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– La señora ¿qué?
No eran las palabras en sí sino el tono lo que instó a Carvalho a proponerle pasar a un lugar más íntimo, propuesta a punto de ser desatendida entre vociferaciones hasta que la mujer vio que sus clientes, de súbito recuperadas de su cansancio, se agolpaban contra el cristal disputándose la platea de la tragedia. Bastó una mirada llena de megatones para que las gimnastas volvieran a su posición de partida y luego un gruñido le sonó a Carvalho como invitación para seguirla. El despacho al que desembocaron no tenía más elemento curioso que un hombre sentado en una silla de ruedas que jugaba a las cartas contra sí mismo ante una mesa camilla. La mujer deslizó una caricia sobre la cabeza del hombre que apenas les hizo caso y se situó tras una mesa llena de papeles como si fuera un parapeto. Todas las facciones se le caían menos la lengua, en una clara demostración del fracaso de tantos maquillajes compensatorios de largos años de mal casada.
– ¿Qué quiere ese borde de Brando, ahora?
– ¿Suele ver usted a su hija?
– Suele verme ella a mí, cuando necesita dinero. Y sobre todo a ese desgraciado, que le suelta lo que sea.
El desgraciado volvió la cabeza. Conservaba la sonrisa del día en que quedó veintiséis o veintisiete en el Campeonato del Mundo de gimnasia masculina.
– Ríe, ríe, que bien te sabe sacar los cuartos el pendejito ese.
Había ternura en la voz de aquella bestia y Carvalho dejó que ella se despachara a sus largas y anchas, en un duro discurso sobre las insuficiencias de todo tipo de Brando y la injusticia de que ella ahora tuviera que dar la cara por su hija. Si la policía la detenía ya escarmentaría. Nadie escarmienta en cabeza ajena. Ella no sabía nada de la vida secreta de su hija.
Tal vez su hermano.
– Pida audiencia y si el señor se digna concedérsela… De vez en cuando trata de meter en cintura a la chica, pero siempre lo hace denigrándonos a los demás, a su padre y a mí. Ése no parece hijo mío.
Yo le llamo al pan pan y al vino vino.
Por lo visto era una pauta familiar que resistía la prueba del divorcio o acaso, enfrentados dos seres adictos a llamar al pan pan y al vino vino no les quedaba otra salida que el crimen imperfecto o el divorcio. No, ella no creía que la chica buscara emociones fuertes, no era de ésas, ella misma era una emoción fuerte. El inválido seguía tan contento y asentía.
– Mira cómo se le cae la baba a ése cuando hablo del pendejito.
– Pero algo busca.
– Ya lo puede usted dar por seguro. Ésa donde pone el ojo pone la bala. No malgasta ni un gesto.
Parece que va por la vida de boba.
Pero de boba nada. Va a lo que quiere y ya ha conseguido pasar por encima del cadáver de su padre.
¿No le parece a usted un muerto?
Si le decía que sí ya eran casi amigos. Los tres. Porque el jugador de cartas inválido ex veintiséis o ex veintisiete en el Campeonato del Mundo de gimnasia masculina bailaba con su silla de ruedas, contentísimo por todo lo que estaba ocurriendo, como si le gustara la compañía de Carvalho y el buen tono que había adoptado su mujer. Y tan contenta ella como él, se fue a su lado, le arregló un atuendo ya de por sí animado y le volvió a acariciar el cabello.
– Apenas si habla. Pero dice todo lo que tiene que decir. Los mejores maridos son los inválidos.
– Llame a su hija. Háblele de mujer a mujer. Pregúntele qué iba a buscar aquella noche entre tanto camello y yonqui de medio pelo.
– Cuando necesite dinero, vendrá. Y no seré yo quien la sonsaque. Éste, éste sin decir ni mu saca de ella lo que quiera.
– ¿Me llamará?
Dijo que sí con la cabeza y dio por concluida la audiencia. Precedió a Carvalho por el pasillo y se detuvo a cierta distancia del ventanal que mostraba la perspectiva de la jaula sudada donde las mujeres habían montado una tertulia. Estaba intercambiando sus pequeños saberes de amas de casa aburridas y ricas.
– Fíjese, como loros.
– Las trata usted muy mal.
– Empecé tratándolas con miramiento y se me montaban encima.
Son chicas de casa bien que no han crecido. Pero les pegas cuatro gritos y se recomponen. Vienen a que las soben las masajistas y las agüitas del yakuzi. Necesitan que alguien las trate como si fueran tropa. A éstas sí que les haría falta una buena mili de veinticuatro meses.
Dejó a la monitora tramando crueldades contra los cuerpos más selectos de la ciudad. Tanta gimnasia le había despertado el apetito y dudó entre irse a La Odisea a gozar de la cocina de autor de Antonio Ferrer o dar la alternativa a los del Nostromo, dos marinos que se habían metido a restauradores después de la experiencia vivida en " La Rosa de Alejandría". El restaurante era esquina de uno de los callejones traseros del hotel Colón, muy cerca de La Odisea y había declaración de principios marinos desde el rótulo, en homenaje a la novela del mismo título de Conrad, hasta cualquier minucia decorativa, todo salvado del naufragio moral de los marinos después de la experiencia de aquella imposible huida hacia adelante en busca del Bósforo. No les gustaba hablar de lo vivido sobre " La Rosa de Alejandría", pero en la pared pendía una maqueta del barco, Germán no estaba en el local pero Basora sí y dividió su talante entre el de marinero en tierra y restaurador en ciernes.
Nada que reprochar a un entrante de pasta fresca con trompetas de la muerte, una seta enigmática que está poniéndose de moda desde que la lanzara en su carta el Rec9 de Can Fabes, en San Celoni, y a continuación un Bacalao a la Catedral que era como una síntesis de los bacalaos catalanes, la caligrafía sintéctica de otros plastos de bacalao barrocos. Basora le ofreció un Pesquera tinto excelente y ya en el café le sorprendió con una botella de ron nicaragüense que llevaba enganchada una etiqueta con el nombre "Pepe Carvalho".
– Cada vez que venga usted por aquí tiene la botella de ron a su disposición.
– Un buen motivo para volver.
Germán diversificaba el riesgo del restaurante apuntándose a bolos de marinero en tierra. Ahora estaba haciendo no sé qué leches, dijo Basora, en el dique seco. En cuanto al antiguo oficial de " La Rosa de Alejandría", seguía adicto a su severo sentido del humor pero llevaba a cuestas el ancla de todo marino con añoranza de singladura. De vez en cuando aún enviaba un paquete a la cárcel de Segovia donde cumplía condena Ginés Larios o recordaba al abogado defensor que no descuidara pedir por enésima vez el indulto individual.
– Al fin y al cabo mató por amor. Es mucho peor matar por odio.
Le alentó Carvalho. A Basora le había encanecido el cabello y no estaba muy seguro de si matar por amor era mejor que matar por odio.
El amor es una enfermedad, dijo.
Si lo hubiera dicho cualquier otro, Carvalho hubiera sonreído, pero Basora era hombre parco en palabras. Le conoció el mismo día en que presenció el desembarco de Ginés, entre dos policías, frustrado su deseo de encontrar más allá del Bósforo el lugar de donde no quisiera regresar, el final perfecto de una huida perfecta. Germán y Basora estaban desconcertados ante aquel hombre que lo sabía todo sin haber viajado a bordo de " La Rosa de Alejandría" y que se contentaba con comentar el crimen de Ginés, sin ponerlo en conocimiento de la policía.
– En fin.
Suspiró Basora y recitó irónicamente.
– "Pero la noche es interminable cuando se apoya en los enfermos y hay barcos que buscan ser mirados para poder hundirse tranquilos".
Toda la conversación había tenido en la cabeza de Carvalho como telón de fondo la ensoñación de Claire, una muñeca carnal y juguetona, en retícula de fotografía vieja, en movimiento, en primer plano, al fondo de un paisaje deshabitado. Carvalho se había bebido media botella de ron, se refrescó las sienes en el lavabo, entre grabados de navegaciones y naufragios y al ver la cara que le devolvía el espejo hizo suyo el verso de Lorca… "hay barcos que buscan ser mirados para poder hundirse tranquilos". Se entregó al doble juego de dejarse llevar por los sentimientos e ironizar sobre ellos, para no sentirse en ridículo y dominar su propia situación.
Deseó suerte a los marineros en tierra en su nuevo negocio y prometió volver otro día a vaciar su botella. Mi botella. Repitió varias veces, como un borracho y es que estaba algo borracho. Pateó los callejones abandonados a su historia inútil, en busca de la ciudad remozada para actuar como escaparate olímpico. La catedral se asomaba, aunque distante, a las obras de un parking subterráneo que permitiría aumentar el número de japoneses que la visitarán antes que llegara el año dos mil. Les rogamos disculpen las molestias.
Trabajamos por usted. "Barcelona, posa.t guapa" (1). "Barclona més que mai" (2) [1] Todo el mundo parecía estar de paso, la ciudad incluso estaba de paso entre un pasado sabido y un futuro sin límites precisos. Claire estaba de paso y a medida que avanzaba por una ciudad en destrucción y reconstrucción se sentía como un adolescente a la espera de la muchacha que le ha de hacer infeliz y adulto, esa muchacha que de pronto desaparece y que alguna vez se recupera treinta años después, cuando es demasiado tarde para casi todo. Se escuchó cantar un viejo bolero, envalentonado por la espuma de alcohol que le subía hasta el cerebro. "Qué lástima, por qué no me lo dijo _, si lo hubiera sabido sería toda de él".
Señor Carvalho, si usted me hubiera insinuado algo, yo habría renunciado a mi griego irrepetible y me hubiera ofrecido a usted al final del laberinto, como premio en el recorrido en busca de la verdad, ¿sabe usted qué quiere decir "alezeia" en griego clásico? Si era capaz de hacerse la pregunta, aunque la pusiera en labios de Claire, es porque sabía o en algún momento había sabido qué quiere decir "alezeia" en griego clásico. Al final del laberinto podría encontrar a Claire, una vez resuelto lo de los griegos, porque de lo contrario si alguna vez, dentro de treinta años podía volver a encontrar a Claire, estaba seguro de que no sería en una estación, equivocándose de despedidas, sino en algún cementerio. Tal vez la vuelva a ver dentro de treinta años cuando ella venga a poner flores a alguna tumba y pase junto a la mía y la retenga un pellizco de la memoria: ¿Carvalho? Pepe Carvalho, ¿de qué me suena? O quizá Carvalho consiguiera vivir treinta años más para encontrarse con Claire en una acera y ella, en su decadente madurez, le ayudaría a cruzar la calle y él, por tratarse de ella, haría una excepción y se dejaría ayudar, en lugar de darle un bastonazo. En cualquier caso la capacidad de ensoñar, imaginar, predecir el final de aquel extraño capricho emocional conducía al género burlesco, pero Carvalho se complacía merodeando en torno de todas las impotencias presentidas.
No le había pasado desde hacía muchos años y se sentía más ridículo que culpable, acaso culpable del ejercicio de sinceridad de no llamar a Charo para no imponerle la hipocresía de una solicitud que no sentía. Tenía la solicitud monopolizada. Se sentía cruel, legítimamente cruel, como sólo puede sentirse un animal racional enamorado. Y a medida que le crecía el sentimiento era menos ridículo confesárselo y se encontraba diferente, más próximo a sí mismo, cuando los cristales de los escaparates le devolvían la imagen de un hombre que ya sería definitivamente demasiado viejo en el año dos mil, que jamás había sentido la menor curiosidad por doblar aquella esquina del tiempo. Cuando era adolescente y estaba lejos del objeto de su deseo, acostumbraba a descender las Ramblas en la creencia de que ella le esperaría en el puerto. Jamás se había verificado aquella presunción, pero Carvalho había sido fiel al impulso cada vez que posteriormente se había sumergido en la agridulce imbecilidad del amor.
Cuando se descubrió a sí mismo Ramblas abajo, siguiendo el rastro del adolescente que había sido, consiguió controlarse y desviar los pasos para meterse en Can Boadas, en busca de un primer martini de tiento, y si no le gustaba el primer martini, pediría el cocktail del día. Un martini es como una pieza de cerámica o como un guiso artesano, nunca sale a la perfección y siempre te deja con las ganas del martini ideal. El primero que le dieron estaba lo suficientemente bien como para tomar un segundo y así llegó al tercero.
Los martinis le alcoholizaban la psicología más que la sangre y hacían de él una persona casi simpática, lo suficiente como para entablar conversación con un tipo bajito que bebía una bebida larga con mucho hielo en el vaso y mucha melancolía en los ojos.
– ¿Alcohólico anónimo?
– No. Diputado en el Parlamento de Cataluña.
Le contestó el solitario bebedor.