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Corría por el hospital, parándose a preguntar a las enfermeras, sudando y con la corbata floja, dando vueltas a derecha e izquierda, mirando los rótulos y sin dejar de pensar en quién tenía la culpa. No había recibido el recado a tiempo porque tenía un servicio de vigilancia; porque no había mantenido contacto por radio; porque en la comisaría no sabían lo importante que era.
Y ahora corría sin aliento y sin parar desde el aparcamiento a través de los pasillos de los dos pisos. A medianoche el edificio estaba tranquilo.
«¡Maternidad!», vociferó a un enfermero que empujaba una camilla y éste le señaló unas puertas que cruzó sin detenerse basta un cubículo acristalado en donde había tres enfermeras y del que salió una a preguntarle qué quería.
«Soy John Rebus. Mi esposa…»
Ella le dirigió una mirada reprobatoria. «Tercera cama», dijo… Rodeaban la tercera cama unas cortinas que descorrió y vio a Rhona acostada, con la cara aún congestionada y el pelo pegado a la frente. A su lado, acurrucada contra su cuerpo, había una cosita con mechones de color castaño y ojos negros que miraban sin ver.
Le tocó la naricilla y le pasó un dedo por la curva de una oreja y su carita le devolvió una mueca. Se inclinó para besar a su esposa.
«Rhona… lo siento mucho. Hasta hace diez minutos no me dieron el recado. ¿Qué tal…? ¿Cómo…? Es precioso.»
«Preciosa. Es niña», dijo ella volviéndole la espalda.
Rebus estaba sentado en el despacho del jefe. Eran las nueve y cuarto y aquella noche apenas había dormido una hora, había pasado la noche en el hospital porque habían operado a Sammy de un coágulo o algo así. Seguía inconsciente y en estado «crítico».
Llamó a Rhona a Londres, y le dijo que tomaría el primer tren que pudiera y él le dio el número del móvil para que le avisara en cuanto llegase. Rhona empezó a balbucear una pregunta…, pero se le quebró la voz y tuvo que colgar, y Rebus no sintió nada: Withered and Died <strong>[2]</strong> de Richard y Linda Thompson.
Llamó a Mickey, quien le dijo que pasaría por el hospital aquel mismo día. Y eso era todo en cuanto a la familia. Otras personas a las que podía llamar: Patience, por ejemplo, su ex amante y casera de Sammy hasta hacía poco. Pero no lo hizo. Por la mañana llamaría al trabajo de Sammy -lo anotó para no olvidarlo- y después, al piso de Sammy para dar la noticia a Ned Farlowe.
Farlowe fue el único que le preguntó:
– ¿Y usted qué tal está? ¿Se encuentra bien?
– No precisamente -respondió Rebus mirando el pasillo del hospital.
– Voy para allá.
Pasaron un par de horas juntos casi sin hablar al principio. Farlowe fumaba y Rebus le ayudó a terminar el paquete. No pudo ofrecerle whisky a cambio porque no quedaba nada en la botella, pero le invitó a varios cafés, ya que el joven se había gastado casi todas sus reservas en el taxi desde Shandon.
– John, despierte.
El jefe le zarandeaba suavemente. Rebus parpadeó y se enderezó en la silla.
– Perdone, señor.
El subjefe de policía Watson fue a sentarse a su mesa.
– Siento muchísimo lo de Sammy. No tengo palabras, pero le diré que la tengo presente en mis oraciones.
– Gracias, señor.
– ¿Quiere tomar un café?
El café de Watson tenía mala fama en la comisaría pero Rebus aceptó encantado la invitación.
– Bien, ¿cómo está su hija?
– Sigue inconsciente.
– ¿Han localizado el coche?
– Aún no, que yo sepa.
– ¿Quién lleva el caso?
– Bill Pryde inició las primeras pesquisas anoche, pero no sé quién lo llevará ahora.
– Vamos a averiguarlo.
Watson hizo una llamada interna mientras Rebus le miraba por encima de la taza. Era un hombre grande, imponente, sentado a la mesa. Cubría sus mejillas una red de venillas rojas y el poco pelo le envolvía el cráneo como los surcos de un terreno bien arado. Tenía sobre el escritorio unas fotos de sus nietos en un jardín, con un columpio al fondo y uno de ellos con un osito de peluche. Sintió un nudo en la garganta y tragó saliva.
Watson colgó.
– Sigue llevándolo Bill -dijo-. Pensó que si continuaba él se resolvería antes.
– Es de agradecer.
– Escuche, le informaremos en cuanto sepamos algo. Entretanto, seguramente querrá irse a casa…
– No, señor.
– O estar en el hospital.
Rebus negó despacio con la cabeza. Sí, claro, el hospital, pero no ahora. Primero tenía que hablar con Bill Pryde.
– Mientras tanto asignaré sus casos a otro -dijo Watson comenzado a escribir-. Tiene ese de los crímenes de guerra y está de servicio de enlace en el de Telford. ¿Investiga algo más?
– Señor, preferiría que… Vamos, que quiero seguir trabajando.
Watson le miró y se reclinó en el sillón columpiando el bolígrafo entre los dedos.
– ¿Por qué?
Rebus se encogió de hombros.
– Quiero estar ocupado.
Sí, eso exactamente. Y no quería que nadie se encargara de su trabajo. Era suyo, le pertenecía y se debía a él.
– Mire, John, es evidente que necesitará unos días de permiso. -Me las arreglaré, señor -replicó cruzando la mirada con Watson-. Por favor.
En el Departamento de Investigación Criminal saludó con la cabeza a quienes se acercaron a manifestarle su pesar; uno de ellos no se apartó de la mesa. Era Bill Pryde, precisamente con quien él quería hablar.
– Buenos días, Bill.
Pryde le saludó con una inclinación de cabeza. Se habían visto de madrugada en el hospital cuando Ned Farlowe cabeceaba en un sillón, y salieron al pasillo a hablar. Pryde parecía ahora más cansado, llevaba el traje arrugado y se había desabrochado el primer botón de la camisa.
– Gracias por continuar con la investigación -dijo Rebus acercando una silla y pensando que él hubiera preferido que la llevase otro, alguien con más garra.
– No tiene importancia.
– ¿Hay algo nuevo?
– Un par de buenos testigos oculares que aguardaban el cambio de luz del semáforo.
– ¿Qué versión han dado?
Pryde se lo pensó antes de contestar puesto que, además de con el policía, hablaba con el padre de la atropellada.
– Ella se disponía a cruzar en dirección a Minto Street, quizás hacia la parada del autobús.
Rebus negó con la cabeza.
– No, Bill, se marchó con idea de ir paseando hasta casa de una amiga en Gilmour Road.
Es lo que le había dicho mientras comían la pizza, excusándose por no quedarse más rato. Con que sólo hubiese tomado otro café… Otro café y no se habría encontrado en aquel lugar en ese momento. O si hubiese dejado que la llevase él en coche… Piensa uno en la vida imaginándola como períodos de tiempo, cuando en realidad está compuesta por una serie de momentos relacionados entre sí y cualquiera de ellos puede cambiarlo todo.
– El coche iba en dirección sur -continuó Bill Pryde- y por lo que parece se saltó un semáforo en rojo. Eso es lo que dijeron los automovilistas que había más atrás aguardando a que cambiara el semáforo.
– ¿Se sabe si iba borracho?
Pryde asintió con la cabeza.
– Por la forma de conducir. Bueno, podría haber perdido el control del coche, pero en ese caso, ¿por qué huyó?
– ¿Tenemos alguna descripción?
Pryde negó con la cabeza.
– Consta que era un coche oscuro, de tipo deportivo, pero nadie anotó la matrícula.
– Es una calle muy transitada y coches no faltarían.
– Ha habido un par de llamadas -añadió Pryde mirando sus notas- que no aportan nada en concreto, pero voy a hablar con esas personas a ver si recuerdan algún detalle.
– ¿No sería un coche robado? Quizá por eso iba tan rápido.
– Lo comprobaré.
– Te ayudaré.
– ¿Lo dices en serio? -replicó Pryde pensativo.
– No podrás impedírmelo, Bill.
– No hay huellas de frenazo. Ni antes ni después del impacto.
Estaban en el cruce de Minto Street y Newington Road. Las bocacalles eran Salisbury Place y Salisbury Road. Coches, camionetas y autobuses se apiñaban en el semáforo mientras cruzaban los peatones.
Podría haberle tocado a cualquiera de éstos, pensó Rebus. Podría haber estado cualquier otro en el puesto de Sammy…
– Iba por aquí más o menos -prosiguió Pryde señalando en un punto más allá del paso de peatones junto a la raya del carril del autobús en la ancha calzada.
Le debió de dar pereza cruzar por el semáforo y habría seguido caminando hasta Minto Street para cruzar en diagonal. De niña le habían enseñado a cruzar la calle. Seguridad Vial y todo eso, haciendo que se lo aprendiera a fuerza de repetírselo. Rebus miró a un lado y otro. En la esquina de arriba de Minto Street había casas particulares y habitaciones para dormir con derecho a desayuno. Otra esquina la ocupaba un banco y en la opuesta había una sucursal de Remnant Kings y, justo al lado, un pequeño puesto de pinchos morunos.
– La tienda estaría abierta -dijo Rebus señalando hacia ella. En la cuarta esquina había un Spar-. Y ese comercio también. ¿Por dónde dices que iba?
– Cerca del carril del autobús. -Había cruzado los otros tres y se encontraba ya a un metro o dos del bordillo-. Los testigos aseguran que estaba muy cerca de la acera cuando la embistió el coche. Para mí que iba borracho y perdió el control. Desde ahí llamaron los que lo vieron -añadió Pryde señalando dos cabinas telefónicas enfrente del banco con un cartel publicitario que mostraba un individuo al volante con cara de chalado y la frase «Muchos peatones y poco tiempo» anunciando un juego de ordenador…
– No le habría sido tan difícil esquivarla -dijo Rebus con voz desmayada.
– ¿Seguro que te encuentras bien?
– Estoy bien, Bill -replicó mirando a su alrededor y lanzando un profundo suspiro-. Creo que hay oficinas detrás del Spar, aunque supongo que a esa hora no habría nadie. Pero encima de Remnant Kings y del banco hay pisos.
– ¿Quieres que preguntemos?
– Y preguntaremos también en el Spar y en la tienda de pinchos morunos. Ve tú a las habitaciones de alquiler y a los pisos y nos encontramos aquí dentro de media hora.
Rebus anduvo preguntando de un lado a otro. En el Spar había entrado otro turno, pero el gerente le dio los números de teléfono de los empleados y habló con los del turno de noche. No habían visto ni oído nada; sólo se enteraron del accidente cuando vieron los destellos de las luces de la ambulancia. La tienda de pinchos morunos estaba cerrada, pero Rebus aporreó la puerta y del interior salió una mujer secándose las manos con un paño. Le enseñó la placa por el cristal para que abriera. La mujer dijo que había tenido muchos clientes por la noche y que no había visto el accidente. «El accidente»: eso era en realidad, pero Rebus no había asimilado la palabra hasta oírsela pronunciar a la mujer. Accidents Will Happen de Elvis Costello. ¿Cómo seguía la letra… «Sólo un atropello»?
– No -dijo la mujer-, sólo me di cuenta al ver que se arremolinaba gente. Bueno, tres o cuatro personas; pero sí vi que miraban algo en el suelo mientras llegaba la ambulancia. ¿Está fuera de peligro?
Rebus conocía aquella clase de mirada casi como anhelando que la víctima hubiese muerto para poder contarlo.
– Está en el hospital -contestó incapaz de seguir mirando a aquella mujer.
– Ya, pero el periódico decía que en coma.
– ¿Qué periódico?
La mujer fue a buscar el Evening News, en cuyas páginas interiores había una simple gacetilla con el título de: «Mujer atropellada en estado de coma. El conductor se da a la fuga».
No estaba en coma. Sólo inconsciente. Pero a Rebus le alegraba que lo publicasen así pues quizás alguien que lo leyera se sentiría impulsado a facilitarles alguna información. Quién sabe si el conductor sentía remordimientos o si iba con alguien… Los secretos son difíciles de guardar y suelen revelarse a alguien.
Probó en Remnant Kings, pero le dijeron que a aquella hora estaba cerrado, claro. Subió a los pisos y en el primero no había nadie; escribió una nota en el reverso de su tarjeta, la echó al buzón y apuntó el apellido. Si no llamaban llamaría él. En la segunda puerta le abrió un joven que no tendría aún veinte años, echándose hacia atrás el tupé que le tapaba los ojos. Llevaba gafas Buddy Holly y tenía señales de acné en la cara. Rebus se presentó y el joven volvió a apartarse el pelo volviendo la cabeza hacia atrás mirando al apartamento.
– ¿Vives aquí? -preguntó Rebus.
– Sí. Bueno, no soy el propietario. Lo alquilamos.
En la puerta no había ningún nombre.
– ¿Hay alguien más en este momento?
– No.
– ¿Sois estudiantes?
El joven asintió con la cabeza y Rebus le preguntó cómo se llamaba.
– Rob. Robert Renton. ¿Qué sucede?
– Anoche hubo un accidente, Rob, y el conductor se dio a la fuga.
Se había visto muchas veces en la misma situación dando sobre un tercero una noticia irrelevante para él pero que cambia la vida del que la recibe. Hacía ya una hora que había llamado al hospital donde al final se limitaron a tomar nota del número de su móvil y decirle que era preferible que llamaran ellos si había alguna novedad. Preferible, para ellos, para él no.
– Ah, sí -dijo Renton-. Lo vi.
– ¿Lo viste? -preguntó Rebus sin salir de su asombro.
Renton asentía con la cabeza con el pelo bailándole delante de los ojos.
– Lo vi por la ventana. Me disponía a cambiar un disco y…
– ¿Te importa que pase un minuto? Quiero ver desde dónde exactamente.
Renton dio un resoplido y lanzó un suspiro.
– Bueno, pase…
Dicho y hecho.
Había bastante orden en el cuarto de estar. Renton le precedió y se dirigió a un aparato de alta fidelidad situado entre dos ventanas.
– Yo estaba cambiando el disco y miré por la ventana, pues se domina la parada del autobús y pensé que a lo mejor veía a Jane bajando. -Hizo una pausa-. Jane es la novia de Eric.
Rebus sentía resbalarle las palabras mientras miraba la calle por donde había pasado Sammy.
– Dime qué viste.
– La chica cruzaba. Era guapa… Bueno, es lo que pensé. Bien, el coche se saltó el semáforo, dio un golpe de volante y la atropello.
Rebus cerró los ojos un segundo.
– Debió de levantarla al menos tres metros del suelo, rebotó en el seto, volvió a caer y ya no se movió.
Rebus abrió los ojos. Estaba delante de la ventana con el muchacho detrás. Abajo, la gente cruzaba la calle pisando el sitio en que habían atropellado a Sammy y el lugar en que había aterrizado, tirando la ceniza de sus cigarrillos.
– Supongo que no verías al conductor.
– No se puede ver desde aquí.
– ¿Iba alguien a su lado?
– No lo sé.
«Usa gafas», pensó Rebus. ¿Hasta qué extremo es fiable?
– ¿Y no bajaste al verlo?
– Yo no soy estudiante de medicina ni nada por el estilo -respondió señalando con la cabeza el caballete que había en un rincón, junto al cual Rebus vio una estantería con pinturas y pinceles-. Vi que la gente echaba a correr hacia la cabina telefónica y pensé que no tardaría en llegar ayuda.
Rebus asintió con la cabeza.
– ¿Lo vio alguien más del piso?
– Los demás estaban en la cocina. -Hizo una pausa-. Sé lo que está pensando. -Rebus lo dudaba-. Cree que como llevo gafas no lo vería bien. Pero estoy seguro de que dio un golpe de volante… aposta, vamos… O sea, con intención de atropellada -añadió asintiendo repetidas veces con la cabeza.
– ¿Con intención?
Renton hizo un gesto con la mano imitando a un coche que se desvía de su trayectoria.
– Dirigió el volante hacia ella.
– ¿No sería que perdió el control?
– Habría sido una pasada, ¿no?
– ¿De qué color era el coche?
– Verde oscuro.
– ¿De qué marca?
Renton se encogió de hombros.
– Soy una nulidad en coches. Pero una cosa…
– ¿Qué?
El muchacho se quitó las gafas y comenzó a limpiarlas.
– ¿Quiere que pruebe a dibujarlo?
Acercó el caballete a la ventana y se puso manos a la obra mientras Rebus salía al pasillo a llamar al hospital. El que cogió el teléfono le atendió con absoluta displicencia.
– Me temo que sigue igual. Ahora hay dos personas con ella.
Mickey y Rhona. Cortó la comunicación y llamó al móvil de Pryde.
– Estoy en los pisos, encima de Remnant Kings y hay un testigo ocular.
– ¿Ah, sí?
– Es un estudiante de Bellas Artes que lo vio todo.
– No me digas.
– Venga, Bill, no querrás que te lo dibuje yo.
Se hizo un silencio al final del cual Pryde exclamó:
– Ah.
Rebus apretó el móvil contra la oreja al entrar en el hospital.
– Joe Herdman ha hecho una lista -decía Bill Pryde- con los Rover de la serie 600, los Ford Mondeo nuevos, los Toyota Célica y un par de Nissan. Categóricamente queda descartado el BMW de la serie 5.
– Bueno, eso simplifica algo las cosas.
– Dice Joe que el Rover, el Mondeo y el Célica son los más probables. Me ha dado algún detalle más sobre el cromado donde se halla la matrícula y alguna otra diferencia. Voy a llamar a nuestro amigo el estudiante a ver si coincide en algo.
Una enfermera miró furiosa a Rebus conforme caminaba hacia ella.
– Tenme al corriente de lo que te diga. Hasta luego, Bill -dijo guardándose el móvil.
– Aquí está prohibido el uso de esos teléfonos -espetó la enfermera.
– Oiga, es que tenía prisa…
– Provoca interferencias en los aparatos.
Rebus no supo qué responder y se le subieron los colores.
– Se me olvidó -dijo llevándose a la frente una mano temblorosa.
– ¿Se encuentra bien?
– Estoy bien, estoy bien. Escuche, no volverá a suceder. Pierda cuidado -añadió alejándose.
Sacó del bolsillo la fotocopia del dibujo de Renton. Joe Herdman era un sargento del mostrador al público experto en modelos de coches y no era la primera vez que a partir de una vaga descripción les ayudaba con datos más concretos. Miró el dibujo mientras caminaba y comprobó que no le faltaba detalle porque el muchacho había incluido los edificios del fondo, el seto y peatones. Y a Sammy en el punto de colisión girada un poco sobre sí misma con las manos extendidas como intentando detener el coche. Pero Renton había dibujado además unas líneas de fuga por detrás del vehículo para dar sensación de velocidad, y a guisa de rostro había trazado un óvalo. La mitad trasera del vehículo era muy realista, al contrario del resto que no se apreciaba tan bien por efecto de la perspectiva dinámica. Renton le comentó que había dejado sin concretar los detalles de los que no estaba muy seguro.
Lo que inquietaba a Rebus de aquel dibujo era el rostro, o, mejor dicho, la ausencia del mismo. Se incorporó mentalmente a la escena del accidente diciéndose cómo habría reaccionado él de haber sido testigo. ¿Se habría concentrado en el coche para fijarse en la matrícula? ¿O habría mirado a Sammy? ¿Qué habría prevalecido: su instinto policiaco o el paterno? En la comisaría, alguien había comentado «No te preocupes, lo cogeremos» y no «No te preocupes, se pondrá bien». Lo que reducía la ecuación a dos términos: el conductor y el justo castigo, y la víctima y su recuperación.
– Yo habría sido un testigo como cualquier otro -dijo en voz baja doblando el dibujo y guardándoselo.
Sammy estaba en una habitación individual rodeada de tubos y aparatos, tal como él había visto en películas y por televisión. Sólo que aquel cuarto era más lóbrego y tenía desconchada la pintura de las paredes y el marco de la ventana. Las sillas eran de patas metálicas con pie de goma y asiento de plástico moldeado. Al entrar se levantó una mujer que fue a abrazarle y él la besó en la frente.
– Hola, Rhona.
– Hola, John.
Tenía aspecto de cansada, desde luego, pero lucía un elegante corte de pelo teñido color trigo dorado. Iba muy bien vestida y se adornaba con alhajas. La miró a los ojos y advirtió que no armonizaban con el conjunto por el color de las lentillas. Ni en los ojos quedaban huellas de su pasado.
– Rhona, Dios santo, no sabes cuánto lo siento…
Hablaba en un susurro para no molestar a Sammy. Lo cual era ridículo porque lo que más deseaba en aquel momento era que despertase.
– ¿Cómo está? -preguntó.
– Igual.
Mickey se puso en pie. Había tres sillas dispuestas en semicírculo. Mickey y Rhona habían ocupado las de los extremos. Al desprenderse Rhona del abrazo de Rebus, Mickey se acercó a su hermano.
– Verdaderamente es horroroso -dijo en voz baja.
Tenía el mismo aspecto de siempre: el de un aficionado a fiestas al que ya no invitan.
Una vez hechos los cumplidos Rebus se acercó a la cabecera de Sammy. Se le notaban aún las magulladuras del rostro y ahora se apreciaba bien la causa de las distintas abrasiones: seto, bordillo, calzada. Tenía una pierna fracturada y los brazos vendados. A su lado había un osito sin una oreja. Rebus sonrió.
– Le has traído a Pa Broon.
– Sí.
– ¿Han dicho si tiene alguna…? -preguntó Rebus con la mirada clavada en Sammy.
– ¿Alguna qué? -replicó Rhona instándole a que hablara sin tapujos.
– Lesión cerebral.
– Nadie nos ha informado de nada -contestó ella con desaire.
Con intención de atropellada. ¿No era lo que habían dicho? No, ninguno de los otros testigos había llegado a tanto; pero tampoco gozaban de la privilegiada situación de Renton para verlo.
– ¿No ha venido nadie a ver cómo sigue?
– Nadie, desde que yo estoy aquí.
– Yo, que llegué antes, tampoco he visto un alma -añadió Mickey.
Era el colmo. Salió a zancadas de la habitación y vio a un médico charlando al fondo del pasillo con dos enfermeras, una de ellas recostada en la pared.
– ¿Pero qué pasa aquí -tronó Rebus- que nadie se ha ocupado de mi hija en toda la mañana?
El médico era joven, de pelo rubio corto peinado con raya.
– Estamos haciendo cuanto podemos.
– ¿Qué quiere decir con eso?
– Ya veo que es usted el…
– Váyase a la mierda, amigo. ¿Por qué no ha venido el jefe médico a verla? ¿Por qué la dejan ahí tendida como un…?
Se le ahogaron las palabras.
– Han examinado a su hija dos especialistas esta mañana -replicó el médico sin perder los nervios- y ahora estamos a la espera de unos análisis para decidir otra posible operación. El edema cerebral es importante e inevitablemente el resultado de los análisis lleva su tiempo.
Rebus se sintió burlado y seguía enfadado; pero no era el caso descargar allí su enfado. Asintió con la cabeza y les volvió la espalda.
Mientras explicaba la situación a Rhona en la habitación vio una maleta y una bolsa grande junto a uno de los aparatos.
– Oye -dijo-, lo lógico es que te quedes en mi piso. Está a diez minutos y puedo dejarte el coche.
Ella negó con la cabeza.
– Hemos reservado habitación en el Sheraton.
– El piso está más cerca y no soy de los que cobran…
«Hemos», ¿había dicho? Rebus miró a Mickey, que no apartaba la vista de la cama, cuando en ese momento se abrió la puerta y entró un hombre bajo, fornido, con la respiración agitada y frotándose las manos para que vieran que acababa de lavárselas. Su frente era carnosa y surcada de arrugas, el cuello abultado y tenía un pelo oscuro tupido como una marea negra. Se detuvo al ver a Rebus.
– John -dijo Rhona-, te presento a Jackie, un amigo.
– Jackie Platt -dijo el hombre tendiendo su mano regordeta.
– Jackie se empeñó en traerme en coche cuando se enteró.
Platt se encogió tanto de hombros que casi hundió la cabeza entre ellos.
– No iba a dejarla venir sola.
– Son muchos kilómetros -dijo Mickey como animando a alguien a repetirlo.
– Y además están haciendo obras -añadió Jackie Platt asintiendo con la cabeza.
La mirada de Rebus se cruzó con la de Rhona, quien la desvió de inmediato para eludir reproches.
A Rebus aquel gordo le resultaba ajeno. Le parecía un personaje de otra película que estaba de más en el reparto.
– Se la ve muy tranquila, ¿no? -dijo el londinense acercándose a la cama y rozando con el reverso de la mano el brazo vendado de Sammy mientras Rebus hundía las uñas en la palma de las manos.
Platt lanzó un bostezo acto seguido.
– Rhona, ¿sabes qué?, no quiero ser descortés pero estoy reventado. ¿Nos vemos en el hotel?
Ella dijo que sí con la cabeza, como viendo el cielo abierto, mientras Platt cogía su maleta. Antes de salir, al pasar junto a ella, se metió la mano en el bolsillo y sacó un fajo de billetes.
– Y coge un taxi, ¿eh?
– De acuerdo, Jackie. Hasta luego.
– Adiós, cielo -dijo él apretándole la mano-. Hasta luego, Mickey. ¡Que haya suerte, John!
Antes de irse hizo un guiño arrugando la cara. Se produjo un breve silencio hasta que Rhona alzó la mano sin billetes.
– No digas nada, ¿vale?
– Nada más lejos de mi intención -contestó Rebus sentándose-. «Estoy reventado.» Discreción donde la haya.
– Vamos, Johnny -terció Mickey.
Johnny: Mickey era el único que le llamaba por el diminutivo para retrotraerse a la infancia. Miró a su hermano sonriendo. Mickey era terapeuta y sabía intervenir en situaciones semejantes.
– ¿Y el equipaje? -preguntó Rebus a Rhona.
– ¿Cómo?
– Si vais a un hotel, ¿por qué no lo habéis dejado en su coche?
– Es que yo había pensado quedarme aquí porque me dijeron que era posible, pero al verla… cambié de parecer.
Las lágrimas se escaparon de sus ojos emborronando el ya alterado maquillaje. Mickey le tendió un pañuelo.
– John, ¿tú crees que…? Oh, Dios mío, ¿cómo pudo suceder? -Lloraba ahora a lágrima viva; Rebus se le acercó y se puso en cuclillas ante ella cogiéndole las manos-. John, es lo único que tenemos. Lo único que hemos tenido.
– Aún la tenemos, Rhona. ¿No la ves?
– ¿Por qué ha tenido que sucederle a ella, a Samantha? ¿Por qué?
– Se lo preguntaré al tiparraco ése cuando dé con él, Rhona -dijo besándola en el pelo y mirando a Mickey-. Y te juro que lo encontraré.
Más tarde, cuando Ned Farlowe pasó a hacer una visita, Rebus le acompañó a la calle. Lloviznaba, pero era un respiro.
– Uno de los testigos oculares cree que fue deliberado -comentó Rebus.
– ¿Cómo… deliberado?
– Cree que el conductor quiso atropellada.
– Sigo sin entender.
– Escucha, hay dos hipótesis: que quisiera atropellar a un peatón, a cualquier persona, o que fuera a por Sammy. Iría siguiéndola y vio la ocasión cuando ella cruzaba la calle, pero como el semáforo estaba rojo se lo saltó y al ver que ella ya iba cerca del bordillo tuvo que dar un brusco golpe de volante para cambiar de carril.
– Pero ¿por qué?
Rebus le miró a los ojos.
– Esto es una conversación entre el padre de Sammy y su novio, ¿entendido? Quiero que te olvides de que eres periodista.
Farlowe sostuvo su mirada y asintió.
– He tenido enfrentamientos con Tommy Telford -dijo Rebus, y por su mente cruzó la imagen de los ositos de peluche: Pa Broon y el que llevaba en su coche Telford- y tal vez haya sido un aviso para mí -Telford o Tarawicz: cara o cruz-. O para ti, si has estado indagando asuntos relacionados con él.
– ¿Cree usted que mi libro…?
– No lo descarto. Yo investigo el caso Lintz… y tú también.
– ¿Se trata de alguien que quiere disuadirnos para que no continuemos haciéndolo?
Rebus pensó en Abernethy y se encogió de hombros.
– Por otra parte, Sammy trabaja con ex presidiarios y alguno de ellos podría guardarle rencor.
– ¡Santo Dios!
– ¿Te había comentado a ti si la seguía alguien? ¿O si había visto a alguien extraño rondar cerca de casa?
Lo mismo que había preguntado a los Drinic, pero la víctima ahora era otra.
Farlowe negó con la cabeza.
– Escuche -dijo-, hace cinco minutos yo estaba convencido de que era un accidente. Y ahora me viene usted con que se trata de un intento de asesinato. ¿Está seguro de lo que dice?
– Doy crédito a un testigo.
Pero le constaba también la tesis de Bill Pryde de que se trataba de un conductor borracho o loco y de que un espectador privilegiado con gafas interpretaba erróneamente lo que había visto. Sacó el dibujo.
– ¿Eso qué es?
– Lo que alguien vio anoche -dijo Rebus mostrándole la viñeta.
– ¿Qué modelo de coche es ése?
– Un Rover 600, un Ford Mondeo o alguno parecido verde oscuro. ¿Te dice algo?
Ned Farlowe negó con la cabeza y le miró.
– Puedo hacer averiguaciones, si quiere.
– Con una hija en coma tengo bastante.
El resto del personal había terminado la jornada y estaban solos Rebus y la jefa de Sammy, una mujer llamada Mae Crumley. La luz de media docena de lámparas de sobremesa iluminaba aquella desordenada oficina del cuarto y último piso del edificio en Palmerston Place. Rebus conocía el lugar porque cerca de allí hay una iglesia donde Alcohólicos Anónimos celebraba reuniones a las que él había acudido un par de veces. Aún notaba el sabor del whisky en el paladar, pero no era por haberse tomado ninguno; en horas diurnas, no. Tampoco había llamado a Jack Morton.
El lugar era más elegante de lo que Rebus pensaba, aunque las oficinas estaban instaladas en el exiguo perímetro de una buhardilla y casi no se podía estar de pie, por lo cual habían colocado los escritorios de un modo extraño.
– ¿Cuál es el de Sammy? -preguntó Rebus.
Mae Crumley señaló el que tenía a su lado, donde se veía la pantalla de un ordenador, hojas de papel, libros, folletos e informes repartidos entre la silla y el suelo.
– Trabaja demasiado -dijo Crumley-. Como todos nosotros.
Rebus dio un sorbo al café Hag que le había ofrecido.
– Cuando Sammy empezó a trabajar aquí -continuó la mujer- lo primero que dijo fue que su padre era policía. Nunca lo ocultó.
– ¿Y no tuvieron reparos en aceptarla?
– Ninguno -contestó Crumley cruzando los brazos.
Eran unos brazos fuertes, los de una mujer alta, pelirroja, con una cabellera larga y encrespada recogida por detrás con una cinta negra. Llevaba una blusa de hilo color avena y una cazadora vaquera; remataban sus ojos gris claro unas cejas depiladas en arco. Tenía la mesa relativamente despejada, pero porque ella solía quedarse más tiempo que los demás, como le dijo a Rebus.
– ¿Qué me dice de los clientes de Sammy? -preguntó Rebus-. ¿No habría alguno resentido?
– ¿Con ella o con usted?
– Conmigo a través de ella.
Crumley reflexionó.
– ¿Hasta el extremo de querer atropellada? Lo dudo mucho.
– Me gustaría ver la lista de sus clientes.
La mujer negó con la cabeza.
– Escuche… eso no puede hacerlo. Es de índole privada y usted lo sabe. Vamos a ver, ¿con quién hablo, con el padre de Sammy o con el policía?
– ¿Cree usted que es un ajuste de cuentas por mi parte?
– ¿Acaso no?
– Tal vez -dijo Rebus dejando la taza de café.
– Por eso no debería usted estar aquí haciendo averiguaciones -añadió ella con un suspiro-. Lo que más deseo es que Sammy se restablezca y vuelva, pero ¿qué le parece si entretanto yo indago lo que pueda? Hay más posibilidades de que se vayan de la lengua conmigo que si les interroga usted.
Rebus asintió con la cabeza.
– Se lo agradezco -dijo levantándose-. Gracias por el café.
En la calle miró la lista que en la iglesia le había entregado. La llevaba en el bolsillo aunque pocas veces la consultaba. Había una reunión en Palmerston Place dentro de hora y media, pero no le convenía porque seguramente entraría en un pub a matar el tiempo. Jack Morton le había llevado a Alcohólicos Anónimos y, aunque él no se había integrado plenamente, los casos de otros le habían impresionado.
– Tenía problemas en el trabajo, problemas con mi mujer y con mis hijos -contó un hombre en la terapia de grupo-. Problemas de dinero y de todo tipo. Con lo único que no tenía problemas era con la bebida, porque era un borracho.
Rebus encendió un cigarrillo y se dirigió a casa.
Se sentó en el sillón y pensó en Rhona. Tantas cosas que habían compartido durante años… hasta que todo acabó de pronto. Él había supeditado su matrimonio al trabajo y eso era algo que ella no le había perdonado. La última vez que se habían visto en Londres la encontró protegida bajo la coraza de su nueva vida y a él nadie le había dicho nada de Jackie Platt. Sonó el teléfono y lo cogió del suelo.
– Rebus.
– Soy Bill -dijo casi emocionado, cosa rara en él.
– ¿Qué has averiguado?
– Es un Rover 600 verde oscuro, «verde Sherwood», como dijo el dueño; robado ayer por la tarde una hora antes de la colisión más o menos.
– ¿Dónde?
– En un aparcamiento de pago de George Street.
– ¿Tú qué crees?
– Bueno, yo diría que hay varías posibilidades, por lo menos ahora sabemos la matrícula. El dueño lo denunció a las seis cuarenta de la tarde, pero como aún no ha aparecido el vehículo he dado la alerta.
– Dame la matrícula.
Pryde le dictó cifras y letras, Rebus le dio las gracias y colgó.
Pensaba en Danny Simpson, el que habían tirado delante de Fascinaron Street casi a la misma hora del atropello de Sammy. ¿Coincidencia? O doble aviso: para Telford y para él. Con lo cual Big Ger Cafferty se convertía en principal sospechoso. Llamó al hospital y le dijeron que la situación seguía estacionaria. Estaba Farlowe de visita y la enfermera le comentó que llevaba un ordenador portátil.
Le vino a la memoria Sammy de niña en una serie de imágenes aisladas. Había estado poco unido a ella. La vio en una serie de impresiones entrecortadas, como si fueran distintas secuencias empalmadas, y trató de no pensar en lo mal que lo había pasado cuando estaba con aquel Gordon Reeve…
Vio gente buena haciendo cosas malas y mala gente haciendo el bien, y trató de dividirla en dos grupos. Vio a Candice, a Tommy Telford y al señor Ojos Rosa y, como telón de fondo, Edimburgo. Vio la multitud que seguía viviendo su vida y la saludó. La gente sabía y sentía cosas que él nunca había sentido. Él pensaba que sabía lo suyo, y cuando era niño creía saberlo todo. Pero ya no pensaba igual. De lo único que uno puede estar seguro es del interior de su propio cerebro, y hasta en eso cabe equivocarse. «Ni siquiera me conozco a mí mismo», pensó. ¿Cómo iba a conocer a Sammy? Y a medida que pasaban los años la entendía menos aún.
Pensó en el bar Oxford. Aunque había dejado la bebida seguía yendo allí de vez en cuando a tomar Coca-Cola y café. Un local como el Oxford era algo más que un simple bar de copas. Era una terapia, un refugio, asueto y arte. Miró el reloj, pensando en acercarse, aunque tan sólo fuera a tomar un par de whiskies y una cerveza, algo que le reconciliara consigo mismo hasta la madrugada.
Volvió a sonar el teléfono y lo cogió.
– Buenas noches, John.
Rebus sonrió y se recostó en el sillón.
– Jack, debe de ser telepatía…
A media mañana Rebus fue al cementerio. Venía del hospital de ver a Sammy que seguía igual y no sabía cómo matar el tiempo…
– Hoy hace algo más de frío, inspector -dijo Joseph Lintz arrodillado, incorporándose y alzándose las gafas hasta el puente de la nariz.
Sus rodilleras acusaban la humedad. Guardó la azadilla en la bolsa de plástico junto a la cual había unos tiestos con plantas.
– ¿No acabará la helada con ellas? -preguntó Rebus y Lintz se encogió de hombros.
– Acaba con todos; la juventud es efímera.
Rebus volvió la vista hacia otra parte. No estaba para juegos de palabras. El cementerio de Warriston era grande. En ocasiones anteriores había sido para él como un libro de historia escrito en lápidas sobre el Edimburgo decimonónico; pero aquel día se le antojaba una incongruencia que recordaba lo perecedero. Los únicos seres vivos allí eran ellos dos. Lintz sacó el pañuelo.
– ¿Viene a hacerme más preguntas? -dijo.
– No exactamente.
– ¿De qué se trata, entonces?
– La verdad, señor Lintz, es que tengo otras preocupaciones.
El anciano le miró.
– ¿No será que empieza a aburrirle toda esta arqueología, inspector?
– No acabo de entender que plante antes de las primeras heladas.
– Bueno, no creo que después pueda plantar mucho, ¿no? Y a mi edad… cualquier día voy a la sepultura, pero me agrada pensar que me sobreviven unas florecillas en la tierra que me cubra.
Llevaba casi cincuenta años viviendo en Escocia y aún había veces en que se le escapaba un deje extraño que contrastaba con el acento local y peculiaridades de expresión y entonación que no abandonarían a Joseph Lintz hasta la hora de su muerte; recuerdos de su existencia pretérita.
– ¿Así que hoy no hay preguntas? -Rebus negó con la cabeza-. Sí que es verdad, inspector, parece preocupado. ¿Es algo en lo que yo pueda ayudarle?
– ¿En qué sentido?
– ¿Cómo puedo saberlo? Pero, con preguntas o sin preguntas, el caso es que ha venido aquí. Supongo que tendrá sus motivos.
Un perro saltó entre las hierbas, pisoteando las hojas caídas y olisqueando la tierra. Era un labrador amarillo, lustroso y de pelo corto. Lintz se revolvió hacia él casi enfurecido. Era evidente que los perros no le gustaban.
– Estaba pensando -dijo Rebus- de lo que sería usted capaz.
Lintz le miró perplejo.
El perro comenzó a escarbar y el anciano se agachó a coger una piedra que lanzó contra el animal sin acertarle. En aquel momento apareció el dueño, un joven delgado de pelo corto.
– ¡Ese bicho tiene que ir atado! -vociferó Lintz.
– ¡Jawohl! -le espetó el joven dando un taconazo y pasando a su lado riéndose.
– Ya ve que soy famoso -comentó Lintz, apaciguado tras el estallido- por culpa de los periódicos. -Miró al cielo y parpadeó-. Me llegan por correo mensajes de odio y el otro día a un coche que estaba aparcado delante de mi casa le rompieron el parabrisas de un ladrillazo creyendo que era el mío. Ahora los vecinos no se atreven a aparcar allí.
Hablaba como el anciano que era, un tanto cansado y derrotado.
– Es el peor año de mi vida -dijo mirando al parterre que acababa de hacer. La tierra recién removida era negra y sustanciosa como migajas de tarta de chocolate y en ella se retorcían unas lombrices buscando nuevos escondrijos-. Y empeorará, ¿no cree?
Rebus se encogió de hombros. Tenía los pies fríos y notaba la humedad calándole los zapatos. Estaba en el paseo de tierra y Lintz unos centímetros por encima en el césped, pero a pesar de ello el anciano no le llegaba a la cabeza. Era un viejo bajito, eso es lo que era, un anciano a disposición suya para escrutarlo, hablar con él, ir a su casa y ver las pocas fotografías que le quedaban -según decía- de los buenos tiempos.
– ¿Por qué ha vuelto por aquí? -preguntó-. ¿Qué dijo antes…, que yo era capaz de…?
Rebus le miró.
– No tiene importancia; el perro me ha dado la respuesta.
– ¿La respuesta a qué?
– A su forma de actuar con el enemigo.
Lintz sonrió.
– No me gustan los perros, es cierto, pero no haga falsas interpretaciones, inspector. Deje eso a los periodistas.
– Su vida sería más fácil sin perros, ¿no?
Lintz se encogió de hombros.
– Sí, claro.
– ¿Y más fácil también sin mí?
Lintz frunció el ceño.
– Si no fuera usted, sería otro, un palurdo como el inspector Abernethy.
– ¿Qué piensa de lo que le dijo?
Lintz parpadeó.
– No estoy muy seguro. También un tal Levy quería verme, pero me negué a hablar con él. Es uno de los pocos privilegios que conservo.
Rebus cambió el peso de un pie a otro tratando de calentárselos.
– Tengo una hija, ¿no se lo había dicho?
– Quizá lo mencionase -respondió Lintz desconcertado.
– ¿Sabe o no que tengo una hija?
– Sí… Vamos, sí, creo que lo sabía.
– Pues bien, señor Lintz, anteanoche intentaron matarla, o herirla gravemente y está en el hospital inconsciente. Eso es lo que me preocupa.
– Lo siento. ¿Cómo…? Quiero decir, ¿usted qué…?
– Yo creo que alguien quiso hacerme una advertencia.
Lintz abrió los ojos desmesuradamente.
– ¿Y usted me cree a mí capaz de una cosa así? Dios mío, pensaba que habíamos llegado a entendernos, un poco, al menos.
Rebus reflexionó diciéndose lo fácil que resultaba fingir si es una costumbre de cincuenta años y pensó lo sencillo que era endurecerse para matar a un inocente…, o al menos ordenar su muerte; bastaba con una simple orden, cuatro palabras a otro para que la ejecute. Puede que Lintz fuese capaz de hacerle eso. Quizá le resultaba tan fácil como a Josef Linzstek.
– Quiero que sepa -dijo Rebus- que las amenazas no me asustan. Todo lo contrario.
– Es bueno que sea usted fuerte. -Rebus trató de desentrañar el sentido de aquellas palabras-. Me voy a casa. ¿Viene a tomar un té?
Fueron en el coche de Rebus. Él, mientras Lintz se afanaba en la cocina, se sentó en el estudio y se puso a hojear unos libros que había en el escritorio.
– Historia antigua, inspector -dijo Lintz al entrar con la bandeja, pues siempre se negaba a que le ayudasen-. Otra de mis aficiones. Me fascina la coincidencia entre historia y ficción. -Eran libros sobre Babilonia-. Babilonia es un hecho histórico, claro, pero ¿y la torre de Babel?
– ¿La canción de Elton John? -comentó Rebus.
– Usted, siempre haciendo chistes -dijo Lintz alzando la vista-. ¿De qué tiene miedo?
Rebus cogió su taza.
– Sí que he oído hablar de los jardines colgantes de Babilonia -dijo dejando el libro en la mesa-. ¿Qué otras aficiones tiene?
– La astrología, los fantasmas y lo desconocido.
– ¿Le ha acosado alguna vez un fantasma?
– No -contestó Lintz risueño.
– ¿Le divertiría que le acosara?
– ¿El de setecientos campesinos franceses? No, inspector, no me gustaría nada. Fue la astrología lo que me llevó a los caldeos que procedían de Babilonia. ¿Ha oído hablar de los guarismos babilónicos…?
Lintz sabía cambiar de conversación a su conveniencia, pero Rebus no pensaba dejárselo pasar esta vez y aguardó a que se llevara la taza a los labios.
– ¿Ha intentado matar a mi hija?
Lintz dio un sorbo sin responder.
– No, inspector -dijo al cabo con voz tranquila.
Quedaban Telford, Tarawicz y Cafferty. Pensó en Telford, arropado por La familia y ansioso de verse a la altura de los grandes. ¿Qué diferencia había entre una guerra de bandas y una de verdad? También eran soldados que cumplían órdenes -disparando contra un paisano o atropellando a un peatón- y tenían que demostrar su valor o perder la cara quedando como cobardes. Se dio cuenta de que no era el conductor en sí lo que él quería, sino al inductor del atropello. El razonamiento a que recurría Lintz en defensa de Linzstek era que el joven teniente cumplía órdenes y que la culpa era de la guerra, como si los seres humanos no tuvieran voz ni voto…
– Inspector -dijo el anciano-, ¿cree que Linzstek soy yo?
– Estoy convencido -replicó Rebus asintiendo con la cabeza.
– Pues deténgame -añadió Lintz con una sonrisa irónica.
– Aquí viene el puritano -dijo el padre Conor Leary-. A apoderarse de la bendita, Guinness de Irlanda. ¿O sigues deleitándote en tu abstinencia? -añadió entornando los ojos.
– Hago lo que puedo -dijo Rebus.
– Bien, no te tentaré, entonces -comentó Leary sonriente-. Pero ya me conoces, John, y, aunque no soy quién para decirlo, un traguito no hace mal a nadie.
– El problema es que con muchos traguitos se acaba cayendo.
El padre Leary se echó a reír.
– ¿Acaso no somos todos caídos? Anda, pasa.
El padre Leary, párroco de la iglesia católica de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, hizo pasar a Rebus a la cocina.
– Anda, hombre, siéntate. Hace mucho tiempo que no nos veíamos. Pensaba que me habías olvidado -dijo el cura yendo a la nevera a por una lata de Guinness.
– ¿Tiene una farmacia como pluriempleo? -preguntó al sacerdote, que se le quedó mirando. Rebus señaló con la cabeza hacia la nevera-. Lo digo porque la tiene abarrotada de medicinas.
El padre Leary alzó los ojos al cielo.
– A mi edad vas al médico por una gripe y te da fármacos para todos los males habidos y por haber porque piensan que así los viejos se quedan más tranquilos -añadió cogiendo un vaso que dejó junto a la lata.
Rebus notó la presión de su mano en el hombro.
– Siento muchísimo lo de Sammy.
– ¿Cómo se ha enterado?
– Leí su nombre esta mañana en uno de esos periodicuchos. -El padre Leary se sentó-. Decía que el conductor se dio a la fuga.
– Y se dio a la fuga -repitió Rebus.
El sacerdote meneó desalentado la cabeza rascándose despacio el pecho. Tendría casi setenta años, aunque no confesaba la edad. Era fornido, con una pelambrera plateada y por las orejas, la nariz y el alzacuello le asomaban pelos canosos. Parecía querer estrujar con las manos la lata de Guinness, pero acabó por servirse con delicadeza, casi con reverencia.
– Es horrible -dijo despacio-. Está en coma, ¿no?
– No hasta que lo dictaminen los médicos. -Rebus carraspeó-. Sólo ha transcurrido día y medio.
– Ya sabes lo que dicen los creyentes cuando sucede una cosa así
– añadió el padre Leary-. Es una prueba, una manera de hacernos más fuertes. -La espuma de la Guinness había bajado a su punto; dio un sorbo y se relamió complacido-. Es lo que se dice, aunque quizá no sea lo que se piense -añadió mirando el vaso.
– A mí no me ha fortalecido. He vuelto al whisky.
– Es comprensible.
– Hasta que un amigo me recordó que era un escapismo apático, cobarde.
– ¿Quién dice que no tenga razón?
– Faint-Heart & the Sermon -dijo Rebus sonriendo.
– ¿Quién?
– Una canción, pero quizá también nosotros.
– Anda ya, nosotros somos dos simples amigos de chachara, nada de sermón. Bien, ¿cómo lo estás afrontando, John?
– No lo sé. -Hizo una pausa-. Creo que no fue un accidente. Y el inductor… no es a Sammy a la primera mujer a quien intenta destruir. -Rebus le miró a los ojos-. Voy a matarle.
– Pero de momento no lo has hecho…
– Ni siquiera me lo he echado a la cara.
– ¿Porque te preocupa que puedas hacerlo?
– O no hacerlo. -Sonó el móvil de Rebus, e hizo un gesto de modo de disculpa.
– John, soy Bill.
– Dime.
– Es un Rover 600 verde.
– Bien, ¿y qué?
– Lo hemos encontrado.
El coche estaba mal aparcado delante del cementerio de Piershill con una multa en el parabrisas fechada la víspera por la tarde. Si alguien hubiese intentado abrirlo habría visto que la portezuela del conductor no estaba cerrada, y puede que lo hubieran hecho porque dentro no quedaba nada; ni monedas, ni mapas, ni casetes. Habían arrancado la carcasa del radiocasete y no había llave de contacto. Ya estaba allí la grúa para llevárselo.
– Les he pedido un favor a los de Howdenhall -dijo Bill Pryde- y me han prometido hacer hoy mismo el examen de huellas.
Rebus examinó la parte derecha del capó y vio que no había abolladuras ni señales de que el vehículo hubiese sido utilizado como ariete para embestir a su hija.
– John, creo que vamos a necesitar que nos des permiso.
– ¿Para?
– Para tomar las huellas a Sammy en el hospital.
Rebus miró el morro del coche y sacó el dibujo. Cierto; había estirado el brazo y era posible que hubiera dejado las huellas.
– Desde luego -dijo-. No hay problema. ¿Crees que es este el coche?
– Lo sabré cuando tengamos el resultado de las huellas.
– Roban un coche -dijo Rebus-, atropellan a una persona y lo dejan abandonado tres kilómetros más allá. -Miró a su alrededor-. ¿Conocías esta calle? -Pryde negó con la cabeza-. Yo tampoco.
– ¿Viviría por aquí el ladrón?
– Lo que no me explico es para qué lo robarían.
– Para cambiar la matrícula y venderlo -sugirió Pryde-. O quizá simplemente por divertirse conduciendo.
– Los que roban coches para dar una vuelta no lo dejan de esta manera.
– No, pero en este caso debieron asustarse al atropellar a una persona.
– ¿Y siguieron hasta aquí antes de decidirse a abandonarlo?
– Quizá lo robaron para cometer un delito…, para atracar una gasolinera y como atropellaron a Sammy cambiaron de idea. A saber si iban a dar el golpe en esta parte de la ciudad…
– O el golpe era para Sammy.
Pryde le puso la mano en el hombro.
– A ver qué dicen los de la científica, ¿vale?
Rebus le miró.
– ¿Tú excluyes esa posibilidad?
– Escucha, es comprensible que sospeches eso, pero hasta ahora no tienes más que la palabra de un estudiante. Hay otros testigos, John; he vuelto a interrogarlos y todos dicen lo mismo, que el conductor debió de perder el control. Eso es todo.
Notó un tonillo de irritación en la voz de Pryde explicable por tantas horas ininterrumpidas de servicio.
– ¿Te dan esta tarde el resultado en Howdenhall?
– Eso han dicho. Te llamaré enseguida, ¿de acuerdo?
– Llámame al móvil -añadió Rebus-. Estaré por ahí. -Miró a un lado y a otro-. Hace poco hubo un incidente en el cementerio de Piershill, ¿verdad?
– Unos crios que profanaron unas tumbas -contestó Pryde asintiendo con la cabeza.
Rebus lo recordaba ahora.
– Las de judíos nada más, ¿verdad?
– Me parece que sí.
Y allí, en la tapia junto a la entrada se veía la misma pintada: «No ayudáis».
Era ya tarde avanzada cuando Rebus se dirigió en coche a Fife, no por la M90, sino por la M8 que discurre en dirección oeste hacia Glasgow. Había estado media hora en el hospital y otra hora y media con Rhona y Jackie Platt, cenando en el Sheraton. Acudió a la cita con camisa limpia y traje, no fumó un solo cigarrillo y no bebió más que una botella de agua Highland Spring.
A Sammy tenían que hacerle nuevos análisis y el neurólogo los había recibido en su despacho para explicarles en qué consistían y advertirles que seguramente tendrían que operarla de nuevo. Apenas recordaba las explicaciones del médico, y los detalles que Rhona le había pedido a título de orientación tampoco habían disipado sus dudas.
La cena fue tediosa. Jackie se dedicaba a la venta de coches usados.
– Lo más rentable, John, es la sección necrológica. Repaso los periódicos e inmediatamente voy a ver si el muerto tenía coche para hacer una oferta dinero en mano.
– Sammy no tiene coche, lo siento -dijo Rebus haciendo que Rhona dejase caer en el plato tenedor y cuchillo.
Al terminar la cena ella le acompañó al coche y le agarró con fuerza del brazo.
– Detén a ese hijo de puta, John. Quiero mirarle a la cara. Coge al cabrón que nos ha hecho esto -añadió echando fuego por los ojos.
Rebus asintió con la cabeza. Rolling Stones: Just Wanna See His Face. Él también quería verle la cara.
La M8, que en horas punta llegaba a ser un horror, de noche tenía poco tráfico. Sabía que llevaba buena media de velocidad y que no tardaría en divisar la silueta de Easterhouse. No oyó sonar el teléfono a la primera por culpa de Wishbone Ash, pero lo cogió cuando terminaba la canción Argus.
– Rebus.
– John, soy Bill.
– ¿Qué has averiguado?
– Los de huellas se han portado. Hay bastantes, por fuera y por dentro. En diversos grupos. -Hizo una pausa y Rebus creyó que se había cortado la comunicación-. En el capó hay una muy clara de la palma y los dedos…
– ¿De Sammy?
– Sin ninguna duda.
– Entonces, ese es el coche.
– Hemos tomado las del dueño para descartarlo. Así que…
– No podemos respirar tranquilos, Bill. El coche estaba sin cerrar frente al cementerio y no sabemos si no lo limpiaron allí.
– El dueño dice que no había quitado la carcasa del radiocasete. Y también faltan media docena de cintas, una caja de paracetamol, recibos de gasolina y un mapa de carreteras. Sí, lo limpiaron; el cabrón ese o unos rateros.
– Por lo menos sabemos que es el coche que buscábamos.
– Mañana volveré a comprobar con Howdenhall si hay más huellas para compararlas. E indagaré en los alrededores de Piershill por si alguien vio quién lo abandonaba.
– Pero antes duerme algo, ¿eh?
– Eso no me lo quita nadie. ¿Y tú?
– ¿Yo? -Llevaba en el estómago los dos cafés solos de después de cenar y en la cabeza la preocupación del asunto que le había llevado allí-. Me acostaré de aquí a un rato, Bill. Mañana hablaremos.
En las afueras de Glasgow se dirigió a la cárcel Barlinnie.
Había llamado antes para estar seguro de que le recibirían, pues aunque no era hora de visitas había inventado una historia sobre una investigación por homicidio con el pretexto de «indagaciones de seguimiento».
– ¿A esta hora de la noche?
– Amigo, el lema de la policía de Lothian y Borders es la justicia nunca duerme.
Tampoco dormiría mucho Morris Gerald Cafferty. Rebus se lo imaginaba tumbado boca arriba con la cabeza apoyada en las manos escrutando la oscuridad y tramando una venganza. Dándole vueltas en la cabeza sobre el modo de conservar su imperio y contrarrestar el peligro que representaban los Tommy Telford. Rebus sabía que Cafferty enviaba mensajes a sus banda de Edimburgo por medio de un abogado, un hombre de mediana edad que vestía de punta en blanco y que vivía en el barrio elegante de New Town. En contraste, pensó en el letrado de Telford, Charles Groal, joven y agudo como su patrón.
– Hola, Hombre de paja.
Le esperaba ya en el locutorio con los brazos cruzados y la silla bien separada de la mesa. Y le saludó, como de costumbre, por su apodo.
– Qué agradable sorpresa, dos visitas en una semana. No me diga que viene con otro recadito del polaco.
Rebus se sentó frente a él.
– Tarawicz no es polaco -dijo mirando al guardián de la puerta y bajando la voz-. A otro de los muchachos de Telford le han hecho una faena.
– Qué estúpido.
– Casi pierde el cuero cabelludo. ¿Buscas guerra?
Cafferty acercó la silla a la mesa y se inclinó hacia Rebus.
– Yo nunca me he echado atrás peleando.
– También han hecho daño a mi hija y, curiosamente, poco después de nuestra charla del otro día.
– ¿Cuánto daño?
– La han atropellado.
Cafferty reflexionó.
– Yo no ataco a neutrales.
Bien, pensó Rebus; pero no tan neutral porque él la había empujado al campo de batalla.
– Convénceme -dijo.
– ¿A tenor de qué?
– A causa de la conversación que sostuvimos… Por lo que me pediste.
– ¿Telford? -suspiró y se recostó un instante en la silla pensativo. Cuando se inclinó de nuevo, sus ojos taladraron a Rebus-. Olvida una cosa: que yo también perdí un hijo. ¿Me cree capaz de hacerle eso a un padre? Capaz soy de muchas cosas, Rebus, pero de eso no. Nunca.
Rebus sostuvo la mirada.
– Vale -dijo.
– ¿Quiere que averigüe quién ha sido?
Rebus asintió pausadamente.
– ¿Es su precio?
Rhona había dicho: «Quiero mirarle a la cara». Rebus negó con la cabeza.
– Quiero que me lo entregues. Eso es lo que quiero que hagas; cueste lo que cueste.
Cafferty apoyó con parsimonia las manos en las rodillas.
– ¿Sabe que probablemente es cosa de Telford?
– Sí. Eso si no es cosa tuya.
– En ese caso, ¿lo trincará?
– Por todos los medios.
Cafferty sonrió.
– Pero sus medios no son los míos.
– Si tú lo coges antes, lo quiero vivo.
– ¿Y mientras, va a estar de mi parte?
– Estoy de tu parte -respondió Rebus mirándole a la cara.
Al día siguiente, a primera hora, Rebus recibió una llamada del Departamento de Investigación Criminal (DIC) de Leith, informándole que Joseph Lintz había muerto. La mala noticia era que parecía homicidio pues habían encontrado el cadáver colgado de un árbol en el cementerio de Warriston.
Cuando llegó al escenario del crimen estaban acordonándolo mientras el médico comentaba que la mayoría de los suicidas no se dan un golpe violento en la cabeza antes de hacer sus preparativos.
Antes de que depositaran el cadáver de Joseph Lintz en una funda de plástico Rebus echó una ojeada a su rostro. No era la primera vez que veía un anciano muerto; casi todos tenían aspecto sereno con cara reluciente, casi infantil. Pero la de Joseph Lintz denotaba sufrimiento y no desprendía serenidad.
– Tendrás que venir a darnos las gracias -dijo un hombre acercándose a él.
Tenía los hombros caídos bajo una gabardina azul y avanzaba con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos. Su cabello era canoso, recio y espeso y su tez casi ictérica correspondía a los vestigios de un bronceado de vacaciones.
– ¿Cómo estás, Bobby? -saludó Rebus.
Bobby Hogan era del DIC de Leith.
– Volviendo a mi primer comentario, John…
– ¿De qué tengo que daros las gracias?
Hogan señaló con la barbilla la bolsa de plástico.
– De haberte librado del señor Lintz. No irás a decirme que te divertía escarbar en ese asunto.
– La verdad es que no.
– ¿Tienes idea de quién habrá querido su muerte?
Rebus lanzó un resoplido.
– ¿Por dónde quieres que empiece?
– Bueno, podemos descartar lo habitual, ¿no? -dijo Hogan alzando tres dedos-. No es un suicidio, los atracadores no se complican tanto la vida y, desde luego, accidente tampoco es.
– Alguien con un propósito, sin duda.
– Pero ¿qué propósito?
Los policías examinaban con minuciosidad el escenario del crimen llenándolo con su presencia y sus voces. Rebus hizo una seña a Hogan para que le siguiera y fueron hacia el fondo del cementerio, al sector que a Lintz tanto le gustaba. A medida que avanzaban había más matojos y hierbas entre las tumbas.
– Estuve aquí con él ayer por la mañana -dijo Rebus-. Yo no sé si a diario, pero casi todos los días venía al cementerio.
– Hemos encontrado una bolsa con útiles de jardinería.
– Le gustaba plantar flores.
– Luego, si sabían que vendría, le estarían esperando…
– Es un asesinato -dijo Rebus asintiendo con la cabeza.
– Pero ¿por qué ahorcarle? -preguntó Hogan pensativo.
– Tal como hicieron ellos en Villefranche. A los más ancianos del pueblo los colgaron en la plaza.
– Dios -exclamó Hogan deteniéndose-. Ya sé que llevas otro caso, John, pero ¿no podrías echarme una mano en éste?
– En lo que pueda.
– En principio me basta con una lista de posibles implicados.
– ¿Qué te parece una vieja que vive en Francia y un historiador judío que usa bastón?
– ¿Eso es todo?
– Bueno, y yo. Ayer le acusé de sopetón del intento de asesinato a mi hija. -Hogan se le quedó mirando-. Pero no creo que estuviera implicado. -Rebus hizo una pausa pensando en Sammy; había llamado al hospital y seguía inconsciente, el vocablo «coma» continuaba excluido del diagnóstico-. Otra cosa: un tal Abernethy de la Brigada Especial estuvo aquí hablando con Lintz.
– ¿Qué relación existe?
– Abernethy coordina las diversas investigaciones sobre crímenes de guerra pero es un veterano de la calle, no el clásico burócrata.
– Es extraño que le encomienden esa tarea -Rebus asintió con la cabeza-, pero no es para sospechar de él.
– Yo te digo lo que sé, Bobby. Podemos buscar en casa de Lintz por si encontramos una carta de amenaza de las que supuestamente le enviaban.
– ¿ Supuestamente?
Rebus se encogió de hombros.
– Con Lintz no se podía estar seguro de que dijera la verdad. ¿Tú qué crees que sucedió?
– Por lo que tú dices, supongo que llegaría aquí como de costumbre para cuidar sus plantas, a juzgar por su atuendo, y alguien estaría esperándole. Le dieron un golpe en la cabeza, le pasaron la soga al cuello y lo colgaron del árbol. La cuerda estaba sujeta a una lápida.
– ¿Murió ahorcado?
– Eso dice el médico a la vista de la hemorragia ocular. ¿Cómo lo llaman…?
– Manchas de Tardieu.
– Eso es. Le golpearían para atontarle, aunque también tiene arañazos y cortes en la cara, como si en el suelo le hubiesen pateado.
– Lo dejaron sin sentido, le golpearon en la cara y lo colgaron.
– Menudo odio le tenían…
Rebus miró a su alrededor.
– Alguien con ínfulas teatrales.
– Y sin temor al riesgo. No viene mucha gente por aquí, pero es un lugar público y además el árbol está a la vista y alguien podría haber pasado en ese momento.
– ¿A qué hora debió de ser?
– A las ocho u ocho y media. Supongo que el señor Lintz quiso hacer sus tareas de jardinero con la primera luz del día.
– Si era una cita concertada quizá viniera antes -dijo Rebus.
– Pero, en tal caso, ¿por qué con las herramientas?
– Porque pensaría que cuando amaneciera ya habría concluido la entrevista.
Hogan no parecía muy convencido.
– Y si fue una cita -añadió Rebus- en casa de Lintz tal vez haya constancia.
Hogan le miró y asintió con la cabeza.
– ¿Vamos en tu coche o en el mío?
– Vamos antes a coger las llaves.
Regresaron al lugar del asesinato y salvaron el declive.
«Hurgar en los bolsillos de los muertos. ¿Por qué no lo mencionarán en el reclutamiento?» pensó Hogan.
– Ayer estuve aquí porque él me invitó a tomar el té -dijo Rebus.
– ¿No tenía familia?
– No.
Hogan se detuvo en el vestíbulo y echó una ojeada.
– Es un caserón -dijo. -¿Qué será del dinero cuando se venda?
– Podemos repartírnoslo -dijo Rebus mirándole.
– O podemos mudarnos aquí. El sótano y la planta baja para mí y para ti la primera y segunda.
Hogan sonrió y abrió una de las puertas del pasillo que daba a un despacho.
– Aquí podría instalar mi dormitorio -dijo al entrar.
– Siempre que venía a verle me llevaba arriba.
– Pues adelante. Miramos un piso cada uno y después cambiamos.
Rebus comenzó a subir la escalera pasando la mano por la barandilla barnizada y sin una mota de polvo. Las mujeres de la limpieza solían ser una fuente preciosa de información.
– Si encuentras un talonario -gritó a Hogan-, busca pagos periódicos a una asistenta.
En el descansillo del primer piso había cuatro puertas. Dos eran de dormitorios, la otra de un cuarto de baño y la cuarta daba paso al estudio en que Rebus interrogaba al anciano y escuchaba las máximas filosóficas con que él le contestaba.
– ¿Cree usted, inspector, que hay componentes genéticos en la culpabilidad? ¿O es adquirida? -le dijo en una ocasión.
– ¿Importa acaso? -replicó Rebus.
Lintz asintió con la cabeza y sonrió como si fuese la respuesta de un alumno aplicado.
La habitación era amplia y con pocos muebles pero tenía enormes ventanales, limpiados no hacía mucho y con vistas a la calle. En las paredes había grabados enmarcados y cuadros. Al no ser Rebus experto en arte, no podía determinar si eran originales de valor o baratijas, pero uno de los óleos le gustaba: representaba a un viejo harapiento de pelo blanco sentado en una peña en pleno desierto con un libro abierto en el regazo, que miraba horrorizado o pasmado una luz que desde el cielo se derramaba sobre él. Debía de ser un tema bíblico, aunque Rebus no acababa de situarlo, pero sí reconocía aquella mirada: era igual que la de los acusados al ver que se desmoronaba una habilidosa coartada.
Sobre la chimenea de mármol había un gran espejo con marco dorado. Se miró en él; vio aquella pieza a sus espaldas y comprendió que él desentonaba allí.
Había un dormitorio para invitados y en el otro, el de Lintz, flotaba un suave aroma a linimento; en la mesilla vio media docena de frascos y un montón de libros. La cama estaba hecha y con un albornoz encima. Lintz era hombre metódico y aquella mañana no había salido precipitadamente.
En el segundo piso encontró otros dos dormitorios y un servicio. En uno de los cuartos había un leve olor a humedad y vio manchas en el techo. Pensó que Lintz no tendría muchos invitados ni prisas por arreglarlo. Al salir al descansillo observó que faltaba un trozo de barandilla que habían apoyado en la pared. Una casa como aquella debía de requerir continuas reparaciones.
Fue a la planta baja mientras Hogan miraba en el sótano. La cocina tenía una puerta que daba al jardín trasero: un patio con losas de piedra, césped lleno de hojas muertas y hiedra para preservar la intimidad.
– Mira qué he encontrado -dijo Hogan saliendo del trastero de la cocina con un trozo de soga deshilachada en la punta.
– ¿Crees que coincidirá con la del nudo corredizo? En ese caso el asesino la cogió aquí.
– Lo que significa que Lintz lo conocía.
– ¿Has encontrado algo en el despacho?
– Nos va a dar bastante trabajo. Hay una agenda de direcciones con numerosas anotaciones, aunque casi todas son muy antiguas.
– ¿Cómo lo sabes?
– Por los prefijos telefónicos.
– ¿Tiene ordenador?
– Ni una simple máquina de escribir. Gastaba papel carbón para dejar copia de la correspondencia, y hay muchas cartas a su abogado.
– ¿Pidiéndole acallar a los medios de comunicación?
– A ti también te nombra un par de veces. ¿Has encontrado algo arriba?
– Ve tú a echar un vistazo mientras yo miro en el despacho.
Rebus subió la escalera, se detuvo en la puerta del despacho contemplándolo y a continuación fue a sentarse al escritorio haciéndose la idea de que era el suyo. ¿Qué haría en tal caso? Despachar los asuntos del día. Había dos muebles archivadores, pero para examinarlos era necesario levantarse y él era un anciano. Lo lógico es que Lintz guardase en ellos la correspondencia pasada; los papeles más recientes los tendría a mano.
Abrió los cajones y encontró la agenda mencionada por Hogan, cartas y una cajita de rapé con el polvo solidificado. Ni aquel pequeño vicio se había concedido Lintz. En el cajón inferior había unas carpetas de archivo. Cogió la rotulada «General/Casa» y vio que contenía facturas y garantías. Vio un sobre grande marrón con las letras BT. Lo abrió y sacó los recibos del teléfono del año en curso; el más reciente estaba encima, pero le decepcionó ver que no incluía el desglose de las llamadas, aunque curiosamente sí que figuraba en los demás. Lintz era meticuloso y en cada una de ellas había escrito el nombre, repasando la suma a pie de página del montante que le cargaba British Telecom. Todo el año igual hasta… hacía muy poco. Rebus frunció el ceño y advirtió que faltaba el penúltimo estadillo. ¿Lo habría traspapelado el anciano? Le extrañaba. Una factura de menos habría sido un caos inaceptable en el mundo rutinario de Lintz. Tenía que estar en alguna parte.
Pero no pudo encontrar el maldito recibo.
Toda la correspondencia era con abogados u organizaciones y comités benéficos de Edimburgo y no había una sola carta personal; estaban las de su dimisión a los diversos comités, y Rebus pensó si no habría sido por efecto de presiones. Edimburgo llegaba a ser cruel y frío a ese respecto.
– ¿Qué? -dijo Hogan asomando la cabeza por la puerta.
– Estaba pensando…
– ¿Qué?
– Si añadiésemos un invernadero junto a la cocina…
– Perderíamos espacio del jardín -comentó Hogan entrando y apoyándose en la mesa-. ¿Has encontrado algo?
– Falta una factura del teléfono y de buenas a primeras comienza a recibirlas sin desglose de llamadas.
– Habrá que indagar eso -asintió Hogan-. Yo he encontrado un talonario en el dormitorio y en las matrices aparece un pago mensual de sesenta libras a nombre de E. Forgan.
– ¿En qué sitio del dormitorio?
– Lo tenía como señal entre las páginas de un libro -dijo Hogan abriendo el primer cajón y sacando la agenda de direcciones.
Rebus se levantó.
– Es una calle de gente de dinero. No creo que haya muchos vecinos que se hagan ellos mismos la limpieza.
Hogan cerró la agenda.
– La dirección de E. Forgan no la tiene. ¿La sabrán los vecinos?
– Los vecinos de Edimburgo lo saben todo, pero suelen callárselo.
Los vecinos de Joseph Lintz eran una artista y su esposo por un lado, y un abogado jubilado y su esposa por el otro. La artista tenía una mujer de la limpieza llamada Ella Forgan cuya dirección y teléfono les facilitó. Vivía en East Claremont Street.
De aquellas dos entrevistas la única información que recogieron fue sorpresa y horror por la muerte de Lintz y elogios al apacible y cortés vecino que todos los años enviaba una felicitación por Navidad y que en julio, un domingo por la tarde, les invitaba a una copa. No podían afirmar con exactitud si se ausentaba mucho porque era un hombre que salía de vacaciones sin avisar a nadie, salvo a la señora Forgan. Visitas, recibía pocas; o al menos era lo que ellos habían advertido, lo que, en resumidas cuentas, venía a ser lo mismo.
– ¿Hombres? ¿Mujeres? ¿O las dos cosas? -preguntó Rebus.
– Yo diría que las dos cosas -contestó la artista pensándoselo-. Realmente, sabíamos muy poco de él teniendo en cuenta que éramos vecinos hace más de veinte años…
Ah, algo también característico de Edimburgo; al menos en aquella clase de barrio. La riqueza era algo muy privado en la ciudad, no un objeto de presunción llamativo, sino una condición discretamente a resguardo tras los muros de piedra.
Rebus y Hogan celebraron conferencia al salir.
– Yo llamaré a la mujer de la limpieza para ver si puedo hablar con ella en la casa -dijo Hogan mirando hacia la puerta de entrada.
– Me gustaría saber de dónde sacó el dinero para comprar una casa como ésta -comentó Rebus.
– No resultará fácil de averiguar.
Rebus asintió con la cabeza.
– Deberíamos empezar por el abogado. ¿Y la agenda de direcciones? ¿No valdría la pena localizar a alguno de sus escurridizos amigos?
– Pues sí -contestó Hogan poco animado por la perspectiva.
– Yo averiguaré lo de los recibos de teléfono -dijo Rebus-, a ver si nos da alguna pista.
Hogan asintió con la cabeza.
– No olvides pasarme copia de tu documentación. ¿Tienes algo más entre manos en este momento?
– Bobby, si el tiempo fuese dinero, estaría empeñado con todos los prestamistas de Edimburgo.
Mae Crumley llamó a Rebus al móvil.
– Creí que ya no se acordaba de mí -dijo a la jefa de Sammy.
– Inspector, soy simplemente metódica y supongo que lo prefiere. -Rebus se detuvo en un semáforo-. Fui a ver a Sammy. ¿Hay alguna novedad?
– La verdad es que no. ¿Así que habló con sus clientes?
– Sí, y todos se mostraron sinceramente contrariados y sorprendidos; lamento decepcionarle.
– ¿Por qué piensa que me decepciona?
– Sammy mantenía con ellos muy buena relación y ninguno le habría deseado ningún mal.
– ¿Y los que rechazaron su asesoramiento?
Crumley dudó.
– Bueno sí, uno… No quiso tratar con ella al saber que su padre era inspector de policía.
– ¿Cómo se llama?
– Pero ése no pudo ser.
– ¿Por qué?
– Porque se suicidó. Se llamaba Gavin Tay y era conductor de una camioneta de helados…
Rebus le dio las gracias y colgó. Si habían tratado de matar a Sammy, la pregunta que se planteaba era: ¿Por qué? Él investigaba en el caso Lintz y Ned Farlowe había estado vigilando al anciano; él había tenido dos enfrentamientos con Telford, y Ned preparaba un libro sobre el crimen organizado. Y luego, estaba Candice… ¿No le habría contado algo a Sammy, algo que supusiera un riesgo para Telford, o para el señor Ojos Rosa? Imposible saberlo, pero estaba totalmente seguro de que el sospechoso más probable, el que tenía menos escrúpulos, era Tommy Telford. Recordó la primera entrevista y las palabras del joven gángster: «Eso es lo bueno de los juegos, que se puede volver a empezar después de un accidente. En la vida real no». Entonces le pareció una bravata, una fanfarronada para la galería, pero ahora le sonaba a amenaza.
Y además surgía el caso del señor Taystee, que relacionaba a Sammy con Telford; Taystee, cuyo trabajo era vender a la salida de los clubs de Telford y que no había querido saber nada de Sammy. No había más remedio que hablar con la viuda.
El problema principal que se perfilaba era la amenaza del señor Ojos Rosa de que si no dejaban en paz a Telford, Candice las pagaría. Asaltaron la imaginación de Rebus imágenes de Candice arrancada de su país y de los suyos, utilizada, violada y autolesionada como último recurso, aferrándose a las piernas de un desconocido… Recordó las palabras de Levy: «¿Puede el tiempo borrar la responsabilidad?». La justicia era algo bueno y noble, pero la venganza…, la venganza era un sentimiento mucho más fuerte que un concepto abstracto como «justicia». Se preguntó si Sammy querría venganza. Probablemente no. Desearía que ayudase a Candice, es decir, que cediera a las pretensiones de Telford. Pero Rebus no se veía capaz.
Y ahora habían asesinado a Lintz; un homicidio sin relación pero con consecuencias indirectas.
«Nunca me he sentido a gusto con el pasado, inspector», le dijo Lintz en una ocasión.
Lo curioso es que Rebus sentía lo mismo respecto al presente.
Joanne Tay vivía en Colinton, en un semiadosado nuevo de tres dormitorios. El Mercedes de marras seguía aparcado en el camino de entrada.
– Es muy grande para mí. Tendré que venderlo -dijo la mujer a Rebus.
Rehusó el té que le ofrecía y se sentó en el cuarto de estar atiborrado de adornos y cuadritos. Joanne Tay guardaba luto; vestía blusa y falda de color negro y llamaban la atención sus profundas ojeras. Rebus ya la había interrogado al iniciarse la investigación del caso de la muerte de su marido.
– No acabo de explicarme por qué lo haría -dijo, como si estuviera absolutamente convencida de que había sido un suicidio.
Pero la autopsia y los análisis lo cuestionaban.
– ¿Ha oído hablar de un hombre llamado Tommy Telford? -inquirió Rebus.
– El dueño de un club nocturno, ¿no es eso? Gavin me llevó allí una vez.
– ¿Así que su marido lo conocía?
– Parece que sí.
Evidente, porque Taystee no iba a plantar el puesto de perritos calientes delante del local de Telford sin permiso de éste. Y casi con toda seguridad un permiso de Telford equivalía a un pago en una u otra modalidad: un porcentaje… o algún favor.
– ¿Dice usted que la semana antes de morir anduvo muy ocupado? -preguntó Rebus.
– No paró de trabajar.
– ¿Día y noche? -La mujer asintió con la cabeza-. Aquella semana hizo muy mal tiempo.
– Ya lo creo. Ya le dije yo que no iba a vender ningún helado, porque llovía a cántaros. Pero él salió.
Rebus se rebulló en la silla.
– ¿Le mencionó alguna vez el SWEEP, señora Tay?
– Venía a hablar con él una mujer… una pelirroja.
– ¿Mae Crumley?
Ella asintió mirando la estufa eléctrica que imitaba unos carbones ardientes y le repitió la invitación al té, pero Rebus negó con la cabeza y se despidió de ella. Fue una retirada bastante digna, pues sólo tropezó con dos adornos del vestíbulo.
El hospital estaba tranquilo. Al abrir la puerta de la habitación de Sammy vio que habían instalado otra cama donde dormía una mujer de mediana edad con la cabeza vendada. Tenía las manos sobre las sábanas con una etiqueta de identidad en la muñeca y estaba conectada a un aparato.
Junto a la cama de Sammy había dos mujeres sentadas, Rhona y Patience Aitken. A Patience hacía tiempo que no la veía. Ocupaban dos sillas contiguas e interrumpieron su conversación en voz baja al verle entrar. Rebus cogió otra silla y la arrimó a la de Patience, quien se inclinó a darle un apretón en las manos.
– Hola, John.
Él respondió con una sonrisa pero se dirigió a Rhona.
– ¿Cómo está?
– Ha dicho el especialista que los análisis son muy alentadores.
– ¿Qué quieren decir con eso?
– Que hay actividad cerebral y que no es coma profundo.
– ¿Eso ha dicho?
– Asegura que lo superará, John.
Tenía los ojos enrojecidos y Rebus advirtió que apretaba un pañuelo.
– Estupendo -dijo-. ¿Qué médico era?
– El doctor Stafford, que acaba de regresar de vacaciones.
– Hay tantos que me hago un lío -comentó Rebus restregándose la frente.
– Bueno -dijo Patience mirando su reloj-, tengo que irme. Seguro que vosotros…
– Por mí puedes quedarte -dijo Rebus.
– Llego ya tarde a una cita -replicó ella poniéndose en pie-. Encantada de haberte conocido, Rhona.
– Gracias, Patience. -Se dieron la mano con cierta torpeza, pero Rhona se puso en pie y se abrazaron-. Gracias por venir.
Patience se volvió hacia Rebus. A él le pareció esplendorosa, radiante. Llevaba su perfume habitual y había cambiado de peinado.
– Gracias por haber venido -dijo.
– Ya verás como se pone bien, John -dijo ella cogiéndole las manos e inclinándose a besarle en la mejilla.
Un beso de amigos. Rebus vio que Rhona los observaba.
– John -dijo-, anda, acompaña a Patience.
– No, no es…
– Sí, claro que sí -dijo él.
Salieron y caminaron unos metros en silencio hasta que habló ella.
– Es estupenda, ¿no?
– ¿Rhona?
– Sí.
Rebus se lo pensó.
– Es fantástica. ¿Te ha presentado a su amante?
– Se ha vuelto a Londres. Le… he dicho a Rhona si quiere quedarse en mi casa, dado que los hoteles…
Rebus sonrió displicente.
– Una idea genial. Así sólo falta que invites a mi hermano y estamos todos.
Una sonrisa de azoramiento cruzó su rostro.
– Bueno, sí que da la impresión de que os colecciono o algo parecido.
En la puerta principal ella se volvió hacia él y le tocó en el hombro.
– John, no sabes cuánto siento lo de Sammy. Si hay algo que yo pueda hacer no tienes más que decírmelo.
– Gracias, Patience.
– Pero a ti nunca se te dio bien pedir favores, claro. Tú siempre aguantas callado esperando que vengan a ti. -Suspiró-. No sé ni cómo te lo digo… pero te echo de menos. Creo que por eso acogí a Sammy en casa. No pudiendo conservarte a mi lado, al menos tenía un ser querido tuyo. ¿No es absurdo? ¿O vas a salirme ahora con aquello de que tú no me mereces?
– Conoces el guión -dijo él apartándose un poco para mirarle la cara-. Yo también te echo de menos.
Todas aquellas noches derrengado sobre una barra o en el sillón de casa, dando vueltas en coche sin cesar para contrarrestar el desasosiego y poniendo la tele y el tocadiscos a la vez sin lograr compensar el vacío de la casa. Intentaba leer un libro y en la página diez ya no se acordaba del principio; miraba entonces por la ventana los pisos de enfrente con la luces apagadas y pensaba en sus semejantes descansando.
Todo porque le faltaba ella.
Se dieron un abrazo en silencio.
– Vas a llegar tarde -dijo él.
– Por Dios, John, ¿qué podemos hacer?
– ¿Vernos?
– Parece un buen comienzo.
– ¿Más tarde? ¿A las ocho en Mario's?
Ella asintió con la cabeza y volvieron a besarse. Él le apretó la mano. Cuando abrió la puerta se volvió a mirarle.
Emerson, Lake and Palmer: Still… You Turn Me On.
Rebus se sentía flotar camino de la habitación de Sammy. No era ya la habitación «de» Sammy porque la compartía con otra. Les habían advertido esa posibilidad debido a la falta de espacio por el recorte presupuestario. La mujer seguía dormida o inconsciente y su respiración era agitada. Rebus entró sin mirarla y fue a sentarse en la silla que había ocupado Patience.
– Tengo un recado para ti del doctor Morrison -dijo Rhona.
– ¿Y ése quién es?
– No tengo la menor idea; lo único que me ha dicho es si puedes devolverle la camiseta.
El demonio con la guadaña… Rebus cogió a Pa Broon y dio vueltas en sus manos al osito. Estuvieron sentados un rato en silencio hasta que Rhona se rebulló en el asiento.
– Patience es encantadora.
– ¿Habéis hablado? -Ella asintió con la cabeza-. ¿Y tú le has explicado la maravilla de marido que fui?
– Has sido un loco dejándola.
– La cordura nunca fue mi fuerte.
– Pero instinto para reconocer lo bueno sí que tenías.
– El problema es que cuando me miro en el espejo no es eso lo que veo.
– ¿Qué ves?
– Hay veces que no veo nada -respondió mirándola.
Transcurrido un rato hicieron un descanso y salieron al pasillo a tomar un café de la máquina.
– La he perdido, John -comentó Rhona.
– ¿Cómo?
– Cuando volvió aquí contigo me quedé sin Sammy.
– No creas que nos vemos tanto, Rhona.
– Pero la tienes aquí, ¿no lo entiendes? Es a ti a quien quiere y no a mí -dijo volviendo la cabeza y buscando el pañuelo.
Rebus, detrás de ella, no sabía qué decir. No le salían las palabras y las frases de consuelo que se le ocurrían le sonaban a hueco, a cliché. Le hizo una carantoña en el cuello y ella agachó la cabeza, cediendo. Un masaje. Al principio de su relación había habido muchos masajes, pero al final él no le daba cancha ni para un apretón de manos.
– Rhona, ignoro por qué volvería -dijo por fin-, pero no creo que fuese por huir de ti. No creo que tuviera mucha relación con el hecho de estar junto a mí.
Dos enfermeras llegaron corriendo por el pasillo.
– Mejor será que vuelva con ella -dijo Rhona pasándose la mano por la cara y tratando de recobrar la compostura.
Rebus la acompañó hasta la habitación pero no tardó en decir que tenía que marcharse. Se inclinó a besar a Sammy y sintió su hálito en la mejilla.
– Despierta, Sammy -dijo meloso-. No puedes estar toda la vida en la cama. Ya es hora de levantarse.
Como no se movía ni respondía, salió del cuarto.
David Levy ya no estaba en Edimburgo. Al menos, no en el Hotel Roxburghe. Lo único que se le ocurrió para ponerse en contacto con él fue llamar a la Oficina de Investigación del Holocausto en Tel Aviv y preguntar por Solomon Mayerlink. Mayerlink no estaba, pero Rebus explicó quién era, insistió en que necesitaba hablar urgentemente con él y consiguió que le dieran el número de su teléfono particular.
– ¿Hay alguna novedad sobre Linzsteck, inspector? -preguntó Mayerlink con voz áspera.
– En cierto modo. Ha muerto.
Silencio y una especie de suspiro.
– Es una lástima.
– ¿Ah, sí?
– La gente muere llevándose consigo parte de la historia. Habríamos preferido verle ante un tribunal, inspector. Muerto, de nada sirve, -Una pausa-. Supongo que para usted es caso cerrado.
– Lo único que cambia es la naturaleza de la investigación, porque fue asesinado.
Oyó ruidos de electricidad estática en la línea mientras se producía una larga pausa.
– ¿Cómo murió?
– Colgado de un árbol.
Se hizo un largo silencio en la línea telefónica.
– Ya -dijo Mayerlink finalmente con voz ligeramente hueca-. ¿Cree que esas acusaciones provocaron su muerte?
– ¿Usted qué cree?
– Yo no soy policía.
Pero Rebus sabía que Mayerlink mentía, ya que había sido él quien eligió una vida de auténtica dedicación policíaca. Un poli de la historia.
– Tengo que hablar con David Levy -dijo Rebus-. ¿Sabe su dirección y teléfono?
– ¿Fue a verle a usted?
– Le consta que así es.
– Con David nunca se sabe. No trabaja para nosotros más que por simple motivación personal y no siempre presta ayuda cuando se le solicita.
– Pero tendrá algún modo de ponerse en contacto con él…
Mayerlink tardó un minuto en darle lo que quería: una dirección de Sussex y un número de teléfono.
– Inspector, ¿es David el sospechoso número uno?
– ¿Por qué lo dice?
– Le aseguro que va mal encaminado. ¿Cree usted que Levy puede ser un asesino?
Vestimenta de safari, bastón.
– Los hay de todo tipo -replicó Rebus colgando.
Llamó insistentemente al número de Levy pero no contestaban. Hizo una pausa de dos minutos para tomarse un café y volvió a probar. Nada. Llamó a British Telecom y tras explicar lo que quería le pasaron la comunicación a la persona encargada.
– Atiende su llamada Justine Graham. ¿En qué puedo servirle, inspector?
Rebus le dio los datos de Lintz.
– Solía recibir el recibo con el desglose de las llamadas pero últimamente cambió.
Oyó teclear sobre el ordenador.
– Así es -dijo la empleada-. El cliente pidió que dejásemos de enviarle el recibo desglosado.
– ¿Dijo por qué motivo?
– No consta. No hace falta alegar nada, ¿sabe?
– ¿Cuándo lo hizo?
– Hace un par de meses. La facturación mensual la tenía solicitada hace años.
Facturación mensual: porque era meticuloso y llevaba su contabilidad al mes. Un par de meses antes, en septiembre, al saltar el escándalo a los medios de comunicación debió de adoptar la decisión de no dejar constancia de las llamadas.
– ¿Tienen una relación de llamadas que no figuran desglosadas en la factura?
– Sí, debe de haberla.
– Le agradecería que me facilitara una lista de todas las llamadas no especificadas en el recibo a partir de la primera hasta las de esta mañana.
– ¿Es cuando ha muerto?
– Sí.
– Bien, tendré que comprobarlo -dijo tras una pausa de indecisión.
– Haga el favor. Señorita, tenga en cuenta que es una investigación por homicidio.
– Sí, naturalmente.
– La información que nos dé puede ser crucial.
– Sí, me hago cargo…
– Por lo que sería de agradecer si la tuviera hoy mismo…
– Eso no podría prometérselo -respondió la mujer vacilante.
– Algo más. Falta la factura de septiembre y necesito una copia. Apunte mi número de fax para mayor rapidez.
Rebus se levantó de la mesa y fue a celebrarlo con otra taza de café más un cigarrillo en el aparcamiento. No sabía si lo recibiría aquel mismo día, pero estaba seguro de que la mujer se lo enviaría lo antes posible. ¿No era lo menos que puede pedirse a una persona?
Otra llamada; ésta a la Brigada Especial de Londres para preguntar por Abernethy.
– Le paso.
Oyó que descolgaban y un gruñido a guisa de respuesta.
– ¿Abernethy? -preguntó al tiempo que oía tragar líquido.
– No está -contestó una voz poco clara-. ¿Qué desea? -añadió, vocalizando mejor.
– Quería hablar con él.
– Puedo avisarle por el busca si es urgente.
– Soy el inspector Rebus de la policía de Lothian y Borders.
– Ah, bien. ¿Es que se le ha perdido?
– Ya sabe cómo es Abernethy -respondió Rebus con gesto burlón y cierta sorna.
– A mí me lo va a decir.
– Por eso le agradecería…
– Sí, claro. Escuche, déme su teléfono y le diré que le llame.
– ¿No tiene idea de dónde puede estar?
– En su ciudad, amigo. Pero a saber dónde.
«Está aquí -pensó Rebus-. En Edimburgo».
– Me imagino que ahí estarán más tranquilos sin él.
Oyó risas y luego el ruido al encender un cigarrillo y expulsar el humo.
– Es como estar de vacaciones. Quédenselo el tiempo que quieran.
– ¿Cuánto hace que no anda por ahí?
Una pausa. A medida que se prolongaba el silencio Rebus notó el cambio de actitud.
– ¿Cómo ha dicho que se llama?
– Inspector Rebus. Sólo quería saber cuándo salió de Londres.
– Esta mañana, nada más enterarse. Bien, ¿qué me gano, el coche o el carrito de la azafata?
Ahora fue Rebus quien se echó a reír.
– Lo siento, era simple curiosidad.
– Tendré cuidado en decírselo.
La comunicación se cortó con un clic.
Por la tarde Rebus volvió a llamar a British Telecom y a casa de Levy, en donde esta vez contestó una mujer.
– ¿Señora Levy? Soy John Rebus, desearía hablar con su esposo.
– Con mi padre, dirá.
– Ah, perdón. ¿Está su padre en casa?
– No, no está.
– ¿Tiene usted idea de dónde…?
– En absoluto -replicó en tono picado-, para él soy su asistenta y como una extraña en su vida. Perdone, usted, señor… -añadió más comedida.
– Rebus.
– Es que nunca me dice cuánto tiempo va a estar fuera.
– ¿Está de viaje en este momento?
– Lleva quince días fuera de casa y no telefonea más que dos o tres veces por semana para preguntar si le han llamado o tiene correo y como mucho saber qué tal estoy.
– ¿Y qué tal está usted?
– Sí, ya sé que le pareceré su madre o algo así -replicó ella en un tono algo más risueño.
– Bueno, los padres, ¿sabe usted…? -añadió Rebus mirando al vacío-. Si no se les dice que ha sucedido alguna adversidad asumen alegremente que todo va bien.
– ¿Habla por experiencia?
– Ya lo creo.
– ¿Se trata de algo importante? -inquirió ella con interés.
– Muy importante.
– Bien, déme su número de teléfono y cuando llame le diré que se ponga en contacto con usted.
– Gracias.
Rebus le dio de carrerilla los números de su casa y del móvil.
– Muy bien -dijo ella-. ¿Quiere dejar algún recado?
– No; sólo que me llame. -Hizo una pausa-. ¿Ha recibido alguna otra llamada?
– ¿De alguien buscándole, se refiere usted? ¿Por qué lo pregunta?
– Pues… por nada. -No quería decir que era policía por no asustarla-. Por nada -repitió.
Cuando colgó alguien le tendió otro café.
– Ese auricular debe de estar al rojo vivo.
Lo tocó con la punta de los dedos y sí que estaba caliente, pero en aquel momento volvió a sonar el teléfono y lo cogió.
– Inspector Rebus.
– John, soy Siobhan.
– Hola, ¿cómo te va?
– John, ¿recuerdas aquel tipo?
– ¿Qué tipo?
– Danny Simpson.
– El lacayo de Telford, el despellejado.
– ¿Qué pasa con él?
– Me dicen que es VIH positivo. Su médico de cabecera acaba de comunicarlo en el hospital.
Rebus sintió la sangre salpicándole en los ojos, mojándole las orejas, regándole el cuello…
– Pobrecillo -musitó.
– Tendría que habernos informado en aquel momento.
– ¿Cuándo?
– Cuando lo llevamos a Urgencias.
– El pobre tenía otras cosas en que pensar y más aún con la cabeza tan desabrigada.
– ¡Por Dios, John, un poco de seriedad! -Se oyó la exclamación y algunos alzaron la cabeza del escritorio-. Tienes que hacerte un análisis de sangre.
– Muy bien. Por cierto, ¿cómo está?
– Le han dado de alta, pero está mal. E insiste en la misma versión de los hechos.
– ¿Influencia acaso del abogado de Telford?
– ¿Ese baboso de Charles Groal? Naturalmente.
– Así te ahorras una tarjeta para San Valentín.
– Oye, llama al hospital y hablas con la doctora Jones para que te dé cita. Pueden hacerte el test enseguida, aunque no es el último grito ya que los resultados tardan tres meses.
– Gracias, Siobhan.
Colgó y tamborileó con los dedos en el teléfono con los dedos. ¿No sería maldita la gracia…? Él, que perseguía a Telford, hace de buen samaritano con uno de sus hombres, pilla el sida y la diña. Se quedó mirando al techo.
«Vaya gracia, Gran Jefe.»
Sonó de nuevo el teléfono. Lo cogió de un manotazo.
– Centralita -dijo.
– ¿Eres tú, John? Patience Aitken.
– La única e incomparable.
– Quería saber si sigue en pie lo de esta noche.
– A decir verdad, Patience, no sé qué decirte. No estoy muy fino.
– ¿Quieres que lo dejemos?
– Ni mucho menos. Pero es que tengo que hacer una cosa en el hospital.
– Sí, claro.
– No, no es eso. No es por Sammy, sino por mí.
– ¿Qué te pasa?
Se lo explicó.
Fue con ella. Era en el mismo hospital de Sammy, pero en otro departamento. Lo que menos deseaba era tropezarse con Rhona y explicarle que cabía la posibilidad de que estuviera infectado por el sida, porque era capaz de echarle allí mismo una bronca.
La sala de espera era blanca y limpia; en las paredes había paneles de información y en las mesitas, folletos, como si el virus fuese una cuestión administrativa.
– Hay que reconocer que para un lazareto no está mal.
Patience se abstuvo de comentarios. Ahora estaban solos tras pasar por la recepción y después de que una enfermera anotara sus datos. Se abrió otra puerta.
– ¿Señor Rebus?
Una mujer alta y delgada con bata blanca le escrutaba desde el umbral. La doctora Jones, pensó. Patience se puso en pie cogiéndole del brazo para entrar pero a mitad de camino Rebus giró sobre sus talones.
Patience le alcanzó afuera y le preguntó qué sucedía.
– No quiero saberlo -dijo él.
– Pero John…
– Vamos, Patience. Sólo fueron unas simples salpicaduras de sangre.
Ella no parecía muy convencida.
– Tienes que hacerte el análisis.
Él volvió la vista hacia el edificio.
– Bueno, pero otro día, ¿vale? -añadió mientras echaba a andar.
Era la una de la madrugada cuando regresó a Arden Street. No había ido a cenar con Patience y optó por ir al hospital para hacer compañía a Rhona sellando un pacto con el Gran Jefe: si le devolvía a Sammy, dejaba la bebida. Acompañó a Patience a su casa y lo último que ella le dijo fue:
– Hazte el análisis. No lo dejes.
Estaba cerrando el coche cuando de pronto se le acercó un tipo.
– Señor Rebus, cuánto tiempo.
Conocía aquella cara. Barbilla puntiaguda, dientes mellados y respiración entrecortada. El Comadreja: uno de los hombres de Cafferty. Vestía como un mendigo, un camuflaje perfecto para su cometido de hacer de ojos y oídos del jefe en la calle.
– Tenemos que hablar, señor Rebus.
No sacaba las manos de los bolsillos de un abrigo demasiado grande para él y miraba hacia el portal.
– En mi casa no -dijo Rebus.
Había cosas sagradas.
– Aquí hace frío.
Rebus negó con la cabeza y El Comadreja sorbió por la nariz.
– ¿Cree que la atropellaron aposta?
– Sí -contestó Rebus.
– ¿Con intención de matarla?
– No lo sé.
– Un profesional no se andaría con bromas.
– Entonces, sería un aviso.
– Nos ayudaría disponer de sus datos.
– Eso no puede ser.
El Comadreja se encogió de hombros.
– ¿No pidió usted ayuda al señor Cafferty?
– No puedo entregar mis notas. ¿Qué te parece un resumen?
– Algo es algo.
– Rover 600 robado en George Street la misma tarde y abandonado en una calle cerca del cementerio de Piershill. Radio y cintas robadas… no necesariamente por la misma persona.
– Rateros.
– Podría ser.
El Comadreja reflexionó un instante.
– Para ser un aviso… tendrían que haber recurrido a un conductor profesional.
– Sí -asintió Rebus.
– Y de los nuestros no ha sido… Así que eso reduce la cifra. Un Rover 600… ¿de qué color?
– Verde Sherwood.
– ¿Aparcado en George Street?
Rebus asintió.
– Bueno, gracias -dijo El Comadreja dándose la vuelta para marcharse-. Me alegra volver a tratar con usted, señor Rebus -añadió antes de alejarse.
Rebus iba a decir algo pero recordó que necesitaba a El Comadreja más que El Comadreja a él. Pensó en cuánto había aguantado a Cafferty y cuánto tendría que aguantarle. ¿Toda la vida? ¿No habría sellado un pacto con el diablo?
Por Sammy habría sido capaz de mucho más…
En su casa puso el compacto de Rock'n Roll Circus y lo avanzó hasta las canciones de los Rolling Stones. Vio que el contestador automático parpadeaba. Había tres mensajes. El primero de Hogan.
– Hola, John. Era por comprobar si sabías algo de British Telecom.
Cuando él había salido de la comisaría aún no. Mensaje número dos, de Abernethy.
– Soy yo otra vez, el chico malo, etcétera. Me han dicho que me buscabas. Te llamo mañana. Adiós.
Rebus se quedó mirando el aparato, con deseos de que Abernethy dijera algo más o insinuara por dónde andaba, pero el aparato pasó al tercer mensaje; de Bill Pryde.
– John, he intentado localizarte en el despacho y te he dejado un mensaje. Pero pensé que querrías saber que nos han dado el resultado definitivo de las huellas. Si quieres localizarme en casa, el número es…
Rebus tomó nota. Eran las dos de la mañana pero Bill lo comprendería.
Al cabo de unos dos minutos contestó una voz de mujer algo borracha.
– Perdone -dijo Rebus-. ¿Está Bill?
– Ahora se pone.
Oyó que hablaban entre ellos y que a continuación cogían el receptor.
– Bueno, ¿qué hay de las huellas? -preguntó.
– ¡Cielo santo, John! ¡Te dije que podías llamar pero no a estas horas!
– Es importante.
– Lo sé. ¿Cómo sigue Sammy?
– Inconsciente.
Pryde bostezó.
– Bueno, la mayoría de las huellas del interior son del dueño y de su mujer. Pero hay otras y lo curioso es que son de niño.
– ¿Cómo estás tan seguro?
– Por su tamaño.
– Hay muchos adultos con manos pequeñas.
– Bueno, sí…
– Te noto un tanto escéptico.
– Mira, hay dos probabilidades: que a Sammy la atropellara alguien que daba una vuelta con un coche robado, o que las huellas sean del que limpió el interior una vez abandonado en el cementerio.
– ¿El crío que robó la radio y las cintas?
– Exacto.
– ¿No hay más huellas? ¿Ni parciales?
– El coche está limpio, John.
– ¿Y por fuera?
– Lo mismo. Hay tres clases de huellas en las puertas más las de Sammy en el capó -Pryde volvió a bostezar-. Así que tu teoría de una venganza…
– Sigue en pie. Un profesional usaría guantes.
– Es lo que yo he pensado. Pero no hay tantos profesionales.
– No.
Rebus pensó en El Comadreja: «Me estoy metiendo en el fango para cazar una babosa», se dijo. Pero esta vez por motivos personales.
Y no creía que fuese a haber juicio.
Desayunó con Hogan panecillos con beicon en el DIC de St. Leonard. Habían instalado una sala de homicidios en Leith y a Hogan le correspondía estar allí, pero quería la documentación en poder de Rebus y sabía de sobra que no podía confiar en que se la enviase.
– Pensé que así te ahorraba molestias -le dijo.
– Eres un señor -dijo Rebus examinando el interior de su panecillo-. Oye, ¿el cerdo es una especie en peligro de extinción?
– Te he quitado media loncha -dijo Hogan sacándose de la boca una tira de grasa que arrojó a la papelera-. Pensé que te hacía un favor por el colesterol y todo eso.
Rebus dejó el panecillo a un lado, dio un sorbo a la lata de Irn-Bru, idea de Hogan como bebida matinal, y deglutió. ¿Qué importancia podía tener el consumo de azúcar comparado con el VIH?
– ¿Qué te ha contado la mujer de la limpieza?
– Su gran pesar. En cuanto le dije que su patrón había muerto fue un mar de lágrimas -dijo Hogan sacudiéndose la harina de los dedos al terminar-. No conoce en persona a ninguno de sus amigos, nunca contestó al teléfono ni advirtió ningún cambio últimamente y no se cree que fuese un genocida. «Si hubiese matado a tanta gente yo me habría enterado», fueron sus palabras.
– ¿Se toma por vidente o qué?
Hogan se encogió de hombros.
– Todo lo que he podido sacarle es que tenía bastante genio y que le pagaba por adelantado, por lo cual habrá de devolver dinero.
– Considéralo como un posible móvil.
Hogan sonrió.
– Hablando de móviles…
– ¿Has averiguado algo?
– El abogado de Lintz me dio una carta del banco del difunto -dijo tendiéndole una fotocopia-. Hace diez días retiró cinco de los grandes.
– ¿Al contado?
– Él sólo llevaba encima diez libras y en su casa había otras treinta. De los cinco grandes ni rastro. Para mí que podría tratarse de un chantaje.
Rebus asintió con la cabeza.
– ¿Y la agenda de direcciones?
– Nos va a dar trabajo. Hay muchos teléfonos antiguos con las señas de gente que cambió de domicilio o personas fallecidas. Eso, aparte de varias asociaciones benéficas, museos… y un par de galerías de arte. -Hogan hizo una pausa-. ¿Y tú?
Rebus abrió el cajón y sacó las hojas de fax.
– Acabo de recibir las llamadas que Lintz quería conservar en secreto.
Hogan echó un vistazo a la lista.
– ¿Las llamadas en general o alguna en particular?
– Lo he mirado por encima. Es de suponer que habrá personas con las que hablaba habitualmente cuyos números figurarán en los otros estadillos. La cuestión es detectar anomalías o excepciones.
– Lógico -dijo Hogan mirando su reloj-. ¿Alguna cosa más?
– Dos. ¿Recuerdas que te hablé del interés de la Brigada Especial?
– ¿Abernethy?
Rebus asintió con la cabeza.
– Ayer intenté localizarlo.
– ¿Y?
– Según su oficina venía hacia aquí. Ya se ha enterado.
– ¿Así que Abernethy anda husmeando por aquí y tú no te fías de él? Magnífico. ¿Qué más?
– David Levy. He hablado con su hija y no sabe dónde está, únicamente que se fue de viaje.
– ¿Y él odia a Lintz?
– Es posible.
– ¿Cuál es su número de teléfono?
Rebus dio unos golpecitos sobre el montón de carpetas.
– Lo tienes ahí.
Hogan miró con cara de pocos amigos el enorme montón de papeles.
– Lo he reducido a lo estrictamente necesario -comentó Rebus.
– Tengo lectura para un mes.
– Lo mío es tuyo, Bobby -dijo Rebus encogiéndose de hombros.
Después de irse Hogan, Rebus volvió a la lista de British Telecom y vio que venía desglosada como él quería. Contenía muchas llamadas al abogado y algunas a una empresa de taxis. Llamó a un par de números que resultaron ser entidades benéficas; Lintz habría llamado para comunicarles su dimisión. Otras se salían de lo normal: había una de cuatro minutos al Hotel Roxburghe y una segunda de veintiséis a la Universidad de Edimburgo. La del Roxburghe para hablar con Levy, sin duda alguna. El propio Lintz había confesado que había hablado con él; pero hablar, discutir con él, era una cosa, y llamarle al hotel otra.
Al marcar el número de la universidad le contestaron en la centralita y pidió que le pusieran con el antiguo departamento de Lintz. La secretaria, que llevaba más de veinte años en el departamento y estaba a punto de jubilarse, se mostró muy solícita y le dijo que, aunque recordaba al profesor, éste llevaba mucho tiempo sin contacto con el departamento.
– Yo me entero de todas las llamadas que recibimos.
– ¿No hablaría directamente con algún profesor? -sugirió Rebus.
– Ninguno me lo ha comentado, además, aquí ya no hay nadie de la época del profesor Lintz.
– Así que no está en contacto con el departamento.
– No sé los años que hará que no hablo con él, inspector…
¿Con quién habría sostenido el anciano una conversación de más de veinte minutos? Dio las gracias a la secretaria y colgó. Llamó a los otros números y resultaron ser dos restaurantes, una tienda de licores y la emisora local; explicó a la recepcionista lo que quería y ella le dijo que haría cuanto pudiera por averiguarlo. Luego, volvió a llamar a los restaurantes para que le informaran si Lintz había reservado mesa en ellos.
Al cabo de media hora comenzaron a llamarle a él. En el primer restaurante había reservado mesa para cenar él solo; en cuanto a la emisora, le habían invitado a un programa y Lintz había dicho que lo pensaría pero después les llamó declinando la invitación; en el segundo restaurante había reservado mesa para dos.
– ¿Para dos?
– El señor Lintz y otra persona.
– ¿Sabe por casualidad quién era la «otra persona»?
– Me parece que un señor, bastante mayor, creo,… Lo siento, la verdad es que no lo recuerdo.
– ¿Llevaba bastón?
– Me gustaría ayudarle pero a la hora de la comida tenemos tanta gente…
– Pero al señor Lintz lo recuerda, ¿no?
– El señor Lintz es cliente… era cliente habitual.
– ¿Solía ir solo o acompañado?
– Casi siempre solo. A él le daba igual porque se traía un libro.
– ¿Recuerda por casualidad a alguno de sus invitados?
– Sí, a una joven… su hija tal vez; o su nieta.
– ¿Joven, dicen usted…?
– Más joven que él. -Una pausa-. Quizá bastante más joven.
– ¿Eso cuándo fue?
– La verdad, no recuerdo -contestó, impaciente.
– Muchas gracias por la información. Le robo un minuto más… A esa mujer joven, ¿la invitó más de una vez?
– Lo siento, inspector, me reclaman en la cocina.
– Bien, si recuerda algo más…
– Cuente con ello, adiós.
Rebus colgó e hizo algunas anotaciones. Faltaba un número más. Lo marcó y aguardó.
– ¡Diga!
– ¿Quién habla?
– Habla Malky. ¿Y tú quién coño eres?
Se oyó una voz al fondo: «Tommy dice que la nueva máquina está jodida». Rebus colgó. La temblaba la mano. «La máquina nueva…» Tommy Telford en la moto del salón de juegos. Recordaba las fotos de vigilancia de los miembros de La familia: Malky Jordán, con su nariz chata y sus ojuelos en aquella cara regordeta. ¿Joseph Lintz hablando con un hombre de Telford? ¿Llamando a la oficina del gángster? Buscó el número del móvil de Hogan.
– Bobby, si estás al volante reduce velocidad… -dijo.
A juicio de Hogan, cinco grandes en metálico era el estilo de Telford. ¿Chantaje? Pero ¿en relación a qué? ¿Y qué otra cosa…?
Hogan opinaba que había que hablar con Telford.
A juicio de Rebus, cinco de los grandes era demasiado para un asesino a sueldo. Aunque, quién sabe; pensó en Lintz… Un pago de cinco de los grandes a Telford para organizar el «accidente». El móvil: ¿asustarle para que abandonase el caso? De momento volvía a sospechar del viejo.
Rebus tenía en la estación de Haymarket una cita que no había mencionado a nadie. Era un lugar ideal para pasar inadvertido. En un banco del primer andén le esperaba Ned Farlowe. Parecía cansado: la preocupación por Sammy. Hablaron de ella un par de minutos y Rebus fue enseguida al grano.
– ¿Sabes que han asesinado a Lintz?
– Ya suponía que esto no era una cita de cortesía.
– Las indagaciones van orientadas hacia un posible chantaje.
Farlowe puso cara de interés.
– ¿Se negó a pagar?
«Pagar sí que pagó -pensó Rebus-. Pagó y a pesar de todo se lo cargaron.»
– Mira Ned, esta conversación es oficiosa. Realmente debería interrogarte.
– ¿Porque lo seguí unos días?
– Sí.
– ¿Me convierte eso en sospechoso?
– Te convierte en posible testigo.
Farlowe se quedó pensativo.
– Una tarde vi a Lintz salir de su casa y dirigirse a una cabina telefónica para hacer una llamada y volverse inmediatamente después.
Por no utilizar su propio teléfono… ¿Por temor a tenerlo intervenido? ¿Por temor a que localizasen el número al que llamaba? Intervenir teléfonos era uno de los recursos preferidos de la Brigada Especial.
– Y además -añadió Farlowe-, habló en la puerta de la calle con una mujer que parecía estarle esperando. Fue una conversación breve y creo que ella lloraba al irse.
– ¿Cómo era?
– Alta, morena, pelo negro corto, bien vestida, y llevaba una cartera.
– ¿Qué clase de ropa?
Farlowe se encogió de hombros.
– Falda y chaqueta a juego de cuadros blancos y negros. Muy… elegante.
La descripción correspondía a Kirstin Mede, quien en su mensaje telefónico le había dicho a Rebus: «No puedo seguir con esto…».
– Quiero preguntarle una cosa sobre esa Candice -añadió Farlowe.
– ¿Qué pasa con ella?
– Me comentó usted si había sucedido algo extraño antes de que atropellaran a Sammy.
– ¿Y bien?
– Pues que precisamente lo extraño fue eso: ella, ¿no? -dijo Farlowe entrecerrando los ojos-. ¿Hay alguna relación entre esa mujer y el atropello?
Rebus le miró sin contestar y el joven asintió repetidas veces con la cabeza.
– Gracias por confirmármelo. ¿Quién era?
– Una de las prostitutas que explota Telford.
Farlowe se puso en pie de un salto y comenzó a pasear de arriba abajo por el andén. Rebus aguardó a que volviera a sentarse. Cuando lo hizo echaba fuego por los ojos.
– ¿Se le ocurre nada menos que esconder a una puta de Telford en casa de su hija?
– No tenía otro remedio. Telford sabe dónde vivo y…
– ¡Se ha aprovechado de nosotros! -exclamó e hizo una pausa-. Ha sido obra de Telford, ¿verdad?
– No lo sé -respondió Rebus. Farlowe volvió a ponerse en pie como un resorte-. Escucha, Ned, no quisiera que…
– Con toda franqueza, inspector, no creo que sea usted el más indicado para dar consejos.
Echó a andar y aunque Rebus fue tras él llamándole no volvió la cabeza ni una sola vez.
Al entrar en la oficina de la Brigada Criminal le rozó un avión de papel que fue a estrellarse contra la pared. Ormiston estaba con los pies encima de la mesa y sonaba una suave música country en un casete que había en la repisa de la ventana detrás de la mesa de Claverhouse. Siobhan Clarke estaba sentada en una silla a su lado y ambos leían un informe.
– No formáis que digamos el equipo A -dijo Rebus recogiendo el avión, enderezándole el morro arrugado y lanzándoselo a Ormiston, quien le preguntó qué le llevaba por allí.
– Servicio de enlace -respondió él-. Mi jefe quiere informes diarios.
Ormiston miró a Claverhouse, que había inclinado hacia atrás la silla y apoyaba la cabeza en las manos.
– ¿A que no adivinas lo que hemos ganado?
Rebus se sentó frente a Claverhouse y saludó a Siobhan con una inclinación de cabeza.
– ¿Cómo está Sammy? -preguntó ella.
– Igual -respondió.
Claverhouse parecía avergonzado y Rebus fue consciente de pronto de que podía servirse de Sammy como incentivo para despertar simpatía en los demás. ¿Por qué no? ¿No la había utilizado en el pasado? ¿No había dado en el clavo Ned Farlowe?
– Se ha suspendido la vigilancia -dijo Claverhouse.
– ¿Por qué?
Ormiston lanzó un bufido, pero fue Claverhouse quien contestó.
– Porque es costosa y da pocos resultados.
– ¿Órdenes superiores?
– Consideraban que no íbamos a conseguir nada.
– ¿Y vamos a dejar que Telford campe por sus respetos?
Claverhouse se encogió de hombros. Rebus pensó que la noticia llegaría a Newcastle y que Jake Tarawicz lo celebraría pensando que él había cumplido el trato, con lo que Candice quedaría a salvo. Podría ser.
– ¿Alguna novedad sobre el homicidio del club nocturno?
– Nada que lo vincule con tu amigo Cafferty.
– No es amigo mío.
– Lo que tú digas. Ormie, enchufa el hervidor
Ormiston miró a Clarke y se levantó a regañadientes. Rebus había creído que la tensión en el ambiente se debía exclusivamente al asunto de Telford, pero lo que sucedía era que Claverhouse y Clarke habían hecho buenas migas y Ormiston había quedado marginado, relegado al papel del niño que hace avioncitos para llamar la atención. Le vino al pensamiento una antigua canción de Status Quo: Avión de papel, pero allí se había alterado el statu quo, Clarke había sustituido a Ormiston, le eximía de preparar el té.
Era comprensible el cabreo de Ormiston.
– Me han dicho que herr Lintz era un tanto juerguista -dijo Claverhouse.
– Esa sí que es buena.
El busca de Rebus sonó en ese momento y en la pantalla apareció un número de teléfono.
Utilizó el aparato de Claverhouse y le pareció que la comunicación procedía de una cabina en la calle por los ruidos y el zumbido del tráfico que oía.
– ¿Señor Rebus?
Reconoció la voz de inmediato: El Comadreja.
– ¿Qué hay?
– Un par de preguntas. ¿Tiene idea de la marca del casete del coche?
– Sony.
– ¿Con frontal desmontable?
– Exacto.
– ¿O sea que sólo se llevaron la radio?
– Sí.
Claverhouse y Clarke volvieron a enfrascarse en el informe fingiendo no escuchar.
– ¿Y las cintas? ¿No dijo que habían robado unas cintas?
– De ópera: Las bodas de Fígaro y Macbeth de Verdi. -Rebus cerró los ojos pensando-. Otra más con temas famosos de películas, y los mejores éxitos de Roy Orbison.
La última era de la esposa del dueño. Rebus sabía lo que estaría pensando El Comadreja: el que las había robado trataría de revenderlas en pubs o en mercadillos en que se daba salida a mucho género robado. Pero localizar al que las había hurtado del coche abierto no iba a servir para detener al conductor… A menos que el ratero infantil que había dejado sus huellas hubiese visto quién dejaba allí el coche si andaba ya merodeando por la calle…
En cuyo caso sería un testigo ocular capaz de dar una descripción del conductor.
– Las únicas huellas que tenemos son pequeñas, de un niño.
– Interesante.
– Si me necesitas para algo más, ya sabes -dijo Rebus.
El Comadreja colgó.
– Sony es una buena marca -dijo Claverhouse como quien no quiere la cosa.
– Se trata de objetos robados en un coche que posiblemente estén localizados -dijo Rebus.
Ormiston ya tenía hecho el té, y cuando Rebus fue a coger una silla vio pasar a alguien por delante de la puerta y dejó el asiento, salió disparado y le cogió por el brazo.
Abernethy se volvió como accionado por un resorte pero al ver quién era se sosegó.
– Mira qué gracia, hijo. Casi te ganas un puñetazo -dijo sin dejar de mascar chicle.
– ¿Qué haces tú por aquí?
– De visita -respondió Abernethy mirando la puerta abierta y retrocediendo hacia ella-. ¿Y tú?
– Trabajando.
Abernethy leyó con sorna en voz alta el rótulo de la puerta, «Brigada Criminal», y miró a los de dentro para, acto seguido, pasar al cuarto con las manos en los bolsillos seguido de Rebus.
– Abernethy, de la Brigada Especial -dijo el londinense a guisa de presentación-. Buena idea lo de esa música; ponedla en los interrogatorios y lograréis agotar a los sospechosos.
Sonreía y miraba el despacho como si estuviera pensando en instalarse allí. Cogió de la esquina de la mesa la taza destinada a Rebus, dio un sorbo, torció el gesto y continuó mascando chicle. Los tres le miraban como estatuas de piedra. Por obra y gracia de Abernethy habían recuperado de pronto el espíritu de equipo.
– ¿En qué estáis trabajando? -Los cuatro guardaron silencio-. Debe de estar mal el rótulo de ahí afuera. Debería de poner Brigada de Mimo -añadió el londinense.
– ¿Qué se le ofrece? -dijo Claverhouse conteniendo el tono de voz pero con cara de pocos amigos.
– No lo sé; fue John quien me hizo entrar.
– Y ahora te hago salir -añadió Rebus cogiéndole del brazo, pero Abernethy se zafó de él-. Anda, hablemos en el pasillo… por favor.
– La conducta forma al hombre, John -dijo Abernethy sonriendo.
– ¿Qué es lo que le forma a usted?
Abernethy volvió despacio la cabeza mirando a Siobhan Clarke, autora del comentario.
– Yo soy un tipo normal con un corazón de oro y treinta centímetros muy apañados -replicó sin perder la sonrisa.
– A juego con los treinta de puntuación de su cociente intelectual -replicó ella volviendo a enfrascarse en el informe.
Ormiston y Claverhouse hicieron esfuerzos por contener la risa al ver que Abernethy salía en estampida. Rebus tardó un instante en seguirle, vio que Ormiston daba unas palmaditas en la espalda a Siobhan, y fue tras los pasos del de la Brigada Especial.
– ¡Qué tía! -exclamó Abernethy dirigiéndose a la salida.
– Es amiga mía.
– Ya se sabe que cada uno elige sus amistades… -comentó Abernethy meneando la cabeza.
– ¿A qué se debe tu regreso?
– ¿Es que hace falta preguntarlo?
– Muerto Lintz, caso cerrado en lo que a ti respecta.
Salieron del edificio.
– ¿Y qué?
– ¿Cómo haces un viaje tan largo -insistió Rebus-, habiendo teléfono y fax?
Abernethy se detuvo y se volvió hacia él.
– Para atar cabos sueltos.
– ¿Qué cabos sueltos?
– Ninguno -replicó Abernethy con una sonrisa desmayada sacando una llave del bolsillo.
A unos metros del coche lo abrió con el mando a distancia.
– Abernethy, ¿qué es lo que sucede?
– Nada que pueda preocupar a tu linda cabecita -respondió abriendo la portezuela.
– ¿Te alegras de que haya muerto?
– ¿Quién?
– Lintz. ¿Qué sientes sabiendo que le han asesinado?
– No siento nada. Ha muerto, lo que significa que puedo tacharle de la lista.
– La última vez que estuviste aquí le previniste.
– No es cierto.
– ¿Tenía intervenido el teléfono? -Abernethy se limitó a lanzar un resoplido-. ¿Sabías que podían matarle?
Abernethy se volvió hacia Rebus.
– ¿A ti qué puede importarte? Yo te lo digo: nada. El caso lo llevan en Homicidios de Leith y tú no tienes nada que ver. Punto.
– ¿Se trata de la Ruta de Ratas? ¿De un caso demasiado embarazoso si saliera a la luz?
– Pero ¿qué te pasa? Tranquilízate.
Abernethy subió al coche, puso el motor en marcha y bajó el cristal de la ventanilla, tal como esperaba Rebus.
– O sea, que te hacen viajar seiscientos kilómetros simplemente para comprobar que no hay cabos sueltos.
– ¿Y qué?
– Lo que quiere decir que hay un cabo suelto bastante grande, ¿no? -Rebus hizo una pausa-. A menos que tú sepas quién mató a Lintz.
– Eso os lo dejo a vosotros.
– ¿Vas a Leith?
– Tengo que hablar con Hogan -respondió Abernethy mirándole-. Eres un cabronazo, ¿sabes? Y algo egoísta.
– ¿Por qué?
– Si yo tuviera una hija en el hospital, la investigación sería mi última preocupación.
En el momento en que Rebus se lanzaba contra la ventanilla Abernethy arrancó a toda velocidad. Se quedó allí parado y oyó pasos a su espalda: Siobhan Clarke.
– ¡Lárgate con viento fresco! -exclamó mirando al coche que se alejaba. Abenerthy sacó por la ventanilla un dedo tieso y ella le respondió con dos en igual posición-. No he querido decir nada en el despacho… -comenzó a decirle a Rebus.
– Ayer me hice el análisis -mintió Rebus.
– Será negativo.
– ¿Estás segura?
– Ormiston ha tirado tu té y dice que va a desinfectar la taza -añadió ella.
– Es el efecto Abernethy. Oye, ten presente que Ormiston y Claverhouse son amigos desde hace años -añadió mirándola.
– Lo sé. Creo que Claverhouse está enamorado de mí. Se le pasará, pero mientras tanto…
– Ve con cuidado -comentó él mientras volvían hacia el edificio-, y no te dejes llevar al huerto.
Rebus regresó a St. Leonard, vio que todo andaba bastante bien sin él y fue al hospital con la camiseta de Iron Maiden del doctor Morrison en una bolsa de plástico. En la habitación de Sammy habían instalado una tercera cama con una anciana despierta que miraba fijamente al techo. Rhona estaba sentada a la cabecera de Sammy leyendo un libro.
– ¿Cómo está? -preguntó él acariciando el pelo de su hija.
– Igual.
– ¿Van a hacerle algún otro análisis?
– Que yo sepa, no.
– ¿Y eso es todo? ¿No hay nada nuevo?
Cogió una silla para sentarse. Aquellas noches en vela se estaban convirtiendo en una especie de ritual y casi se sentía… «cómodo», pensó. Apretó la mano de Rhona y permaneció unos veinte minutos sentado sin decir palabra, hasta que al final decidió ir a ver a Kirstin Mede.
La encontró en su despacho del Departamento de Francés corrigiendo ejercicios en una mesa grande frente a la ventana, pero se levantó a recibirle y se acomodaron ante una mesita de centro con seis sillas.
– Recibí su mensaje -dijo Rebus tomando asiento cuando ella se lo indicó.
– Ahora que ha muerto, poco importa, ¿no?
– Sé que habló con él, Kirstin.
– ¿Perdón? -replicó ella.
– Le estuvo esperando a la puerta de su casa. ¿Fue una charla agradable?
El rubor tiñó sus mejillas. Cruzó las piernas y se estiró la falda hasta las rodillas.
– Sí -admitió-, fui a su casa.
– ¿Por qué?
– Porque quería conocerle -respondió mirándole a los ojos, retadora-. Pensé que a lo mejor viéndole la cara podía saber… por su mirada o tal vez por algo en el tono de voz.
– ¿Y qué pudo saber?
– Nada -respondió ella meneando la cabeza-. Falló eso del espejo del alma.
– ¿Qué fue a decirle?
– Le conté quién era.
– ¿Y hubo reacción por parte de él?
– Sí -respondió ella cruzando los brazos-. Me dijo: «Apreciada señorita, haga el favor de irse a la mierda», tal cual.
– ¿Y lo hizo?
– Sí, porque en ese momento me percaté de que, independientemente de que fuese Linzstek o no, había otro factor.
– ¿Qué factor?
– Que aquel hombre no podía más -contestó asintiendo repetidas veces con la cabeza-. Estaba en el punto límite -añadió mirándole- y era capaz de cualquier cosa.
El problema de la vigilancia en Flint Street era haberla hecho tan a las claras. Lo que convenía era una operación secreta, y Rebus decidió explorar el terreno.
A los pisos de alquiler frente al café y el salón de juegos de Telford se accedía por un portal común, pero como estaba cerrado optó por un botón cualquiera del portero automático, uno con el apellido de HETHERINGTON. Aguardó, volvió a pulsarlo y le respondió una voz de anciana.
– ¿Quién es?
– ¿Señora Hetherington? Soy el inspector Rebus, de la comisaría de su distrito. ¿Podría hablar con usted a propósito de seguridad domiciliaria? Por aquí se han dado algunos casos de robo, sobre todo a personas mayores.
– Dios mío. Suba.
– ¿Qué piso es?
– El primero.
Sonó el zumbador de apertura y Rebus empujó la puerta. La señora Hetherington le aguardaba en el umbral. Era una mujer pequeña y de aspecto frágil, pero de ojos vivos y movimientos firmes. Su piso era pequeño y estaba bien cuidado. La calefacción del cuarto de estar provenía de una pequeña estufa eléctrica. Rebus se acercó a la ventana y vio que daba precisamente al salón de juegos. Lugar ideal para la vigilancia, pensó mientras fingía examinar el estado de las ventanas.
– Ninguna anomalía -dijo-. ¿Las tiene siempre cerradas?
– Las abro un poquito en verano -respondió la mujer- y siempre que limpio, pero nunca las dejo abiertas.
– Debo advertirle que tenga cuidado con falsos funcionarios y con gente que llama diciendo que son tal y cual cosa. Usted pídales siempre el carnet y no abra hasta que esté segura.
– ¿Cómo voy a ver el carnet si no abro la puerta?
– Dígales que lo echen por debajo de la puerta.
– Usted no me ha enseñado el suyo, ¿no es cierto?
Rebus sonrió.
– No, no se lo he enseñado -dijo sacando la placa-. Hay falsificaciones que dan el pego. Si tiene dudas, no abra usted y llame a la policía. ¿Tiene teléfono? -preguntó mirando alrededor.
– Lo tengo en el dormitorio.
– ¿Hay allí una ventana?
– Sí.
– ¿Me permite que la examine?
La ventana del dormitorio daba también a Flint Street y Rebus vio unos folletos de viaje en el tocador y una maleta junto a la puerta.
– ¿De vacaciones, eh?
Si el piso estaba vacío tal vez pudieran montar allí la vigilancia.
– Sólo un fin de semana largo -dijo la anciana.
– ¿Va a algún sitio bonito?
– A Holanda. No es la época de los tulipanes, pero siempre he soñado con ese viaje. Desde luego que es un engorro volar desde Inverness, pero sale mucho más barato. Desde que murió mi esposo… he hecho algún viaje que otro.
– ¿Y no podría usted invitarme a mí? -dijo Rebus sonriendo-. Está ventana también está correcta. Voy a examinar la puerta y comprobar si es posible instalar otra cerradura.
Fueron al minúsculo vestíbulo.
– En estos pisos hemos tenido suerte, ¿sabe usted? Ni robos ni nada por el estilo.
No era de extrañar con Tommy Telford de casero.
– Aparte de que con el botón de alarma…
Rebus miró la pared junto a la puerta y vio un enorme botón rojo que él había creído que sería la luz de la escalera o algo por el estilo.
– Tengo que apretarlo siempre que llame alguien, sea quien sea.
– ¿Y lo hace? -preguntó Rebus abriendo la puerta.
Afuera había dos tipos fornidos.
– Ah, claro que sí -respondió la señora Hetherington.
Para ser matones estuvieron muy correctos. Rebus les enseñó la placa y les explicó el motivo de su visita, preguntándoles de paso quiénes eran y ellos se identificaron como «representantes del propietario del edificio». Sus caras le eran conocidas: Kenny Houston y Ally Cornwell. Houston, el feo, era el encargado de los «porteros» de Telford; Cornwell, el de aspecto de luchador, era el forzudo para todo. La farsa se desarrolló con humor y campechanía por ambas partes y finalmente le acompañaron al portal. En la acera de enfrente vio en la puerta del café a Tommy Telford, que le señalaba con el dedo agitándolo. Un peatón se interpuso en su línea de visión, pero Rebus se percató demasiado tarde de quién era y cuando abrió la boca para gritarle vio que Telford agachaba la cabeza y se llevaba las manos a la cara lanzando un alarido.
Cruzó a todo correr para dar la vuelta a aquel viandante que no era otro que Ned Farlowe, quien dejó caer un frasco al suelo. Los hombres de Telford se les echaron encima, pero Rebus no soltó a Farlowe.
– Este hombre queda detenido -dijo-. Me lo llevo, ¿entendido?
Doce rostros clavaron su mirada furiosa en él mientras Tommy Telford continuaba arrodillado en la acera.
– Llevad a vuestro jefe al hospital -añadió Rebus-. Éste se viene conmigo a St. Leonard…
Ned Farlowe, con cara de satisfacción por su hazaña, estaba sentado en una celda de paredes azules con manchas marrones en el rincón del inodoro.
– Así que ácido, ¿no? -dijo Rebus paseando de arriba abajo por el calabozo-. Ácido… La investigación en que trabajas ha debido de trastornarte.
– Es lo que se merecía.
– No sabes lo que has hecho -dijo Rebus fulminándole con la mirada.
– Sé perfectamente lo que he hecho.
– Te matará.
Farlowe se encogió de hombros.
– ¿Estoy detenido?
– Ya lo creo, hijo. No quiero que corras peligro. Si no llego a estar yo…
No quería ni pensarlo. Miró a Farlowe y vio al novio de Sammy, quien acababa de protagonizar una agresión a pecho descubierto contra Telford; la clase de iniciativa que él sabía que no serviría de nada.
Ahora tendría que redoblar esfuerzos porque, en caso contrario, Ned Farlowe era hombre muerto… y no quería que cuando Sammy recobrase el conocimiento la primera noticia que le dieran fuera ésa.
Volvió a Flint Street, aparcó cerca y se dirigió a los dominios de Telford. La calle era su feudo, evidentemente. Alquilar pisos a ancianos sería un acto benéfico pero lo había hecho porque servía a sus propósitos. Se preguntó si en iguales circunstancias Cafferty habría sido tan sagaz para pensar en el detalle de los botones de alarma. Seguramente no. Cafferty no era burro pero casi todo lo hacía por intuición. Se preguntó si Tommy Telford habría actuado precipitadamente alguna vez en su vida.
Vigilaba Flint Street porque necesitaba algo, necesitaba dar con un fallo en la cadena protectora de Telford. Al cabo de diez minutos de viento y frío se le ocurrió algo mejor y llamó por el móvil a una empresa de taxis, identificándose y preguntando si Henry Wilson estaba de servicio. Sí lo estaba, y pidió a la centralita que se lo enviasen. De lo más sencillo.
Diez minutos más tarde comparecía Wilson, un bebedor ocasional del Oxford. Bueno, ir bebido al volante del taxi era su problema. Afortunadamente para él Rebus le había echado una mano de vez en cuando y por ello Wilson le debía no pocos favores. Era alto, fornido, tenía el pelo corto, adornaba su rostro rubicundo con una frondosa barba negra y vestía siempre camisa escocesa a cuadros. Para Rebus era «el Leñador».
– ¿Adonde quiere ir? -preguntó Wilson al sentarse Rebus delante.
– Primero haz el favor de subir la calefacción -Wilson así lo hizo-. Necesito tu taxi de tapadera.
– ¿Con usted dentro?
– Exacto.
– ¿Y corriendo el contador?
– Digamos que has tenido una avería, Henry. El taxi queda fuera de juego para el resto de la tarde.
– Ahora que estaba ahorrando para Navidad… -protestó Wilson.
Rebus le miró fijamente y el grandullón lanzó un suspiro y cogió un periódico que tenía junto al asiento.
– Bueno, pues ayúdeme a apostar a un par de ganadores -dijo buscando las páginas de las carreras de caballos.
Permanecieron una hora larga a la entrada de Flint Street sin que Rebus se moviera del asiento delantero convencido de que un taxi con pasajero detrás habría despertado sospechas, mientras que siendo dos delante podrían parecer dos compañeros del ramo en hora de descanso o que cambian de turno charlando y tomando un té.
Rebus dio un sorbo del vaso de plástico y torció el gesto: Wilson había echado medio paquete de azúcar en el termo.
– Siempre he sido goloso -dijo Wilson, que tenía en el regazo una bolsa abierta de patatas fritas con sabor a cebollas en vinagre.
Por fin, Rebus vio dos Range Rover enfilar la calle. Al volante del primero iba el contable de Telford, Sean Haddow, quien bajó del coche y entró en el salón de recreativos, Rebus advirtió en el asiento delantero un enorme oso de peluche. Haddow volvió a salir con Telford que llevaba las manos vendadas y la cara con tiritas como si se hubiera hecho un afeitado desastroso. La agresión con ácido no le apartaba de los negocios. Haddow le abrió la portezuela de atrás y Telford subió al Rover.
– Ahí los tenemos, Henry -dijo Rebus-. Sigue a esos dos Range Rover rezagándote lo que quieras porque con lo altos que son haría falta un autobús de dos pisos para taparlos.
Los dos Range Rover arrancaron. En el segundo iban tres «soldados» de Telford de los que Rebus reconoció a El Guapito; los otros dos eran reclutas más jóvenes, bien vestidos y perfectamente peinados. Viaje de negocios, sin duda.
El convoy se dirigió al centro y se detuvo delante de un hotel. Telford dijo algo a sus hombres y entró solo mientras los coches aguardaban.
– ¿Va usted a entrar? -preguntó Wilson.
– Me verían.
Los dos chóferes se habían bajado de los vehículos y fumaban un cigarrillo sin dejar de observar quién entraba y salía del hotel. Un par de peatones se acercó al taxi pero Wilson dijo que estaba ocupado.
– Me apetecería un caramelo de menta -musitó.
Rebus le ofreció uno de la marca Polo que él aceptó con un resoplido.
– Magnífico -musitó Rebus.
Wilson miró hacia el hotel y vio una vigilante municipal que, libreta en mano, interpelaba a Haddow y a El Guapito, al tiempo que ellos señalaban sus respectivos relojes tratando de convencerla, pero la línea amarilla del bordillo prohibía rigurosamente aparcar.
Haddow y El Guapito intercambiaron finalmente unas palabras y volvieron a subir a los vehículos. El Guapito hizo unos gestos circulares con las manos para indicar a sus compañeros que iban a dar vueltas a la manzana mientras la vigilante permanecía impertérrita hasta que los vio arrancar. Haddow cogió el móvil y habló por él seguramente explicando a su jefe la jugada.
Era curioso que no hubieran intentado amedrentar o sobornar a la uniformada. Se portaban como ciudadanos respetuosos con la ley. El estilo Telford, sin duda, y Rebus pensó que de haber sido hombres de Cafferty no habrían cedido con tanta facilidad.
– ¿Ahora sí va a entrar? -insistió Wilson.
– No tiene mucho sentido, Henry. Telford estará en alguna habitación o en alguna suite resolviendo sus asuntos a puerta cerrada.
– Ah, ¿ése era Tommy Telford?
– ¿Has oído hablar de él?
– En el taxi oímos de todo. Se dice que pretende apoderarse del negocio de taxis de Big Ger. -Hizo una pausa-. Entiéndame, no es que Big Ger tenga las empresas a su nombre.
– ¿Y tienes idea de cómo piensa quitárselo a Cafferty?
– Amedrentando a sus taxistas o congraciándose con ellos.
– ¿Y tu empresa qué, Henry?
– Es legal y decente, señor Rebus.
– ¿No habéis tenido contactos por parte de Telford?
– De momento, no.
– Ahí vuelven.
Los dos Range Rover entraban de nuevo en la calle. No estaba ya la vigilante y dos minutos más tarde salía Telford del hotel con un japonés de pelo erizado y traje verde mar reluciente que llevaba una cartera aunque no tenía aspecto de hombre de negocios, quizá por las gafas de sol a aquella hora tan tardía o por el cigarrillo en la comisura de los labios. Subieron los dos al asiento trasero del primer vehículo y el japonés se inclinó a acariciar las orejas del oso de peluche haciendo algún comentario que a Telford no debió de hacerle gracia.
– ¿Los seguimos? -preguntó Wilson y, al ver la mirada de Rebus, dio a la llave de contacto.
Salían de la ciudad en dirección oeste y aunque Rebus tenía ya cierta idea del destino final, quería ver qué ruta seguían. Resultó ser casi la misma que él había hecho con Candice. La muchacha no había reconocido nada de particular hasta Juniper Green y lo cierto era que en aquel trayecto no había nada que llamara la atención. En Slateford Road vieron encenderse el intermitente del segundo coche señalando un alto.
– ¿Qué hago? -preguntó Wilson.
– Continúa y te metes por la primera bocacalle para dar la vuelta. Esperaremos a que nos pasen.
Haddow entró en una tienda de periódicos. Exactamente como había dicho Candice. Era extraño que Telford hiciese una parada durante un viaje de negocios. ¿Cuál sería el edificio por el que según Candice mostraron interés? Allí estaba: era una construcción anodina de ladrillo. ¿Un almacén? Rebus no acababa de entender qué interés podía tener Telford por un almacén. Haddow estuvo tres minutos exactos dentro de la tienda y Rebus, que lo había cronometrado, reparó en que durante ese tiempo no había salido nadie de allí antes que él. Poca clientela. Subió al coche y el convoy reanudó la marcha. Iban hacia Juniper Green y con toda seguridad al club de campo Poyntinghame. No tenía sentido seguirlos, pues cuanto más se alejaran de Edimburgo más llamaría la atención el taxi. Rebus le dijo a Wilson que diera la vuelta y le llevase al bar Oxford.
Una vez allí, Wilson bajó el cristal de la ventanilla antes de arrancar.
– ¿Quedamos en paz? -preguntó.
– Hasta la próxima, Henry -contestó Rebus desde la puerta del local antes de entrar.
Se sentó en un taburete. Tenía por única compañía el televisor y a
Margaret la camarera. Pidió una taza de café y un panecillo de ternera en conserva con remolacha. Como segundo plato Margaret sugirió una empanada.
– Muy acertado -dijo Rebus, quien no dejaba de pensar en el hombre de negocios japonés sin aspecto de tal por sus rasgos duros y angulosos.
Saciado el estómago, fue a pie hasta el hotel para apostarse en un elegante bar que había enfrente, donde mató el tiempo llamando por el móvil. Antes de agotar la batería había hablado con Hogan, Bill Pryde, Siobhan Clarke, Rhona y Patience y poco faltó para que llamara a la comisaría de Torphichen para preguntar si podían decirle qué era aquel edificio de Slateford Road. Transcurrieron dos horas en las que batió su propio récord de bebedor moroso: dos Coca-Colas. Pero al no haber muchos clientes, pasó desapercibida su escasa consumición. La música del bar era una cinta que ponían una y otra vez. Estaba oyendo por tercera vez Asesino psicópata en el momento en que los Range Rovers aparcaban delante del hotel. Telford y el japonés se dieron la mano acompañándolo con leves inclinaciones de cabeza y el jefe se marchó con sus hombres.
Rebus salió del bar, cruzó la calle y entró en el hotel en el preciso momento en que vio cerrarse las puertas del ascensor tras el señor Verde Mar. Fue a recepción y enseñó la placa.
– ¿Cómo se llama ese cliente que acaba de entrar?
La recepcionista consultó una lista.
– Señor Matsumoto.
– ¿Nombre?
– Takeshi.
– ¿Cuándo llegó?
La mujer volvió a mirar la lista.
– Ayer.
– ¿Cuánto tiempo estará alojado?
– Tres días más. Escuche, debería avisar a mi jefe…
Rebus negó con la cabeza.
– Es todo cuanto quería saber. Gracias. ¿Le importa que me siente un rato en el vestíbulo?
La recepcionista negó con la cabeza y Rebus se dirigió al salón, se acomodó en un sofá desde donde veía bien la zona de recepción a través de la doble puerta acristalada y cogió un periódico. Matsumoto había venido a Edimburgo por el negocio de Poyntinghame, pero él se olía algún asunto más turbio. Hugh Malahide le había dicho que una multinacional pretendía comprar el club, pero Matsumoto no tenía aspecto de ejecutivo. Cuando por fin reapareció en el vestíbulo se había cambiado y lucía un traje blanco, camisa negra sin corbata y una gabardina Burberry con bufanda escocesa a cuadros. Llevaba en la boca un cigarrillo que encendió en la calle y acto seguido echó a andar subiéndose el cuello de la gabardina. Rebus le siguió durante más de un kilómetro, asegurándose de que no era seguido a su vez. Era muy posible que Telford vigilara al japonés. Si lo estaba haciendo, debía de ser alguien muy hábil porque los movimientos de Matsumoto no eran los de un turista que callejea, sino que parecía dirigirse hacia algún sitio concreto con la cabeza agachada para defenderse del viento.
Vio que entraba en un edificio y se detuvo a mirar la puerta de cristal tras la cual arrancaba una escalera con alfombra roja. Sabía lo que era aquello sin necesidad de leer el rótulo de la entrada. Era el Casino Morvena, propiedad de un delincuente llamado Topper Hamilton, dirigido por un tal Mandelson. Pero Hamilton se había retirado, Mandelson había desaparecido y no se sabía quién era el nuevo propietario, aunque ahora a Rebus le cabían pocas dudas de que no fuesen Tommy Telford y sus amigos japoneses. Miró los coches aparcados de las cercanías y no vio ningún Range Rover.
– ¡Qué demonios! -dijo para sus adentros. Empujó la puerta y empezó a subir la escalera.
En el vestíbulo de la primera planta los de seguridad le taladraron con la mirada; a dos de ellos se les notaba poco hechos al esmoquin. El delgado debía de ser el rápido experto en llaves y trucos, y el peso pesado, el fortachón para apoyo en los movimientos rápidos. Superó el minucioso examen ocular, cambió veinte libras por fichas y pasó a la sala de juego.
El salón debió de ser en su momento biblioteca de alguna casa georgiana a juzgar por sus dos enormes ventanales y las elaboradas molduras que remataban las paredes color crema de siete metros antes del arranque del techo rosa claro. Ahora alojaba mesas de juego; del veintiuno, de dados y la ruleta. Las camareras iban de una a otra sirviendo las copas pero no había bullicio y los clientes parecían abstraídos en el juego. No estaba muy concurrido, pero la clientela podía decirse que era internacional. Matsumoto había dejado la gabardina en el guardarropa y se había sentado a la ruleta. Rebus tomó asiento en la mesa del veintiuno al lado de otros dos clientes, a quienes saludó con una inclinación de cabeza mientras el joven y desenvuelto crupier le obsequiaba con una sonrisa. Ganó la primera mano y perdió la segunda y la tercera. Volvió a ganar la cuarta y en ese momento oyó una voz detrás de él.
– ¿Desea algo para beber, señor?
La camarera se había inclinado para decírselo mostrándole su generoso escote.
– Coca-Cola con hielo y limón -dijo él, fingiendo que contemplaba sus andares para aprovechar y echar un vistazo al salón.
Había elegido aquella mesa nada más entrar por no llamar la atención ante la duda de que pudiese haber alguien que le reconociera.
Pero no había nada que temer; el único conocido para él era Matsumoto, quien ahora se frotaba las manos al empujar el crupier hacia él las fichas que había ganado. Rebus se plantó en dieciocho y la banca sacó veinte. Nunca había sido un jugador afortunado, aunque alguna vez probó en las quinielas y en las carreras de caballos y últimamente en la lotería. No le atraían las máquinas tragaperras ni las partidas de póquer que organizaban en el departamento. Él perdía dinero de otra manera.
Matsumoto perdió y profirió una maldición en un tono de voz algo más fuerte de lo adecuado en aquel ambiente y el guardia de seguridad delgaducho asomó la cabeza por la puerta sin que el japonés se intimidara, tras lo cual el delgado desapareció al percatarse de quién había sido, haciendo que Matsumoto se echara a reír. Mucho inglés no sabría pero en aquel lugar no era un cualquiera. Y así debió de decirlo con unas frases en su lengua para beneficio de la concurrencia, mientras asentía repetidamente con la cabeza tratando de cruzar la mirada con alguien. En ese momento una camarera le sirvió un whisky con hielo y él le dio dos fichas de propina. El crupier cantó «hagan juego» y el japonés recuperó la calma y volvió a concentrarse en la ruleta.
La consumición de Rebus tardó en llegar. La Coca-Cola no es la bebida más frecuente entre los policías que frecuentan casinos. Había ganado un par de manos y se sentía mejor; al ponerse en pie para coger el vaso el crupier no le incluyó en la siguiente mano.
– ¿De dónde es? -preguntó a la camarera-. No localizo su acento.
– De Ucrania.
– Habla inglés muy bien.
– Gracias -replicó ella, pero se alejó.
No dar conversación era regla de la casa para no distraer la atención de los clientes en el juego. Ucrania. Pensó si no sería otra importación mercantil de Tarawicz, como Candice… Algunas cosas comenzaban a cobrar sentido: Matsumoto se encontraba allí a gusto, por lo tanto no era un cliente nuevo; el personal guardaba sus distancias con él, lo que significaba que tenía poder, que le respaldaba Telford y que quería que le tratasen con deferencia. No eran conclusiones muy significativas, pero algo era.
En aquel momento entró alguien que Rebus conocía: el doctor Colquhoun, quien nada más verle se atemorizó. Colquhoun: el enfermo fingido que se había tomado unas vacaciones sin decir dónde se le podía localizar; Colquhoun, alguien al corriente de que iban a llevar a Candice a casa de los Drinic.
Le vio retroceder hacia la salida, volver la cabeza y apretar el paso.
¿Qué hacía, le seguía o se quedaba vigilando a Matsumoto? ¿Qué era más importante ahora, Candice o Telford? Optó por quedarse. Como el lingüista estaba de nuevo en Edimburgo ya le localizaría. Vaya si lo haría…
Transcurrida más de una hora de juego pensó en cambiar un cheque para sacar más fichas. Ya le habían desplumado veinte libras y Candice comenzaba a pugnar por ocupar un sitio en su atiborrado cerebro. Hizo una pausa y fue hacia unas máquinas tragaperras, pero los destellos y los botones no eran para él. Desaprovechó tres avances y le faltaron puntos para un acumulado. Otras dos libras perdidas, ahora en un par de minutos. No era de extrañar la abundancia de máquinas tragaperras por todos lados. Tommy Telford había elegido un buen negocio. Volvió la camarera a preguntarle si quería beber algo más.
– No, gracias -dijo-. Poca animación hay esta noche.
– Es que es pronto -replicó ella-. A partir de las doce…
Él no pensaba quedarse tanto. Le llamó otra vez la atención Matsumoto alzando las manos y profiriendo otra sarta de palabras en japonés, asintiendo sonriente mientras retiraba sus fichas. Las cambió en la caja y se dirigió hacia la salida. Rebus esperó treinta segundos y abandonó también el salón de juego. Dio despreocupadamente las buenas noches a los vigilantes de seguridad sin dejar de sentir clavados sus ojos en la espalda mientras bajaba la escalera.
Matsumoto se abrochó la gabardina, se ciñó la bufanda y se encaminó hacia el hotel, pero Rebus de pronto se sintió rendido y dejó de seguirle a mitad de camino. No hacía más que pensar en Sammy, Lintz y El Comadreja y en el tiempo que aparentemente estaba perdiendo.
– A la mierda este juego de detectives.
Se dio media vuelta y fue hacia su coche.
Goin' Home, de Ten Years After.
Hasta Flint Street había un paseo de veinte minutos, casi todo cuesta arriba y con el viento no precisamente a favor. La ciudad estaba tranquila y la gente se apiñaba en las paradas de autobús; los estudiantes comían patatas asadas y fritas con salsa curry y algún que otro viandante volvía a casa con el paso inseguro de la borrachera. Se detuvo, frunció el ceño y miró a su alrededor. Allí era donde había dejado el Saab. Estaba seguro… Sí, seguro que lo había dejado en el mismo lugar que ahora ocupaba un Ford Sierra negro con un Mini detrás. Pero de su coche, ni rastro.
– ¡Por Dios! -exclamó.
En la calzada no vio restos de vidrio, prueba de que no le habían sacudido un ladrillazo a la ventanilla. Ah, vaya cachondeo en el departamento… apareciese o no. Vio llegar un taxi y levantó la mano para pararlo pero recordó que estaba sin blanca y dijo al hombre que siguiera.
Su casa en Arden Street no quedaba lejos, pero aquello era la gota que colmaba el vaso.
Estaba dormido en el sillón junto a la ventana del cuarto de estar con el edredón subido hasta el cuello cuando sonó el portero automático. No recordaba haberlo conectado; pero a medida que iba despertándole cobró conciencia de que había sonado el timbre de la puerta del piso. Se levantó a tientas para ponerse los pantalones.
– Vale, vale -protestó caminando hacia el vestíbulo-. Calma.
Abrió la puerta y era Bill Pryde.
– Dios, Bill, ¿es por pura venganza? -comentó al ver que su reloj marcaba las dos y cuarto.
– Me temo que no, John -replicó Pryde.
Por su cara y el tono en que hablaba, Rebus supuso que había sucedido algo.
Algo grave.
– Hace semanas que no bebo.
– ¿Seguro?
– Seguro -respondió Rebus clavando sus ojos en los de la inspectora jefe Gill Templer.
Estaban en su despacho de St. Leonard en compañía de Bill Pryde. Él se había quitado la chaqueta y tenía remangadas las mangas de la camisa. Gill Templer estaba pálida y cansada por haber tenido que salir de la cama a aquella hora. Rebus paseaba de arriba abajo sin descanso.
– En todo el día no he bebido más que café y Coca-Cola.
– ¿En serio?
Rebus se pasó las manos por el pelo. Se sentía atontado y le dolía la cabeza. Pero no podía pedir paracetamol y agua, no fueran a pensar que tenía resaca.
– Vamos, Gill -dijo-, me estáis jodiendo.
– ¿Quién te autorizó esa vigilancia?
– Nadie. La hacía durante mi tiempo libre.
– ¿Y eso…?
– El jefe supremo dijo que podía tomarme unos días de permiso.
– Para que pudieras visitar a tu hija en el hospital -replicó ella, haciendo una pausa-. ¿Es o no es?
– Puede.
– Ese señor… Matsumoto -dijo Templer mirando las notas-, estaba relacionado con Thomas Telford. Y, según tú, Telford es el inductor del atropello de tu hija…
Rebus golpeó la pared con los puños.
– Es una trampa. El truco más viejo que existe, pero siempre falla algo; tiene que haber alguna cosa en el lugar de los hechos…, un detalle que no cuadre. -Se volvió hacia sus colegas-. Dejadme ir a echar un vistazo.
Templer miró a Bill Pryde, quien cruzó los brazos y se encogió de hombros: era Templer quien decidía por ser la superior jerárquica. Ella se dio en los dientes con el bolígrafo y lo tiró sobre la mesa.
– ¿Consientes en que te hagan un análisis de sangre?
Rebus tragó saliva.
– Bien -contestó al fin.
– Pues vamos allá -dijo ella poniéndose en pie.
Los hechos: Matsumoto cruzaba la calle hacia el hotel cuando le arrolló un coche que circulaba a toda velocidad y cuyo conductor se dio a la fuga dejándolo después sobre la acera con la portezuela abierta unos doscientos metros más allá.
El vehículo era un Saab 900 conocido por la mitad de los miembros del cuerpo de policía de Lothian y Borders.
El interior apestaba a whisky y había un tapón de rosca en el asiento junto al volante sin rastro de la botella. No encontraron más que el coche vacío y doscientos metros atrás, sobre el asfalto, el cadáver ya frío del hombre de negocios japonés.
Nadie había visto ni oído nada. Rebus lo entendía; aquel lugar no era precisamente una encrucijada de mucho tránsito pero, además, a aquella hora estaba desierto.
– Cuando lo seguí desde el hotel no hizo ese camino -comentó a Templer, que le miraba encogida y aterida con las manos en los bolsillos.
– ¿Y qué? -replicó ella.
– Que es más bien largo y no un atajo.
– Tal vez quería pasear -dijo Pryde.
– ¿A qué hora fue? -inquirió Rebus.
Templer dudó.
– Siempre hay un margen de error -respondió.
– Mira, Gill, ya sé que esto no es normal. No deberías traerme aquí, ni contestar a mis preguntas, dado que soy el principal sospechoso. -Rebus sabía lo que ella se jugaba: entre más de doscientos hombres con la categoría de inspector jefe en toda Escocia, el número de inspectoras no pasaba de cinco. La desventaja era abrumadora y muchos se alegrarían de verla fracasar. Alzó las manos-. Mira, si yo hubiera estado borracho y atropellase a un peatón, ¿crees que iba a dejar el coche en el lugar del accidente?
– Podrías no haberte percatado del atropello. Oirías un golpe, perderías el control del volante, te verías subido en la acera y por instinto de supervivencia pensarías que había llegado el momento de seguir a pie.
– Sí, pero es que no había bebido. Yo dejé el coche cerca de Flint Street y allí lo robaron. ¿Hay señales de que hayan forzado la cerradura?
Ella no dijo nada.
– Supongo que no -prosiguió Rebus- porque un profesional no deja huellas. Pero para ponerlo en marcha habrán tenido que hacer un puente o manipular la dirección. Eso es lo que tienes que comprobar.
Se habían llevado el coche para que a primera hora lo examinaran los de la científica.
Rebus se echó a reír y meneó la cabeza de un lado a otro.
– Es increíble, ¿no? Primero atropellan a Sammy y se dan a la fuga y ahora tratan de colgarme a mí el muerto.
– ¿Quiénes?
– Telford y su banda.
– ¿No decías que hacían negocios con Matsumoto?
– Son gángsteres, Gill. Y los gángsteres se pelean.
– ¿Y Cafferty?
– ¿Qué pasa con él? -replicó Rebus frunciendo el ceño.
– También te la tiene jurada hace tiempo. Con esto te compromete y de paso fastidia a Telford.
– Entonces, ¿sí que crees que me han tendido una trampa?
– Te concedo el beneficio de la duda. -Hizo una pausa-. No todos lo harían. ¿Qué negocio se traía Matsumoto con Telford?
– Algo relacionado con un club de campo, al menos en apariencia. Iban a comprarlo unos japoneses y Telford les allanaba el camino -explicó Rebus tiritando. Habría debido coger el abrigo. Se frotó el punto del pinchazo en el brazo para la prueba en sangre del nivel etílico-. Es evidente que podríamos encontrar algo haciendo un registro en su habitación del hotel.
– Ya lo hemos hecho -dijo Pryde- y no había nada de particular.
– ¿A qué haragán enviasteis?
– Fui yo misma -replicó Gill Templer con ostensible frialdad.
Rebus asintió con la cabeza a guisa de excusa. De todos modos, ella había dicho algo interesante: Matsumoto y Telford tenían algún negocio entre manos y él, al verlos despedirse, no había observado ningún indicio de desavenencia, y, en el casino, el japonés parecía feliz y tranquilo. ¿Qué ganaba Telford con atropellarle?
¿Salvo, quizá, quitárselo a él de encima?
Templer había mencionado a Cafferty. ¿Era Big Ger capaz de hacer aquello? ¿Que ganaba él? ¿Aparte de zanjar una antigua deuda con él, fastidiar a Telford y hacerse tal vez con el negocio de Poyntinghame y los japoneses?
Puestos en la balanza Telford y Cafferty, el platillo de Telford bajaba hasta el suelo.
– Volvamos a la comisaría -dijo Templer-. Estoy a punto de helarme.
– ¿Puedo irme a casa?
– No hemos terminado contigo, John -respondió ella subiendo al coche-. Ni mucho menos.
Finalmente tuvieron que dejarle marchar. De momento no se le imputaba nada hasta que concluyeran las pesquisas. Él sabía, y cómo, que podían arrestarle si querían. Había seguido a Matsumoto desde el casino y, teniéndosela jurada a Telford, para él habría sido un acto de justicia metafórica atropellar a un socio suyo a modo de advertencia.
En John Rebus concurrían los requisitos de primer sospechoso. El montaje no tenía fisuras y no dejaba de ser genial. La balanza volvía a inclinarse del lado de Telford, mucho más sutil que Cafferty.
Telford.
Fue a ver a Farlowe al calabozo. El periodista estaba despierto.
– ¿Cuánto tiempo van a tenerme aquí? -preguntó.
– El mayor tiempo posible.
– ¿Cómo está Telford?
– Tiene quemaduras sin importancia. No esperes que te denuncie; aguardará a que salgas.
– Entonces, tendrán que soltarme.
– Ni te lo pienses, Ned. Podemos denunciarte nosotros. No hace falta que sea Telford.
Farlowe se quedó mirándole.
– ¿Me van a procesar?
– Podríamos hacerlo bajo la imputación de agresión injustificada a un inocente.
Farlowe lanzó un bufido y sonrió.
– ¡Qué ironía!, ¿no? Procesarme por mi propio bien. -Hizo una pausa-. No podré ver a Sammy ¿verdad?
Rebus negó con la cabeza.
– Lo hice sin pensar; fue un impulso. Lo hice y punto -añadió alzando la vista-. Y hasta el momento de la agresión creí que era… genial.
– ¿Y después?
Farlowe se encogió de hombros.
– ¿Qué importa el después? Lo que cuenta es el resto de mi vida.
Rebus no se marchó a casa porque sabía que no iba a poder dormir. Pero sin coche no podía recurrir a dar vueltas de un lado para otro y optó por ir al hospital y sentarse a la cabecera de Sammy. Le cogió la mano y la apretó contra su cara.
Entró una enfermera a preguntar si necesitaba algo y él le pidió un paracetamol.
– ¿En un hospital? -replicó ella sonriendo-. Veré qué puede hacerse.
Tenía que volver a St. Leonard a las diez para continuar el interrogatorio y cuando sonó el busca a las ocho y media pensó que era para recordárselo. Pero el número de telefona que vio en la pantalla era el del depósito de cadáveres de Cowgate. Llamó desde un teléfono público del hospital al doctor Curt.
– Se ve que me ha tocado la china -dijo el médico.
– ¿Va a hacerle la autopsia a Matsumoto?
– Por desgracia. Escuche, me han dicho… aunque supongo que no es verdad…
– Yo no le atropellé.
– Me alegro de oírselo decir, John. -Tuvo la impresión de que el forense quería hablarle de algo más-. Porque qué duda cabe de que hay principios éticos. Bien, no puedo sugerirle que venga aquí…
– ¿Para enseñarme algo?
– No puedo decir nada -replicó Curt con un carraspeo-, pero si por azar estuviera usted presente… A esta hora de la mañana no suele haber nadie…
– Voy de inmediato.
Del hospital al depósito de cadáveres había un paseo de diez minutos. Curt le esperaba y le llevó directamente a la sala de necropsias.
Era una sala revestida de azulejos blancos de arriba abajo, con intensa iluminación y mobiliario de acero inoxidable. Rebus vio dos mesas de disección vacías y, en una tercera, el cadáver de Matsumoto. Se acercó sin salir de su asombro a mirar los increíbles tatuajes del muerto.
No era la simple efigie de un gaitero escocés como los que se hacen los marineros en los brazos. Aquello era una obra de arte en toda regla: en un hombro, un dragón verde con escamas echando por las fauces una llamarada de color rojo y rosa que descendía por el brazo hasta la muñeca; sus patas traseras rodeaban el cuello del muerto y las delanteras le ceñían el pecho. Había además dragones más pequeños, un paisaje del monte Fuji reflejado en un estanque, diversos símbolos japoneses y el rostro con visera de un luchador de kendo. Curt se puso unos guantes de goma, indicando a Rebus que hiciera lo propio, y dieron la vuelta al cadáver para examinar los tatuajes de la espalda: un actor con máscara de comedia. No, un guerrero con armadura y unas delicadas florecillas. El efecto era fascinante.
– Fantástico, ¿no es cierto?
– Extraordinario.
– He ido algunas veces a Japón a presentar ponencias de mi profesión.
– Entonces conocerá algunos de estos dibujos.
– Conozco su simbolismo, pero el quid está en que los tatuajes, y más éstos tan extensivos, suelen denotar pertenencia a una banda.
– ¿Como las Tríadas?
– En Japón se llaman Yakuza. Mire esto -dijo Curt alzando la mano izquierda del muerto para mostrarle el dedo meñique amputado por la primera falange con un burdo muñón.
– Se lo cortan cuando hacen algo mal, ¿no? -preguntó Rebus, dándole vueltas al término Yakuza-. Un dedo de vez en cuando.
– Sí, creo que sí -respondió Curt-. Pensé que le interesaría saberlo.
Rebus asintió con la cabeza sin apartar la vista del cadáver.
– ¿Algo más?
– Bueno, aún no he comenzado la autopsia. A primera vista parece todo de lo más normal: impacto evidente por vehículo en movimiento con aplastamiento de tórax y fracturas en las extremidades. -Rebus advirtió que de la pantorrilla sobresalía un hueso blanco en obsceno contraste con la piel-. Habrá diversas lesiones internas y probablemente murió a causa de la impresión -añadió Curt pensativo-. Avisaré al profesor Gates; no creo que haya visto nunca nada igual. -¿Puedo llamar desde su teléfono?
Rebus conocía a alguien que podía darle información sobre la Yakuza, un especialista en asociaciones criminales de todos los países. Llamó a Newcastle a Miriam Kenworthy.
– Tatuajes y dedos cortados… -dijo ella.
– Exacto.
– Se trata de la Yakuza.
– Bueno, la verdad es que sólo le falta la punta del dedo meñique. Se los cortan si se pasan de la raya, ¿no?
– No exactamente. Se los cortan ellos mismos para demostrar que lo lamentan. Es lo único que sé. -Oyó cómo revolvía papeles-. Espera que consulte mis notas.
– ¿Qué notas?
– Hice una investigación para determinar los paralelismos entre esta clase de bandas y sus distintas culturas. Quizá tenga algo sobre la Yakuza… Escucha, ¿quieres que te llame yo?
– ¿Cuánto vas a tardar?
– Cinco minutos.
Rebus dio el número de teléfono de Curt y se sentó a esperar. El despacho del médico forense era prácticamente un armario empotrado con montones de archivadores sobre la mesa y encima de ellos un dictáfono con una caja de cintas nuevas. Olía a tabaco y a falta de ventilación; en las paredes se veían horarios de citas, tarjetas postales y un par de grabados con marco. Era una guarida con lo imprescindible, ya que Curt pasaba casi todo su tiempo fuera del depósito.
Rebus sacó la tarjeta de visita de Colquhoun y llamó a su casa y luego al despacho. La secretaria le dijo que el profesor continuaba enfermo.
Claro, pero no hasta el extremo de verse impedido de ir a un casino. Un casino de Telford. No sería por pura coincidencia…
Kenworthy valía su peso en oro.
– La Yakuza cuenta con noventa mil miembros -dijo leyendo sus anotaciones- que componen unos dos mil quinientos grupos. Son muy crueles pero a la vez muy inteligentes y refinados; tienen una rígida estructura jerárquica, prácticamente impenetrable, similar a la de una sociedad secreta; existe además una especie de nivel de mandos intermedio llamado la Sokaiya.
Rebus apuntó lo que iba diciendo.
– ¿Cómo se escribe eso?
Kenworthy se lo deletreó.
– En Japón son dueños de salas de pacbinko, una especie de locales de juego, y poseen intereses en casi todos los sectores ilegales.
– Si no les cortan los dedos. ¿Y fuera de Japón?
– Lo único que tengo anotado es que introducen de contrabando en Japón artículos de marcas caras para su venta en el mercado negro, así como objetos de arte robados para venderlos a gente rica…
– Un momento. ¿No me dijiste que Jake Tarawicz empezó su carrera con el negocio de sacar de contrabando iconos de Rusia?
– ¿Insinúas que el señor Ojos Rosa está relacionado con la Yakuza?
– Tommy Telford ha ido con ellos por Edimburgo haciendo de chofer y hay un almacén que suscita al parecer el interés de todos ellos, aparte de un club de campo.
– ¿Un almacén de qué?
– No lo he averiguado.
– Pues hazlo.
– Lo tengo en la lista. Otra cosa: esos locales de pachinko… ¿qué son, como salas recreativas?
– Muy parecidos.
– Una relación más con Telford que suministra máquinas de juego a la mitad de bares y clubs de la costa este.
– ¿Crees que la Yakuza ha encontrado un ocio para hacer algún negocio?
– Pues no lo sé -respondió tratando de contener un bostezo.
– ¿Demasiado temprano para cavilar?
– Algo por el estilo -respondió sonriendo-. Gracias por tu ayuda, Miriam.
– De nada. Tenme informada.
– Desde luego. ¿Hay alguna novedad sobre Tarawicz?
– Que yo sepa, no; y tampoco hay rastro de Candice. Lo siento.
– Gracias de nuevo.
– Adiós.
Curt estaba en la puerta. Se quitó la bata y los guantes y sus manos desprendieron olor a jabón.
– No puedo hacer gran cosa hasta que llegue mi ayudante -dijo consultando el reloj-. ¿Le apetece desayunar?
– Tiene que comprender la impresión que esto puede causar, John. Se nos puede echar encima la prensa y me consta que hay periodistas que darían un brazo por ponerle a usted en la picota.
El jefe superior Watson estaba en su elemento. Sentado con las manos juntas sobre la mesa del despacho, irradiaba la serenidad de un Buda de piedra. Las contrariedades con que Rebus a veces le hacía sufrir le habían curtido para otras adversidades cotidianas que afrontaba con plena calma.
– Va a suspenderme de empleo -dijo convencido, pues no era la primera vez, al tiempo que apuraba el café y conservaba la taza entre las manos-. Para lo cual abrirá una investigación.
– De momento no -replicó Watson para sorpresa suya-. Previamente, lo que quiero es que me haga un informe verídico y pormenorizado de sus últimos movimientos con el porqué de su interés por el señor Matsumoto y Thomas Telford. Incluya cuanto desee en relación con el accidente de su hija, cualquier sospecha, explicando en particular la lógica de las sospechas. Hay un abogado de Telford que ha empezado a hacer preguntas sobre el intempestivo final de su amigo japonés. El abogado… -Watson miró a Gill Templer, que estaba sentada muda junto a la puerta.
– Charles Groal -dijo ella con voz neutra.
– Exacto, Groal… Ha ido a preguntar al casino y tiene la descripción de un individuo que entró detrás de Matsumoto y lo abandonó inmediatamente después de él, y él dice que por lo visto se trata de usted.
– ¿Le va usted a decir que no? -preguntó Rebus.
– No vamos a decirle nada sin haber efectuado previamente nuestras indagaciones… etcétera. Pero no podré torearle eternamente, John.
– ¿Han preguntado donde corresponda qué hacía Matsumoto en Edimburgo?
– Trabajaba para una empresa de asesoría de empresas y viajó a petición de un cliente para ultimar la compra de un club de campo.
– ¿Con Tommy Telford a remolque?
– John, no perdamos de vista que…
– Matsumoto era miembro de la Yakuza, señor. Es la primera vez que veo de cerca a uno de sus miembros, aparte de en la tele. Y ahora los tenemos aquí. -Rebus hizo una pausa-. ¿No le parece a usted algo curioso? Quiero decir, ¿es que a nadie le preocupa? ¡No sé si yo confundo el orden de prioridades, pero me da la impresión de que chapoteamos de charco en charco mientras se nos viene encima un maremoto!
Había ido aumentando tanto la presión de las manos sobre la taza que ésta se quebró de repente, cayó un trozo al suelo al tiempo que él hacía una mueca de dolor y se sacaba una esquirla de cerámica de la palma de la mano. La alfombra se manchó de sangre y Gill Templer se acercó a mirarle la herida.
– Déjame ver.
– ¡No! -vociferó él revolviéndose furioso y buscando un pañuelo en el bolsillo.
– Tengo un pañuelo de papel en el bolso.
– No es nada.
Le caía sangre en los zapatos. Watson comentó algo sobre una grieta en la taza y Templer miró mientras se enrollaba la mano con el pañuelo.
– Voy a lavarme. Con permiso, señor -dijo él.
– Vaya, John, vaya. ¿Se encuentra bien?
– No es nada.
No era un corte importante y el agua fría cortó la hemorragia. Se secó con unas toallas de papel, las arrojó a la taza y tiró de la cadena hasta verlas desaparecer en el remolino. En el primer botiquín que encontró cogió media docena de tiritas para tapar bien el corte, cerró el puño, vio que no sangraba y no le dio mayor importancia.
Ya en su mesa se puso a redactar su diario tal como le había ordenado Watson. Gill Templer se acercó a decirle unas palabras para tranquilizarle.
– Nadie piensa que hayas sido tú, John. Pero es un asunto… Ha intervenido el cónsul de Japón… Hay que actuar conforme al reglamento.
– Todo es cuestión de política en definitiva, ¿no? -replicó pensando en Joseph Lintz.
A la hora de comer fue a ver a Ned Farlowe y le preguntó si necesitaba algo. Farlowe le pidió emparedados, libros, periódicos y compañía. Estaba demacrado y harto de la celda; quizá no tardase en exigir un abogado. Cualquier letrado conseguiría que le pusiesen en libertad.
Rebus entregó el informe a la secretaria de Watson y salió de la comisaría. No había caminado cincuenta metros cuando a su lado paró un coche, un Range Rover desde el que El Guapito le hacía señas para que subiera. Miró al asiento trasero y vio que lo ocupaba Telford con la cara llena de pomada, como un Jake Tarawicz de vía estrecha…
Dudó un instante. Si echaba a correr, la comisaría no estaba muy lejos…
– Suba -repitió El Guapito. Rebus no pudo resistir la tentación y entró en el Rover.
El Guapito arrancó. El oso amarillo ocupaba el asiento delantero sujeto por el cinturón de seguridad.
– Supongo que no servirá de nada que diga que dejéis en paz a Ned Farlowe -dijo Rebus.
Pero no era en Farlowe en quien Telford pensaba.
– Si quiere guerra, tendrá guerra -dijo.
– ¿ Quién?
– Su jefe.
– Yo no estoy al servicio de Cafferty.
– No me venga con cuentos.
– Fui yo quien le metió entre rejas.
– Y desde entonces no ha roto un plato.
– No he matado a Matsumoto.
Telford le miró y Rebus advirtió una violencia incontenible.
– Sabes que yo no he sido -insistió Rebus.
– ¿Cómo dice?
– Porque lo has hecho tú y quieres que a mí…
Telford le echó las manos al cuello y Rebus se las apartó tratando de sujetárselas, pero era imposible con el coche en marcha en el escaso espacio de la parte trasera. El Guapito paró, se bajó, abrió la portezuela del lado de Rebus y lo sacó del coche. Telford echó también pie a tierra con el rostro congestionado y los ojos fuera de las órbitas.
– ¡A mí no me va a cargar eso! -bramó.
Los coches que pasaban reducían la marcha y los peatones cruzaban a la otra acera.
– :¿A quién si no? -replicó Rebus con voz temblorosa.
– ¡A Cafferty! -gritó Telford-. ¡Usted y Cafferty se han propuesto acabar conmigo!
– Te he dicho que yo no he sido.
– Jefe -dijo El Guapito-, larguémonos, ¿vale?
Miraba de un lado a otro nervioso porque estaban llamando la atención, y Telford comprendió que tenía razón.
– Suba al coche -dijo más calmado, pero Rebus lo miró sin moverse-. No se preocupe, suba, que quiero enseñarle un par de cosas.
Rebus, el policía más loco del mundo, volvió a entrar en el Rover.
Durante un par de minutos no dijeron palabra. Telford se recompuso el vendaje de las manos que se había desbaratado durante el forcejeo.
– No creo que Cafferty quiera guerra -dijo Rebus.
– ¿Por qué lo dice tan convencido?
«Porque he llegado a un trato con él y soy yo quien te va a encerrar», pensó. Iban en dirección este y procuró alejar de su pensamiento toda conjetura sobre el destino final.
– Usted estuvo en el Ejército, ¿no? -preguntó Telford.
Rebus asintió con la cabeza.
– De paracaidista y luego en las SAS.
– Pero no pasé del período de instrucción -dijo Rebus, sorprendido de lo bien informado que estaba.
– Porque decidió hacerse poli. -Telford había vuelto a recobrar la calma, se había alisado el traje y arreglado el nudo de la corbata-. Cuando uno está sometido a una estructura como la del Ejército y la de la policía tiene que obedecer órdenes, cosa que me han dicho que no se le da muy bien. Conmigo no duraría mucho -añadió mirando por la ventanilla-. ¿Qué es lo que planea Cafferty?
– Ni idea.
– ¿Por qué vigilaba a Matsumoto?
– Por su relación contigo.
– La Brigada Criminal levantó la vigilancia. -Rebus guardó silenció-. Pero usted dale que dale -añadió Telford volviéndose hacia él-. ¿Por qué?
– Porque has intentado matar a mi hija.
Telford se le quedó mirando sin parpadear.
– Ah, ¿era por eso?
– Por lo mismo que Ned Farlowe intentó dejarte ciego. Es su novio.
Telford soltó una carcajada y meneó la cabeza de un lado a otro.
– Yo no tengo nada que ver con el accidente de su hija. ¿Por qué iba a hacer yo eso?
– Por hacerme daño a mí porque ella me ayudó con Candice.
Telford reflexionó.
– De acuerdo -dijo asintiendo con la cabeza-, comprendo que lo crea y no sé si mi palabra le va a servir de mucho pero, para su tranquilidad, sepa que yo no tengo nada que ver con lo de su hija. -Hizo una pausa y Rebus oyó cerca unas sirenas-. ¿Es eso lo que le ha empujado hacia Cafferty?
Rebus no contestó, actitud que a Telford le dio a entender que acertaba. Volvió a sonreír.
– Para -dijo.
El Guapito frenó, aunque, en cualquier caso, estaban en pleno atasco y la policía desviaba el tráfico por las bocacalles. Rebus cayó en la cuenta de que ya hacía rato que olía a quemado. No habían visto el incendio porque lo tapaban los edificios, pero ahora se veían las llamas. Era en el aparcamiento de taxis de Cafferty. El cobertizo que servía de oficina había quedado reducido a cenizas, el techo de uralita del taller para reparación y limpieza de los vehículos estaba a punto de hundirse y toda una fila de taxis ardía a más y mejor.
– Podríamos haber vendido entradas -comentó El Guapito y Telford se volvió hacia Rebus.
– Los bomberos no van a dar abasto con dos negocios de Cafferty ardiendo a la vez… -dijo consultando el reloj- en este mismo momento, así como su preciosa casa. No, no vaya a pensar… Hemos aguardado a que su mujer saliera de compras, pero sus hombres han recibido un ultimátum para que se larguen de la ciudad o se atengan a las consecuencias -añadió encogiéndose de hombros-. Allá ellos, a mí me tiene sin cuidado. Vaya a decirle a Cafferty que en Edimburgo no tiene nada que hacer.
Rebus se pasó la lengua por los labios.
– Me has dicho que estaba equivocado contigo y que no tienes nada que ver con mi hija. ¿Y si tú te equivocaras en cuanto a Cafferty?
– Baje de la higuera, ¿quiere? La puñalada en el Megan y luego Danny Simpson… Cafferty no es muy sutil que digamos.
– ¿Te contó Danny que se lo hicieron los hombres de Cafferty?
– Él lo sabe y yo también -respondió Telford dando una palmadita en el hombro a El Guapito-. Volvemos a la base. Y lleve otro recado a Barlinnie -añadió para Rebus-: a partir de medianoche iremos a por todos los hombres de Cafferty que sigan en la ciudad… y yo no hago prisioneros. -Dio un resoplido satisfecho consigo mismo y se recostó en el asiento-. ¿Le importa que le deje en Flint Street? Tengo allí una reunión de negocios dentro de un cuarto de hora.
– ¿Con los jefes de Matsumoto?
– Si quieren Poyntinghame tendrán que seguir negociando conmigo -replicó mirando a Rebus-. Usted también debería negociar conmigo. Piense una cosa: ¿a quién le interesa que estemos a mal? A Cafferty: el atropello de su hija, el atentado a Matsumoto… Todo apunta hacia Cafferty. Píenselo y luego quizá volvamos a hablar.
Al cabo de dos minutos Rebus rompió el silencio.
– ¿Conoces a un tal Joseph Lintz?
– Lo mencionó Bobby Hogan.
– Lintz telefoneó a tu oficina de Flint Street.
Telford se encogió de hombros.
– Le digo lo mismo que a Hogan. Quizá marcara el número por equivocación. Fuese lo que fuese, yo no hablé con ese viejo nazi.
– Pero en la oficina hay más gente. -Rebus vio que El Guapito le observaba por el retrovisor-. ¿Y tú?
– Nunca he oído ese nombre.
En Flint Street había un coche aparcado; una enorme limusina blanca con cristales ahumados, antena de televisión en el capó y tapacubos color rosa.
– Cielo santo -comentó Telford sonriente-, mira su último juguete.
Como si Rebus ya no existiese, bajó del coche y echó a correr hacia el que descendía del aparatoso vehículo, un tipo con traje blanco, jipijapa, un puro enorme y camisa chillona de cachemir. Pese a ello, lo que más llamaba la atención era su rostro lleno de estigmas y sus gafas azules. Telford hizo comentarios admirativos sobre el traje, el coche, el lujo agresivo, que hicieron las delicias del señor Ojos Rosa, quien le pasó un brazo por los hombros para dirigirse hacia el salón de juegos, pero a medio camino se detuvo, chasqueó los dedos vuelto hacia limusina y estiró el brazo.
A su señal salió del coche una mujer. Vestía un traje negro corto con medias también negras y chaquetón de pieles. Tarawicz le acarició el trasero y Telford la besó en el cuello. Ella sonrió con mirada un tanto vidriosa y en ese momento Tarawicz y Telford se volvieron hacia el Range Rover, mirando a Rebus.
– Final del viaje, inspector -dijo El Guapito insinuando que bajase.
Rebus salió del Rover sin apartar la vista de Candice, pero ella no le vio, acurrucada como estaba contra el señor Ojos Rosa con la cabeza reclinada en su pecho. Él no dejaba de acariciarle el trasero mirando a Rebus con cara de desafío y sonrisa de látex. Rebus se acercó a ellos y Candice se sobresaltó al verle.
– Encantado de volver a saludarle, inspector -dijo Tarawicz-. ¿Viene en rescate de la doncella?
– Vamos, Candice -dijo Rebus sin hacer caso, tendiéndole una mano no muy firme.
Ella le miró y dijo que no con la cabeza.
– ¿Por qué iba a querer eso? -respondió, al tiempo que Tarawicz le daba otro beso.
– Te secuestraron. Puedes denunciarles.
Tarawicz se echó a reír y la condujo hacia el café.
– Candice… -dijo Rebus tratando de agarrarla del brazo, pero ella se zafó de él y siguió a su amo hacia el local.
Dos hombres de Telford bloqueaban la entrada y El Guapito se le acercaba por detrás.
– ¿No irá a hacer tonterías? -comentó al adelantarle.
Fue a St. Leonard para llevar comida y periódicos a Farlowe y pidió que le acompañaran en un coche patrulla a Torphichen. Quería hablar con el inspector «Shug» Davidson del DIC.
– Acaban de incendiar una parada de taxis -dijo Davidson, quien parecía agotado.
– ¿Tienes idea de quién es obra?
Davidson entornó los ojos.
– El dueño era Jock Scallow. ¿Insinúas algo?
– Pero ¿quién era su verdadero dueño, Shug?
– Lo sabes de sobra.
– ¿Y quién está invadiendo el territorio de Cafferty?
– He oído rumores.
Rebus se apoyó en la mesa de Davidson.
– Tommy Telford va a entrar en guerra si no le paramos.
– ¿Nosotros?
– Quiero que me lleves a un sitio -dijo Rebus.
Shug Davidson era un hombre feliz, casado con una mujer comprensiva, y padre de unos niños que no le veían tanto como merecían. Un año antes, al ganar cuarenta mil libras en la lotería, invitó a una copa a los compañeros de la comisaría. El resto del dinero lo tenía a buen recaudo.
Rebus había trabajado con él. No era mal policía, aunque quizás algo falto de imaginación. Tuvieron que dar un rodeo a la zona del incendio. Dos kilómetros más allá Rebus le dijo que parase.
– Bueno, ¿qué hay? -preguntó Davidson.
– Eso es lo que quiero yo que me digas; qué hay ahí -replicó Rebus señalando el edificio de ladrillo que tanto interesaba a Tommy Telford.
– Es Maclean's.
– Hombre, muy conocido en su casa a las horas de comer.
Davidson sonrió.
– ¿En serio que no lo sabes? -dijo abriendo la portezuela del coche-. Bien, ven y lo verás.
En la entrada verificaron su identidad. Rebus advirtió muchas medidas de seguridad y cámaras en las esquinas del edificio enfocadas a las zonas de aproximación. Hicieron una llamada telefónica y acudió un hombre de bata blanca para acompañarles después de ponerles en la solapa la tarjeta de identificación de visitantes.
– Yo estuve en otra ocasión -dijo Davidson nada más iniciar el recorrido-. La verdad es que poca gente conoce su existencia.
A medida que subían escaleras y cruzaban pasillos las medidas de seguridad iban en aumento: guardianes que verificaban los pases, puertas cerradas con llave y videovigilancia constante, algo que sorprendió a Rebus dado lo anodino del edificio y el hecho de que aún no había visto nada extraordinario.
– Pero ¿dónde estamos, en Fort Knox? -preguntó.
En aquel momento, a la puerta de un laboratorio, el guía les dio batas blancas para que se las pusieran; entraron y, a la vista del personal que manipulaba productos químicos, controlaba tubos de ensayo y hacía anotaciones, Rebus comenzó a entender. En aquel laboratorio había toda clase de extraños y fantásticos aparatos, aunque fuera en esencia como el de un departamento de química de la universidad pero a mayor escala.
– Estamos en la mayor fábrica de droga del mundo -dijo Davidson.
Lo que no era exacto del todo, pues Maclean's era simplemente el mayor productor mundial legal de heroína y cocaína, como puntualizó el guía.
– Trabajamos con licencia del Gobierno en virtud de un acuerdo internacional que se firmó en 1961 y que autoriza a todos los países a tener un fabricante, y nosotros somos el concesionario del Reino Unido.
– ¿Qué es lo que fabrican? -preguntó Rebus mirando las hileras de frigoríficos con candado.
– De todo: metadona para heroinómanos, petidina para parturientas, diamorfina para enfermos terminales y cocaína para uso quirúrgico. Somos la continuación de la primitiva empresa victoriana que elaboraba el láudano.
– ¿Y cuánto producen?
– Unas setenta toneladas anuales de opiáceos -respondió el guía- y casi un millón de kilos de cocaína pura.
Rebus se frotó la frente.
– Ahora entiendo la necesidad de tanta seguridad.
El guía sonrió.
– Figúrese si será bueno nuestro dispositivo que el Ministerio de Defensa nos pidió consejo.
– ¿No ha habido intentos de robo?
– En dos ocasiones, pero nosotros mismos pudimos abortarlos.
«Sí -pensó Rebus-, porque no fueron obra de Tommy Telford y la Yakuza…»
Dieron una vuelta por el laboratorio y Rebus, admirado, señaló con la cabeza a una mujer que estaba plantada en medio de la nave.
– ¿Quién es ésa? -inquirió.
– La enfermera de turno permanente.
– ¿Para qué una enfermera?
El guía señaló un aparato que manejaba un operario.
– A causa de la etorpina -dijo-. Un producto que vale cuarenta mil libras el kilo y que por su enorme potencia requiere tener a mano una enfermera con el antídoto en previsión de cualquier accidente.
– ¿Para qué se emplea la etorpina?
– Para anestesiar rinocerontes -contestó el hombre como si fuera la cosa más natural del mundo.
La fabricación de cocaína se hacía a partir de hojas de coca enviadas desde Perú y el opio llegaba de plantaciones en Tasmania y Australia, pero cada laboratorio guardaba la heroína y la cocaína puras en sus respectivas cajas fuertes en un almacén dotado de detectores infrarrojos y sensores de movimiento. A los cinco minutos Rebus había comprendido perfectamente el interés de Tommy Telford por Maclean's. Que la Yakuza estuviera al corriente del plan debía de ser porque él necesitaba su ayuda -lo que no era probable- o por presumir ante ellos de la hazaña.
Cuando regresaron al coche Davidson hizo la pregunta inevitable.
– ¿De qué asunto se trata, John?
Rebus se dio un pellizco en el puente de la nariz.
– Creo que Telford planea atracarlo.
– Fracasaría -replicó Davidson con un resoplido-. Tú mismo lo has dicho: es Fort Knox.
– Es por cuestión de prestigio, Shug. Si lo consigue se hace famoso y desbanca a Cafferty.
Igual que las bombas incendiarias, que no eran un simple aviso para su rival, sino una «alfombra roja» para el señor Ojos Rosa recién llegado a Edimburgo para demostrarle de lo que era capaz.
– Te aseguro que no hay manera de entrar ahí -insistió Davidson-. ¡Qué barato!
Unos carteles en el escaparate de la tienda de la esquina habían llamado su atención.
Rebus miró hacia ella y vio que anunciaban una oferta de tabaco, de emparedados y de bocadillos, además de una rebaja de cinco peniques en los periódicos.
– La competencia en el barrio debe de estar que trina -comentó Davidson-. ¿Te apetece un bocado?
Rebus miraba en aquel momento la salida de los trabajadores de Maclean's -debía de ser la media hora de descanso de la tarde- que cruzaban la calle esquivando coches y sacando monedas de los bolsillos camino de la tienda.
– Sí, de acuerdo -contestó Rebus pensativo.
El local estaba a rebosar. Davidson aguardó cola mientras Rebus miraba los periódicos y las revistas. Los trabajadores charlaban y contaban chistes mientras dos jóvenes dicharacheros pero muy poco eficientes atendían el mostrador.
– ¿De qué lo quieres, John, de beicon?
– Bien -dijo Rebus recordando que no había comido.
Por dos panecillos con beicon le cobraron sólo una libra. Se sentaron en el coche a comerlos.
– Shug, en una tienda como ésa lo normal es que rebajen un par de artículos para atraer clientela -Davidson asintió con la cabeza hincando el diente al panecillo-, pero esto es Jauja. -Rebus dejó de comer de pronto-. Hazme un favor: averigua quién es el dueño y quiénes son esos dos del mostrador.
Davidson redujo el ritmo masticatorio.
– ¿Tú crees que…?
– Tú averígualo, ¿de acuerdo?
Cuando volvió a St. Leonard sonaba el teléfono de su mesa y se sentó a ella con el vaso de café que acababa de servirse en la máquina. Durante todo el camino no había dejado de pensar en Candice. Dio dos sorbos y cogió el teléfono.
– Inspector Rebus.
– ¿A qué cojones viene todo ese follón?
Era la voz de Big Ger Cafferty.
– ¿Dónde estás?
– ¿Dónde quiere que esté?
– Suena como si hablaras desde un móvil.
– No se imagina las cosas que entran aquí en Barlinnie. Bueno, ¿qué es lo que está pasando?
– Te has enterado…
– ¡Me ha quemado la casa! ¡Mi casa! ¿Cree que voy a dejarle que se quede tan pancho?
– Escucha, creo que he encontrado el modo de encerrarle.
– ¿Cuál?
– Aún no, quiero…
– ¡Y todos mis taxis! ¡Ese hijo de puta! -vociferó Cafferty.
– Escucha, precisamente lo que él quiere es provocarte y estará esperando represalias inmediatas.
– Y las va a tener.
– Pero está preparado. ¿No sería mejor sorprenderle cuando baje la guardia?
– Ese cabrón no ha bajado la guardia desde que nació.
– ¿Te digo por qué lo ha hecho?
– ¿Por qué?
– Porque según él has matado a Matsumoto.
– ¿A quién?
– Un socio suyo. Y quien se lo cargó lo organizó de manera que pareciese que era yo quien conducía el coche.
– No ha sido cosa mía.
– Pues díselo a él porque Telford está convencido de que fue por orden tuya.
– Nosotros dos sabemos que no.
– Exacto; sabemos que alguien me tendió una trampa con intención de apartarme del asunto.
– ¿Cómo ha dicho que se llama el muerto?
– Matsumoto.
– ¿Es japonés?
Rebus habría deseado ver los ojos de Cafferty. Aun así era difícil saber cuándo decía mentiras.
– Era japonés -respondió.
– ¿Y qué demonios tenía él que ver con Telford?
– Me da la impresión de que tu servicio de espionaje va a la deriva.
Se hizo un silencio.
– Lo de su hija…
Rebus se estremeció.
– ¿Qué?
– Hay una tienda de artículos de segunda mano en Porty. -Se refería a Portobello-. El dueño compró un lote y en él había unas cintas de ópera y de Roy Orbison. Le llamó la atención porque son músicas que se dan de palos.
Rebus apretó el receptor contra el oído.
– ¿Qué tienda? ¿Qué aspecto tenía el que se las vendió?
Cafferty dejó oír una risa helada.
– Estamos averiguándolo, Hombre de paja. Déjenoslo a nosotros. Bien, en cuanto a ese japonés…
– Te he dicho que trincaré a Telford. Ese fue el trato.
– Lo que quiero son hechos.
– ¡Estoy en ello!
– Bueno, pues téngame al corriente.
Rebus hizo una pausa.
– Bien, ¿cómo está Samantha? -preguntó Cafferty-. Se llama así, ¿no?
– Está…
– Porque yo sí que estoy a punto de cumplir lo acordado, mientras que usted…
– Matsumoto era de la Yakuza. ¿Has oído hablar de ella?
Se hizo un silencio.
– Algo he oído.
– Telford les está ayudando a comprar un club de campo.
– ¿Y para qué demonios lo quieren?
– No lo sé muy bien.
Cafferty volvió a guardar silencio hasta que Rebus pensó que había agotado la batería del móvil.
– Es un chico de grandes ideas, ¿no? -dijo de pronto Cafferty como con cierta admiración pese a su cólera por los ataques en su territorio.
– Tú sabes que no es el primero que se pasa por querer abarcar tanto.
De pronto se le había ocurrido adonde iba todo a parar.
– Pero Telford debe de tener bastante margen de maniobra -dijo Cafferty-. Y a mí no me queda ni la mitad.
– ¿Sabes que te digo, Cafferty? Tú cuando pareces admitir la derrota es precisamente cuando estallas.
– Bien sabe que tendré que replicar, quiera o no. Es un ritual obligado como el de darse la mano.
– ¿Cuántos hombres tienes?
– Más que suficientes.
– Escucha otra cosa… -añadió asombrado de estar facilitando información a su gran enemigo-. Hoy ha llegado Jake Tarawicz y creo que esos fuegos artificiales eran en su honor.
– ¿Y Telford me ha quemado la casa sólo por hacerle una demostración a ese feo cabrón ruso?
Rebus pensaba a toda velocidad a semejanza de un crío que quiere presumir delante de los mayores. Abarcar más de lo debido…
– ¡Pues no, Hombre de paja! -dijo Cafferty furioso otra vez-. ¡La suerte está echada! Si esos dos quieren guerra sucia con Morris Gerald Cafferty van a tenerla y cómo. Se van a enterar. ¡Acabarán como si hubieran pillado el puto sida!
Rebus colgó al oír aquello último. Bebió el café frío y escuchó los mensajes. Patience preguntaba si podía ir a cenar con ella, Rhona le decía que habían hecho otra ecografía a Sammy y Bobby Hogan quería hablar con él.
Llamó primero al hospital y oyó casi sin escuchar a Rhona, quien le explicaba que habían hecho otra exploración a Sammy para evaluar la magnitud de la lesión cerebral.
– ¿Y por qué demonios no se la hicieron en el primer momento?
– No lo sé.
– ¿Lo has preguntado?
– ¿Por qué no vienes tú a preguntarlo? Se ve que cuando no estoy yo sí que te gusta pasar tiempo con Samantha y hasta te quedas dormido en la silla. ¿Qué pasa, te doy miedo?
– Escucha, Rhona, lo siento. He tenido un día muy agitado.
– No eres el único.
– Lo sé. Soy un mamonazo egoísta.
El resto de la conversación era previsible y fue un alivio darle fin. Llamó a Patience, conectó el contestador automático y le dijo que aceptaba encantado la invitación. A continuación llamó a Bobby Hogan.
– Hola, Bobby, ¿qué has averiguado?
– No mucho. Hablé con Telford.
– Lo sé; me lo ha dicho.
– ¿Has estado con él?
– Me ha dicho que a Lintz no lo conoce de nada. ¿Hablaste con La familia?
– ¿Los que rondan por su oficina? Ellos dicen lo mismo.
– ¿Mencionaste lo de los cinco mil?
– ¿Me tomas por tonto? Escucha, a ver si tú sabes…
– Larga.
– En la agenda de direcciones de Lintz he visto un par de domicilios de un tal doctor Colquhoun. Al principio pensé que era su médico de cabecera.
– Es un especialista en idiomas eslavos.
– Sí, pero Lintz le ha seguido la pista porque tiene anotados todos los cambios de domicilio desde hace veinte años, incluidos los números de teléfono menos el último. Y he comprobado que el tal Colquhoun no ha cambiado de dirección desde hace tres años.
– ¿Y?
– Que Lintz no tenía su número de teléfono, y si quería hablar con él…
– Tenía que llamarle a la universidad -añadió Rebus cayendo en la cuenta.
Eso explicaba la llamada de más de veinte minutos. Repasó mentalmente lo que Colquhoun le había dicho de Lintz.
«Le he visto en algunos actos sociales… Nuestros departamentos estaban apartados… Ya le digo, no estábamos cerca…»
– Trabajaban en departamentos distintos -añadió-. Colquhoun me dijo que apenas se veían…
– Entonces, ¿cómo se explica que Lintz tuviera constancia de sus diversos cambios de domicilio?
– No lo sé, Bobby. ¿Le has preguntado?
– No, pero pienso hacerlo.
– Anda por ahí escondido; hace una semana que intento hablar con él.
La última vez que le había visto fue en el Morvena: ¿sería Colquhoun el vínculo entre Telford y Lintz?
– Ahora ya ha aparecido.
– ¡No me digas!
– Tengo una cita con él en su despacho.
– Me apunto -dijo Rebus levantándose.
Cuando aparcó en Buccleuch Place en un Astra camuflado, gentileza de St. Leonard, vio que arrancaba un coche junto a él. Saludó con la mano pero Kirstin Mede no le vio y cuando por fin él dio con el claxon del Astra ya estaba lejos. Pensó si la traductora conocería mucho a Colquhoun puesto que era ella quien se lo había recomendado…
Hogan, de pie junto a las bandas protectoras, había sido testigo de sus fallidos intentos de cortesía.
– ¿La conoces?
– Era Kirstin Mede.
– ¿La de las traducciones?
– ¿Localizaste a David Levy? -dijo Rebus mirando hacia la fachada del edificio de estudias eslavos.
– Su hija sigue sin noticias de él.
– ¿Cuánto tiempo lleva fuera?
– Lo bastante para que resulte extraño, aunque a ella parece tenerle sin cuidado.
– ¿Cómo quieres que planteemos el interrogatorio? -preguntó Rebus.
– Depende de la clase de individuo que sea.
– Tú haces las preguntas y yo hago de oyente.
Hogan le miró, se encogió de hombros y empujó la puerta.
– Espero que no le hayan confinado en el ático -comentó mientras subían la desgastada escalera de madera.
En el segundo piso, vieron en una puerta un trozo de tarjeta con el nombre de Colquhoun. La abrieron y se encontraron con un pasillo corto y cinco o seis puertas más. Al despacho de Colquhoun se entraba por la primera a la derecha y él ya aguardaba en el pasillo.
– Le oí llegar. Aquí resuenan todos los ruidos. Pase, pase.
Colquhoun sólo esperaba a Hogan y enmudeció al ver a Rebus. Les precedió para entrar en el despacho donde desplazó ostensiblemente dos sillas que situó delante de su mesa.
– Está todo muy desordenado:-comentó tropezando con un montón de libros.
– Sé lo que es por experiencia, señor -dijo Hogan.
– Me ha dicho mi secretaria que estuvo en la biblioteca -dijo Colquhoun mirando a Rebus.
– Sí, para llenar ciertas lagunas -respondió Rebus sin alzar la voz.
– Ah sí, Candice… -dijo Colquhoun pensativo-. ¿Está…? Bueno, ¿sigue aún…?
– Hoy hemos venido para hablar de Joseph Lintz -le interrumpió Hogan.
Colquhoun se dejó caer en la silla de madera, que crujió bajo su peso. Pero volvió a ponerse en pie.
– ¿Quieren un té? ¿O café? Perdonen este desorden, no suele estar así…
– No se moleste -replicó Hogan-. Haga el favor de sentarse.
– Cómo no, cómo no -dijo Colquhoun dejándose caer de nuevo en la silla.
– Joseph Lintz, señor -insistió Hogan.
– Horrible, ha sido una tragedia… horrible. ¿Saben que se dice que le han asesinado?
– Sí, lo sabemos.
– Ah, claro, cómo no. Perdone.
El escritorio de Colquhoun era una pieza venerable y carcomida. Las estanterías del despacho estaban combadas por el peso de los libros y en las paredes había viejos grabados y una pizarra con una única palabra escrita: carácter. Ocupaban la repisa de la ventana montones de boletines de la universidad que tapaban los dos cristales inferiores. Allí olía a fracaso intelectual.
– Da la causalidad de que en la agenda de direcciones del señor Lintz aparece su nombre, señor -prosiguió Hogan- y estamos localizando a todos sus amigos para hablar con ellos.
– ¿Amigos? -dijo Colquhoun alzando la vista-. Yo no diría que fuéramos «exactamente» amigos. Éramos colegas, pero en veinte años creo que no habré coincidido socialmente con él en más de tres o cuatro ocasiones.
– Es chocante, porque él parecía tener cierto interés por usted… -dijo Hogan abriendo su bloc de notas-. Desde la época en que usted vivía en Warrender Park Terrace.
– Dejé de vivir allí en los setenta.
– Pero él tenía también su número de teléfono. Y después el de Currie.
– Pensé que me gustaría la vida campestre…
– ¿En Currie? -replicó Hogan en tono escéptico.
Colquhoun se tocó la sien.
– Pero me di cuenta de mi error.
– ¿Y se mudó a Duddingston?
– No. Antes viví de alquiler en varios sitios hasta que encontré una casa de compra.
– El señor Lintz tenía su número de teléfono de Currie pero no el de Duddignston.
– Ah, ya; es que me borré del listín al trasladarme.
– ¿Por algún motivo concreto?
Colquhoun se rebulló en el asiento.
– Bueno, seguramente no les parecerá bien…
– Diga usted, a ver.
– Fue para que no me molestasen los alumnos.
– ¿Le molestaban?
– Ya lo creo. Me llamaban para hacerme consultas, para pedir consejo, preocupados por los exámenes o para solicitar prórrogas.
– ¿Recuerda usted haberle dado su dirección al señor Lintz?
– No.
– ¿Está seguro?
– Sí, pero no le resultaría difícil averiguarla. Quiero decir que se la podría haber pedido a una secretaria.
Colquhoun estaba cada vez más nervioso, como si no cupiera en la silla.
– Dígame usted -continuó Hogan-. ¿Hay algo que desee decirnos sobre el señor Lintz? ¿Algún dato en concreto?
Colquhoun negó con la cabeza baja mirando el escritorio.
Rebus decidió sacarse un as de la manga.
– El señor Lintz hizo una llamada a este despacho y sostuvo una conversación de más de veinte minutos.
– Eso… no es cierto -replicó Colquhoun enjugándose la cara con un pañuelo-. Sepan ustedes que me gustaría ayudarles, pero la verdad es que apenas conocía a Joseph Lintz.
– Él le llamó.
– No.
– ¿Y no tiene usted idea de por qué apuntaba concienzudamente sus cambios de dirección en Edimburgo durante los últimos treinta años?
– No.
Hogan suspiró de forma exagerada.
– En ese caso, no perdamos más tiempo -dijo levantándose-. Gracias, señor Colquhoun.
La cara de alivio que puso el viejo profesor fue lo bastante elocuente para ambos.
Bajaron la escalera sin hablar. Colquhoun había comentado que allí dentro se oía todo. El coche de Hogan estaba más cerca que el de Rebus y se pusieron a charlar recostados en él.
– Se le notaba preocupado-dijo Rebus.
– Algo nos oculta. ¿Volvemos a subir?
Rebus negó con la cabeza.
– Déjale que sude un par de días antes de atacar de nuevo.
– No le ha hecho ninguna gracia que viniera contigo.
– Me he dado cuenta.
– Tenemos ese dato a propósito del restaurante… el día que Lintz fue a cenar con un hombre mayor…
– Podríamos decirle que los camareros nos dieron su descripción.
– ¿Sin entrar en detalles?
Rebus asintió con la cabeza.
– A ver si eso sirve de desatascador.
– Oye, ¿y la otra persona a quien Lintz invitó, la mujer joven?
– No tengo ni idea.
– Es un restaurante caro. Hombre mayor, mujer joven…
– ¿Sería una «azafata»?
– ¿Todavía se llaman así? -dijo Hogan sonriendo.
Rebus reflexionó.
– Podría ser la explicación a la llamada a Telford. Pero no creo que Telford sea tan tonto para tratar asuntos de esa índole en su oficina. Además, su agencia de servicios de compañía no concuerda con esa dirección.
– La cuestión es que llamó a la oficina de Telford.
– Y allí nadie admite haber hablado con él.
– Lo de la azafata puede ser de lo más inocente. No querría cenar solo y contrató una acompañante a la que después dio un beso en la mejilla para irse luego cada uno por su lado en un taxi -dijo Hogan resoplando-. Estamos empantanados.
– Sé lo que es, Bobby.
Miraron a las ventanas del segundo piso y vieron que Colquhoun les observaba enjugándose con el pañuelo.
– Que sude -dijo Hogan abriendo su coche.
– Quería preguntarte qué tal te ha ido con Abernethy.
– No me ha dado demasiado la lata -respondió Hogan esquivando la mirada de Rebus.
– ¿Ya se ha ido?
– Se ha ido -oyó que decía desde dentro del coche-. Hasta luego, John.
Rebus permaneció en la calzada con el ceño fruncido aguardando a que el coche de Hogan doblara la esquina para volver a entrar en el edificio y subir al segundo piso.
La puerta del despacho de Colquhoun estaba abierta y el anciano se agitaba nervioso sentado a la mesa. Rebus se sentó frente a él sin decir nada.
– He estado enfermo -dijo Colquhoun.
– Ha estado escondiéndose -Colquhoun comenzó a negar con la cabeza-. Les dijo dónde estaba Candice. -Colquhoun seguía negando con la cabeza-. Luego, se atemorizó y ellos le escondieron. Quién sabe si en una habitación del casino. -Rebus hizo una pausa-. ¿Voy bien?
– No voy a hacer ningún comentario -espetó Colquhoun.
– ¿Por qué no habla de una vez?
– Márchese ahora mismo; si no, llamaré a mi abogado.
– ¿Charles Groal, acaso? -dijo Rebus sonriendo-. Últimamente le habrán asesorado, pero eso no cambia lo que hizo -añadió levantándose-. Entregarles a Candice. Eso hizo. -Se inclinó sobre la mesa-. Sabía perfectamente quién era, ¿verdad? Por eso estaba tan nervioso. ¿Porque sabía quién era, doctor Colquhoun? ¿Cómo es usted tan amigo de una escoria como Tommy Telford?
Colquhoun cogió el teléfono pero le temblaba tanto la mano que se equivocó al marcar el número.
– No se preocupe -dijo Rebus-. Me voy. Pero volveremos a vernos. Y hablará usted. Hablará porque es un cobarde, doctor Colquhoun, y los cobardes terminan por hablar…
En la oficina de la Brigada Criminal de Fettes, con una música country de fondo, Claverhouse terminaba de hablar por teléfono. Ni rastro de Ormiston y Clarke.
– Han salido a un servicio -dijo Claverhouse.
– ¿Algo nuevo en el caso de la puñalada?
– ¿Tú qué crees?
– Creo que hay algo que debéis saber -dijo Rebus sentándose al escritorio de Siobhan Clarke y admirando lo ordenado que estaba. Abrió un cajón y comprobó la impecable colocación del contenido. «Compartimientos», pensó. Clarke se las arreglaba perfectamente para dividir su vida en compartimientos aislados-. Jake Tarawicz está en Edimburgo. Ha venido con esa limusina horrenda tan llamativa. -Hizo una pausa-. Y se ha traído a Candice.
– ¿Qué hace aquí?
– Creo que ha venido a ver el espectáculo.
– ¿Qué espectáculo?
– El de Cafferty y Telford, un combate de quince asaltos sin guantes y sin arbitro -dijo Rebus apoyando los brazos en la mesa e inclinándose-. Y creo saber con qué propósito.
Rebus volvió a casa y llamó a Patience pare decirle que iba a llegar con retraso.
– ¿Con cuánto retraso?
– ¿Cuánto retraso se me permite sin que rompamos las amistades?
Ella reflexionó.
– Hasta las nueve y media.
– De acuerdo.
Comprobó los mensajes del contestador: David Levy decía que podía localizarle en casa.
– ¿Dónde estuvo usted? -preguntó Rebus una vez que la hija de Levy se lo pasó al aparato.
– Tenía cosas que hacer.
– Tenía preocupada a su hija, ¿sabe? Podía haber llamado.
– ¿Es un consejo gratuito?
– Gratuito a cambio de unas preguntas. ¿Sabe que Lintz ha muerto?
– Eso me han dicho.
– ¿Dónde se lo dijeron?
– Ya le he dicho que tenía asuntos… Inspector, ¿soy sospechoso?
– Prácticamente, el único.
Levy lanzó una carcajada aguda.
– Es absurdo. Yo no soy un… -No encontraba la palabra-. Un momento, por favor.
Rebus se figuró que la hija estaba escuchando y notó que tapaba el auricular seguramente para hacerla salir de la habitación, tras lo cual reanudó la conversación en voz más baja.
– Inspector, creo que debo confesarle que me fastidió mucho cuando lo supe. Se habría hecho o no justicia…, en fin, no vamos a discutir eso ahora, pero de lo que no hay ninguna duda es de que en este caso se ha cometido un fraude histórico.
– ¿Por no llevarle ante los tribunales?
– ¡Por supuesto! Y por lo de la Ruta de Ratas. Cada vez que muere un sospechoso disminuye la posibilidad de demostrar su existencia. Lintz no es el primero; usted lo sabe. A uno de ellos le fallaron los frenos del coche, otro cayó desde una ventana, y ha habido dos aparentes suicidios y otros seis casos de presunta muerte natural.
– ¿Va a exponerme la teoría completa de la conjura?
– No es ninguna broma, inspector.
– ¿Acaso me he reído? ¿Y usted, señor Levy, cuándo salió de Edimburgo?
– Antes de la muerte de Lintz.
– ¿Le vio? -preguntó Rebus, que lo sabía perfectamente, por ver si mentía.
Levy hizo una pausa.
– Me enfrenté a él sería el término más exacto.
– ¿Una vez?
– Tres veces. No quería hablar, pero yo no me mordí la lengua.
– ¿Y la llamada telefónica?
Una pausa.
– ¿Qué llamada?
– La que él hizo al Roxburghe.
– Ojalá la hubiese grabado para la posteridad. Estaba rabioso, inspector. Rabioso y malhablado. Estoy convencido de que estaba loco.
– ¿Loco?
– Habría tenido que oírle. Ese hombre se las ingeniaba muy bien para parecer perfectamente normal, porque de lo contrario no habría pasado tanto tiempo inadvertido. Pero era una persona… Estaba loco.
Rebus pensó en el viejecito encorvado en el cementerio tirando de pronto una piedra al perro: digno, iracundo y digno de nuevo.
– La historia que me contó… -dijo Levy.
– ¿En el restaurante?
– ¿Qué restaurante?
– Perdone, creí que habían comido juntos.
– Le aseguro que no.
– Bien, ¿cuál es esa historia?
– Inspector, esa gente llega a justificar sus actos borrándolos de su mente, o por transferencia. Transferencia en la mayoría de los casos.
– ¿Acaban por convencerse de que sus actos fueron obra de otros?
– Sí.
– ¿Y qué historia contaba Lintz?
– Una más increíble aún que la que casi todos alegan. Según él, todo era un simple error de identidad.
– ¿Y con quién le confundían, según él?
– Con un colega de la universidad… Un tal doctor Colquhoun.
Rebus llamó a Hogan para informarle de la conversación.
– Le he comentado a Levy que querías hablar con él.
– Voy a llamarle ahora mismo.
– ¿A ti qué te parece lo que acabo de explicarte?
– ¿Si Colquhoun es un criminal de guerra? -preguntó Hogan y lanzó un bufido despectivo.
– A mí tampoco me lo parece -dijo Rebus-, pero le he preguntado a Levy por qué creyó que no merecía la pena informarnos de esa imputación.
– ¿Y qué te ha dicho?
– Que ni merecía crédito ni valía la pena.
– De todos modos, será mejor que volvamos a hablar con Colquhoun hoy mismo.
– Yo tengo otros planes para esta noche, Bobby.
– Comprendo, John. Gracias por tu ayuda.
– ¿Vas a ir solo a verle?
– Iré con alguien.
Rebus no podía aguantar quedarse al margen y pensó en anular la cena…
– Dime lo que averigües -dijo, y colgó.
En el tocadiscos sonaba Eddie Harris suave y melódico y optó por darse un buen baño con una toalla sobre los ojos. Se le antojaba que todos vivían su vida metidos en cajitas que abrían con arreglo a las circunstancias. Nadie desvela nunca su propio ser del todo. Los polis eran así; para ellos cada caja era un mecanismo de seguridad; no conocemos ni el nombre de la mayoría de la gente con que nos tropezamos en la vida, vamos por ella en cajas, aislados unos de otros. Y eso es lo que llaman sociedad.
Pensó en Joseph Lintz, siempre planteando preguntas, haciendo de la conversación un discurso filosófico; recluido en su propia caja, con la identidad inhibida fuera de ella y con un pasado necesariamente oscuro… Joseph Lintz, furioso cuando se veía acorralado, probable demente clínico, impulsado a este trastorno por… ¿Por sus recuerdos? ¿O por falta de ellos? ¿Acorralado por los demás?
El compacto de Eddie Harris atacaba la última pista cuando salió del cuarto de baño. Se vistió bien para la cena con Patience. Pero antes tenía que ir a dos sitios: al hospital para ver a Sammy y a una reunión en Torphichen.
– La banda al completo -dijo al entrar en el departamento.
Estaban Shug Davidson, Claverhouse, Ormiston y Siobhan Clarke sentados a una mesa, tomando café en vasos idénticos. Rebus arrimó una silla.
– ¿Les has puesto al corriente, Shug?
Davidson asintió con la cabeza.
– ¿Y lo de la tienda?
– A eso iba -respondió Davidson cogiendo un bolígrafo y jugueteando con él-. El dueño anterior cerró por falta de clientela y ha estado casi un año sin abrir, pero ahora la inauguran de pronto con nueva dirección y precios de ganga.
– Más la avalancha de trabajadores de Maclean's -puntualizó Rebus-. ¿Cuándo fue la apertura?
– Hará algo más de un mes y todo con descuento desde el primer día.
– Sin ánimo de lucro, como puede verse -dijo Rebus mirando a Ormiston y Clarke al hacer el comentario, pues con Claverhouse ya lo había tratado.
– ¿Y quiénes son los dueños? -preguntó Clarke.
– Bueno, al frente del negocio figuran dos muchachos llamados Declam Delaney y Ken Wilkinson. ¿Sabéis de dónde son?
– De Paisley -dijo Claverhouse decidido a no perder el tiempo.
– O sea, que son de la banda de Telford -aventuró Ormiston.
– No a las claras, pero sin duda hay alguna relación -dijo Davidson sonándose ruidosamente-. Llevan el negocio pero no son los dueños.
– Es Telford -dijo Rebus.
– Bien -terció Claverhouse-, tenemos, pues, a Telford dueño de un negocio ruinoso para tratar de obtener información.
– Yo creo que la cosa no queda ahí -añadió Rebus-. Quiero decir que escuchar conversaciones es una cosa, pero no creo yo que los trabajadores vayan allí a hablar de los diversos dispositivos de seguridad y de la manera de burlarlos. Dec y Ken son muy charlatanes, condición ideal para el cometido que les ha asignado Telford, pero resultaría sospechoso que se excedieran preguntando.
– ¿Y qué es lo que Telford persigue? -preguntó Ormiston.
Siobhan Clarke se volvió hacia él.
– Encontrar un topo -dijo.
– Por lógica -prosiguió Davidson-. El edificio está muy bien vigilado, pero no es inexpugnable. Y, desde luego, cualquier fallo será mucho más fácil conocerlo con alguien dentro.
– Bien, ¿qué vamos a hacer? -preguntó Clarke.
– Lo mismo que Telford -dijo Rebus-. Él quiere un infiltrado, pues nosotros se lo facilitamos.
– Esta noche voy a hablar con el director de Maclean's -dijo Davidson.
– Yo te acompaño -dijo Claverhouse que no quería perderse nada.
– Bien, metemos en la fábrica a uno de los nuestros -dijo Clarke como repasando el plan- y ellos bla, bla, bla, hacen una propuesta interesante, ¿y nos sentamos a esperar que Telford establezca contacto con él precisamente?
– Cuanto menos confiemos en el azar mejor -dijo Claverhouse-. Hay que hacer las cosas bien.
– Por eso lo estamos preparando -dijo Rebus-. Conozco a un corredor de apuestas llamado Marty Jones que me debe un par de favores. Pongamos que nuestro infiltrado va a la tienda de Telford y al salir se topa con un coche del que bajan Marty y un par de hombres que vienen a cobrarse unas apuestas: se produce un altercado y nuestro hombre recibe un puñetazo en el estómago como advertencia.
Clarke lo veía claro.
– Vuelve a la tienda tambaleándose, se sienta a recobrar el aliento y esa pareja le pregunta de qué iba la discusión.
– Y él se lo explica: deudas de juego, matrimonio roto, etcétera.
– Y para hacerlo más atractivo -terció Davidson-, hacemos que sea de la plantilla de seguridad.
Ormiston le miró.
– ¿Crees que en Maclean's aceptarán?
– Les convenceremos -dijo Claverhouse con voz queda.
– Pero lo más importante -añadió Clarke- es saber si Telford va a tragárselo.
– Eso es cuestión de las ganas que tenga de dar el golpe -dijo Rebus.
– Un infiltrado… -comentó Ormiston con los ojos brillantes- al servicio de Telford… Lo que siempre habíamos deseado.
Claverhouse asintió con la cabeza.
– Una cosa -dijo mirando a Rebus y Davidson-. ¿A quién infiltramos? Telford nos conoce a todos.
– Infiltramos a uno de otra ciudad -dijo Rebus-. Uno con quien he trabajado y que Telford no conoce. Es un buen agente.
– ¿Pero él acepta?
Se hizo un silencio en torno a la mesa, roto por una voz desde la puerta:
– Según quién lo pida.
Era un hombre fornido de pelo espeso y bien peinado y ojos pequeños. Rebus se levantó, estrechó la mano de Jack Morton e hizo las presentaciones.
– Habrá que falsear unos antecedentes para la cobertura -dijo Morton-. John me ha explicado el asunto y me gusta, pero necesitaré un piso destartalado en aquel barrio.
– Será lo primero que hagamos mañana -dijo Claverhouse-. Habrá que hablar con los jefes para que no pongan inconvenientes. -Miró a Morton-. ¿Qué le ha dicho al suyo, Jack?
– Me he tomado unos días de permiso y pensé que no valía la pena decirle nada.
Claverhouse asintió con la cabeza.
– Hablaré yo con él en cuanto nos den el visto bueno -dijo.
– El visto bueno lo necesitamos hoy mismo -intervino Rebus-. No vaya a ser que los hombres de Telford tengan ya echado el ojo a alguien. Si no actuamos con rapidez se nos puede ir de las manos en esta ocasión.
– De acuerdo -dijo Claverhouse mirando el reloj-. Haré unas llamadas y suspenderé los whiskies de después de cenar.
– Cuenta con mi apoyo si hace falta -dijo Davidson.
Rebus miró a su amigo Jack Morton y vocalizó un «gracias» con un movimiento de labios. Morton se encogió de hombros y Rebus se levantó.
– Yo tengo que irme -les dijo-. Si me necesitáis llamadme por el busca o al móvil.
Iba ya pasillo adelante cuando Siobhan Clarke le dio alcance.
– Quiero darte las gracias.
– ¿Por qué? -dijo él sorprendido.
– Desde que entusiasmaste a Claverhouse con esto no ha vuelto a poner el casete.
La cena estuvo bien. Habló con Patience de Sammy, de Rhona y de su obsesión por la música de los sesenta y de su ignorancia en cuestión de modas. Ella habló del trabajo, el cursillo experimental de cocina que estaba haciendo y de un viaje que proyectaba a Orkney. Cenaron pasta con salsa de gambas y mejillones, regada con una botella de agua mineral y Rebus hizo esfuerzos increíbles por olvidarse de la operación de infiltración, de Tarawicz, de Candice y de Lintz… Lo que no impidió que ella notara que estaba allí sólo a medias, aunque procuró no sentirse desairada. Le preguntó si volvía a casa.
– ¿Es una invitación?
– Pues, no sé… Supongo.
– Digamos que no lo ha sido y así no me sentiré tan miserable al declinarla.
– Me parece bien. Tienes muchas cosas en la cabeza, ¿verdad?
– No me extrañaría que las vieras rebosándome por las orejas.
– ¿Quieres comentarme alguna? Porque no sé si te habrás dado cuenta pero hemos hablado prácticamente de todo menos de nosotros.
– No creo que hablar sirva de nada.
– ¿Y no hacerlo, sí? -replicó ella tocándole con la mano-. Mira tú el macho escocés, empeñado en no reconocer las cosas.
– ¿Qué no quiero reconocer?
– Lo primero, que me niegas el acceso a tu vida.
– Perdona.
– ¡Por Dios, John, que te impriman la palabrita en una camiseta!
– Gracias, a lo mejor lo hago -replicó él levantándose del sofá.
– ¡Mierda, lo siento! -añadió ella sonriendo-. Escucha, ahora soy yo quien se pone en el mismo plan que tú.
– Es que es contagioso.
Ella se levantó y le tocó el brazo.
– ¿Te preocupa ese análisis?
– Lo creas o no, en este momento es lo que menos me preocupa.
– Mejor. Ya verás como no es nada.
– Claro, guay. Hunky dory.
– Hunky dory -repitió ella sonriendo de nuevo y dándole un beso en la mejilla-. Figúrate que nunca he sabido muy bien lo que quiere decir.
– ¿Hunky dory?
Ella asintió con la cabeza.
– Es un disco de David Bowie -contestó él besándola en la frente.
No supo explicarse qué instinto le llevó a dar aquel rodeo, pero se alegró de haberlo hecho. Delante del Morvena estaba aparcada la limusina blanca con el chófer fumando un cigarrillo recostado en el capó con cara de aburrimiento y cogiendo de vez en cuando un móvil para hablar brevemente. Rebus miró pensativo hacia el Morvena. Tommy Telford era socio del casino y el señor Ojos Rosa aportaba las camareras procedentes del este de Europa. Se preguntó hasta qué punto estaban vinculados los imperios de los dos gángsteres. Y a ello había que añadir un tercer cabo: la Yakuza. Pero había algo que no acababa de encajar.
¿Qué es lo que Tarawicz ganaba con ello?
Miriam Kenworthy había sugerido que era la fuerza muscular, los matones escoceses entrenados en la organización de Telford que después iban a parar al sur. Pero no era un negocio que se justificara por sí solo. Tenía que haber algo más. ¿Iba a llevarse el señor Ojos Rosa una tajada del golpe en Maclean's? ¿Le estaba animando Telford a llevar alguna operación con la Yakuza? ¿Y la teoría de que Telford proveía de droga a Tarawicz?
Eran las doce y cuarto. El chófer atendió otra llamada, tiró el cigarrillo y abrió las portezuelas. En la puerta del casino apareció Tarawicz con su séquito como si fueran los amos del mundo. Candice lucía un abrigo negro largo sobre un vestido rosa brillante que apenas cubría sus rodillas y llevaba en la mano una botella de champán. Rebus contó tres guardaespaldas de los que él había visto en el desguace de Newcastle; faltaban dos, el abogado y el Cangrejo. Estaba también Telford con un par de escoltas, uno de ellos El Guapito, quien se estiraba la chaqueta sin acabar de decidir si abrochársela o no, pero sin dejar de escrutar de arriba abajo la oscura calle. Rebus, aparcado más allá del semáforo, no temía que le descubriesen. Subieron todos a la limusina, la vio alejarse con un intermitente encendido y aguardó a que doblara la esquina para poner en marcha el motor del Saab.
Se dirigían al mismo hotel en que se había alojado Matsumoto, delante del cual estaba aparcado el Range Rover de Telford. Algunos peatones, parejas rezagadas de última hora de los pubs, miraron la limusina y al ver el grupo que salía de ella debieron de pensar que eran cantantes pop o gente de cine. Allí estaban: Rebus de director de reparto; Candice, la actriz debutante avasallada por el sórdido productor Tarawicz, y Telford, un cámara dinámico en alza, tratando de aprender del productor para derrocarle. El resto eran simples comparsas, salvo quizás El Guapito, pegado a los faldones de su jefe quién sabe si a la espera de su gran oportunidad…
Si Tarawicz tenía una suite era posible que subieran todos, pero si no irían al bar. Rebus aparcó y entró en el hotel.
Las luces le deslumbraron. La zona de recepción era toda espejos, paneles de madera de pino, adornos de latón y macetas. Simuló que entraba rezagado del grupo, que en aquel momento pasaba al bar cruzando por las dobles puertas acristaladas. Rebus se detuvo. Sería muy visible sentado en el vestíbulo desierto, pero más visible aún en el bar. ¿Volvía al coche? Candice, sonriente, dijo algo a Tarawicz quien asintió con la cabeza, le cogió la mano para besarle la palma, pero no contento con ello le pasó por ella la lengua hasta la muñeca entre carcajadas y silbidos del grupo. Candice estaba paralizada. Tarawicz llegó con la boca a la articulación del codo y le dio un mordisco, Candice lanzó un chillido y retrocedió, restregándose el brazo. Tarawicz le sacó la lengua para regocijo de la galería. El único que no sonreía era Tommy Telford.
Candice permaneció quieta como un muñeco que se presta a las gracias de su dueño hasta que éste la despidió con un gesto y ella salió del bar.
Rebus retrocedió hasta el rincón de los teléfonos públicos mientras la muchacha entraba en el lavabo de señoras.
El grupo, sentado a una mesa, pidió más champán y un zumo de naranja para El Guapito.
Rebus miró a su alrededor, respiró hondo y se metió en el lavabo de señoras como si fuese lo más natural del mundo.
Candice estaba refrescándose la cara con agua. Tenía sobre el lavabo un frasquito y tres píldoras amarillas preparadas que Rebus tiró al suelo.
– ¡Eh! -exclamó ella volviéndose, y, al verle, se llevó una mano a la boca dando un paso atrás.
– ¿Es esta vida lo que quieres, Karina? -dijo él llamándola por su verdadero nombre por tocarle la fibra sensible.
Ella frunció el ceño y meneó la cabeza con cara de sorpresa. Él la asió con fuerza de los hombros.
– Sammy está en el hospital. Muy grave -dijo en un susurro-. Ellos -añadió señalando en dirección al bar- han querido matarla.
Candice lo captó y agitó consternada la cabeza al tiempo que las lágrimas le estropeaban el maquillaje.
– ¿Le contaste algo a Sammy?
Candice no le entendía.
– ¿Alguna cosa sobre Telford o Tarawicz? ¿Le hablaste de ellos a Sammy?
Ella respondió negando con la cabeza despacio pero decidida.
– Sammy… ¿en el hospital?
Rebus asintió y trazó con las manos movimientos circulares como quien maneja un volante, imitando el ruido de un motor para finalmente estampar un puño contra la palma de la mano. Candice le volvió la espalda apoyándose en el lavabo llorando entre convulsiones y cogiendo a tientas otras píldoras. Rebus se las quitó de la mano.
– ¿Quieres borrarlo? ¿Olvidarlo? -tiró las píldoras al suelo y las aplastó con el pie.
Ella se agachó y mojó un dedo con saliva para rebañar los trozos de píldoras, pero Rebus la obligó a incorporarse; no se sostenía sobre las rodillas y tuvo que sujetarla. Pero ella rehuía su mirada.
– Es curioso. ¿Recuerdas que nos conocimos en unos lavabos? Tenías tanto miedo y estabas tan asqueada de la vida que te habías hecho cortes en los brazos -dijo tocándole las muñecas-. Tanto que detestabas aquella vida, y ahora vuelves a ella…
Había reclinado la cabeza en el pecho de Rebus y le mojaba la camisa con sus lágrimas.
– ¿Recuerdas al japonés? -dijo arrullándola-. ¿Te acuerdas de Juniper Green, del campo de golf?
Ella se apartó restregándose la nariz con la muñeca.
– Juniper Green -repitió.
– Eso es. Y aquel edificio grande… cuando el coche se detuvo y todos miraron la fábrica.
Ella asentía con la cabeza.
– ¿Hablaron? ¿Dijeron algo?
Candice meneaba la cabeza de un lado a otro.
– John…-balbució agarrándose a sus solapas, sorbiendo y restregándose la nariz. Luego, se dejó caer a sus pies, de rodillas, mirándole con ojos llorosos y palpando el suelo con sus dedos húmedos para recoger de las baldosas los trozos de píldoras amarillas.
Rebus se puso en cuclillas frente a ella.
– Ven conmigo -dijo-. Te ayudaré.
Señaló hacia la puerta, el camino de la libertad,\ pero ella estaba absorta en llevarse los dedos a la boca. Abrieron la puerta y Rebus alzó la vista.
Era una mujer joven, bebida, con el pelo caído sobre la frente, quien se detuvo a mirar a aquella pareja agachada. Sonrió y se dirigió a una cabina.
– Dejad algo para mí -dijo echando el cerrojo.
– Vete, John -dijo Candice con trozos de píldora en la comisura de los labios y otro alojado entre los dientes-. Vete, por favor.
– No quiero que te hagas daño -dijo él apretándole las manos.
– Ya no me hago daño.
Se incorporó y le dio la espalda. Se miró en el espejo, se limpió la boca y se retocó el maquillaje. Volvió a sonarse, respiró hondo y salió de los servicios.
Rebus aguardó lo suficiente para que ella llegara al bar y luego abrió la puerta y se dirigió al coche casi sin sentir las piernas.
Durante el trayecto a su casa estuvo a punto de llorar.
A las cuatro de la mañana, el bendito teléfono le sacó de la pesadilla.
Prostitutas de campo de concentración con dientes afilados arrodilladas ante él… Jake Tarawicz en uniforme de las SS sujetándole por detrás diciendo que era inútil toda resistencia. Veía a través de los barrotes del ventanuco las boinas negras de los maquis que liberaban el campo dejando para lo último su barracón. Se habían disparado las sirenas de alarma y por el estruendo sabía que faltaba poco para que le salvaran…
… La alarma era el teléfono… Se levantó a tientas del sillón a cogerlo.
– Diga.
– ¿John?
Era una voz con el inconfundible acento de Aberdeen: el jefe supremo.
– Diga, señor.
– Véngase para acá que tenemos un problemita.
– ¿Qué problemita?
– Ya se lo explicaré aquí. Muévase.
A toda prisa en plena noche por la ciudad dormida. En St. Leonard tenían las luces encendidas en contraste con las viviendas cercanas, pero sin que se detectara signo alguno del «problemita» que decía Watson.
El jefe supremo estaba en su despacho con Gill Templer.
– Siéntese, John. ¿Un café?
– No, gracias, señor.
Como Templer y Watson no decidían quién tomaba la palabra Rebus salió en su ayuda.
– Han atentado contra los negocios de Tommy Telford.
– ¿Telepatía? -preguntó Templer con cara de sorpresa.
– Hubo un ataque con bombas incendiarias a la parada de taxis de Cafferty y a su casa y se sabía que no tardarían las represalias -dijo Rebus encogiéndose de hombros.
– ¿Se sabía?
¿Qué podía decir? «Yo sí, porque me lo dijo Cafferty.» No, no les gustaría.
– Bueno, pensé que dos y dos suman cuatro.
Watson se sirvió un vaso de café.
– Así que ahora tenemos una guerra en toda regla.
– ¿Qué han atacado?
– El salón de recreativos de Flint Street -dijo Templer-. El destrozo no es mucho porque tenía un sistema de aspersión contra incendios -añadió sonriendo al imaginarse un salón de juegos con sistema de aspersión…
Realmente Telford era precavido.
– Más un par de clubs nocturnos y un casino -añadió Watson.
– ¿Cuál de ellos?
El jefe supremo miró a Templer.
– El Morvena -dijo ella.
– ¿Hay heridos?
– El director y un par de amigos, con conmoción cerebral y magulladuras.
– De resultas de…
– Una caída en grupo cuando bajaban corriendo la escalera.
Rebus asintió con la cabeza.
– Es curioso los problemas que les da a algunos la escalera -dijo recostándose en la silla-. Bien, ¿y qué tiene todo esto que ver conmigo? No me lo digan: después de cargarme al socio japonés de Telford, decidí echar leña al fuego.
– John… -Watson se puso en pie y se sentó en el borde de la mesa-. Los tres sabemos perfectamente que no tiene nada que ver con esto. Por cierto, esta vez hemos encontrado una botella de whisky sin empezar debajo del asiento de su coche…
– Es mía -asintió Rebus con la cabeza.
Otra de sus bombas de suicida.
– ¿Cómo es que bebe whisky de supermercado?
– ¿Eso pone en la etiqueta? Serán cabrones…
– Por otra parte, no se ha detectado alcohol en su análisis de sangre. Pero, como acaba de decir, el sospechoso de esto es Cafferty. Y Cafferty y usted…
– ¿Quieren que hable con él?
Gill Templer se inclinó en la silla.
– No queremos que haya guerra.
– Para un alto el fuego hacen falta dos.
– Yo hablaré con Telford -dijo ella.
– Ve con cuidado, es un cabronazo muy listo.
Ella asintió con la cabeza.
– ¿Hablarás tú con Cafferty?
Rebus no quería la guerra porque distraería a Telford del atraco a Maclean's, pues necesitaría todos sus hombres y puede que se viera obligado incluso a cerrar la tienda. No, él no quería la guerra.
– Hablaré con él -dijo.
En Barlinnie era la hora del desayuno.
Rebus se encontraba nervioso por el viaje y sabía que un whisky le habría calmado. Cafferty le esperaba en el locutorio de costumbre.
– Vaya horas, Hombre de paja -dijo con los brazos cruzados y cara de satisfacción.
– Habrás tenido una noche agitada.
– Al contrario; nunca había dormido tan bien aquí. ¿Y usted?
– Llevo en pie desde las cuatro de la mañana leyendo informes de destrozos. Y no te creas que me ha hecho gracia venir a verte. Si me hubieras dado el número de tu móvil…
Cafferty sonrió.
– Me han dicho que han hecho polvo los clubs nocturnos.
– Me parece que tus muchachos se han lucido. -A Cafferty se le borró la sonrisa-. Los locales de Telford disponían del último grito en prevención de incendios a base de sensores de humo y surtidores y los daños han sido mínimos.
– Esto no es más que el principio -replicó Cafferty-. Voy a borrarlo del mapa.
– Creí que eso era asunto mío.
– Hasta ahora poco ha hecho, Hombre de paja.
– Estoy preparando algo. Si sale bien, te gustará.
Cafferty entornó los ojos.
– Explíquemelo para que lo crea.
Rebus negó con la cabeza.
– En ocasiones hay que tener fe. -Hizo una pausa-. ¿Vale, entonces?
– No sé si lo entiendo bien.
– Tú retiras tus fuerzas y me dejas a Telford.
– Eso ya lo intentamos. Pero si él me ataca y yo no respondo quedo como una puta mierda.
– Nosotros vamos a hablar con él para disuadirle.
– ¿Y mientras, tengo que creerme que va a cumplir lo prometido?
– Fue el trato que hicimos.
– He hecho tratos con muchos cabrones -dijo Cafferty con desdén.
– En esta ocasión has encontrado una excepción a la regla.
– Excepción a muchas reglas es usted, Hombre de paja -replicó Cafferty pensativo-. ¿Así que el casino, los clubs y el salón de juego… no han quedado destrozados?
– Creo que les ha causado más daños el sistema de aspersión.
Cafferty apretó los labios.
– Eso me hace quedar como un imbécil.
Rebus no hizo ningún comentario y aguardó a que acabase de darle vueltas a lo que pensaba en silencio.
– De acuerdo -dijo el gángster finalmente-. Retiraré las fuerzas. De todos modos, tal vez sea hora de reclutar más gente. Sangre joven -añadió mirándole.
Lo que le recordó a Rebus un asunto pendiente.
Danny Simpson vivía con su madre en un bloque de Wester Hailes. Aquel barrio de bloques de viviendas tan poco acogedor proyectado por sádicos que no vivían en él, tenía un corazón marchito pero que no renunciaba a seguir latiendo. Rebus sentía un inmenso respeto por la barriada, pues en ella se había criado Tommy Smith, el saxofonista que ensayaba en su casa con el instrumento amortiguado con calcetines para no molestar a los vecinos. Tommy Smith era uno de los mejores saxofonistas que Rebus había oído.
En cierto modo, Wester Hailes vivía al margen del mundo real; estaba en el camino a ninguna parte y Rebus nunca había tenido que cruzarlo; allí únicamente había ido por asuntos concretos. Desde la cercana autopista de circunvalación lo único que se veía al pasar en coche eran bloques monótonos, antenas de televisión y restos de canchas de juego desiertas. Gente no. Más que una jungla de asfalto era una jungla de cemento.
Llamó a la puerta de Danny Simpson. No sabía qué iba a decirle al joven. Simplemente quería verle de nuevo, sin sangre ni heridas. Verle entero y de una pieza.
Quería verle.
Pero ni Danny Simpson ni su madre estaban en casa, según una vecina sin su dentadura postiza que salió a informarle de la situación.
Por lo que le explicó la mujer Rebus acabó yendo al hospital, donde en una sala lúgubre y perdida yacía Danny Simpson en una cama con la cabeza vendada y bañado en sudor como si acabase de jugar un partido de fútbol de hora y media sin interrupción. Estaba inconsciente, y su madre, sentada a la cabecera, le acariciaba la mano. Una enfermera le comentó a Rebus que lo mejor sería enviarle al asilo de pobres si le encontraban cama.
– ¿Qué tiene?
– Creemos que es una infección. Cuando no hay defensas… cualquier cosa es mortal -añadió la mujer encogiéndose de hombros, como si estuviese acostumbrada a aquellas situaciones.
La madre de Danny debió de pensar que Rebus era médico porque se levantó y se acercó a él como esperando que le dijera algo.
– He venido a ver a Danny -dijo.
– ¿Y bien?
– La noche del… accidente fui yo quien le trajo aquí. Venía a ver cómo estaba.
– Ya ve usted -dijo ella con voz quebrada.
Rebus pensó que a cinco minutos de allí estaba la habitación de
Sammy y que él creía que era un caso especial por tratarse de su hija, pero ahora comprendía que en el mismo edificio, no muy lejos de la cama de Sammy, había otros padres con lágrimas en los ojos apretando la mano a sus hijos y maldiciendo la mala suerte.
– No sabe cuánto lo siento -dijo-, ojalá…
– Eso deseo yo -añadió la mujer-. Nunca fue mal chico. Caradura sí, pero no malo. Lo que sucedía es que nunca estaba contento y buscaba cosas nuevas, algo con que combatir el aburrimiento. Y ya sabemos adonde puede conducir eso.
Rebus asintió con la cabeza. De pronto ya no deseaba estar allí oyendo minucias sobre la vida de Danny Simpson. Él tenía fantasmas que conjurar de sobra. Dio un apretón a la mujer en el brazo.
– Escuche, lo siento pero tengo que irme -dijo.
Ella asintió con la cabeza distraídamente y volvió junto a la cabecera de su hijo. Rebus deseaba maldecir a Danny Simpson por la mera posibilidad de que hubiera podido contagiarle el virus del sida, y ahora veía claro que de haberle encontrado en su casa era lo primero que le habría echado en cara e incluso habría pasado a mayores…
Deseaba maldecirle… pero no podía. Habría sido como maldecir al Gran Jefe. Una pérdida de tiempo y energías, y optó por acercarse a la habitación de Sammy; vio que otra vez estaba sola, y sin rastro de enfermeras ni de Rhona. La besó en la frente y notó un sabor salado por el sudor; tendría que secársela. Notó un olor nuevo: polvos de talco. Se sentó y le cogió la mano tibia.
– ¿Qué tal estás, Sammy? Te traeré música de Oasis a ver si recobras el conocimiento. Tu madre sólo pone clásica y no sé si tú la oyes o si te gusta. Tenemos que hablar de muchas cosas.
Advirtió un movimiento y se puso en pie para cerciorarse. Sí: había movido los párpados.
– ¡Sammy, Sammy!
Era la primera vez que lo hacía. Pulsó el botón de la cabecera para llamar a la enfermera. Volvió a pulsarlo.
– Vamos, otra vez, Sammy…
Un solo movimiento de los párpados… y nada más.
– ¡Sammy!
Se abrió la puerta y entró una enfermera.
– ¿Qué sucede?
– Creo que la he visto… mover…
– ¿Moverse?
– Mover los ojos; como si fuera a abrirlos.
– Voy a por un médico.
– Vamos, Sammy; hazlo otra vez. Despierta, amor -exclamó dándole palmaditas en las manos y en las mejillas.
Llegó el médico; el mismo a quien Rebus había gritado el primer día. Abrió los párpados de Sammy enfocándole una lucecita a distinta distancia para comprobar la reacción de la pupila.
– Si usted lo ha visto, seguro que los ha movido.
– Ya, ¿pero qué significa?
– Es difícil decirlo.
– Pruebe usted -replicó Rebus taladrándole con la mirada.
– Ella duerme y sueña, y hay unas fases del sueño en las que se produce lo que se llama REM, el movimiento de ojos rápido.
– O sea que podría ser… ¿involuntario?
– Ya le digo que es difícil determinarlo. Los últimos electroencefalogramas indican cierta mejoría. -Hizo una pausa-. Una leve mejoría, pero indudable.
Rebus asintió con la cabeza; temblaba. El médico lo advirtió y le preguntó si se encontraba bien. Él dijo que sí y el doctor consultó el reloj y abandonó el cuarto seguido de la enfermera. Rebus les dio las gracias y se marchó también.
hogan:¿Tiene inconveniente en que se grabe la conversación, doctor Colquhoun?
colquhoun: Ninguno.
hogan: Es en su propio interés y en el nuestro.
colquhoun: No tengo nada que ocultar, inspector Hogan. (Toses).
hogan: Muy bien. ¿Le parece que empecemos?
colquhoun: ¿Puedo hacer una pregunta para que conste? ¿Va a interrogarme exclusivamente sobre Joseph Lintz?
hogan: ¿Qué otra cosa si no, señor?
colquhoun: Quería saberlo.
hogan:¿Quiere que esté presente un abogado?
colquhoun: No.
hogan: Está en su derecho, señor. Bien, vamos a empezar… Se trata realmente de aclarar su relación con el profesor Lintz.
colquhoun: Usted dirá.
hogan: Pues resulta que la primera vez que hablamos con usted dijo que no conocía al profesor Lintz.
colquhoun: Creo que dije que no le conocía bien.
hogan: De acuerdo, si se empeña…
colquhoun: Eso es lo que dije si mal no recuerdo.
hogan: Bien, el caso es que disponemos de nueva información…
colquhoun: ¿A propósito de qué?
hogan: A propósito de que usted conocía al profesor Lintz más de lo que dice.
colquhoun: ¿Según quién?
hogan: Nueva información que hemos recogido. Quien nos la ha facilitado afirma que Joseph Lintz le acusó a usted de ser un criminal de guerra. ¿Tiene usted algo que comentar al respecto?
colquhoun: Tan sólo que es mentira. Una mentira ignominiosa.
hogan:¿No pensaba él que era un criminal de guerra?
colquhoun: ¡Ah, él claro que lo pensaba! Me lo dijo a la cara más de una vez.
hogan: ¿Cuándo?
colquhoun: Hace años. Se le metió en la cabeza… Ese hombre estaba loco, inspector. Le movía sin duda algún impulso diabólico.
hogan:¿De qué le acusaba exactamente?
colquhoun: No recuerdo bien. Hace mucho tiempo; debió de ser a principios de los setenta.
hogan: Nos sería de gran ayuda si pudiera…
colquhoun: Me lo soltó durante una fiesta. Creo que era con ocasión de un acto de bienvenida a un profesor invitado. Bien, Lintz se empeñó en que fuéramos a un aparte. Yo advertí que estaba tembloroso, como en estado febril, y de buenas a primeras me dijo que yo era un nazi y que había llegado a Inglaterra por una ruta tortuosa. Y no hubo manera de sacarle de sus trece.
hogan:¿Y qué hizo usted?
colquhoun: Le repliqué que estaba bebido y que no sabía lo que decía.
hogan:¿Y?
colquhoun: Figúrese lo bebido que estaría que tuvo que tomar un taxi para volver a casa. Yo no volví a hablar de ello. En los círculos académicos acaba uno por acostumbrarse a cierta conducta… excéntrica. Somos gente obsesiva y es inevitable.
hogan: ¿Lintz persistió?
colquhoun: No exactamente. Pero cada dos o tres años… volvía a las andadas y… alegaba alguna atrocidad…
hogan: ¿Le abordaba a usted fuera de la universidad?
colquhoun: Durante un tiempo estuvo llamándome a casa.
hogan: ¿Y usted se mudó?
colquhoun: Sí.
hogan: ¿Y se dio de baja del listín telefónico?
colquhoun: Al final, sí.
hogan:¿Para evitar que le llamase?
colquhoun: En parte, creo que sí.
hogan: ¿No se lo dijo a nadie?
colquhoun:¿Se refiere a las autoridades? No, a nadie. Era simplemente una pesadez.
hogan:¿Y qué sucedió luego?
colquhoun: Luego los periódicos empezaron a publicar artículos en los que se afirmaba que Joseph Lintz era nazi y un criminal de guerra, y él de pronto volvió otra vez a la carga.
hogan: ¿Le llamaba al despacho?
colquhoun: Sí.
hogan: En eso nos mintió usted.
colquhoun: Lo lamento; tenía miedo.
hogan:¿De qué había de tener miedo?
colquhoun: Pues… no sé.
hogan: ¿Se vieron entonces? ¿Para aclarar las cosas?
colquhoun: Comimos juntos. Parecía… lúcido. Pero lo que decía era una insensatez. Él tenía su visión particular de mi historia, pero era pura fantasía. Yo persistía en decirle: «Joseph, si yo al terminar la guerra no tenía ni veinte años…». Además, yo nací y me crié en Inglaterra. Hay documentación.
hogan: ¿Y qué dijo él a eso?
colquhoun: Que los documentos pueden falsificarse.
hogan: Documentos falsos… es el medio de que se habría valido Josef Linzstek para pasar inadvertido.
colquhoun: Lo sé.
hogan:¿Cree usted que Joseph Lintz era Josef Linzstek?
colquhoun: Lo ignoro. Tal vez esas historias… llegaran a hacérselo creer… No lo sé.
hogan: Sí, pero él esas acusaciones las venía haciendo desde muchos años antes del escándalo en la prensa.
colquhoun: Es cierto.
hogan: Le acosaba a usted. ¿Le dijo si pensaba acudir a los periódicos para revelar la historia?
colquhoun: Podría ser… No recuerdo.
hogan: Hummm…
colquhoun: ¿Busca usted el móvil, verdad?
hogan: ¿Lo mató usted, doctor Colquhoun?
colquhoun: Categóricamente, no.
hogan: ¿Sospecha usted de alguien?
colquhoun: No.
hogan:¿Por qué no nos dijo esto antes? ¿Por qué mintió?
colquhoun: Porque sabía lo que acabaría sucediendo y por ser un estúpido al creer que podría eludir las sospechas.
hogan:¿Eludirlas?
colquhoun: Sí.
hogan: A Lintz le vieron acompañado de una mujer joven en el mismo restaurante al que fueron ustedes. ¿Tiene idea de quién puede ser?
colquhoun: No.
hogan: Usted conocía desde hace tiempo al profesor Lintz… ¿Cuáles cree que eran sus tendencias sexuales?
colquhoun: Nunca me lo planteé.
hogan: ¿No?
colquhoun: No.
hogan:¿Y las suyas, señor?
colquhoun: No veo a qué… Bien, inspector, que conste que soy monógamo y heterosexual.
hogan: Gracias, señor. Aprecio su franqueza.
Rebus apagó la grabadora.
– No era para menos.
– ¿Tú que crees? -preguntó Bobby Hogan.
– Creo que no planteaste a su debido tiempo la pregunta clave. Por lo demás, no está mal -respondió Rebus-. ¿Queda mucho? -añadió dando unos golpecitos al aparato.
– No mucho.
Rebus volvió a encender el magnetófono.
hogan: ¿Cuando se vieron en el restaurante, hablaron del mismo tema?
colquhoun: Ah, sí. Nombres, fechas…, países europeos por los que pasé camino de Inglaterra.
hogan: ¿Le dijo de qué manera?
colquhoun: Él lo llamaba la Ruta de Ratas. Dijo que la dirigía el Vaticano, figúrese. Y que todos los gobiernos occidentales estaban conchabados para que los científicos e intelectuales nazis importantes no cayeran en manos de los rusos. Para mí, la verdad… es como una mezcla de Ian Fleming y John Le Carré, ¿no cree?
hogan: Pero ¿se lo explicó con abundancia de detalles?
colquhoun: Sí, pero eso es típico de quienes tienen una personalidad obsesiva.
hogan: Se han escrito libros sobre lo mismo que alegaba el profesor Lintz.
colquhoun: ¿Ah, SÍ?
hogan: Nazis que lograron escapar y llegaron a América…, criminales de guerra que se salvaron de la horca.
colquhoun: Bueno, sí, pero son cuentos. ¿No creerá en serio…?
hogan: Yo sólo recojo información, doctor Colquhoun. En mi trabajo no se descarta nada.
colquhoun: Sí, claro, ya lo veo. El problema está en separar el grano de la paja.
hogan: ¿Quiere decir las verdades de las mentiras?
colquhoun: Quiero decir que, por ejemplo, esas historias que se cuentan sobre Bosnia y Croacia… de matanzas, torturas masivas, culpables que desaparecen… Cuesta discernir lo que es cierto.
hogan: Antes de terminar… ¿Tiene usted idea de lo que sucedió con el dinero?
colquhoun: ¿Qué dinero?
hogan: El que retiró Lintz del banco. Cinco mil libras en efectivo.
colquhoun: Es la primera vez que lo oigo. ¿Otro móvil?
hogan: Gracias por haberme concedido su tiempo, doctor Colquhoun. Tal vez tengamos que volver a hablar más adelante. Lo lamento, pero no debió mentirnos; eso entorpece enormemente nuestro trabajo.
colquhoun: Lo siento, inspector Hogan. Lo entiendo, pero comprenda mis motivos.
hogan: Mi madre me decía que no se debe mentir, señor. Gracias de nuevo.
Rebus miró a Hogan.
– ¿Tu madre?
– O sería mi abuela -respondió Hogan encogiéndose de hombros.
Rebus apuró el café.
– Bueno, ya conocemos a uno de los que comió con Lintz.
– Y sabemos que se dedicaba a acosar a Colquhoun.
– ¿Le crees sospechoso?
– La verdad, no me abruman las sospechas.
– Tienes razón, pero de todos modos…
– ¿Tú crees que da la talla?
– No sé, Bobby. A mí me suena como si lo tuviera ensayado. Y al terminar se nota el alivio con que respira.
– ¿Crees que le queda algo por revelar? Puedo interrogarle otra vez.
Rebus pensaba: «… Historias que se cuentan…, los culpables que desaparecen». No historias que se leen, sino que se cuentan… ¿Quién se las habría contado? ¿Candice? ¿Jake Tarawicz?
Hogan se restregó el puente de la nariz.
– Necesito un trago.
Rebus tiró el vaso a la papelera.
– Mensaje recibido y entendido. Por cierto, ¿has sabido algo de Abernethy?
– Es un tostón de la hostia -respondió Hogan volviéndole la espalda.
– Ya está allí -dijo Claverhouse cuando Rebus le llamó para preguntarle por Jack Morton-. Le encontramos un apartamentucho en Polwarth, le tomaron medidas para el uniforme y se ha incorporado ya a la plantilla de guardianes de seguridad.
– ¿Lo sabe alguien más?
– Sólo el gran jefe. Se llama Livingstone; anoche tuvimos una larga sesión con él.
– ¿No les parecerá un poco raro a los otros guardianes que entre en plantilla uno de fuera?
– Es tarea de Jack saber ganarse su confianza. Él dijo que no sería difícil.
– ¿Cuál es su tapadera?
– Que es bebedor, jugador y que su matrimonio se ha ido al garete.
– Él no bebe.
– Me lo ha dicho. Pero no importa con tal de que los demás lo crean.
– ¿Qué cometido tiene?
– A eso iba. Hará doble turno para poder salir más a la tienda, sobre todo por la tarde que hay menos gente y existe mayor posibilidad de intimar con Ken y Dec. Durante el día no tendremos contacto con él y sólo nos informará por la noche por teléfono cuando vuelva a casa. No podemos arriesgarnos mucho a vernos.
– ¿Crees que le vigilarán?
– Si son cuidadosos sí, y más si «pican».
– ¿Hablaste con Marty Jones?
– Irá mañana con un par de matones; pero a Jack le sacudirán poco.
– ¿No es correr demasiado?
– No podemos perder tiempo. Tal vez hayan pensado ya en alguien.
– Es mucho exigirle a Jack.
– Fue idea tuya.
– Lo sé.
– ¿Crees que no está a la altura?
– No es eso… sino que se va ver implicado en la guerra.
– Pues consigue el alto el fuego.
– Ya está conseguido.
– No es lo que a mí me consta…
Y fue lo que comprobó Rebus nada más colgar. Llamó a la puerta del despacho de Watson y al entrar comprobó que el jefe estaba de conferencia con Gill Templer.
– ¿Habló con él? -le preguntó Watson.
– Aceptó un alto el fuego -respondió Rebus-. ¿Y tú qué? -preguntó a Templer.
Ella lanzó un profundo suspiro.
– Hablé con el señor Telford en presencia de su abogado y le repetí varias veces lo que queríamos mientras el picapleitos no cesaba de insistir en que manchábamos el nombre de su cliente.
– ¿Y Telford?
– No hizo más que escuchar sentado sin dejar de sonreír mirando a la pared. Creo que ni puso los ojos en mi persona -añadió ruborizándose.
– ¿Pero tú se lo dijiste bien claro?
– Sí.
– ¿Y que Cafferty aceptaba?
Ella asintió con la cabeza.
– ¿Pues qué diablos sucede?
– No podemos dejar que esto se nos vaya de las manos -comentó Watson.
– Me parece que ya ha sucedido.
La última noticia era que a dos hombres de Cafferty les habían destrozado la cara.
– Suerte que siguen con vida -prosiguió Watson.
– ¿Sabe lo que sucede? -dijo Rebus-. El problema es Tarawicz. Tommy está alardeando ante él.
– En casos así sería ventajoso tener independencia jurisdiccional para poder extraditar a ese tipo -añadió Watson.
– ¿Por qué no probamos? -dijo Rebus-. Se le comunica que aquí es persona non grata.
– ¿Y si no se va?
– Lo seguimos a sol y a sombra descaradamente y le hacemos la vida imposible.
– ¿Tú crees que serviría de algo? -dijo Gill Templer escéptica.
– Probablemente no -asintió Rebus dejándose caer en una silla.
– La situación se nos va de las manos -dijo Watson mirando su reloj-. Y eso no le va a gustar al director con quien tengo una cita en su despacho dentro de media hora. -Cogió el teléfono, pidió un coche y se levantó-. A ver si entre los dos dan con una solución.
Rebus y Templer cruzaron una mirada.
– Volveré dentro de un par de horas -añadió Watson mirando a un lado y otro como desamparado-. Cierren la puerta al marcharse.
Les dirigió un saludo con la mano y salió del despacho, que quedó en silencio.
– Él cierra el despacho con llave para que nadie le robe el secreto de su horrendo café -dijo Rebus.
– La verdad es que últimamente ha mejorado.
– ¿No será degeneración de tus papilas gustativas? Bien, inspectora jefe… ¿buscamos esa solución? -añadió Rebus mirándola.
– Watson cree que se le va de las manos -dijo ella sonriendo.
– ¿Se ha marchado convencido de que van a echarle la bronca?
– Probablemente.
– ¿Y nosotros tenemos que sacarle las castañas del fuego?
– La verdad, no creo que seamos el Dúo Dinámico.
– Pues no.
– Y por otro lado, subsiste una parte de tu ser que dice: déjalos que se destrocen. Siempre que los tiros no alcancen a los civiles.
Rebus pensó en Sammy y en Candice.
– Lo que sucede es que siempre los alcanzan.
– ¿Qué tal te va a ti? -preguntó ella mirándole.
– Como siempre.
– ¿Tan mal?
– Es mi sino.
– Lo de Lintz está cerrado, ¿no?
Rebus negó con la cabeza.
– Existe una posibilidad de que haya una relación con Telford.
– ¿Sigues pensando que el inductor del atropello es Telford?
– Telford o Cafferty.
– ¿Cafferty?
– Con el propósito de que detengan a Telford igual que trataron de hacer conmigo con el atropello de Matsumoto.
– ¿Sabes que aún no has quedado libre de sospechas?
– ¿Van a iniciar una investigación interna los jefazos? -preguntó él mirándola y ella asintió con la cabeza-. Que la hagan y se unan a la fiesta -añadió frotándose las sienes-, que no se la pierdan.
– ¿Qué fiesta?
– Ésta que tengo en la cabeza y que no para -respondió inclinándose hacia la mesa para coger el teléfono que sonaba en aquel momento-. No, no está. ¿Quiere dejar algún recado? Soy el inspector Rebus. -Hizo una pausa y miró a Gill Templer-. Sí, llevo ese caso -añadió cogiendo lápiz y papel; hizo una anotación-. Hummm, ya veo. Sí, puede ser. Se lo diré cuando vuelva. -Miró otra vez fijamente a Gill Templer-. ¿Cuántos muertos habías dicho?
Uno solo. El otro huyó sujetándose el brazo como un colgajo para acabar poco después en un hospital, donde lo llevaron inmediatamente al quirófano para hacerle una copiosa transfusión de sangre con carácter de urgencia.
Todo a plena luz del día, no en Edimburgo: en Paisley, ciudad natal de Telford y su plaza fuerte. Cuatro hombres con uniforme del Ayuntamiento, como si fueran obreros de un turno; pero en lugar de picos y palas llevaban machetes y revólveres de gran calibre. Persiguieron a dos hasta unas viviendas donde había niños en triciclo, jugando a la pelota y mujeres asomadas a la ventana. El herido siguió corriendo después de recibir un machetazo descomunal mientras el otro intentaba saltar una valla. Cinco centímetros más y lo habría logrado, pero tropezó con la punta del pie y cayó al suelo, y al incorporarse sintió en la nuca el cañón del revólver: dos disparos y un borbotón de sangre y masa encefálica. Los niños interrumpieron su juego y las mujeres les gritaron que salieran corriendo. Pero aquellos dos disparos fueron como el colofón de la caza y los cuatro hombres giraron sobre sus talones y echaron a correr hacia una furgoneta que les aguardaba en la calle.
Una ejecución pública en pleno territorio de Tommy Telford.
Las dos víctimas eran conocidos prestamistas. El ingresado en el hospital era Stevie Murray, alias «Pequeñín», de veintidós años, y el que acabó en el depósito, Donny Draper, conocido desde niño por «Cortinas». Ya estarían haciéndose chistes al respecto. A El Cortinas le faltaban quince días para cumplir veinticinco años. Rebus le deseaba que hubiera disfrutado al máximo durante su breve paso por el planeta.
La policía de Paisley estaba al corriente del traslado de Telford a Edimburgo y sabía que allí tenían problemas, por eso llamaron al subdirector Watson a quien informaron de que se trataba de dos de los mejores hombres de Telford, que la descripción de los agresores era algo imprecisa y que los niños no hablaban porque se lo impedían sus padres por temor a represalias. Bueno, a la policía no le explicarían nada, pero Rebus dudaba mucho que no soltasen la lengua cuando Tommy Telford les preguntara con argumentos convincentes.
Malo. Aquello iba en aumento. Las bombas incendiarias y las palizas tenían remedio, pero llegar al asesinato era elevar considerablemente el listón de la revancha.
– ¿Vale la pena que volvamos a hablar con ellos? -preguntó Gill Templer.
Estaban en la cantina y tenían delante unos sandwiches sin tocar.
– ¿Tú qué crees?
Rebus sabía lo que pensaba y que únicamente hacía la pregunta por considerar que era mejor que nada. Habría podido decirle que no gastara saliva.
– Han utilizado un machete -dijo él.
– El mismo instrumento con que le abrieron la cabeza a Danny Simpson. -Rebus asintió-. Estaba pensando… -añadió ella.
– ¿Qué?
– En lo que dijiste… sobre Lintz.
Rebus apuró el resto de café frío.
– ¿Quieres otro?
– John…
– Lintz quería ocultar ciertas llamadas telefónicas -dijo él mirándola-. Una de ellas a la oficina de Tommy Telford en Flint Street. No sabemos la relación, pero sí debe haber alguna.
– ¿Qué podían tener en común Lintz y Telford?
– A lo mejor Lintz le pidió ayuda. O Telford le facilitaba prostitutas. Ya te digo que no lo sabemos. Por eso no lo hemos revelado.
– ¿Sientes auténtico odio por Telford, verdad?
Él la miró pensativo.
– No tanto como antes. Ha desmerecido mucho.
– ¿Y por Cafferty también?
– Y por Tarawicz… y por la Yakuza… y todos los que les ayudan.
Ella asintió con la cabeza.
– Esa es la fiesta a que te referías, ¿no?
Él se dio unos golpecitos en la cabeza.
– Los tengo aquí dentro, Gill. Intento echarlos pero no se van.
– ¿Y si probaras a no escuchar la música?
– Pues es una idea -dijo él sonriendo con desgana-. ¿Qué sugieres, Emerson, Lake y Palmer, The Enid? ¿O el triple elepé de Yes?
– Esa es tu especialidad, no la mía.
– No sabes lo que te pierdes.
– Sí que lo sé. He pasado por ello.
Un antiguo refrán escocés dice que a quien le pegan le gusta pegar a otro. Ese fue el motivo de que Watson volviera a llamarle al despacho. Al jefe aún no se le habían ido los colores de su entrevista con el director general. Rebus fue a sentarse, pero Watson le ordenó seguir de pie.
– Siéntese cuando yo se lo diga.
– Gracias, señor.
– ¿Qué demonios está pasando, John?
– ¿Cómo dice, señor?
Watson miró la nota que Rebus le había dejado.
– ¿Esto qué es?
– Un muerto y un herido grave en Paisley, señor; son hombres de Telford. Cafferty está pegando donde duele. Probablemente se ha dado cuenta de que Telford quiere abarcar más territorio del que puede y eso le permite atacar en las brechas.
– Paisley. No es nuestro problema -dijo Watson guardando el papel en el cajón.
– Lo será, señor. Porque cuando Telford replique lo hará aquí.
– Olvídese de eso, inspector. Hablemos de Productos Farmacéuticos Maclean's.
Rebus puso cara de sorpresa y, acto seguido, de resignación.
– Iba a decírselo, señor.
– Pero he tenido que saberlo yo directamente por boca del director.
– No por culpa mía, señor. Es un asunto de la Brigada Criminal.
– Pero ¿quién ideó ese asunto?
– Iba a decírselo, señor.
– ¿Sabe cómo he quedado yendo a Fettes ignorando cosas de las que están al corriente mis subalternos? Como un imbécil.
– Perdone, señor, pero no creo que sea así.
– ¡Como un imbécil! -repitió Watson dando un golpe en la mesa con la palma de las manos-. Y además no es la primera vez. Sabe perfectamente que yo siempre he procurado su bien.
– Sí, señor.
– Siempre me he portado como es debido.
– Ni que decir tiene, señor.
– Y mire cómo me lo paga.
– No volverá a suceder, señor.
Watson le miró fijamente y Rebus le sostuvo la mirada.
– Eso espero -dijo Watson recostándose en el sillón y calmándose por efecto de la terapia abroncadora a un semejante-. Ya que está aquí, ¿tiene algo más que decirme?
– No, señor. Salvo que… no sé…
– Adelante -dijo Watson irguiéndose de nuevo.
– Señor, creo que el que vive encima de mi piso podría ser lord Lucan.
Leonard Cohen: There Is a War.
Estaban a la espera de represalias por parte de Telford. El director había sugerido una «presencia ostensible como factor disuasorio». Para Rebus no fue una sorpresa, y probablemente menos aún para Telford, que ya tenía a mano a Charles Groal para alegar acoso cuando se presentaron los coches patrulla en Flint Street. ¿Cómo iba su cliente a poder desarrollar su legítimo y sustancioso negocio y diversas mejoras sociales con el hostigamiento que representaba aquella desagradable y prepotente vigilancia policial? Con «mejoras sociales» quería decir los jubilados que vivían en pisos sin pagar alquiler y que Telford no vacilaría en esgrimir como justificación. Un caramelo para la prensa.
Acabarían por retirar los coches patrulla, desde luego, no iban a estar apostados eternamente. Y cuando lo hicieran, otra vez fuegos artificiales. Era lo que todos se esperaban.
Rebus se acercó al hospital y se sentó con Rhona. La habitación, con la que ya se había familiarizado, era un oasis de calma y orden donde a cada hora del día se sucedían los rituales al uso.
– Le han lavado el cerebro -comentó Rebus.
– Porque le hicieron otro encefalograma -dijo Rhona- y tuvieron que quitarle esa mugre que ponen. Dicen que tú la viste mover los ojos.
– Eso me pareció.
Rhona le tocó el brazo.
– Jackie dice que es posible que vuelva este fin de semana. El que avisa no es traidor.
– Recibido y entendido.
– Tienes cara de cansado.
Rebus sonrió.
– Seguro que un día de estos alguien me dice que estoy estupendo.
– No será hoy -replicó Rhona.
– La culpa la tienen la bebida, los clubs nocturnos y las mujeres.
Conforme lo decía pensó en las Coca-Colas, el Casino Morvena y en Candice. «¿Por qué estaré entre dos fuegos?» «¿No estarán Cafferty y Telford liándome en su juego?», y pensó también cuánto ansiaba que no le sucediera nada a Jack Morton.
Cuando llegó a su casa, en Arden Street, sonaba el teléfono. Lo cogió justo antes de que se conectara el contestador automático.
– Un momento que pare este cacharro -dijo pulsando al fin el botón adecuado.
– La tecnología, ¿eh, Hombre de paja?
Cafferty.
– ¿Qué quieres?
– Me he enterado de lo de Paisley.
– ¿Eres ventrílocuo?
– Yo no tengo nada que ver con ello.
Rebus soltó una carcajada.
– Lo digo en serio.
Rebus se dejó caer en el sillón.
– Y yo voy y me lo creo.
Seguía pensando en el juego que se traían.
– Lo crea o no, sólo quería decírselo.
– Gracias. Seguro que ahora duermo mejor.
– Me están tendiendo una trampa, Hombre de paja.
– Telford no necesita tenderte trampas -replicó Rebus con un suspiro estirando el cuello a un lado y otro-. Escucha, ¿no has pensado en otra posibilidad?
– ¿En cuál?
– Que tus hombres se hayan desmandado y actúen a espaldas tuyas.
– Lo habría sabido.
– Tú te enteras de lo que te cuentan tus subalternos. ¿Y si te mienten? No digo toda la banda, pero podría haber dos o tres que fueran por libre.
– Lo habría sabido.
Ahora contestaba en un tono de voz más hueco, como pensándoselo.
– Bueno, muy bien; lo habrías sabido. ¿Quién te lo iba a haber advertido? Cafferty, tú estás en la otra punta del país, en la cárcel. ¿Va a ser tan difícil ocultarte algo?
– Son hombres que tienen toda mi confianza -replicó Cafferty haciendo una pausa-. Me lo habrían dicho.
– Si lo supieran, o si no les hubieran advertido que no te dijeran nada. ¿Me entiendes?
– Dos o tres que fueran por libre… -repitió Cafferty.
– ¿Se te ocurre alguno?
– Jeffries lo sabrá.
– ¿Jeffries? ¿Se llama así El Comadreja?
– Que no le oiga que le llama así.
– Dame su número de teléfono.
– No, le diré que le llame.
– ¿Y si es de los desmandados?
– Al menos sabremos de uno.
– ¿Reconoces que puede ser?
– Reconozco que Tommy Telford quiere verme en una caja.
Rebus miró por la ventana.
– ¿Tal como suena?
– Me han llegado rumores de un encargo especial.
– ¿Y estás protegido?
Cafferty contuvo la risa.
– Parece hasta preocupado, Hombre de paja.
– Pura imaginación tuya.
– Escuche, no hay más que dos soluciones. Que se ocupe usted de Telford o que me ocupe yo. ¿No le parece? Me refiero a que no soy yo quien ha iniciado la caza al hombre invadiendo territorio y amenazando.
– Tal vez sea más ambicioso que tú. A saber si no te recuerda al que fuiste tú.
– ¿Insinúa que me he ablandado?
– Lo que digo es que hay que adaptarse o morir.
– ¿Usted se ha adaptado, Hombre de paja?
– Puede que un poco.
– Ah, muy poca cosa.
– Pero no estamos hablando de mí.
– Usted está tan implicado como el que más. No lo olvide, Hombre de paja. Que duerma bien.
Rebus colgó. Se sentía extenuado y deprimido. Los niños de la casa de enfrente ya se habían acostado y las contraventanas estaban cerradas. Miró el cuarto. Jack Morton le había ayudado a pintarlo cuando él pensaba vender el piso. Su amigo le había ayudado también a dejar la bebida…
Sabía que no podría dormir. Cogió el coche y fue a Young Street. El Oxford estaba tranquilo. Había un par de pensadores en el rincón y tres músicos en el salón de atrás recogiendo sus violines. Tomó dos tazas de café solo y se fue a Oxford Terrace. Aparcó frente al piso de Patience, paró el motor y permaneció allí un rato escuchando jazz por la radio. Tuvo buena suerte: Astrid Gilberto, Stan Getz, Art Pepper y Duke Ellington; decidió aguantar hasta que pusiesen un disco malo para ir a llamar a la puerta de Patience.
Pero cuando comenzó a sonar era ya noche avanzada y no quiso presentarse en casa de ella de improviso. Sería…, no estaría bien. Que notara su desesperación no le importaba, pero lo que no quería era que creyese que se pasaba. Puso el motor en marcha y se alejó hacia el barrio elegante de New Town y Granton. Se detuvo a la orilla del Forth con la ventanilla bajada para escuchar el rumor del agua y del tráfico nocturno de camiones.
Aunque cerrara los ojos no podía cerrar el mundo. De hecho, en momentos como aquél, antes de que le venciera el sueño, las imágenes cobraban mayor intensidad. Se preguntó qué soñaría Sammy, si es que soñaba. Por más que Rhona dijera que Sammy había ido al norte para vivir con él, no acababa de ver qué había hecho realmente él para merecerlo.
Volvió a la ciudad, tomó un café exprés en Gordon's Trattoria y después fue al hospital. A aquella hora de la madrugada se aparcaba bien; vio delante de la entrada un taxi con el contador en marcha. Al entrar en la habitación de Sammy le sorprendió ver a una mujer en la penumbra que al principio confundió con Rhona, arrodillada a la cabecera con la cabeza apoyada en las sábanas; pero al acercarse a la cama, ella, al oírle, alzó el rostro bañado en lágrimas.
Era Candice.
La joven se puso en pie, desconcertada, con los ojos muy abiertos.
– Quería verla -dijo con voz queda.
Rebus asintió con la cabeza. En la oscuridad se parecía todavía más a Sammy: la misma figura, el mismo pelo y el óvalo de la cara idéntico. Llevaba un abrigo rojo largo y metió la mano en un bolsillo buscando un pañuelo.
– Yo la quiero -dijo ella y Rebus volvió a asentir con la cabeza.
– ¿Sabe Tarawicz que estás aquí? -preguntó.
Ella negó con la cabeza.
– ¿Has venido en ese taxi que hay fuera?
Ella asintió.
– Fueron a casino, y yo dije que dolía la cabeza.
Hablaba despacio, pensando las palabras.
– ¿Se enterará de dónde has ido?
Ella le miró pensativa y negó con la cabeza.
– ¿Dormís en la misma habitación? -preguntó Rebus.
Ella volvió a negar con la cabeza, sonriendo.
– Jake no gustar mujeres.
Aquello era una novedad para Rebus. Miriam Kenworthy le había dicho que estaba casado con una inglesa… Sería exclusivamente a efectos de inmigración. Recordaba cómo Tarawicz había sobado a Candice, pero ahora 'comprendía que era por presumir y hacerle ver a Telford que cuidaba a sus chicas, no como él, que había permitido que la detuviera la policía. Un signo de rivalidad entre socios. ¿Se le podría sacar partido?
– ¿Y ella, se…?
– Esperemos, Candice -contestó Rebus encogiéndose de hombros.
– Me llamo Karina -dijo ella bajando la vista.
– Karina -repitió él.
– Sarajevo era… -dijo mirándole a la cara-. Era… horror. Tuve suerte… de escapar. Todos me dijeron: «Tú, suerte. Tú, suerte». -añadió, dándose en el pecho con el dedo-. Suerte, superviviente. -Volvió a caer de rodillas y Rebus la sujetó.
Rolling Stones: Soul Survivor.
Pero había veces que sobrevivía sólo el cuerpo, y el alma sucumbía devorada, desgastada por las adversidades.
– Karina -dijo Rebus repitiendo el nombre por afianzar su identidad real y profundizar en una parte de su personalidad inhibida desde su huida de Sarajevo-. Karina, cálmate; todo irá bien -añadió, acariciándole el pelo y la cara y sosteniéndola con la otra mano sintiendo que temblaba mirando entre lágrimas el cuerpo inmóvil de Sammy.
Rebus pensó si algo de la electricidad que cargaba el ambiente no llegaría al cerebro de Sammy.
– Karina, Karina…
Ella se apartó bruscamente de él y le dio la espalda. Pero él no iba a dejar que se marchara; fue hacia ella y la sujetó por los hombros.
– Karina -dijo-, ¿cómo dio contigo Tarawicz? -Ella no parecía entenderle-. En Anstruther, sus hombres te encontraron…
– Brian -contestó ella.
Rebus frunció el entrecejo.
– ¿Brian Summers? El Guapito…
– Él decir a Jake.
– ¿Le dijo a Tarawicz dónde estabas?
¿Por qué no la habrían devuelto a Edimburgo? «Por el peligro que suponía tenerla tan cerca de la policía», pensó Rebus. Les convenía más tenerla lejos y no matarla para no complicarse la vida. Con Tarawicz estaría bajo control. El señor Ojos Rosa echaba otro cable a su amigo…
– Él te trajo aquí para presumir ante Telford -dijo Rebus pensativo mirándola.
¿Qué podía hacer con ella? ¿Dónde estaría a salvo? Candice, como si supiera lo que estaba pensando, le apretó la mano.
– Yo tengo un… -dijo haciendo con los brazos el movimiento de acunar a un niño.
– Un hijo -dijo Rebus y ella asintió con la cabeza-. ¿Y Tarawicz sabe dónde está?
Ella negó con la cabeza.
– Se lo llevaron… los camiones.
– ¿Los camiones de refugiados de Tarawicz? -Ella asintió otra vez con la cabeza-. ¿Y no sabes dónde está?
– Jake sabe. Dice que ese hombre… -añadió haciendo extraños gestos elocuentes con las manos- matará al niño si…
Gestos como de cangrejo. De pronto le surgió una idea.
– ¿Por qué no está El Cangrejo aquí con Tarawicz? -Ella se le quedó mirando-. Tarawicz aquí, y El Cangrejo en Newcastle, ¿por qué? -insistió él.
Karina se encogió de hombros y reflexionó.
– Él no viene. Peligro -respondió como si recordase algo de una conversación que había escuchado.
– ¿Peligro? -inquirió Rebus frunciendo el entrecejo-. ¿Para quién?
Ella volvió a encogerse de hombros y Rebus le cogió las manos.
– No te fíes de él, Karina. Tienes que dejarle.
– Lo intenté -replicó ella sonriente con un destello en los ojos.
Volvieron a mirarse cara a cara un instante hasta que ella salió y se marchó en el taxi.
Por la mañana llamó al hospital para preguntar cómo estaba Sammy y a continuación pidió que le pusieran con la planta de Danny Simpson.
– ¿Cómo sigue Danny Simpson?
– Perdone, ¿es de la familia?
No necesitaba oír más. Dijo quién era y preguntó cuándo había sucedido.
– Por la noche -respondió la enfermera.
Cuando el cuerpo está más desvalido, las horas de la muerte. Rebus llamó a la madre y volvió a decir quién era.
– Acabo de enterarme. Cuánto lo siento -dijo-. ¿A qué hora es el entierro…?
– Disculpe, pero sólo asistirá la familia. No queremos flores. Haremos una colecta y la entregaremos para… obras benéficas; Danny era muy considerado, ¿sabe?
– Sí, claro.
Rebus anotó los datos de la entidad en cuestión: era un asilo para enfermos de sida. A la madre le costó decirlo. Al terminar la llamada cogió un sobre, metió diez libras en él y escribió por fuera: «En memoria de Danny Simpson». Estaba pensando en ir a hacerse el análisis cuando sonó el teléfono.
– Diga.
Se oían ruidos de electricidad estática y de motores: era un móvil desde un coche que iba muy rápido.
– Esto es llevar el acoso a un nuevo terreno.
Era Telford.
– ¿Qué quieres decir? -dijo Rebus tratando de simular calma.
– Apenas hace seis horas que ha muerto Danny Simpson y ya está telefoneando a la madre.
– ¿Y cómo lo sabes?
– Porque yo estaba allí dándole el pésame.
– Por lo mismo que llamé yo. Telford, ¿sabes una cosa? Quien cree que estás llevando el complejo persecutorio a un nuevo terreno soy yo.
– Sí, y Cafferty no podrá detenerme.
– Dice que él no tuvo nada que ver con lo de Paisley.
– ¿A que usted de niño creía en el ratoncito Pérez?
– Y sigo creyendo.
– Va a necesitar algo menos fantasioso si está de parte de Cafferty.
– ¿Es una amenaza? No me digas que Tarawicz está ahí contigo en el coche. -Silencio. «Acerté», pensó-. ¿Crees que Tarawicz va a respetarte porque amenaces a un poli? Él no te tiene ningún respeto… Mira como te restriega a Candice por las narices.
– Oiga, Rebus -replicó Telford con un tono mezcla de frivolidad y dureza-. ¿Qué tal con Candice en aquel hotel? Jake me dice que es pura pimienta.
Se oían risas. El señor Ojos Rosa, que según Candice no la había tocado. La risa era una especie de bravata. Telford y Tarawicz jugando mano a mano y con los demás.
Rebus encontró el tono de voz adecuado.
– Yo quería ayudarla. Si es tan imbécil que no se da cuenta, bien se merece estar con gente como tú y Tarawicz -dijo para hacerles creer que ya no le interesaba-. De todos modos, a Tarawicz no le costó nada quitártela de las manos -añadió a modo de puya que pudiera envenenar la relación entre los dos gángsteres.
– ¿Y si Cafferty no hubiera organizado lo de Paisley? -preguntó tras el silencio que siguió.
– Fueron sus hombres.
– Desmandados.
– No puede controlarlos, eso es, Rebus. Es un fantoche que está acabado.
Rebus no contestó, pero oía una conversación en voz baja.
– El señor Tarawicz quiere hablarle -dijo Telford, y Rebus oyó cómo le pasaba el teléfono.
– ¿Rebus? Pensé que éramos gente civilizada…
– ¿En qué sentido?
– ¿No llegamos a un acuerdo… cuando nos vimos en Newcastle?
El acuerdo tácito de dejar en paz a Telford y no seguir apoyando a Cafferty para que Candice y su hijo no corrieran peligro. ¿Qué pretendía Tarawicz?
– Yo, por mi parte, he cumplido.
Rebus le oyó reír entre dientes.
– ¿Sabe lo que significa Paisley?
– ¿Qué?
– El principio del fin de Morris Gerald Cafferty.
– Me apuesto algo a que piensa enviarle flores a la tumba.
Flores secas, desde luego.
Rebus fue a St. Leonard y se sentó ante el ordenador para echar un vistazo a la foto del Cangrejo.
William Andrew Colton, alias «El Cangrejo». Correcto. Decidió pedir por teléfono el expediente y cuando rellenaba el formulario le llamaron de recepción para anunciarle que uno que no daba su nombre quería verle, pero por la descripción supo que era El Comadreja.
Bajó la escalera y vio que le esperaba afuera fumando un cigarrillo. Vestía un chaquetón impermeable con bolsillos rotos y se protegía del viento con un sombrero de leñador calado hasta las orejas.
– Vamos a dar una vuelta -dijo Rebus.
El Comadreja se puso a su lado y siguiendo su paso caminaron por un polígono de bloques nuevos con antenas parabólicas y ventanas como de juego de construcción. Detrás de la barriada comenzaban los riscos de Salisbury Crags.
– Pierde cuidado -dijo Rebus-. No tengo ganas de escalar.
– Yo de lo que tengo ganas es de estar a cubierto -dijo El Comadreja encogiendo el cuello dentro de la chaqueta.
– ¿Qué se sabe del atropello de mi hija?
– Ya le dije que falta poco.
– ¿Cómo de poco?
El Comadreja midió sus palabras.
– Tenemos las cintas del casete y el que las vendió. Dice que se las pasó un tercero.
– ¿Y quién es?
El Comadreja sonrió taimado: sabía que ahora él dominaba a Rebus y pensaba aprovecharse.
– No tardará en conocerle.
– Bueno… pero ¿dice que las cintas las cogió del coche ya abandonado?
El Comadreja negó con la cabeza.
– No fue así.
– ¿Pues cómo fue?
Le daban ganas de tirarle al suelo y machacarle la cabeza.
– Dénos un par de días y podremos complacerle.
El viento levantó una polvareda que les hizo volver la cabeza y Rebus vio un tipo fornido unos sesenta metros a la zaga.
– No se preocupe -dijo El Comadreja-. Es de los míos.
– ¿Hay canguelo?
– Después de lo de Paisley, Telford querrá vengarse.
– ¿Qué sabes de Paisley?
Los ojos de El Comadreja se convirtieron en dos finas ranuras.
– Nada.
– ¿No? Cafferty comienza a sospechar que algunos de los suyos van por libre.
El Comadreja negó con la cabeza.
– Yo no tengo la menor idea.
– ¿Quién es el lugarteniente de tu jefe?
– Pregúnteselo al señor Cafferty -respondió El Comadreja mirando hacia un lado como aburrido por la conversación.
Hizo una seña al que venía detrás y éste hizo otra. Segundos después se paraba junto a ellos un Jaguar nuevo rojo. Rebus vio un chofer con pinta de desempeñar funciones menos sedentarias y un interior de cuero beig. El rezagado llegó a la carrera y le abrió la puerta a El Comadreja.
– Eres tú -dijo Rebus.
El Comadreja: ojos y oídos de Cafferty en la calle, el tipo con aspecto de mendigo, era quien mandaba. Los distintos lugartenientes…, todos aquellos trajes hechos a medida…, un numeroso grupo que, según le constaba a la policía, seguía dirigiendo el imperio de Cafferty… no era más que una cortina de humo. Aquel hombrecillo encorvado que se calaba el sombrero de leñador, aquel tipo de dientes podridos y sin afeitar, era quien lo dirigía todo.
Rebus se echó a reír. El guardaespaldas subió al coche al lado del que conducía. Rebus dio unos golpecitos en la ventanilla y El Comadreja bajó el cristal.
– Dime una cosa, ¿tienes agallas para quitarle lo suyo?
– El señor Cafferty confía en mí y estoy a bien con él.
– ¿Y con Telford?
El Comadreja le miró.
– A mí Telford no me preocupa.
– ¿A quién, entonces?
Pero el cristal estaba cerrado y El Comadreja -el tal Jeffries, que había dicho Cafferty- no miraba y le había apartado ya de su mente.
Permaneció allí viendo alejarse el coche. ¿No estaría Cafferty cometiendo un grave error delegándolo todo en El Comadreja? ¿O quizá sus mejores hombres se habían largado o estaban ya en el bando contrario?
¿O era realmente El Comadreja tan astuto, tan listo y malvado como daba a entender el mote?
Cuando entró en la comisaría pensó en Bill Pryde y apenas se había acercado a su mesa cuando vio que se encogía de hombros.
– Lo siento, John. No hay nada nuevo.
– ¿Nada de nada? ¿Y las cintas robadas? -Pryde negó con la cabeza-. Qué curioso, acabo de hablar con alguien que asegura saber quién las vendió y de dónde las sacó.
Pryde se recostó en la silla.
– Ya me extrañaba a mí que hubieses dejado de darme la tabarra. ¿Qué hiciste, contratar un detective? -exclamó encendido-. Me mato a trabajar en el caso, y tú lo sabes, John… ¿Es que desconfías de lo que hago?
– No es eso, Bill -replicó Rebus a la defensiva.
– ¿Quién te informa?
– Es gente de la calle.
– Pero bien relacionada, por lo que dices. -Hizo una pausa-. ¿Delincuentes?
– Mi hija está en coma, Bill.
– Me doy cuenta perfectamente. ¡Contesta a mi pregunta!
Los de las otras mesas miraban y Rebus bajó la voz.
– Confidentes míos.
– Dime sus nombres.
– Vamos, Bill.
Pryde agarró con fuerza la mesa.
– Estos últimos días pensé que habías perdido interés, incluso que no querías saber lo que había pasado. -Hizo una pausa, pensativo-. ¿No habrás recurrido a Telford o… a Cafferty? ¿Es eso? -añadió entornando los ojos.
Rebus volvió la cabeza.
– Cielo santo, John… ¿a cambio de qué? Te entrega el que iba al volante, ¿a cambio de qué?
– No es eso.
– No puedo creerme que te fíes de Cafferty. ¡Tú, que fuiste quien le metió entre rejas, por Dios bendito!
– No es una cuestión de confianza.
Pryde meneó la cabeza de un lado a otro.
– Hay una raya que no se puede traspasar.
– Cálmate, Bill. No hay tal raya -replicó Rebus abriendo los brazos-. Dime tú dónde está si es que existe.
– Aquí -contestó Pryde dándose unos golpecitos en la frente.
– Pura ficción.
– ¿De verdad lo crees?
Rebus buscó una réplica, pero se recostó de golpe contra la mesa y se pasó las manos por la cabeza. Recordaba algo que Lintz había dicho en cierta ocasión: «No es que cuando dejamos de creer en Dios de pronto no creamos en "nada"… Creemos en cualquier otra cosa».
– John -oyó que le llamaban-, al teléfono.
Rebus miró a Pryde.
– Después hablamos -dijo dirigiéndose a otra mesa para atender la llamada.
– Rebus al habla.
– Soy Bobby Hogan.
– ¿Qué quieres, Bobby?
– Para empezar, me podrías ayudar a quitarme de encima a este gilipollas de la Brigada Especial.
– ¿Abernethy?
– Es como mi sombra.
– ¿Sigue llamándote?
– Cielo santo, John, ¿es que no me escuchas? Lo tenemos aquí.
– ¿Cuándo ha llegado?
– No se fue.
– ¡Aguanta!
– Y no para de darme la lata. Dice que a ti te conoce hace tiempo. ¿Por qué no le hablas tú?
– ¿Estás en Leith?
– ¿Dónde, si no?
– Dentro de veinte minutos me tienes ahí.
– Me ha cabreado tanto que recurrí a mi jefe, cosa que rara vez hago -dijo Bobby Hogan.
Estaba tomando café como si fuese cuestión de vida o muerte, tenía desabrochado el cuello de la camisa y la corbata floja.
– Pero claro -prosiguió-, su jefe habló con el mío y al final me han amonestado para que colabore.
– ¿En qué sentido?
– Lo primero, que no diga a nadie que él sigue aquí.
– Gracias por la confianza. ¿Y qué está haciendo?
– ¿Ése?, todo: quiere asistir a los interrogatorios, copia de las grabaciones y de las transcripciones, examinar toda la documentación, saber qué pasos tengo previstos y qué he desayunado…
– Supongo que su intromisión no te sirve precisamente de ayuda.
El modo en que le miró era de sobra elocuente.
– A mí no me importa que le interese el caso, pero lo que hace es obstaculizarlo y llevarlo a un punto muerto.
– Quizás es lo que pretende.
Hogan alzó la vista de la taza.
– No lo comprendo.
– Ni yo. Escucha, si está entorpeciendo tu trabajo, vamos a montar un número a ver cómo reacciona.
– ¿Qué clase de número?
– ¿A qué hora tiene que venir?
Hogan consultó el reloj.
– Dentro de una media hora. Le doy el parte al final de la jornada.
– Hay tiempo. ¿Puedo usar tu teléfono?
La sorpresa de Abernethy nada más entrar fue mayúscula. En el espacio destinado a la investigación del caso -el cuarto de Hogan- veía ahora tres personas enfrascadas en un ritmo de trabajo endiablado.
Hogan estaba al teléfono consultando con un bibliotecario una lista de libros y de artículos sobre la Ruta de Ratas, Rebus revisaba y ordenaba papeles, tomando notas y haciendo dos montones. Y allí estaba también Siobhan Clarke hablando por teléfono con una organización judía para que le enviasen una lista de criminales de guerra. Rebus saludó a Abernethy con una inclinación de cabeza sin dejar de trabajar.
– Pero ¿qué pasa aquí? -preguntó Abernethy quitándose la gabardina.
– Estamos echando una mano a Bobby porque tiene muchas pistas que aclarar… -dijo Rebus-. Y, además, hay interés por parte de la Brigada Criminal -añadió señalando a Siobhan con la cabeza.
– ¿Desde cuándo?
– El caso puede ser más grave de lo que pensamos -comentó Rebus esgrimiendo un papel.
Abernethy miró a un lado y otro con deseo de hablar con Hogan, pero éste no soltaba el teléfono. El único interlocutor posible era Rebus.
Tal como había planeado el propio Rebus.
A Siobhan le había explicado el plan en apenas cinco minutos, pero ella era una actriz consumada, sobre todo en mantener por teléfono una conversación ficticia. Además, a Hogan, el inexistente bibliotecario le hacía en aquel momento preguntas cruciales y Abernethy se quedó de piedra.
– ¿En qué sentido?
– En realidad -dijo Rebus soltando una carpeta-, podrías ayudarnos.
– ¿De qué manera?
– Siendo de la Brigada Especial tendrás acceso a los servicios secretos. -Hizo una pausa-. ¿No?
Abernethy se pasó la lengua por los labios y se encogió de hombros.
– Mira -prosiguió Rebus-, sospechamos que podrían existir varios móviles en el asesinato de Joseph Lintz, pero uno que prácticamente habíamos desechado la sugerencia de Abernethy, según Hogan) tal vez sea la clave. Me refiero a la Ruta de Ratas. ¿Y si la muerte de Lintz estuviera directamente relacionada con eso?
– ¿En qué sentido?
Rebus se encogió de hombros.
– Por eso necesitamos tu ayuda. Habría que examinar toda la información existente sobre la Ruta de Ratas.
– Eso nunca existió.
– Qué raro, hay muchos libros en que se afirma lo contrario.
– Erróneamente.
– Además, están los supervivientes… Bueno, estaban antes de los suicidios, accidentes de automóvil, caídas por la ventana, etcétera. Lintz no es más que uno en una larga lista de muertos en extrañas circunstancias.
Siobhan Clarke y Bobby Hogan ya habían acabado de hablar por teléfono y escuchaban.
– Trepas al árbol que no es -dijo Abernethy.
– Bueno, si estás perdido en medio del bosque, cualquier árbol te permite una visión más clara.
– Esa Ruta de Ratas no existe.
– ¿Habla el experto?
– Yo he recogido…
– Sí, sí, todo cuanto hay investigado. ¿Y a qué conclusión has llegado? ¿Van a procesar a alguien?
– Es pronto para poder decir…
– Y pronto será demasiado tarde porque los pocos que quedan no van a rejuvenecer precisamente. Es lo mismo que sucede en toda Europa: con tanta demora en los procesos los acusados llegan a la edad de palmarla o de volverse lelos, con el resultado de que no se celebra juicio.
– Oye, eso no tiene nada que ver con…
– ¿Por qué estás tú aquí, Abernethy? ¿Por qué viniste a hablar con Lintz?
– Mira, Rebus, no es…
– Si no puedes decírnoslo, habla con tu jefe. Que lo diga él. Si no, tal como va la investigación, es posible que más tarde o más temprano encontremos algo feo.
Abernethy retrocedió un paso.
– Me parece que lo entiendo -dijo, y en su rostro se dibujó una sonrisa-. Lo que queréis es darme puerta. Eso es -añadió mirando a Hogan.
– En absoluto -replicó Rebus-. Lo que he dicho es que vamos a redoblar esfuerzos y a fisgar en donde sea preciso: la Ruta de Ratas, el Vaticano, la metamorfosis de ex nazis en espías de los Aliados durante la Guerra Fría…, todo puede servir de prueba. Tendremos que hablar con los demás sospechosos de tu lista para comprobar si conocieron a Joseph Lintz. Quién sabe si no coincidieron con él en la red secreta de evasión.
Abernethy meneó la cabeza de un lado a otro.
– No lo consentiré.
– ¿Vas a entorpecer la investigación?
– No he dicho tal cosa.
– No, pero es lo que estás haciendo. -Rebus hizo una pausa-. Si crees que trepamos al árbol que no es y que nos vamos por las ramas, demuéstralo. Danos todos los datos que haya sobre el pasado de Lintz.
Abernethy le miró furioso.
– Si no, seguiremos rebuscando y husmeando -dijo Rebus abriendo otra carpeta y cogiendo el primer folio.
Hogan volvió al teléfono para hacer otra llamada y Siobhan Garlee miró una lista y comenzó a marcar otro número.
– Oiga, ¿Sinagoga Central? -preguntaba Hogan-. Aquí el inspector Hogan de la comisaría de Leith. ¿No tendrían ustedes información sobre un tal Joseph Lintz?
Abernethy cogió su gabardina y tomó el portante. Aguardaron medio minuto y Hogan colgó el teléfono.
– Parecía muy fastidiado.
– Una petición mía a los Reyes Magos -dijo Siobhan Clarke.
– Gracias por ayudarnos, Siobhan -dijo Rebus.
– Lo he hecho encantada. ¿Por qué me llamasteis?
– Porque él sabe que tú eres de la Brigada Criminal y me propuse hacerle creer que aumentaba el interés por el caso, y dado que la última vez tú y él no hicisteis muy buenas migas… La hostilidad puede ser una palanca.
– ¿Qué hemos logrado? -preguntó Bobby Hogan recogiendo archivadores y carpetas, pertenecientes casi todos a otros casos.
– Hacerle la pascua -dijo Rebus-.Él no está aquí por su cara bonita, sino porque la Brigada Especial de Londres le ha encomendado averiguar cómo iba la investigación, lo que me hace pensar que se temen algo.
– ¿La Ruta de Ratas?
– Yo diría que sí. Abernethy es el encargado del seguimiento de todos los casos que van saliendo a la luz en Inglaterra. En Londres debe de haber algunos bastante nerviosos.
– ¿Nerviosos por la vinculación de la Ruta de Ratas con el asesinato de Lintz?
– No estoy seguro de que llegue a tanto -dijo Rebus.
– ¿Es decir?
Rebus miró a Clarke.
– Es decir, que no estoy seguro de que llegue a tanto.
– Bueno, yo creo que de momento me lo he quitado de encima; lo cual os agradezco -dijo Hogan levantándose-. ¿Alguien quiere un café?
– Vale -dijo Siobhan Clarke consultando su reloj.
Rebus esperó a que Hogan saliese y volvió a darle las gracias.
– No estaba seguro de que pudieras venir.
– De momento hemos reducido al máximo los contactos con Jack Morton -dijo ella-. Ahora sólo cabe esperar mordiéndose las uñas. ¿Y tú, qué haces?
– ¿Yo? Procuro andar con cuidado.
– Ya me lo imagino -comentó ella sonriendo.
Volvió Hogan con los tres cafés.
– Leche en polvo, lo siento.
Clarke arrugó la nariz.
– Bueno, yo me tengo que ir -dijo levantándose y poniéndose el abrigo.
– Te debo un favor -dijo Hogan al darle la mano.
– Tenlo muy en cuenta -replicó ella-. Hasta luego -añadió volviéndose hacia Rebus.
– Adiós, Siobhan.
Hogan juntó el vaso de ella al suyo.
– Bien, nos hemos quitado a Abernethy de encima, pero ¿qué más hemos conseguido?
– Paciencia, Bobby. No he tenido tiempo de urdir un plan.
Sonó el teléfono en el momento en que Hogan daba un sorbo al café ardiendo, y Rebus lo cogió.
– Diga.
– ¿Eres tú, John?
Por la música country de fondo supo que era Claverhouse.
– Siobhan acaba de marcharse -dijo Rebus.
– No es con Clarke con quien quería hablar; sino contigo.
– Ah.
– He pensado que te interesaría saber algo que nos ha llegado del SNIC. -Oyó que Claverhouse removía papeles-. Sakiji Shoda…, no sé si se pronuncia así…, llegó ayer en vuelo de Kansai a Heathrow según un comunicado recibido en la Brigada Criminal del sudeste.
– Estupendo.
– Tomó inmediatamente un vuelo de conexión a Inverness, pasó la noche en un hotel y ahora me dicen que está en Edimburgo.
Rebus miró por la ventana.
– El tiempo que hace no es el más indicado para jugar al golf.
– No creo que venga a jugar al golf. Según el informe, el señor Shoda es un miembro importante de la… No se lee bien en el fax: Soka… no sé qué.
– ¿Sokaiya? -dijo Rebus sentándose.
– Sí, debe de ser eso.
– ¿Dónde está ahora?
– He llamado a un par de hoteles y he averiguado que se aloja en el Caly. ¿Qué es la Sokaiya?
– Los mandos superiores de la Yakuza.
– ¿Qué piensas de esto?
– Iba a decirte que pensaba que era el suplente de Matsumoto, pero me da la impresión de que es de rango superior.
– ¿Un jefe de Matsumoto?
– Lo que significa que seguramente ha venido a averiguar qué le pasó a su muchacho -dijo Rebus dándose golpecitos en los dientes con un bolígrafo, mientras Hogan escuchaba la conversación sin entender nada-. ¿Por qué habrá venido a través de Inverness en vez de en vuelo directo a Edimburgo?
– Es lo mismo que he pensado yo -respondió Claverhouse estornudando-. Estará muy cabreado, ¿no?
– De «regular» a «mucho». Pero lo que más nos interesa es ver cómo reaccionan Telford y el señor Ojos Rosa.
– ¿Crees que Telford dará marcha atrás en lo de Maclean's?
– Al contrario. Creo que tratará de demostrar al señor Shoda que sabe hacer bien ciertas cosas -respondió Rebus pensando en algo que había dicho Claverhouse-. ¿Dijiste que era un comunicado a la Brigada Criminal del sudeste?
– Sí.
– ¿Por qué no a Scotland Yard?
– ¿No viene a ser lo mismo?
– Tal vez. ¿Tienes algún número de teléfono de contacto?
Claverhouse se lo dio.
– ¿Hablarás esta noche con Jack Morton? -preguntó Rebus.
– Sí.
– Infórmale de esto.
– Volveré a llamarte.
Rebus colgó pero cogió otra vez el receptor para pedir línea y hacer una llamada. Cuando contestaron explicó el asunto y preguntó si podía atenderle alguien. Le dijeron que no se retirase.
– ¿Es algo relacionado con Telford? -preguntó Hogan.
Rebus asintió con la cabeza.
– Oye, Bobby, ¿volviste a hablar con él?
– Un par de veces, pero se obstina en que debió de tratarse de un error de número.
– ¿Y los empleados dicen lo mismo?
Hogan asintió con la cabeza y sonrió.
– ¿Sabes una cosa graciosa? Entré en el despacho de Telford y al ver que había alguien sentado de espaldas a la puerta me excusé y dije que aguardaba fuera hasta que terminase de hablar con la señora… Y la «señora» volvió la cabeza hecha una furia…
– ¿Era El Guapito?
Hogan asintió con la cabeza.
– Y más cabreado que una mona -añadió con una carcajada.
– Le paso -le anunciaron desde la centralita.
– ¿En qué puedo ayudarle? -preguntó una voz con acento gales.
– Soy el inspector Rebus de la Brigada Criminal escocesa -dijo, haciendo un guiño a Hogan por la mentira que decía para darse más importancia.
– Diga, inspector.
– ¿Quién está al habla?
– El inspector Morgan.
– Le llamo en relación con el informe que hemos recibido esta mañana…
– Diga.
– Un informe sobre Sakiji Shoda.
– Lo habrá enviado mi jefe.
– No acabo de explicarme en qué sentido puede interesarles.
– Inspector, soy especialista en vory v zakone.
– Ah, clarísimo.
Morgan contuvo la risa.
– Ladrones en lenguaje cifrado, es decir la mafiya.
– ¿La mafia rusa?
– Eso es.
– A ver si me lo explica. ¿Qué tiene eso que ver con…?
– ¿Por qué quiere saberlo?
Rebus dio un sorbo al café.
– Es que aquí tenemos un problemita con la Yakuza. De momento, hay una víctima y me da la impresión de que Shoda es el jefe del muerto.
– ¿Y ha venido para algún tipo de cometido oficioso?
– En Escocia aún no hemos entrado en esa fase, inspector Morgan.
– Bueno, perdone por haber anticipado acontecimientos.
– El caso es que tenemos también un gángster ruso. Bueno, a decir verdad, checheno.
– ¿Jake Tarawicz?
– Ah, ¿lo conoce?
– Es mi trabajo, hijo.
– Bien, con la Yakuza y los chechenos en la ciudad…
– La tragedia está servida. Entiendo. Escuche… ¿Me da su número de teléfono y le llamo dentro de cinco minutos? Tengo que recabar unos datos.
Rebus le dio el número y aguardó los cinco minutos.
– Ha estado comprobando mi identidad -comentó Rebus al gales nada más descolgar.
– Hay que ser precavido. Ha sido una pillería por su parte decirme que era de la Brigada Criminal.
– Bueno, pongamos que estoy en el escalafón previo. ¿Puede darme algún dato?
Morgan lanzó un hondo suspiro.
– Nosotros descubrimos mucho dinero negro por todo el mundo.
Rebus no encontraba un papel para anotar y Hogan le pasó un bloc.
– Tenemos, por poner un ejemplo -continuó Morgan-, la antigua Asia soviética, el mayor proveedor actual de opio puro. Y donde hay droga hay dinero para blanquear.
– ¿Y ese dinero viene a parar a Inglaterra?
– Camino de otro lugar. Hay empresas en Londres, bancos privados en Guernsey… El dinero va filtrándose y el blanqueo va en aumento. Con los rusos todos quieren hacer negocio.
– ¿Por qué?
– Porque allí hay ganancias por el dinero que entra de todas partes. Rusia es un inmenso bazar gigantesco donde se compran armas, géneros de imitación, dinero, pasaportes falsos, cirugía plástica… En Rusia se encuentra de todo y es un país con muchas fronteras y numerosos aeropuertos… Es ideal.
– Para el gansterismo internacional.
– Exacto. Y la mafiya ha establecido contacto con sus hermanos sicilianos, con la Camorra, con los calabreses… La lista sería interminable. Los delincuentes ingleses van allí de compras. Todos cortejan a los rusos.
– ¿Y ahora los tenemos aquí?
– Eso es. Se dedican a la extorsión, a la trata de blancas, al tráfico de drogas…
Prostitución y drogas: el área del señor Ojos Rosa y de Telford.
– ¿Hay pruebas de alguna conexión con la Yakuza?
– No que yo sepa.
– ¿Pero si ahora comienzan a venir a Inglaterra…?
– Será para asegurarse el control de las drogas y de la prostitución y para blanquear dinero.
Y la manera de hacerlo era a través de negocios legales como clubs de campo y similares, cambiando el dinero negro por fichas de juego en un casino como el Morvena.
Rebus sabía que la Yakuza se dedicaba a introducir obras de arte de contrabando en Japón y que el señor Ojos Rosa había ganado su primer dinero precisamente sacando de contrabando iconos de Rusia. Cuestión de atar cabos y relacionarlos con Tommy Telford.
¿Necesitaban el golpe de Maclean's? A él no se lo parecía. Entonces, ¿por qué Tommy Telford persistía en darlo? Dos posibles razones: por alardear o porque se lo habían ordenado a modo de una especie de rito iniciático… Si quería jugar con los grandes tenía que demostrar su valía. Le exigían que borrara a Cafferty del mapa y que llevase a cabo lo que pasaría a ser el mayor atraco en la historia de Escocia.
Pero Rebus tuvo una súbita inspiración.
Lo planeado no era que Telford tuviera éxito, sino que fracasara.
Tarawicz y la Yakuza le estaban tendiendo una trampa porque tenía algo que ellos ambicionaban: una red fija para el suministro de drogas, un imperio que se disponían arrebatarle. Miriam Kenworthy había comentado que corría el rumor de que la droga iba a parar al sur de Escocia. Lo que significaba que Telford tenía la mercancía…, algo que nadie sabía.
Con Cafferty fuera de juego se deshacían de la competencia y la Yakuza dispondría en Inglaterra de una base sólida, respetable, fiable. La fábrica de componentes electrónicos sería la tapadera ideal para la operación de blanqueo. Lo mirara como lo mirara, Telford era prescindible en todo aquel plan, un simple cero a la izquierda.
Precisamente lo que Rebus quería… pero no al precio que le pedían, i
– Gracias por la información -dijo y colgó; advirtió que Hogan t ya no escuchaba y estaba ausente-. Perdona que te haya aburrido.,
– No, ni mucho menos -replicó Hogan parpadeando-. Es que estaba pensando algo.
– ¿Qué?
– Que confundí a El Guapito con una mujer…
– No creas que habrás sido el único.
– Precisamente por eso.
– No acabo de entenderte…
– Esa mujer joven del restaurante… que acompañaba a Lintz -añadió Hogan encogiéndose de hombros-. Es mucho suponer, desde luego.
Rebus captó la idea.
– ¿Irían allí a hablar de negocios?
Hogan asintió con la cabeza.
– El Guapito dirige la red de prostitución de Telford.
– Y casi en persona el negocio de las azafatas más caras. Vale la pena comprobarlo, Bobby.
– ¿Qué te parece si le hacemos comparecer para interrogarle?
– Desde luego. Exagera en lo del restaurante, dile que disponemos de una identificación inequívoca. A ver cómo reacciona.
– ¿Igual que hicimos con Colquhoun? El Guapito lo negará.
– Pero con ello no queda descartado el hecho de que fuera él -dijo Rebus dando una palmadita a Hogan en el hombro.
– ¿Y tu llamada?
– ¿Mi llamada? -Rebus miró lo que había anotado. Gángsteres dispuestos a repartirse Escocia-. No es la peor noticia que recibo en mi vida.
– ¿Y te sirve de mucho la información?
– Me temo que no, Bobby -respondió Rebus poniéndose la chaqueta-. Me temo que no.
Al final de la farsa Rebus no había recibido el expediente del Cangrejo, pero sí una cruda e insultante llamada de Abernethy acusándole de obstrucción -realmente, el colmo- y hasta de racismo y otras lindezas. Había recuperado el coche. En el polvo del capó encontró escrito: CASO TERMINAL y LIMPIADO POR STEVIE WONDER. El Saab, ofendido, arrancó a la primera y dio muestras de haberse desprendido de gran parte del repertorio de traqueteos y vibraciones. Rebus lo llevó hasta su casa con las ventanillas abiertas para ventilar el olor a whisky de la tapicería.
Hacía una buena tarde con cielo despejado y había descendido la temperatura. El sol rojo del ocaso, tan vituperado por los automovilistas, ya se había ocultado tras los edificios. Rebus se acercó a la tienda de patatas fritas con la chaqueta desabrochada y compró una ración de pescado, dos panecillos con mantequilla y un par de latas de Irn-Bru. Una vez en casa, vio que no había nada interesante en la televisión y puso un disco de Van Morrison, Astral Weeks. Estaba tan rayado que daba pena.
En la primera canción sonaba el estribillo de «Volver a nacer» y pensó en el padre Leary sobreviviendo gracias a una nevera de medicamentos, pero luego pensó en Sammy, cubierta de electrodos y rodeada de aparatos como una víctima propiciatoria. Leary hablaba a menudo de la fe, pero no resultaba fácil tener fe en la raza humana, una especie que nunca aprendía, que aceptaba con indiferencia la tortura, el crimen, la destrucción. Abrió el periódico. Kosovo, Zaire, Ruanda, palizas de represalia en Irlanda del Norte. En Inglaterra, una joven asesinada y otra desaparecida, «motivo de preocupación», decían del caso. Había depredadores por todas partes. A poco que rasques la capa externa compruebas que el mundo ha progresado apenas unos pasos desde la edad de piedra.
Volver a nacer. …Pero a veces sólo se logra tras un bautismo de fuego.
En 1970, cuando él estaba en Belfast, a un soldado británico le volaron la cabeza de un tiro. Era un muchacho de diecinueve años, natural de Glasgow. En el cuartel, más que pesar se produjo un estallido de rabia porque nunca detendrían al asesino, que había huido al amparo de la oscuridad entre unos bloques de apartamentos de una barriada católica.
Al hecho se le dio la simple relevancia de una gacetilla en la sección de «Incidentes» del periódico.
Pero entre los militares provocó indignación.
Al jefe de la patrulla le apodaban el «Máquina». Era soldado de' primera, natural de un pueblo de Ayrshire; un individuo de pelo rubio corto, con aspecto de jugador de rugby, que se complacía en ordenarles ejercicios de gimnasia, aunque sólo fueran simples flexiones; y ponerles firmes. Él fue quien abrió la campaña de represalias en la que se suponía que nada tenían que ver los jefazos. Fue la válvula de escape a la frustración, a la presión acumulada en el confinamiento de aquel cuartel cercado por territorio enemigo. Como no era posible castigar al francotirador, el «Máquina» decidió culpabilizar a todo el vecindario: a la culpa colectiva se aplicaría justicia colectiva.
Su plan consistió en hacer una incursión en un bar que frecuentaba el IRA, un local donde se reunían sus simpatizantes para beber y conspirar, y el pretexto, que allí se había refugiado un paisano con pistola y había que hacer un registro. Fue una descarada operación de hostigamiento que culminó en una paliza al recaudador de fondos del IRA.
Rebus se avino a aquello… porque era colectivo. O participabas o eras un cobarde. Y Rebus no estaba dispuesto a verse despreciado por los demás.
En cualquier caso, él ya sabía que la diferencia entre buenos y malos se había vuelto borrosa y aquella incursión acabó por demostrarle que ni existía.
El Máquina irrumpió furioso vociferando como un poseso y echando fuego por los ojos, para emprenderla acto seguido a culatazos con los clientes, derribando mesas y rompiendo vasos. En un primer momento, los compañeros quedaron sobrecogidos por aquella violencia mirándose unos a otros, pero bastó que uno comenzara también a repartir golpes para que los demás le secundaran. Hicieron añicos el espejo de la barra, encharcaron el suelo de cerveza y los clientes gritaban y suplicaban arrastrándose a gatas sobre los vidrios rotos. El Máquina arrinconó al militante del IRA contra la pared, le dio un rodillazo en el bajo vientre, le retorció un brazo y le tiró al suelo, donde continuó propinándole culatazos, mientras irrumpían más soldados y frente al local se detenían varios carros blindados. Una silla fue a estrellarse en la estantería de los licores. El olor a whisky era sofocante.
Rebus, angustiado, intentó parar aquello a gritos hasta que finalmente tuvo que hacer un disparo al aire con el que logró que todos se quedaran paralizados… El Máquina dio un último puntapié a su víctima y salió del local. Los demás, tras un instante de vacilación, le siguieron. Con su intervención Rebus había demostrado que, a pesar de ser un simple soldado raso, era el líder natural del grupo.
Aquella noche hubo juerga en el cuartel y los compañeros le gastaron bromas por habérsele escapado el gatillo. Dieron cuenta de varias cajas de cerveza y se contaron anécdotas, ya de por sí exageradas, quedando aquel incidente convertido en mito y revestido de una grandeza que no tenía: convertido en una falsedad.
Semanas después, en las afueras de la ciudad junto a una granja entre colinas y prados, dentro de un coche robado, encontraron al militante del IRA muerto de un disparo. Se atribuyó su muerte a algún grupo paramilitar protestante, pero el Máquina, aunque sin confesar nada, cada vez que hablaban del incidente guiñaba un ojo y sonreía. Rebus no llegó a saber si era una bravata o es que realmente presumía de ser el autor. Él ya no tenía otra aspiración que marchar de allí, lejos del Máquina y de aquella ética de nuevo cuño, y como única salida recurrió a alistarse en las Fuerzas Especiales de Aviación. Por incorporarse a una unidad de élite nadie iba a tacharle de cobarde ni a pensar que desertaba.
Volver a nacer.
Había terminado la cara uno. Dio la vuelta al disco, apagó las luces y se sentó en el sillón. Sintió un escalofrío. Comprendía lo que generaba atrocidades como la de Villefranche y que en pleno siglo XX siguiesen perpetrándose en el mundo barbaridades así. Era consciente de la crueldad congénita del género humano y de que frente a tantos actos de barbarie de nada servían la valentía y la bondad.
Temía, además, que de haber sido su hija la víctima del francotirador él habría irrumpido también en el bar dándole al gatillo.
La banda de Telford actuaba como una tribu y confiaba en su jefe; pero Telford pretendía ahora aliarse con los grandes…
Sonó el teléfono y lo cogió.
– John Rebus -dijo.
– John, soy Jack.
Jack Morton. Rebus dejó la lata de agua mineral.
– Hola, Jack. ¿Dónde estás?
– En este apartamentito que tan amablemente me han facilitado nuestros amigos de Fettes.
– Para que cuadre con tu papel.
– Sí, supongo que sí. Aunque teléfono sí que tiene, pero es de monedas. -Hizo una pausa-. ¿Estás bien, John? Pareces… ido.
– Así es justamente como estoy, Jack. ¿Qué tal ese empleo de guardia de seguridad?
– Muy tranquilo, muchacho. Debería haberlo aceptado hace años.
– Espera a tener el retiro asegurado.
– Ah, eso sí.
– ¿Resultó bien la actuación de Marty Jones?
– Candidata a varios Osear. Estuvieron muy duros y cuando yo entré en la tienda tambaleante, el horrendo y el horrible se mostraron de lo más solícito y enseguida me hicieron las preguntas de rigor… No son muy sutiles.
– ¿No desconfiaron?
– Eso me preguntaba yo y me extrañó que diera un resultado tan rápido, pero creo que a ellos les hemos convencido. Engañar a su jefe es otra cuestión.
– Ahora le corre mucha prisa.
– ¿Con la guerra declarada?
– No creo que se trate únicamente de eso, Jack. Me parece que le apremian sus nuevos socios.
– ¿Los rusos y los japoneses?
– A mi entender le están tendiendo una trampa con Maclean's.
– ¿Tienes pruebas?
– Es una corazonada.
– Entonces, ¿en dónde me he metido? -preguntó Morton.
– Ve con cuidado, Jack.
– No hace falta que lo digas.
– ¿Cuándo crees que entrarán en contacto contigo?
– Me han seguido hasta donde vivo… Figúrate qué interés. Y ahora están ahí afuera.
– Deben de pensar que les convienes.
Rebus se imaginaba la situación: Dec y Ken querían a toda costa obtener un resultado rápido, por miedo a ser las próximas víctimas de Cafferty al estar tan lejos de Flint Street. Telford presionado por Tarawicz y, para mayor agobio, ahora el jefe de la Yakuza se presentaba en Edimburgo a exigir una prueba patente de que era un capo importante.
– ¿Y tú cómo estás, John? Hace tiempo que no nos vemos.
– Cierto.
– ¿Qué tal lo llevas?
– Sólo bebo refrescos, si te refieres a eso.
Y su coche con aquella peste a whisky que se le había metido en los pulmones.
– Cuelga, John, que llaman a la puerta. Más tarde te llamo.
– Ten cuidado.
La comunicación se interrumpió.
Rebus aguardó una hora, pero al ver que Morton no llamaba avisó a Claverhouse.
– No pasa nada -dijo Claverhouse-. Tararí y Tarará fueron a buscarle para acompañarle a algún sitio.
– ¿Tenéis vigilancia en el apartamento?
– La furgoneta de pintores está aparcada enfrente.
– ¿No sabéis dónde le llevan?
– Supongo que a Flint Street.
– ¿Y va sin protección?
– Acordamos que se hiciera de este modo.
– No sé…
– Gracias por el voto de confianza.
– Tú no estás en la línea de fuego, y fui yo quien le propuso, precisamente.
– Él sabe lo que se juega, John.
– En consecuencia, que ahora sólo cabe esperar que vuelva a casa o que acabe en el depósito.
– John, Calvino era un cómico comparado contigo.
Había agotado la paciencia de Claverhouse y pensó una réplica, pero se limitó a colgar sin decirle nada.
De pronto no aguantó a Van Morrison y puso un disco de Bowie, Aladdin Sane. Eran magníficas las discordancias pianísticas de Mike Garson, como si acompasaran sus pensamientos.
Tenía por testigos mudos a unas latas de zumo vacías y unas cajetillas de tabaco sin un solo cigarrillo. No sabía la dirección actual de Jack Morton; el único que podía dársela era Claverhouse y no quería reanudar la conversación. Quitó a David Bowie a la mitad de la primera cara y puso Quadrophenia. Leyó un comentario de la portada: «¿Esquizofrénico? Cuadrofénicamente dolorido». Más o menos como él.
Las doce y cuarto. Sonó el teléfono. Era Jack Morton.
– ¿Estás en casa sano y salvo? -preguntó Rebus.
– Vivito y coleando.
– ¿Has hablado con Claverhouse?
– Que espere. Vuelvo a llamarte como dije.
– Bueno, ¿qué te han propuesto?
– Realmente no ha sido más que un interrogatorio por parte de un tipo de pelo moreno rizado y teñido que llevaba vaqueros ajustados.
– El Guapito.
– Se maquilla.
– Eso parece. En resumen, ¿qué?
– He superado la segunda barrera, pero nadie ha mencionado todavía nada de lo que tengo que hacer. Hoy ha sido una especie de sesión introductoria. Querían saber mi vida y me han dicho que pueden solucionar mis preocupaciones monetarias si les ayudo a resolver un «problemita», según palabras de El Guapito.
– ¿Has preguntado cuál era el problema?
– No me lo ha dicho. Para mí que consultará con Telford para después sostener otra entrevista en la que me expongan el plan.
– ¿Irás con un micro?
– Sí.
– ¿Y si te registran?
– Claverhouse ha conseguido uno minúsculo de los que caben en un gemelo.
– ¿Y el personaje que encarnas gasta gemelos?
– Claro. Seguramente llevaré el transmisor camuflado en un bolígrafo de ejecutivo.
– Muy acertado.
– Pero estoy sin un céntimo.
– ¿Cómo era el ambiente?
– Tenso.
– ¿Viste a Tarawicz o a Shoda?
– No. Sólo a El Guapito y a la horrenda pareja.
– La parejita Tararí y Tarará, que dice Claverhouse.
– Es que es de cultura más clásica -comentó Morton haciendo una pausa-. ¿Has hablado con él?
– Al ver que tú no llamabas.
– Me conmueves. ¿Crees que dará la talla?
– ¿Claverhouse? -preguntó Rebus pensativo-. Estaría más tranquilo si yo dirigiese la operación. Pero no creo que sacara muchos votos.
– Yo no he dicho que fuera a votar en contra.
– Jack, eres todo un amigo.
– Los de Telford estarán comprobando mis datos, pero no hay ninguna fisura y creo que me aprobarán.
– ¿Qué han preguntado de tu súbita llegada a Maclean's?
– Les he dicho que me han trasladado de otra fábrica. Si lo comprueban, verán que estaba en plantilla -Morton hizo otra pausa-. Oye, quiero que me digas…
– ¿Qué?
– El Guapito me ha dado un anticipo de cien libras. ¿Qué hago con ellas?
– Eso queda entre tú y tu conciencia, Jack. Hasta pronto.
– Buenas noches, John.
Por primera vez desde hacía tiempo Rebus fue a acostarse en la cama y durmió profundamente y sin soñar.
Cuando Rebus llegó por la mañana al hospital vio a los médicos en bata blanca alrededor de la cama de Sammy tomándole el pulso y enfocándole lucecitas en los ojos. Estaban preparando otro encefalograma y una enfermera desenredaba los delgados cables de color de los electrodos. Rhona tenía aspecto de haber pasado la noche en vela y nada más verle se puso en pie de un salto y corrió hacia él.
– ¡John, se ha despertado!
Él se acercó a la cama.
– ¿Cuándo?
– Esta noche.
– ¿Por qué no me llamaste?
– Lo intenté cuatro veces y comunicabas. Llamé a Patience y no contestaba.
– ¿Cómo fue? -preguntó mirando a Sammy y viéndola como siempre.
– Abrió los ojos… No de pronto, sino moviendo primero el globo ocular con los párpados cerrados. Pero de pronto los abrió.
Rebus advirtió que su presencia era una molestia para el personal médico. La mitad de su ser quería gritar «¡Somos los padres, joder!», pero la otra mitad anhelaba que hiciesen todo lo posible para que su hija recobrara el conocimiento. Cogió a Rhona por el hombro y salieron al pasillo.
– ¿Te… te miró? ¿Te dijo algo?
– Sólo miró al techo, al tubo fluorescente. Luego, creí que iba a parpadear pero volvió a cerrar los ojos y no los ha vuelto a abrir -dijo Rhona rompiendo a llorar-. Fue como… perderla otra vez.
Rebus la abrazó y ella se apretó contra él.
– Lo ha hecho una vez -le dijo él al oído- y ya verás como vuelve a hacerlo.
– Eso ha dicho uno de los médicos. Dice que es «muy esperanzador». ¡Oh, John tenía ganas de decírtelo! ¡Quería decírselo a todo el mundo!
Y él cargado de trabajo: Claverhouse, Jack Morton. Además, Sammy estaba como estaba por su culpa. Sammy y Candice eran como dos piedras lanzadas a un charco, pero ahora la amplitud de las ondas era tal que casi había olvidado el centro, el punto inicial. Igual que cuando se casó y el trabajo le absorbía como un fin en sí mismo. Y, además, aquel reproche de Rhona: «Te has aprovechado de todas tus relaciones».
Volver a nacer.
– Lo siento, Rhona -dijo.
– ¿Puedes decírselo a Ned? -replicó ella, echándose a llorar de nuevo.
– Anda -dijo él-, vamos a desayunar. ¿Llevas aquí toda la noche?
– No podía marcharme.
– Lo comprendo.
La besó en el cuello.
– El del coche…
– ¿Qué?
– Ya me da igual -dijo ella mirándole-. No me importa quiénes hayan sido ni que los cojan. Lo único que quiero es que Sammy despierte.
Rebus asintió con la cabeza, le dijo que la invitaba a desayunar y siguió hablando sin pensar realmente lo que contaba, pero sin dejar de darle vueltas a lo que ella acababa de decir: «No me importa quiénes hayan sido ni que los cojan…».
Por mucho que lo repitiese para sus adentros no lograba que le pareciese una claudicación.
En St. Leonard dio la noticia a Ned Farlowe y éste pidió que le permitiera ir al hospital pero Rebus se negó y le dejó llorando en la celda. En la mesa le esperaba el expediente de El Cangrejo.
William Andrew Colton, alias «El Cangrejo». Un chulo ya en su primera juventud; cumplía los cuarenta el 5 de noviembre, festividad de Guy Fawkes. Rebus no había tropezado mucho con él durante sus andanzas por Edimburgo, donde al parecer el Cangrejo había vivido un par de años en la década de los ochenta y después otros dos en la de los noventa, época en que Rebus fue testigo de cargo en un juicio por asociación criminal del que salió absuelto. En 1983 se vio implicado en una pelea en un pub, cuyo saldo fue un hombre en coma y la novia de éste con sesenta puntos en la cara; de sobra para tejer un par de manoplas.
El Cangrejo había desempeñado diversos trabajos: gorila, guardaespaldas y peón. Hacienda le había denunciado en 1986, y en 1988 se encontraba en la costa oeste, donde debió de conocer a Tommy Telford, quien al apreciar su capacidad muscular le colocó de portero en su club de Paisley. Más derramamiento de sangre y nuevas acusaciones que quedaron en nada. El Cangrejo siempre había tenido suerte, esa clase de suerte que impide en todas partes la labor de la policía: testigos amedrentados que no comparecen, se retractan o se niegan a aportar pruebas. El Cangrejo casi nunca llegaba al juicio. Había purgado tres condenas con un total de veintisiete meses en toda una carrera que ahora entraba en su cuarta década. Rebus repasó la documentación, cogió el teléfono y llamó al departamento de policía de Paisley. Habían trasladado a Motherwell a quien él quería consultar. Llamó allí y por fin le pusieron con el sargento Ronnie Hannigan y le explicó lo que quería.
– La verdad es que leyendo entre líneas da la impresión de que el Cangrejo tiene más en su haber de lo que figura en la ficha.
– Tiene razón -dijo Hannigan con un carraspeo-, hubo acusaciones que nunca se le pudieron probar. ¿Dice usted que anda ahora por el sur de Escocia?
– Telford le colocó con un gángster de Newcastle.
– Las tendencias criminales propician el viaje. Bien, esperemos que se lo queden allí. Aquí sembró el terror él sólito, y no exagero. Seguramente ha sido el motivo de que Telford se lo encajara a otro. El Cangrejo se había desmandado. Mi impresión es que Telford le encomendó un asesinato, pero el Cangrejo no lo hizo bien y tuvo que sacárselo de encima.
– ¿Dónde fue?
– En Ayr. Debió de ser hace… unos cuatro años. Existía un tráfico de droga descarado, principalmente en un club cuyo nombre no recuerdo. No sé qué sucedió; tal vez fuese por algún trato incumplido o porque alguien se quedaba con mercancía. En resumen, que hubo una reyerta por cuestión de droga fuera del club y a uno le rajaron la cara de un navajazo.
– ¿Se sospechó del Cangrejo?
– Pero tenía una coartada, naturalmente, y fue como si los testigos oculares sufrieran ceguera temporal. Parecido a una historia de Expediente X.
Un navajazo a la puerta de un club… Rebus tamborileó con el bolígrafo en la mesa.
– ¿Se sabe cómo huyó el agresor?
– En moto. Al Cangrejo le gustan las motos. El casco es ideal para camuflarse.
– Hemos tenido aquí hace poco una agresión muy parecida. Un tipo en moto agredió a un traficante delante de un club de Tommy Telford, pero se cargó al gorila de la puerta.
Una agresión en la que Cafferty dijo que no estaba implicado…
– Ya, pero usted mismo acaba de decirme que el Cangrejo está en Newcastle.
Sí, y quietecito… sin atreverse a volver al norte, por advertencia de Tarawicz de que en Edimburgo estaban las cosas feas y podían reconocerle.
– ¿Qué distancia habrá hasta Newcastle?
– Un par de horas, quizá.
– Que en moto se cubren rápido. ¿Algún dato más?
– Pues que Telford probó a que el Cangrejo se encargara de la furgoneta, pero no dio resultado.
– ¿Qué furgoneta?
– La camioneta de helados.
Poco faltó para que a Rebus se le cayera el teléfono de la mano.
– Explíquese -dijo.
– Mire, los muchachos de Telford vendían droga con una camioneta de helados. Lo llamaban el «especial de cinco libras». Por cinco libras vendían un helado en un cucurucho de barquillo con una bolsita de plástico dentro…
Rebus dio las gracias a Hannigan y colgó. Especial de cinco libras: el señor Taystee con su particular clientela que hasta en invierno tomaba helados. Paradas diurnas junto a los colegios y puesto nocturno delante de los clubs de Telford. Un menú de cinco libras, del que Telford se llevaría su parte… Aquel Mercedes reluciente había sido el gran error del señor Taystee; los contables de Telford no tardaron mucho en descubrir que sisaba y Telford decidió escarmentarlo.
Todo concordaba. Hizo girar el bolígrafo sobre la mesa, lo cogió y llamó a Newcastle.
– Qué agradable sorpresa -dijo Miriam Kenworthy-. ¿Ha aparecido tu amiga?
– Está aquí, en Edimburgo.
– Estupendo.
– Pero a remolque del señor Ojos Rosa.
– Ah, no tan estupendo. Ya me preguntaba yo dónde andaría ése.
– Y no ha venido a hacer turismo.
– Ya me imagino.
– Por eso te llamo.
– Ah…
– He pensado si no habrá estado implicado alguna vez en agresiones con machete.
– ¿Con machete? Vamos a ver… -Se hizo una pausa tan larga que Rebus pensó que se había cortado la comunicación-. Ahora que lo dices, me suena de algo. Espera que aparezca en pantalla. -La oyó teclear los comandos mientras él se mordía el labio inferior casi hasta hacerse sangre-. Dios, sí -dijo ella-. Hace casi un año hubo una pelea en un barrio entre bandas rivales, según se dijo; pero era de dominio público lo que había detrás: drogas e invasión de territorio.
– Y donde hay drogas está Tarawicz.
– Se rumoreó que sus hombres estaban implicados.
– ¿Y utilizaron machetes?
– Uno de ellos. Su nombre es Patrick Kenneth Moynihan, a quien todos llaman «PK».
– ¿Puedes darme su descripción?
– Puedo mandarte la foto por fax. Bien; es alto y fornido, moreno, con pelo rizado y barba.
No era de los que acompañaban a Tarawicz. En Newcastle se habían quedado dos de los mejores matones del señor Ojos Rosa. Rebus apuntó a PK como uno de los agresores de Paisley. Cafferty volvía a quedar descartado.
– Gracias, Miriam. Oye, en cuanto a aquel rumor que me dijiste…
– ¿Qué rumor?
– Que Telford era proveedor de Tarawicz y no al revés, ¿tienes algún dato que lo confirme?
– Seguimos al señor Ojos Rosa y sus hombres en un par de excursiones al continente, pero volvieron limpios.
– Os llevaron al huerto.
– Y tuvimos que comenzar a partir de cero.
– ¿Dónde obtenía Telford la droga?
– Hasta ahí no llegamos.
– Bueno, gracias de nuevo…
– Oye, no me dejes a medias. ¿De qué se trata?
– De una rata. Adiós, Miriam.
Rebus fue a por un café, echó azúcar sin querer y llevaba la mitad bebido cuando se dio cuenta. Tarawicz atacaba a Telford y éste echaba la culpa a Cafferty. El resultado sería la ruina de Cafferty y el debilitamiento de Telford. Luego, Telford daría el golpe de Maclean's pero habría un chivatazo…
Y entonces, Tarawicz ocupaba las casillas. Ése era el plan desde un principio. Bluesbreakers: Tiempo de engaño. Hostia, era ingenioso: enfrentar a dos rivales en una guerra y esperar a que se destrocen…
Pero el premio era algo que Rebus no acababa de ver claro. Tenía que ser algo importante. En teoría, Tarawicz obtenía la droga no en Londres, sino en Escocia por medio de Tommy Telford.
¿Qué sabía Telford? ¿Qué es lo que le confería tanto valor como intermediario? ¿Tenía algo que ver con Maclean's? Rebus fue a por otro café y se tragó tres paracetamoles. Su cabeza estaba a punto de estallar. De nuevo en la mesa, telefoneó a Claverhouse pero no lo encontró. Lo llamó por el busca y enseguida sonó el teléfono.
– Estoy en la camioneta -dijo Claverhouse.
– Tengo que decirte algo.
– ¿Qué?
Rebus quería saber cómo iba la operación e intervenir en ella.
– Pero cara a cara. ¿Dónde estáis aparcados?
– Cerca de… la tienda -respondió Claverhouse no muy predispuesto.
– ¿En la camioneta de pintor blanca?
– No me parece conveniente que…
– ¿Quieres que te diga lo que sospecho o no?
– Anticípame algo.
– Con ello se aclara todo -mintió Rebus.
Claverhouse le instó a que diera más detalles pero Rebus no soltó prenda. Claverhouse lanzó un suspiro exagerado y accedió.
– Estoy ahí dentro de media hora -dijo Rebus, colgó y miró a su alrededor-. ¿Alguien tiene aquí un mono?
– Buen disfraz -comentó Claverhouse cuando Rebus se acomodó en el asiento delantero.
Ormiston hacía de chofer y tenía una tartera de plástico abierta; el vaho de un termo había empañado el parabrisas. La parte de atrás del vehículo la llenaban botes de pintura, brochas y otros utensilios. En la baca había una escalera y tenían otra más apoyada en la pared del edificio junto al cual estaban aparcados; ellos dos llevaban monos manchados de pintura. El que se había procurado Rebus era azul y ajustado de medio cuerpo para arriba. Dentro de la furgoneta se desabrochó los primeros botones.
– ¿Hay alguna novedad?
– Por la mañana Jack ha entrado en la tienda dos veces -dijo Claverhouse-. Una a por tabaco y un periódico y la otra a por una lata de zumo y un panecillo.
– Él no fuma.
– En esta operación, sí, porque le sirve de excusa ideal para ir a la tienda.
– ¿No ha hecho ninguna señal?
– ¿Qué quieres, que lleve un banderín? -replicó Ormiston esparciendo con un resoplido partículas de pasta de pescado.
– Era una simple pregunta -dijo Rebus consultando el reloj-. ¿Queréis tomaros un descanso alguno de los dos?
– No hace falta -dijo Claverhouse.
– ¿Dónde está Siobhan?
– Haciendo trabajos burocráticos -respondió Ormiston con una sonrisa-. ¿Has visto alguna vez una mujer pintora?
– ¿Tanto has trabajado tú de pintor, Ormie?
El comentario arrancó una sonrisa en Claverhouse.
– Bien, John -dijo-, ¿qué es lo que querías decirnos?
Rebus se lo explicó sin rodeos y vio cómo aumentaba el interés de Claverhouse.
– ¿Así que Tarawicz trata de engañar a Telford? -añadió Ormiston al final.
– Es lo que yo creo -dijo Rebus encogiéndose de hombros.
– ¿ Y por qué demonios nos hemos molestado en ponerles un cebo? Dejemos que sigan con su plan.
– De ese modo no cogeríamos a Tarawicz -dijo Claverhouse reflexivo, entornando los ojos-. Telford cae en la trampa, él se va de rositas porque a Telford lo trincan, y no habremos hecho más que cambiar un delincuente por otro.
– Y uno de peor especie, además -apostilló Rebus.
– ¡Pero bueno! ¿Es que Telford es Robin Hood?
– No, pero al menos con él sabemos a qué atenernos.
– Y los jubilados de sus apartamentos le adoran -añadió Claverhouse.
Rebus pensó en la señora Hetherington preparada para su viaje a Holanda y cuya única preocupación era tener que ir a Inverness a tomar el avión… Sakiji Shoda había volado de Londres a Inverness…
De pronto soltó la carcajada.
– ¿Qué es lo que tiene tanta gracia?
Rebus meneó la cabeza de un lado a otro sin dejar de reír, enjugándose las lágrimas. No, de gracioso no tenía nada.
– Podríamos decirle a Telford lo que sabemos -dijo Claverhouse, mirando a Rebus de reojo- para enfrentarle a Tarawicz y que se destrocen.
Rebus asintió y respiró hondo.
– Desde luego, es una opción.
– Dime otra.
– Luego -contestó Rebus abriendo la portezuela.
– ¿Adonde vas? -preguntó Claverhouse.
– A tomar un avión.
Pero en realidad fue en coche; fue un viaje largo hacia el norte hasta Perth y luego hasta los Highlands por una carretera que algunas veces quedaba cortada durante los días más crudos del invierno. No era tan mala pero había mucho tráfico y apenas adelantaba a un camión cuando se encontraba con otro, pero daba las gracias porque habría podido ser peor de haberse topado con los remolques veraniegos que formaban atascos kilométricos.
Cerca de Pitlochry adelantó a un par de remolques holandeses. La señora Hetherington había dicho que no era temporada para viajar a Holanda, que la mayoría de gente de su edad iba en primavera para embriagarse con el aroma de los tulipanes. Pero ella no, claro; la oferta de Telford era cuando él decía, y seguramente hasta la proveería de dinero para sus pequeños gastos diciéndole que lo pasara bien y que no se preocupase de nada.
Cerca ya de Inverness había otra vez dos carriles. Llevaba al volante más de dos horas. Tal vez Sammy había vuelto a despertarse; Rhona tenía el número de su móvil. Vio el indicador de Aeropuerto en las afueras de la ciudad. Encontró aparcamiento, estiró las piernas y arqueó la espalda hasta sentir crujir las vértebras y se dirigió a la terminal a preguntar por Seguridad. Le atendió un calvito con gafas; Rebus dijo quién era y el hombre le ofreció café, pero ya estaba bastante nervioso de la tensión al volante y le explicó directamente qué quería. Localizaron por fin a una oficial de Aduanas. Mientras cruzaba las dependencias Rebus apreció que la operación de control no debía de ser muy voluminosa. La oficial era una mujer de treinta y tantos años, de mejillas sonrosadas y pelo negro rizado y tenía en la frente un antojo morado grande como una moneda que parecía un tercer ojo.
– Acabamos de inaugurar vuelos directos internacionales -dijo en respuesta a la pregunta de Rebus- y la verdad no me lo explico.
– ¿Por qué?
– Porque al mismo tiempo han reducido personal.
– ¿En Aduanas?
Ella asintió con la cabeza.
– ¿Tienen problemas con la droga?
– Naturalmente. -Hizo una pausa-. Y con todo lo demás.
– ¿Hay desde aquí vuelos a Amsterdam?
– Los habrá.
– ¿De momento no?
Ella se encogió de hombros.
– Se puede volar a Londres y desde allí a Amsterdam.
Rebus se quedó pensativo.
– Hace unos días hubo un pasajero que llegó de Japón a Heathrow donde tomó un avión para Inverness.
– ¿Estuvo algún tiempo en Londres?
Rebus negó con la cabeza.
– Tomó el primer vuelo de enlace.
– Sí, los enlaces internacionales.
– Lo que significa…
– Que cargan el equipaje en Japón y lo entregan en Inverness.
– ¿Para pasar aquí por la aduana?
Ella asintió con la cabeza.
– ¿Y si el vuelo llega en un momento… de agobio?
Ella se encogió de hombros.
– Hacemos lo que podemos, inspector.
Claro. Rebus se lo imaginaba: una oficial de Aduanas sola, con cara de sueño, en sus horas bajas…
– Así que las maletas cambian de avión en Heathrow sin que nadie las mire.
– Eso es.
– ¿Y si se vuela desde Holanda a Inverness a través de Londres?
– Igual.
Ahora entendía la astucia de Tommy Telford. Era él quien abastecía de droga a Tarawicz y Dios sabe a cuántos más. Sus viejecitos la pasaban por la aduana de noche o a primera hora de la mañana. No resultaría muy difícil camuflar algo en una maleta. Y luego los hombres de Telford estarían esperando a los ancianos para llevarlos a Edimburgo y al recoger el equipaje extraían la mercancía.
Pensionistas utilizados como porteadores de droga sin saberlo. Era un hallazgo.
Por tanto, Shoda no había volado a Inverness para disfrutar de la oferta turística, sino para comprobar la facilidad con que se introducía la droga gracias al ingenioso método de Telford; un sistema rápido y eficaz con un riesgo mínimo. Se echó de nuevo a reír sin poderlo evitar. En los Highlands comenzaban a tener problemas de drogas a causa de los jóvenes desarraigados y los trabajadores del petróleo con buenos sueldos. Rebus había desbaratado a principios de verano una banda que traficaba en las plataformas petrolíferas del nordeste, y ahora aparecía allí Tommy Telford.
A Cafferty no se le habría ocurrido aquello. Cafferty no hubiera tenido semejante osadía. Pero Cafferty actuaría con mayor discreción sin lanzarse a ampliar y a buscar nuevos socios.
En ciertos aspectos, Telford seguía siendo un crío; prueba de ello era aquel osito del Range Rover.
Rebus dio las gracias a la oficial de Aduanas y fue a buscar algo de comer. Aparcó en el centro para tomar una hamburguesa; se acomodó a una mesa junto a una ventana y se puso a repasar el asunto. Quedaban ciertas cosas que no acababa de entender, pero no importaba.
Hizo dos llamadas: al hospital y a Bobby Hogan. Sammy seguía sin despertar y Hogan iba a interrogar a El Guapito a las siete. Le dijo que él estaría presente.
El tiempo fue bueno durante el viaje de regreso al sur y el tráfico aceptable. Al Saab parecían sentarle bien los viajes largos o quizá fuese que a ciento treinta por hora el ruido del motor acallaba sus traqueteos y vibraciones.
Fue directamente a la comisaría de Leith y al mirar el reloj vio que llegaba con un cuarto de hora de retraso, pero no tenía importancia porque aún no había empezado el interrogatorio. Acompañaba a El Guapito el abogado para todo Charles Groal y con Hogan había otro policía, el agente James Preston. Tenían la grabadora preparada y Hogan parecía nervioso, pensando tal vez lo aventurado de aquella iniciativa y más en presencia de un abogado. Rebus le hizo un guiño para tranquilizarle y se excusó por el retraso. La hamburguesa se le había indigestado y el café con que la acompañó no le había aplacado los nervios precisamente. Tuvo que apartar de su pensamiento el asunto de Inverness con sus implicaciones para concentrarse en El Guapito y Joseph Lintz.
El Guapito estaba tranquilo en apariencia. Vestía un traje color grafito con camisa amarilla, calzaba unas botas de ante negro de puntera exagerada y olía a loción cara. Sobre la mesa había dejado unas Ray-Ban con montura de carey y las llaves del coche. Rebus sabía que, como todos los de la banda de Telford, tenía un Range Rover, pero aquel llavero exhibía el emblema de Porsche y precisamente él había aparcado detrás de un 944 azul cobalto. El Guapito tenía su personalidad…
Groal iba provisto de su cartera, que tenía abierta en el suelo junto a la silla, y en la mesa había dejado un bloc tamaño folio de rayas con un grueso bolígrafo Mont Blanc.
Abogado y cliente desprendían olor a dinero fácil. El Guapito lo utilizaba para darse importancia, pero Rebus tenía constancia de sus orígenes humildes de clase obrera y de su dura infancia en Paisley.
Hogan nombró a los presentes para la grabadora y miró sus anotaciones.
– Señor Summers… -dijo, dirigiéndose a El Guapito por su apellido-, ¿sabe por qué está aquí?
El Guapito hizo una O con sus labios relucientes y miró al techo.
– El señor Summers -terció Charles Groal- me ha hecho saber que está dispuesto a colaborar, inspector Hogan, pero querría que le indicase de qué se le acusa y con qué fundamento.
Hogan miró impasible a Groal.
– ¿Quién ha dicho que se le acusa de algo?
– Inspector, el señor Summers trabaja para Thomas Telford y me consta el acoso a que le somete la policía…
– Sin ninguna relación conmigo ni con esta comisaría, señor Groal -replicó Hogan haciendo una pausa-. Esta investigación no tiene nada que ver con ese asunto.
Groal parpadeó seis veces seguidas y miró a El Guapito, que en aquel momento estaba abstraído contemplando la puntera de sus botas.
– ¿Quiere que responda? -preguntó a su abogado.
– Bueno, es que… no sé si…
El Guapito le interrumpió con un gesto de la mano y miró a Hogan.
– Pregunte.
Hogan hizo como si repasara de nuevo sus notas.
– ¿Sabe por qué está aquí, señor Summers?
– A causa de la difamación que representa el hostigamiento a mi empresario -respondió sonriente a los tres policías-. Seguro que pensaban que no conocía la palabra «difamación». El inspector Rebus no es de esta comisaría -añadió clavando la ojos en Rebus y mirando a continuación a Groal.
– Es cierto -intervino Groal-. Inspector, ¿puede decirme con qué autoridad asiste a este interrogatorio?
– Ya aclararemos eso -dijo Hogan-, si permiten que comencemos.
Groal carraspeó sin añadir nada más y Hogan aguardó unos segundos para empezar.
– Señor Summers, ¿conoce a un tal Joseph Lintz?
– No.
Se hizo otro silencio más prolongado y Summers cruzó las piernas, miró a Hogan y parpadeó hasta que le apareció un tic en un ojo. Lanzó un resoplido y se restregó la nariz como dando a entender que aquello no tenía importancia.
– ¿No ha hablado nunca con él?
– No.
– ¿El nombre no le dice nada?
– Ya me interrogó sobre lo mismo anteriormente y ahora le contesto igual que en aquella ocasión: no lo he visto nunca -respondió El Guapito irguiéndose levemente en la silla.
– ¿Nunca ha hablado con él por teléfono?
Summers miró a Groal.
– ¿No se lo ha dicho claramente mi cliente, inspector?
– Quisiera que contestara.
– No lo conozco -dijo Summers simulando que volvía a relajarse-. Nunca he hablado con él -añadió mirando de nuevo a Hogan sin alterarse.
De aquellos ojos no emanaba más que interés propio, egoísmo. Rebus pensó por qué apodarían «Guapito» a aquel individuo de aspecto tan repugnante.
– ¿No le telefoneó al… establecimiento?
– Yo no tengo ningún establecimiento.
– Esa oficina que comparte con su empresario.
El Guapito sonrió. Le gustaban esa clase de expresiones «el establecimiento», «su empresario». Aunque nadie ignoraba la verdad, les seguían el juego… y a él le gustaban los juegos.
– Ya le he dicho que nunca hablé con él.
– Es curioso que en la compañía telefónica conste lo contrario.
– Puede tratarse de un error.
– Lo dudo, señor Summers.
– Escuche, esto ya lo hemos hablado -replicó El Guapito inclinándose hacia delante en la silla-. Tal vez se equivocara de número, o hablaría con alguien de la oficina y le dirían que se había equivocado de número -añadió abriendo los brazos-. Esto es absurdo.
– Coincido con mi cliente, inspector -dijo Charles Groal, anotando algo-. ¿Adonde nos lleva esto?
– Nos lleva, señor Groal, a una identificación del señor Summers.
– ¿Dónde y por parte de quién?
– En un restaurante en compañía del señor Lintz. Ese mismo señor Lintz que dice no conocer ni haber hablado con él nunca.
Rebus advirtió cierta vacilación en el rostro de El Guapito. Vacilación más que sorpresa. Y no lo negaba de inmediato.
– Una identificación por parte de un miembro del personal de ese restaurante -prosiguió Hogan-, corroborada por un comensal.
Groal miró a su cliente, que no decía palabra, pero por el modo de clavar la vista en la mesa Rebus pensó que iba a salir humo de ella.
– Oiga, inspector -dijo Groal-, esto es inadmisible.
Pero a Hogan le tenía sin cuidado el abogado. Ahora se trataba de un duelo entre él y El Guapito.
– ¿Qué me dice, señor Summers? ¿Desea revisar su versión de los acontecimientos? ¿De qué habló usted con el señor Lintz? ¿Buscaba compañía femenina? Tengo entendido que es su especialidad.
– Inspector, insisto…
– Deje de insistir, señor Groal, porque no por ello cambiarán los hechos. No sé lo que el señor Summers alegará ante un tribunal cuando le pregunten a propósito de la llamada telefónica y de la entrevista… y cuando lo reconozcan los testigos. Supongo que tendrá un buen repertorio de coartadas, pero deberá exponer una que realmente tenga algún sentido.
Summers dio un palmetazo en la mesa con las dos manos, casi poniéndose en pie. No tenía un gramo de grasa y en el dorso de sus manos resaltaban las venas.
– Ya le he dicho que nunca le vi ni hablé con él. Punto, se acabó, finito. Si tiene testigos, mienten. Quién sabe si no les ha aconsejado usted mismo que mientan. No tengo nada que añadir -espetó repanchigándose en la silla con las manos en los bolsillos.
– Me han contado -intervino Rebus como tratando de animar una charla decaída entre amigos- que se encarga de las chicas más caras del mercado, las de tres cifras, no las que hacen mamadas.
El Guapito torció el gesto y negó con la cabeza.
– Inspector -terció Groal-, no puedo consentir que prosigan con esta clase de difamaciones.
– ¿Qué quería Lintz? ¿Tenía gustos caros?
El Guapito siguió negando con la cabeza y pareció que iba a decir algo, pero se echó a reír.
– Quisiera recordarles -continuó Groal sin que nadie le hiciera caso- que mi cliente ha colaborado sin reservas a lo largo de este intolerable…
Rebus cruzó la mirada con El Guapito y la sostuvo. Era bastante elocuente…, tan elocuente que casi lo decía todo. Rebus recordó el trozo de cuerda en casa de Lintz.
– ¿Le gustaba atarlas, verdad? -preguntó haciendo énfasis en cada palabra.
Groal se puso en pie levantando a Summers de la silla.
– ¿A que sí, Brian?
– Gracias, señores -añadió Groal guardando el bloc en la cartera-. Si encuentran alguna pregunta que merezca que mi cliente les dedique su tiempo, les ayudaremos gustosamente. De lo contrario, les aconsejo que…
– ¿Eh, Brian?
El agente Preston había desconectado la grabadora y se disponía ya a abrir la puerta. El Guapito cogió las llaves del coche y se puso las Ray-Ban.
– Caballeros -dijo-, ha sido muy instructivo.
– Era sadomasoquista -insistió Rebus mirando a Summers de hito en hito-. ¿Las ataba?
El Guapito lanzó un resoplido, negó con la cabeza una vez más y, en el momento en que su abogado le instaba a salir, dijo en voz baja a Rebus:
– Era para él.
«Era para él.»
Rebus fue al hospital y estuvo veinte minutos con Sammy. Veinte minutos para meditar y despejarse la cabeza. Veinte minutos para recuperarse al final de los cuales apretó la mano de su hija.
– Gracias por abrir los ojos -dijo.
En el piso pensó en prescindir del contestador automático hasta después de darse un baño, pues tenía hombros y espalda doloridos del viaje a Inverness, pero al final pulsó el botón: «Voy a reunirme con TT. Nos vemos después a las diez y media en el Oxford si puedo. Deséame suerte»; era la voz de Jack Morton.
No compareció hasta las once.
En el salón de atrás sonaba música folk y en el de la entrada se habría podido estar tranquilo de no haber sido por dos bocazas que debían de llevar allí desde la hora del cierre de oficinas. Iban trajeados con el periódico en el bolsillo y bebían gin-tonic.
Rebus preguntó a Morton qué tomaba.
– Zumo de naranja con gaseosa.
– Bien, ¿qué tal fue?
Rebus pidió la consumición de Morton; él había tomado dos Cocacolas en veinte minutos y ahora tenía un café delante.
– Parecen decididos.
– ¿Quién acudió a la reunión?
– Los de la tienda, Telford y un par de sus hombres.
– ¿Funcionó el transmisor?
– De primera.
– ¿Te registraron?
Morton negó con la cabeza.
– No se tomaron la molestia. Parecían preocupados por algo. ¿Te explico el plan? -Rebus asintió con la cabeza-. A media noche llegará un camión a la fábrica para que yo abra las puertas alegando que me ha llamado mi jefe dando el visto bueno.
– Pero él no te habrá llamado.
– Exacto. Será alguien haciéndose pasar por él y es lo que yo tengo que declarar a la policía.
– Te haremos cantar.
– Ya te digo, John, que el plan no está muy perfilado. Lo que sí creo es que han comprobado los datos de mi cobertura y han quedado contentos.
– ¿Quién irá en el camión?
– Diez hombres armados hasta los dientes. Mañana entregaré a Telford un plano general y le diré el número de vigilantes, el tipo de sistema de alarma…
– ¿Tú qué ganas?
– Cinco de los grandes. Él dice que no está nada mal puesto que cubre mis deudas y me queda un buen pico.
Cinco de los grandes; la misma cantidad retirada por Lintz del banco…
– ¿No sospechan nada?
– Han registrado el apartamento de arriba abajo.
– ¿Y no te han seguido hasta aquí?
Morton negó con la cabeza y Rebus pasó a contarle lo que había averiguado y lo que sospechaba. Morton le escuchó pensativo y Rebus le preguntó:
– ¿Qué plan tiene Claverhouse?
– Lo que hemos grabado sirve de prueba porque se oye la voz de Telford y a mí llamándole señor Telford al principio y después Tommy varias veces, por lo que no hay ninguna duda de que se trata de él. Pero… Claverhouse quiere capturar a toda la banda con las manos en la masa.
– «Hay que hacerlo bien.»
– Sí, es su latiguillo.
– ¿Cuándo será el golpe?
– El sábado, si no surgen imprevistos.
– ¿Qué te apuestas a que recibimos el soplo el viernes?
– Si tu teoría es correcta.
– Sí, claro.
La delación no llegó hasta el sábado a mediodía. Rebus estaba en lo cierto.
Claverhouse fue el primero en felicitarle, cosa que sorprendió a Rebus por lo atareado que estaba y porque no dejó traslucir nada cuando le pasaron la llamada. Las paredes de la sala de la Brigada Criminal se llenaron de planos de la factoría de drogas con los respectivos turnos de personal y marcadores de colores fijando la posición de los vigilantes de seguridad del turno de noche, que quedaría reforzado con fuerzas de la policía de Lothian y Borders: veinte agentes en el interior de la fábrica, con tiradores de élite situados en tejados y ventanas clave, y doce agentes fuera en vehículos camuflados. Era la operación cumbre en la carrera de Claverhouse y se esperaba mucho de él, que no cesaba de repetir «Hay que hacerlo bien», y añadía: «sin confiar en la suerte». Dos frases que había adoptado como si se tratara de un mantra.
Rebus escuchó la grabación de la voz que dio el chivatazo: «Estén esta noche en la fábrica Maclean's de Slateford. A las dos de la madrugada irán a atracarla diez hombres en un camión con herramientas. Si son listos pueden capturarlos a todos».
Era acento escocés pero parecía una llamada interurbana. Rebus sonrió, miró las bobinas girando y dijo en voz alta: «Hola, Cangrejo».
Era curioso que no mencionasen a Telford en absoluto. Sus hombres no se habían ido de la lengua. Era Tarawicz quien le delataba ignorando que la policía ya tenía pruebas grabadas del plan de Telford. Eso significaba que el ruso quería verle entre… No, no era eso. Fracasado el atraco y con diez de sus mejores hombres detenidos, Tarawicz no necesitaba que Telford estuviera entre rejas. Quería que siguiera en libertad y con la preocupación de la Yakuza pisándole los talones y en situación perentoria que le permitiera a él ocupar su puesto en cualquier momento y acapararlo todo. Sin necesidad de derramar sangre: sería una simple oferta de negocios.
– Hay que hacerlo…
– Bien -añadió Rebus-. Ya lo sabemos, Claverhouse, ¿vale?
Claverhouse perdió los estribos.
– ¡Recuerda que tú estás aquí porque yo lo tolero! ¡Que quede claro desde un principio! Una orden mía y estás fuera de este juego, ¿entendido?
Rebus se limitó a mirarle. Le corría el sudor por las sienes. Ormiston alzó la vista de la mesa y Siobhan Clarke, que estaba explicando algo a otro policía junto a un plano de la pared, se quedó callada.
– Prometo ser buen chico -dijo Rebus-, si tú prometes dejar ese disco rayado.
Claverhouse comenzó a apretar las mandíbulas pero al final esbozó una especie de sonrisa exculpatoria.
– Bien, continuemos.
No es que tuvieran mucho que hacer. Jack Morton estaba en el segundo turno y no entraba hasta las tres. Era a partir de esa hora cuando establecerían la vigilancia en la fábrica por si se producían cambios de última hora en el plan por parte de Telford. Lo cual significaba que muchos se iban a quedar sin ver el gran partido del Hibs contra el Hearts. Rebus había apostado por 3 a 2 a favor del equipo casero.
El comentario de Ormiston fue: «Ganas de perder dinero».
Rebus se sentó ante un ordenador y volvió a su trabajo. No tardó en acercarse Siobhan Clarke a curiosear.
– ¿Estás escribiendo la crónica para los periódicos sensacionalistas?
– Ojalá.
Procuró redactarlo en términos sencillos y cuando lo tuvo como él quería imprimió dos copias y salió a comprar dos carpetas de vivos colores…
Dejó una en la comisaría y se fue a casa porque estaba demasiado nervioso para ser útil en Fettes. En la escalera le estaban esperando tres y otros dos le salieron por detrás impidiéndole escapar. Rebus reconoció a Jake Tarawicz y a uno de los matones del desguace. A los otros no los conocía.
– Tire para arriba -dijo Tarawicz imperioso.
Rebus subió la escalera como un prisionero escoltado.
– Abra la puerta.
– De haber sabido que iban a venir habría comprado unas cervezas -dijo Rebus buscando las llaves en el bolsillo.
Pensó qué sería mejor, dejarles entrar o no, pero Tarawicz le sacó de dudas ya que a una seña suya le sujetaron por los brazos y unas manos rebuscaron en los bolsillos de la chaqueta y del pantalón para sacar las llaves. Él, sin inmutarse, no apartó la vista de Tarawicz.
– Grave error -dijo.
– Entre -ordenó Tarawicz.
Le hicieron pasar al vestíbulo y caminó hasta el cuarto de estar.
– Siéntese.
Unas manos le empujaron hacia el sofá.
– Por lo menos déjeme hacer té -dijo temblando por dentro, perfectamente consciente de lo que no podía revelar.
– Bonito piso -comentó el señor Ojos Rosa-, pero se nota la falta de una mano femenina -añadió volviéndose hacia Rebus-. ¿Dónde la tiene?
Dos hombres registraban ya las habitaciones.
– ¿A quién?
– ¿A quién va a ser? A su hija no, porque está en coma.
Rebus le miró.
– ¿Qué sabe de eso?
Volvieron los dos hombres e hicieron un signo negativo con la cabeza.
– Me lo han contado -replicó Tarawicz cogiendo una silla y sentándose.
Había dos hombres detrás del sofá y otros dos delante.
– Acomódense, amigos. ¿Dónde está el Cangrejo, Jalee? -dijo Rebus pensando que nadie mejor que Tarawicz para saberlo.
– En el sur. ¿Qué puede importarle?
Rebus se encogió de hombros.
– Es una pena lo de su hija. Se recuperará, ¿no? -Rebus no contestó y Tarawicz sonrió-. Yo no confiaría en la Seguridad Social… -añadió haciendo una pausa-. ¿Dónde está, Rebus?
– Recurriendo a mi sagacidad policial, supongo que se refiere a Candice.
Lo cual quería decir que había escapado, confiando en sí misma. Rebus se sintió orgulloso de ella.
Tarawicz chasqueó los dedos y unos brazos agarraron a Rebus por detrás sujetándole por los hombros. Uno de los hombres se puso frente a él, le dio un puñetazo en la mandíbula y retrocedió un paso para ceder el puesto a otro que le asestó unos cuantos más en el estómago. Una mano le agarró del pelo obligándole a mirar al techo, por lo que no pudo ver otra que se abatía sobre él para sacudirle en la garganta, y al recibir el golpe creyó que echaba el bofe. Le soltaron y se dobló sobre las rodillas llevándose las manos a la garganta casi asfixiado. Le bailaban un par de dientes y notaba una herida en la cara interna del carrillo. Se sacó el pañuelo y escupió sangre.
– Desgraciadamente -dijo Tarawicz- no tengo sentido del humor, por lo que espero que comprenda que no bromeo si le digo que le mataré si es preciso.
Rebus expulsó de su cerebro todos los secretos que conocía, las cosas que le conferían poder sobre Tarawicz. «No sabes nada», se dijo, al tiempo que pensaba: «Vas a morir».
– Aunque… lo… lo supiera… -balbució respirando trabajosamente- no te lo diría. Aunque estuviéramos los dos en un campo minado no te lo diría. ¿Sa… sabes por qué?
– Sus palabras no me hacen efecto, Rebus.
– No es por quien seas, sino por lo que representas. Eres un tratante de seres humanos -dijo tocándose la boca-, como los nazis.
Tarawicz se llevó una mano al pecho.
– Me hiere en lo más profundo de mi ser.
– Eso es imposible -replicó Rebus tosiendo-. ¿Por qué quieres que vuelva esa chica? -preguntó sabiendo que era porque se marchaba de Edimburgo dejando a Telford en la estacada y que regresar sin Candice a Newcastle era un ligero fracaso pero no menos evidente.
Tarawicz iba a por todas.
– Es asunto mío -respondió el gángster haciendo otra seña para que volvieran a sujetarle.
Como Rebus se resistió, le amordazaron con cinta adhesiva de embalaje.
– Me han dicho que Edimburgo es muy tranquilo -dijo Tarawicz- y no quiero que haya quejas de los vecinos por los gritos. Sentadle en una silla.
Le levantaron y él se retorció pero recibió un puñetazo en los riñones que le hizo doblarse en dos mientras le sentaban a la fuerza en la silla. Tarawicz se quitó la chaqueta y se desabrochó los gemelos de oro para subirse las mangas de la camisa a rayas rosa y azules. Tenía unos brazos lampiños, gruesos, del mismo color moteado que la cara.
– Es una dolencia cutánea -dijo quitándose las gafas de cristales azules-. Algo relacionado con la lepra -añadió desabrochándose el primer botón de la camisa-. No soy tan guapo como Telford, pero espero que me encuentre superior a él en los demás aspectos. -Dirigió una sonrisa de connivencia a sus secuaces-. Podemos empezar por donde quiera, Rebus. Y ya me dirá cuándo hay que parar. Basta con que asienta simplemente con la cabeza cuando quiera decirme dónde está Candice y le dejo en paz.
Se acercó a él y Rebus vio aquel brillo de su cara como una concha protectora, sus ojos azul claro de pupilas negras minúsculas, y pensó que, además de traficante, era adicto. Tarawicz aguardó a que Rebus asintiera con la cabeza, pero al ver que no era así, cogió un flexo situado junto a la silla de Rebus, pisó la base con sus pies y arrancó el cable de un tirón, dejándolo desnudo.
– Traedle aquí -ordenó.
Dos de sus hombres trasladaron a Rebus en la silla hasta donde Tarawicz introducía el cable en un enchufe mientras otro corría las cortinas. Nada de escenas desagradables para los niños de enfrente. Tarawicz balanceaba el cable enseñándole los extremos pelados con doscientos cuarenta voltios listos para una aplicación en directo sobre su piel.
– Esto no es nada, créame -dijo-. Los serbios han hecho un arte de la tortura; en muchas ocasiones ni pretendían que las víctimas confesasen, y yo he trabajado con algunos de los más inteligentes, los que supieron escapar a tiempo. Al principio había dinero que ganar y era interesante, pero ahora han empezado a intervenir los políticos con sus procesos judiciales -añadió mirando a Rebus-. Los inteligentes saben siempre cuándo ha llegado el momento de retirarse. Es su última oportunidad, Rebus. Ya sabe, con que haga una inclinación de cabeza…
Tenía el cable a unos centímetros de la mejilla, pero Tarawicz cambió de idea y se lo acercó a la nariz y a los ojos.
– Una simple inclinación de cabeza…
Rebus trataba de liberarse de aquellas manos que le aprisionaban inmovilizándole brazos y piernas, sujetándole la cabeza y el pecho. ¡Aja: la descarga se transmitiría a los hombres de Tarawicz! Pensó que era un farol y al intercambiar una mirada con Tarawicz comprendió que éste también acababa de pensarlo y vio que retrocedía unos pasos.
– Atadle con cinta a la silla.
Le dieron varias vueltas con una cinta de cinco centímetros de ancho.
– Ahora sí va en serio, Rebus. Sujetadle hasta que yo me acerque y después os apartáis -dijo a sus hombres.
Rebus pensó que en el momento de soltarle le quedaría una fracción de segundo con la posibilidad de liberarse. La cinta no era tan fuerte, pero habían dado muchas vueltas. Demasiadas. Flexionó el pecho y notó que apenas cedía.
– Vamos allá -dijo Tarawicz-. Primero la cara y luego los genitales. De usted depende, ya he dicho. Allá usted si quiere dárselas de valiente, a mí me da igual.
Rebus dijo algo bajo la mordaza.
– Es inútil que hable -dijo Tarawicz-. Lo único que quiero es un sí con la cabeza, ¿entendido?
Rebus asintió.
– ¿Ha dicho que sí?
Forzando una sonrisa, Rebus negó con la cabeza.
Tarawicz ni se inmutó. Él no estaba para ironías; iba al grano. Y el grano era Rebus. Acercó el cable a su mejilla.
– ¡Soltad!
Notó que no le retenían y trató de romper las ligaduras, pero ni las movió. La descarga sacudió su sistema nervioso y le dejó agarrotado. Sintió como si el corazón fuera a estallarle con los ojos fuera de las órbitas y la lengua pegada a la mordaza. Tarawicz apartó el cable.
– Sujetadle.
Volvió a sentir las manos sujetando su cuerpo menos resistente.
– Apenas deja huella -dijo Tarawicz- y lo más divertido es que encima se lo cobrarán en la factura de la luz.
Sus hombres se echaron a reír. Empezaban a pasarlo bien.
Tarawicz se puso en cuclillas ante él mirándole a los ojos.
– Para su información, le diré que ha sido un calambre de cinco segundos. La cosa comienza a tener gracia a partir del medio minuto. ¿Qué tal anda del corazón? Espero por su bien que no lo tenga débil.
Rebus se sentía como si le hubiesen inyectado adrenalina. Aquellos cinco segundos le habían parecido interminables. Tendría que cambiar de estrategia y recurrir a alguna mentira creíble para el señor Ojos Rosa, algo que le hiciera largarse…
– Desabrochadle los pantalones -dijo Tarawicz-. A ver qué tal le sienta una descarga en sus partes.
Rebus comenzó a chillar tras la mordaza. Su torturador miró de un lado para otro por segunda vez.
– Sí que se echa a faltar una mano femenina.
En el momento en que le desabrochaban el cinturón sonó el portero automático.
– Esperad a que se vayan -dijo Tarawicz.
Volvió a sonar el zumbador y Rebus porfió con las ligaduras. Silencio. Sonó de nuevo con mayor insistencia y uno de los hombres fue a la ventana.
– ¡No! -vociferó Tarawicz.
Volvió a sonar. Rebus esperaba que no parase. No se imaginaba quién podía ser. ¿Rhona? ¿Patience? Y de pronto le dio por pensar: «¿Y si insiste y Tarawicz decide abrir?».
Pasó un tiempo sin que volvieran a llamar.
Se habían ido. Tarawicz volvió a tranquilizarse y a concentrarse en su trabajo.
Pero en aquel momento llamaron a la puerta del piso. Alguien había abierto el portal y estaba allí mismo. Volvieron a llamar, esta vez golpeando con los nudillos.
– ¡Rebus!
Era una voz masculina. Tarawicz miró a sus secuaces e hizo una seña con la cabeza. Descorrieron las cortinas, cortaron las ligaduras y le arrancaron la mordaza.
Tarawicz se bajó las mangas, se puso la chaqueta y dejó el cable en el suelo.
– Volveremos a hablar -dijo antes de dirigirse con sus hombres hacia la puerta-. Perdón -le oyó decir al abrirla y salir.
Rebus temblaba como un flan, incapaz de levantarse de la silla.
– ¡Un momento, jefe!
Rebus reconoció la voz de Abernethy, pero no parecía que Tarawicz hubiera hecho caso al agente de la Brigada Especial.
– ¿Qué es lo que pasa aquí? -preguntó Abernethy desde el recibidor mirando a un lado y otro.
– Era una reunión de negocios -gruñó Rebus.
– Curioso negocio con la bragueta abierta -dijo Abernethy pasando al cuarto de estar.
Rebus bajó la vista y comenzó a recomponerse.
– ¿Quién era ése? -preguntó Abernethy.
– Un checheno de Newcastle.
– Le gusta viajar acompañado de mañosos, ¿no?
Abernethy dio una vuelta por el cuarto, vio el cable pelado de la lámpara y lo desenchufó chasqueando la lengua.
– Vaya juerguecita -dijo.
– Tranquilo, no pasa nada -dijo Rebus.
Abernethy se echó a reír.
– Bueno, ¿qué es lo que quieres?
– Te traigo una visita -dijo haciendo un gesto con la cabeza en dirección al vestíbulo.
En la puerta había un hombre de aspecto distinguido con un chaquetón negro de lana y bufanda blanca de seda. Era calvo y su orondo cráneo y sus mejillas estaban enrojecidos del frío. Tenía un resfriado y en ese momento se sonaba con un pañuelo.
– Podríamos ir a algún sitio -dijo vocalizando impecablemente la frase y mirando el piso, ajeno por completo a la presencia de Rebus-, a algún sitio a comer, si tiene hambre.
– Yo no tengo hambre -replicó Rebus.
– O a beber algo.
– En la cocina hay whisky.
El hombre no parecía muy convencido.
– Escuche, amigo -dijo Rebus-, yo me quedo aquí. Me acompaña o se larga.
– Ah, ya -dijo el hombre, guardando el pañuelo y adelantándose a darle la mano-. Por cierto, me llamo Harris.
Rebus estrechó su mano pensando en si no saltarían chispas.
– Venga a sentarse a la mesa, señor Harris -dijo Rebus levantándose.
Le temblaban las piernas pero fue capaz de llegar hasta ella. Abernethy salió de la cocina con la botella y tres vasos y regresó a por una jarra de agua.
Como buen anfitrión, Rebus sirvió aunque sin lograr dominar el temblor de su brazo. Se sentía aturdido y zarandeado por la adrenalina y la descarga eléctrica.
– Slainte -dijo alzando el vaso pero se detuvo cuando lo tenía a la altura de la nariz al recordar el pacto con el Gran Jefe de no beber si le devolvía a Sammy.
Sintió un dolor en la garganta al tragar saliva, pero dejó el vaso en la mesa. Harris echó tanta agua en el suyo que el mismo Abernethy le miró con cara de reproche.
– Bien, señor Harris -dijo Rebus friccionándose la garganta-, ¿quién demonios es usted?
Harris fingió una sonrisa mientras jugueteaba con el vaso.
– Soy miembro del Departamento de Inteligencia, inspector. Me imagino lo que eso le sugerirá, pero me temo que la realidad sea mucho más prosaica. Recopilar información se reduce más que nada a papeleo y trabajo de archivo.
– ¿Y está aquí a causa de Joseph Lintz?
– Estoy aquí porque el inspector Abernethy me dice que usted ha decidido relacionar el homicidio de Joseph Lintz con las diversas acusaciones de que fue objeto.
– ¿Y?
– Y está en su derecho, por supuesto. Pero hay asuntos que, por circunstancias que no vienen al caso, podrían resultar… embarazosos si salen a la luz.
– Como, por ejemplo, ¿que Lintz era en realidad Linzstek y que llegó a este país a través de la Ruta de Ratas, probablemente con ayuda del Vaticano?
– En cuanto a si Lintz y Linzstek eran la misma persona… no lo sé. Al término de la guerra se destruyó mucha documentación.
– Pero ¿a «Joseph Lintz» le trajeron a este país los Aliados?
– Sí.
– ¿Y por qué lo hicieron?
– Lintz rindió servicios al país, inspector.
Rebus volvió a servir whisky a Abernethy. Harris no había tocado el suyo.
– ¿En qué medida?
– Era un académico acreditado que recibía invitaciones para asistir a congresos y a dar conferencias por todo el mundo. Por entonces colaboró con nosotros haciendo traducciones, recogiendo información, reclutando gente…
– ¿En otros países? -preguntó Rebus mirándole-. ¿Era espía?
– Realizó un trabajo peligroso y… prestigioso para nuestro país.
– ¿Y recibió como recompensa esa casa de Heriot Row?
– En aquella época se ganaba bien la vida.
Por el tono de Harris, Rebus comprendió que algo debió de haber sucedido.
– ¿Y qué es lo que sucedió?
– Que se volvió… poco fiable -contestó Harris alzando el vaso hasta la nariz, oliéndolo y volviéndolo a dejar.
– Bébaselo antes de que se evapore -le recriminó Abernethy; el londinense le miró y musitó una excusa.
– Explíqueme eso de «poco fiable» -dijo Rebus apartando su vaso.
– Pues que empezó a… fantasear.
– ¿Convencido de que un colega suyo de la universidad había llegado a Inglaterra por la Ruta de Ratas?
Harris asintió con la cabeza.
– Le entró verdadera obsesión por esa Ruta de Ratas y comenzó a imaginarse que cuantos le rodeaban habían estado implicados y que todos éramos culpables. Una paranoia que afectó a su trabajo, inspector, por lo que finalmente tuvimos que prescindir de él. De eso hace muchos años y no ha vuelto a trabajar para nosotros.
– ¿Por qué ese interés, entonces? ¿Qué más da si salen cosas a la luz?
Harris lanzó un suspiro.
– Sí, claro, tiene razón. El problema en sí no estriba en esa Ruta de Ratas, la implicación del Vaticano ni en ninguna de las teorías sobre la conspiración.
– ¿En qué, entonces? -replicó Rebus comprendiendo la verdad-. El problema son los evadidos -añadió asintiendo con la cabeza-, otros que utilizaron la Ruta de Ratas. ¿Quiénes son? ¿Quién puede estar implicado?
– Personajes respetables -dijo Harris.
Había dejado de juguetear con el vaso y tenía las manos sobre la mesa como para dar a entender a Rebus la gravedad del asunto.
– ¿Pasados o actuales?
– Del pasado… y otros cuyos hijos han alcanzado posiciones de poder.
– ¿Diputados, ministros, jueces?
Harris negó con la cabeza.
– No lo sé, inspector. Es un asunto que no me han confiado.
– Pero usted podría aventurar alguna conjetura.
– Mi trabajo no consiste en hacer conjeturas -replicó Harris mirándole con frialdad-. Yo trabajo con cantidades concretas. Un buen principio al que debería atenerse.
– Pero el que mató a Lintz lo hizo a cuenta de su pasado.
– ¿Está seguro?
– De otro modo no tendría sentido.
– Me ha dicho el inspector Abernethy que concurre cierta relación con elementos criminales de Edimburgo, un asunto de prostitución tal vez. Algo bastante sórdido pero creíble.
– ¿Y le basta con que sea creíble?
Harris se puso en pie.
– Gracias por escucharme -dijo sonándose de nuevo y mirando a Abernethy-. Tenemos que irnos; el inspector Hogan está esperándonos.
– Harris -dijo Rebus-, usted mismo ha dicho que Lintz se volvió chiflado y que era un peligro. ¿Quién puede asegurar que no ordenaron matarle?
Harris se encogió de hombros.
– De haber sido así, habría tenido una muerte más discreta.
– ¿Un accidente de automóvil, un suicidio, una caída desde una ventana…?
– Adiós, inspector.
Mientras Harris se dirigía hacia la puerta, Abernethy se levantó y cruzó con Rebus una mirada silenciosa pero elocuente.
«Nadas en aguas peligrosas: vuelve a la orilla.»
Rebus asintió con la cabeza y le tendió la mano.
Eran las dos de la mañana.
Había hielo en el parabrisas de los coches, pero no podían quitarlo para no llamar la atención de los otros coches aparcados. Cuatro coches patrulla de refuerzo estaban fuera de la vista en el aparcamiento de un almacén de materiales de construcción a la vuelta de la esquina. Habían dejado las farolas sin bombillas y la zona estaba prácticamente a oscuras; una oscuridad en la que se destacaba Maclean's como un árbol de Navidad con sus luces de seguridad y las ventanas iluminadas, como todas las noches.
Los agentes de los coches camuflados aguantaban sin calefacción porque el calor habría derretido el hielo y el humo de los tubos de escape les habría delatado.
– No es la primera vez -comentó Siobhan Clarke.
Pero para Rebus era como si hubiese pasado una eternidad desde las noches de vigilancia en Flint Street. Clarke estaba al volante y él en el asiento trasero. Eran dos en cada coche para agazaparse mejor si se acercaba alguien a curiosear; pero no lo esperaban dada la falta de preparación del golpe debido a la prisa que tenía Telford por llevar adelante sus planes. Sakiji Shoda seguía en Edimburgo pero por una discreta información del hotel sabían que se marchaba el lunes por la mañana. Rebus estaba casi seguro de que Tarawicz y sus hombres se habían ido ya.
– Debes de estar bien calentita -dijo Rebus refiriéndose a la chaqueta acolchada de esquí que llevaba ella.
Siobhan sacó una mano del bolsillo y le enseñó un objeto parecido a un encendedor. Rebus lo cogió y comprobó que estaba caliente.
– ¿Qué diablos es esto?
Clarke sonrió.
– Un calentador de manos que compré por catálogo.
– ¿Cómo funciona?
– Con una pila de doce horas de duración.
– Total, que tienes una mano caliente.
Ella sacó la otra y le mostró un adminículo idéntico.
– Compré dos -dijo.
– Podrías haberlo dicho -replicó Rebus cerrando el puño sobre el calentador y metiéndose la mano en el bolsillo.
– Eso no vale.
– Privilegios de la veteranía.
– Unos faros -advirtió ella.
Se agacharon y volvieron a incorporarse cuando el coche se hubo alejado.
Falsa alarma.
Rebus consultó el reloj. A Jack Morton le habían dicho que estaba prevista la llegada del camión entre la una y media y las dos y cuarto. Rebus y Clarke llevaban al acecho en el coche desde las doce y los pobres tiradores del tejado se habían apostado a la una. «Ojalá tengan sus buenos calentadores de mano», pensó Rebus. Aún estaba sobrecogido por su aventura de la tarde y le irritaba deberle a Abernethy el inmenso favor de haberle salvado la vida. Sabía que podía pagárselo, si Hogan accedía, echando tierra al caso Lintz, pero no le gustaba la idea, en fin… Se consolaba con la excelente noticia de que Candice se había librado de Tarawicz.
La radio del coche estaba muda desde medianoche. Claverhouse había dicho: «El primero que hable seré yo, ¿entendido? Si hay alguien que use antes la radio se la juega. Y no pienso abrir la boca hasta que el camión esté dentro del recinto. ¿Queda claro? Podrían tener interceptada nuestra longitud de onda y hay que tener mucho cuidado. Hay que hacerlo bien -y apartó al decir esto la vista de Rebus-. Suerte a todos, pero cuanto menos confiemos en la suerte mejor. Dentro de unas horas, con arreglo al plan, habremos acabado con la banda de Tommy Telford. Piensen que seremos héroes», apostilló emocionado.
Rebus no acababa de sentir tanta emoción. Aquel asunto le había hecho ver la elemental verdad de que la sociedad lleva aparejada la existencia de delincuencia. No hay vientre sin bajo vientre.
Reconocía que él se contentaba con poco: un piso, libros, música y un coche destartalado; sabía que había reducido su vida a pura apariencia y que había fracasado rotundamente en las cosas importantes: el amor, las amistades, la vida familiar. Se le reprochaba ser un esclavo del trabajo, cosa que no era cierto. Se contentaba con aquel trabajo porque simplemente le daba la oportunidad sin gran compromiso de tratar a diario con desconocidos, gente que no significaba nada para él y en cuyas vidas podía entrar y salir con suma facilidad. Vivía las vidas de otros o parte de ellas como quien experimenta algo pasajero que dista mucho de ser tan comprometido como la vida real.
Sammy le había hecho ver el fondo de la verdad de su fracaso no como padre, sino como ser humano; que su trabajo como policía le libraba de la alienación, pero no dejaba de ser un mero paliativo a la clase de vida que habría podido tener, la vida que llevaban los demás. Aquella entrega obsesiva en los casos que investigaba apenas se diferenciaba de la obsesión de quienes coleccionan billetes de tren, cromos o discos de rock. Obsesionarse era fácil -sobre todo para los hombres- por ser un medio cómodo para obtener dominio sobre algo, pero un dominio prácticamente superfluo. ¿Qué importancia había en poder recitar de carrerilla todos los discos de los Rolling Stones de los años sesenta? No importaba un pimiento. ¿Qué importancia tenía acabar con Tommy Telford? Le sustituiría Tarawicz y si no era éste, lo haría Big Ger Cafferty u otro cualquiera. Era una enfermedad endémica incurable.
– ¿En qué piensas? -preguntó Clarke, cambiando de mano el calentador.
– En el próximo cigarrillo.
«Al que más cuesta renunciar», según palabras de Patience.
Oyeron el camión cuando aún no estaba a la vista por el brusco cambio de marcha. Se aplastaron en el asiento y no volvieron a incorporarse hasta que paró delante de Maclean's con un resoplido de los frenos neumáticos. Un vigilante con el registro de entradas salió a hablar con el conductor.
– Le sienta bien ese uniforme a Jack -comentó Rebus.
– El hábito hace al hombre.
– ¿Crees que tu jefe lo tiene a punto?
Se refería al plan de Claverhouse: cuando el camión estuviera dentro anunciaría por el megáfono que había tiradores apostados, conminando al conductor a bajar sin ofrecer resistencia y a los otros a permanecer dentro de él hasta que les ordenasen ir saliendo uno a uno arrojando las armas.
Eso o esperar a que bajaran todos. La ventaja del segundo plan era que sabrían a cuántos se enfrentaban, y la del primero, que la mayor parte de la banda quedaría empaquetada dentro del camión y resultaría más fácil reducirlos.
Claverhouse había optado por el primer plan.
En cuanto el camión parase el motor dentro de la fábrica entrarían en acción los coches patrulla y los camuflados para bloquear la salida y permanecer a la expectativa mientras actuaban Claverhouse, desde una ventana del primer piso con el megáfono, y los tiradores distribuidos por el tejado y las ventanas de la planta baja. «Negociación impuesta», según palabras de Claverhouse.
– Ya les abre Jack el portón -dijo Rebus atisbando por la ventanilla.
Rugió el motor y el camión arrancó con un respingo.
– Ese chofer está un poco nervioso -comentó Clarke.
– O no tiene práctica en conducir camiones pesados.
– Ya están dentro.
Rebus miró la radio con deseo de que rompiera a hablar. Clarke había movido la llave de contacto hasta cerca de la posición de encendido y Jack Morton, que atendía a la maniobra de entrada del camión, dirigió una mirada hacia una fila de coches aparcados enfrente.
– Ya falta poco…
Las luces de los frenos del camión se iluminaron para volver a apagarse y se oyeron los frenos neumáticos.
De la radio brotó un: «¡Ahora!».
Clarke encendió el motor y aceleró al tiempo que otros cinco coches hacían lo propio. El aire de la noche se saturó de pronto del humo de los tubos de escape y con un estruendo semejante al de la salida de una carrera de deportivos. Rebus bajó el cristal de la ventanilla para oír mejor la propuesta de Claverhouse por el megáfono al tiempo que el coche de Clarke llegaba el primero ante el portón de la fábrica y ellos dos se bajaban de un salto y se parapetaban detrás.
– El camión no ha parado el motor -susurró Rebus.
– ¿Qué?
– ¡Que el camión sigue con el motor en marcha!
Se oyó la voz de Claverhouse parecida a un gorjeo, en parte por los nervios y en parte por deficiencias del megáfono: «Fuerzas de policía armadas. Abran la puerta del vehículo y vayan saliendo de uno en uno con los brazos en alto. Repito: fuerzas de policía armadas. Tiren las armas antes de salir. Repito: tiren las armas».
– ¡Anda, hombre -profirió Rebus-, di que apaguen el puto motor!
Claverhouse: «La salida está bloqueada, no tienen escapatoria y no queremos disparar».
– Diles que tiren la llave de contacto -farfulló Rebus lanzándose dentro del coche a coger el micrófono-. ¡Claverhouse, diles que tiren la puta llave!
Con el parabrisas escarchado no veía nada, pero oyó que Clarke gritaba:
– ¡Sal de ahí!
Vio las luces blancas del camión que daba marcha atrás hacia la salida con el motor rugiente a toda potencia patinando entre bandazos.
Sonó una explosión que hizo saltar por los aires ladrillos de la fachada de la fábrica. Rebus soltó el micrófono pero se le enganchó el brazo en el cinturón de seguridad y cuando por fin logró saltar al suelo oyó gritar a Clarke.
Un segundo después, el camión chocaba con el coche produciendo un estruendo de hierros retorcidos y vidrios rotos y, por el efecto dominó, el coche de Clarke embestía al de detrás y la calle se convertía en una pista de patinaje en donde los coches policiales chocaban en cadena.
Claverhouse volvió a hablar por el megáfono medio sofocado por la polvareda:
– ¡No disparen! ¡No disparen! ¡Hay agentes cerca!
Vaya, ahora sólo faltaría que los tirotearan los suyos. De los coches salían a gatas hombres y mujeres resbalando y tambaleándose, algunos arma en mano pero sin saber qué hacer. Las puertas traseras del camión, abolladas por el choque, se abrieron y siete u ocho hombres saltaron y emprendieron la huida. Otros dos, pistola en mano, hicieron tres o cuatro disparos.
Tiros, carreras, gritos por el megáfono. Un balazo destrozó el cristal de la garita de control de la entrada. Rebus no veía a Jack Morton… ni a Siobhan desde el trozo de césped en que estaba tirado cubriéndose la cabeza con las manos en la clásica e inútil postura de protección-defensa. Unos reflectores iluminaron la zona y uno de los pistoleros apuntó hacia ellos: era Declan, el de la tienda. Otros miembros de la banda corrían calle abajo escopeta en mano. Rebus reconoció a un par de ellos: Ally Cornwell y Deek McGrain. Las luces seguían apagadas, naturalmente, y eso les facilitaba la huida. ¿Por qué no llegaban los coches del almacén de materiales de construcción?
En ese preciso momento doblaron la esquina con toda la luminaria y haciendo sonar las sirenas. En los pisos se encendieron luces y vieron vecinos desempañando el vaho de las ventanas. Rebus tenía delante de la nariz unas briznas de hierba cubiertas de artística escarcha, vio que su respiración la derretía rápidamente, pero a él se le helaba la frente. Ahora salían corriendo los tiradores de la fábrica iluminada como un blanco perfecto.
Vio a Siobhan Clarke a cubierto tumbada detrás de un coche. Bien.
A su lado había otra policía agachada herida en una rodilla; Siobahn se la tocó y retiró la mano llena de sangre.
Pero seguía sin localizar a Jack Morton.
Los pistoleros respondían al fuego con descargas que destrozaban los parabrisas. Dieron orden de evacuar el primer coche y cuatro de la banda subieron a él.
Desalojaron el segundo coche y lo ocuparon otros tres gángsteres. No tenían parabrisas pero funcionaban y se alejaron en ellos dando gritos de contento y enarbolando sus armas. Los dos pistoleros restantes seguían allí mirando a un lado y otro atentos a la situación. ¿Pensarían hacer frente a los tiradores? Tal vez. Tal vez quisieran medir sus fuerzas. Hasta aquel momento la suerte no les había sido muy adversa. Claverhouse: «Cuanto menos intervenga la suerte, mejor».
Rebus se puso de rodillas y luego se incorporó sin ponerse en pie del todo. Se sentía moderadamente seguro. Al fin y al cabo, también él había tenido suerte. Habían escapado siete hombres en dos coches de policía y quedaban dos. ¿Dónde estaba el décimo?
– ¿Te encuentras bien, Siobhan? -preguntó en voz baja sin quitar ojo de los pistoleros.
– Estoy bien -respondió Clarke-. ¿Y tú?
– Bien.
Rebus se alejó hacia la cabina del camión. Vio al conductor inconsciente doblado sobre el volante y sangrando por la herida resultante de la colisión. En el otro asiento había un tubo parecido a un lanzagranadas que al dispararse había abierto aquel enorme boquete en la fachada. Registró al conductor: no llevaba armas, le tomó el pulso y comprobó que era normal. Le miró la cara y reconoció a uno de los asiduos al salón de recreativos, un muchacho de unos diecinueve o veinte años. Sacó las esposas, le dejó sujeto al volante y tiró el lanzagranadas al asfalto.
Luego, se dirigió al portón, donde encontró tumbado boca abajo a Jack Morton sin gorra y cubierto de trozos de vidrio. Una bala le había atravesado el bolsillo derecho de la pechera del uniforme y su pulso era débil.
– ¡Dios, Jack…!
En la cabina había un teléfono, marcó el 999 y pidió una ambulancia.
– ¡Fuerzas de policía en la factoría Maclean's de Slateford Road! -dijo sin apartar la vista de su amigo.
– ¿En qué número de Slateford Road?
– En cuanto enfilen la calle no tiene pérdida.
Rodeaban la cabina cinco tiradores con uniforme negro apuntándole, pero viendo que no soltaba el teléfono y que les decía que no con la cabeza continuaron al ver que afuera los dos pistoleros se disponían a escapar en un coche patrulla. Les dieron el alto, pero ellos respondieron con una descarga y Rebus volvió a agazaparse. Los tiradores respondieron al fuego y durante un momento hubo un ruido ensordecedor.
– ¡Los tenemos! -oyó gritar en la calle al mismo tiempo que oía el gemido de uno de los gángsteres herido. Miró hacia el lugar y vio en el suelo al otro, inmóvil.
– ¡Tire el arma y dése la vuelta con las manos a la espalda! -gritaron los tiradores al herido.
– ¡Tengo un balazo!
«El cabrón sólo está herido, rematadle», pensó Rebus.
Jack Morton no recobraba el conocimiento. Rebus sabía que no había que moverlo; lo único que podía hacer era contener la hemorragia. Se quitó la chaqueta, la dobló y la apretó contra el pecho de su amigo. Sería doloroso, pero Jack no sentiría nada. Sacó el calentador de manos del bolsillo y lo puso en la mano derecha de su amigo cerrándosela.
– ¡No te vayas, colega! ¡Aguanta!
Siobhan Clarke llegó al portón con lágrimas en los ojos y Rebus, sin mirarla, fue donde estaban los tiradores esposando al herido. Vio a distancia prudencial a un grupo de curiosos mientras se acercaba al muerto para arrancarle el arma de la mano y cuando daba la vuelta al coche oyó que uno de los mirones decía: «¡Lleva una pistola!».
Se arrodilló junto al que estaba herido y le puso el cañón en la nuca. Era Declan, el de la tienda, bañado en sudor y con la respiración entrecortada, mordiendo el asfalto.
– John…
Era Claverhouse. Ya no hacía falta el megáfono y estaba allí, detrás de él.
– ¿Vas a comportarte igual que ellos?
Igual que ellos… Como el «Máquina», como Telford y Cafferty, como Tarawicz. No era la primera vez que traspasaba la raya. Apretaba con el pie el cuello de Declan y el cañón del arma estaba tan caliente que le chamuscaba el pelo de la nuca.
– No… por favor… Por Dios, no… no…
– ¡Calla! -exclamó Rebus en el momento en que sintió la mano de Claverhouse sobre la suya echando el seguro al arma.
– Aquí el responsable soy yo, John. La he cagado; pero no hagas tú lo mismo.
– Jack…
– Lo sé.
– Han logrado huir -dijo Rebus con la visión borrosa.
– Están interceptadas las calles -replicó Claverhouse negando con la cabeza- y van tras ellos.
– ¿Y Telford?
Claverhouse miró su reloj.
– En este momento estará Ormie deteniéndole.
– ¡Húndele! -exclamó Rebus agarrándole de las solapas.
Se oyeron sirenas cada vez más próximas. Rebus gritó a los que estaban en los coches que los apartaran para dejar paso a la ambulancia y echó a correr hacia la puerta de la fábrica donde Siobhan Clarke hecha un mar de lágrimas seguía arrodillada junto a Morton acariciándole la frente. Alzó la mirada hacia Rebus y meneó la cabeza de un lado a otro.
– Ha muerto -dijo.
– ¡No!
Repitió mil veces ¡no! a sabiendas de que se engañaba a sí mismo.
Los miembros de la banda fueron conducidos a dos comisarías, Torphichen y Fettes, y a Telford, con algunos de sus «lugartenientes», lo llevaron a St. Leonard, con el consiguiente engorro de organización. Claverhouse no paraba de tomar Pro-Plus con café cargado, deseando, por una parte, hacer las cosas bien y consciente, por otra, de que era responsable del baño de sangre en Maclean's. Un agente muerto y seis con contusiones o heridos, uno de ellos grave. Un gángster muerto y otro herido, no con la gravedad merecida en opinión de algunos.
En la captura de los fugitivos se había producido un tiroteo pero sin muertos ni heridos. Todos los detenidos se negaban a declarar.
Rebus estaba sentado en un cuarto de interrogatorios vacío de St. Leonard apesadumbrado y con la cabeza entre las manos. Llevaba allí un buen rato pensando en la muerte que se presenta cuando menos se espera y que acababa de cobrarse una vida poniendo fin a una amistad insustituible.
No había llorado ni esperaba hacerlo, pero sentía una especie de atontamiento como si le hubiesen inyectado novocaína. Sentía como si el mundo fuese más despacio, como si su mecanismo perdiera velocidad, y hasta pensó si el sol tendría fuerza para salir.
«Y yo le metí en ello.»
No era la primera vez que se regodeaba en sentimientos masoquistas de culpabilidad, pero esta vez era exagerado. La situación le abrumaba espantosamente. Jack Morton, un policía con una buena carrera en Falkirk…, muerto en Edimburgo porque un colega le había pedido un favor. Jack Morton, que había vuelto a la vida dejando el tabaco y la bebida, recuperando la salud, comiendo como es debido, cuidándose…, yacía ahora yerto en el depósito de cadáveres.
«Y yo le metí en ello.»
Se puso en pie de un salto y estrelló la silla contra la pared. Entró Gill Templer.
– ¿Te encuentras bien, John?
– Bien -respondió limpiándose la boca con el dorso de la mano.
– Si quieres echar una cabezada, mi despacho está libre.
– No, no es nada. Es que… -dijo mirando en derredor-. ¿Hace falta este cuarto?
Ella asintió con la cabeza.
– Muy bien. De acuerdo. -Recogió la silla-. ¿A quién vais a interrogar?
– A Brian Summers -dijo ella.
El Guapito. Rebus enderezó la espalda.
– Puedo hacerle hablar.
Templer le dirigió una mirada escéptica.
– De verdad, Gill -dijo sin poder contener el temblor de las manos-. Él no se imagina lo que yo sé.
– ¿El qué? -replicó ella cruzando los brazos.
– Sólo necesito… -añadió consultando el reloj- una hora o dos como máximo. Que venga Bobby Hogan y que traigan a Colquhoun inmediatamente.
– ¿Quién es Colquhoun?
Rebus buscó la tarjeta de visita y se la tendió.
– Inmediatamente -repitió, ajustándose la corbata y alisándose el pelo para estar presentable.
– John, no sé si estás como para…
Él la señaló con el dedo.
– No supongas nada, Gill. Si digo que puedo hacerle cantar, es porque es cierto.
– Ninguno de ellos ha abierto la boca.
– Con Summers será otra cosa, créeme -replicó mirándola.
Ella sostuvo la mirada y finalmente asintió.
– Lo retendré hasta que llegue Hogan.
– Gracias, Gill.
– Una cosa, John.
– Dime.
– Lamento profundamente lo de Jack Morton. Yo no lo conocía pero he oído lo que comentan los demás de él.
Rebus asintió con la cabeza.
– Aseguran que él habría sido el último en hacerte un reproche.
– El último de la fila -comentó Rebus sonriendo.
– Sí, una fila en la que sólo hay uno, que eres tú, John -replicó ella con voz queda.
Rebus llamó a la recepción del Hotel Caledonian y le dijeron que Sakiji Shoda se había marchado inesperadamente unas dos horas después de dejarle él aquella carpeta verde que le había costado media libra en una papelería de Reaburn Place. En realidad había comprado tres por una libra sesenta y cinco, y tenía las otras dos; una de ellas con copia del informe.
Bobby Hogan venía de camino; como vivía en Portobello tardaría media hora. Bill Pryde se acercó a la mesa de Rebus para darle el pésame por la muerte de Jack Morton porque sabía la amistad que les unía.
– No te acerques demasiado a mí, Bill -dijo él-, que mis íntimos suelen acabar mal.
Le avisaron del mostrador que tenía una visita. Bajó y era Patience Aitken.
– ¿Tú aquí, Patience?
Parecía que se hubiera vestido a oscuras.
– Acabo de enterarme -dijo-. No podía dormir, puse la radio y al oír que en la operación policial había habido muertos… Como tú no estabas en casa…
Él la abrazó.
– Estoy bien -susurró-. Habría debido llamarte.
– No, no, es que yo… -balbució ella mirándole-. Tú vienes de allí, se te nota en la cara. -Rebus asintió con la cabeza-. ¿Qué ha sucedido?
– Que ha muerto un amigo mío.
– Oh, Dios, John -exclamó ella abrazándole.
Conservaba la tibieza de la cama, le olía el pelo a champú y el cuello a perfume. «Mis íntimos»…, pensó y la apartó suavemente dándole un beso en la mejilla.
– Vete a dormir -le dijo.
– ¿Vendrás a desayunar?
– Lo único que quiero es volver a casa y descansar.
– Puedes dormir en la mía. Es domingo y nos levantamos tarde.
– No sé a qué hora acabaré aquí.
– No te reconcomas, John -dijo ella mirándole a los ojos-. No te lo quedes dentro.
– De acuerdo, doctor -dijo él volviendo a besarla en la mejilla-. Anda, lárgate.
Forzó una sonrisa y un guiño, que le parecieron una claudicación, y se quedó en la puerta viéndola alejarse. Muchas veces había pensado en dejar a su esposa y largarse, en momentos en que las responsabilidades y la mierda del trabajo, las presiones y aquel deseo acuciante le hacían soñar con la huida.
Y volvía a sentir la tentación de tomar el portante y largarse a donde fuera, a otro lugar en donde hacer algo distinto. Pero eso también sería claudicar pues le quedarían cuentas pendientes y motivos para saldarlas. Sabía que en alguna dependencia de la comisaría estaba Telford, a solas probablemente con Charles Groal. ¿Qué estrategia adoptaría la banda? ¿En qué momento convendría confrontar a Telford con la grabación? ¿Qué fase del interrogatorio sería la mejor para decirle que el vigilante de seguridad era un infiltrado de la policía y que había muerto?
Abrigaba esperanzas de poder acabar con Telford y meterle entre rejas.
De todos modos, no podía dejar de preguntarse -y no era la primera vez- si valía la pena. Había policías que se lo tomaban como un juego, otros como una cruzada, y algunos para quienes no era más que una manera de ganarse el pan. Se planteó por qué había recurrido a Jack Morton y comprendió que era por su deseo de que participase un amigo suyo en la operación, alguien que fuese como un vínculo propio; también porque pensaba que Jack estaba aburrido y le gustaría el reto; y porque el montaje requería que lo hiciera un policía no conocido en Edimburgo. Motivos no faltaban. Claverhouse le había preguntado si Morton tenía familia o alguien a quien dar la noticia; Rebus le dijo que estaba divorciado y tenía cuatro hijos.
¿Era culpa de Claverhouse? Era muy fácil hacerse el listo a toro pasado, cuando él sabía que Claverhouse tenía fama precisamente por procurar atarlo todo bien antes de pasar a la acción. Pero en esta ocasión había fracasado… y cómo.
La calzada helada. Habrían tenido que haber cerrado el portón porque a un camión tan potente le había sido fácil romper la barrera de coches.
Disponer tiradores en el edificio: en el patio interior era una buena medida, pero no habían sabido neutralizar allí al camión ni reaccionar al verlo hacer marcha atrás.
Y lo único que se había conseguido con situar agentes armados detrás del camión de marras fue un fuego cruzado.
Claverhouse les debía haber ordenado parar el motor, o mejor aún, haber previsto hablar por el megáfono sólo después de que estuviese apagado.
Jack Morton habría debido permanecer agachado.
Y él habría debido gritar diciéndoselo.
Pero un grito habría llamado la atención de los pistoleros hacia él. Cobardía. ¿Era eso lo que sentía en el fondo? Igual que en aquel bar de Belfast, cuando no dijo nada por temor a que el «Máquina», furioso, le asestara un culatazo. Quizás era por eso; no, no quizás: era por eso por lo que Lintz le obsesionaba, porque si se ponía a pensarlo, de haber sido él quien hubiera estado en Villefranche… abrumado por la derrota, rotos ya los sueños de victoria… Si hubiera estado a las órdenes de alguien como un simple mercenario… predispuesto por el racismo y la muerte de sus camaradas… ¿quién podía decir lo que habría hecho?
– John, ¿cuánto tiempo llevas aquí?
Era Bobby Hogan tocándole la cara y quitándole la carpeta de las manos heladas.
– Estás como un carámbano. Anda, vamos adentro.
– Estoy bien -musitó Rebus.
Y así debía de ser, pues ¿cómo explicar, si no, aquel sudor en la espalda y en la frente? ¿Cómo se explicaba que únicamente había empezado a tiritar una vez dentro con Bobby?
Hogan le hizo tomar dos tazas de té caliente con azúcar. En la comisaría no salían de su sorpresa y todo eran comentarios, rumores, hipótesis. Rebus explicó a Hogan lo que había pasado.
– Si nadie confiesa tendrán que soltar a Telford.
– ¿Y la grabación?
– Si saben jugar sus cartas aguardarán para desvelarlo.
– ¿Quién está con él?
Rebus se encogió de hombros.
– Estaba Watson en persona con Bill Pryde, pero después he visto a Bill, así que se habrán tomado un descanso o habrán cambiado de interrogadores.
– Qué asunto de mierda -comentó Hogan meneando la cabeza.
– No puedo con el azúcar -dijo Rebus mirando el té.
– Si te has tomado la primera taza sin rechistar…
– ¿Ah, sí? -replicó él dando un sorbo y haciendo una mueca.
– ¿Pero qué coño hacías ahí afuera?
– Tomando el aire.
– Cogiendo una pulmonía mortal, más bien -comentó Hogan alisándose un mechón de cabello rebelde-. Me ha venido a visitar ese Harris.
– ¿Y qué has decidido?
Hogan se encogió de hombros.
– Ceder, supongo.
Rebus le miró.
– No tienes por qué.
Colquhoun no parecía feliz de encontrarse allí.
– Gracias por venir -le dijo Rebus.
– ¡Qué remedio!
Le acompañaba un abogado, un hombre de mediana edad. ¿De Telford? A Rebus le tenía sin cuidado.
– Debe de estar usted acostumbrado a plegarse a las circunstancias, doctor Colquhoun. ¿Sabe quién más está aquí? Tommy Telford y Brian Summers.
– ¿Quién?
Rebus meneó la cabeza de un lado a otro.
– Representa mal la comedia. Usted sabe quiénes son porque hablamos de ellos en presencia de Candice.
A Colquhoun se le encendieron las mejillas.
– De Candice sí que se acuerda, ¿no? Su verdadero nombre es Karina, ¿se lo había dicho? Y en alguna parte tienen a un hijo que le arrebataron. Quizá lo recupere algún día, quizá no.
– No comprendo lo que esto…
– Telford y Summers van a pasar una temporada entre rejas -le interrumpió Rebus-. Y yo, por mi parte, si quisiera, no tendría el menor inconveniente en mandarle a usted también. ¿Qué me dice, doctor Colquhoun? Cómplice de proxenetismo, etcétera.
Rebus comenzaba a relajarse con su intervención pensando en que lo hacía por Jack.
El abogado quiso decir algo, pero se le anticipó Colquhoun.
– Fue un error.
– ¿Un error? -repitió Rebus con sorna-. Supongo que es un modo de verlo -añadió inclinándose y apoyando los codos en la mesa-. Ha llegado el momento de hablar, doctor Colquhoun. Ya sabe lo que se dice a propósito de la confesión…
Brian Summers, alias «El Guapito», tenía un aspecto impecable.
Le acompañaba también un abogado, un hombre mayor con aspecto de enterrador y gesto de contrariedad porque les hacían esperar. Cuando por fin se sentaron a la mesa de la sala de interrogatorios y Hogan introdujo las cintas en la grabadora y el vídeo, el letrado inició una protesta que debía de tener preparada de antemano.
– Inspector, como representante de mi cliente me veo en la obligación de manifestar que este modo de actuar es inconcebible…
– ¿Un modo de actuar inconcebible, dice? -replicó Rebus-. Pues eso no es nada, como dice la canción.
– Escuche, es evidente que…
Rebus, sin hacerle caso, dejó la carpeta de golpe sobre la mesa y la empujó hacia El Guapito.
El Guapito lucía para la ocasión traje marengo con camisa roja abierta. Venía sin las Ray-Ban y las llaves del Porsche pues le habían detenido en su piso del barrio elegante. Uno de los agentes hizo el siguiente comentario: «El tío estaba tan pancho escuchando a Patsy Cline en el aparato de alta fidelidad más grande que he visto en mi vida».
Rebus comenzó a silbar Crazy, atrayendo la atención de El Guapito, que le dirigió una sonrisa irónica, aunque continuó cruzado de brazos.
– Yo en tu caso lo leería -dijo Rebus.
– A punto -dijo Hogan, que acababa de conectar la grabadora.
Dio comienzo a los formalismos de fecha, hora, lugar y personas presentes y Rebus miró sonriendo al abogado. Tenía aspecto de ser caro. Como siempre, Telford no habría reparado en gastos.
– Brian -dijo Rebus-, ¿conoces la canción de Elton John Someone Saved My Life Tonightt <strong>[3]</strong>. Me la cantarás cuando hayas leído lo que hay en esa carpeta. Ahí la tienes. Sabes que es verdad y que no es ninguna treta por mi parte ni tienes que declarar nada. Pero por tu propio bien…
– No tengo nada que decir.
Rebus se encogió de hombros.
– Ábrela y echa un vistazo.
El Guapito miró al abogado, que parecía indeciso.
– Su cliente no va a culpabilizarse de nada por leerla -dijo Rebus-. Si quiere, puede hacerlo usted primero. Por mí no hay inconveniente, aunque… no creo que entienda gran cosa.
El abogado abrió la carpeta, que contenía unos doce folios.
– Pido disculpas de antemano por las faltas que haya -añadió Rebus-. Me apremiaba el tiempo cuando lo escribí a máquina.
El Guapito se limitó a mirar de reojo el informe y siguió atento a Rebus mientras el abogado hojeaba los folios.
– Comprenderá que estas alegaciones -dijo, finalmente, el letrado- no tienen ningún valor.
– Muy bien, si ésa es su opinión. Yo no pido que el señor Summers admita o niegue nada. Ya le he dicho que, por lo que a mí respecta, puede guardar silencio, pero que eche un vistazo.
El Guapito sonrió y miró a su abogado, quien se encogió de hombros, dándole a entender que no había nada que temer. El Guapito volvió a mirar a Rebus y cogió la primera hoja para leerla.
– Para que quede constancia en la grabación -dijo Rebus-, el señor Summers procede en este momento a la lectura del borrador de un informe redactado por mí en el día de la fecha. -Hizo una pausa-. Es decir, en realidad, con fecha del sábado. Lo que está leyendo es una interpretación de hechos recientes sucedidos en Edimburgo y alrededores, acontecimientos relacionados con su empresario, Thomas Telford, un consorcio comercial japonés que, en mi opinión, es una tapadera de la Yakuza, y un caballero de Newcastle llamado Jake Tarawicz.
Hizo otra pausa. El abogado dijo: «De momento, de acuerdo». Rebus asintió con la cabeza y prosiguió:
– Mi versión de los acontecimientos es como sigue: Jake Tarawicz se asoció con Thomas Telford por el solo hecho de que ambicionaba algo que estaba en manos de éste: un ingenioso dispositivo para introducir drogas en Gran Bretaña sin levantar sospechas. O pudiera ser que, una vez afianzada la asociación, Tarawicz pensase que podía apoderarse del territorio de Telford. Para lograrlo más fácilmente instrumentó una guerra entre Telford y Morris Gerald Cafferty, algo que no presentaba mucha dificultad puesto que Telford había invadido por la fuerza el territorio de Cafferty, inducido probablemente por el citado Tarawicz. Con objeto de que el enfrentamiento fuese en aumento planeó una agresión por mano de uno de sus hombres contra un traficante de droga a la salida de un club nocturno de Telford, consiguiendo que éste se lo imputase a Cafferty. En Paisley llevó también a cabo con sus hombres una agresión contra dos de Telford y éste, en represalia, prosiguió sus ataques en territorio de Cafferty.
Rebus carraspeó y dio un sorbo al té, ahora sin azúcar.
– ¿Qué le parece, señor Summers? -El Guapito siguió leyendo sin contestar-. Yo apostaría a que los japoneses no pensaban realmente intervenir. En otras palabras, que ignoraban lo que sucedía. Telford era un mero acompañante intermediario en las gestiones que habían emprendido para adquirir un club de campo para descanso y asueto de los miembros de la Yakuza, e instrumento a la vez de blanqueo de dinero, por ser menos sospechoso que un casino o un local de características similares, máxime estando en marcha el proyecto de una fábrica de elementos electrónicos, buen pretexto para la infiltración en el país de hombres de la organización fingiéndose hombres de negocios japoneses.
»Creo que Tarawicz, al verlo, comenzó a preocuparse. Él no quería deshacerse de Tommy Telford dejando el terreno libre a otros competidores y decidió incorporarlos a su plan; hizo seguir a Matsumoto para matarle con una artimaña pensada para involucrarme como principal sospechoso. ¿Por qué? Por dos razones. Primero porque Tommy Telford me consideraba un peón de Cafferty y al implicarme quedaba implicado Cafferty. Segundo, para alejarme del caso, pues yo había ido a Newcastle, donde vi a uno de sus hombres, un tal William Colton, alias «Cangrejo», a quien conocía de tiempo atrás y de quien Tarawicz se había servido para agredir al traficante de drogas. No deseaba que yo atase cabos.
Rebus volvió a hacer una pausa.
– ¿Qué tal voy, Brian?
El Guapito había concluido la lectura y volvió a cruzar los brazos mirando a Rebus.
– Falta ver las pruebas, inspector -dijo el abogado.
Rebus se encogió de hombros.
– No necesito pruebas. Envié una copia de ese mismo informe al señor Sakiji Shoda al Hotel Caledonian.
Rebus advirtió que los ojos de El Guapito se iluminaban.
– Y, en mi opinión, el señor Shoda va a cabrearse. Bueno, ya estaba cabreado y por eso vino a Edimburgo. A la vista del fallo de Telford quería ver si hacía algo bien, pero no creo yo que la chapuza de Maclean's le haya causado muy buena impresión. Vino a averiguar por qué habían matado a uno de sus hombres y quién lo ordenó. En mi informe se explica que el responsable fue Tarawicz y si Shoda le da crédito irá a por él. De hecho, ayer por la tarde abandonó el hotel precipitadamente. Me pregunto si no volverá a su país pasando por Newcastle. Es igual. Lo que importa es que seguirá cabreado con Telford por haberlo permitido. Y entretanto Jake Tarawicz va a estar cavilando quién le vendió a Shoda. Los de la Yakuza no se andan con bromas, Brian. Vosotros sois una guardería infantil comparados con ellos -dijo Rebus arrellanándose en la silla-. Y para terminar -añadió-, creo que, aunque Tarawicz tiene su base en Newcastle, en Edimburgo no deben de faltarle ojos y oídos. De hecho, he podido comprobarlo, pues acabo de sostener una charla con el doctor Colquhoun. ¿Te acuerdas de él, Brian? Oíste hablar de Colquhoun por boca de Lintz. Y cuando Tarawicz hizo la oferta de mujeres del este europeo para la red de prostitución pensaste que Tommy Telford tendría necesidad de traducir algunas frases de idiomas eslavos, tarea de la que se encargó Colquhoun. Tú le contaste cosas de Tarawicz y de Bosnia. Pero dio la casualidad de que él es aquí el único que conoce esos idiomas y cuando detuvimos a Candice también nosotros recurrimos a Colquhoun, quien enseguida se percató de la situación, aunque sin imaginarse que tuviera nada que temer porque Candice no le conocía y sus respuestas eran poco claras, o eso dijo él. En cualquier caso, a vosotros os avisó, por lo que decidisteis enviar a Candice a Fife y luego raptarla y apartar a Colquhoun de la circulación hasta que pasara lo peor.
Rebus sonrió.
– Él te dijo lo de Fife, pero fue Tarawicz quien secuestró a Candice. Yo creo que Tommy Telford encontrará eso algo raro, ¿no crees? Así que, aquí estamos. Pero en el momento en que cruces esa puerta lo harás como un hombre marcado. Te la juegas con la Yakuza, con Cafferty, con tu propio jefe o con Tarawicz. No tienes amigos y no estarás seguro en ninguna parte. -Rebus hizo una pausa-. A menos que te echemos una mano. He hablado con el subdirector Watson y está de acuerdo en aplicarte la condición de testigo protegido, con nueva identidad y lo que quieras. Tendrás que purgar una leve sentencia para guardar las apariencias, pero dispondrás de celda propia aislado de otros presos. Y después, estarás a Salvo. Por nuestra parte es un gran compromiso y requerimos lo mismo por la tuya: que lo confieses todo. Los envíos de droga -añadió Rebus contando con los dedos-, la guerra contra Cafferty, la conexión con Newcastle, la Yakuza y la red de prostitución. -Volvió a hacer una pausa y apuró el té-. No es fácil, lo sé. Tu jefe tuvo un ascenso meteórico, Brian, y estuvo a punto de alcanzar el triunfo, pero ahora se acabó. Lo mejor que puedes hacer es lo que te proponemos o pasarte el resto de tus días esperando una bala o un machete…
El abogado comenzó a protestar pero Rebus alzó una mano.
– Necesitamos que lo cuentes todo, Brian. Incluido lo de Lintz.
– Lintz -dijo El Guapito con desdén-. Lintz no es nada.
– Entonces, ¿cuál es el problema?
La expresión de El Guapito era una mezcla de rabia, miedo y desconcierto. Rebus se levantó.
– Necesito beber algo. ¿Y ustedes, caballeros?
– Un café -dijo el abogado-, solo y sin azúcar.
El Guapito no se decidía pero acabó por decir:
– Una Coca-Cola.
En ese momento Rebus comprendió que podían llegar a un acuerdo. Dio fin al interrogatorio; Hogan desconectó la grabadora y el vídeo y salieron los dos del cuarto. Hogan le dio unas palmaditas en la espalda.
Watson venía por el pasillo hacia ellos. Rebus se adelantó para recibirle y sostener un aparte con él antes de que entrara.
– Creo que tenemos una posibilidad, señor -dijo-. Intentará regatear y darnos menos de lo que queremos, pero creo que hay una posibilidad.
Watson esbozó una amplia sonrisa al tiempo que Rebus se recostaba en la pared cerrando los ojos.
– Me siento más viejo que Matusalén.
– Habla la experiencia -comentó Hogan.
Rebus lanzó un gruñido y fueron los dos a buscar las bebidas.
– El señor Summers -dijo el abogado cuando Rebus le tendía la taza- desea explicarles la historia de su relación con Joseph Lintz. Pero antes queremos ciertas garantías.
– ¿Y los otros temas que le señalé?
– Eso puede negociarse.
– ¿No me crees? -dijo Rebus mirando a El Guapito.
– No -respondió él cogiendo la Coca-Cola y echando un trago.
– Muy bien -dijo Rebus alejándose hasta la pared-. En tal caso puedes irte. En cuanto termines la Coca-Cola -añadió mirando el reloj- sales de aquí, que esta noche los cuartos de interrogatorio están muy solicitados. Inspector Hogan, haga el favor etiquetar las cintas.
Hogan expulsó las dos cintas y Rebus se sentó a su lado para comentar asuntos de trabajo como si se hubiesen olvidado de El Guapito, mientras Hogan miraba en una lista quién hacía el próximo turno de interrogatorio.
Con el rabillo del ojo Rebus vio a El Guapito inclinarse hacia el abogado y hablar en voz baja con él. Se volvió hacia ellos.
– ¿Pueden hablar afuera, por favor? Hay que dejar libre este cuarto.
El Guapito sabía que Rebus faroleaba… y que necesitaba su declaración, pero también se daba cuenta de que era verdad que había entregado el informe a Shoda, y no era tan tonto como para no sentir miedo. Sin moverse de la silla cogió del brazo a su abogado para que se quedase y escuchara. Finalmente, el abogado carraspeó.
– Inspector, el señor Summers está dispuesto a contestar a sus preguntas.
– ¿A todas?
El abogado asintió.
– Pero insisto en que nos especifiquen algo más cuál es el trato que nos propone.
Rebus miró a Hogan.
– Vaya a buscar al subdirector.
Rebus salió del cuarto y aguardó en el pasillo; gorroneó un cigarrillo a un agente de uniforme que pasaba y apenas lo había encendido cuando vio llegar a Watson a toda prisa seguido de Hogan como unido a él por una cadena invisible.
– No fume, John; ya sabe.
– Sí, señor -dijo Rebus aplastando la punta-. Se lo sostenía al inspector Hogan.
Watson señaló hacia la puerta con la cabeza.
– ¿Qué quieren?
– Hemos hablado de la posibilidad de no interponer acción judicial y un mínimo de una sentencia ligera y segura, con nueva identidad.
Watson reflexionó.
– No hemos podido sacarles nada a ninguno. No es que importe demasiado porque tenemos a los que cogimos en el atraco y la grabación de la conversación con Telford…
– Summers es un hombre de confianza de Telford que conoce la organización.
– ¿Cómo es que se aviene a cantar?
– Porque está asustado y el miedo es superior a su lealtad. No digo que vayamos a obtener hasta el último detalle, pero probablemente sí lo suficiente para comenzar a presionar a los demás. Y una vez que se den cuenta de que alguien ha hablado todos querrán llegar a un acuerdo.
– ¿Qué clase de abogado trae?
– Uno de los caros.
– En ese caso no existe posibilidad de enredarle.
– Mejor no podría expresarse, señor.
El subdirector giró sobre sus talones.
– De acuerdo, hagamos ese trato.
– ¿Cuándo conoció a Joseph Lintz?
El Guapito había abandonado su postura de brazos cruzados y apoyaba ahora los codos en la mesa, sujetándose la cabeza con las manos. El pelo le caía sobre la frente y parecía aún más joven.
– Hará unos seis meses. Anteriormente habíamos hablado por teléfono.
– ¿Era cliente?
– Sí.
– ¿En qué medida?
El Guapito miró las cintas que giraban.
– ¿Lo digo delante de todos los presentes?
– Eso es.
– Joseph Lintz era cliente del servicio de acompañamiento en el que yo trabajaba.
– Vamos, Brian, tú eras algo más que un lacayo. Eras el director, ¿no?
– Si usted lo dice…
– Brian, si quieres marcharte…
– De acuerdo -replicó echando fuego por los ojos-. Lo dirigía para mi empresario.
– ¿El señor Lintz telefoneó para pedir compañía?
– Pidió que una de nuestras chicas fuese a su casa.
– ¿Y?
– Y nada más. Se pasó media hora sentado frente a ella mirándola.
– ¿Los dos sin desvestirse?
– Sí.
– ¿Y nada más?
– Al principio, sí.
– Ah -Rebus hizo una pausa-. Debió de picarte la curiosidad.
El Guapito se encogió de hombros.
– De todo hay en la vida, ¿no?
– Supongo que sí. ¿Cómo evolucionó la relación comercial?
– Bueno, el que mira es siempre la carabina.
– ¿Tú, no?
– Sí.
– ¿No tenías nada mejor que hacer?
– Sentía curiosidad -contestó El Guapito encogiéndose otra vez de hombros.
– ¿De qué?
– Era por ese barrio, la casa en Heriot Row.
– ¿El señor Lintz tenía… clase?
– Para dar y tomar. Mire, yo he conocido peces gordos, ejecutivos importantes que querían un polvo en el hotel, pero Lintz era muy distinto.
– Él sólo quería mirar a las chicas.
– Eso es. En aquella casa enorme…
– ¿Estuviste en ella? ¿No te quedabas en el coche?
– Alegué que era una regla de la empresa -replicó El Guapito con un sonrisa-. Por simple curiosidad.
– ¿Hablaste con él?
– Sí; más adelante.
– ¿Y os hicisteis amigos?
– En realidad no… Bueno, quizás. Él sabía de todo; era una eminencia.
– Y te impresionó.
El Guapito asintió. Sí, Rebus lo entendía. Su anterior modelo de referencia era Tommy Telford, pero El Guapito tenía sus aspiraciones y quería clase; deseaba que la gente le reconociera por su inteligencia y Rebus sabía el atractivo que encerraba la conversación de Lintz. ¿No iba a tenerlo aún más para El Guapito?
– ¿Qué sucedió después?
El Guapito se rebulló en el asiento.
– Que cambiaron sus gustos.
– ¿O que más bien comenzaron a salir a la superficie sus verdaderos gustos?
– Es lo que yo pensé.
– ¿Qué pedía?
– Las chicas… y él con la cuerda… y el nudo corredizo -dijo El Guapito tragando saliva. Su abogado dejó de tomar notas para escuchar atentamente-. Obligaba a las chicas a ponérselo al cuello y a tumbarse como si estuvieran muertas.
– ¿Vestidas o desnudas?
– Desnudas.
– ¿Y?
– Y él… se corría sentado en el sillón. Había chicas que no querían ir allí porque él les pedía que fingiesen y que gesticulasen con los ojos desorbitados y la lengua fuera, retorciendo el cuello…
El Guapito se pasó la mano por el pelo.
– ¿Hablasteis alguna vez de ello?
– ¿Con él? No, nunca.
– ¿De qué hablabais, entonces?
– De todo -respondió El Guapito mirando al techo y riendo-. Una vez me dijo que creía en Dios, pero que lo malo es que no estaba seguro de que Dios creyera en él. Entonces me pareció una frase genial… Siempre me hacía cavilar con las cosas que decía. Y, sin embargo, era un tipo que se masturbaba sobre cuerpos de mujeres desnudas con una soga al cuello.
– Toda esa atención personal que le dabais -dijo Rebus- era para saber bien quién era, ¿no?
El Guapito bajó la vista y asintió con la cabeza.
– Habla para la grabadora, por favor.
– Tommy siempre quería saber si había posibilidad de chantaje a los clientes.
– ¿Y…?
El Guapito se encogió de hombros.
– Descubrimos el asunto del nazismo pero comprendimos que no podíamos hacerle más daño del que ya le causaba el escándalo. Tenía gracia: nosotros viendo si podíamos sacar algo con la amenaza de revelar una perversión y los periódicos publicando que era un genocida -dijo riendo otra vez.
– ¿Y desististeis?
– Sí.
– Pero él os pagó cinco de los grandes -añadió Rebus.
El Guapito se pasó la lengua por los labios.
– Es que intentó matarse. Él mismo me contó que ató la cuerda a la barandilla de la escalera y saltó, pero no dio resultado porque cedió la madera.
Rebus recordó el pasamanos desprendido de casa de Lintz y al anciano con un pañuelo al cuello y voz ronca diciéndole que tenía faringitis.
– ¿Te contó a ti eso?
– Un día llamó a la oficina y dijo que teníamos que vernos. Era raro porque siempre me llamaba al móvil desde cabinas. «Es cauto el cabrón», pensaba yo. Y de pronto llama al despacho desde su propia casa.
– ¿Dónde te citó?
– En un restaurante. Me invitó a comer. -La mujer joven…-. Me contó que había intentado suicidarse y que le había fallado; no cesaba de repetir que había comprobado que era «un cobarde moral», no sé qué querría decir.
– ¿Y qué es lo que quería de ti?
– Necesitaba alguien que le echara una mano -dijo El Guapito mirando a Rebus.
– ¿Tú?
El Guapito se encogió de hombros.
– ¿Y convinisteis ese precio?
– No regateó. Dijo que lo haríamos en el cementerio de Warriston.
– ¿Tú no le preguntaste por qué?
– Yo sabía que aquel lugar le gustaba. Quedamos muy temprano en su casa y fuimos en su coche. Para él era como un día cualquiera, salvo que no hacía más que darme las gracias por mi entereza.
– Continúa -dijo Rebus.
– Pues no hay mucho más que contar. Se pasó el nudo corredizo por el cuello y me dijo que tirase de la cuerda. Yo intenté disuadirle pero el cabrón estaba decidido. ¿Verdad que no es asesinato? La eutanasia es legal en muchos países.
– ¿Por qué tenía un golpe en la cabeza?
– Porque pesaba más de lo que yo creí y al primer tirón se me fue la cuerda de las manos y cayó al suelo.
Bobby Hogan carraspeó.
– Brian, ¿dijo algo… antes de morir?
– ¿Unas palabras para la posteridad? -El Guapito negó con la cabeza-. Lo único que dijo fue «gracias». Pobre hombre. Ah, dejó todo esto por escrito.
– ¿Cómo?
– Lo de mi ayuda. Era como una garantía en caso de que llegara a establecerse algún tipo de relación entre nosotros dos. En la carta dice que él mismo me suplicó que le ayudara pagándome por ello.
– ¿Dónde está esa carta?
– En una caja fuerte. Puedo dársela.
Rebus asintió con la cabeza y estiró la espalda.
– ¿Hablasteis alguna vez de Villefranche?
– No mucho; más que nada del acoso de la prensa y de la tele y de que sus amistades le rehuían…
– ¿Pero de la matanza en sí, no?
El Guapito negó con la cabeza.
– ¿Sabe qué? Aunque me lo hubiera contado no se lo diría.
Rebus dio unos golpecitos en la mesa con el bolígrafo. Sabía que aquello ponía fin definitivamente al caso Lintz. Se había aclarado la muerte del anciano y les constaba que había llegado al país a través de la Ruta de Ratas, pero jamás sabrían si era o no Josef Linzstek. Las pruebas eran abrumadoras, pero también lo era la evidencia de que Lintz había sido acorralado hasta la muerte. Cuando surgieron las acusaciones fue cuando comenzó a poner la soga al cuello de las prostitutas.
Hogan cruzó una mirada con Rebus y se encogió de hombros como diciendo: ¿qué más da? Rebus asintió con la cabeza. Parte de su ser deseaba hacer una pausa, pero ahora que El Guapito estaba cantando era importante mantener la presión.
– Gracias, señor Summers. Volveremos al señor Lintz si hicieran falta más preguntas. Háblenos ahora de la relación entre Tommy Telford y Jake Tarawicz.
El Guapito se rebulló en la silla para acomodarse.
– Eso será largo -dijo.
– Tómese el tiempo que quiera -dijo Rebus.
Poco a poco lo explicó todo.
El Guapito necesitaba un descanso y ellos también. Entraron otros equipos para indagar más aspectos del caso, las cintas fueron cargándose y las enviaron a otras dependencias para que las escucharan, y se hicieron notas y transcripciones. Llegaron preguntas suplementarias a la sala de interrogatorios. Telford se resistía a hablar. Rebus entró a echar un vistazo y se sentó frente a él, pero el gángster se mantenía impasible, erguido como un palo, con las manos en las rodillas. Mientras tanto, utilizaron la confesión de El Guapito para presionar a otros miembros de la banda sin dejar que se produjeran filtraciones sobre quién había cantado.
Y lentamente fueron minando la unidad de la banda hasta que, a partir de un momento determinado, aquello fue como una cascada de acusaciones, justificaciones y desmentidos que les permitió descubrirlo todo.
Telford y Tarawicz, las prostitutas de Europa del este conducidas al norte del país, y matones y droga con destino al sur.
El señor Taystee había recibido su merecido por abusar.
Los japoneses se valían de Telford como medio para establecer en Escocia una buena base de operaciones para sus negocios.
Pero Rebus había echado por tierra el proyecto ya que en la carpeta entregada a Shoda conminaba al gángster a olvidarse de Poyntinghame bajo amenaza de «implicarle en una investigación criminal en curso». Los de la Yakuza no eran idiotas y él dudaba de que volvieran… al menos por un tiempo.
Como última tarea aquella noche bajó a los calabozos a abrir la celda y decirle a Ned Farlowe que quedaba libre y que no tenía nada que temer…
A diferencia del señor Ojos Rosa, con quien la Yakuza tenía una cuenta pendiente que no tardaron en liquidar; su cadáver fue hallado en el desguace atado con el cinturón de seguridad. Sus hombres se habían desperdigado y algunos no habían dejado de correr.
Rebus se sentó en el cuarto de estar mirando a la puerta que Jack Morton había raspado y pintado. Pensó en el entierros en si acudirían muchos afiliados de Alcohólicos Anónimos y si le harían algún reproche. Estarían los hijos de Jack, a quienes no conocía ni le apetecía conocer.
El miércoles por la mañana volvió a Inverness para recibir a la señora Hetherington al pie del avión. La habían retenido en la aduana de Holanda para que contestara unas preguntas; se trataba de una trampa con la que lograron detener a un conocido traficante, un tal De Gier, en el momento en que introducía un kilo de heroína en un compartimiento falso de la maleta de la anciana, una maleta regalo de su casero Telford. Quedaban en Holanda otros pensionistas de vacaciones a quienes interrogaría la policía.
De nuevo en casa, llamó a David Levy.
– Lintz se ha suicidado -le dijo.
– ¿Es ésa su conclusión?
– Es la verdad. No se trata de ninguna conjura ni de un encubrimiento.
Oyó un suspiro.
– No tiene mayor consecuencia, inspector. Lo enojoso es que hemos perdido otro.
– A usted Villefranche le tiene sin cuidado, ¿no es eso? Sólo le importa la Ruta de Ratas.
– Por Villefranche ya nada puede hacerse.
Rebus respiró hondo.
– Vino a verme un tal Harris del Servicio de Inteligencia británico que encubre a determinados personajes supervivientes de la Ruta de Ratas, e incluso a sus hijos. Dígale a Mayerlink que siga investigando.
Se hizo un silencio.
– Gracias, inspector.
Rebus iba con El Comadreja en el asiento trasero del Jaguar. Conducía un tipo al que le faltaba un buen trozo de la oreja izquierda, lo que de perfil le confería aspecto de duendecillo, aunque no era cuestión de arriesgarse a decírselo a la cara.
– Ha cumplido -dijo El Comadreja-. El señor Cafferty está contento.
– ¿Desde cuándo le tenéis?
– No se le escapa nada, Rebus -dijo El Comadreja sonriendo.
– Los Rangers me propusieron el fichaje. ¿Cuánto hace que le tenéis?
– Unos días. Teníamos que asegurarnos de que era él, ¿no le parece?
– ¿Y ya estáis seguros?
– Totalmente.
Rebus contempló por la ventanilla las tiendas, los peatones y los autobuses. Iban en dirección de Newhaven y Granton.
– ¿No habréis cogido a un desgraciado como chivo expiatorio?
– No, es él.
– Estos días os podríais haber dedicado a sacarle las respuestas pertinentes.
– ¿Por ejemplo? -dijo El Comadreja sonriendo.
– Si estaba a sueldo de Telford.
– ¿Y no de Cafferty, quiere decir? -Rebus miró furioso a El Comadreja, quien se echó a reír-. Yo creo que usted mismo se dará cuenta de que es él.
La manera de decirlo le produjo a Rebus un escalofrío.
– Está vivo, ¿no?
– Ah, sí. Por cuánto tiempo… es asunto suyo.
– ¿Crees que quiero verle muerto?
– Estoy convencido. Usted no fue a ver al señor Cafferty para pedir justicia, sino venganza.
Rebus le miró.
– No pareces tú.
– ¿Quiere decir que no parezco mi imagen? Son dos cosas totalmente distintas.
– ¿Y cuántos personajes hay detrás de la imagen?
Can You See tbe Real Me [4], de los Who.
El Comadreja volvió a sonreír.
– Yo simplemente opino que es algo que tiene bien merecido después de todas las molestias que se ha tomado.
– No creas que he hundido a Telford sólo por complacer a tu jefe.
– De todos modos… -El Comadreja se aproximó a Rebus en el asiento-. Por cierto, ¿cómo sigue Sammy?
– Ya está bien.
– ¿ Convaleciente?
– Sí.
– Lo celebro. El señor Cafferty se alegrará. Está un poco decepcionado porque no ha ido usted a verle.
Rebus sacó un periódico del bolsillo doblado por un titular: PUÑALADA MORTAL EN LA CÁRCEL.
– ¿Es cosa de tu jefe? -preguntó tendiéndole el diario.
El Comadreja fingió leerlo: «Un recluso de veintiséis años natural de Govan… muerto en su celda de una puñalada en el corazón… no hay testigos ni se ha decubierto el arma a pesar del minucioso registro». Qué poco cuidado -comentó chasqueando la lengua.
– ¿Estaba a sueldo para matar a Cafferty?
– ¿Sí? -replicó El Comadreja con cara de sorpresa.
– A la mierda -exclamó Rebus volviendo a mirar por la ventanilla.
– Por cierto, Rebus, si decide no llevar a juicio al del Rover…
El Comadreja le tendió un objeto: un destornillador afilado con el mango forrado de cinta adhesiva. Rebus lo miró asqueado.
– Lo he limpiado de sangre -dijo El Comadreja y volvió a reírse.
Rebus se sentía como si lo llevaran al infierno. Se veían ya las aguas grises del Firth of Forth con Fife al fondo. Entraron en una zona de muelles, gasómetros y naves destinada a la ampliación del polígono industrial de Leith. La ciudad estaba destripada; de un día para otro cambiaban las direcciones de circulación y las obras de infraestructura, y en los tajos de construcción la maquinaria no paraba. El Ayuntamiento, siempre lloriqueando por los números rojos, tenía toda clase de proyectos para alterar todavía más la ciudad que regía.
– Ya estamos llegando -dijo El Comadreja.
Rebus se preguntó si cabía dar vuelta atrás.
Pararon ante el portón de unos almacenes. El que conducía abrió el candado y quitó la cadena para dar paso al coche y El Comadreja le ordenó que aparcase detrás de unas naves. Rebus vio una furgoneta blanca muy oxidada con los cristales traseros pintados, viable para coche fúnebre en caso necesario.
Al bajar del coche les azotó un viento cargado de salitre. El Comadreja se dirigió hacia una puerta, que golpeó con fuerza. Abrieron y entraron.
Era un espacio vacío inmenso que albergaba algunas cajas y unas piezas mecánicas sueltas tapadas con hule. Había dos hombres; el que les había abierto y al fondo otro de pie que no permitía ver bien una silla con un cuerpo atado. El Comadreja tomó la delantera seguido por Rebus, que trataba de controlar su respiración cada vez más agitada. El corazón le saltaba en el pecho y sus nervios se desataban por la ardua pugna de ahuyentar el odio.
Cuando estaban a tres metros de la silla, El Comadreja hizo un gesto con la cabeza, el hombre se apartó y ante los ojos de Rebus apareció un niño con cara de espanto.
Un niño de nueve o diez años.
Tenía un ojo amoratado, sangre reseca en la nariz y contusiones y rozaduras en sus carrillos y barbilla. El labio partido ya le cicatrizaba. Tenía los pantalones rotos por las rodillas y le faltaba un zapato.
Y apestaba, como si se hubiese orinado o algo peor.
– ¿Qué coño es esto? -preguntó Rebus.
– El cabroncete que robó el coche y perdió los nervios en el semáforo y se lo pasó a toda hostia, pero se le fue el pie de los pedales porque apenas llegaba a ellos. Éste es el culpable -añadió El Comadreja acercándose al crío y poniéndole una mano en el hombro.
Rebus miró las tres caras que le rodeaban.
– ¿Os parece gracioso como broma?
– No es ninguna broma, Rebus.
Miró al niño. Tenía churretones en la cara y los ojos enrojecidos de llorar. Le temblaban los hombros porque le habían atado las manos al respaldo de la silla y los tobillos a las patas.
– Por… favor, señor… -exclamó con voz seca y quebrada-. Yo…, Por favor…, ayúdeme…
– Birló el coche -dijo El Comadreja-, la atropello y salió corriendo asustado hasta que lo dejó cerca de donde vive y se llevó el casete y las cintas. Sólo quería el coche para una carrera. Echan carreras por las carreteras en construcción. Este enano sabe hacer un puente en diez segundos -añadió frotándose las manos-. Bien…, ahí lo tiene.
– Ayúdeme…
Rebus recordó la pintada: «No ayudáis». El Comadreja hizo un gesto con la cabeza a uno de los hombres y éste sacó un zapapico.
– O el destornillador -dijo-. O lo que quiera. Usted manda -añadió con una leve reverencia.
A Rebus no le salían las palabras.
– Cortad esas cuerdas.
Se hizo un silencio.
– ¡¡¡Cortad las putas cuerdas!!!
El Comadreja lanzó un resoplido.
– Ya has oído, Tony -dijo.
Se oyó el clic de una navaja automática y el hombre cortó las cuerdas como si fuesen de papel. Rebus se acercó al niño.
– ¿Cómo te llamas?
– Jo… Jordán.
– ¿De nombre o de apellido?
– De nombre -respondió el niño mirándole.
– De acuerdo: Jordán -dijo Rebus inclinándose para levantarle.
El niño se dejó hacer temblando. Pesaba poco. Rebus echó a andar a su lado.
– ¿Y ahora qué, Rebus? -dijo El Comadreja.
Él, sin darse por aludido, llegó con el niño hasta la puerta, la abrió de una patada y salieron al sol.
– Lo… lo siento de verdad -dijo el niño haciendo visera con la mano para protegerse de la intensa luz al tiempo que rompía a llorar.
– ¿Tú sabes lo que hiciste?
El niño asintió.
– Desde… aquel día… Sabía que había hecho una cosa mala -dijo bañado en lágrimas.
– ¿Te han dicho quién soy yo?
– No me mate, por favor.
– No voy a matarte, Jordán.
El pequeño parpadeó sorprendido, intentando enjugarse las lágrimas; no sabía si le mentía.
– Creo que ya has pasado bastante, amiguito -dijo Rebus-. Los dos -añadió.
Así que al final, lo que había era aquello: «Uno de esos extraños caprichos del destino», como decía la canción de Bob Dylan. A empalmar con la de Leonard Cohen: «¿Eso es lo que querías?».
Pero Rebus no sabía qué decir.
Fue al hospital limpio y sobrio. Esta vez a una sala común con horario de visitas. Se acabaron las vigilias a oscuras. Candice no había vuelto pero las enfermeras decían que de vez en cuando llamaba una mujer con acento extranjero. No hubo manera de saber dónde estaba; quizá buscando a su hijo. Tenía poca importancia con tal de que estuviera a salvo y se hubiera librado de aquella vida.
Al llegar al fondo de la sala dos mujeres se levantaron a que les diera un beso: Rhona y Patience. Traía una bolsa de compra con revistas y uvas. Sammy estaba sentada en la cama recostada en tres almohadas con Pa Broon al lado. Le habían lavado el pelo y le sonreía recién peinada.
– Revistas de mujeres -dijo él meneando la cabeza-. No deberían existir.
– Necesito un poco de fantasía para aguantar aquí -replicó Sammy y Rebus le devolvió una sonrisa beatífica y se inclinó para besarla.
Brillaba el sol cuando cruzaban los Meadows aquel día, uno de los pocos que tenían libre los dos juntos. Agarrados de la mano, miraban a los que tomaban el sol y jugaban al fútbol. Sabía que Rhona estaba eufórica y él creía saber por qué, pero no quería hacer conjeturas.
– Si tuvieras una hija, ¿qué nombre le pondrías? -preguntó ella.
El se encogió de hombros.
– La verdad es que no lo he pensado.
– ¿Y si fuera niño?
– Sam me gusta mucho.
– ¿Sam?
– De niño tuve un osito llamado Sam que me hizo mi madre.
– Sam… -repitió ella-. Pues sí, valdría para los dos casos, ¿a que sí?
Él se detuvo y la abrazó por la cintura.
– ¿A qué te refieres?
– A que podría ser Samuel o Samantha. No creas que abundan los nombres como ése.
– Supongo que no. Rhona, ¿acaso…?
Ella le puso un dedo en los labios y le besó. Siguieron paseando. No había una puta nube en el cielo.
<a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Marchito y muerto. (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref3">[3]</a> «Alguien me ha salvado la vida esta noche.» (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref4">[4]</a> «¿No ves mi auténtico yo?» (N. del T.)