plantones de vigilancia, la que siempre le servía de lenitivo, de paliativo a sus heridas. Se dio la vuelta y al ver que Claverhouse se había ido fue a mirar por la ventana. Enfrente, en el segundo piso, vivían dos niños y él los veía muchas veces sin que ellos se dieran cuenta por la simple razón de que rara vez se asomaban a la calle. Vivían absortos en su mundo sin que les llamara la atención nada del exterior. Ya estaban acostados y la madre cerraba las contraventanas. Una ciudad tranquila. En eso Abernethy tenía razón. Había zonas de Edimburgo en las que podías pasarte toda una vida sin que se produjera un incidente. No obstante, el índice de homicidios en Escocia doblaba al de su vecina del sur y la mitad de los asesinatos se registraban en sus dos urbes principales.
Pero las estadísticas no contaban porque una muerte no era más que una muerte: algo insustituible que desaparecía del mundo. Un asesinato, cientos de ellos… tan sólo para los que quedaban tenían relevancia. Pensó en la única superviviente de Villefranche. No la conocía en persona ni tendría seguramente ocasión; razón de más para no apasionarse por un caso histórico, al contrario de uno actual en que tienes a mano datos en abundancia, puedes hablar con los testigos y es posible recoger pruebas forenses y cuestionar las coartadas; valorar culpa y dolor e involucrarte en él. Lo único que suscitaba su interés y le fascinaba: la gente y sus historias. Implicándose en sus vidas olvidaba la suya.
Advirtió que la luz del contestador parpadeaba: mensaje.
– Sí… Oiga… Esto… no sé cómo decírselo. -Reconoció la voz de Kirstin Mede y oyó que suspiraba-. Escuche: no puedo seguir con esto. Así que, por favor… Lo siento. No puedo. Habrá quien pueda ayudarle. Estoy segura…
Final del mensaje. Se quedó mirando fijamente al aparato. No se lo reprochaba. No puedo seguir con esto. «Ya somos dos», pensó. Pero él sí tenía que seguir. Se sentó a la mesa y cogió la documentación sobre Villefranche con las listas de nombres y profesiones, edades y fechas de nacimiento. Picat, Mesplede, Rousseau, Deschamps. Vinatero, decorador de porcelana, carretero, criada. ¿Qué relevancia tenían todas aquellas personas para un escocés de mediana edad? Apartó los papeles y cogió los que había traído Siobhan.
Quitó Van Morrison y puso la cara A de Wisb You Were Here de Pink Floyd, rayado que daba pena. Recordó que lo vendían en un sobre negro de plástico que al abrirlo desprendía un olor que después le dijeron que era pretendidamente a carne quemada…
– Necesito una copa -se dijo inclinándose en la silla-. Quiero beber. Unas cervezas, acompañadas de unos_ whiskies quizá.
Algo para limar aristas.
Miró el reloj: aún faltaba para cerrar. No es que importase mucho en Edimburgo, la tierra olvidadiza de la hora de cierre. ¿Llegaría a tiempo al Oxford? Sí, de sobra. Pero tenía más mérito afrontar el reto. Esperar una o dos horas y volver a echar un pulso.
O llamar a Jack Morton.
O salir ahora mismo.
Sonó el teléfono y lo cogió.
– Diga.
– ¿John? -pronunciado como «Sean».
– Hola, Candice. ¿Qué hay?
– ¿Hay?
– ¿Algún problema?
– Problema, no. Sólo quiero… Te digo, hasta mañana.
– Eso, hasta mañana -repitió él sonriendo-. Hablas muy bien inglés.
– Estaba encadenada a una navaja de afeitar.
– ¿Cómo?
– Letra de una canción.
– Ah, ya. Pero ahora no estás encadenada…
– Yo… hum…
No parecía haber entendido.
– Vale, Candice. Nos vemos mañana.
– Sí, adiós.
Colgó. Encadenada a una navaja de afeitar… De pronto se le quitaron las ganas de tomar una copa.
Recogió a Candice al día siguiente por la tarde. Llevaba todas sus pertenencias en dos bolsas y le dio a Sammy un abrazo tan fuerte como le permitían sus brazos vendados.
– Nos vemos, Candice -dijo ésta.
– Sí, nos vemos. Gracias…
– Al no encontrar palabras para terminar la frase, Candice abrió los brazos balanceando las bolsas.
Hicieron alto en un McDonald's (por elección de ella) para comer algo. Zappa and the Mothers: Cruising for Burgers. Era un día soleado y fresco, ideal para cruzar el puente Forth. Rebus condujo despacio para que Candice pudiera contemplar la panorámica. Se dirigían al East Neuk en Fife, un ramillete de pueblos de pescadores muy frecuentado por pintores y veraneantes. Anstruther, fuera de temporada, estaba prácticamente desierto, y aunque él llevaba la dirección fue parando a preguntar el camino hasta que llegaron a un adosado, delante del cual aparcó. Candice no apartó la vista de la puerta roja hasta que él le hizo una señal para que le siguiese. No había logrado hacerle entender a qué iban allí, pero esperaba que los Drinic se lo explicaran.
Abrió una mujer cuarentona de largo pelo negro que le miró por encima de sus gafas de media luna para después fijar su atención en Candice a quien dijo algo en su idioma. Ella contestó con cierta timidez sin saber con certeza lo que sucedía.
– Pasen, por favor, aquí a la cocina con mi marido -dijo la señora Drinic.
Se sentaron a la mesa de la cocina. El señor Drinic era un hombre robusto con un bigotazo negro y pelo ondulado canoso. Trajeron una tetera y la mujer arrimó su silla a la de Candice para charlar.
– Le está explicando la situación -dijo el señor Drinic.
Rebus asintió con la cabeza y dio un sorbo al fuerte té mientras oía aquella conversación incomprensible para él. Candice, cautelosa de entrada, fue animándose a medida que relataba su historia, y la señora Drinic escuchaba atenta, mostrando simpatía, horror o disgusto según las vicisitudes de lo que Candice explicaba.
– La llevaron a Amsterdam diciéndole que allí tendría trabajo -dijo el marido-. Me consta que a otras jóvenes les sucedió igual.
– Creo que ha dejado un hijo en su país.
– Sí, un niño. Ahora le habla de él a mi mujer.
– ¿Y ustedes cómo llegaron aquí? -inquirió Rebus.
– Yo, en Sarajevo, era arquitecto. No crea usted que es fácil dejar toda una vida atrás -hizo una pausa-. Primero fuimos a Belgrado y desde allí vinimos a Escocia en un autobús de refugiados -añadió encogiéndose de hombros-. Pronto hará cinco años. Ahora trabajo de carpintero. No me importa haberlo dejado lejos -añadió con una sonrisa.
Rebus miró a Candice, que lloraba confortada por la señora Drinic.
– Nosotros la cuidaremos -dijo la mujer mirando a su marido.
En la puerta, antes de marcharse, Rebus quiso darles dinero, pero ellos no quisieron aceptarlo.
– ¿Puedo venir a verla de vez en cuando?
– Claro que sí.
Se quedó mirando a Candice.
– Su verdadero nombre es Karina -dijo la mujer en voz baja.
– Karina -pronunció Rebus y ella sonrió mirándole con una dulzura desconocida, como si ya estuviera produciéndose una transformación.
– Besa a la chica -dijo ella acercándole la cara.
Le dio un beso en la mejilla y a ella se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas. Rebus asintió con un gesto de comprensión.
Le volvió a decir adiós desde el coche con la mano y ella le envió un beso. Al doblar la esquina paró y agarró con fuerza el volante. Se preguntaba si Candice podría superarlo, si aprendería a olvidar y pensó una vez más en lo que decía su ex mujer. ¿Qué pensaría Rhona de él en este caso? ¿Se aprovechaba de Karina? No, pero no acababa de ver si no era simplemente por el hecho de que no le había podido prestar ninguna ayuda en el caso Telford. Le invadía un sentimiento de fracaso. El único acto voluntario de la joven había sido esperarle junto al coche en vez de volver con Telford. Todas las decisiones antes y después las había adoptado él. En cierto modo, Candice seguía prisionera porque de momento había interiorizado sus cadenas como única perspectiva vital. Tardaría en cambiar y recobrar la confianza en los demás. Los Drinic la ayudarían.
Yendo por la costa en dirección sur y cavilando sobre el tema de la familia, decidió ir a ver a su hermano.
Mickey vivía en una urbanización de Kirkcaldy. Su BMW rojo estaba aparcado en el camino de entrada. Acababa de volver del trabajo y al ver a Rebus se llevó una agradable sorpresa.
– Chrissie y los niños están en casa de la abuela -dijo-. Me disponía a cenar. ¿Quieres una cerveza?
– Un café, si acaso -respondió Rebus, y apenas se había sentado en la sala de estar cuando Mickey regresó con dos viejas cajas de zapatos.
– Mira lo que encontré en la buhardilla el otro día. Pensé que te gustaría echar un vistazo. ¿Lo quieres con leche y azúcar?
– Una nube de leche.
Mientras Mickey iba a la cocina a por el café, Rebus miró aquellas cajas de sobres llenos de fotografías y ordenados por fechas, aunque en algunos aparecía un interrogante. Rebus abrió el primero que le vino a mano y vio que eran instantáneas de vacaciones; un desfile de disfraces; una comida en el campo. Él no conservaba fotos de sus padres y verlos retratados constituyó una sorpresa. Su madre tenía las piernas más gruesas de lo que recordaba, pero era esbelta; su padre exhibía en todas la misma sonrisa, un gesto que él y Mickey habían heredado. Fue rebuscando y encontró una suya con Rhona y Sammy; era una playa con un viento de órdago. Peter Gabriel: Family Snapshot. No conseguía recordar qué playa era. Mickey volvió con una taza de café y una botella de cerveza.
– Hay algunas que no sé de quién son -dijo-. ¿Familia? ¿Los abuelos?
– No creo que yo pueda aclarártelo.
Mickey le tendió un menú.
– Ten. Es del mejor restaurante hindú de por aquí. Elige lo que quieras.
Rebus eligió un plato y Mickey llamó para hacer el encargo. Dijeron que se lo enviaban en veinte minutos. Rebus abrió otro sobre. Eran fotos todavía más antiguas, de los años cuarenta, en las que se veía a su padre de uniforme con soldados que llevaban un gorro como el del personal de McDonald's y pantalones hasta la rodilla. En algunas ponía en el reverso «Malasia» y en otras, «India».
– ¿Recuerdas que en Malasia hirieron al viejo? -dijo Mickey.
– No; qué va.
– Si nos enseñó la herida en la rodilla…
Rebus negó con la cabeza.
– A mí me contó el tío Jimmy que fue un corte que se hizo jugando al fútbol, pero como no dejaba de rascarse la costra, le quedó esa cicatriz.
– Él nos decía que era una herida de guerra.
– Pura trola.
Mickey comenzó a hurgar en la otra caja.
– Ten, mira éstas… -dijo tendiéndole un montón de postales y fotos sujetas con una goma elástica.
Rebus quitó la goma y al mirar las postales por detrás reconoció su letra. Las fotos también eran suyas; instantáneas no muy buenas.
– ¿De dónde has sacado esto?
– Tú siempre me enviabas postales y fotos, ¿no te acuerdas?
Todas eran de su época en el Ejército.
– Ya ni me acordaba -dijo.
– Solías mandarlas cada quince días, a papá una carta y a mí una postal.
Rebus se reclinó en el sillón para examinarlas. A juzgar por el matasellos estaban en orden cronológico: las había de recluta en su destino de Alemania y Ulster; de maniobras en Chipre, Malta, Finlandia y el desierto en Arabia Saudí. Todas redactadas en tono jocoso, pero Rebus no reconocía aquella voz como propia. En las de Belfast casi todo eran bromas, a pesar de que él recordaba aquel tiempo como uno de los períodos más horrendos de su vida.
– Me encantaba recibirlas -dijo Mickey sonriendo-. Figúrate que estuviste a punto de inducirme a que me alistara.
El pensamiento de Rebus voló a Belfast: acuartelados en aquel edificio en un polígono que era una auténtica fortaleza, y tras los servicios de patrulla por las calles no tenían otro desahogo que beber, jugar y pelearse, siempre entre cuatro paredes. Y después… lo del «Máquina». Y ahora aparecían aquellas postales con una imagen de su pasado totalmente falsa que Mickey había conservado durante los últimos veintidós años.
¿O acaso no? ¿Dónde reside de hecho la realidad sino en la mente de uno? Aquellas postales eran documentos falsos, sí, pero los únicos existentes e irrecusables contra su palabra. Lo mismo que en el caso de la Ruta de Ratas, igual que en la historia de Joseph Lintz. Miró a su hermano y comprendió que podía romper el encanto en ese mismo momento con sólo explicarle la verdad.
– ¿Qué pasa? -preguntó Mickey.
– Nada.
– ¿Qué, a punto para esa cerveza? La cena llegará de un momento a otro.
Rebus miró la taza de café ya frío.
– Más que a punto -dijo reintegrando su pasado a la prisión de la goma elástica-, pero sigo con esto -añadió alzando la taza hacia su hermano en un gesto de brindis.
Por la mañana fue a St. Leonard, llamó al Servicio Nacional de Investigación Criminal de Prestwick y preguntó si tenían información que vinculara la delincuencia en Gran Bretaña con la prostitución en Europa. Su hipótesis era que alguien había traído a Candice -para él seguía siendo Candice- desde Amsterdam a Inglaterra y no creía que fuese Telford. Era preciso averiguar a toda costa quién era para mostrar a la muchacha que podía romper sus cadenas.
El SNIC le envió por fax los datos disponibles, casi exclusivamente relativos a Tippelzone, un aparcamiento autorizado al que acudía gente en coche en busca de sexo que ejercían prostitutas extranjeras, la mayoría ilegales sin permiso de trabajo y procedentes de Europa del Este. Las principales bandas en acción provenían, al parecer, de la antigua Yugoslavia, pero en el SNIC no disponían de los nombres de ninguno de aquellos gángsteres dedicados al secuestro y al proxenetismo. Sobre prostitutas que pasaran de Amsterdam a Inglaterra no había información.
Salió a fumar el segundo cigarrillo del día al aparcamiento, donde encontró a otros dos miembros de la reducida cofradía de parias. Cuando volvió a la oficina estaba allí Watson para preguntarle si había adelantado algo en el caso Lintz.
– No sé si traérmelo aquí y darle unas bofetadas -comentó Rebus.
– Un poco de seriedad, por favor -farfulló Watson largándose a su despacho.
Rebus se sentó al escritorio y cogió un archivador.
– Su problema, inspector -le dijo Lintz un día- es que le da miedo que le tomen en serio. Se esfuerza por dar a la gente lo que usted cree que esperan. Le menciono la puerta de Ishtar y usted me sale con una película de Hollywood. Pensé al principio que era para inducirme a cometer algún descuido, pero ahora más bien veo que es un juego que se trae contra sí mismo.
Rebus estaba sentado en el sillón de costumbre en el estudio del anciano. La ventana tenía vistas al parque de Queen Street, un jardín cerrado con llave sólo para los vecinos.
– ¿Le da miedo la gente cultivada?
– No -respondió Rebus mirando al anciano.
– ¿Está seguro? ¿No será que quizá le gustaría parecerse más a ella? -replicó Lintz sonriendo y mostrando unos dientes pequeños descoloridos-. Los intelectuales se recrean viéndose como víctimas de la historia, perjudicados, encarcelados por sus creencias, incluso torturados y asesinados. Claro que el propio Karadzic se cree un intelectual, la jerarquía nazi tenía sus pensadores y filósofos, y hasta en Babilonia…
Lintz se puso en pie y volvió a servirse té. Rebus declinó su ofrecimiento de otra taza.
– Inspector, incluso en Babilonia -prosiguió Lintz acomodándose de nuevo-, con su opulencia, su arte y su rey tan ilustrado… ¿sabe lo que se hacía? Nabucodonosor tuvo cautivos setenta años a los judíos. Y era una civilización esplendorosa, digna de admiración… ¿No atisba acaso, inspector, la locura, los errores que encierra lo más profundo de nuestro ser?
– Es posible que necesite gafas.
Lintz arrojó la taza.
– ¡Lo que necesita es escuchar y aprender!
Taza y platillo fueron a caer sin romperse en la alfombra y el té embebió su elaborado dibujo en el que dejaría su mácula…
Aparcó en Buccleuch Place. El Departamento de Estudios Eslavos ocupaba todo un piso en uno de los bloques. Entró en Secretaría a preguntar si estaba el doctor Colquhoun.
– Hoy no lo he visto.
Al explicar lo que quería, la secretaria marcó un par de números pero no contestaban y le sugirió mirar en la biblioteca, un piso más arriba, para lo cual le entregó la llave.
Era una habitación de unos cinco metros por cuatro que olía a cerrado y en la que las persianas echadas no dejaban entrar la luz. Sobre uno dé los cuatro escritorios que había destacaba un letrero de «Prohibido fumar» y en otro, un cenicero con tres colillas. Ocupaban toda una pared estanterías abarrotadas de libros, folletos y revistas, además de cajas con recortes de prensa, y en las otras paredes colgaban mapas de Yugoslavia que incluían los últimos cambios geopolíticos. Rebus cogió la caja de recortes más recientes.
Como muchas personas que él conocía, sabía poco sobre la guerra en la antigua Yugoslavia y simplemente había leído algunos de los últimos reportajes cuyas fotos le habían impresionado. De dar crédito a aquellos recortes, la zona estaba en manos de criminales y no parecía que las Fuerzas de Pacificación hubieran hecho el menor esfuerzo por evitar los enfrentamientos, a pesar de que hacía poco habían llevado a cabo algunas detenciones pero sin grandes resultados: de setenta y cuatro sospechosos sólo siete habían acabado en la cárcel.
No encontró nada sobre trata de blancas, así que devolvió la llave a la secretaria, le dio las gracias, y volvió al atasco del tráfico urbano. Cuando le llamaron por el móvil para decírselo casi se le fue la dirección del coche.
Candice había desaparecido.
La señora Drinic estaba muy alterada; decía que por la noche, en la cena, y aquella mañana durante el desayuno no había notado nada raro en Candice.
– Dijo que muchas cosas no podía contárnoslas -comentó el marido que, de pie tras la silla de su esposa, le acariciaba los hombros-, que quería olvidar.
Después, había salido a dar una vuelta por el puerto y no la vieron más. La mujer pensó que a lo mejor se había perdido, aunque el pueblo no fuera muy grande y, como el marido estaba trabajando, ella misma salió a preguntar por la calle si alguien la había visto.
– Fue el hijo de la señora Muir quien me dijo que se la habían llevado en un coche -añadió la mujer.
– ¿Dónde fue eso? -preguntó Rebus.
– Dos calles más allá de nuestra casa -contestó el marido.
– Muéstrenme el sitio exacto.
En Seaford Road, a la puerta de su casa, Eddie Muir, de once años, le explicó a Rebus lo que había visto. Un automóvil paró junto a la mujer y, aunque él no había oído lo que decían, vio que hablaban y luego se abrió la portezuela y subió la mujer.
– ¿Qué portezuela era, Eddie?
– Una de atrás, porque en el coche iban tres hombres.
– ¿Hombres?
Eddie asintió con la cabeza.
– ¿Y la mujer subió por su propia voluntad, sin que la agarrasen?
El niño asintió insistentemente. Él acababa de coger la bicicleta y tenía ya el pie en el pedal.
– ¿Qué clase de coche era?
– Grande y fardón, y no era de aquí.
– ¿Y los hombres?
– No los vi bien. El del volante llevaba una camiseta de los Pars.
Una camiseta de fútbol, del Athletic de Dunfermline, lo que significaba que era de Fife. Rebus frunció el ceño. ¿Un servicio? ¿Sería posible? ¿Tan pronto había vuelto a su vida anterior? No era probable, en un lugar como aquél, en una calle así. No era un encuentro fortuito. La señora Drinic tenía razón: era un rapto. Lo que significaba que alguien sabía dónde encontrarla. ¿Le habrían seguido a él la víspera? De ser así, lo habían hecho con gran sigilo. ¿Habrían puesto algún dispositivo en su coche? No era muy verosímil, pero comprobó los pasos de rueda y los bajos: nada. La señora Drinic se había calmado un poco gracias al vodka medicinal administrado por su marido, quien ofreció también a Rebus, invitación que él rehusó.
– ¿Llamó por teléfono a alguien? -inquirió. El señor Drinic negó con la cabeza-. ¿Y no vieron algún desconocido merodear por la calle?
– Lo habría advertido. Después de Sarajevo uno no se siente seguro, inspector. Ya lo ve usted -añadió el hombre abriendo los brazos-: en ningún sitio.
– ¿Hablaron de Karina con alguien?
– ¿Con quién íbamos a hablar de ella?
A saber. Ése era el quid. Aquel lugar lo conocían él, Claverhouse y Ormiston porque lo había mencionado Colquhoun.
Colquhoun… El irritable y anciano especialista en lenguas eslavas sabía también dónde estaba… Mientras volvía a Edimburgo llamó a la universidad y a su casa, pero no contestaban. Había pedido a los Drinic que le avisasen si Candice regresaba, pero no abrigaba muchas esperanzas. Recordó su mirada la primera vez que le dijo que confiara en él. No me sorprendería que me abandonases. Como si ya intuyera que iba a dejarla. Ella le había dado otra oportunidad esperándole junto al coche y él le había fallado. Volvió a coger el móvil y llamó a Jack Morton.
– Jack, por Dios, disuádeme para que no vaya a tomar una copa -dijo.
Probó en casa de Colquhoun y en el Departamento de Estudios Eslavos. No había nadie. Luego, se dirigió a Flint Street y buscó a Tommy Telford en el salón de juegos pero estaba en la oficina-trastienda del café rodeado de sus hombres como de costumbre.
– Quiero hablar contigo -dijo Rebus.
– Pues hable.
– Sin público. Ése puede quedarse -añadió señalando a El Guapito.
Telford, tranquilo, accedió finalmente y los hombres salieron. El Guapito se recostó en la pared con las manos a la espalda. Telford aguardó con los pies sobre la mesa reclinándose en la silla. Se los veía relajados, tranquilos, frente a él, que debía parecerles un oso enjaulado.
– Quiero saber dónde está la muchacha.
– ¿Quién?
– Candice.
Telford sonrió.
– ¿Todavía con ese tema, inspector? ¿Cómo voy a saber dónde está?
– Porque un par de tus hombres la raptaron.
Nada más decirlo se dio cuenta del error. La banda de Telford era una familia criada en bloque en Paisley. No había muchos forofos de Dunfermline en Fife. Miró a El Guapito, que dirigía el negocio de prostitución de Telford. A Candice la habían traído a Edimburgo desde una ciudad de puentes, Newcastle tal vez, y Telford negociaba con Newcastle. Claro, la camiseta del Newcastle United -rayas verticales negras y blancas- era muy parecida a la del equipo de Dunfermline. Un error más que comprensible en un niño de Fife.
Una camiseta de Newcastle y un coche de Newcastle.
Telford dijo algo pero Rebus no le escuchaba ya. Salió del despacho y montó en el Saab para dirigirse a Fettes e iniciar indagaciones en las dependencias de la Brigada Criminal. Localizó un número de contacto de la sargento Miriam Kenworthy y la llamó, pero no estaba.
– Mierda -dijo y volvió al coche.
Desde luego que la Al no era la vía más rápida del país; en eso Abernethy tenía razón. Pero pasadas ya las horas de intenso tráfico diurno fue avanzando en dirección sur a buena velocidad. Era ya tarde cuando llegó a Newcastle; los pubs cerraban y comenzaban a formarse colas ante las discotecas, algunas adornadas con camisetas del United que parecían rejas carcelarias. No conocía la ciudad y estuvo dando vueltas, pasando una y otra vez por el mismo sitio y ampliando el círculo como buscando ligue.
Buscando a Candice. O a mujeres de la calle que pudieran conocerla.
Al cabo de un par de horas abandonó y volvió al centro. Había pensado dormir en el coche, pero encontró habitación en un hotel y se dijo que era una tontería prescindir de comodidades.
De todos modos, se aseguró de que no hubiera minibar.
Se dio un buen baño cerrando los ojos, con el cuerpo y la mente todavía bajo los efectos del viaje y se sentó en una butaca junto a la ventana a escuchar los ruidos de la noche: taxis, gritos y furgonetas de reparto. No podía conciliar el sueño y permaneció tumbado en la cama viendo la televisión sin sonido y recordando a Candice en el motel dormida entre envoltorios de chocolatinas. Deacon Blue: Chocolate Girl.
Se despertó con el programa televisivo del desayuno. Pagó la habitación y fue a desayunar a un café. Después llamó a Miriam Kenworthy al despacho, comprobando con júbilo que era madrugadora.
– Ven ahora mismo -dijo ella algo sorprendida-. Tardas dos minutos a pie.
Era más joven de lo que él había creído por la voz y de rostro más blando que de actitud. Tenía cara de campesina, redonda y de mejillas rollizas y coloradas. Le miró sin quitarle ojo mientras él le exponía el asunto.
– Tarawicz -dijo ella cuando Rebus acabó de exponerle el caso-. Jake Tarawicz, cuyo nombre verdadero probablemente es Joachim -añadió sonriendo-. Aquí se le llama señor Ojos Rosa. Sí que ha tenido tratos con ese Telford; se han visto, al menos. -Abrió una carpeta marrón que tenía delante-. El señor Ojos Rosa tiene muchas conexiones en Europa. ¿Conoces Chechenia?
– ¿De Rusia?
– La Sicilia rusa. Ya sabes.
– ¿De allí procede Tarawicz?
– Es una hipótesis. Según otra vendría de Serbia, lo cual quizás explique que él organizase el convoy.
– ¿Qué convoy?
– Un convoy de camiones de ayuda a la antigua Yugoslavia. Humanitario que es nuestro señor Rosa.
– Pero al mismo tiempo es un sistema para sacar gente de forma clandestina, ¿no?
– Se nota que estás documentado -dijo Kenworthy mirándole.
– Digamos que es una suposición bien fundamentada.
– Bien, eso le dio tal fama que hace seis meses recibió la bendición papal. Está casado con una inglesa; no por amor. Era una de sus chicas.
– Con lo cual tiene derechos de residente.
Ella asintió con la cabeza.
– No lleva mucho tiempo aquí; unos cinco o seis años…
Igual que Telford, pensó Rebus.
– … pero se ha labrado una buena fama colocando a sus matones como reemplazo de asiáticos, turcos… Se dice que comenzó con un lucrativo negocio de iconos robados, un artículo del que se ha evadido una tonelada del bloque soviético, pero al comenzar a decaer la operación optó por el negocio de la prostitución con chicas baratas a las que puede tener sometidas con un poco de crack. La droga viene de Londres, suministrada por un sector que dominan los gangs jamaicanos, y el señor Rosa la distribuye por el nordeste, trafica también con heroína de los turcos y hace trata de blancas para los burdeles de la Tríada china -miró a Rebus y vio que no se perdía una palabra-. En cuestión de negocios no hay barreras raciales.
– Ya veo.
– Probablemente venda también droga a tu amigo Telford, quien la distribuye a través de sus locales nocturnos.
– ¿Probablemente?
– No tenemos pruebas concluyentes. Incluso corría el rumor de que no era el señor Rosa quien se la vendía a Telford, sino quien se la compraba.
– Telford no es tan poderoso -comentó Rebus sin acabar de dar crédito a lo que ella decía.
Kenworthy se encogió de hombros.
– ¿Dónde iba a obtenerla Telford?
– Ya te digo que no pasó de rumor.
Pero a Rebus le dio que pensar, porque eso quizás explicaba la relación entre Tarawicz y Telford…
– ¿Qué saca Tarawicz de ello? -inquirió exponiendo sus dudas.
– ¿Aparte de dinero, te refieres? Bueno, Telford entrena bien a sus gorilas, y aquí los matones escoceses están en alza. Y además Telford, cómo no, tiene intereses en un par de casinos…
– ¿Como medio para el blanqueo del dinero de Tarawicz? -dijo Rebus reflexivo-. ¿Hay algo en que Tarawicz no meta mano?
– En muchas cosas. Él es partidario de negocios fluidos y en esta plaza es prácticamente un recién llegado.
New Kid in Town de Eagles.
– Tenemos entendido que se dedicó al tráfico de armas; sobre todo las destinadas a Europa occidental. Parece ser que los chechenos tienen un buen arsenal -añadió con un resoplido y haciendo una pausa para pensar.
– Me da la impresión de que está algo por encima de Tommy Telford.
Lo que explicaría el gran deseo de hacer negocios con él. Telford era un aprendiz en ascenso con ínfulas de abarcar más terreno. Jamaicanos, asiáticos, turcos y chechenos, y a saber qué más. Rebus se los representaba como radios de una inmensa rueda que avanzaba demoledora por el mundo triturando huesos a su paso.
– ¿Y por qué le llamáis señor Ojos Rosa? -inquirió.
Ella esperaba la pregunta y le tendió una foto en color.
Era un primer plano de una cara de tez rosada llena de ampollas y lesiones. Un rostro fofo e hinchado, cuyos ojos quedaban ocultos por unas gafas de cristal azul. No tenía cejas y el pelo sobre la abultada frente era escaso y amarillento. Parecía un monstruoso cerdo afeitado.
– ¿Eso es de un accidente? -preguntó Rebus.
– No lo sabemos. Ya era así cuando llegó aquí.
Rebus recordó la descripción que le había dado Candice: gafas de sol, cara como si hubiera sufrido un accidente de automóvil. La viva imagen.
– Quiero hablar con él -dijo.
Previamente Kenworthy le dio una vuelta en coche por la ciudad en plan de cicerone por los lugares de trabajo de las prostitutas, pero era media mañana y casi no había movimiento. Rebus le dio la descripción de Candice y ella dijo que la haría circular. Hablaron con las pocas mujeres que encontraron; todas ellas debían conocer a Kenworthy porque la saludaban sin recelo.
– Son como tú o yo -comentó ella-: trabajan para dar de comer a sus hijos.
– O pagarse el vicio.
– También, por supuesto.
– En Amsterdam tienen un sindicato.
– Pero que no les sirve de nada a las desgraciadas que van a parar allí -Kenworthy puso el intermitente en un cruce-. ¿Estás seguro de que está en manos de Tarawicz?
– No creo que esté en poder de Telford. Alguien disponía de unas señas de Sarajevo, unas direcciones de su lugar de origen importantes para ella.
– Sí, desde luego parece cosa del señor Rosa.
– Y él es el único que puede hacerla regresar a su país.
Ella se le quedó mirando.
– ¿Y por qué iba a hacerlo?
En el momento preciso en que Rebus iba pensando que la zona por la que circulaban no podía ser más espantosa a juzgar por las industrias en ruinas, las casas derruidas y los baches, Kenworthy puso el intermitente para girar y cruzó la puerta de un almacén de desguace y chatarra.
– Pero ¿adonde me llevas? -exclamó.
Tres perros lobo atados a una cadena de diez metros ladraron dando saltos hacia el coche sin que Kenworthy se inmutara. Aquello era como internarse por un barranco de inquietantes paredes formadas por chatarra de automóviles.
– ¿Oyes eso?
Sí, claro que lo oía: el estrépito de un fuerte impacto. Desembocaron en un claro donde una grúa amarilla de cuya pluma colgaba una pinza gigantesca prendía el coche que acababa de dejar caer para volver a levantarlo y tirarlo otra vez desde lo alto sobre la carcasa de otro. A prudente distancia, unos hombres contemplaban la escena fumando con cara de aburrimiento. La pinza cayó en vertical sobre el techo del coche machacándolo. En el suelo lleno de grasa brillaban restos de cristales; diamantes sobre terciopelo negro.
Jake Tarawicz -el señor Ojos Rosa- prosiguió entre sonoras carcajadas manejando la grúa con la que cuidadosamente cogió de nuevo el coche, como un gato que juega con un ratón sin percatarse de que ya está muerto, como si no hubiera visto a los recién llegados. Antes de salir del coche Kenworthy adoptó una de las expresiones de su repertorio y, una vez lista, dirigió una inclinación de cabeza a Rebus y los dos abrieron simultáneamente la portezuela.
En el momento en que Rebus se erguía vio que la pinza soltaba el coche y avanzaba hacia ellos. Kenworthy, imperturbable, se cruzó de brazos. Todo aquello le recordaba a Rebus ese tipo de juegos de máquina consistentes en pinzar un premio, y viendo a Tarawicz en la cabina manipulando con fruición infantil los mandos pensó en Tommy Telford en su moto del salón de juegos y comprendió el rasgo común en aquellos dos niños creciditos.
El motor enmudeció de pronto y Tarawicz saltó de la cabina. Vestía un traje color crema y camisa esmeralda con el cuello abierto, para no estropearse los bajos del pantalón calzaba unas botas verdes de goma. Al dirigirse hacia los dos policías, sus hombres se situaron a sus espaldas.
– Es un placer verla, Miriam -dijo e hizo una pausa-, o al menos eso dicen.
Un par de sus hombres sonrieron y Rebus reconoció una cara entre ellos: «el Cangrejo», como le llamaban en Escocia central. Un tipo capaz de romperle a uno los huesos de un apretón. No lo había visto hacía mucho y le chocó lo bien acicalado y vestido que iba.
– ¿Cómo estás, Cangrejo? -preguntó.
El saludo pareció desconcertar a Tarawicz, que se volvió levemente hacia su secuaz quien, aunque sin inmutarse, acusó su azoramiento por el rubor en el cuello.
De cerca resultaba difícil desviar la mirada de la cara del señor Ojos Rosa. Sus ojos eran como un imán, pero más intrigante aún era la masa carnosa que los rodeaba.
Miró a Rebus.
– ¿Nos conocemos?
– No.
– Es el inspector Rebus -dijo Kenworthy-. Y ha venido de Escocia para verle.
– Qué halagador -dijo Tarawicz con una sonrisa que dejó al descubierto sus menudos dientes agudos y mellados.
– Supongo que sabe por qué he venido -dijo Rebus.
– ¿Yo? -replicó Tarawicz, visiblemente sorprendido.
– Telford necesitó su concurso para esconder a Candice y redactar una nota en serbocroata…
– ¿Se trata de un acertijo?
– Y ahora la tiene en su poder.
– ¿Ah, sí?
Rebus dio medio paso al frente y los hombres de Tarawicz se desplegaron en abanico a la espalda del jefe. El rostro de Tarawicz brillaba por efecto del sudor o de alguna pomada.
– Ella quería dejar esa vida -dijo Rebus-, yo le prometí ayuda, y siempre cumplo lo que prometo.
– ¿Ella le dijo que quería dejarla? -replicó Tarawicz burlón.
Uno de los que estaban detrás carraspeó. Era un hombre que venía intrigando a Rebus porque era mucho menos fornido y más discreto que el resto; vestía mejor y era de tez cetrina y ojos tristones. Ahora se lo explicaba: era abogado y había tosido para advertir a Tarawicz que reprimiera su lengua.
– Voy a cargarme a Tommy Telford -añadió Rebus midiendo las palabras-. Se lo prometo. Ya veremos lo que cuenta cuando esté detenido…
– Estoy seguro de que el señor Telford sabrá cuidarse, inspector, cosa que no puede decirse de Candice.
El abogado volvió a toser.
– No quiero que vuelva a hacer la calle -dijo Rebus.
Tarawicz clavó en él sus pupilas como alfileres taladrando la oscuridad.
– ¿Es que no va a poder Thomas Telford hacer sus negocios sin que le dejen en paz? -dijo finalmente, mientras a su espalda al abogado casi le daba un ataque de tos.
– Sabe que en eso no puedo prometer nada -respondió Rebus-. No soy yo quien debe preocuparle.
– Pues déle el recado a su amigo -replicó Tarawicz-. Y deje después esa amistad.
Rebus comprendió que Tarawicz se refería a Cafferty. Telford le había dicho que él era un mandado del gángster.
– No digo que no -replicó Rebus en voz baja.
– Pues hágalo -espetó Tarawicz dándole la espalda.
– ¿Y Candice?
– Veré lo que puede hacerse. -Se detuvo y metió las manos en los bolsillos-. Oiga, Miriam -añadió sin volverse-, me gusta más con su dos piezas rojo -añadió soltando una carcajada mientras se alejaba.
– Vamos al coche -dijo Kenworth furiosa entre dientes.
En su nerviosismo dejó caer las llaves y se agachó a recogerlas.
– ¿Qué te pasa?
– No me pasa nada -replicó irritada.
– ¿Es por lo del bikini rojo?
Le miró enfurecida.
– Yo no tengo ningún bikini rojo -farfulló maniobrando en giro cerrado pisando freno y acelerador con más fuerza de la necesaria.
– Pues no lo entiendo.
– Es que la semana pasada compré lencería roja… sostén y bragas -dijo acelerando-. A eso se refería.
– Pero ¿cómo lo sabía?
– Es lo que yo me pregunto.
Pasó como una bala ante los perros de la puerta, mientras Rebus pensaba en Tommy Telford, que había vigilado su piso.
– A veces la vigilancia es recíproca -dijo, cayendo en la cuenta de quién había aprendido la triquiñuela Tommy Telford.
Dejó pasar un rato y al cabo le preguntó datos sobre el almacén de desguace.
– Tarawicz es el dueño, y tiene una prensa como es debido, pero antes de hacer las balas de chatarra le gusta jugar con los coches. Y si alguien se interpone en su camino le ata al cinturón de seguridad y le incluye en el juego -añadió.
La regla de oro era jamás implicarse personalmente. Pero Rebus la vulneraba casi en todos los casos que le asignaban. A veces tenía la impresión de que se inmiscuía de ese modo a falta de vida propia y que sólo vivía por mediación de otras personas.
¿Por qué con Candice se había implicado tanto? ¿Por su parecido físico con Sammy o por creer que le necesitaba? Aquella manera de agarrarse a sus piernas el primer día… ¿No habría pasado de pronto por su imaginación el deseo de ser de verdad su caballero andante de reluciente armadura y no uno de pacotilla?
John Rebus, maldito farsante.
Telefoneó a Claverhouse desde el coche y le explicó lo de Candice. Claverhouse le dijo que no se preocupara.
– Hombre, gracias -replicó él-. Con eso ya puedo quedarme tranquilo. Escucha, ¿quién es el proveedor de Telford?
– ¿De qué, de droga?
– Sí.
– Ésa es la gran incógnita. Bueno, anda en negocios con Newcastle pero no sabemos con certeza quién compra y quién vende.
– ¿Y si es Telford quien vende?
– Será, entonces, que tiene un proveedor en Europa.
– ¿Qué dice la Brigada Antidroga?
– Dicen que no. Si la mercancía le llega por barco tendría que transportarla desde la costa. Lo más probable es que la compre en Newcastle. El que tiene los contactos con Europa es Tarawicz.
– ¿Para que necesitará, entonces, a Tommy Telford…?
– John, anda, sé buen chico y desenchúfate un ratito.
– Colquhoun parece que anda escondiéndose de algo…
– ¿No me has oído?
– Ya hablaremos.
– ¿Vuelves para aquí?
– Más o menos -respondió cortando la comunicación y pisando el acelerador.
– Hombre de paja -dijo Morris Gerald Cafferty al entrar en el locutorio escoltado por dos guardianes.
A principios de año Rebus le había prometido meter entre rejas a un gángster de Glasgow llamado tío Joe Toal, pero había fracasado pese a sus esfuerzos porque Toal presentó recurso alegando edad avanzada y enfermedad y quedó en libertad, como los criminales de guerra exonerados por senectos. Desde entonces Cafferty consideraba que Rebus tenía una deuda pendiente con él.
Cafferty se sentó y se aflojó el cuello de la camisa.
– ¿Y bien? -dijo.
Rebus hizo una señal con la cabeza a los guardianes para que les dejasen a solas y esperó a que salieran. Tras lo cual sacó del bolsillo una botella de Bell’s.
– Quédesela -dijo Cafferty-. A juzgar por su aspecto la necesita más que yo.
Rebus volvió a guardársela en el bolsillo.
– Te traigo un recado de Newcastle.
– ¿De Jake Tarawicz? -preguntó Cafferty cruzándose de brazos.
Rebus asintió con la cabeza.
– Quiere que dejes en paz a Tommy Telford.
– ¿A qué se refiere?
– Vamos, Cafferty. El gorila apuñalado, el traficante herido… Es la guerra.
– Yo no lo he hecho -replicó Cafferty mirándole a los ojos.
Rebus lanzó un bufido, pero por el modo de mirarle Cafferty empezaba a creerle.
– ¿Quién, entonces? -insistió sin darle tregua.
– Yo qué sé.
– En cualquier caso, ha estallado una guerra.
– Puede ser. ¿Ya Tarawicz qué más le da?
– Tiene negocios con Tommy.
– ¿Y para protegerlos me envía un aviso con un poli? -dijo Cafferty meneando la cabeza-. ¿Usted se lo ha creído?
– No lo sé -dijo Rebus.
– La manera de poner fin a esto -dijo Cafferty e hizo una pausa- es poner a Telford fuera de juego. -Vio el gesto de Rebus-. No me refiero a liquidarlo, sino a ponerlo a la sombra. Es de lo que tiene que encargarse, Hombre de paja.
– Yo he venido solamente a traerte un recado.
– ¿Y qué gana? ¿Algo de Newcastle?
– Quizá.
– ¿Ahora es un hombre de Tarawicz?
– Tú me conoces de sobra.
– ¿Yo? -replicó Cafferty recostándose en la silla y estirando las piernas-. A veces me lo pregunto. Vamos, no me quita el sueño, pero pensarlo lo pienso.
Rebus se inclinó hacia él.
– Debes de tener lo tuyo ahorrado. ¿Por qué quieres más?
Cafferty se echó a reír. Se mascaba la tensión y parecían ser los únicos seres en el mundo.
– ¿Qué quiere, que me retire?
– Un buen boxeador sabe cuándo ha llegado su momento.
– Ninguno de los dos seríamos en el ring gran cosa. ¿Usted piensa retirarse, Hombre de paja?
Rebus sonrió a su pesar.
– No creo -añadió Cafferty. -¿Tengo que contestar a Tarawicz?
– No hemos convenido nada -respondió Rebus negando con la cabeza.
– Bueno, si le pregunta, dígale que suscriba un seguro de vida con prima para los beneficiarios.
Rebus se le quedó mirando. La prisión le había ablandado sólo físicamente.
– Sería feliz si alguien quitase a Telford de en medio -prosiguió Cafferty-. ¿Me entiende, Hombre de paja? Para mí sería un premio.
Rebus se puso en pie.
– No hay trato -dijo-. A mí me alegraría que despachases a otro. Daría saltos de gozo junto al ring.
– ¿Sabe lo que sucede al lado del ring? -dijo Cafferty frotándose las sienes-. Que suele salpicar sangre.
– Mientras sea ajena…
Cafferty soltó una carcajada espontánea.
– Usted no es un simple espectador, Hombre de paja. No tiene madera para ello.
– ¿Y tú qué eres, psicólogo?
– Pues tal vez no, pero sé lo que le encanta a la gente -replicó Cafferty.