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– Nunca llegué a conocerlo.
Contreras suspiró y pareció encontrar una verdad refutadora en un papel trascendental que luego agitó ante Carvalho.
– Empezamos a no estar de acuerdo. Aquí pone que usted se dedicó a buscar a Alekos Faranduris como un loco, como si le fuera en ello la vida. No iba usted solo, pero en cuanto me han dado la descripción de la pandilla en seguida me he dicho: tate, ése es Carvalho. Y luego resulta que horas después de la búsqueda del señor Carvalho, Alekos Faranduris aparece muerto de una sobredosis de droga, una sobredosis que podía haber matado a un caballo, y yo ahora, como usted con su natural listeza comprenderá, me veo obligado a preguntarle: ¿por qué buscaba con tanto ahínco a ese fiambre?
Carvalho carraspeó y puso gotas de la más inocente inocencia en sus ojos.
– Sólo puedo decirle que cuando yo dejé al señor Faranduris en la madrugada del miércoles al jueves gozaba de una excelente salud.
Parecía un moribundo.
– Aún no me ha dicho el porqué de tanto interés por localizar a ese cadáver.
– Al no hablar más de la cuenta, Contreras, hago un elogio a su inteligencia. Piensa usted, ¿qué interés puedo tener yo en encontrar a un griego moribundo?
– Usted es un mercenario, desde luego, y a eso voy. ¿Quién estaba interesado en encontrar a ese griego?
– Sus parientes. Me localizaron desde Francia. Estaban intranquilos por su desaparición y me pusieron en su pista. Les constaba que se movía por Barcelona y recurrieron a mí porque mi fama ha traspasado todas las fronteras.
– Enhorabuena.
– Lógicamente, a un artista había que buscarlo a partir de otros artistas y a usted puedo decirle que fue relativamente fácil, aunque a mis clientes les diré que fue extremadamente difícil para justificar la minuta.
– Lo comprendo, lo comprendo.
Hoy por usted y mañana por mí.
– Y eso es todo. Vi a Faranduris en un almacén abandonado de Pueblo Nuevo al que me llevaron las referencias de personas que lo habían conocido. Estaba muy mal.
Yo diría que estaba agonizando aunque él no lo sabía o quizá no quería reconocerlo.
– Y usted lo dejó allí tirado.
– No se dejó trasladar.
– ¿Iba usted solo?
– No.
– ¿Piensa decirme con quién?
– No. Ni creo que pueda añadir nada a lo que usted ya sabe o le interesa saber. Forma parte de mi secreto profesional y me hago responsable de lo que digo: si Faranduris no estaba muerto cuando yo le vi, poco faltaba. Parecía muy enfermo.
– En efecto lo estaba.
– ¿SIDA?
– SIDA, buen diagnóstico.
Tiene usted un ojo clínico.
– Tenía cara de enfermo de moda.
– Desde que llegó a Barcelona hace ocho meses, ocho meses, Carvalho, ha estado hospitalizado en tres ocasiones y de la última se marchó sin decir ni buenas. Estaba desahuciado y se limitó a desaparecer. Ahora reaparece, muerto. Y no precisamente en el interior de un almacén, señor Carvalho, sino en la playa.
– ¿Tenía la jeringuilla puesta?
Contreras no le contestó inmediatamente. Diríase que estudiaba el porqué de la pregunta o el interés que Carvalho exhibía hacia la respuesta. No era demasiado.
Parecía en cambio más interesado por lo que se amontonaba sobre la mesa.
– Desde luego.
– Bien, entonces caso cerrado.
No es el primer vagabundo extranjero que se mete una sobredosis para terminar de una vez por todas.
– No. No es el primero. Pero éste ha sido muy buscado y, además, usted es la única persona que puede llevarnos a sus parientes, por si quieren recuperar el cadáver antes de darle cristiana sepultura.
– Trataré de ponerme en contacto con mis clientes.
– Le hemos encontrado un pasaporte en el que consta la dirección de un hotel de París, no de un domicilio familiar. Un pasaporte relativamente reciente. Y lo curioso es que en ese hotel apenas vivió el tiempo durante el cual tramitó el pasaporte, como si quisiera borrar huellas.
– ¿Hay informe policíaco?
– Todavía no, pero parece limpio. De haber sido sucio ya habría llegado.
– ¿Tiene inconveniente en que eche un vistazo al pasaporte? Es por la fotografía. Por si hablamos del mismo hombre.
Contreras se encogió de hombros y lanzó el pasaporte sobre la mesa.
Carvalho se levantó y se adosó casi al tablero cubierto de papeles, carpetas, la linterna. Levantó el pasaporte, lo abrió por la página de la fotografía y lo alzó hasta sus ojos como si tuviera problemas de visión. Contreras parecía desentendido durante el tiempo que Carvalho empleara en aquella operación de reconocimiento. De pronto Carvalho manifestó su descontento por la escasa posibilidad de visión y se inclinó bruscamente sobre la mesa para situar el carnet bajo el haz de luz de la lámpara. En su brusca acción, con el codo izquierdo provocó una caída al suelo de papeles, carpetas, la linterna.
– Coño. Lo siento, comisario.
Contreras pertenecía a la especie de maridos irritables cuando la mujer rompe una copa en el fregadero o de padre capaz de lanzar un ultimátum al niño que ha volcado alocadamente el tazón de la leche.
Le molestaban los actos fallidos y dedicó a Carvalho una mirada condenatoria, al tiempo que le exigía una inmediata reparación de su torpeza.
– Sólo falta que usted contribuya al desorden de esta oficina.
Entre disculpas, Carvalho se agachó y parapetado tras la mesa empuñó la linterna con decisión, se la metió en el bolsillo de la chaqueta y luego fue recogiendo con parsimonia los legajos y poniéndolos sobre la mesa uno por uno, para que Contreras los reconociera uno por uno, asintiendo uno por uno, sin abandonar el ceño.
– ¿Ya está todo?
– Ya está todo.