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– Yo también, Carvalho.
Y cuando ya había conseguido casi dormirse, con la boca llena de gusto a salvia y de dos copas de Ouzos que conservaba de un viaje al Monte Athos en compañía de Artimbau, llegó la última llamada de la noche:
– ¿Duerme, jefe?
– Ya no.
– Es que he conseguido recordar el personaje. El francés que nos ha visitado es clavadito al dueño de la casa de juego de la película "Gilda". ¿Lo recuerda?
– ¿Te refieres a Rita Hayworth?
– No. Rita es la chica.
– ¿Seguro, Biscuter?
– Seguro.
– Si tú lo dices.
Demasiado chalet para tan poco servicio. La mujer que le abrió la puerta de la calle no iba disfrazada de criada, ni de jardinero, ni de señora para todo y en cambio por las maneras con que le hizo atravesar el jardín y limpiarse las suelas de los zapatos en el felpudo parecía como si incluso hubiera parido el chalet y a la mismísima familia Brando. Cabizbaja, concentrada, mirando a derecha e izquierda por si algo hubiera alterado el equilibrio universal en la pequeña porción de universo que le correspondía y desinteresada del intruso que pasaría por aquella mañana, por aquel jardín, por la vida de los Brando sin merecer siquiera recordar su nombre.
– ¿Ha dicho usted que se llama?
– Carvalho, Pepe Carvalho.
Caminó de puntillas sobre el suelo que tanto le había costado limpiar y dejó a Carvalho haciendo cálculos sobre los signos externos del señor Brando. Una mezcla de tradición y premios FAD de diseño, muebles del abuelito o del abuelito de otros y muestras de que Barcelona es una de las cinco mil capitales del diseño mundial. Pero tal vez faltaba armonía, sobraba coleccionismo y voluntad de exhibir un gusto a prueba del paso del tiempo. La asistenta había desaparecido tras una puerta y reapareció en el umbral, como las enfermeras en los consultorios de postín.
– ¿Hace usted el favor de pasar?
Le cedió el paso y cerró la puerta a su espalda con tanto cuidado, que Carvalho paró más atención en la calidad de la madera, que temió quebradiza, que en el hombre que le esperaba al fondo de un despacho demasiado grande para ser doméstico, como si estuviera copiado de los despachos de todos los pseudointelectuales preocupados porque sean la medida de su talento no reconocido. Por su larga experiencia de mirón de despachos y retretes, Carvalho sabía que los pseudointelectuales cuidan tanto los unos como los otros e incluso a veces consiguen extrañas síntesis que jamás han sido reflejadas en las revistas de decoración.
– Soy un fracasado y mi mujer me abandonó por primera vez a los quince días de la boda. Pero ante todo salga usted al pasillo y abra bruscamente la segunda puerta a la izquierda. No se equivoque, la segunda puerta a la izquierda y bruscamente. Si no es mucho pedirle, camine de puntillas hasta llegar a la puerta y luego ¡zas!
bruscamente… no lo olvide.
Podría ser un fracasado pero la mesa de despacho era cara, la librería de una madera de bosque de lujo y la lámpara de un metal cargado de quilates. Es decir, tenía el aspecto de cliente solvente capaz de pagarse el gusto de que Carvalho hiciera el imbécil caminando de puntillas por un pasillo y abriera una puerta con decisión.
Cumplió las órdenes puntualmente hasta llegar ante la puerta, pero allí se detuvo y aplicó la oreja contra una madera que olía a barniz de postín. O era una grabación de alta fidelidad o alguien estaba follando allí dentro con una perfección de gimnasia sueca y jadeo de gentes licenciadas en aficiones secretas. No era cuestión de echarse atrás. Venció la resistencia falsa del pomo dorado de la puerta y empujó con el hombro. La chica estaba empalada por el sexo del viejo que tenía debajo. Era rubia, tenía las tetas en forma de pera y rapidez de reflejos porque vuelta la cara hacia la puerta, suspendió el jadeo para gritar:
– ¡Papá! ¡Eres un hijo de puta!
En cuanto al viejo frunció el ceño, quién sabe si para distinguir la cara del intruso o porque se le había adelantado el orgasmo. Carvalho pensó en disculparse, pero se limitó a cerrar la puerta con suavidad y a volver al despacho del llamado Brando, que le esperaba seguro del buen resultado de su iniciativa.
– ¿Qué ha visto usted?
– Una jovencita…
– Diecisiete años… Mi hija.
– … haciendo el amor…
– Follando.
– Con un señor enfadado.
– Un hombre que podía ser su padre.
Ya estaba satisfecho Brando, ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, extrovertido y presumiendo de llamar al pan pan y al vino vino, como los aragoneses y los navarros. Era navarro, informó, pero su apellido tal vez fuera de origen centroeuropeo.
– Brando. ¿Le suena no? Muy gracioso lo de Marlon Brando.
Fue un fugaz momento de autocomplacencia para volver a la melancolía.
– Soy un fracasado. Mi mujer me abandonó por primera vez a los quince días de casados, luego volvió, tuvimos un hijo, que acaba de quitarme el negocio, y ya de propina esta chica. Cuando la niña cumplió diez años mi mujer me dejó definitivamente para irse con un gimnasta, quedó clasificado el veintiséis en un campeonato del mundo. Lo de los aros era lo suyo.
Luego se cayó en mala postura, se quedó paralítico y mi mujer lleva el gimnasio. No me lo explico.
Mientras convivimos su único deporte era cortarse las uñas y ponerse maquillaje. ¿Le gustan a usted las mujeres muy maquilladas?
Carvalho se encongió de hombros.
– Usted es más o menos de mi edad. ¿Verdad que para la cara de una mujer no hay nada como el agua y el jabón?
Era una reiteración pero volvió a encogerse de hombros. Ahora Brando se contaba algo a sí mismo.
Los labios se movían pero no era audible lo que decían. Hay días en que la paciencia se convierte en una virtud laboral, así que Carvalho se dejó atrapar por las últimas blanduras del sillón más acolchonado que tapizado y se predispuso a que Brando volviera de su viaje mental.
– Cada mañana la chica viene al "office" a desayunar en compañía de su última conquista. Busca precisamente el momento en que yo estoy allí, me la presenta, nos obliga a hablar y nos trata a los dos como si fuéramos los hombres de su vida.
Yo le había hecho el número de padre moderno, capaz de entenderlo todo y tuve que apechugar con los dos o tres jovencitos del último semestre de hace dos años. Ella tenía quince años. Cuando empezó el primer semestre del año siguiente me vino con uno de esos que hacen tertulias radiofónicas y en una hora ponen en orden la galaxia.
Era un tío bajito, con barba canosa y hablaba con acento catalán.
La eché de casa. Volvió meses después, preñada, no del contertulio, ni siquiera sabía de quién.
La mandé a Londres con una prima mía. Ya sabe usted de qué va y desde que volvió me hago el ciego, pero la hebra durante los desayunos. Pero ahora la cosa es diferente.
– ¿Se refiere al viejo que está con ella en la cama?
– No. Eso es lo de menos. Es una gran persona y sabe escuchar.
La trata como un padre. No, no es el caso, ojalá le dure… Pero me temo que lo está instrumentalizando contra mí. Siempre que puede hace comparaciones odiosas. Alfredo tiene tu misma edad, papá y cosas así que me mortifican. Él no. Él es un caballero.
– ¿Entonces?
Había llegado la hora de la verdad. Brando se puso triste, muy triste.